22

VIERNES 29 DE OCTUBRE

Ni Angela ni David consiguieron dormir bien. Como ya era habitual, David despertó antes del amanecer. Aunque estaba agotado, por lo menos no se sentía enfermo como el día anterior.

Bajó al salón, y se dedicó a avaluar su situación financiera. Hizo una lista de cosas pendientes y gente a la que llamar. Pensaba que su situación actual requería una respuesta racional y sosegada.

Angela apareció en bata en el umbral de la puerta, había estado llorando. Le preguntó a su marido que hacía. Él se lo dijo, pero a ella no pareció importarle.

—¿Qué vamos a hacer? —exclamó, y nuevas lagrimas poblaron sus ojos—. Lo hemos estropeado todo.

David intentó consolarla, pero ella le acusó de vivir al margen de la realidad.

—Esa estúpida lista no ayudara a mejorar las cosas —dijo Angela.

—Pero en cambio tus estúpidas lagrimas sí ayudaran, ¿eh?

Sin embargo, no dejaron que la discusión fuera más lejos.

Los dos sabían que estaban muy soliviantados, y también sabían que tenían distintas formas de afrontar las crisis.

—¿Qué vamos a hacer? —insistió Angela.

—Lo primero que haremos será ir al hospital y ver cómo esta Nikki.

—Muy bien. Así aprovechare para hablar con Helen Beaton.

—Será inútil —le advirtió David—. ¿Estas segura de que quieres afrontar ese esfuerzo emocional?

—Quiero asegurarme de que sabe lo del acoso sexual —repuso ella.

Desayunaron rápidamente antes de acudir al hospital. Les resultaba extraño ir al hospital en esas condiciones. Aparcaron el coche y fueron directamente a la UCI.

Nikki se encontraba muy bien y estaba deseando abandonar la unidad. Aunque de día el bullicio de la unidad le había divertido, al llegar la noche había sido otra cosa. Había dormido muy poco. Pilsner les confirmó que la niña iba a ser trasladada a una habitación normal. Estaban esperando que enviaran a alguien a recogerla.

—¿Cuando podrá volver a casa? —preguntó Angela.

—Tal como evoluciona, dentro de muy poco —dijo Pilsner—. Pero quiero asegurarme de que no sufra ninguna recaída.

David se quedó con Nikki y Angela se encaminó al despacho de Helen Beaton.

—¿Puedes llamar a Caroline para que me traiga mis libros? —preguntó Nikki.

—Yo me ocupare de eso —le prometió David, evasivo. No le quería contar a su hija lo de la muerte de Caroline.

David reparó en que la cama de Sandra en la UCI estaba ocupada por un hombre mayor. Pasó media hora antes de que David reuniese el valor para acercarse al administrativo de la unidad para preguntar por Sandra.

—Sandra Hascher ha muerto hoy a las tres de la madrugada —dijo el hombre con tono de estar leyendo un parte meteorológico. Estaba acostumbrado a la muerte y era totalmente insensible a ella.

David no era así de frío. Le tenía cariño a Sandra y lo sentía por su familia, sobre todo por los niños que dejaba huérfanos.

Había perdido seis pacientes en dos semanas. Se preguntó si eso sería una especie de macabro récord dentro del Bartlet Community Hospital. Quizá los de la AMG habían hecho bien en despedirle.

Prometió a Nikki que su madre y el volverían a verla cuando la hubieran trasladado a una habitación, y se dirigió a administración a esperar a su mujer.

Poco después, Angela salió precipitadamente del despacho de la directora del hospital. Estaba lívida. Sus ojos oscuros despedían un fulgor y tenía los labios apretados. Pasó junto a su esposo sin detenerse, y David tuvo que correr para alcanzarla.

—Ha sido horroroso —dijo Angela—. Beaton esta totalmente de acuerdo con la decisión de Wadley. Cuando le dije que la causa de todo era el acoso sexual, ella ha negado la existencia de tal acoso.

—¿Cómo puede negarlo si tú lo habías denunciado ante el doctor Cantor?

—Me ha dicho que había hablado con Wadley. Y que este dice que el acoso sexual me lo he inventado. De hecho, lo ha descrito de una forma bien distinta. ¡Wadley dice que he sido yo la que ha intentado seducirle a él!

—Es la típica maniobra de los acosadores. ¡Culpar a la víctima, que ruin! —exclamó meneando la cabeza.

—Beaton me dijo que lo cree a él. Y que Wadley es una persona muy íntegra. Me ha acusado de inventar la historia para vengarme de Wadley.

Al llegar a casa se dejaron caer en los sillones de la sala.

No sabían que hacer. Estaban demasiado confundidos y deprimidos para intentar algo.

El sonido de unos neumáticos en la grava del camino rompió el silencio. Era la camioneta de Calhoun. Este llamó a la puerta de atrás. Angela abrió.

—Le he traído unos donuts para celebrar su primer día de vacaciones —dijo Calhoun. Pasó delante de ella y dejó el paquete en la mesa de la cocina—. Ahora un poco de café y entraremos en materia.

David se asomó al umbral de la puerta.

—Uh, uh —dijo Calhoun.

Miró a David y luego a Angela.

—No se preocupe. Yo también estoy de vacaciones.

—¡Bromea! —dijo Calhoun—. Menos mal que he traído una docena de donuts.

La presencia de Calhoun fue una especie de elixir. Angela y David se divirtieron con las anécdotas de Calhoun de su época de policía estatal. Estuvieron muy animados hasta que este sugirió que tenían que trabajar.

—Bien —dijo Calhoun frotándose las manos anticipadamente—, el problema ha quedado reducido a encontrar a alguien con un tatuaje medio borrado. No creo que sea difícil de averiguar en una ciudad tan pequeña como esta.

—Hay un pequeño problema —dijo David—. En nuestra situación actual, no creo que podamos pagarle.

—No diga eso —dijo Calhoun guiñando un ojo—, ahora que las cosas empiezan a ponerse interesantes.

—Lo sentimos mucho —dijo David—. Dentro de poco estaremos arruinados y nos iremos de Bartlet. Tendremos que olvidarnos de muchas cosas, entre ellas de Hodges.

—Un momento —repuso Calhoun—. No nos precipitemos. Tengo una idea: trabajaré gratis. ¿El motivo? Una cuestión de honor y reputación. Además, quizá consigamos atrapar a un violador en la misma jugada.

—Es muy generoso de su parte… —dijo David, pero Calhoun le interrumpió.

—Ya he empezado con la segunda fase de la investigación.

Me he enterado por Carleton, el camarero, de que varios policías de la ciudad (Robertson incluido) llevan tatuajes. Así que fui a ver a Robertson como quien no quiere la cosa. Le hizo mucha gracia enseñarme su tatuaje. Esta muy orgulloso de él: es el águila del escudo de América con la leyenda «Creemos en Dios». La lleva tatuada en el pecho. Por desgracia (o por suerte, según se mire), el tatuaje estaba completo. Aproveche la ocasión para preguntarle que había pasado el último día de vida de Hodges. Robertson confirmó lo dicho por Madeline Gannon: Hodges había quedado con él y luego había anulado la cita. Creo que estamos a punto de encontrar algo, y la clave puede ser Clara Hodges. En la época en que murió Hodges ya estaban separados, aunque hablaban con cierta asiduidad. Tengo la sensación de que el vivir separados hizo que su relación mejorase en algo.

—Bueno, el caso es que he llamado a Clara esta mañana. Nos esta esperando. —Miró a Angela.

—Creía que vivía en Boston —dijo David.

—Y así es —dijo Calhoun—. Había pensado que podíamos ir hasta allí… los tres.

—Sigo pensando que, dadas las circunstancias, deberíamos olvidarnos de este asunto. Si usted quiere seguir, es cosa suya.

—Quizá no deberíamos precipitarnos —replicó Angela—. ¿Y si Clara Hodges puede aportar algún dato sobre la muerte de esos pacientes? Ayer por la noche parecías interesado en ello.

—Es verdad —reconoció David. Tenía curiosidad por saber las similitudes que había entre la muerte de sus pacientes y las de los de Hodges. Pero su curiosidad no llegaba a tanto como para ir a ver a Clara Hodges. Y mucho menos después de haber sido despedido.

—Venga, David —le animó Angela—. Vamos, tengo la sensación de que en esta ciudad hay un complot contra nosotros, y no me gusta. Tenemos que defendernos.

—Me temo, Angela, que estas empezando a perder el control —dijo David.

Ella dejó su taza de café en la mesa y cogió a su esposo por el brazo.

—¿Nos excusa? —dijo Angela.

Una vez en la sala, miró a David y le dijo:

—No estoy perdiendo el control. Pero me gusta la idea de hacer algo positivo y luchar por una causa justa. Esta ciudad quiere deshacerse de nosotros, de la misma forma que se ha desentendido de la muerte de Hodges. Quiero saber que hay detrás de todo esto. Luego podremos marcharnos con la cabeza en alto.

—Ya esta hablando tu lado histérico —repuso David.

—Me da igual cómo lo llames. Démosle un último impulso. Calhoun cree que Clara Hodges puede darnos la clave; por probarlo no pasa nada.

David vaciló. Su lado racional decía que no, pero le era difícil resistirse a las suplicas de Angela. Debajo de esa capa de racionalidad y calma, él también estaba muy enfadado.

—De acuerdo —concedió—. Vámonos. Pero antes pasaremos a ver a Nikki.

—Muy bien —dijo Angela, y le soltó un suave directo en la mandíbula—. Esto por cabezota.

Fueron al hospital en la camioneta de Calhoun para que este pudiera fumar. Bajaron justo en la puerta principal. El investigador se quedó fuera mientras Angela y David entraban a ver a Nikki.

Ahora que ya no estaba en la UCI, la niña estaba más animada. Su única queja era que le había tocado una de las viejas camas del hospital, y no funcionaba muy bien. Podía levantarse por los pies, pero no el cabezal.

—¿Se lo has dicho a las enfermeras? —preguntó David.

—Claro —dijo Nikki—. Pero no saben cuando podrán arreglarla. No puedo ver la televisión con la cabeza baja.

—¿Suele pasar a menudo? —preguntó Angela.

—En efecto —dijo David, y le contó que Van Slyke le había dicho que el hospital no había acertado en la compra de las camas—. Seguramente se ahorraron unos cuantos dólares comprando las camas más baratas. Pero el dinero ahorrado se lo gastan en mantenimiento. Ya sabes el dicho: «Tacaño en lo pequeño, derrochador en lo grande».

David dejó a Angela con Nikki y fue en busca de Janet Colburn. Le preguntó si habían avisado a Van Slyke por lo de la cama de Nikki.

—Si, lo hemos hecho. Pero usted ya conoce a Van Slyke.

De regreso a la habitación de Nikki, le aseguró que si por la tarde no estaba solucionado el problema, él se ocuparía personalmente. Angela le había dicho que iban a Boston pero que volverían por la tarde.

Abandonaron el hospital y subieron a la camioneta de Calhoun. Enseguida llegaron a la interestatal y se dirigieron al sur. A David el viaje le resultó muy incómodo, y no precisamente por la mala suspensión de la camioneta. Aunque Calhoun llevaba su ventanilla bajada, la cabina apestaba a puro.

Cuando llegaron a la casa de Clara Hodges en Boston, David tenía los ojos enrojecidos por el humo.

Clara tenía aspecto de ser la pareja de Dennis Hodges. Era una mujer huesuda y contundente, de ojos hundidos y penetrantes, y un aspecto intimidador. Les invitó a entrar en una sala decorada con grandes muebles victorianos. A través de las gruesas cortinas de terciopelo entraba la débil luz del día. A pesar de ser mediodía las lámparas de mesa y la arana de cristal estaban encendidas.

Angela le dijo que ella y su marido habían comprado su antigua casa de Bartlet.

—Espero que puedan disfrutarla más que yo —dijo Clara—. Para sólo dos personas era demasiado grande y tenía muchas corrientes.

Les ofreció un te, lo que para David fue un verdadero elixir (los puros de Calhoun le habían dejado la garganta como una lija).

—Siento no poder decirles que estoy contenta por su visita —dijo Clara Hodges después de servir el te—. No me agrada que este feo asunto haya salido a la luz. Ya me había habituado a que Dennis estuviera desaparecido, pero ahora tengo que asumir que lo asesinaron.

—Estoy seguro de que usted comparte nuestro interés en llevar al asesino ante los tribunales —dijo Calhoun.

—Ahora casi me da igual —dijo Clara—. Además, tendríamos que pasar por un horroroso proceso. Preferiría no haberme enterado de nada.

—¿Tiene alguna sospecha de quién pudo matar a su marido? —preguntó Calhoun.

—Me temo que hay muchos candidatos. Quiero dejar en claro dos cosas de Hodges. Primero, Dennis era un cabezota y muy difícil de aguantar, y eso no quiere decir que no tuviera también una parte buena. Segundo, estaba obsesionado con el hospital. Siempre se estaba peleando con los del consejo y con la mujer que habían llevado de Boston.

Supongo que por lo menos hay una docena de personas que podrían haberle matado. Sin embargo, no puedo imaginarme a ninguno de ellos golpeándole hasta la muerte. ¿No les parece demasiado chapucero para esos médicos y burócratas?

—Tengo entendido que el doctor Hodges creía conocer la identidad del violador —dijo Calhoun—. ¿Es eso verdad?

—Eso es lo que él decía —contestó Clara.

—¿Mencionó alguna vez algún nombre? —preguntó Calhoun.

—Nunca llegó a precisarlo. Se mostraba muy impreciso a propósito. A Dennis le encantaba pasarle el muerto a los demás. También me dijo que pensaba hablar personalmente con el sospechoso, creía que podría hacerle desistir de sus actos.

—¡Dios mío! —dijo Calhoun—. Eso sí hubiese sido peligroso. ¿Cree que lo hizo?

—No lo sé. Quizá lo hizo. Más tarde decidió que le explicaría al abominable Robertson todas sus sospechas. Tuvimos una buena pelea por culpa de eso. Yo no quería que fuera a verle porque sabía que acabarían enfadados. Robertson siempre se la había jurado. Le dije que le telefonease o le escribiera una carta, pero Dennis no me hizo caso: era un cabezota.

—¿Fue el día de su desaparición? —preguntó Calhoun.

—Sí. Pero Dennis no fue a ver a Robertson. No crean que lo hizo por mí. Estaba fuera de sí por la muerte de uno de sus antiguos pacientes. Me dijo que en lugar de ver a Robertson pensaba comer con el doctor Holster.

—¿El paciente era Clark Davenport? —preguntó Calhoun.

—Pues sí. ¿Cómo lo sabe?

—¿Por qué estaba tan enfadado con lo de Clark Davenport? —Continuó Calhoun haciendo caso omiso de la pregunta de Clara—. ¿Eran amigos?

—Eran conocidos. Clark era un paciente más. Dennis le había diagnosticado cáncer y Holster le había tratado con éxito. Después del tratamiento, Dennis pensó que habían cogido la enfermedad a tiempo. Pero la empresa de Clark contrató los servicios de la AMG, y lo siguiente que supo de Clark fue que había muerto.

—¿De que murió Clark? —terció David repentinamente.

Su tono revelaba una ansiedad que Angela captó.

—Ahí me ha pillado —dijo Clara—. No me acuerdo, no se si alguna vez lo supe. Pero desde luego no fue a causa del cáncer, eso sí lo recuerdo.

—¿Tuvo su marido más pacientes que murieran inesperadamente y en casos médicamente similares? —preguntó David.

—¿A que se refiere con lo de médicamente similares? —preguntó Clara.

—Personas con cáncer u otras enfermedades graves.

—Ah, sí —dijo Clara—. Tuvo algunos, y por eso estaba tan enfadado. Creía que los médicos de la AGM eran unos incompetentes.

David pidió a Angela los documentos que había conseguido en Burlington. Mientras Angela los buscaba, Calhoun sacó su juego de uno de sus voluminosos bolsillos.

David los extrajo del sobre con cierta dificultad y se los entregó a Clara.

—Mire estos nombres —dijo David—. ¿Le suena alguno?

—Tendré que ponerme las gafas de leer —dijo Clara, y fue a buscarlas a otra habitación.

—¿Por qué estas tan nervioso? —le susurró Angela a David.

—Tranquilo, muchacho —dijo Calhoun—. Conseguirá poner nerviosa a nuestra testigo y hará que se le olviden las cosas.

—Estoy empezando a comprender ciertas cosas —dijo David—, y no me gustan un ápice.

Clara volvió con las gafas de leer. Cogió los papeles y les echó un rápido vistazo.

—Todos estos nombres me suenan. Los he oído cientos de veces y los conozco a todos personalmente.

—Tengo entendido que todos han muerto —dijo Calhoun—. ¿Es cierto?

—Es cierto —confirmó Clara—. Igual que Clark Davenport. Estos son los pacientes cuyas muertes amargaban a Dennis. Durante una época estuve oyendo hablar de ellos casi a diario.

—¿Y todas las muertes eran inesperadas? —preguntó Calhoun.

—Sí y no. Quiero decir que nadie esperaba que muriesen en el momento en que lo hicieron. Como puede ver en estos papeles, la mayoría fueron hospitalizados por enfermedades que no suelen ser mortales. Pero todos tenían cáncer, o sea que en cierto sentido sus muertes tampoco eran totalmente inesperadas.

David volvió a coger los papeles. Los hojeó rápidamente y luego miró a Clara.

—A ver si lo entiendo. ¿Estas hojas de admisión corresponden al período en que murieron estos pacientes?

—Creo que sí —dijo Clara—. Ocurrió hace bastante tiempo, pero Dennis montó tanto escándalo que resulta difícil olvidarse.

—¿Todos estos pacientes tenían además alguna enfermedad grave? —preguntó David—. ¿Como por ejemplo esta mujer que fue ingresada con sinusitis?

Clara cogió las hojas y leyó el nombre.

—Tenía cáncer de mama. Iba conmigo a la iglesia.

David se levantó y se acercó a la ventana. Abrió las cortinas y contempló el río Charles con aire ausente. Angela se sentía avergonzada por la conducta de su marido, pero a Clara parecía no importarle. Se limitó a servir un poco más de té.

—Quiero hacerle unas preguntas más sobre el violador —dijo Calhoun—. ¿Aludió el doctor Hodges a algún rasgo físico, como edad o estatura? ¿Comentó si tenía tatuajes?

Con una rapidez sorprendente, David volvió de la ventana:

—Tenemos que irnos —dijo—. Tenemos que irnos inmediatamente.

Corrió hasta la puerta y la abrió con presteza.

—¿David? —Angela estaba desconcertada—. ¿Qué ocurre?

—Tenemos que volver inmediatamente a Bartlet —exclamó. Su urgencia se había transformado en pánico—. ¡Vámonos!

Angela y Calhoun se despidieron apresuradamente de Clara y salieron detrás de David. Cuando llegaron a la camioneta, David ya estaba sentado al volante. Subieron.

—¡Deme las llaves! —ordenó David.

Calhoun se encogió de hombros y obedeció. David puso en marcha el motor y pisó el acelerador.

Durante la primera parte del viaje nadie habló. David iba concentrado en la conducción, y Angela y Calhoun estaban todavía sorprendidos por la repentina partida, y asustados por la velocidad con que adelantaban a los otros vehículos.

—Creo que sería mejor que aminoraras la marcha —sugirió Angela cuando David adelantó una larga fila de coches.

—Esta camioneta nunca había corrido tanto —dijo Calhoun.

—¿Qué has descubierto, David? —preguntó Angela—. Te comportas de una manera…

—Mientras hablábamos con Clara Hodges he tenido una revelación —dijo—. Se trata de los pacientes de Hodges con enfermedades potencialmente mortales.

—¿Y bien? ¿Qué pasa con ellos?

—Me parece que un perturbado del Bartlet Community Hospital se ha erigido en defensor y practicante de la eutanasia.

—¿Qué es la eutanasia? —preguntó Calhoun.

—Es la traducción literal de muerte dulce —explicó Angela—. Consiste en ayudar a morir a pacientes con enfermedades terminales. La idea es evitarles el sufrimiento.

—Mientras oía hablar de los pacientes de Hodges, he reparado en que mis seis pacientes también tenían enfermedades terminales —dijo David—. Igual que los suyos. No se por qué no lo descubrí antes. ¿Cómo puedo haber estado tan ciego?

Y lo mismo se puede aplicar a Caroline.

—¿Quien es Caroline? —preguntó Calhoun.

—Era una amiga de nuestra hija —explicó Angela—. Tenía fibrosis quística, que potencialmente es una enfermedad mortal. Murió ayer… —Angela abrió repentinamente los ojos—. ¡Oh, no, Dios mío! ¡Nikki! —exclamó.

—Ahora comprendes por qué he sentido pánico —dijo David—. Tenemos que llegar lo antes posible.

—¿Qué pasa? —preguntó Calhoun—. Me parece que hay algo que no entiendo. ¿Por qué están tan nerviosos?

—Nikki esta en el hospital —dijo Angela.

—Lo sé. Antes de salir para Boston les acompañe a visitarla.

—Ella también tiene fibrosis quística, como Caroline —dijo Angela.

—Oh, oh —musitó Calhoun—. Voy comprendiendo. Les preocupa que su hija sea el próximo objetivo del maníaco de la eutanasia.

—Exactamente —confirmó David.

—Es algo parecido a lo del ángel exterminador de Long Island —dijo Calhoun—. Ocurrió hace años. Una enfermera que liquidaba a los pacientes con no se que droga.

—Algo así —dijo David—. Pero en ese caso se trataba de un inhibidor muscular, la gente dejaba de respirar. Era bastante rápido. No tengo idea de cómo han matado a mis pacientes.

No puedo imaginarme que tipo de droga, veneno o agente infeccioso puede causar esa sintomatología.

—Entiendo que estén preocupados por su hija. ¿Pero no creen que se están precipitando en sus conclusiones?

—Con esto quedan contestadas un montón de preguntas —dijo David—. Y también me recuerda al doctor Portland.

—¿Por qué? —preguntó Angela. Cada vez que oía ese nombre se sentía muy incómoda.

—Kevin nos contó que Portland había dicho que no pensaba cargar con las muertes de sus pacientes. También había dicho que en el hospital pasaban cosas raras.

Angela asintió.

—Debía de sospechar algo —dijo David—. Por desgracia no pudo superar la depresión.

—Se suicidó —le explicó Angela a Calhoun.

—Vaya desperdicio —dijo Calhoun—. Todos esos años de estudios.

—Tenemos que averiguar quien se esta dedicando a practicar la eutanasia en el hospital. Tiene que ser alguien con acceso a los pacientes y con sofisticados conocimientos de medicina.

—Eso lo circunscribe todo a un medico o a una enfermera —dijo Angela.

—O a un técnico de laboratorio —sugirió David.

—Creo que se están precipitando —dijo Calhoun—. Así no se hacen las investigaciones. A uno no se le ocurre una hipótesis y se lanza a doscientos por la autopista. Muchas hipótesis fracasan cuando se enfrentan a los hechos. Creo que deberíamos aminorar la marcha.

—No pienso hacerlo mientras la vida de mi hija este en juego —dijo David y aceleró aún más.

—¿Crees que Hodges llegó a la misma conclusión? —preguntó Angela.

—Creo que sí. Y creo que esa fue la razón de que le mataran.

—Yo sigo creyendo que le mató el violador —dijo Calhoun—. Pero en todo caso esta investigación me parece fascinante. Si su hija esta bien, no he disfrutado tanto desde hace muchos años.

Cuando por fin llegaron al hospital, David saltó del coche con Angela pisándole los talones. Juntos subieron las escaleras principales y corrieron por el pasillo.

Para su alivio, comprobaron que Nikki estaba viendo la televisión tranquilamente. David la cogió, la abrazó con tanta fuerza que Nikki se quejó.

—Nos vamos a casa —dijo David. La apartó un poco para examinar su rostro, y en especial los ojos.

—¿Cuando? —preguntó Nikki.

—Ahora mismo —dijo su madre mientras le quitaba el gota a gota.

En ese momento pasaba una enfermera por el pasillo. El jaleo llamó su atención.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó.

—Mi hija se marcha a casa —dijo David.

—Nadie lo ha autorizado —dijo la enfermera.

—Yo doy la orden en este preciso instante —respondió David.

La enfermera abandonó la habitación y al poco regresó acompañada de Janet Colburn y otras enfermeras.

—¿Que esta haciendo, doctor Wilson? —preguntó Janet.

—Creo que salta a la vista —repuso David mientras guardaba los juguetes y los libros de Nikki en una bolsa.

Alertado por las enfermeras, apareció el doctor Pilsner.

Angela y David casi habían conseguido vestir a Nikki. Pilsner les advirtió que no debían retirar el tratamiento antibiótico intravenoso, ni tampoco abandonar la terapia respiratoria del hospital.

—Lo siento, Pilsner, ya se lo explicare más tarde. Ahora resultaría demasiado largo.

Poco después se presentó Helen Beaton. A ella también le habían avisado las enfermeras, estaba sulfuradísima.

—Si se llevan a la niña sin nuestra autorización, conseguiré una orden judicial para traerla aquí —farfulló.

—¡Inténtelo! —replicó Angela.

Cuando por fin acabaron de vestir a Nikki, se la llevaron de allí. El escándalo había congregado una multitud de pacientes que contemplaban la escena boquiabiertos. Subieron a la camioneta, Angela y Nikki delante con Calhoun, y David en la parte trasera.

De camino a casa, Nikki preguntó que diablos ocurría. Estaba contenta de haber salido del hospital, pero le extrañaba el comportamiento de sus padres. Sin embargo, al llegar a casa se emocionó tanto de reunirse con Rusty que ya no hizo más preguntas. Después de dejar que jugara un rato con el perro, Angela la instaló en la sala de estar y le volvieron a colocar el gota a gota con el antibiótico.

Calhoun ayudó en todo lo que pudo, incluso bajó al sótano por leña e hizo un fuego. Pero por su carácter era incapaz de estarse mucho rato callado. Al cabo de un rato discutió con David a propósito del asesino de Hodges. Calhoun defendía la posibilidad de que fuera el violador, y David la del «ángel exterminador».

—¡Coño! —exclamó Calhoun—. Toda su hipótesis se basa en suposiciones. Afortunadamente su hija esta bien, lo que demuestra que su hipótesis no es muy valida. La mía se basa por lo menos en el hecho de que Hodges, la misma noche de su muerte, se jactó delante de un montón de personas de conocer la identidad del violador. ¿No es esa una razón de causa-efecto? Además, Clara cree que quizá habló con el violador. Estoy seguro de que el violador y el asesino son la misma persona, apuesto lo que quiera. ¿Qué probabilidades me concede?

—No me gustan las apuestas —dijo David—. Pero creo que soy yo el que tiene razón. A Hodges le golpearon hasta matarle mientras sostenía la lista de sus pacientes muertos. Seguro que no fue por casualidad.

—¿Y que pasaría si es la misma persona? —terció Angela—. ¿Qué pasaría si el violador, el asesino de Hodges y el verdugo de los pacientes fueran la misma persona?

La idea dejó mudos a David y a Calhoun.

—Es posible —dijo por fin David—. Suena un poco disparatado pero a estas alturas soy capaz de creerme cualquier cosa.

—Yo igual —añadió Calhoun—. De todas formas, a mí me interesa la pista del tatuaje. Ahí esta la clave.

—Voy a investigar en los archivos médicos —dijo David—. Quizá visite al doctor Holster. Hodges tal vez le contó algo sobre sus sospechas.

—De acuerdo —dijo Calhoun, conciliador—. Me ocupare de mis cosas y usted de las suyas. ¿Que le parece si nos reunimos luego e intercambiamos informaciones?

—De acuerdo —dijo David mirando a Angela.

—Muy bien —dijo Angela—. ¿Y si cenamos todos juntos?

—Yo nunca digo que no a una invitación —repuso Calhoun.

—Nos reuniremos aquí a las siete —dijo Angela.

Cuando se marchó Calhoun, David cogió la escopeta y la cargó. La dejó apoyada contra la barandilla de la escalera.

—¿Ya no te parece tan mal la escopeta? —preguntó Angela.

—Digamos que me parece bien que este aquí. ¿Se lo has explicado a Nikki?

—Claro que sí. Incluso ha disparado una vez. Me dijo que se había hecho daño en el hombro.

—Bien. No dejes entrar a nadie mientras yo este fuera.

Y cierra bien todas las puertas.

—Eh, recuerda que era yo la que quería cerrar las puertas —replicó Angela—. ¿Es que ya no te acuerdas?

David cogió la bicicleta; no quería dejar a Angela sin el coche. Iba muy deprisa, totalmente ajeno al paisaje que le rodeaba. Seguía pensando en que alguien había matado a sus pacientes. Le horrorizaba y le enfurecía al mismo tiempo. Pero no tenía ninguna prueba, como decía Calhoun.

Cuando llegó al hospital estaban cambiando el turno de noche por el de día. Había bastante movimiento y nadie le prestó atención cuando se dirigió a los archivos médicos.

David se sentó ante una terminal de ordenador y sacó las copias de los documentos que habían aparecido en el cadáver de Hodges. David los había estudiado desde su visita a Clara Hodges. Entró en el ordenador el listado de pacientes y fue leyendo los historiales. Como había dicho Clara Hodges, todos eran enfermos terminales. Después leyó las anotaciones hechas durante la estancia hospitalaria de cada uno de ellos.

En todos los casos, los síntomas eran idénticos a los de los pacientes de David: problemas neurológicos, gastrointestinales, del sistema inmunológico y de presión sanguínea. A continuación, buscó las causas finales de los decesos. Todas las muertes, excepto una, se habían producido por una combinación de neumonía, sepsis y shock. La única excepción era un fallecimiento producido tras una serie de crisis epilépticas.

David apartó los papeles de Hodges y calculó con el ordenador el porcentaje anual de defunciones con respecto al número de ingresos. Los resultados aparecieron instantáneamente en la pantalla. Enseguida observó que las cifras cambiaban desde hacía dos años, pasando de un 2,8% a un 6,7%. Durante el último año el porcentaje había sido del 8,1%. Luego David restringió la tasa de mortandad a aquellos pacientes a los que se había diagnosticado cáncer, aunque este no hubiera sido la causa aparente de la muerte. Como era lógico, los porcentajes estaban por encima de la media y también habían experimentado un incremento considerable.

A continuación, calculó el número de diagnósticos de cáncer respecto al número de ingresos. Esas estadísticas no habían experimentado grandes cambios y se habían mantenido estables durante los últimos diez años. El incremento en el porcentaje de defunciones parecía respaldar la hipótesis de un ángel exterminador. La eutanasia explicaría el motivo de que, aunque el porcentaje de ingresos por cáncer no había aumentado, sí lo hubiera hecho el número de muertos en pacientes con cáncer. Y aunque estaban relacionados indirectamente, saltaba bastante a la vista.

Estaba a punto de marcharse, cuando se le ocurrió que el ordenador podría facilitarle información adicional. Le pidió que buscarse en todos los historiales de los ingresos las entradas «tatuaje» o «dicromía», como se denominaba en medicina una pigmentación anormal. Esperó a que el ordenador acabara de buscar y observó la pantalla. Tardó casi un minuto, pero al final apareció una lista de unas veinte personas que habían sido tratadas en el hospital y en cuyo historial aparecía la palabra tatuaje. David volvió a utilizar el ordenador para emparejar nombres y profesiones. Cinco personas de la lista trabajaban en el hospital. En orden alfabético aparecían: Clyde Devonshire, un enfermero diplomado que trabajaba en urgencias; Joe Forbs, de seguridad; Claudette Maurice, de alimentación; Werner van Slyke, de mantenimiento; Peter Ulhof, técnico de laboratorio. También había un par de nombres que llamaron la atención de David: Carl Hobson, oficial de policía, y Steve Shegwick, del servicio de seguridad de la Universidad de Bartlet. El resto de la gente trabajaba en tiendas o en la construcción.

David imprimió una copia de toda la información y salió de allí.

David pensaba que su visita a los archivos médicos había pasado desapercibida, pero no era así. Hortense Marshall, del equipo informático del hospital, había sido avisada de las actividades de David por un programa de seguridad que había colocado en el ordenador central. Desde ese preciso instante había vigilado a David hasta su marcha. A continuación, llamó a Helen Beaton.

—El doctor David Wilson ha estado revisando los archivos médicos. Acaba de irse. Ha pedido porcentajes de defunciones.

—¿Ha hablado usted con él? —preguntó Helen Beaton.

—No —dijo Hortense—, no ha hablado con nadie. Ha utilizado una de nuestras terminales.

—¿Cómo sabe usted que estaba buscando información sobre porcentajes de defunciones? —preguntó Beaton.

—El ordenador me ha avisado. Como usted me pidió que le informase si alguien solicitaba ese tipo de información, introduje una señal en el ordenador para que me avisase si alguien trataba de acceder a esa información.

—Buen trabajo —dijo Beaton—. Una iniciativa muy brillante. Haré que se le recompense. Ese tipo de información no es de uso público. Ya sabemos que nuestras cifras se han incrementado desde que trabajamos con la AMG: nos mandan muchos pacientes con enfermedades terminales.

—Estoy segura de que ese tipo de estadísticas no ayudaría mucho a nuestra imagen pública —dijo Hortense.

—Eso es lo que nos preocupa.

—¿Tendría que haberle dicho algo al doctor Wilson? —preguntó Hortense.

—No, lo ha hecho bien. ¿Ha pedido alguna información más?

—Estuvo aquí bastante rato —dijo Hortense—. Pero no tengo idea de que más ha buscado.

—Se lo pregunto —dijo Beaton—, porque al doctor Wilson le han despedido de la AMG.

—No lo sabía —dijo Hortense.

—Ocurrió ayer. ¿Le importaría avisarme si vuelve a aparecer por aquí?

—Puede estar segura de que lo haré —dijo Hortense.

—Perdona —dijo Calhoun—. ¿Eres Carl Hobson? —Se acercó a un policía de uniforme que salía del puesto de hamburguesas de Main Street.

—Pues si —dijo el policía.

—Yo me llamo Phil Calhoun.

—Le he visto por comisaría —dijo Carl—. Es amigo del jefe.

—Sí. Wayne y yo nos conocemos desde hace tiempo. He sido policía estatal, pero estoy retirado.

—Mejor para usted. Ahora sólo piense en cazar o en pescar.

—Es posible —dijo Calhoun—. ¿Te importa que te haga una pregunta personal?

—Claro que no.

—Carleton, el del Iron Horse, me ha contado que llevas un tatuaje. Me gustaría hacerme uno y he estado preguntando por ahí. ¿Hay mucha gente en la ciudad con tatuajes?

—Unos cuantos —dijo Carl.

—¿Cuando te hiciste el tuyo?

—Cuando iba a la universidad —dijo Carl sonriendo con cierto apuro—. Un viernes, cinco amigos del último curso fuimos en coche hasta Porsmouth, New Hampshire. Había montones de salones de tatuaje. Nos cosieron a pinchazos.

—¿Duele mucho? —preguntó Calhoun.

—No me acuerdo, joder. Estábamos todos borrachos.

—¿Los cinco seguís viviendo en la ciudad?

—Sólo cuatro. Steve Shegwick, Clyde Devonshire, Mort Abrams y yo.

—¿Todos os hicisteis el tatuaje en el mismo sitio?

—No. Dos nos lo hicimos en el bíceps, y los otros en los antebrazos. Clyde Devonshire fue la excepción, se lo tatuó en el pecho, encima de las tetillas.

—¿Hubo alguno que se lo hizo en el antebrazo?

—No lo recuerdo. Fue hace mucho tiempo. Creo que Shegwick y Jay Kaufman. Kaufman es el que vive en otra ciudad. Se marchó a alguna universidad de Nueva Jersey.

—¿Dónde llevas el tuyo?

—Espere que se lo enseño —dijo Carl.

Se desabotonó la camisa y se recogió la manga. En la parte externa del brazo llevaba tatuado un lobo aullante con la leyenda «lobo» debajo.

Cuando David llegó a casa después de su visita a los archivos, comprobó que el estado de Nikki había empeorado. Al principio sólo se quejaba de retortijones en el estómago, pero a primeras horas de la tarde sufría nauseas y exceso de salivación: los mismos síntomas que él había tenido. Eran también los mismos síntomas de las seis enfermeras del turno de noche y, lo que era peor, de los seis pacientes fallecidos.

A las seis y media, después de una diarrea aguda, Nikki se encontraba bastante apática. David estaba preocupadísimo. Le aterrorizaba la idea de no haberla sacado del hospital a tiempo y que le hubieran administrado lo que había matado a sus pacientes…

David no le contó sus temores a Angela. Ya era bastante que estuviera preocupada por los síntomas de Nikki, como para añadir nuevas preocupaciones. David se guardó para sí sus preocupaciones, aterrorizado ante la posibilidad de una enfermedad infecciosa. Se tranquilizó diciéndose que las enfermeras y el sólo lo habían sufrido parcialmente, lo que sugería una baja exposición a un agente externo. David confiaba en que Nikki hubiera estado expuesta levemente al agente patógeno.

Calhoun llegó a las siete en punto. En una mano llevaba un montón de hojas y en la otra una bolsa de papel.

—Tengo nueve personas con tatuajes —dijo.

—Y yo tengo veinte —bromeó David, pero sin poderse quitar la preocupación por Nikki.

—Comparémoslas —dijo Calhoun.

Después de comparar las listas y de eliminar los repetidos, se quedaron con una única lista de veinticinco.

—La cena esta preparada —dijo Angela. Había preparado un verdadero festín, en parte para mantenerse ocupada y en parte para elevar el animo de todos. Le pidió a David que pusiera la mesa en el comedor.

—He comprado vino —dijo Calhoun y sacó de la bolsa dos botellas de chianti.

Pocos minutos después estaban sentados frente a unos deliciosos platos de pollo con queso de cabra, uno de los menús favoritos de Angela.

—¿Dónde esta Nikki? —preguntó Calhoun.

—No tiene hambre —dijo Angela.

—¿Esta bien?

—Tiene un poco de diarrea. Nada preocupante. Lo importante es que no tiene fiebre y que los pulmones están limpios.

David pegó un respingo, pero no dijo nada.

—¿Qué vamos a hacer ahora que tenemos la lista de tatuados? —preguntó Angela.

—Haremos dos cosas —dijo Calhoun—. Primero investigaremos en el ordenador a cada uno de ellos, y luego los entrevistare personalmente. Necesitamos saber dónde tiene cada uno de ellos su tatuaje o si les importa enseñarlo. El tatuaje que arañó Hodges debe estar maltrecho y, además, colocado en un sitio susceptible de ser alcanzable en una pelea. Si alguno tiene un corazoncito tatuado en el trasero, nos olvidaremos de él.

—¿Qué zona le parece la más indicada? —preguntó Angela—. ¿El antebrazo?

—Creo que sí —dijo Calhoun—. En el antebrazo y también en la muñeca. Creo que tampoco deberíamos descartar el dorso de la mano, aunque no sea el lugar típico para un tatuaje profesional. El tatuaje que buscamos tiene que haberlo hecho un profesional. Los profesionales son los únicos que utilizan los pigmentos metálicos fuertes.

—¿Y cómo vamos a investigar sus antecedentes por ordenador? —preguntó Angela.

—Lo único que necesitamos es el número de la seguridad social y la fecha de nacimiento —dijo Calhoun—. Podríamos conseguirlos a través del hospital. —Miró a David, que asintió—. Una vez tengamos esa información, el resto será fácil.

Es asombrosa la cantidad de información que puede extraerse de los centenares de bancos de datos que existen. Hay miles de empresas dedicadas al negocio de la información. Les sorprendería ver los resultados que se obtienen con un buen soborno.

—¿Quiere usted decir que esas empresas tienen acceso a bancos de datos privados? —preguntó Angela.

—Por supuesto —dijo Calhoun—. Mucha gente no lo sabe, pero con un ordenador y un módem puedes recoger una sorprendente cantidad de información sobre cualquiera.

—¿Qué tipo de información busca la gente? —preguntó Angela.

—Pues todo y nada. Datos financieros, antecedentes policiales, historiales profesionales, historiales de hábitos de consumo, utilización del teléfono, ventas por catalogo, anuncios personales. Es como salir a pescar: se descubren cosas muy interesantes. Siempre sale algo aunque se trate de las personas más normales de una comunidad. Le sorprenderá. Y con un grupo de veinticinco tatuados, el experimento será mucho más interesante. No saldrán muy «normales», ya lo vera.

—¿Hacía esto cuando era policía estatal? —preguntó Angela.

—Muchas veces. Cada vez que teníamos una pandilla de sospechosos, hacíamos un barrido de ordenador y siempre encontrábamos algo sucio. Y si David tiene razón, el asesino se dedica también a la eutanasia. No quiero imaginar lo que podemos encontrar. Se encuentran cosas tan disparatadas como gente que se dedica al trafico de animales o que tiene novecientos perros en casa. Les aseguro que encontraremos muchas cosas disparatadas y absurdas. Lo único que necesitamos es un experto informático que nos ayude a entrar en los bancos de datos.

—Un exnovio mío trabaja en la IBM —dijo Angela—. Lleva toda la vida en la escuela de graduados, pero es un genio de los ordenadores.

—¿Quien es ese tío? —preguntó David, que nunca había oído hablar de ese exnovio de Angela.

—Se llama Robert Scali —dijo Angela—. ¿Cree que podría servirnos de alguna ayuda? —preguntó a Calhoun.

—¿Por qué no has mencionado nunca a ese tío? —dijo David.

—No te he contado todos los detalles de mi vida —repuso Angela—. Salí con el durante mi primer año en Brown.

—¿Pero os habéis vuelto a ver?

—En los últimos años nos hemos visto un par de veces.

—Vaya, no me lo puedo creer —dijo David.

—Por favor, David. No seas ridículo.

—Creo que el señor Scali nos serviría —dijo Calhoun—. En todo caso, conozco empresas que nos lo harían a precio asequible.

—En estos momentos lo mejor que podemos hacer es evitar gastos —dijo Angela, empezando a recoger la mesa.

—¿Es posible que en los archivos médicos encontremos alguna descripción de los tatuajes? —preguntó Calhoun.

—Creo que sí —dijo David—. La mayoría de los médicos tendrían que recogerlo al hacer una revisión. Yo lo haría, desde luego.

—Eso nos ayudara a colocar una serie de prioridades en la lista —dijo Calhoun—. Me gustaría entrevistar primero a los del tatuaje en el antebrazo o en la muñeca.

—¿Y que hacemos con los que trabajan en el hospital? —dijo David.

—Empezaremos con ellos, por supuesto —dijo Calhoun—. Me he enterado de que Steve Shegwick tiene un tatuaje en el antebrazo. Tengo ganas de hablar con él.

Angela preguntó si querían helado o café. David dijo que no y subió a ver a Nikki. Calhoun pidió las dos cosas.

Poco más tarde, sentados alrededor de la mesa y después de haber cenado, Angela sugirió que hicieran la planificación para el día siguiente.

—Yo entrevistare a los tatuados que trabajan en el hospital —dijo Calhoun—. Es mejor que yo de la cara. No queremos más ladrillos entrando por la ventana.

—Yo volveré a los archivos médicos —dijo David—. Conseguiré los números de la seguridad social y las fechas de nacimiento. También intentare conseguir una descripción de los tatuajes.

—Yo me quedare con Nikki —dijo Angela—. Y cuando David tenga esos datos me pasare por Cambridge para ver a Robert.

—¿Y por qué no lo mandamos por fax? —preguntó David.

—Se trata de pedir un favor —repuso Angela—. No puedo hacerlo por fax como si nada.

David se encogió de hombros.

—¿Qué haremos con Holster, el radiólogo? —preguntó Calhoun—. Alguien tendría que hablar con él y creo que lo harían mejor ustedes que son médicos.

—Claro —dijo David—. Se me había olvidado. Puedo ir a verle mañana después de repasar los archivos.

Calhoun se levantó y se dio unas palmaditas en su protuberante estómago.

—Gracias por haberme invitado a una de las mejores cenas que he tenido últimamente. Creo que es el momento de que mi estómago y yo regresemos a casa.

—¿Cuando volveremos a hablar? —preguntó Angela.

—En cuanto tengamos algo que decirnos —dijo Calhoun—. Y ustedes deberían irse a dormir. Les aseguro que lo necesitaran.