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JUEVES 20 DE MAYO

—Tengo que ir a recoger a mi hija al colegio, tiene unas actividades extraescolares —explicó Angela a uno de sus compañeros residentes, el doctor Mark Danforth.

—¿Qué piensas hacer con estas muestras? —preguntó Mark.

—¿Qué quieres que haga? —replicó Angela—. Tengo que recoger a mi hija.

—Ya lo se —contestó Mark—. No te enfades. Sólo te estaba haciendo una pregunta, lo digo por si puedo ayudarte.

—Lo siento —se disculpó Angela—. Estoy demasiado susceptible. Si pudieras estudiar estas cinco te estaría eternamente agradecida —dijo, cogiendo los portaobjetos.

—De acuerdo —dijo Mark. Colocó los portaobjetos de Angela en su propio soporte.

Angela tapó el microscopio, cogió sus cosas y se marchó.

Nada más salir del aparcamiento, quedó atascada en el típico embotellamiento de las horas punta. En Boston era así todos los días.

Cuando por fin pudo llegar al colegio, Nikki la esperaba en las escaleras de entrada. No era un barrio muy bonito.

Las paredes del colegio estaban llenas de grafitis y rodeadas de cemento. A excepción de un grupo de seis o siete alumnos mayores que estaban jugando a baloncesto al otro lado de la alta valla metálica, no había más niños a la vista. Un grupo de apáticos adolescentes, vestidos con ropas ridículamente holgadas, holgazaneaban junto al edificio del colegio.

Al otro lado de la calle se veía el refugio de cartón de un indigente.

—Perdóname por haber llegado tarde —le dijo Angela a Nikki cuando subió al coche y se puso el cinturón de seguridad.

—No importa —respondió Nikki—, aunque la verdad es que estaba un poco asustada. Hoy ha pasado una cosa terrible en el colegio. Había policías por todas partes.

—¿Qué ha pasado?

—Un alumno mayor sacó una pistola en el patio —dijo Nikki—, y disparó. La policía le ha detenido.

—¿Hirió a alguien?

—No —dijo Nikki.

—¿Por qué tenía una pistola?

—Porque es traficante de drogas.

—Comprendo —dijo, intentando mantener la misma serenidad que mostraba su hija—. ¿Cómo te has enterado de todo esto? ¿Te lo ha contado algún amigo?

—No, yo estaba delante —dijo Nikki en medio de un bostezo.

Angela notó que sujetaba el volante con fuerza. Lo del colegio público había sido idea de David. Habían pasado mucho tiempo eligiendo un colegio para Nikki. Hasta ese episodio, Angela se había mostrado razonablemente satisfecha con el colegio Pero ahora estaba consternada, sobre todo por la tranquilidad con que la niña había explicado el incidente. Era espantoso que Nikki viviera cosas así como si fuesen lo más normal del mundo.

—Hoy hemos tenido otra vez una sustituta. Y no ha querido que hiciera mis ejercicios de drenaje después de comer.

—Lo siento, cariño —dijo Angela—. ¿Estabas congestionada?

—Un poco —contestó Nikki—. Tenía un poco de asma después de salir al patio pero luego se me pasó.

—Haremos los ejercicios al llegar a casa —dijo Angela—. Y también volveré a llamar al colegio. No entiendo que problema hay con tus ejercicios.

Angela sabía cual era el problema: muchos alumnos y poco personal, y por si fuera poco siempre cambiaba. Hacía poco tiempo, Angela había llamado para explicarles lo de la terapia respiratoria de Nikki.

Angela aparcó en doble fila y, mientras Nikki esperaba en el coche, entró en una tienda para comprar la cena. Cuando regresó, se encontró con una multa en el limpiaparabrisas.

—Le dije a la agente que saldrías enseguida —explicó Nikki—, pero ella ha dicho «que cara» y ha puesto la multa.

Angela maldijo entre dientes.

Pasaron la siguiente media hora buscando un sitio donde aparcar en su barrio. Cuando Angela ya estaba dispuesta a desistir, encontraron un hueco.

Después de guardar las cosas en la nevera, Angela y Nikki se dedicaron a la terapia respiratoria de la niña. Normalmente la hacían una vez al día, por la mañana, aunque a veces tenían que repetirla varias veces, sobre todo los días de mucha contaminación.

La rutina era igual cada día: Angela la auscultaba con un estetoscopio para comprobar que la niña no necesitara un broncodilatador; después cogían una especie de puf que habían comprado en un mercadillo, y Nikki se colocaba en nueve posiciones diferentes que ayudaban, mediante la gravedad, a drenar zonas concretas de sus pulmones. Cada vez que Nikki se colocaba en una postura, Angela le golpeaba en una zona del pulmón con la mano ahuecada. En cada posición se entretenían dos o tres minutos. En veinte minutos habían acabado con los ejercicios.

Luego, Nikki se ocupó de hacer los deberes y Angela de preparar la cena en la pequeña cocina. David llegó media hora más tarde. Estaba agotado, se había pasado la noche anterior en vela por culpa de un buen numero de pacientes.

—¡Menuda nochecita! —exclamó.

Fue a darle un beso a Nikki, pero esta le apartó porque estaba concentrada en sus deberes, en la mesa del comedor. La habitación de Nikki era muy pequeña y no cabía una mesa de trabajo.

David se dirigió a la cocina, donde también fue mal recibido por Angela, ocupada con la cena. Rechazado por dos veces, David se volvió hacia la nevera. Consiguió sacar una cerveza pese a las dificultades para abrir la nevera con dos personas en la cocina.

—En urgencias hemos tenido dos pacientes con sida que tenían todas las enfermedades habidas y por haber —explicó—. Y además, dos enfermos con paro cardíaco. No he podido pisar la sala de guardia en toda la noche, y mucho menos echar una cabezadita.

—Si buscas consuelo te has equivocado de persona —dijo Angela, poniendo la pasta a hervir—. Y además, estas molestando.

—Estas de muy buen humor —dijo David.

Salió de la pequeña cocina y se sentó en una de las banquetas del mostrador que separaba la cocina de la sala de estar.

—Yo también he tenido un día agotador —dijo ella—. He dejado el trabajo a medias para ir a recoger a Nikki al colegio.

No es muy divertido hacer esto todos los días.

—¿Y por eso estas desquiciada? —dijo David—. ¿Porque has tenido que ir a recoger a Nikki? Creía que eso ya estaba hablado y bien hablado. Demonios, te ofreciste a hacerlo porque tenías un horario fijo.

—¿Podéis hablar más bajo? —dijo Nikki—. Estoy intentado estudiar.

—¡No estoy desquiciada! —murmuró Angela—. Estoy agotada. No me gusta depender de los demás para hacer mi trabajo. Y además, Nikki me ha contado unas cosas que me preocupan.

—¿Por ejemplo? —preguntó David.

—Pregúntaselo a ella —contestó Angela.

David bajó de la banqueta y se sentó en una de las sillas del comedor. Nikki le contó lo que había pasado. Angela dispuso los platos entre los libros de Nikki.

—¿Cuando oyes hablar de pistolas y drogas, sigues pensando que hay que apoyar la escuela pública? —preguntó Angela.

—Hay que defender la escuela pública —respondió David—. Yo he ido a la escuela pública.

—Eran otros tiempos —afirmó Angela.

—Si la gente como nosotros no cree en la escuela pública —insistió David—. ¿Quién más lo hará?

—Me importa un pimiento el idealismo cuando se trata de la seguridad de mi hija —contestó Angela.

Cenaron espaguetis con salsa de tomate y ensalada, y durante la cena nadie habló. Nikki siguió estudiando sin hacer caso de sus padres. Angela suspiró varias veces y se mesó el cabello. Estaba a punto de echarse a llorar. David estaba muy enfadado. Después de treinta y seis horas de trabajo agotador no entendía lo que pasaba en su casa.

De repente, Angela apartó la silla, cogió su plato y lo arrojó a la pila de la cocina. Se rompió. Nikki y David se sobresaltaron.

—Angela —dijo David intentando no gritar—. Te lo tomas todo demasiado a pecho. Si quieres, hablaremos de lo de ir a recoger a Nikki. Tiene que haber alguna solución.

Angela se enjugó unas lágrimas díscolas. Tenía ganas de contestarle a David que la idea que tenía de sí mismo como marido racional y comprensivo, no tenía nada que ver con la realidad.

—¿Sabes una cosa? —dijo volviéndose desde el fregadero—. El único problema es que no queremos tomar una decisión sobre lo que vamos a hacer el uno de julio.

—Me parece que este no es momento para discutir lo que vamos a hacer el resto de nuestras vidas —dijo David—. Estamos agotados.

—Tonterías —dijo Angela. Volvió a la mesa y se sentó—. Nunca encuentras el momento oportuno. El tiempo se nos echa encima, y el no tomar una decisión se esta convirtiendo en una forma de decisión. Sólo queda mes y medio para el uno de julio.

—Esta bien —dijo David con resignación—. Iré a buscar mis notas. —Empezó a levantarse pero Angela lo retuvo.

—No necesitamos tus notas —dijo Angela—. Tenemos tres posibilidades. Hemos estado esperando lo de Nueva York y hace tres días que nos han contestado. Nuestras posibilidades se resumen en muy pocas palabras: o nos vamos a Nueva York y yo cojo la beca de forense y tú la de medicina respiratoria, o nos quedamos en Boston y yo hago lo de forense y tú vas a la Escuela Pública de Medicina de Harvard, o nos vamos a Bartlet y empezamos a trabajar.

David paseó la lengua por el interior de los carrillos. Quería pensar. Estaba atontado de puro cansancio. Quería sus notas, pero Angela le sujetaba el brazo.

—Da un poco de aprensión dejar la universidad —dijo al fin David.

—Sí —dijo Angela—. Llevamos tanto tiempo siendo estudiantes que nos resulta difícil pensar en otra cosa.

—También es verdad que en estos cuatro años hemos tenido muy poco tiempo para nosotros —comentó David.

—La calidad de vida es importante —añadió Angela—. La realidad es que si nos quedamos en Boston tendremos que seguir viviendo en este apartamento. Y además, tenemos muchas deudas.

—Nos pasaría lo mismo si fuéramos a Nueva York —dijo David.

—A no ser que aceptáramos que mis padres nos ayudasen —añadió Angela.

—Hasta ahora hemos conseguido evitarlo. Dejar que nos ayuden significa tener muchas ataduras.

—Estoy de acuerdo. También tenemos que considerar el estado de Nikki.

—Yo quiero un perro —dijo Nikki.

—Nikki esta muy bien —recalcó David.

—Pero en Nueva York y aquí hay mucha contaminación —dijo Angela—. Todo tiene su precio. Estoy cansada de tanta inseguridad.

—¿Estas diciendo que quieres que vayamos a Bartlet? —preguntó David.

—No —respondió Angela—. Pero intento poner todas las cartas sobre la mesa. Desde luego, cuando Nikki me ha contado lo de la pistola y las drogas, Bartlet me ha parecido la octava maravilla.

—Me pregunto si será tan celestial como lo recuerdas —se cuestionó David—. Me parece que lo hemos idealizado demasiado.

—Sólo hay una manera de averiguarlo.

—¡Vayamos de excursión! —exclamó Nikki.

—De acuerdo —dijo David—. Hoy es jueves. ¿Qué os parece si vamos el sábado?

—Fantástico —respondió Angela.

—¡Yupiii! —exclamó Nikki.