LUNES 1 DE NOVIEMBRE
Nikki despertó en medio de la noche con una pesadilla y acabó durmiendo en la habitación de sus padres. David y Angela durmieron bastante mal. Rusty pasó la noche gruñendo y con un ojo abierto. Cada vez que ladraba, David se incorporaba y cogía la escopeta. Pero no eran más que falsas alarmas.
Lo único bueno que trajo la mañana fue el estado de Nikki. Tenía los pulmones totalmente limpios. Sin embargo, los Wilson se obstinaron en que no fuera al colegio.
Intentaron hablar con Calhoun pero sin éxito; seguía estando conectado el contestador. Dudaron si llamar a la policía estatal para denunciar la desaparición de Calhoun, pero no acabaron de decidirse ya que no conocían mucho a Calhoun, cuya conducta era un tanto excéntrica. Quizá estaban sacando conclusiones precipitadas.
—Lo único que sé —dijo Angela— es que no pienso pasar otra noche en esta casa. Quizá deberíamos recoger nuestras cosas y abandonar esta ciudad llena de secretos y de cosas oscuras.
—Si hacemos eso, será mejor que llamemos a Sherwood —dijo David.
—Hazlo. De verdad que no pienso pasar otra noche aquí.
David llamó al banco y pidió una entrevista con el presidente. Se fijó para esa misma tarde a las tres. David hubiera preferido un poco antes, pero aceptó de buen grado.
—Deberíamos hablar con un abogado —dijo Angela.
—Tienes razón. Llamemos a Joe Cox.
Joe era un buen amigo de los Wilson, y uno de los abogados más brillantes de Boston. Cuando Angela llamó a su despacho le dijeron que no estaba y que pasaría el día en los juzgados.
—¿Dónde dormiremos esta noche? —preguntó Angela tras colgar el auricular.
—Los únicos amigos que tenemos en la ciudad son los Yansen. Y tampoco es que sean muy amigos nuestros. No he vuelto a tratar a Kevin desde aquel estúpido partido de tenis, y tampoco tengo ganas de hablar con él. —David suspiró—. Supongo que podría llamar a mis padres.
—No me atrevía a pedírtelo.
David llamó a Amhest, Nueva Jersey, y preguntó a su madre si podían ir a pasar unos días. Le dijo que tenían algunos problemas con la casa. Su madre se alegró y dijo que no habla ningún problema y que estaba deseando que llegaran.
Angela intentó hablar con Calhoun pero una vez más fracasó. Sugirió ir hasta la casa de Calhoun en Rutland; no quedaba muy lejos. A David le pareció bien y así lo hicieron.
David aparcó el coche y bajaron. Pero resultó evidente que Calhoun no estaba en casa. En el porche descansaban los periódicos de los últimos dos días.
De regreso a Bartlet discutieron sobre que podría haberle ocurrido al investigador, y eso les hizo sentirse cada vez más indecisos. Angela comentó que cuando contrató a Calhoun, este estuvo varios días sin llamarla. Finalmente decidieron esperar un día más. Si no daba señales de vida en las próximas veinticuatro horas, acudirían a la policía.
Cuando llegaron a casa, Angela empezó a hacer las maletas para marchar a casa de los padres de David. Nikki la ayudó.
Mientras, David cogió la guía de teléfonos y buscó las direcciones de los cinco tatuados que trabajaban en el hospital.
Después le dijo a Angela que se darla una vuelta por sus domicilios para comprobar cómo vivían.
—No quiero que vayas a ningún sitio —replicó Angela.
—¿Por qué no? —Estaba sorprendido por la reacción de su mujer.
—Pues porque no quiero quedarme sola aquí. Y además, porque ya hemos comprobado que este asunto es muy peligroso. No me hace ninguna gracia que husmees en la casa de ningún supuesto criminal.
—De acuerdo —dijo David—. Me basta con la primera razón, no necesito más. No pensé que temieses quedarte sola a estas horas de la mañana. A estas horas todos están trabajando.
—No me parece una razón suficiente. Ayúdame con las maletas.
A mediodía ya lo tenían todo preparado. Después de comprobar que todas las puertas estaban cerradas, se instalaron en el Volvo. Rusty se situó al lado de Nikki.
La madre de David, Jeannie Wilson, les recibió cariñosamente y los hizo sentir como en su casa. El padre de David, Albert, habla ido a pescar y no volverla hasta la noche.
Después de bajar el equipaje, Angela se dejó caer en la cama de la habitación de invitados.
—Estoy agotada. Me quedaría dormida ahora mismo.
—¿Y por qué no lo haces? —dijo David—. No hace falta que vayamos los dos a ver a Sherwood.
—¿No te importa?
—En absoluto —dijo él. Retiró la colcha y le dijo que se metiera en la cama.
Al cerrar la puerta, oyó que su mujer musitaba con voz somnolienta que condujera con cuidado. David sonrió y fue al encuentro de su madre. Le dijo que Angela se habla echado a dormir y sugirió que Nikki hiciera lo mismo, pero su hija se había puesto a hacer galletas con su abuela.
David llegó a Bartlet una hora antes de la cita con Sherwood. Detuvo el coche y sacó la lista con las direcciones de los tatuados que trabajaban en el hospital. El que vivía más cerca era Clyde Devonshire. Así pues, David se dirigió a casa de Clyde. Intentó tranquilizarse pensando que los temores de Angela eran infundados. Además, sólo quería echar un vistazo.
Para sorpresa de David en la dirección de Devonshire había una tienda de comida. Aparcó frente al edificio, bajó del coche y entró en la tienda. Pidió un zumo de naranja y preguntó a un dependiente si conocía a Clyde Devonshire.
—Claro. Vive en el piso de arriba.
—¿Le conoce bien?
—Más o menos —dijo el dependiente—. Suele pasar por la tienda.
—Me han dicho que tiene un tatuaje.
—Clyde tiene un montón de tatuajes, —dijo el hombre, sonriendo.
—¿Y dónde los tiene? —preguntó David con cierto apuro.
—Tiene tatuadas unas cuerdas en las muñecas —dijo otro dependiente—. Es como si estuviera atado.
El primer dependiente rio con ganas.
David sonrió. No estaba de muy buen humor, pero no quería parecer descortés. Por lo menos se habla enterado de que Calhoun tenla unos tatuajes susceptibles de sufrir deterioros tras una pelea.
—También lleva un tatuaje en el brazo —dijo el primer dependiente—. Y otro en el pecho.
David dio las gracias a los dependientes y abandonó la tienda. Se acercó a la puerta que daba a las escaleras y durante unos instantes vaciló, pero al final decidió no subir.
Se lo habla prometido a Angela.
Volvió al coche y consultó la hora. Todavía faltaban veinte minutos para la reunión con Sherwood; podía comprobar una segunda dirección. La casa más próxima era la de Van Slyke.
Al cabo de unos minutos llegó al barrio de Van Slyke.
Condujo despacio para ver los números en los buzones. De repente pisó el freno. Acababa de dejar atrás una camioneta verde parecida a la de Calhoun.
Dio marcha atrás y aparcó junto a ella. En la parte trasera llevaba una pegatina que decía: «He subido al monte Washington».
David bajó del coche y echó un vistazo a la cabina de la camioneta. Había una taza de café en el salpicadero. El cenicero estaba lleno de colillas de puros. Reconoció el tapizado del coche y el ambientador que colgaba del retrovisor. Definitivamente, era la camioneta de Calhoun.
Miró al otro lado de la calle. No había buzón frente a la casa, pero desde donde estaba distinguió el número de la casa: el G6 de Apple Tree Lane, la dirección de Van Slyke.
David cruzó la calle. La casa necesitaba una reparación urgente y una buena mano de pintura. Era difícil adivinar el color original; parecía gris, aunque tenía unos matices que sugerían un color verde oliva pálido. No había señales de vida. No parecía que allí viviera nadie, si se exceptuaba la marca de neumáticos en el camino de entrada. David se acercó al garaje y echó un vistazo. Vacío. Luego volvió a la parte delantera y, después de comprobar que nadie le miraba, intentó abrir la puerta. No estaba cerrada con llave y cedió nada más girar el pomo. La abrió lentamente y sus goznes oxidados chirriaron.
Dispuesto a huir de allí a la mínima señal, David echó un vistazo al interior de la casa. Todos los muebles estaban cubiertos de polvo y telarañas Respiró hondo y preguntó si había alguien.
Luchando contra el deseo de largarse por piernas, David se obligó a atravesar el umbral. El silencio de la casa le envolvía como un manto. El corazón le latía aceleradamente. No quería estar allí, pero tenla que averiguar que había pasado con Calhoun.
David volvió a dar voces, pero nadie contestó. Se disponía a insistir, cuando la puerta se cerró de golpe a sus espaldas. Le dio un vuelco el corazón y experimentó un miedo irracional.
Abrió la puerta con frenesí y la trabó con un paraguas polvoriento a modo de palanca. No quería sentirse encerrado en aquella casa.
Después de serenarse, David hizo un recorrido por la primera planta. Inspeccionó varias habitaciones polvorientas hasta que llegó a la cocina. Se detuvo. En la mesa había un cenicero con un colilla de un puro Antonio y Cleopatra. Al otro lado de la mesa había una puerta que daba al sótano. David se acercó y miró dentro, pero estaba muy oscuro. Junto a la puerta había un interruptor. Lo accionó y una débil bombilla iluminó las escaleras.
David respiró hondo y empezó a bajar. Se detuvo a mitad de camino y echó un vistazo al sótano. Estaba lleno de muebles viejos, cajas, un baúl y una maraña de herramientas y chatarra. Se fijó en que el suelo era de tierra, como el de su casa, aunque junto a la caldera era de cemento.
David siguió bajando y se acercó al suelo de cemento. Se inclinó y lo examinó de cerca. El cemento parecía húmedo.
Lo tocó para asegurarse. David sintió un escalofrío. Se enderezó y subió las escaleras a toda prisa. Ya habla visto todo lo que necesitaba para acudir corriendo a la policía, desde luego no a la policía local, sino a la estatal. En lo alto de la escalera se detuvo. Había oído ruido de neumáticos en la gravilla del sendero de entrada. Un coche acababa de aparcar junto a la casa.
David se quedó paralizado y sin saber que hacer. Tenía muy poco tiempo para decidirse. Lo siguiente que oyó fue la puerta del coche y luego ruido de pasos en la grava. Se sintió aterrorizado. Cerró la puerta del sótano y bajó las escaleras.
Confiaba en encontrar alguna salida a la calle. En la parte posterior del sótano había varias puertas. David fue directamente hacia ellas. La primera tenía un candado sin cerrar. La abrió tan silenciosamente como pudo. Era una especie de almacén iluminado por una tenue bombilla desnuda.
David oyó unos pasos por encima de su cabeza y se dirigió rápidamente a la segunda puerta. Giró el pomo, pero la puerta no cedió. Probó con más fuerza y al final consiguió abrirla trabajosamente, poco a poco, como si hubiese permanecido cerrada durante años.
Al otro lado de la puerta David encontró lo que buscaba: unas escaleras de cemento que conducían a dos trampillas.
Cerró la puerta detrás de él y quedó a oscuras excepto por una rendija de luz que se colaba entre las dos trampillas encima de su cabeza. Subió por las escaleras de cemento y se acuclilló junto a las trampillas. Aguzó el oído, pero no oyó nada. Apoyó las manos y empujó: las trampillas apenas si se movieron; estaban aseguradas con tablas por fuera. Intentó conservar la calma, sintiendo el pulso en las sienes. Sabía que estaba atrapado. Su única esperanza era que no le encontraran. Pero a continuación oyó abrirse la puerta del sótano, y unos pasos pesados en las escaleras.
David se encogió en la oscuridad y contuvo la respiración.
Los pasos se acercaban. De pronto se abrió la puerta que daba a su escondite. David se encontró cara a cara con la expresión enloquecida de Werner van Slyke, que parecía más aterrorizado que él. Actuaba como bajo los efectos de una sobredosis de anfetaminas. Tenía los ojos muy abiertos y desorbitados, las pupilas tan dilatadas que parecían carecer de iris, y la frente sudorosa. Le temblaba todo el cuerpo, especialmente los brazos. En la mano derecha llevaba una pistola con la que encañonó la cara de David.
Por unos instantes ninguno de los dos se movió. David buscó frenéticamente una excusa que justificara su presencia ahí, pero no encontró ninguna. En lo único que podía pensar era en el cañón de la pistola que le estaba apuntando. Como Van Slyke temblaba cada vez más, David temió que la pistola se disparase por error. Van Slyke estaba en medio de una aguda crisis de ansiedad, provocada probablemente por el hecho de que David estaba en su casa. Recordando su historial psiquiátrico, pensó que había muchas posibilidades de que Van Slyke estuviera totalmente paranoico en aquellos momentos.
Pensó en poner como excusa la camioneta de Calhoun, pero enseguida cambió de idea. ¿Quien sabía lo que podía haber sucedido entre el detective y Van Slyke? El nombrar a Calhoun le podría exacerbar la paranoia. Decidió que lo mejor era intentar hacerse el simpático y admitir que sabía que Van Slyke tenía problemas y que se hacía cargo de sus sufrimientos, ya que él era medico y quería ayudarle.
Pero Van Slyke no le dio oportunidad de ponerlo en practica. Sin pronunciar palabra, alargó el brazo, cogió a David de la chaqueta y tiró de el hasta el suelo.
Impresionado por la fuerza de Van Slyke, David cayó de cabeza al suelo, sobre una pila de cajas de cartón vacías.
—¡Levántate! —ordenó Van Slyke. Su voz reverberó por todo el sótano.
David se puso de pie cautelosamente.
Van Slyke temblaba violentamente, casi presa de convulsiones.
—¡Métete en el almacén! —gritó.
—Tranquilo —balbuceó David, y agregó que entendía las razones de su enfado.
Van Slyke respondió disparando indiscriminadamente la pistola. Las balas silbaron junto a la cabeza de David y rebotaron por el sótano hasta incrustarse en las vigas del techo, la escalera y las puertas. En medio de la confusión, David se escurrió en la despensa y se agazapó contra la pared posterior, aterrorizado. Van Slyke estaba totalmente paranoico.
Van Slyke golpeó violentamente la puerta de la despensa.
David no se movió. Van Slyke, fuera de sí, iba y venía por el sótano, hasta que finalmente colocó un candado en la puerta de la despensa. David oyó el clic del candado al cerrarse.
Tras unos minutos de silencio, David se puso de pie y contempló su celda. La única fuente de luz era una tenue bombilla que colgaba del techo. La despensa estaba limitada por gruesos cimientos de granito. En una pared había unos arcones con fruta y verdura. En otra, unas estanterías atestadas de botes de conservas. David se acercó a la puerta y pegó el oído.
No oyó nada. Examinó la puerta más de cerca y vio unos arañazos bastante recientes. Era como si alguien hubiera intentado salir de ahí desesperadamente.
David sabía que era inútil, pero tenía que intentarlo. Arremetió contra la puerta y la golpeó con el hombro. La puerta no cedió. De pronto se fue la luz y David quedó absolutamente a oscuras.
Sherwood llamó por el interfono a su secretaria y preguntó a que hora era la cita con David Wilson.
—A las tres en punto —dijo Sharon.
—¿Y que hora es? —preguntó consultando el reloj que llevaba en el bolsillo del chaleco.
—Las tres y cuarto.
—Bien. ¿No ha telefoneado?
—No, señor.
—Si viene dígale que tendremos que dejarlo para otra ocasión. Tráigame el orden del día de la reunión del consejo de Sherwood. Retiró el dedo del intercomunicador. Le irritaba que David Wilson llegara tarde a una reunión que él mismo había fijado. Para Sherwood representaba un gran desaire, ya que consideraba la puntualidad como una virtud primordial.
Sherwood cogió el teléfono y llamó a Harold Traynor.
Quería asegurarse de que no había suspendido la reunión.
Una vez, en 198I, suspendieron una reunión sin avisarle y Sherwood todavía lo recordaba.
—A las seis —dijo Traynor—. ¿Quieres que vayamos andando juntos? Hace una noche estupenda, no volveremos a tener otra noche así hasta el próximo verano.
—Te recogeré en la entrada del banco —dijo Sherwood—. Pareces de muy buen humor.
—Ha sido un día muy bueno —repuso Traynor—, gracias a mi enemigo Jeb Wiggins. Al fin ha cedido y volverá a presentar lo del aparcamiento. El concejo municipal tiene que aprobarlo a final de mes.
Sherwood sonrió, realmente eran buenas noticias.
—¿Preparo la emisión de bonos? —preguntó.
—Por supuesto —dijo Traynor—. Hay que poner en marcha todo esto. Hablare con el contratista para ver si podemos poner los cimientos antes del invierno.
Sharon entró en el despacho de Sherwood y le entregó el orden del día de la reunión del consejo.
—Tengo más noticias —dijo Traynor—. Beaton ha llamado esta mañana y ha dicho que la cuenta de resultados es mucho mejor de lo que nos esperábamos. Octubre no será tan malo como temíamos.
—Vaya, sí que estamos en buena racha.
—Bueno, yo no diría tanto. Beaton me ha dicho que Van Slyke lleva bastante tiempo sin aparecer por el hospital.
—¿Sabes que le pasa? —preguntó Sherwood.
—No. No tiene teléfono. Supongo que tendremos que pasarnos por su casa después del consejo. El único problema es que no soporto ir a esa casa, me deprime.
La bombilla se encendió repentinamente. A lo lejos, David oyó a Van Slyke bajar las escaleras del sótano acompañado por el sonido de un metal golpeando contra otro metal.
Luego oyó el ruido de unos objetos al chocar contra el suelo del sótano.
Después de otro viaje arriba y abajo, Van Slyke dejó caer en el suelo algo especialmente pesado. Tras un tercer viaje volvió a oír el mismo ruido sordo y pesado de antes; parecía un cuerpo que golpeaba contra el suelo. David sintió un escalofrío. De repente, David oyó abrirse el candado. Intentó conservar la calma mientras se abría la puerta.
David tragó saliva. Van Slyke parecía mucho más desquiciado que antes. Su pelo era castaño y más bien crespo, y lo tenía prácticamente de punta, como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Sus pupilas estaban dilatadas al máximo y tenía el rostro empapado de sudor. Se había quitado la camisa verde de trabajo y vestía una sucia camiseta. David sabía que Van Slyke era muy fuerte, y abandonó la idea de arremeter contra él. En el antebrazo derecho llevaba tatuada un águila con la bandera americana. Una pequeña cicatriz de unos diez centímetros desfiguraba el dibujo. David pensó que seguramente Van Slyke era el asesino de Hodges.
—¡Sal! —gritó Van Slyke y soltó una retahíla de improperios. Movió la pistola amenazadoramente, haciendo que un escalofrío recorriera la espina dorsal de David. Estaba aterrorizado de que Van Slyke disparara otra vez indiscriminadamente.
David obedeció y salió rápidamente de la despensa. Miró a ambos lados pero sin perder de vista a Van Slyke, que le indicó enfadado que siguiera andando hacia la caldera.
—¡Detente! —exclamó después de que David avanzase unos seis metros. Señaló al suelo.
David bajó la vista. Junto a sus pies había un pico y una pala. A su lado había una nueva losa de hormigón.
—¡Cava! —ordenó Van Slyke—. ¡Ahí, dónde estas!
David obedeció y se agachó para recoger el pico. Pensó en utilizarlo a modo de arma, pero Van Slyke se apartó como si le hubiera leído el pensamiento. Aunque la mano le temblaba, seguía encañonando a David.
En el suelo había sacos de cemento y de tierra. David supuso que de ahí procedía el ruido sordo que había oído mientras estaba encerrado en la despensa.
David descargó el pico, que apenas se hundió en el compacto suelo de tierra. David lo intentó unas cuantas veces más, pero apenas si consiguió levantar un poco de tierra. Dejó el pico y cogió la pala. Tenía muy claro lo que Van Slyke estaba haciendo: lo obligaba a cavar su propia tumba. Se preguntó si Calhoun había pasado por el mismo trance.
David sabía que su única esperanza era conseguir que Van Slyke hablara.
—¿Tengo que cavar mucho? —preguntó sin interrumpir su faena.
—Quiero un agujero grande —dijo Van Slyke—. Como el agujero de un donut. Lo quiero todo. Quiero que mi madre me de todo el donut.
David tragó saliva. La psiquiatría no había sido una de sus asignaturas favoritas, pero recordó que un estado así se conocía como «perdida de la capacidad asociativa», uno de los síntomas de la esquizofrenia aguda.
—¿Te compraba muchos donuts tu madre? —improvisó para hacerle hablar.
Van Slyke le miró como si le sorprendiera que estuviese allí.
—Mi madre se suicidó… Se mató. —Se echó a reír, lo que sorprendió a David.
David anotó mentalmente otro síntoma esquizofrénico: se denominaba eufemísticamente «reacciones afectivas incoherentes», Recordó también otro componente de la enfermedad de Werner: la paranoia.
—¡Cava más deprisa! —exclamó Van Slyke como si acabara de despertar de un breve sopor.
David cavó con más rapidez, pero sin abandonar la idea de hacer hablar a Van Slyke. Le preguntó cómo se encontraba y que sentía, pero no obtuvo respuesta. Van Slyke parecía muy preocupado. Su rostro había adquirido una expresión ausente.
—¿Oyes voces? —probó David. Descargó el pico varias veces más. Como Van Slyke no contestaba, David se volvió y le miró. Su expresión era de sorpresa. Tenía el ceño fruncido y temblaba violentamente.
David dejó de cavar y estudió a Van Slyke. Eran sorprendentes los cambios de expresión que se producían en su rostro.
—¿Qué dicen las voces? —preguntó David.
—¡Nada! —gritó Van Slyke.
—¿Son las mismas voces que oías cuando estabas en la marina?
Los hombros de Van Slyke se aflojaron. Miró a David con expresión de desconcierto. Sin duda padecía alucinaciones.
—¿Cómo sabes lo de la marina? ¿Y cómo sabes lo de las voces?
David detectó la paranoia en el tono de Van Slyke, y se sintió estimulado. Estaba logrando resquebrajar la coraza de aquel hombre.
—Yo se muchas cosas sobre ti. Se todo lo que has hecho, pero quiero ayudarte. No soy como los demás. Por eso estoy aquí: soy medico. Me preocupa tu estado.
Van Slyke se limitó a mirar a David, que prosiguió:
—Pareces muy enfadado. ¿Estas enfadado con los pacientes?
Van Slyke se quedó sin aire, como si hubiese recibido un puñetazo en el estómago.
—¿Qué pacientes? —exigió.
David volvió a tragar saliva. Sabía que se estaba arriesgando. En el fondo de su mente oía las advertencias de Angela, pero no tenía otra opción, tenía que jugar fuerte.
—Me refiero a los pacientes a los que has ayudado a morir —dijo David.
—Iban a morir de todas formas —exclamó Van Slyke.
David sintió un escalofrío.
—Yo no los maté —soltó abruptamente Van Slyke—. Los mataron ellos. Ellos apretaron el botón, no yo.
—¿A que te refieres?
—A las malditas radiaciones.
David asintió e intentó sonreír compasivamente a pesar de su nerviosismo. Estaba claro que se enfrentaba a las alucinaciones de un esquizofrénico paranoide.
—¿Las ondas de radio te dicen lo que tienes que hacer?
La expresión de Van Slyke se demudó y miró a David como si no lo reconociese.
—Claro que no —dijo con sarcasmo. Y volvió a enfadarse—: ¿Cómo sabes lo de la marina?
—Ya te lo he dicho, se muchas cosas sobre ti. Y quiero ayudarte, por eso estoy aquí. Pero no lo conseguiré si no me lo cuentas todo. Quiero saber quienes son ellos. ¿Son las voces que te hablan?
—Has dicho que sabes muchas cosas de mí —replicó Van Slyke.
—Y es verdad. Pero no se quien te pide que mates a esa gente, ni tampoco cómo los matas. Creo que son las voces las que te lo piden. ¿Es verdad?
—¡Calla y cava! —exclamó Van Slyke.
Apuntó el arma a la izquierda de David y disparó. El proyectil se incrustó en la puerta de la despensa y los goznes crujieron.
David se puso a cavar rápidamente. La locura de Van Slyke le aterrorizaba. Tras unos cuantos golpes de pico, volvió a intentarlo. Quería llamar la atención de Van Slyke con toda la información que tenía sobre él.
—Se que te pagan por lo que haces. También se que ingresas el dinero en unos bancos de Albany y Boston. Lo único que no se es quien te paga. ¿Quien te paga, Werner?
Van Slyke emitió un gemido. David levantó la vista y vio que estaba haciendo muecas y se cogía la cabeza con las manos. Se tapaba los oídos, como para protegerse de unos sonidos dolorosos.
—¿Son más fuertes las voces? —preguntó David.
Van Slyke asintió. Sus ojos empezaron a mirar con ansiedad, como si buscase una salida por donde escapar de allí. David cogió la pala y calculó mentalmente la distancia entre él y Van Slyke, preguntándose si lograría golpearle. ¿Bastaría para arrebatarle el arma? De pronto, el pánico de Van Slyke pareció decrecer y los ojos errantes de este se centraron en David.
—¿Qué es, quién te habla? —presionó David.
—¡Los ordenadores y la radiación, como en la marina! —gritó Van Slyke.
—Pero ya no estas en la marina. Ya no estas en un submarino en el Pacífico. Estas en Bartlet, en el sótano de tu casa.
Aquí no hay ordenadores ni radiaciones.
—¿Cómo lo sabes? —El miedo se estaba trocando en cólera.
—Quiero ayudarte. Se que estas enfadado y que sufres. Te sientes culpable. Se que has matado al doctor Hodges.
Van Slyke se quedó boquiabierto. David temió haber ido demasiado lejos y haberle provocado una paranoia intolerable. Sólo esperaba que la cólera de Werner no se dirigiera contra él, tal como había vaticinado Angela. David tenía que conseguir que la conversación volviese al tema del dinero.
—¿Te han pagado por matar al doctor Hodges?
Van Slyke rio sarcásticamente.
—¿Y tú eres el que dice saberlo todo? Ellos no tuvieron nada que ver con Hodges. Lo hice porque Hodges se había puesto en mi contra. Decía que era yo el que atacaba a las mujeres en el aparcamiento. Pero no era yo. Me dijo que si no me iba del hospital me denunciaría. Pero le di su merecido.
El rostro de Van Slyke adquirió una expresión ausente y sacudió la cabeza. Luego se comportó como si estuviera despertando de un sueño muy profundo. Se frotó los ojos y miró a David como sorprendido de encontrárselo a su lado con una pala. Pero su confusión se trocó en cólera. Van Slyke apuntó directamente a los ojos de David.
—¡Te he dicho que caves! —gruñó.
David se afanó en su tarea, seguro de que en cualquier momento recibiría un disparo. Pensó que su táctica inicial de aproximación ya no funcionaba. Estaba poniendo nervioso a Van Slyke.
—He hablado con la persona que te paga —dijo David tras cavar frenéticamente—. Esa es una de las razones por la que se tantas cosas. Él me lo ha contado todo, por eso me da igual si tú me lo cuentas o no.
—¡No! —gritó Van Slyke.
—Sí —dijo David—. También me dijo algo que debes saber: si Phil Calhoun empieza a sospechar, tú cargaras con todas las culpas.
—¿Cómo sabes lo de Phil Calhoun? —Se echó a temblar otra vez.
—Ya te he dicho que lo se todo. Todo esto esta a punto de destruirte. Cuando tu protector se entere de lo de Phil Calhoun, todo acabara. Y has de saber que le importas un pimiento. No te considera lo más mínimo. Pero yo sí me preocupo por ti. Se todo lo que sufres. Déjame que te ayude, no dejes que te utilice como a un tonto. Quieren hacerte daño, quieren que sufras.
—¡Cállate!
—La persona que te esta utilizando le ha contado lo tuyo a mucha gente, Van Slyke. No soy el único que lo sabe todo.
Y ellos se regocijan cuando piensan que tú cargaras con todas las culpas.
—¡Cállate! —Se acercó a David y apoyó el cañón de la pistola contra su frente.
David se quedó paralizado y dejó caer la pala.
—¡Vuelve a la despensa! —exclamó Van Slyke. Mantuvo la pistola apoyada contra la frente de David.
David sintió pánico. Van Slyke estaba en un estado de agitación frenética, en los límites del paroxismo.
Van Slyke lo obligó a entrar en la despensa. Sólo entonces apartó la pistola y, a continuación, la pesada puerta se cerró de un portazo. Werner echó el candado.
David lo oía moverse por el sótano, entrechocándose con las cosas. Oyó sus pesados pasos en las escaleras y cómo se cerraba la puerta del sótano. Las luces se apagaron.
David se quedó totalmente inmóvil y aguzó el oído. Muy a lo lejos oyó encenderse el motor de un coche que arrancó.
Luego, el silencio y el latir de su corazón. Continuó inmóvil en la oscuridad, pensando en cómo salir de allí. Van Slyke se había largado en un estado de psicosis maníaca profunda. David no sabía a dónde se dirigía o que pensaba hacer. Pero fuera lo que fuese, no podía ser nada bueno. Los ojos se le llenaron de lagrimas. Desde luego había sido capaz de provocar la paranoia de aquel hombre, pero sin los resultados esperados.
Había intentado ganarse la confianza de Werner, pero no lo había conseguido. En lugar de eso, estaba encerrado y había mandado un loco a la ciudad. Afortunadamente, Angela y Nikki estaba a salvo en Amherst. Luchando por dominar sus emociones, intentó sopesar racionalmente su situación, preguntándose si tenía alguna posibilidad de escapar. Pero las sólidas paredes que le rodeaban le hicieron sentir claustrofobia.
David se echó a sollozar y empezó a golpear la sólida puerta de la despensa. Arremetió varias veces con el hombro y pidió socorro a gritos.
Luego, poco a poco, consiguió dominarse y dejó de llorar.
Pensó en el Volvo azul y en la camioneta de Calhoun aparcados frente a la casa. Eran su única esperanza.
Finalmente, con temor y resignación, se sentó en el suelo a esperar el regreso de Van Slyke.