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VIERNES 21 DE MAYO

Traynor firmó todas las cartas que había dictado esa mañana y las colocó en un ordenado montón en la esquina del escritorio. Se levantó y se puso el abrigo. Se disponía a salir de la oficina para marcharse al Iron Horse, cuando su secretaria Colette le avisó que tenía una llamada de Tom Baringer.

Traynor volvió mascullando a su escritorio. Tom era un cliente demasiado importante como para no ponerse al teléfono.

—¿A que no te imaginas dónde estoy? —dijo Tom—. En urgencias, esperando a que venga a arreglarme el doctor Portland.

—Dios mío, ¿Qué te ha pasado? —preguntó Traynor.

—Ha sido una estupidez —reconoció Tom—. Estaba limpiando los desagües del tejado y me he caído de la escalera.

Me he roto la cadera. Por lo menos eso me han dicho en urgencias.

—Lo siento —dijo Traynor.

—Bueno, podría haber sido peor —dijo Tom—. Desde luego, no podré acudir a la reunión que teníamos programada para esta tarde.

—Claro que no —dijo Traynor—. ¿Querías comentarme algo importante?

—Puedo esperar —contestó Tom—. Oye, ya que te tengo al teléfono, ¿por qué no llamas a quien tengas que llamar para que me traten a cuerpo de rey?

—Lo haré —dijo Traynor—. Me ocupare personalmente.

Me has pillado cuando salía para un almuerzo con el comité ejecutivo del hospital.

—Te deseo suerte —dijo Tom—. Acuérdate de mí.

Después de colgar, Traynor le dijo a su secretaria que anulara la cita con Tom y que dejara la hora libre. Aprovecharía ese rato para dictar algunas cartas.

Traynor fue el primero en llegar a la comida. Después de pedir un martini seco, observó con atención el comedor, cuyo techo estaba recubierto de vigas. Desde hacia un tiempo siempre le daban la mejor mesa: un reservado con vistas al río Roaring que pasaba por la parte de atrás del restaurante. El placer de Traynor se intensificó al descubrir que Jeb Wiggins, hijo de una de las pocas familias adineradas de Bartlet y antiguo rival suyo, estaba sentado en una mesa bastante mal situada. Jeb siempre trataba a Traynor con cierta condescendencia. El padre de Traynor había trabajado en la fábrica de percheros, que a su vez pertenecía a la familia Wiggins. Traynor saboreó el cambio de papeles: el dirigía ahora la mayor empresa del condado.

Helen Beaton y Barton Sherwood llegaron juntos.

—Siento el retraso —dijo Sherwood, apartando la silla de Beaton.

Beaton y Sherwood pidieron un aperitivo y luego ordenaron el menú. En cuanto el camarero se fue, Beaton dijo:

—Tengo buenas noticias. Esta mañana he tenido una reunión con Charles Kelley y me ha dicho que no hay problema en que establezcamos el sistema de primas compensatorias para los médicos de la AMG. Lo único que le preocupaba era si eso le iba a costar dinero a la AMG, y le he dicho que no.

Me ha prometido que lo consultara esta tarde con sus jefes, pero creo que no pondrán ninguna queja.

—Fantástico —dijo Traynor.

—El lunes tenemos que volver a reunirnos —añadió Beaton—. Me gustaría que asistieras, si tienes tiempo —dijo Beaton.

—Lo intentare —respondió Traynor.

—Lo que necesitamos ahora es un capital inicial —añadió Beaton—. Me reuniré con Barton, creo que podremos solucionarlo. —Beaton le dio un apretón en el brazo a Sherwood.

—¿Recuerdas aquel pequeño fondo que reunimos con las comisiones del edificio de radioterapia? —susurró Sherwood inclinándose hacia Traynor—. Lo tengo colocado en las Bahamas. Pienso ir retirándolo poco a poco según nuestras necesidades. También podemos utilizar algo de dinero para regalar unas vacaciones en las Bahamas. Es lo más sencillo, pagaremos los billetes de avión en las Bahamas.

Trajeron la comida, y ninguno de los tres habló hasta que el camarero se fue.

—Hemos pensado que unas vacaciones en las Bahamas pueden ser un buen premio —explicó Beaton—. Esa sería la recompensa para el medico con la media de hospitalizaciones más baja a lo largo del año.

—Me parece perfecto —dijo Traynor—. Vuestro plan cada vez me agrada más.

—Tendríamos que ponernos en marcha inmediatamente —comentó Beaton—, las cifras de mayo son aún peores que las de abril. Los ingresos de pacientes han subido y por tanto las pérdidas económicas son mayores.

—Yo tengo una buena noticia —comentó Sherwood—. Gracias a la inyección de liquidez que ha supuesto la donación, los fondos de amortización se están situando al nivel previsto inicialmente. Lo hemos hecho de tal forma que los de la comisión de investigación no se enteraran de nada.

—Una crisis tras otra —se quejó Traynor. No estaba dispuesto a dar carta blanca a Sherwood porque era el principal culpable de la actual situación.

—¿Quieres que siga adelante con la emisión de bonos para la construcción del aparcamiento? —preguntó Sherwood.

—No —contestó Traynor—, desgraciadamente no podemos hacerlo todavía. Tendríamos que conseguir la aprobación del Consejo Municipal, de momento sólo lo han hecho de forma condicional. —señaló hacia una mesa próxima con expresión despectiva—. El presidente del Consejo Municipal, Jeb Wiggins, cree que las obras podrían perjudicar la temporada turística de verano.

—Menuda suerte —dijo Sherwood.

—Yo también tengo una buena noticia —añadió Traynor—. Esta mañana nos han comunicado la denegación del permiso para operaciones a corazón abierto. ¿Es terrible, verdad?

—Es una tragedia —dijo Beaton riéndose—. ¡A Dios gracias!

Después del café, Traynor recordó la llamada de Tom Baringer. Le pasó la información a Beaton.

—Ya estoy enterada del ingreso de Baringer —dijo Beaton—. Tengo un programa que me avisa cuando se produce un ingreso de esa clase. Ya he hablado con Caldwell para que se asegure de que el señor Baringer recibe un tratamiento de primera. ¿De que capital dispone?

—Un millón —respondió Traynor—. No es mucho, pero tampoco es como para despreciarlo.

Al terminar la comida salieron al luminoso día de finales de primavera.

—¿Cómo va lo del aparcamiento? —preguntó Traynor.

—Ya esta terminado —contestó Beaton—. Hemos decidido limitar la iluminación a la parte de abajo. La de arriba sólo se utiliza de día, y así nos ahorraremos un montón de dinero.

—Me parece muy razonable —comentó Traynor.

Cuando estaban cerca del Green Mountain National Bank se encontraron con Wayne Robertson. Llevaba una gorra de visera alargada, tipo militar, bajada hasta las cejas y unas gafas de espejo para protegerse del sol.

—Buenas tardes —dijo Traynor amistosamente.

Robertson se tocó la visera a modo de saludo.

—¿Algo destacable en la investigación del caso Hodges? —preguntó Traynor.

—Casi nada —contestó Robertson—. Estamos a punto de dar el caso por cerrado.

—Yo no me precipitaría —comentó Traynor—. Recuerde que ese viejo chiflado tiene la virtud de aparecer en el momento más inesperado.

—Y en el más inoportuno —añadió Beaton.

—El doctor Cantor cree que esta en Florida —dijo Robertson—. Yo también empiezo a creérmelo. Me parece que ha dejado Bartlet avergonzado por el escándalo de que el hospital corría con los gastos de mantenimiento de su casa.

—Yo pensaba que Hodges estaba hecho a prueba de bombas —dijo Traynor—. Pero tampoco soy infalible.

Después de despedirse y desearse un buen fin de semana, los cuatro regresaron a sus respectivos trabajos.

Mientras subía en coche por la colina, Beaton pensó en su relación con Traynor. No estaba muy contenta y quería algo más. Uno o dos encuentros amorosos al mes era muy poco para lo que ella esperaba de esa relación.

Beaton había conocido a Traynor en Boston varios años antes, donde este seguía un curso de hacienda pública. Ella trabajaba en un hospital de Harvard como adjunta de administración. El flechazo fue mutuo e instantáneo. Pasaron una apasionada semana juntos y luego se fueron viendo intermitentemente hasta que Traynor la fichó para que se hiciera cargo del Bartlet Community Hospital. Beaton había llegado a creer que vivirían juntos, pero no ocurrió así. A pesar de sus promesas, Traynor no se había divorciado. Beaton pensaba que tenía que hacer algo para cambiar la situación, pero no sabía que.

De vuelta al hospital, fue directamente a la habitación 204 donde esperaba encontrarse con Tom Baringer. Quería asegurarse de que estuviera cómodo. Pero no estaba allí. Beaton se encontró otro paciente: una mujer llamada Alice Nottingham. Beaton se quedó boquiabierta, bajó a la primera planta y se dirigió a la oficina de Caldwell.

—¿Dónde esta Baringer? —preguntó.

—Habitación 204 —respondió Caldwell.

—A menos que el señor Baringer se haya sometido a una operación de cambio de sexo y ahora se llame Alice, no esta en la 204.

—Pues habrá ocurrido algo —dijo Caldwell poniéndose de pie. Pasó junto a Beaton y se dirigió a ingresos. Una vez allí, buscó a Janice Sperling y le preguntó por Tom Baringer.

—Le he puesto en la 209 —dijo Janice.

—Te dije que lo pusieras en la 204 —repuso Caldwell.

—Ya lo se —reconoció Janice—. Pero después de hablar con usted, la 209 quedó libre. Es una habitación más grande, y como el señor Baringer es un paciente especial he pensado que le gustaría más.

—La 204 tiene mejor vista y una cama ortopédica nueva —dijo Caldwell—. El señor Baringer se ha roto la cadera. O le cambia de habitación o le cambia de cama.

—De acuerdo —dijo Janice volviendo la vista. Algunas personas nunca parecían contentas.

Caldwell se dirigió a la oficina de Beaton y se asomó por la puerta.

—Siento no haber seguido de cerca lo de Baringer —dijo—. Pero todo estará arreglado dentro de una hora. Te lo prometo.

Beaton asintió y siguió con su trabajo.