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SÁBADO 30 DE OCTUBRE

Aunque durante la noche Nikki tuvo retortijones y diarrea, por la mañana ya se encontraba mejor. Todavía no se había recuperado al ciento por ciento, pero estaba en franca mejoría y todavía seguía sin fiebre. David se sintió aliviado. Ninguno de sus pacientes había experimentado mejoría alguna cuando empezaron los síntomas. Esperaba que Nikki siguiera la misma evolución que las enfermeras y el mismo.

Angela despertó deprimida por su situación laboral y se sorprendió de ver a David tan animado. Él le confesó los oscuros temores que había albergado sobre Nikki.

—Tendrías que habérmelo contado —dijo Angela.

—No habría servido de nada.

—A veces consigues sacarme de quicio —replicó ella, pero le abrazó y le dijo que lo amaba.

El teléfono sonó en ese momento. Era el doctor Pilsner.

Preguntó por Nikki y sugirió que siguieran con los antibióticos y la terapia respiratoria.

—Así lo haremos —dijo Angela, hablando por el teléfono de la habitación, mientras David escuchaba por el supletorio del cuarto de baño.

—Algún día te explicaremos por qué huimos del hospital con Nikki —dijo David—. Pero de momento te ruego aceptes nuestras disculpas. Lo de Nikki no tiene nada que ver con tu profesionalidad.

—Lo único que me preocupa es Nikki —dijo Pilsner.

—Si quiere pasarse por aquí, será bienvenido —ofreció Angela—. Y si cree que debemos hospitalizarla la llevaremos a Boston.

—De momento, tenedme informado —dijo Pilsner lacónico.

—Esta muy enfadado —observó David tras colgar.

—No le culpo. La gente debe de pensar que estamos chiflados.

Ambos ayudaron a Nikki con la terapia respiratoria, turnándose con los golpecitos en la espalda en las distintas posturas.

—¿Puedo ir el lunes al colegio? —preguntó Nikki cuando acabaron los ejercicios.

—Tal vez si —dijo Angela—. Pero no te hagas falsas ilusiones.

—No quiero retrasarme. ¿Caroline puede traerme mis libros?

Angela miró a David, que estaba acariciando a Rustí junto a la cama de Nikki. Él le devolvió la mirada y se produjo un entendimiento mudo entre los dos. Por mucho que les doliera tener que contarle la verdad, no podían seguir engañando a su hija.

—Oye, cariño, escucha con atención. Tenemos algo que contarte —dijo Angela—. Mira, lo sentimos muchísimo, pero Caroline… ya no esta con nosotros.

—¿Quieres decir que ha muerto?

Angela vaciló un momento y dijo:

—Me temo que sí.

—Ah —dijo Nikki.

Angela miró a su marido, que se encogió de hombros. No se le ocurría nada más que decir. Sabía que la indiferencia de Nikki era una especie de defensa, algo similar a su actitud ante la muerte de Marjorie. A David se le hizo un nudo en el estómago al pensar que las dos muertes podrían haber sido provocadas por el mismo chalado.

La aparente fachada de indiferencia de Nikki se derrumbó muy pronto. David y Angela intentaron consolarla, pues la angustia de la niña los atormentaba. Los dos sabían que era un golpe terrible. Caroline no solamente era su amiga, sino que además las dos se enfrentaban a la misma enfermedad.

—¿Yo también voy a morir? —sollozó la niña.

—No —dijo Angela—. Te estas recuperando muy bien. Caroline tenía fiebre muy alta y tú ni siquiera has tenido fiebre.

Luego, una vez consiguieron calmar a Nikki, David cogió la bicicleta y se dirigió al hospital. Nada más llegar, fue directamente a los archivos médicos. En primer lugar buscó los números de la seguridad social y las fechas de nacimiento de las personas que tenía en la lista de Calhoun.

Luego, empezó a buscar en todos los archivos alguna posible descripción de los tatuajes. Casi no había empezado cuando notó que alguien le tocaba el hombro. Se dio la vuelta y vio a Helen Beaton. Detrás de ella estaba Joe Forbs, de seguridad.

—¿Le importaría decirme que esta haciendo? —preguntó Beaton.

—Estoy utilizando el ordenador —balbuceó David. No pensaba que se encontraría con alguien de administración, y menos un sábado por la mañana.

—Tengo entendido que usted ya no trabaja para la AMG —dijo Beaton.

—Es verdad. Pero…

—Sus privilegios en el hospital derivaban de su trabajo para la AMG. En sus actuales circunstancias, sus privilegios tendrán que ser confirmados por el comité de acreditaciones. En tanto eso no suceda, usted no podrá utilizar este ordenador —dijo Helen y volviéndose hacia Joe Forbs, agregó—: ¿Le importaría acompañar al doctor Wilson a la salida?

Joe Forbs le hizo un gesto de que se levantase. David sabía que era inútil protestar. Recogió sus papeles tranquilamente con la esperanza de que no se los quitasen. Por suerte, Forbs se limitó a acompañarle hasta la puerta.

A su deshonroso curriculum, David podía añadir ahora el haber sido «expulsado físicamente del hospital». Aun así, y con gran osadía, se dirigió a la unidad de radioterapia. La unidad estaba instalada en un edificio ultramoderno, diseñado por el mismo arquitecto que había hecho el Centro de Diagnóstico por la Imagen.

El sábado era el día de la semana dedicado a tratar a los pacientes que requerían un largo tratamiento complementario.

David tuvo que esperar media hora hasta que el doctor Holster pudo recibirle.

Holster tenía diez años más que David, y aun así parecía mucho mayor. Tenía el cabello completamente gris, casi blanco. Aunque estaba muy ocupado, se mostró muy amable y le ofreció un café a David.

—¿En que puedo ayudarle, doctor Wilson?

—Llámeme David —dijo—. Quería hacerle unas preguntas sobre el doctor Hodges.

—Es una petición extraña —repuso Holster encogiéndose de hombros—. Pero no me importa. ¿Qué quiere saber?

—Es una larga historia —reconoció David—. Para ser breve le diré que he tenido varios pacientes con historiales similares a los de Hodges. Algunos habían sido incluso pacientes suyos.

—Adelante —dijo Holster.

—Antes de empezar, le pediré que esta conversación sea confidencial —dijo David.

—Ahora sí siento curiosidad —dijo Holster, asintiendo—. Será confidencial.

—Tengo entendido que el doctor Hodges vino a verle el día de su desaparición.

—Comimos juntos, para ser exactos —dijo Holster.

—Se que el doctor Hodges quería hablarle de un paciente llamado Clark Davenport.

—Así es. Tuvimos una extensa discusión sobre su caso. El señor Davenport, desgraciadamente, acababa de morir. Yo le trate (con éxito aparente) cuatro o cinco meses antes de que falleciese de un cáncer de próstata. Tanto el doctor Hodges como yo nos quedamos sorprendidos y apenados por su repentina muerte.

—¿Le comentó el doctor Hodges de que había muerto exactamente Davenport?

—No que yo recuerde. Pensé que había sido debido a una recaída del cáncer de próstata. ¿Por qué lo pregunta?

—El señor Davenport murió de un shock séptico que le sobrevino tras varias crisis epilépticas —dijo David—. No creo que tuviera relación con el cáncer.

—No se si es correcta su afirmación —dijo Holster—. Por lo que cuenta parece una metástasis cerebral.

—La resonancia magnética era completamente normal.

Pero como no se practicó la autopsia, no podemos estar seguros.

—Podrían ser una serie de tumores múltiples, pero tan pequeños que fueran imposibles de captar con una resonancia —dijo Holster.

—¿En alguna ocasión le comentó Hodges que hubiera algo en la evolución hospitalaria de Davenport que le sorprendiera por inesperado?

—Sólo su muerte —dijo Holster.

—¿Comentó alguna cosa más durante la comida?

—Que yo recuerde, no. Cuando terminamos de comer le pregunte a Dennis si quería ir al Centro a ver el nuevo aparato, de cuya compra él era el responsable.

—¿De que aparato se trataba?

—Nuestro acelerador lineal —dijo Holster. Parecía un padre orgulloso que hablase de su hijo—. Es uno de los mejores que existen. Dennis no había podido verlo pese a que lo intentó en varias ocasiones. Así que vinimos aquí y se lo enseñe.

Se quedó muy impresionado. Venga, se lo mostrare.

Por cortesía, David le siguió por el pasillo sin ventanas; no estaba de humor para ver una maquina de radioterapia. Llegaron a la sala de tratamientos y se acercaron a un aparato de tecnología punta.

—Aquí esta —dijo con orgullo Holster mientras le daba una palmadita al ingenio de acero inoxidable. El acelerador parecía un aparato de rayos X al que se le hubiera añadido una mesa—. De no ser por el doctor Hodges, nunca hubiéramos conseguido esta belleza. Seguiríamos todavía con la anterior.

David contempló el impresionante artilugio.

—¿Qué le pasaba a la anterior? —preguntó David.

—No le pasaba nada —respondió Holster—. Era de una tecnología anticuada: cobalto-00. Son maquinas bastante menos precisas que el acelerador lineal. Trabajar con ese tipo de maquinas es un problema de física, la fuente de cobalto tiene una anchura de unos doce centímetros. En consecuencia, los rayos gamma se disparan en todas direcciones y son muy difíciles de ajustar.

—Entiendo —mintió David. La física nunca había sido su fuerte.

—Este acelerador lineal es muy superior —dijo Holster—. La apertura de origen de los rayos es muy pequeña. Y puede ser programado a una energía muy elevada. Sin embargo, las maquinas de cobalto necesitan que les repongan la carga cada cinco años, ya que la vida media del cobalto-60 es de seis años.

David contuvo un bostezo. Ese encuentro con el doctor Holster empezaba a recordarle la facultad de medicina.

—Todavía tenemos la maquina de cobalto —prosiguió Holster—. Esta en los sótanos. El hospital esta a punto de vendérsela a una institución de Uruguay o Paraguay, no lo recuerdo muy bien. Es lo que hacen la mayoría de los hospitales cuando acceden a un acelerador lineal, venden la maquina antigua a un país en vías de desarrollo. Los aparatos viejos siguen en buen estado y tienen la ventaja de que raramente se estropean, ya que la maquina produce rayos gamma las veinticuatro horas del día.

—Creo que ya le he robado demasiado tiempo —dijo David. Quería librarse de Holster antes de que volviera a soltarle otra perorata.

—Al doctor Hodges le interesó muchísimo esta visita —dijo Holster—. Y cuando le explique que la única ventaja de las maquinas antiguas frente a las nuevas, era que funcionaban ininterrumpidamente, se le iluminó la cara. Me pidió que le enseñara el aparato de cobalto. ¿Y usted? ¿Le gustaría verlo?

—Preferiría que no —dijo David. Se preguntaba cómo reaccionarían Helen Beaton y Joe Forbs si volvía al hospital casi inmediatamente después de que le hubieran puesto de patitas en la calle.

Pocos minutos después David cruzaba en bicicleta el río Roaring camino de casa. La mañana no había sido tan productiva como esperaba, pero al menos había conseguido los números de la seguridad social y las fechas de nacimiento.

Mientras pedaleaba meditó acerca de lo que había averiguado de la comida de Holster y Hodges. Lamentablemente, Hodges no había compartido abiertamente sus sospechas con el radiólogo. Recordó a Holster explicándole como se había iluminado el rostro de Hodges al saber que las maquinas de cobalto apenas se estropeaban. Se pregunto si a Hodges le había interesado realmente ese dato o si había sido una proyección del entusiasmo de Holster sobre su fascinada audiencia.

David pensó que lo más seguro es que fuera lo ultimo. Seguro que Holster había llegado a la misma conclusión con él.

Como se había acostado muy tarde, Calhoun no volvió a Bartlet hasta el mediodía. Al llegar decidió empezar por orden alfabético las entrevistas a los empleados del hospital que llevaban tatuaje. Eso situaba a Clyde Devonshire en primer lugar.

Calhoun se detuvo en el chiringuito de Main Street a tomar un café y consultar el listín de teléfonos. Una vez conseguidas las cinco direcciones, fue en busca de Clyde.

Este vivía encima de una tienda de comida preparada. Calhoun subió por las escaleras y llamó a la puerta. Tras un tercer intento en vano, Calhoun bajó las escaleras y entró en la tienda a comprar un paquete de puros Antonio y Cleopatra.

—Estoy buscando a Clyde Devonshire —le dijo al dependiente.

—Ha salido muy temprano. Seguramente se ha ido a trabajar, trabaja muchos fines de semana. Es enfermero del hospital.

—¿A que hora suele volver?

—A eso de las tres y media o las cuatro, a menos que tenga turno de noche.

Antes de irse, Calhoun volvió a subir las escaleras y llamó otra vez en casa de Devonshire. Como no hubo respuesta, probó con el pomo: la puerta estaba abierta.

—¿Hay alguien? —gritó Calhoun.

Una de las ventajas de no pertenecer a la policía era que uno ya no tenía que preocuparse con nimiedades como órdenes judiciales o indicios de sospecha. Sin vacilar, Calhoun entró en el apartamento y cerró tras de si.

La sala de estar estaba modestamente amueblada aunque bastante pulcra. En una mesita encontró un montón de recortes de periódico sobre Jack Kevorkian, el famoso doctor «suicidios» de Michigan. Había muchos artículos sobre suicidios inducidos.

Calhoun sonrió pensando en contarles a David y Angela todas las cosas extrañas que salían a relucir en el grupo de tatuados. Dedujo que el suicidio asistido y la eutanasia tenían bastantes cosas en común, y que quizá a David le gustaría mantener una conversación con Clyde Devonshire.

Calhoun abrió la puerta del dormitorio que también estaba pulcro y ordenado. Se acercó al escritorio y lo revolvió en busca de fotos. No encontró ninguna. Abrió el armario y encontró un montón de artilugios de sadomasoquista: objetos de piel negra con ribetes metálicos y cadenas. En una estantería había un montón de revistas y vídeos sobre el tema.

Cuando Calhoun cerró la puerta del armario, se preguntó que secretos guardaría el ordenador de un tío tan raro.

Calhoun siguió buscando fotos por el resto del apartamento. Quería encontrar una en la que Clyde mostrase sus tatuajes. Había un montón de fotos pegadas a la nevera con pequeños imanes, pero no se veía ningún tatuaje. Como era normal, Calhoun no reconoció a Clyde en las fotos.

Calhoun estaba a punto de volver a la sala para seguir buscando en el escritorio, cuando abajo oyó una puerta que se cerraba seguida de ruido de pasos en la escalera. En un primer momento le asustó la idea de que le pescaran allanando un domicilio y consideró la posibilidad de salir por piernas. Pero finalmente, se acercó a la puerta principal y la abrió de golpe, sorprendiendo así a la persona que estaba a punto de abrirla desde el otro lado.

—¿Clyde Devonshire? —preguntó muy serio.

—Si —dijo Clyde—. ¿Qué coño pasa?

—Me llamo Phil Calhoun —dijo entregándole su tarjeta—. Le estaba esperando, pase.

Clyde sostuvo con una mano la bolsa marrón que llevaba y con la otra cogió la tarjeta.

—¿Es usted investigador privado?

—Sí. Trabaje de policía estatal hasta que el gobernador consideró que era demasiado viejo, por eso ahora me dedico a la investigación. Le estaba esperando para hacerle unas preguntas.

—Me ha dado un susto de muerte —admitió Clyde. Se llevó una mano al pecho y suspiró aliviado—. No estoy acostumbrado a encontrar desconocidos en casa cuando vuelvo.

—Lo siento. Supongo que tendría que haberle esperado en las escaleras.

—Sí, pero habría estado muy incómodo. Siéntase. ¿Quiere beber algo?

Clyde dejó la bolsa en el sofá y se dirigió a la cocina.

—Tengo café, soda o…

—¿Tiene cerveza? —preguntó Calhoun.

—Si, desde luego.

Mientras Clyde cogía la cerveza de la nevera, Calhoun husmeó en la bolsa marrón. Dentro había unos vídeos de la misma clase que los del armario.

—Es para entretenerme —explicó Clyde.

—Entiendo.

—¿Es usted hetero? —preguntó Clyde.

—Ya no se ni lo que soy —repuso Calhoun.

Miró a Clyde. Debía de tener unos treinta tenía y era de estatura mediana y pelo castaño. Tenía todo el aspecto de haber sido un buen medio ofensivo en el equipo de rugby de la universidad.

—¿Qué quería preguntarme? —dijo Clyde entregándole una cerveza.

—¿Conocía usted al doctor Hodges?

Clyde sonrió sarcásticamente.

—¿Por qué demonios esta usted interesado en investigar a un carcamal tan detestable?

—Veo que no le tenía usted mucha simpatía.

—Era un bastardo —dijo Clyde—. Tenía un concepto del trabajo de enfermería totalmente chapado a la antigua. Pensaba que éramos criaturas inferiores, que teníamos que hacer todo el trabajo sucio sin cuestionar jamás las órdenes de los médicos. Ya sabe: oír, ver y callar. Hodges parecía anclado en la época de Clara Barton.

—¿Clara Barton?

—Una enfermera de la guerra de secesión —explicó Clyde—. Fue la fundadora de la Cruz Roja.

—¿Sabe usted quién mató a Hodges?

—No fui yo, si a eso vamos —replicó Clyde—. Pero si lo encuentra, dígamelo. Me encantaría pagarle una cerveza.

—¿Lleva usted un tatuaje?

—Claro que sí. Llevo un montón.

—¿Dónde? —preguntó Calhoun.

—¿Quiere verlos?

—Sí, quiero verlos.

Con una sonrisa de oreja a oreja, Clyde se desabrochó la camisa y se la quitó. Se levantó y adoptó posturas como si fuera un culturista. Luego se echó a reír. Alrededor de cada muñeca llevaba tatuada una cadena, un dragón en el brazo derecho, y un par de espadas cruzadas en los pectorales, por encima de los pezones.

—Me hice estas espadas en New Hampshire, cuando estaba en la universidad. Los otros me los hice en San Diego.

—Déjeme ver los tatuajes de las muñecas —pidió Calhoun.

—Ah no —repuso Clyde volviendo a ponerse la camisa No pienso enseñarle todo

—¿Le gusta esquiar?

—Ocasionalmente —dijo Clyde, y añadió—: Usted cambia de tema como si nada.

—¿Tiene un pasamontañas?

—Todo el mundo que esquía en Nueva Inglaterra tiene un pasamontañas. A menos de que sea masoquista.

Calhoun se puso de pie.

—Gracias por la cerveza —dijo—. Tengo que irme.

—Vaya —dijo Clyde—. Ahora que empezaba a pasármelo bien.

Calhoun bajó las escaleras, salió fuera y subió a la camioneta. Se alegraba de haber abandonado el apartamento de Clyde Devonshire. Ese hombre era bastante estrafalario.

—¿Pero cera el asesino? Calhoun creía que no. Clyde tenía costumbres raras pero parecía sincero. Sin embargo, a Calhoun le preocupaba lo de las cadenas tatuadas, sobre todo porque se había negado a enseñárselas de cerca.

Y también se preguntaba que significaría su interés en Kevorkian. ¿Era pura casualidad o era algún tipo de afinidad espiritual? De momento, Clyde quedaría como sospechoso.

Calhoun comprobaría que decía de él, el ordenador.

El siguiente de la lista era Joe Forbs. Su casa quedaba en los alrededores de la universidad, muy cerca de la de los Gannon.

En casa de los Forbs le atendió una mujer delgada y nerviosa, con el pelo a mechas grises. Calhoun se presentó y le entregó su tarjeta. La mujer no pareció muy impresionada.

Era mucho más de Nueva Inglaterra que Clyde Devonshire: taciturna y un poco antipática.

—¿La señora Forbs? —preguntó Calhoun.

La mujer asintió.

—¿Esta Joe en casa?

—No —dijo ella—. Tendrá que volver más tarde.

—¿A que hora?

—No lo sé. Cada día viene a una hora diferente.

—¿Conocía usted al doctor Dennis Hodges?

—No —dijo la señora Forbs.

—¿Puede decirme dónde lleva un tatuaje su marido?

—Tendrá que volver más tarde —insistió ella.

—¿Su marido esquía?

—Lo siento —dijo la señora Forbs y cerró la puerta.

Calhoun oyó cómo echaba varios pestillos de seguridad. Seguramente la señora Forbs lo había tomado por un cobrador.

Al subir a su camioneta, Calhoun lanzó un suspiro. Llevaba uno de dos. Pero no estaba desanimado. El siguiente de la lista era Claudette Maurice.

—Ah, ah —dijo Calhoun cuando llegó a casa de Claudette.

Era una muy pequeña, parecía casi una casita de muñecas.

Las contraventanas estaban cerradas.

Calhoun se acercó a la puerta principal y llamó con los nudillos, porque no había timbre. No hubo respuesta. Se acercó al buzón y observó que estaba casi lleno. Se dirigió a la casa de un vecino. Recibió respuesta rápidamente: Claudette Maurice estaba de vacaciones en Hawai.

Calhoun volvió al camión, ahora ya estaba en uno de tres.

Comprobó el siguiente: Werner van Slyke.

Como había hablado con él hacía poco tiempo, Calhoun pensó si saltarse a Van Slyke, pero al final decidió ir a verle.

Durante la primera visita no le había visto el tatuaje.

Van Slyke vivía al suroeste de la ciudad, en un barrio apacible en el que las casas estaban alejadas de la calle. David dejó el coche detrás de una hilera de coches aparcados frente a la casa de Van Slyke.

La casa presentaba un estado sorprendentemente ruinoso.

No parecía la casa adecuada para el jefe de mantenimiento de un hospital. Contraventanas en pésimo estado colgaban irregularmente de los marcos de las ventanas. El edificio le produjo escalofríos.

Calhoun encendió un puro y echó un vistazo al edificio.

Bebió unos sorbos de café, que ya estaba frío. No había signos de vida ni en el interior ni el exterior del edificio, y tampoco había ningún coche aparcado en la entrada. Calhoun dudó que hubiera alguien en la casa. Se dispuso a echar un vistazo como había hecho en casa de Clyde Devonshire. Bajó de la camioneta y cruzó la calle. Cuanto más se acercaba al edificio, más ruinoso le parecía. La madera se veía podrida en algunos puntos. El timbre no funcionaba. Calhoun lo presionó varias veces en vano. Golpeó un par de veces con los nudillos, pero tampoco hubo respuesta. A continuación rodeó la casa.

En la parte trasera se levantaba un granero reconvertido en garaje. Calhoun se olvidó del granero e intentó atisbar por alguna de las ventanas, pero no fue fácil porque estaban muy sucias. Vio un par de trampillas aseguradas con dos candados oxidados. Calhoun estaba seguro que daban a las escaleras que llevaban al sótano.

Volvió a la parte delantera y entró en el porche. Se acercó a la puerta y miró alrededor para comprobar que nadie le veía.

Probó la puerta, que no estaba cerrada. Llamó vigorosamente con los nudillos. Satisfecho, se dispuso a coger el picaporte, pero en ese momento la puerta se abrió. Calhoun alzó la vista: Van Slyke le observaba con recelo.

—¿Qué coño quiere?

Calhoun tuvo que quitarse el puro que apretaba entre los dientes.

—Siento molestarle —dijo—. Pasaba por aquí y me he detenido un momento. ¿Recuerda que le dije que volvería? Tengo algunas preguntas que hacerle. ¿Le parece bien o prefiere que vuelva en otro momento?

—No, supongo que ahora esta bien —dijo Van Slyke al cabo de un momento—. Aunque no tengo mucho tiempo.

—No me gusta abusar de la hospitalidad de los demás —dijo Calhoun.

Helen Beaton tuvo que llamar varias veces a la puerta exterior de la oficina de Traynor antes de oír sus pasos.

—Me sorprende que sigas aquí —dijo Helen.

Traynor la invitó a pasar y cerró la puerta.

—Tengo mucho trabajo atrasado. He venido muchas noches y algunos fines de semana para ponerme al día.

—Me ha sido muy difícil encontrarte —dijo Helen mientras le seguía a su despacho privado.

—¿Y cómo sabías dónde estaba? —preguntó Traynor.

—Llame a tu casa. Me lo dijo tu mujer, Jacqueline.

—¿Ha estado cortes? —preguntó Traynor sentándose en su sillón. La mesa estaba llena de escrituras y contratos.

—No demasiado —admitió ella.

—Comprendo.

—He venido a hablarte de esa pareja de médicos jóvenes que contratamos en primavera —dijo Helen—. Eran un par de ineptos, a los dos los han despedido ayer. Él trabajaba en la AMG y ella en el departamento de patología.

—A ella la recuerdo —dijo Traynor—. Wadley dedicó toda la fiesta del día del Trabajo a ir tras ella como un perro en celo.

—Eso forma parte del problema —explicó Helen—. Wadley la ha despedido y ella le ha acusado de acoso sexual. Me amenazó con llevarnos a los tribunales. Antes de que la despidieran fue a presentar una queja formal ante Cantor.

—¿Tenía Wadley algún motivo para despedirla? —preguntó Traynor.

—Según él, sí. Ella abandonó la ciudad en repetidas ocasiones durante sus horas de trabajo. Wadley le advirtió varias veces que no lo hiciese.

—Entonces no tenemos de que preocuparnos —dijo Traynor—. Conozco a esos viejos jueces que presidirán el caso.

Acabaran soltándole un sermón.

—A mí me pone nerviosa —dijo Helen—. Su marido esta buscando algo. Esta mañana he tenido que expulsarle de los archivos. Ayer por la tarde sacó del ordenador central unas cuantas estadísticas sobre porcentajes de fallecimientos.

—¿Y para que quería esos datos? —preguntó Traynor.

—No lo sé.

—Tú me dijiste que nuestro porcentaje de muertes era normal —dijo Traynor—. Así pues, ¿cuál es el problema?

—Pues que son datos confidenciales. La gente no entiende su significado. Si estas cifras salen a la luz podrían constituir un autentico desastre para nuestra imagen, es lo único que le faltaba al Bartlet Community Hospital.

—Tienes razón. Mantengámosle alejado de los archivos.

No será muy difícil si le han despedido de la AMG. ¿Por qué le han despedido?

—Estaba en unos niveles muy bajos de productividad —dijo Beaton—. Y en unos niveles muy altos de utilización, sobre todo hospitalaria.

—No le echaremos de menos. Tendríamos que mandarle una botella de whisky a Kelley por el favor.

—Los Wilson me preocupan —dijo Beaton—. Ayer se presentaron en el hospital y se llevaron a su hija, la de la fibrosis quística, desoyendo los consejos de su pediatra.

—Todo esto me resulta absurdo —dijo Traynor—. ¿Cómo esta la niña? Supongo que es importante saberlo.

—Esta bien —explicó Beaton—. He hablado con su pediatra. Se recupera perfectamente bien.

—¿Qué te preocupa, entonces?

Angela se marchó a Boston con los números de la seguridad social y las fechas de nacimiento. Por la mañana llamó a Robert Scali para que la esperara. No le explicó el motivo de su visita. Por teléfono hubiese resultado muy largo y complicado.

Quedó con Robert en uno de los muchos restaurantes indios de Central Square, en Cambridge. Cuando entró Angela en el restaurante, él se levantó de una mesa. Ella le besó en la mejilla y fue directa al grano.

—¿Quieres que investigue el pasado de toda esta gente? —dijo sin dejar de mirar la lista que le entregó Angela—. Creí que me llamabas por algo más personal, pensaba que tenías ganas de verme.

Angela empezó a sentirse incómoda. En las ocasiones en que se habían visto Robert no había mencionado su antigua relación. Supuso que lo mejor sería ser franca. Le explicó que era muy feliz en su matrimonio y que le había llamado porque necesitaba su ayuda.

Si Robert se sintió decepcionado, desde luego no lo demostró. Alargó el brazo por encima de la mesa y estrechó la mano de Angela.

—De todas formas me alegro de verte —dijo—. Estaré encantado de ayudarte. ¿Que necesitas exactamente?

Angela le explicó lo que le habían contado: que con el numero de la seguridad social y con una fecha de nacimiento era muy fácil obtener información sobre cualquier persona.

Robert soltó una risotada que a Angela le recordó al Robert de su juventud.

—No puedes imaginarte la cantidad de información de que puedes llegar a disponer —dijo—. Si estuviera motivado sería capaz de conseguir las ultimas transacciones que Bill Clinton ha hecho con su tarjeta Visa.

—Quiero saberlo todo sobre estas personas —dijo Angela golpeando la lista.

—¿Puedes ser un poco más concreta?

—La verdad es que no. Quiero todo lo que puedas conseguir. Un amigo mío lo califica de jornada de pesca.

—¿Qué amigo?

—Bueno, en realidad no es un amigo —repuso Angela—. Aunque empiezo a considerarlo como tal. Se llama Phil Calhoun y es un policía retirado. Ahora trabaja como detective privado. David y yo le hemos contratado.

A continuación Angela le ofreció un resumen de los recientes acontecimientos en Bartlet. Empezó por el cadáver de Hodges en el sótano de su casa, siguió por la fascinante pista del tatuaje, y acabó con la hipótesis de que alguien estaba practicando la eutanasia a los pacientes terminales.

—¡Por Dios! —exclamó Robert—. Desde luego has acabado con mi bucólica imagen de la vida en el campo.

—Es una pesadilla —musitó Angela.

Robert cogió la lista.

—Veinticinco nombres arrojaran bastante información.

—¿Has venido preparada? ¿Traes una camioneta?

—En particular nos interesan estos cinco. Trabajan en el hospital.

—Parece de chiste —comentó Robert—. La información que obtendremos con mayor rapidez será la financiera, hay muchas bases de datos sobre la materia. Sacaremos información sobre tarjetas de crédito, cuentas corrientes, transferencias y deudas. A partir de ahí, todo será más difícil.

—¿Cuál será el paso siguiente?

—Supongo que lo más fácil será la seguridad social —dijo Robert—. No obstante, entrar en esos bancos de datos es más complicado, aunque no imposible. Un amigo mío trabaja en programas de seguridad para bases de datos de organismos gubernamentales.

—¿Crees que querría ayudarnos?

—¿Peter Fong? Claro que sí. ¿Para cuando necesitas todo esto?

—Para ayer —dijo Angela con una sonrisa.

—Esta es una de las razones por las que siempre me has gustado —dijo Robert—. Siempre tan impaciente. Vámonos a ver a Peter Fong.

La oficina de Peter estaba en la parte trasera de la cuarta planta de un edificio estucado de color crema, en medio del campus del Instituto Tecnológico de Massachussets.

Parecía más un laboratorio electrónico que una oficina. Estaba atestada de ordenadores, tubos de rayos catódicos, pantallas de cristal líquido, cables, magnetófonos y otra parafernalia electrónica que Angela no pudo identificar.

Peter Fong era un asiático-americano muy enérgico y con unos ojos aún más oscuros que los de Robert. Angela comprendió enseguida que eran íntimos.

Robert le entregó la lista a Peter y le explicó lo que querían.

Peter se rascó la cabeza y ponderó el pedido.

—Estoy de acuerdo en que la seguridad social sería un buen comienzo —dijo Peter—. Pero tampoco estaría mal empezar por una base de datos del FBI.

—¿Se puede conseguir? —preguntó Angela. Para ella el mundo de la informática era totalmente desconocido.

—No hay problema —dijo Peter—. Tengo una colega en Washington, se llama Gloria Ramírez. Trabajo con ella en un programa de seguridad para bases de datos. Ella esta conectada con las dos organizaciones.

Peter utilizó un procesador de textos para escribir la información que quería y luego la pasó por fax.

—Normalmente nos comunicamos por fax, pero esta vez me contestara por ordenador. Con tanta información será más rápido el ordenador.

Al cabo de unos minutos empezó a llegar información al drive del disco duro del ordenador de Robert. Peter pasó parte del material a la pantalla.

Angela miró por encima del hombro de Peter y escudriñó la pantalla. Era una parte del historial de la seguridad social de Joe Forbs, especificaba los últimos trabajos que había tenido y las correspondientes cotizaciones. Angela estaba impresionada, y casi decepcionada de lo fácil que había resultado obtener la información.

Peter puso en marcha la impresora láser, que empezó a vomitar hojas rellenas de datos. David se acercó y cogió una cuartilla. Angela se acercó. Era la información de la seguridad social de Werner van Slyke.

—Muy interesante —dijo Angela—. Estuvo en la Marina.

Seguramente se hizo allí el tatuaje.

—La mayor parte de los marinos lo consideran una especie de ritual de iniciación —explicó Robert.

Angela se sorprendió aún más cuando apareció una nueva lista, esta vez de antecedentes penales. Peter tuvo que poner en funcionamiento una segunda impresora, ya que la primera estaba aún ocupada con los datos de la seguridad social.

Angela no esperaba encontrarse con muchos antecedentes penales dado que Bartlet era una ciudad pequeña y tranquila. Clyde Devonshire había sido acusado y condenado por violación seis años atrás. El delito había tenido lugar en Norfolk, Virginia, y Clyde había cumplido una condena de dos años de cárcel.

—El tipo ideal para una pequeña ciudad —dijo Robert sarcásticamente.

—Trabaja en urgencias del hospital —dijo Angela—. Me preguntó si alguien conocerá sus antecedentes.

David fue a la otra impresora y escudriñó la información para encontrar la referente a Clyde Devonshire.

—Él también ha estado en la Marina —dijo Robert. Angela estaba atónita de la cuantiosa información que seguía saliendo de los archivos criminales—. De hecho, todo parece indicar que aún estaba en la Marina cuando le detuvieron por violación.

Angela se acercó para echar un vistazo.

—Mira esto —dijo Robert señalando una serie de fechas—. Hay algunas lagunas en la seguridad social después de que Devonshire salió de la cárcel. Ya he visto algunos expedientes así otras veces. Esto quiere decir que o bien cumplió nuevas condenas o bien utilizó un nombre falso.

—¡Dios mío! —dijo Angela—. Phil Calhoun dijo que nos sorprenderían las cosas que íbamos a encontrar, y desde luego así ha sido.

Una hora y media después, Angela y Robert salían del despacho de Peter con varias cajas repletas de papel de impresora. Se dirigieron a la oficina de Robert.

Por lo que respectaba a equipos informáticos, el despacho de Robert se parecía bastante al de Peter. La única diferencia considerable era que Peter tenía una ventana con vistas al río Charles.

—Vamos a conseguirte algo de información financiera —dijo Robert sentándose ante una terminal.

Al cabo de unos momentos empezó a aparecer información en la pantalla.

Mientras las impresoras de Robert cumplían su tarea, las hojas empezaron a caer en las bandejas de recogida con pasmosa rapidez.

—Estoy impresionada. Nunca hubiera pensado que pudiera obtenerse tanta información tan fácilmente.

—Para divertirnos probemos a averiguar sobre ti —dijo Robert—. Dame tu numero de la seguridad social.

—No, gracias —dijo Angela—. Me deprimiría enterarme de la suma de dinero que debo.

—Intentare conseguir más datos esta noche —dijo Robert—. Por las noches es más fácil porque hay menos actividad informática.

—Muchas gracias —dijo Angela intentando coger las dos cajas de material.

—Creo que será mejor que te ayude —dijo Robert.

Cuando todo el material estuvo en el coche, Angela abrazó a Robert.

—Te lo agradezco mucho —dijo—. Me alegro de haberte visto.

Robert se despidió con la mano. Angela vio cómo la figura de Robert se empequeñecía en el espejo retrovisor del coche.

La verdad es que, a excepción del primer momento, el encuentro había sido bastante agradable. Ahora estaba deseando que David y Calhoun vieran todo el material que llevaba.

—¡Ya estoy aquí! —gritó Angela al tiempo que entraba por la puerta de atrás.

Al no oír respuesta, regresó al coche a recoger la segunda caja de material. Cuando volvió, la casa seguía en silencio.

Con una creciente ansiedad, Angela cruzó la cocina y el comedor y se dirigió a las escaleras. David estaba leyendo tranquilamente en la sala de estar.

—¿Por qué no contestabas?

—Has dicho que ya estabas en casa —dijo David—. No creo que eso necesitase una respuesta.

—¿Qué ocurre?

—Nada —contestó David—. ¿Cómo te lo has pasado con tu exnovio?

—Ah, es por eso.

David se encogió de hombros.

—Me parece bastante extraño que me hayas ocultado lo de ese fulano durante los cuatro años que hemos vivido en Boston —dijo.

—¡David! —exclamó Angela, desesperada. Se sentó en el regazo de David, rodeándole el cuello con los brazos—. Yo nunca he intentado mantener en secreto lo de Robert. Si hubiera sido así, ¿crees que lo hubiera sacado a relucir ahora?

—¿No sabes que eres a quien más quiero en el mundo? —Le besó en la nariz.

—¿De verdad? —preguntó David.

—De verdad —dijo Angela—. ¿Cómo esta Nikki?

—Muy bien. Esta durmiendo la siesta. Pero esta muy afectada por Caroline. Físicamente esta muy bien. Y a ti, ¿cómo te ha ido?

—No te lo vas a creer. ¡Ven!

Angela arrastró a David a la cocina y le enseñó las cajas. Él cogió unas cuantas hojas y les echó un vistazo.

—Tienes razón. No me lo puedo creer. Tardaremos siglos en leer todo esto.

—Es una suerte estar sin trabajo —señaló Angela—. Por lo menos disponemos de todo el tiempo del mundo.

Prepararon juntos la comida. Cuando Nikki despertó, se unió a ellos. A la niña no le resultaba fácil desplazarse por la casa porque aún llevaba el gota a gota. Antes de sentarse a comer, David llamó al doctor Pilsner, y ambos decidieron abandonar el gota a gota y administrarle los antibióticos por vía oral.

Durante la comida discutieron sobre si explicarles o no su nueva situación laboral a sus padres.

—No te preocupes —dijo David—. Tus padres se alegraran, no les hace mucha ilusión que vivamos aquí.

—Ese es el problema. No quiero que me calienten la cabeza con él «ya te lo habíamos dicho» de siempre.

Después de comer y mientras Nikki veía la televisión, Angela y David revisaron la información. Él estaba sorprendido y abrumado por la cantidad de material a la que tenían acceso los piratas informáticos.

—Tardaremos varios días.

—Quizá deberíamos centrarnos en los que están relacionados con el hospital —propuso Angela—. Son sólo cinco.

—Buena idea.

La información más interesante procedía de los antecedentes policiales. Clyde Devonshire había cumplido condena por violación, y también había sido detenido en Michigan por merodear ante la casa de Jack Kevorkian. El suicidio asistido y la eutanasia compartían el mismo tipo de justificaciones filosóficas. David se preguntó si Devonshire podría ser su «ángel exterminador».

Peter Ulhof había sido detenido seis veces frente a centros de planificación familiar, y tres veces frente a una clínica de abortos. Una de ellas por agredir a un medico.

—Esto es muy interesante —dijo Angela, examinando el material de la seguridad social—. Los cinco sirvieron en la Marina, incluso Claudette Maurice. Sí que es casualidad.

—Quizá por eso todos llevan tatuaje.

Angela asintió. Recordó el comentario de Robert sobre el rito iniciatico.

Después de la terapia respiratoria, llevaron a Nikki a la cama. Una vez en el piso de abajo, llevaron todo el material a la sala de estar y lo seleccionaron.

—Esperaba noticias de Calhoun —dijo Angela—. Me gustaría conocer su opinión de esta información, en particular la referente a Clyde Devonshire.

—Calhoun es un tipo bastante independiente —señaló David—. Dijo que nos llamaría cuando tuviera algo.

—Pues le llamare yo —dijo Angela—. Nosotros sí tenemos cosas que contarle.

Atendió el contestador y Angela no dejó mensaje.

—Me sorprende —dijo David cuando Angela colgó— cuántas veces han cambiado de trabajo.

—Estaba comprobando la información de la seguridad social.

Angela se acercó y miró los papeles por encima de su hombro. De repente cogió una hoja que David estaba a punto de colocar en el montón de Van Slyke.

—Fíjate en esto. —Señaló una entrada—. Van Slyke estuvo en la Marina veintiún meses.

—¿Y?

—¿No es un poco raro? Creí que el tiempo mínimo de alistamiento era de tres años.

—No lo se —dijo David.

—Veamos la hoja de servicios de Devonshire. —Hojeó el montón de Clyde hasta encontrar lo que quería—. Estuvo cuatro años y medio.

—¡Vaya! —exclamó David—. ¡Escucha esto! Joe Forbs se ha declarado en quiebra en tres ocasiones. ¿Cómo le pueden dar una tarjeta de crédito con ese historial? Sin embargo se la dan. Todas las veces ha conseguido que una nueva entidad le proporcione una tarjeta de crédito. Es curioso.

Continuaron trabajando. Pasadas las once, a David se le cerraban los ojos.

—Creo que me iré a dormir —dijo David. Dejó los papeles encima de la mesa.

—Magnífica idea —dijo Angela—. Yo también estoy muerta de sueno.

Subieron las escaleras cogidos del brazo, satisfechos de todo lo que habían conseguido. Desde luego, no hubieran dormido muy tranquilos de haber sabido la tormenta que sus investigaciones estaba levantando.