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DOMINGO 31 DE OCTUBRE

El día de Halloween amaneció límpido y frío, con escarcha en las sonrientes calabazas colocadas en porches y antepechos de ventanas. Nikki despertó en perfecto estado físico y con el alegre espíritu de las vacaciones. A principios de semana su madre había hecho acopio de dulces y frutas para los niños que pudieran presentarse con la calabaza.

Angela no tenía ningún interés en ir a la iglesia. La idea de integrarse en la comunidad de Bartlet había perdido su encanto. David propuso desayunar en el Iron Horse, pero ella prefirió quedarse en casa.

Después del desayuno, Nikki pidió para salir con su calabaza y cumplir el festivo ritual de Halloween. Pero a Angela le preocupaba que la niña saliese, pues hacía bastante frío y acababa de tener una congestión. A cambio, propuso que David fuera a la ciudad a comprarle una calabaza mientras ellas dos preparaban la casa para cuando fuesen llegando niños.

Nikki llenó un gran bol de cristal con barritas de chocolate y lo dejó en la mesilla del recibidor.

A continuación, Angela le pidió que recortara guirnaldas de colores. Y luego telefoneó a Robert Scali a Cambridge.

—Me alegro de que me llames —dijo Robert—. Tal como te prometí, he conseguido más información financiera.

—Te lo agradezco —dijo Angela—. Dime, ¿podrías conseguirme información de los archivos del ejercito?

—Pides demasiado. Como imaginaras, no es fácil acceder a la información militar. Supongo que podría conseguir información general, pero no creo que consiga informaciones reservadas a menos que Peter tenga un colega en el Pentágono, cosa que dudo.

—Comprendo.

—Pero lo intentare de todos modos —dijo Robert—. Se lo preguntare a Peter y luego te llamo.

Angela colgó y fue a ver que hacía Nikki. Había recortado una luna naranja y ahora estaba recortando la silueta de una bruja montada en una escoba. Angela sonrió; ni David ni ella poseían ningún tipo de talento artístico.

David volvió con una calabaza enorme. Nikki estaba encantada. Angela cubrió la mesa de la cocina con periódicos y padre e hija se dedicaron a darle forma de calavera para luego meterle una vela dentro. Angela les ayudó hasta que sonó el teléfono: era Robert.

—Malas noticias —dijo—. Peter no puede ayudarnos con lo del Pentágono. Sin embargo, he recogido alguna que otra información. Te la enviare ahora mismo. Dame tu numero de fax.

—No tenemos fax —dijo Angela y se sintió como una palurda que viviese anclada en el pasado.

—Pero tendrás módem para el ordenador, ¿no?

—No tenemos ni ordenador; sólo uno para los videojuegos de Nikki —admitió Angela—. Pero ya se me ocurrirá algo para recoger ese material. Mientras tanto, ¿has sabido por qué Van Slyke estuvo sólo en la Marina veintiún meses?

Hubo una pausa y Angela oyó a Robert revolver papeles.

—Ya lo tengo. A Van Slyke lo licenciaron por problemas de salud.

—¿Se menciona el problema en concreto?

—Me temo que no… —dijo Robert—. Pero aquí hay algo interesante. Van Slyke estudió en la academia de submarinos de London, Connecticut. De ahí pasó a la academia de energía nuclear. Trabajaba en un submarino.

—¿Y que es lo que te parece interesante?

—Pues que no todo el mundo es destinado a submarinos.

Aquí dice que fue asignado al submarino Kamehameha, en la base de Guam.

—¿Qué trabajo hacía Clyde Devonshire en la Marina? —preguntó Angela.

Otra vez más ruido de papeles.

—Era sanitario —dijo Robert. Y luego añadió—: ¡Vaya, menuda casualidad!

—¿Qué has descubierto? —preguntó Angela.

—Devonshire también se licenció por baja medica. Estando acusado de violación, yo habría apostado por otra cosa.

—Eso me parece más interesante que lo de Van Slyke y su submarino —dijo Angela.

A continuación agradeció a Robert todos sus esfuerzos y colgó. Nikki y David daban los últimos retoques a la grotesca calavera. Angela mencionó lo de Devonshire y Van Slyke.

—Así que a los dos le dieron la baja los médicos —dijo David, sin prestar demasiada atención—. ¿Qué te parece? —preguntó a su hija mientras se alejaban un poco para contemplar su obra.

—Fantástica —dijo Nikki—. ¿Puedo ponerle ya la vela?

—Pue claro.

—¿Me has oído, David? —preguntó Angela.

—Claro que sí. —Le pasó una vela a Nikki.

—Me gustaría saber por qué les dieron de baja —dijo Angela.

—Creo que se cómo averiguarlo —dijo David—. Hay que introducirse en el sistema de la Administración de Veteranos.

Seguro que lo tienen archivado.

—Buena idea —dijo Angela—. ¿Se te ocurre alguien?

—Tengo un medico amigo en la Asociación de Veteranos de Boston.

—¿Crees que él querría hacernos ese favor?

—¿Quieres decir ella? —aclaró David.

Le dijo a Nikki que para conseguir que la vela se sujetara hiciera una hendidura dentro de la calabaza. Nikki no conseguía que la vela se mantuviera recta.

—¿Y quién es esa amiga? —preguntó Angela.

—Es oftalmóloga —dijo David, supervisando los esfuerzos de Nikki con la vela.

—No me refería a su especialidad. ¿De que la conoces?

—Estudiamos juntos. Salimos durante el ultimo curso.

—¿Y desde cuando vive en Boston? ¿Y cómo se llama?

Angela también sabía jugar a ser celosa.

—Se llama Nicole Lungstrom —dijo David—. Vino a Boston a finales del año pasado.

—Nunca te he oído hablar de ella. ¿Cómo te enteraste de su presencia en Boston?

—Me llamó al hospital. —Le dio una palmadita de aprobación a Nikki cuando la vela por fin quedó fija. La niña fue en busca de cerillas. David volvió su atención a Angela.

—¿Y la has visto? —preguntó Angela.

—Comimos una vez juntos. Nada más. Le dije que era mejor que no volviéramos a vernos, ella todavía albergaba ciertas esperanzas. Quedamos sólo como amigos.

—¿De verdad?

—De verdad —confirmó David.

—¿Crees que nos ayudara?

—La verdad, lo dudo —dijo David—. Si queremos utilizar sus influencias en la Asociación de Veteranos, tendré que ir a su oficina. No puedo pedirle por teléfono un favor así.

Y además, prefiero explicarle personalmente toda esta historia tan sórdida.

—¿Cuando piensas ir?

—Hoy. Llamare primero para ver si puede. Pero primero pasare por la IBM para que Robert me de el material que ha recogido. ¿De acuerdo?

Angela se mordió el labio mientras sopesaba su respuesta. Estaba sorprendida de experimentar celos. Ahora comprendía cómo se había sentido David. Movió la cabeza y suspiró:

—Esta bien, llámala.

Mientras Angela limpiaba los restos de la calabaza, David telefoneó a Nicole Lungstrom. Angela no pudo evitar escuchar algunos fragmentos de su conversación, y le molestó que David pareciera tan alegre. Cuando David volvió a la cocina, exclamó:

—Todo arreglado. Hemos quedado en un par de horas.

Estará localizable en el hospital.

—¿Es rubia? —preguntó Angela.

—Sí, es rubia.

—Me lo temía.

Nikki encendió la vela dentro de la calabaza y David la llevó al porche.

—Queda guay —dijo Nikki cuando colocaron definitivamente la calabaza.

David pidió a Angela que avisase a Robert Scali que él pasaría a recoger el material. Luego subió arriba para arreglarse.

Angela llamó a Robert.

—Será muy interesante —dijo Robert cuando ella le explicó el motivo de su llamada.

Angela no supo contestar. Se limitó a darle las gracias y colgó. Marcó el numero de Calhoun, pero seguía con el contestador puesto.

David bajó vestido con pantalones de franela gris y una chaqueta azul marino. Estaba muy elegante.

—¿Tienes que emperifollarte tanto? —preguntó Angela.

—Voy al hospital de la Asociación de Veteranos, no a una taberna de camioneros.

—He llamado a Calhoun, pero no contesta. Ayer debió de llegar tarde, y hoy ha debido marchar pronto. Esta muy metido en la investigación.

—¿Le has dejado mensaje?

—No.

—¿Por qué no? —preguntó David.

—Odio los contestadores automáticos. Además, ya debe de saber que esperamos noticias suyas.

—Creo que deberías dejarle un mensaje —dijo David.

—¿Qué hacemos si esta noche no tenemos noticias suyas?

—¿Llamar a la policía?

—No lo sé. La idea de ir a ver a Robertson no es algo que me entusiasme. Hasta luego.

Cuando Angela vio que David se perdía por el camino, centró su atención en Nikki. Quería que la niña disfrutase de ese día tan especial.

Motivado por la curiosidad, lo primero que hizo David fue acudir a la cita con Robert Scali. David esperaba encontrar al típico profesor gris y anodino, y se sorprendió al encontrarse con un hombre elegante, bronceado y de porte atlético.

Y para empeorar las cosas, era absolutamente encantador.

Se estrecharon la mano. David observó que Robert también le estaba estudiando.

—Quiero agradecerte lo que has hecho por nosotros —dijo David.

—Para eso están los amigos. —Le entregó otra caja con información—. He encontrado un aspecto financiero que me gustaría comentarte. Werner van Slyke ha abierto varias cuentas este año, en Albany y en Boston.

—Suena raro —dijo David—. ¿Es mucho dinero?

—En ninguna cuenta hay más de diez mil dólares, probablemente para evitar que los bancos lo comuniquen a hacienda.

—De todas formas sigue siendo mucho dinero para el encargado de mantenimiento de un hospital comarcal —observó David.

—Con los tiempos que corren, este tipo debe de vender droga —repuso Robert—. Pero si lo hace, no debería tener el dinero en un banco. Debería enterrarlo en un agujero.

—Un par de pacientes adolescentes me han contado que es muy fácil comprar marihuana en la universidad —dijo David.

—Ya. A lo mejor, aparte de resolver el caso, podréis ayudar en la cruzada contra la droga.

David sonrió y agradeció a Robert la ayuda prestada.

—Llamadme la próxima vez que vengáis a Boston —dijo Robert—. Os invitare a comer en un restaurante magnifico, el Anago Bistro.

—Te llamaremos —dijo David, despidiéndose.

Mientras se dirigía al coche, se preguntó si se sentiría cómodo comiendo con Angela y Robert. Guardó la caja con el material en el maletero, subió y arrancó. Dejó atrás el Charles River y enfiló Fenway. Como era domingo al mediodía, había poco trafico y sólo tardó veinte minutos en llegar al Hospital de Veteranos.

David pensó en las vueltas del destino. Había salido con Nicole Lungstrom durante casi un año. Todo había empezado en junio, antes de empezar el ultimo curso de bachillerato. Luego Nicole se había ido a la Costa Oeste, a estudiar en la universidad; después tocó la escuela de Medicina y las practicas como residente. En cierta ocasión supo por amigos comunes que se había casado. Cuando ella le llamó el año anterior, le contó que se había divorciado.

David preguntó por Nicole y la esperó en la entrada. Al saludarse, se sintieron un poco incómodos. David supo enseguida que había un nuevo hombre en la vida de Nicole y se sintió más relajado. Nicole le acompañó a la sala de médicos.

Una vez allí, David le contó su desastrosa experiencia en Bartlet. Luego le dijo lo que quería.

—¿Te importaría averiguar si hay alguna información disponible? —preguntó David.

—Supongo que esto quedara ente tú y yo —repuso Nicole.

—Tienes mi palabra. Bueno, Angela también lo sabrá.

—Lo supongo —dijo Nicole. Calibró la situación unos momentos y luego asintió—. De acuerdo. Si alguien esta matando pacientes, el fin justifica los medios, al menos en este caso.

David le entregó a Nicole la breve lista: Devonshire, Van Slyke, Forbs, Ulhof y Maurice.

—Creí que sólo te interesaban dos —dijo Nicole.

—Sabemos que los cinco estuvieron en el ejercito —dijo David—, y los cinco tienen tatuajes.

Con los números de la seguridad social y sus fechas de nacimiento, Nicole consiguió los números de identificación militar de los cinco. Luego buscó sus expedientes. Enseguida se encontraron con una sorpresa: Forbs y Ulhof también habían sido dados de baja por razones medicas. Sólo Maurice se había licenciado normalmente. Las razones de la baja de Forbs y Ulhof eran bastante corrientes: el primero, por problemas cervicales crónicos; el segundo, por una prostatitis crónica.

En cambio, el caso de Devonshire y Van Slyke no era tan normal. Nicole tuvo que examinar varias paginas de datos. A Van Slyke le habían licenciado por un diagnóstico psiquiátrico de «desorden afectivo esquizofrénico con comportamientos maníaco paranoides bajo estados de presión».

—¡Vaya por Dios! —dijo David—. No se si entenderé toda esa jerga. ¿Y tú?

—Yo soy oftalmóloga. Pero deduzco que este chico es un esquizofrénico con comportamientos paranoides.

David la miró y enarcó las cejas.

—Me parece que de este tema sabes bastante más que yo.

Estoy impresionado.

—Me interesan ciertos aspectos de la psiquiatría. Yo me mantendría apartada de ese tipo. Sin embargo, fíjate en su paso por la academia de energía nuclear. Creo que allí son bastante rigurosos.

Nicole siguió seleccionando información.

—Espera —dijo David inclinándose por encima del hombro de Nicole. Señaló un pasaje que describía un incidente de Van Slyke a bordo de un submarino nuclear. En esa época era ayudante de maquinista nuclear en el departamento de mantenimiento. David leyó en voz alta—: «Durante la primera parte de la misión la manía del paciente fue manifestándose de forma progresiva. Exhibió un mal humor creciente, lo que le condujo a desarrollar hostilidad y juicios precipitados, que desembocaron en sensaciones paranoicas tales como ser ridiculizado por el resto de la tripulación y verse afectado por los ordenadores y las radiaciones. Su paranoia alcanzó el punto culminante cuando atacó al capitán y hubo de ser confinado».

—Dios mío. Espero que no acuda a mi clínica.

—No es tan excéntrico como dan a entender estos informes. He hablado con el en varias ocasiones. No es muy sociable, ni muy simpático, pero desempeña bastante bien su trabajo.

—Yo diría que es una bomba de relojería —observó Nicole.

—Tener paranoias de estar sometido a radiaciones cuando se trabaja en un submarino nuclear no es ningún disparate.

Si yo viajara en un submarino nuclear, me subiría por las paredes ante la idea de estar tan cerca de un reactor nuclear.

—Aquí hay más —dijo Nicole. Leyó en voz alta—: «Van Slyke tiene antecedentes de persona esquiva y solitaria. Creció entre un padre agresivo y alcohólico, y una madre quejumbrosa y asustadiza. El nombre de soltera de la madre era Traynor».

—Sabía esta parte de la historia —dijo David—. Harold Traynor, su tío, es el presidente del consejo del hospital.

—Aquí también hay otra cosa interesante —dijo Nicole—. «El paciente ha mostrado tendencia a idealizar ciertas figuras de autoridad, pero se vuelve contra ellas a la menor provocación, ya sea real o imaginaria. Este tipo de conducta era anterior a su ingreso en la Marina, y ha continuado durante su servicio». —Miró a David—. Desde luego no me gustaría ser su Jefe.

Devonshire deparó menos información, pero tan interesante como la de Van Slyke y mucho más significativa. Clyde Devonshire había sido tratado en San Diego de enfermedades de transmisión sexual. También había tenido hepatitis B y era seropositivo.

—Esto podría ser muy importante —dijo David señalando la pantalla del ordenador y haciendo una referencia al sida—. La clave puede estar en que el propio Devonshire tenga una enfermedad terminal.

—Espero haberte servido de ayuda.

—¿Podrías hacer una copia impresa de estos datos?

—Tardaremos un poco —dijo Nicole—. Los archivos médicos están cerrados el domingo. Tendré que conseguir una llave para tener acceso a una impresora.

—Esperare —dijo David—. ¿Puedo telefonear?

Después de refunfuñar y sollozar, Nikki accedió por fin a quedarse en casa y no andar por la calle asustando a los vecinos. El día había empezado muy despejado para después tornarse gris. Amenazaba lluvia. Nikki llevaba el disfraz de muerto viviente y lo pasó muy bien quedándose en la puerta y asustando a los niños que se acercaban.

Angela volvió a llamar a Calhoun, pero el contestador automático seguía encendido. A primera hora de la tarde, Angela le había dejado un mensaje, pero Calhoun no daba señales de vida. Mirando por la ventana a la sombría tarde, empezó a preocuparse también por David, aunque unas horas antes había telefoneado para decir que llegaría tarde, ella creía que ya tenía que estar en casa.

Media hora más tarde, Nikki entró en la casa y se quitó el disfraz. Anochecía y hacía un rato que nadie se acercaba a la casa. Angela estaba a punto de preparar la cena, cuando sonó el timbre. Nikki se disponía a tomar un baño, y Angela se dirigió a la puerta y cogió el bol con las chocolatinas. Por una ventana lateral vio fugazmente a un hombre disfrazado de reptil.

Angela abrió la puerta y empezó a decir algo sobre que el disfraz era muy bonito, cuando reparó en que el hombre no iba acompañado de ningún niño. Antes de que pudiera reaccionar, el hombre la empujó hacia dentro y la cogió por el cuello. Una mano enguantada le tapó la boca, impidiéndole gritar. El bol se hizo añicos contra el suelo de mármol.

Angela se resistió en vano, intentando liberarse, pero el hombre era bastante fuerte y la tenía sujeta firmemente. Los únicos sonidos que podía emitir Angela eran unos apagados gruñidos.

—¡Cállate o te mato! —dijo el hombre con un murmullo sibilante. Torció bruscamente la cabeza de Angela, que sintió un agudo dolor en la espalda y dejó de resistirse.

El hombre echó un vistazo a la habitación. Se estiró para mirar a la cocina.

—¿Dónde esta tu marido?

Angela no pudo contestar. Estaba mareada y pensaba que se iba a desmayar de un momento a otro.

—Te voy a soltar —gruñó el hombre—, pero si gritas te pego un tiro. ¿Entendido?

Le torció la cabeza con más fuerza y ella sollozó. Finalmente liberó su presa y Angela se tambaleó hacia atrás. Su corazón latía desbocadamente. Sabía que Nikki estaba arriba, en la bañera. Por desgracia, Rusty estaba en el cobertizo; le habían encerrado para que no molestara a los niños que se acercaban a pedir.

Angela miró a su atacante. La mascara de reptil era bastante grotesca. Las escamas parecían reales y una lengua bífida roja colgaba entre dos hileras de dientes mellados. El hombre esgrimía una pistola.

—Mi marido no esta en casa —consiguió decir por fin con voz ronca. El hombre casi la había estrangulado.

—¿Y tu hija enferma?

—Esta fuera… con unos amigos.

—¿Cuando vuelve tu marido?

Angela vaciló. El hombre la cogió del brazo y se lo retorció.

—Te he hecho una pregunta —gruñó.

—Mi marido llegara muy pronto.

—Muy bien. Le esperaremos. Mientras tanto echaremos un vistazo a la casa para comprobar que no me has mentido.

—Yo no miento —dijo Angela mientras entraba en la sala de estar.

Nikki había salido de la bañera cuando sonó el timbre. Se vistió a toda prisa con la esperanza de llegar abajo antes de que se fueran los niños. Quería ver cómo iban disfrazados y sorprenderles con su propio disfraz. Había llegado a las escaleras cuando el ruido del bol contra el suelo la hizo detenerse. Impotente, vio cómo su madre se debatía contra un hombre disfrazado de reptil. Después del susto inicial, Nikki se dirigió al dormitorio de sus padres y cogió el teléfono. Pero la línea estaba muerta. Volvió al pasillo y escudriñó por encima de la barandilla. Vio a su madre y el hombre entrar en la sala de estar.

Avanzó hasta el borde de la escalera y miró abajo: la escopeta estaba apoyada contra la barandilla. Se echó bruscamente hacia atrás cuando vio a su madre y al hombre salir de la sala de estar.

Nikki se obligó espiar desde la barandilla y los vio encaminarse por el pasillo hacia la cocina. Se asomó y vio otra vez la escopeta. Todavía seguía allí.

Empezó a bajar sigilosamente. Sólo había recorrido la mitad de la escalera, cuando oyó a su madre y el hombre acercarse por el pasillo. Aterrorizada, volvió a subir y echó a correr por el pasillo. Se detuvo con intención de volver a las escaleras y bajar a la entrada cuando pasara el peligro. Pero, para su horror, su madre y el hombre empezaron a subir las escaleras.

Nikki atravesó el pasillo y se deslizó en el dormitorio principal. Se escondió en uno de los armarios vestidores. Al fondo de este vestidor había una segunda puerta que daba a un estrecho pasillo al final del cual había una escalera de caracol que conducía a la habitación de suelo de tierra y, más allá, a la cocina. Nikki bajó corriendo, atravesó la cocina y el pasillo de la planta principal, y llegó por fin al vestíbulo. Cogió la escopeta. Comprobó si había un cartucho en la recamara tal como su madre le había enseñado. Lo había. Quitó el seguro.

La claridad inicial de Nikki se tornó en confusión. Ahora que tenía la escopeta en las manos, no sabía que hacer. Su madre le había dicho que la escopeta disparaba perdigones en un amplio arco. No había que afinar la puntería, acertaba a bulto.

Pero Nikki no quería herir a su madre.

La niña tuvo poco tiempo para meditar el problema: oyó al intruso atravesar el pasillo de arriba y bajar por la escalera principal. Nikki retrocedió hacia la cocina, indecisa entre esconderse o escapar por piernas. En ese momento su madre apareció en el vestíbulo, tropezando en los últimos escalones tras recibir un violento empujón. A continuación apareció el hombre disfrazado de reptil. Y le propinó otro brusco empujón que la hizo tambalear hasta el salón. El hombre llevaba una pistola.

Y echó a andar detrás de Angela. Estaba a unos cuatro metros de Nikki, que sostenía la escopeta a la altura de la cintura.

Y tenía el dedo puesto en el gatillo.

El intruso se volvió ligeramente y vio a Nikki, pero reaccionó tarde: cuando intentó encañonar a Nikki, esta cerró los ojos y apretó el gatillo. El sonido de la descarga fue horroroso. El retroceso impulsó a Nikki, que sin embargo siguió sosteniendo obstinadamente la escopeta. Consiguió incorporarse y reunió todas sus fuerzas para recargar el arma. Los oídos le pitaban tanto que no oyó el ruido que hizo la escopeta al soltar el cartucho usado y coger el nuevo.

Angela surgió en medio de la confusión y el humo y cogió la escopeta. El asaltante aprovechó para huir precipitadamente por la puerta.

—¿Estas bien? —preguntó Angela.

—Creo que sí, mama.

Angela la ayudó a ponerse en pie, y luego avanzaron lentamente hasta el vestíbulo. Comprobaron los destrozos causados por el disparo de Nikki. Una parte de los perdigones se habían incrustado en el lateral de la arcada; el resto había destrozado cuatro paneles de la ventana de la sala de estar, la misma del ladrillazo. A continuación rodearon la base de la escalera, evitando los cristales rotos. Mientras se acercaban a la sala de estar, notaron una corriente de aire frío. Angela llevaba la escopeta preparada. Avanzando de lado, madre e hija vieron por dónde se colaba la corriente: una de las puertaventanas que daban a la terraza estaba abierta y se balanceaba con la brisa de la noche.

Nikki iba cogida al cinturón de Angela. Avanzaron juntas hasta la puertaventana y miraron la hilera de árboles que bordeaba su propiedad. Por unos instantes permanecieron en silencio absoluto. Lo único que oyeron fue el ladrido de un perro, y la respuesta de Rusty desde el cobertizo. No se veía a nadie en las cercanías. Angela cerró la puerta y echó el pestillo. Sin dejar la escopeta, se agachó y abrazó a Nikki con todas sus fuerzas.

—Eres una heroína —dijo—. Tu padre se sentirá orgulloso de ti.

—No se disparar —dijo Nikki—. No quería destrozar la ventana.

—No te preocupes, cariño —dijo Angela—. Lo has hecho muy bien. —Cogió el teléfono, pero no había línea.

—El de tu habitación tampoco funciona —dijo Nikki.

Angela sintió un escalofrío: el asaltante había cortado el teléfono. Pensó que seguía con vida sólo gracias a Nikki.

—Tenemos que asegurarnos de que ese hombre no sigue aquí —dijo—. Vamos a registrar la casa.

Cruzaron el comedor en dirección a la cocina. Registraron la habitación del suelo de tierra y las dos pequeñas despensas.

Volvieron a la cocina y cruzaron el pasillo central hasta el vestíbulo. En ese momento sonó el timbre de la puerta. Nikki y Angela pegaron un respingo. Aterrorizadas, miraron por los cristales laterales: era un grupo de niños vestidos de brujas y fantasmas.

David enfiló el sendero de la casa. Le sorprendió ver encendidas todas las luces. Luego vio a un grupo de niños que abandonaban el porche, corrían por el jardín y desaparecían tras la hilera de árboles que limitaba la propiedad.

David detuvo el coche. La puerta principal estaba cubierta de huevos reventados y las ventanas llenas de jabón. David pensó en perseguirles, aunque decidió que las posibilidades de cogerles eran mínimas.

—¡Menudos gamberros! —exclamó. Reparó en que una buena parte de la ventana del salón estaba rota—. ¡Vaya por Dios! Esto ha ido demasiado lejos.

Salió del coche y se dirigió a la puerta principal. Todo estaba hecho un asco. Habían arrojado huevos y tomates contra la puerta. De pronto vio los cristales rotos y las chocolatinas, y sintió un repentino temor por la suerte de su familia.

Entró y llamó a Angela y a Nikki.

Ambas aparecieron en lo alto de la escalera. Angela empuñaba la escopeta. Nikki se echó a sollozar y se precipitó en brazos de su padre.

—Tenía… una pistola —balbuceó Nikki entre sollozos.

—¿Quien tenía una pistola? —preguntó David, alarmado—. ¿Qué ha pasado?

Angela bajó las escaleras y se sentó en el ultimo escalón.

—Hemos tenido visita —dijo.

—¿Quien? —graznó David.

—No lo sé. Llevaba una mascara de Halloween, y una pistola.

—¡Dios mío! Ha sido por mi culpa, no tendría que haberos dejado solas.

—No tienes la culpa —dijo Angela—. Pero has llegado más tarde de lo previsto.

—Las copias impresas llevaron mucho tiempo. De camino intente llamarte varias veces, pero comunicaba todo el rato.

Llame a averías y me dijeron que el teléfono estaba estropeado.

—Creo que lo han cortado —dijo Angela—. Seguro que ha sido nuestro visitante.

—¿Has llamado a la policía? —preguntó David.

—¿Cómo voy a hacerlo si no tenemos teléfono? —le espetó Angela.

—Perdona. He dicho una tontería.

—Cuando se fue, subimos a refugiarnos arriba —dijo Angela—. Estábamos aterrorizadas.

—¿Dónde esta Rusty? —preguntó David.

—Esta mañana le encerré en el cobertizo, se ponía muy pesado con los niños.

—Llamare por el teléfono del coche y de paso traeré a Rusty —dijo David, y abrazó a Nikki.

Una vez fuera, atisbó al mismo grupo de niños de antes.

—¡Será mejor que no os acerquéis! —les gritó.

Cuando volvió con Rusty y el teléfono, Angela y Nikki estaban en la cocina.

—Hay una pandilla de niños ahí fuera —dijo David—. Han arruinado el porche.

—Se han enfadado porque no abrimos la puerta —dijo Angela—. Se han ido con las manos vacías y nos han dejado su regalo. Pero no importa; comparado con lo que hemos pasado, esto no es nada.

—¿Que no es nada? —dijo David—. Han roto varios cristales de la ventana.

—Ha sido Nikki —repuso ella, y abrazó a su hija—. Nikki es nuestra heroína. —Angela le contó lo que había pasado.

David casi no podía creerse que su familia hubiera superado ese trance. Cada vez que pensaba en lo que podía haber pasado… Se oyó otra andanada de huevos contra la puerta principal. David estalló. Abrió la puerta e intentó coger a algún niño, pero Angela le sujetó mientras Nikki hacía lo propio con Rusty.

—No tiene importancia —dijo Angela, con lagrimas en los ojos.

David vio que su mujer se estaba derrumbando y acudió a consolarla. Sabía que su cólera contra los niños no era más que un intento de paliar su sentimiento de culpabilidad.

Cogió a Nikki y se sentó con las dos en el sofá de la sala.

Una vez sosegados, David agarró el teléfono inalámbrico y llamó a la policía. Luego, mientras esperaban a que llegaran, se maldijo por haberlas dejado solas.

—Ha sido por mi culpa —dijo Angela—. Tendría que haberme dado cuenta de que estábamos en peligro. —Estaba segura de que el intento de violación había sido en realidad un intento de asesinato. Le dijo a David que lo había comentado con Calhoun, y que el detective estaba de acuerdo.

—¿Y por qué no me lo habías contado?

—Tendría que haberlo hecho —reconoció Angela—. Lo siento.

—Espero que todo esto nos enseñe que no puede haber secretos entre nosotros —dijo David—. ¿Qué ocurre con Calhoun? ¿Has sabido algo de él?

—No. Le he dejado un mensaje. ¿Qué podemos hacer?

—No lo se —dijo David y se puso de pie—. Voy a echar un vistazo a la ventana.

La policía tardó tres cuartos de hora en presentarse en la casa. Para disgusto de Angela y David, acudió Robertson vestido de uniforme. Angela sintió ganas de preguntarle si era su disfraz de Halloween. Iba acompañado de un ayudante Carl Hobson.

Mientras entraba por la puerta, Robertson echó un vistazo a toda la porquería que había en el porche y a la ventana rota.

Llevaba un bloc de notas.

—¿Problemas? —preguntó Robertson, con cierta sorna.

—En efecto —dijo Angela, y le describió todo lo sucedido.

Robertson parecía impacientarse con la historia de Angela.

Se movía inquieto y movía todo el rato los ojos, para regocijo de su ayudante.

—¿Esta segura de que era una pistola de verdad? —preguntó Robertson.

—Claro que era una pistola de verdad —repuso Angela.

—A lo mejor era una pistola de juguete y formaba parte del disfraz. ¿Esta segura de que las supuestas amenazas no eran una broma? —le guiñó un ojo a Hobson.

—Un momento —terció David—. No me gusta su tono sarcástico. Creo que no se esta tomando el asunto en serio. Ese hombre tenía una pistola. Aquí hay señales de violencia. Una parte de la ventana del balcón esta hecha añicos. ¿No le basta con eso?

—Tranquilícese —le dijo Robertson—. Su encantadora esposa ha dicho que la niña disparó contra la ventana, no el intruso. Bien, ha de saber que en esta ciudad hay una ordenanza que prohíbe disparar armas dentro de sus límites.

—¡Lárguese de mi casa! —exclamó David perdiendo la compostura.

—Lo haré encantado —dijo Robertson, pero al llegar a la puerta se detuvo—: Permítame que les de un consejo. Ustedes no son precisamente populares en esta ciudad y las cosas podrían empeorar si disparan contra algún niño que venga a pedir caramelos. Que Dios se apiade de ustedes si hacen daño a un niño.

David cerró de un portazo en cuanto el patán de Robertson traspuso la puerta.

—¡Maldito cabrón! —exclamó—. La policía local esta formada por una pandilla de cretinos.

Angela se abrazó el cuerpo y rompió a llorar.

—Es terrible —balbuceó sacudiendo la cabeza.

David la consoló. También intentó calmar a Nikki, que estaba muy impresionada por el duro intercambio de palabras entre el policía y su padre.

—¿Crees que es conveniente pasar la noche aquí? —preguntó Angela.

—¿Adónde podríamos ir a estas horas? Quedémonos aquí.

Estoy seguro de que no tendremos más visitas.

—Sí, tienes razón —dijo Angela y suspiró—. Me parece que nunca me había sentido tan desconcertada.

—¿Tienes hambre? —preguntó David.

—No creo que vuelva a tener hambre nunca más —dijo encogiéndose de hombros—. Estaba a punto de preparar la cena cuando empezó la pesadilla.

—Pues yo estoy hambriento —dijo David—. No he comido nada en todo el día.

—De acuerdo. Nikki y yo prepararemos algo.

David llamó a la compañía de teléfonos y cuando mencionó que era medico, le dijeron que mandarían a alguien lo más rápidamente posible. Luego fue al cobertizo y recogió unas cuantas lámparas exteriores. Cuando acabó, la casa estaba perfectamente iluminada.

El técnico del teléfono llegó mientras estaban cenando. Enseguida comprobó que la línea había sido cortada en el punto en que entraba en la casa. Mientras el técnico trabajaba, los Wilson prosiguieron con la cena.

—Odio Halloween —dijo el técnico cuando la línea estuvo reparada. David le agradeció por haber acudido tan prestamente un domingo por la noche.

Después de la cena, David se ocupó de la seguridad. En primer lugar clavó unas cuantas tablas en la ventana rota. Luego dio una vuelta por la casa y comprobó que puertas y ventanas estaban bien cerradas.

Aunque la presencia de la policía había sido decepcionante al menos había servido para hacer desaparecer la pandilla de niños que se dedicaba a molestarles. La irrupción del coche de policía había sido suficiente para que pusieran pies en polvorosa. A las nueve, los Wilson estaban reunidos en la habitación de Nikki para ocuparse de sus ejercicios respiratorios.

Después de que Nikki se durmió, Angela y David bajaron a la sala para revisar el material que David había traído de Boston.

Como medidas adicionales de seguridad, hicieron salir a Rusty de la habitación de Nikki, que era donde solía dormir, para que vigilara la casa (el perro tenía un oído muy fino), y dejaron la escopeta al alcance de la mano.

—¿Sabes lo que pienso? —dijo Angela mientras David abría el sobre que contenía los informes médicos—. Creo que nuestro visitante es el mismo hombre que esta detrás de la eutanasia y del asesinato de Hodges.

—Estoy de acuerdo. Y creo que se trata de Clyde Devonshire. Lee esto.

David le entregó el historial medico de Devonshire.

—¡Dios mío! —dijo Angela mientras terminaba de leer—. ¡Es seropositivo!

David asintió y dijo:

—Eso le convierte en un potencial enfermo de sida. Creo que es él. Además ha sido detenido varias veces frente a la casa de Jack Kevorkian. Resulta evidente que esta interesado en los suicidios asistidos. Y ese interés podría incluir la eutanasia. Es enfermero diplomado y tiene conocimientos médicos, trabaja en el hospital y por tanto tiene el acceso a los enfermos. Y tiene antecedentes por violación.

Angela asintió, no muy segura.

—El único problema es que todas estas cosas son circunstanciales —dijo—. ¿Conoces a Clyde Devonshire?

—No.

—Me pregunto si podría identificarle por la estatura o la voz —dijo Angela—. Lo dudo.

—Venga, pongámonos en marcha. Nuestro próximo candidato es Werner van Slyke. Echa un vistazo a este historial.

—Era bastante más extenso que el de Devonshire.

—¡Caramba! —dijo Angela—. Es asombroso.

—¿Te parece un posible sospechoso?

—Su historial psiquiátrico es muy interesante. Pero no creo que haya sido él. Los desórdenes esquizoparanoides no significan que sea un psicópata asocial.

—No es necesario ser un psicópata asocial para tener una idea errónea sobre la eutanasia —dijo David.

—Tienes razón —dijo Angela—. Un enfermo mental no es necesariamente un asesino. Si Van Slyke tuviera antecedentes de conducta violenta o criminal, la cosa sería diferente. Pero como no es así, no me parece el principal sospechoso. Además, aunque sepa mucho de submarinos nucleares, no creo que tenga conocimientos de medicina muy sofisticados. ¿Cómo podría matar a tanta gente sin saber de medicina? ¿Cómo podría engañar a tantos médicos sin poseer amplios conocimientos?

—Estoy de acuerdo —dijo David—. Pero mira el material que me ha dado hoy Robert.

David le entregó el listado con las cuentas bancarias de Van Slyke en Albany y Boston.

—¿De dónde saca tanto dinero? ¿Crees que tiene algo que ver con lo que estamos buscando?

—Esa es una buena pregunta —dijo David encogiéndose de hombros—. Robert cree que no. Dice que probablemente Van Slyke trafica con droga.

Angela asintió.

—Si no son drogas, entonces sería siniestro —agregó David.

—¿Por qué?

—Supongamos que es Van Slyke quien esta matando a todas esa personas —dijo David—. Si no trafica con droga, podría estar recibiendo dinero por cada muerte.

—Suena morboso. Pero si fuera así, todavía no sabríamos quien esta detrás y por qué.

—Probablemente se trata de un homicida compasivo —dijo David—. Todos los pacientes tenían enfermedades potencialmente terminales.

—Estamos especulando demasiado —dijo Angela—. Tenemos mucha información pero la estamos metiendo dentro del mismo saco. Seguramente una gran cantidad de esta información no esta relacionada con nuestro caso.

—Tienes razón. Pero es sólo una idea. Si demostramos que Van Slyke es el culpable, sus problemas psiquiátricos podrían jugar a nuestro favor.

—¿Qué quieres decir?

—Van Slyke se comportó como un psicópata durante una misión en un submarino nuclear. La verdad, a mí me hubiera sucedido otro tanto. Bueno, el caso es que cuando padece estas crisis psicóticas tiene síntomas paranoides y se rebela contra las figuras de autoridad. Su historial revela que lo ha hecho en varias ocasiones. Estoy seguro de que si hablamos con él, lograríamos ponerle nervioso. Entonces podría revelar quien le esta pagando. Lo único que tendríamos que contarle es que esa «figura de autoridad», piensa acusarle si las cosas van mal.

Nuestra presencia será la confirmación de que alguien se ha ido de la lengua.

Angela le miró con expresión incrédula.

—A veces me sorprendes. Sobre todo porque te consideras a ti mismo como una persona muy racional. Esta es la idea más arriesgada que he oído en toda mi vida. El historial de Van Slyke advierte de su agresividad. ¿Crees que podrías provocar esta esquizofrenia paranoide sin correr peligro? Es absurdo. Se volvería muy violento y atacaría a todo el que se le pusiera delante, y especialmente a ti.

—Era sólo una idea —dijo David.

—No pienso darle muchas vueltas. Todo esto es demasiado especulativo y teórico.

—De acuerdo —dijo, conciliador—. El siguiente candidato es Peter Ulhof. Evidentemente posee ciertos conocimientos médicos. El hecho de que le hayan detenido por manifestarse contra el aborto revela unas sólidas convicciones morales respecto a determinados temas médicos.

—¿Y Joe Forbs?

—Lo único que le hace sospechoso es su incapacidad de manejar su situación financiera —dijo David.

—¿Y la última, Claudette Maurice?

—No hay nada sobre ella —dijo David—. Lo curioso es por qué tiene un tatuaje.

—Estoy agotada. —Dejó los papeles encima de la mesita de café—. Tal vez se nos ocurra algo si dormimos bien.