26

LUNES 1 DE NOVIEMBRE (Por la tarde)

Angela durmió más tiempo de lo habitual. Cuando se levantó, a las cuatro y media de la tarde, se sorprendió de que David no hubiera vuelto ni telefoneado. Sintió un aguijonazo de angustia y su preocupación fue creciendo a cada minuto que pasaba.

Cogió el teléfono y llamó al Green Mountain National Bank. Un mensaje grabado decía que el horario del banco era de nueve de la mañana a cuatro y media de la tarde. Angela colgó. Se preguntaba por qué David no habría llamado por el teléfono portátil. Su marido no era así. Seguro que sabía que ella estaba preocupada. Telefoneó al Bartlet Community Hospital y preguntó por David. Le dijeron que el doctor Wilson no había estado allí en todo el día. Por ultimo, llamó a su casa de Bartlet. No se le ocurría ningún otro sitio. Dejó que el teléfono sonara diez veces y luego colgó. Se preguntó si David estaría jugando a detectives. La mera posibilidad de que fuera así la inquietó aún más.

Angela fue a la cocina y le preguntó a su suegra si le importaba prestarle el coche.

—Claro que no —dijo Jeannie—. ¿Adónde vas?

—A Bartlet. Tengo que recoger algunas cosas de casa.

—Yo también quiero ir —dijo Nikki.

—Será mejor que te quedes aquí —repuso Angela.

—No —insistió Nikki—. Pienso ir.

Angela sonrió a Jeannie antes de ocuparse de Nikki. Cogió a su hija del brazo y se la llevó a la habitación de al lado.

—Te quedaras aquí, Nikki.

—No quiero quedarme sola, me da miedo —dijo Nikki echándose a llorar.

Angela prefería que Nikki se quedara con su abuela, pero no tenía tiempo de convencerla. Tampoco quería explicarle a su suegra las razones por las que Nikki tenía que quedarse con ella. Al final cedió Angela.

Eran casi las seis cuando Angela y Nikki llegaron a Bartlet.

Todavía había algo de luz, pero anochecería muy pronto. Algunos coches llevaban ya las luces encendidas.

Angela sólo tenía un objetivo: buscar el Volvo. El primer sitio al que se dirigió fue el banco, y mientras se acercaba vio que Barton Sherwood y Harold Traynor iban andando hacia el parque. Angela aparcó junto al bordillo y bajó del coche.

Le dijo a Nikki que la esperase.

—Perdonen —dijo Angela acercándose a los hombres.

Sherwood y Traynor se dieron la vuelta.

—Siento molestarles. Estoy buscando a mi marido.

—No se dónde esta su marido —dijo irritado Sherwood—. No se ha presentado a la cita de esta tarde. Y tampoco me ha telefoneado.

—Lo siento —dijo Angela.

Sherwood se tocó el ala del sombrero y él y Traynor reanudaron su camino.

Angela volvió corriendo al coche. Ahora estaba segura de que había ocurrido algo.

—¿Dónde esta papa?

—No lo se —dijo Angela. Dio un giro de ciento ochenta grados y los neumáticos chirriaron.

Nikki se apoyó contra el salpicadero. Todo el rato había tenido la sensación de que su madre estaba muy preocupada, y ahora estaba segura.

—Ya veras como todo sale bien —le dijo Angela.

Se dirigieron a su casa a toda velocidad, esperando encontrar el Volvo aparcado junto a la puerta trasera. Pero en cuanto enfiló el sendero comprobaron que el Volvo no estaba allí.

Angela se detuvo junto a la casa. Un rápido vistazo le confirmó que todo seguía como lo habían dejado, pero prefirió asegurarse.

—Quédate en el coche —dijo—. Tardare apenas un minuto.

Angela entró en la casa y llamó a David. No hubo respuesta. Hizo un rápido recorrido por toda la casa. No había nadie. Cuando bajaba por las escaleras, Angela vio la escopeta.

Comprobó el cargador: quedaban cuatro cartuchos. Cogió la escopeta y entró en la sala. Buscó las direcciones de Devonshire, Forbs, Maurice, Van Slyke y Ulhof en la guía de teléfonos y las apuntó. Volvió al coche con la lista y la escopeta.

—¿Te has vuelto loca, mama? —dijo Nikki cuando su madre hizo derrapar los neumáticos.

Angela disminuyó la velocidad y le dijo que se relajara, pero estaba mucho más nerviosa de lo que Nikki pensaba.

La primera dirección resultó una tienda de comidas preparadas. Angela viró el coche en redondo y aparcó. Nikki miró a la tienda y luego a su madre.

—¿Qué hacemos aquí? —preguntó Nikki.

—No estoy muy segura. A ver si vemos el Volvo.

—No esta aquí —dijo la niña.

—Ya me he dado cuenta, cariño.

Arrancó y se marcharon a la dirección siguiente. Era la casa de Forbs. Angela redujo la velocidad conforme se acercaban a la casa. Había luz en el interior, pero ni rastro del coche de David. Se alejaron a toda velocidad.

—Lo siento —dijo Angela aminorando la marcha y notando que sujetaba el volante con tanta fuerza que tenía los dedos entumecidos.

La siguiente era la casa de Maurice. Angela enseguida se dio cuenta de que estaba cerrada a cal y canto, y se marcharon de ahí.

Pocos minutos después, y nada más entrar en la calle de Van Slyke, vieron el Volvo. Fue como un rayo de esperanza.

Angela aparcó detrás del Volvo, quitó el contacto y bajó del coche.

Al acercarse al Volvo, vio la camioneta de Calhoun, que estaba aparcada enfrente. Miró dentro de los dos vehículos. El de Calhoun daba la sensación de estar ahí desde hacía días.

Miró al otro lado de la calle, hacia casa de Van Slyke. No había luces, lo que le provocó una sensación de alarma.

Volvió al coche y cogió la escopeta. Nikki hizo ademán de salir del coche, pero Angela le ordenó que no se moviera de allí.

Cruzó la calle escopeta en mano. Mientras subía los escalones del porche se preguntó si no tendría que acudir directamente a la policía. Desde luego, algo grave estaba sucediendo.

Pero ¿qué podía esperar de la policía? Además, no disponía de mucho tiempo.

Pulsó el timbre, pero estaba claro que no funcionaba. Golpeó la puerta. Como no hubo respuesta probó de abrirla. No estaba cerrada con llave. Entró con mucha cautela.

Pronunció el nombre de David con todas sus fuerzas.

David oyó la voz de Angela. Se incorporó apoyándose contra un arcón lleno de manzanas resecas. El sonido parecía venir de muy lejos, y al principio le había parecido irreal. Pensó que se trataba de una alucinación, pero de pronto volvió a oírlo otra vez.

Entonces David supo que era real y que Angela estaba allí.

Se puso de pie en la oscuridad y llamó a Angela, pero su voz moría en aquel espacio aislado. Se movió a ciegas hasta que chocó con la puerta. Luego gritó otra vez, aunque estaba seguro de que no serviría de nada a menos que Angela bajara al sótano. Tanteando en las estanterías, cogió un bote de conservas. Se acercó a la puerta y golpeó la superficie de madera.

Luego lanzó el bote contra el techo. Se cubrió la cabeza con las manos y cerró los ojos mientras el bote se estrellaba contra las tablas del suelo.

Se subió a la estantería para intentar golpear el techo directamente con el puño. Pero sólo había conseguido dar un puñetazo, cuando la estantería y el fueron a parar al suelo con gran estrépito.

Angela estaba desanimada y desesperada. Hizo un rápido recorrido de la primera planta de aquel inmundo lugar, encendiendo todas las luces a su paso. No encontró ni rastro de David o Calhoun, salvo una colilla de puro en la cocina. Estaba a punto de subir al segundo piso, cuando se acordó de Nikki.

Angela regresó corriendo al coche. La niña estaba bien aunque bastante nerviosa. Angela le dijo que sólo tardaría un poco. Nikki repuso que se diera prisa porque tenía miedo de estar sola.

Angela corrió a la casa y subió al segundo piso. Llevaba la escopeta sujeta con ambas manos. Una vez arriba, se quedó quieta y escuchó atentamente. Le pareció oír algo, pero el sonido no se repitió.

El primer piso estaba aún más cochambroso que la planta principal. Había un intenso olor a moho, como si nadie hubiera subido ahí durante años. Del techo colgaban unas telarañas gigantescas. En el pasillo, Angela exclamó varias veces el nombre de David, pero sólo le respondió el silencio. Estaba a punto de bajar, cuando se fijó en algo que había junto a las escaleras. Era una mascara de Halloween, una mascara de reptil.

¡La misma que llevaba el atacante de la noche anterior!

Angela bajó las escaleras temblando. A mitad de camino se detuvo a escuchar. Le pareció oír algo, unos golpes pesados y distantes. Decidida a encontrar el origen de los ruidos, se detuvo otra vez en la base de la escalera. Le pareció que procedían de la cocina y corrió hacia allí. Los golpes eran cada vez más fuertes. Pegó el oído al suelo y los oyó con nitidez.

Gritó «¡David!». Y a continuación oyó débilmente cómo David pronunciaba su nombre. Angela se acercó gateando a la escalera que llevaba al sótano.

Encontró la luz y bajó, todavía con la escopeta en la mano.

Ahora oía la voz de David con mayor claridad. Cuando llegó abajo volvió a gritar «¡David!». Las lagrimas afloraron a sus ojos cuando escuchó su respuesta. Abriéndose paso entre aquel desorden, Angela siguió el sonido de la voz. Había dos puertas, pero David golpeaba la suya con tanta fuerza, que ella supo de inmediato cual era, la que estaba cerrada con un candado.

Angela le dijo que iba a sacarlo de allí. Apoyó la escopeta contra la pared y buscó por el sótano una herramienta apropiada. Encontró un pico. Regresó junto a la puerta y golpeo el candado varias veces. Luego ensartó la punta del pico en una de las abrazaderas e hizo palanca, hasta que logró arrancar las abrazaderas de la madera. Por fin, la puerta se abrió.

David corrió a abrazarla.

—¡Oh, Angela, me has salvado! Cariño… —suspiró y recobró la compostura—. Van Slyke es nuestro hombre. Él asesinó a los pacientes y también a Hodges. Ahora esta desquiciado y va armado. Tenemos que salir de aquí.

—Vámonos —dijo Angela cogiendo la escopeta. Corrieron hacia la escalera. Antes de empezar a subir, David señaló una placa de hormigón junto al sitio donde él había cavado.

—Me temo que Calhoun esta ahí debajo.

Angela se quedó boquiabierta.

—¡Vámonos! —la urgió David—. Todavía no he averiguado quien le paga a Van Slyke —dijo David mientras subían—. Pero es seguro que alguien le paga. Y aún no he descubierto cómo mata a los pacientes.

—He encontrado la mascara de reptil en el piso de arriba, lo que confirma mis sospechas.

Cuando llegaron a la cocina, unos faros de coche iluminaron sus aterrorizados rostros. Van Slyke había regresado.

—¡Dios mío, no! —susurró David.

—He dejado las luces encendidas —dijo Angela—. Se dará cuenta de que pasa algo.

Angela le pasó la escopeta a David, que la cogió con manos sudorosas. Oyeron cerrarse la puerta del coche y luego unos pesados pasos en la gravilla del sendero.

Decidieron esconderse en el sótano, pero David cerró la puerta parcialmente para ver lo que pasaba en la cocina.

Los pasos se acercaron a la puerta trasera y se detuvieron bruscamente. Por unos momentos se produjo un silencio aterrador. David y Angela contenían la respiración. Supusieron que Van Slyke se estaría preguntando que ocurría con las luces. Después, y para su sorpresa, oyeron cómo los pasos retrocedían. Siguieron escuchando hasta que ya no oyeron nada.

—¿Adónde va? —susurró Angela.

—No lo se, pero no me gusta nada no tenerle localizado. El conoce muy bien esta casa. Podría atacarnos por sorpresa.

Angela se dio la vuelta y miró la escalera del sótano. La sola idea de que Van Slyke pudiera surgir repentinamente le puso la carne de gallina.

Estuvieron quietos durante unos minutos, aguzando el oído. La casa estaba tan silenciosa que daba miedo. Finalmente, David se asomó a la cocina cautelosamente e hizo una seña a Angela de que le siguiera.

—A lo mejor no era Van Slyke —susurró Angela.

—Tenía que ser él.

—Larguémonos de aquí. Me temo que si tardamos demasiado, Nikki bajara del coche.

—¡Qué! —susurró David—. ¿Nikki esta aquí?

—No quiso quedarse en casa de tu madre —susurró Angela—. Insistió en acompañarme. No podía perder tiempo discutiendo con ella. Y tampoco podía explicarle la situación a tu madre.

—¡Dios mío! —susurró David—. ¿Qué ocurre si la ha visto Van Slyke?

—¿Crees que la ha visto?

David le hizo una sena de que le siguiera. Se acercaron a la puerta que daba al jardín y abrieron con cautela. Fuera era noche cerrada. El coche de Van Slyke estaba aparcado a unos cinco metros, pero no se veía ni rastro de él.

David le indicó a Angela que se quedara donde estaba. Corrió hacia el coche de Van Slyke, con la escopeta preparada.

Miró por la ventanilla del conductor por si Van Slyke estaba escondido. No lo estaba. David le hizo un gesto a Angela de que se le uniera.

—Vamos por el borde del sendero para evitar el ruido de la gravilla —dijo David. ¿Dónde has dejado el coche?

—Justo detrás de ti.

David abrió camino con Angela pegada a sus talones.

Cuando llegaron a la calle confirmaron sus peores temores: a la luz de una farola, la silueta de Van Slyke se recortaba en el asiento del conductor del coche de la madre de David. Nikki estaba a su lado.

—¡Oh, no! —dijo Angela disponiéndose a correr impulsivamente hacia allí.

David tuvo que sujetarla. Se miraron horrorizados.

—Tenemos que hacer algo —dijo Angela.

—Tiene que ocurrírsenos algo. —Estaba tan tenso que temía desmayarse.

—¿Crees que va armado?

—Se que va armado.

—Quizá deberíamos pedir ayuda —sugirió Angela.

—Tardaríamos mucho tiempo —dijo David—. Además, Robertson y su equipo no sabrían que hacer en una situación como esta ni aunque se lo tomasen en serio. No podemos utilizar la escopeta hasta sacar a Nikki de ahí.

Durante unos inquietantes momentos, miraron el coche en silencio.

—Dame las llaves —dijo David—. Quizá haya echado los seguros.

—Las he dejado en el coche.

—¡Oh, no! Podría largarse con Nikki…

—Dios mío —susurró Angela.

—Esto es muy grave. ¿Te has fijado en una cosa? Van Slyke no se ha movido. La ultima vez que le vi se movía todo el rato como un maníaco. No podía estarse quieto.

—Ya te entiendo —dijo Angela—. Quizá esta hablando con Nikki.

—Si Van Slyke no nos ha visto, podríamos deslizarnos detrás del coche. Luego iríamos por cada lado y abriríamos las dos puertas a la vez. Tú sacarías a Nikki del coche y yo mantendría a raya a Van Slyke con la escopeta.

—¡Por Dios! ¿No es demasiado arriesgado?

—Si se te ocurre algo mejor, dímelo. Tenemos que sacar del coche a Nikki antes de que se la lleve.

—De acuerdo —cedió Angela—. Intentémoslo.

Cruzaron la calle a bastante distancia del coche, y se acercaron por detrás. Avanzaban acuclillados para evitar que Van Slyke les viese. Por fin llegaron a la parte trasera del coche y se quedaron acurrucados en las sombras.

—Primero comprobare si están echados los seguros —susurró David.

Angela asintió y cogió la escopeta.

424 David se arrastró por el lado del conductor hasta que estuvo a la altura de la puerta trasera. Se levantó lentamente y comprobó que los seguros no estaban puestos.

—Por lo menos tenemos una cosa a nuestro favor —dijo Angela cuando David regresó reculando.

—Bien. ¿Preparada?

Angela cogió a David del brazo.

—Espera. No me gusta. No creo que debamos ir por lados separados. Creo que deberíamos ir por la puerta de Nikki. Tú abres la puerta y yo la saco.

David asintió. Lo principal era apartar a Nikki de Van Slyke. El problema era que hacer con Van Slyke cuando Nikki estuviera a salvo.

—De acuerdo —susurró David—. Vamos allá.

David cogió la escopeta. Se deslizó y rodeó el coche, arrastrándose lentamente con la escopeta pegada al pecho. Cuando llegó a la altura de la puerta trasera, se volvió para asegurarse de que Angela le seguía.

David se preparó, dispuesto a saltar hacia delante. Pero antes de que pudiera hacerlo la puerta se abrió y la niña miró hacia atrás. Pegó un respingo al ver la cara de su padre tan cerca de la suya.

—¿Pero que estáis haciendo? —preguntó.

David se abalanzó y abrió la puerta completamente. Nikki perdió el equilibrio y se cayó del coche. Angela saltó y la cogió. Nikki se echó a llorar.

David apuntó a Van Slyke, dispuesto a apretar el gatillo si era necesario. Pero Van Slyke no iba armado. Ni intentó huir.

Ni siquiera se movió. Se limitó a mirar a David con expresión ausente.

David se acercó poco a poco. Van Slyke seguía inmóvil con las manos en el regazo. Ya no parecía el psicópata histérico de hacía una hora.

—Pero ¿qué pasa? —gimoteó Nikki—. ¿Por qué has tirado de mí con tanta fuerza? Me has hecho daño en la pierna.

—Lo siento —dijo Angela—. Estaba asustada. El hombre que estaba en el coche es el mismo que nos atacó en casa con la mascara de reptil.

—Es imposible —dijo la niña secándose las lagrimas—. El señor Van Slyke me dijo que se quedaría conmigo hasta que llegaseis vosotros.

—¿De que habéis hablado?

—él me contó cosas de cuando era un niño de mi edad —dijo Nikki—. Y de lo bonito que era todo.

—El señor Van Slyke no tuvo una infancia muy feliz —dijo David, sin dejar de vigilar atentamente a Van Slyke, que aún no se había movido. Con la escopeta apuntándole al pecho, David se inclinó para observarle más de cerca. Werner seguía mirándole con expresión ausente.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó David. No sabía que hacer.

—Estoy bien —dijo Werner con tono monocorde—. Mi padre me llevaba muchas veces al cine, siempre que yo quería.

—No te muevas —le ordenó David apuntándole con la escopeta.

Luego rodeó el coche por delante y abrió la puerta del conductor. Van Slyke no se movió, pero siguió mirándole a los ojos.

—¿Dónde esta la pistola? —preguntó David.

—La pistola se ha marchado.

David cogió a Van Slyke por el brazo y lo sacó del coche.

Angela le advirtió que tuviera cuidado. Había oído las palabras de Van Slyke y sabía que estaba en plena crisis de paranoia.

David hizo apoyar a Van Slyke contra el coche y le cacheó.

No llevaba la pistola.

—¿Qué has hecho con la pistola? —insistió David.

—Ya no la necesito.

David escudriñó aquel rostro relajado. Ya no tenía las pupilas dilatadas y se había producido un cambio bastante notable.

—¿Qué pasa, Van Slyke? —preguntó David.

—¿Qué pasa? Encima, ponlo encima.

—¡Van Slyke! ¿Qué te ocurre? ¿Adónde has ido? ¿Qué pasa con las voces? ¿Sigues oyéndolas?

—Pierdes el tiempo —dijo Angela. Ella y Nikki se habían acercado a la parte delantera—. Esta paranoico.

—Ya no hay más voces —dijo Van Slyke—. Las he parado.

—Creo que deberíamos llamar a la policía estatal —dijo Angela—. ¿Tienes el teléfono del coche?

—¿Cómo has logrado parar las voces? —le preguntó David.

—Me he ocupado de ellos —respondió Van Slyke.

—¿Qué quieres decir?

—Ellos ya no volverán a burlarse de mí —dijo Van Slyke.

—¿Quienes son ellos? —preguntó David.

—El consejo. Todos los del consejo.

—¡David! —dijo Angela—. ¿Llamamos a la policía o no?

Quiero llevarme a Nikki de aquí. Esta diciendo cosas sin sentido.

—Yo no estaría tan seguro —dijo David.

—¿A que se refiere con lo del consejo? —preguntó Angela.

—Me temo que se refiere al consejo del hospital.

—Consejo, conejo, vencejo, cornejo —dijo Van Slyke y sonrió. Era la primera vez que mudaba de expresión.

—David, esta totalmente desconectado de la realidad. ¿Por qué te empeñas en hablar con él?

—¿Te refieres al consejo del hospital? —preguntó David.

—Sí —asintió Van Slyke.

—¿Le has disparado a alguien?

—No he disparado a nadie —sonrió Van Slyke—. Lo único que he hecho es colocar la fuerza en la mesa de reuniones.

—¿Que significa eso? —preguntó Angela.

—No tengo ni idea —dijo David.

—Fuerza, berza, pereza, cereza —dijo Van Slyke riéndose.

David se sentía confundido. Cogió a Van Slyke de la camisa y lo sacudió preguntándole que había hecho.

—He puesto la fuente y la fuerza en la mesa de reuniones, junto a la maqueta del aparcamiento. Me alegro de haberlo hecho. Ya no volverán a burlarse de mí. El único problema es que me he quemado.

—¿Dónde te has quemado? —preguntó David.

—En las manos —dijo, enseñándoselas a David.

—¿Las tiene quemadas? —preguntó Angela.

—No lo parece —dijo David—. Aparte de un poco enrojecidas, parecen bastante normales.

—No dice más que tonterías —dijo Angela—. A lo mejor tiene alucinaciones.

David asintió con aire ausente. Sus pensamientos estaban en otra parte.

—Estoy cansado —dijo Van Slyke—. Quiero irme a casa y ver a mis padres. —Se encaminó lentamente hacia su casa.

David no intentó detenerle. Van Slyke cruzó la calle y entró en su jardín. Angela no esperaba que su marido le dejara marchar.

—Pero ¿qué haces? ¿No crees que deberíamos llamar a la policía?

David volvió a asentir. Contempló a Van Slyke mientas su mente empezaba a atar cabos: sus pacientes, los síntomas y las muertes.

—Van Slyke esta loco de atar —dijo Angela—. Se comporta como si hubiera recibido una serie de electroshocks.

—¡Sube al coche! —ordenó David.

—¿Qué ocurre? —preguntó Angela, desconcertada—. ¿Y que pasa con Van Slyke?

—No tenemos tiempo de pensar en Van Slyke —dijo David—. Además, no va a ir a ninguna parte. ¡Date prisa!

Angela sentó a Nikki en el asiento de atrás y ella subió delante. David ya había encendido el coche y, antes de que Angela cerrase la puerta, dio marcha atrás. Hizo un giro de ciento ochenta grados y pisó el acelerador.

—¿Y ahora que pasa? —preguntó Nikki.

—¿Adónde vamos? —preguntó Angela.

—Al hospital.

—Conduces tan deprisa como mama —dijo la niña.

—¿Por qué al hospital? —dijo Angela, al tiempo que se volvía y le daba unas palmaditas en la rodilla a Nikki para tranquilizarla.

—De repente empiezo a comprenderlo todo —dijo David—. Y ahora mismo tengo una terrible premonición.

—¿De que estas hablando?

—Creo que se de que habla Van Slyke cuando se refiere a «la fuerza».

—A mí sólo me parecieron divagaciones de esquizofrénico.

Estaba en plena crisis. Dijo fuerza, berza, pereza y cereza.

Sólo era un galimatías.

—Quizá estaba en plena crisis. Pero creo que no decía ninguna tontería cuando hablaba de fuerza. Mencionó la mesa de reuniones y la maqueta, son cosas muy concretas.

—¿A que crees que se refería?

—Creo que es algo relacionado con la radiactividad —dijo David—. Creo que a eso se refería cuando dijo que se había quemado las manos.

—Venga, pareces tan desquiciado como él. Recuerda que una de las paranoias de Van Slyke en el submarino tenía que ver con la radiactividad. Seguro que todo obedece a su nuevo brote de esquizofrenia.

—Espero que tengas razón —dijo David—. Pero estoy preocupado. David recibió enseñanzas en la marina sobre temas relacionados con la propulsión nuclear. Un reactor nuclear implica radiactividad. Recibió entrenamiento especial, o sea que sabe algo de materiales radiactivos y de sus efectos.

—Bueno, eso tiene más sentido —dijo Angela—. Pero de hablar de fuerza a disponer de ella hay un gran trecho. La gente no puede ir comprando por ahí material radiactivo. Esta muy controlado por la Comisión Reguladora de la Energía Nuclear.

—En los sótanos del hospital hay una vieja unidad de radioterapia. Es una maquina de cobalto-60. Traynor quería venderla en Sudamérica.

—No me gusta nada —admitió Angela.

—A mí tampoco. Piensa en los síntomas de mis pacientes.

Todos podían tener relación con la radiactividad, en particular si habían estado sometidos a exposiciones prolongadas. Es una posibilidad horrible, pero todo encaja. Nunca se me hubiera ocurrido lo de la radiactividad.

—Yo tampoco pensé en la radiactividad cuando hice la autopsia de Mary Ann Schiller —admitió Angela—. En el fondo, tiene lógica. No se piensa en la radiactividad a menos que sepas que alguien ha estado expuesto a las radiaciones.

Los cambios patológicos que se producen no son nada concretos.

—Ya —dijo David—. Las enfermeras con síntomas de gripe pueden haber estado sometidas a bajas exposiciones de radiación, y también…

—¡Oh, no! —exclamó Angela, que adivinó las palabras de su marido.

David asintió.

—Exacto —dijo—. Y también Nikki.

—¿Qué ocurre conmigo? —preguntó Nikki desde el asiento trasero. No había prestado atención a la conversación hasta que oyó su nombre.

Angela se volvió.

—Decíamos que tú habías tenido unos síntomas de gripe muy parecidos a los de las enfermeras.

—Papa también.

—Yo también —confirmó David.

Llegaron al hospital y aparcaron el coche.

—¿Qué hacemos? —preguntó Angela.

—Necesitamos un contador Geiger —dijo David—. Tiene que haber uno en el Centro de Radioterapia. Veré si algún conserje nos deja entrar. Tú y Nikki dirigíos al vestíbulo.

David encontró a Ronnie, uno de los conserjes a los que conocía. Ronnie se mostró muy dispuesto a ayudar a un medico, sobre todo porque así se libraba de limpiar el sótano.

David no mencionó que ya no trabajaba en la AMG y que le habían retirado sus privilegios.

Ambos se dirigieron al vestíbulo. Nikki había encontrado una televisión y estaba muy a gusto. David le dijo que no se moviese del vestíbulo.

Angela y David fueron al Centro de Radioterapia. Sólo tardaron un cuarto de hora en encontrar un contador Geiger.

De regreso al edificio principal, se encontraron con Ronnie en el sótano. Había tardado un buen rato en encontrar la llave de la vieja unidad de radioterapia.

—No suele venir nadie —explicó dejando pasar a los Wilson—. Este es un lugar abandonado.

La unidad constaba de tres habitaciones: una que servía de zona de recepción, una oficina y la sala de tratamiento. David se dirigió directamente a esta última. La habitación estaba vacía, a excepción de la vieja unidad de radioterapia. La maquina parecía una unidad de rayos X, pero con una mesa para colocar al paciente.

David dejó el contador en la mesa y lo encendió. La aguja apenas se movió. No había señal de radiaciones, ni siquiera en la escala más sensible.

—¿Dónde se almacena la fuerza? —preguntó Angela.

—Supongo que en el punto de intersección del brazo de tratamiento y esta columna —dijo David.

Levantó el contador y lo llevó donde suponía que debía estar la fuerza. La aguja no se movió.

—Que no haya señal no quiere decir nada —dijo Angela—. Estoy segura de que esta maquina tiene un buen aislamiento.

David asintió. Rodeó la maquina y volvió a probar el contador. Nada.

—Oh, oh —dijo Angela—. Ven aquí y echa un vistazo a esto.

David se acercó al brazo de tratamiento. Ella señaló un panel de acceso fijado con cuatro tornillos. Estaban sueltos.

David cogió una silla de recepción. La colocó debajo del brazo, se subió y quitó los tornillos. Retiró la tapa y se la pasó a Ronnie.

Detrás del panel encontró una placa circular asegurada con ocho pasadores. Angela le pasó el contador Geiger. David lo colocó dentro y probó. Nada. Apartó el contador y cogió uno de los pasadores. Para su consternación, estaba suelto. Comprobó los ocho, y los ocho estaban sueltos. Los quitó y se los entregó a Angela de uno en uno.

—¿Crees que no hay peligro? —preguntó Angela. A pesar de lo que decía el contador, las radiaciones le preocupaban tanto como las escasas habilidades manuales de David.

—Tenemos que asegurarnos —dijo David quitando el último pasador. Levantó la pesada tapa de metal y se la entregó a Ronnie. David estudió la cavidad cilíndrica, que tenía unos diez centímetros de diámetro. Parecía el cañón de una pistola gigante. Como no disponía de una linterna, no pudo ver mucho.

—Estoy convencido que no era así —dijo David—. Había una especie de interruptor que frenaba la fuerza cuando el aparato se colocaba en la posición de tratamiento.

Para asegurarse, encajó el contador Geiger en el brazo de tratamiento. Nada. David bajó de la silla.

—La fuerza no esta ahí —dijo—. Ha desaparecido.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Angela.

—¿Qué hora es?

—Las siete y cuarto —dijo Ronnie.

—Cojamos unas batas antirradiación —dijo David—. Luego haremos lo que podamos.

Abandonaron la vieja unidad de radioterapia y se dirigieron al Centro de Diagnóstico por la Imagen. Una unidad de urgencia de rayos X estaba abierta. Ronnie les ayudó a buscar las batas antirradiación. Ronnie no sabía que pasaba, pero imaginaba que era algo gordo. Estaba deseando colaborar en todo.

Al técnico de rayos X le pareció sospechoso que David necesitase aquellas batas, pero, como no iba a sacarlas del hospital, hizo la vista gorda. Les entregó a Angela, Ronnie y David nueve batas y unos guantes de los utilizados en las fluoroscopias. David también llevaba el contador Geiger.

Abrumados por el peso de los delantales, los tres volvieron al hospital. El personal y los visitantes los miraban con extrañeza mientras se dirigían a la segunda planta.

—Listo —dijo David cuando llegaron a la puerta de la sala de reuniones. Estaba prácticamente sin aliento—. Dejadlo todo aquí. —Depositó las batas en el suelo, junto a la puerta.

Angela y Ronnie le imitaron.

David conectó el contador y la aguja se inclinó instantáneamente a la derecha.

—¡Mira! —exclamó David—. No hacen falta más pruebas.

—Dio las gracias a Ronnie y le dijo que podía marcharse.

Luego le explicó a Angela los pasos a seguir. Se puso los guantes y cogió tres batas. Se puso dos sobre los hombros y la otra la llevaba en las manos. Angela cogió cuatro más.

David abrió la puerta y entró en la sala de reuniones; Angela le siguió. Traynor, que se había visto interrumpido a media frase, miró con odio a David. Los asistentes a la reunión —Sherwood, Beaton, Cantor, Caldwell, Arnsworth y Robertson— se volvieron para ver la causa de tan brusca interrupción. En cuanto empezaron los comentarios de los asistentes, Traynor utilizó su maza para imponer silencio.

David miró la atestada mesa de reuniones y vio la fuerza enseguida. Era un cilindro de unos treinta centímetros de longitud y de una anchura semejante al diámetro del brazo de tratamiento que David había examinado unos momentos antes. Estaba rodeado de cinta aislante. En la punta tenía un pasador de cierre. El cilindro estaba colocado de pie junto a la maqueta del aparcamiento, tal como había dicho Van Slyke.

David se acercó al cilindro con una bata en cada mano.

—¡Deténgase! —gritó Traynor.

Antes de que David cogiese el cilindro, Caldwell se puso de pie y sujetó a David por el pecho.

—¿Qué coño hace? —exclamó Caldwell.

—Estoy intentando salvarles la vida, si es que no es demasiado tarde —repuso David.

—¡Suéltele! —ordenó Angela.

—Pero ¿de que esta hablando? —dijo Traynor.

David señaló el cilindro.

—Me temo que han celebrado la reunión con una carga de cobalto-00 debajo de la mesa.

Cantor se puso de pie y retiró la silla.

—¡Sabía que había algo extraño en esa cosa! —gritó—. Todo el rato me he estado preguntando que demonios era —agregó, y abandonó la sala presurosamente.

Un atónito Caldwell soltó a David, que corrió a coger el cilindro de cobre con los guantes de plomo. Lo envolvió en las batas de plomo. Quería cubrir el cilindro con todas las batas.

Mientras David manipulaba el voluminoso envoltorio Angela cogió el contador Geiger.

—No lo creo —dijo Traynor repentinamente, pero su tono carecía de convicción. La rápida salida de Cantor le había desconcertado.

—No hay tiempo de discusiones —dijo David—. Deben salir de aquí inmediatamente. Todos ustedes han estado sometidos a radiaciones muy altas. Será mejor que les vea un medico.

Traynor y los otros intercambiaron nerviosas miradas. El pánico se apoderó de todos y empezaron a abandonar la sala atropelladamente.

David envolvió el cilindro con la última bata y cogió el contador Geiger: la radiación era todavía muy alta.

—Vámonos de aquí —dijo—. Ya no podemos hacer nada más.

Dejaron el cilindro envuelto en las batas de plomo sobre la mesa y al salir cerraron las puertas. David volvió a mirar el contador. Tal como esperaba, el nivel de radiación había caído en picado.

—Si nadie entra en la sala de conferencias, no habrá ningún peligro —dijo.

Se dirigieron al vestíbulo a recoger a Nikki. Antes de llegar, David se detuvo en seco.

—¿Crees que a Nikki le importara quedarse sola un rato más?

—Sería capaz de pasar una semana entera delante de un televisor —dijo Angela—. ¿Por qué?

—Creo que se cómo radiaba a los pacientes —dijo David y la condujo a las habitaciones de los pacientes.

Media hora después, recogían a Nikki y se dirigían al aparcamiento. Fueron a casa de Van Slyke para recoger el Volvo.

—¿Crees que Van Slyke podría matar a alguien esta noche? —preguntó David.

—No lo creo.

—Tienes razón —dijo David—. Y desde luego lo último que yo haría sería entrar en esa casa. Vámonos a casa de mis padres, estoy agotado.

David bajó del coche de su madre.

—Llama a tu madre —dijo Angela—. Seguro que esta muy preocupada.

David subió al Volvo y lo puso en marcha. Miró la camioneta de Calhoun y meneó tristemente la cabeza.

En cuanto enfilaron Main Street, David cogió el teléfono portátil. Marcó el numero de la policía estatal y dijo que quería denunciar un complot muy grave que incluía un asesinato y varias muertes por radiación en el Bartlet Community Hospital. Luego llamó a su madre.