MARTES 28 DE OCTUBRE
Cuando David abrió los ojos en la oscuridad no supo muy bien dónde estaba. Manipuló torpemente una lámpara de noche que le era desconocida y al final consiguió encenderla.
Miró alrededor, aturdido por un mobiliario que le resultaba extraño. Tardó casi un minuto en comprender que estaba en la habitación de invitados. Y a continuación, le vino a la memoria la desagradable discusión de la noche.
David miró la hora en su reloj de pulsera. Eran las cinco menos cuarto de la madrugada. Se apoyó en la almohada y experimentó un escalofrío seguido de una arcada. A ello siguieron retortijones en el estómago.
Sintiéndose fatal, pasó del baño de invitados al baño principal en busca de una medicina para atajar la diarrea. Al final encontró un bote e ingirió una dosis. Luego cogió un termómetro y se lo puso en la boca. Mientras esperaba buscó una aspirina. Notó una salivación excesiva, tal como había pasado a algunos de sus pacientes fallecidos.
Se miró al espejo mientras un nuevo temor se apoderaba de él. ¿Y si había pillado la misteriosa enfermedad que estaba matando a sus pacientes? «Dios mío —pensó—, tengo los mismos síntomas que mis pacientes». Con mano trémula cogió el termómetro: casi treinta y ocho. Sacó la lengua y se la miró en el espejo. Estaba tan blanca como su cara. «Cálmate», se dijo.
Cogió dos aspirinas y las tragó con un sorbo de agua. Casi de inmediato notó un retortijón y tuvo que apoyarse en el lavabo. Intentando tranquilizarse, evaluó sus síntomas. Parecían de gripe, los mismos de las cinco enfermeras a las que había visitado días anteriores. No había motivos para dramatizar.
Finalmente decidió aplicarse la misma medicina que había prescrito a sus enfermeras: se metió en la cama.
Cuando sonó el despertador de la habitación principal, se sentía un poco mejor.
Angela y David se miraron el uno al otro con cierta prevención y luego se abrazaron durante más de un minuto.
—¿Hacemos las paces? —susurró él.
—Los dos estamos muy nerviosos —convino Angela.
—Me parece que he pillado alguna cosa —dijo David, y le contó que había despertado con síntomas de gripe—. Lo único que me preocupa es el exceso de salivación.
—¿A que te refieres? —preguntó Angela.
—Pues que paso todo el rato tragando saliva. Es como cuando tienes ganas de vomitar, pero no tan intenso. No es tan molesto.
—¿Has visto a Nikki?
—Todavía no —dijo él.
Después de ducharse bajaron a la habitación de Nikki.
Rusty les saludó efusivamente pero Nikki no se mostró tan entusiasta. Pese a los antibióticos orales y el refuerzo de la terapia respiratoria, estaba más congestionada.
Mientras Angela preparaba el desayuno, David llamó al doctor Pilsner y le detalló el estado de Nikki.
—Creo que debería verla cuanto antes —dijo Pilsner—. ¿Quedamos en urgencias dentro de media hora?
—De acuerdo. Agradezco su interés. ¿Cómo esta Caroline?
—Ha muerto —dijo Pilsner—. A las tres de la madrugada.
No pudimos mantenerle la presión sanguínea. Aunque no sirva de consuelo, al menos no sufrió mucho.
Aunque en cierta medida se lo esperaba, la noticia afectó profundamente a David. Con el corazón destrozado, fue a la cocina a contárselo a su mujer.
Angela pareció a punto de echarse a llorar, pero de pronto le espetó con dureza.
—Todavía no me explico por qué llevaste a Nikki a verla.
Sorprendido, David contraatacó.
—Por lo menos yo ayer vine a casa para que Nikki pudiera tomar el antibiótico. —Pero enseguida se sintió culpable de haber dejado que Nikki visitase a Caroline.
Se miraron el uno al otro, irritados y temerosos.
—Lo siento —dijo Angela—, pero estoy muy nerviosa.
—Pilsner quiere que lleve a Nikki a urgencias ahora mismo —dijo David—. Será mejor que vayamos.
Envolvieron a Nikki en una manta y partieron en el coche.
David y Angela tuvieron cuidado de no provocarse. Conocían muy bien sus debilidades y sus aspectos más vulnerables.
Nikki no habló en todo el trayecto y pasó la mayor parte del tiempo tosiendo.
Pilsner les estaba esperando y llevó a Nikki a un consultorio. Angela y David le acompañaron. Al acabar de examinar a Nikki, Pilsner los llevó a un aparte.
—Hay que ingresarla inmediatamente —dijo Pilsner.
—¿Crees que tiene neumonía? —preguntó Angela.
—No lo se —respondió Pilsner—, pero es posible. No quiero correr riesgos después de lo ocurrido con…
—No acabó la frase.
—Me quedare con Nikki —dijo Angela a David—. Tu ve a ver a tus enfermos.
—De acuerdo. Llámame si surgen complicaciones.
David se sentía fatal, y el problema de Nikki no hacía sino empeorar las cosas. Le dio un beso a su hija y le prometió que todo iría bien. Nikki asintió; ella ya había pasado por esa rutina otras veces. David pidió unas aspirinas a una enfermera y se fue escaleras arriba.
—¿Cómo se encuentra la señora Hascher? —preguntó David a Janet Colburn tras sentarse y coger los historiales de sus pacientes.
—El informe no aclara mucho —dijo Janet—. Todavía no ha ido a verla ninguna enfermera. Hemos estado ocupadas bajando a los pacientes de cirugía a los quirófanos.
David abrió el historial de Sandra. Lo primero que miró fue la tabla de temperaturas. No había muchas oscilaciones. La ultima temperatura era de treinta y ocho grados. Observó que todas las ocasiones en que las enfermeras habían ido a visitarla, estaba dormida. Suspiró aliviado, de momento todo iba bien.
Cuando acabó con los historiales empezó con las visitas.
Todos estaban bastante bien, excepto Sandra.
Cuando entró en su habitación se sorprendió de encontrarla dormida. Se acercó a la cama y examinó la inflamación en la mandíbula. Seguía igual. La sacudió por el hombro y pronunció su nombre con suavidad. Cómo no respondía, insistió más enérgicamente. Sandra se movió y se llevó una mano temblorosa a la cara; apenas podía abrir los ojos. David insistió. Sus ojos se abrieron un poco más e intentó hablar, pero lo único que emitió fue un balbuceo inconexo. Estaba absolutamente desorientada. David intentó conservar la calma. Le extrajo un poco de sangre y la mandó al laboratorio.
Luego se aplicó en un examen minucioso de la paciente, en particular de los pulmones y el sistema nervioso.
Cuando David regresó a la sala de enfermeras, le entregaron los resultados del laboratorio. Eran normales, incluido el contaje de sangre. Los leucocitos —disparados a causa del absceso— habían bajado con los antibióticos y proseguían su marcha descendente, lo que excluía la infección como agente causante de su estado clínico. El sonido de sus pulmones sugería una incipiente neumonía. David reconsideró la posibilidad de un fallo en el sistema inmunológico. Una vez más, David se encontraba con el mismo trío de síntomas que afectaban el sistema nervioso central, el aparato gastrointestinal y el sistema inmunológico. Los síntomas estaban claros pero no sabía que los provocaba.
David se sintió nuevamente confundido. La vida de una paciente de treinta y cuatro años estaba en juego. No quería llamar médicos a consulta, en parte debido a la actitud de Kelley, y en parte porque en los tres casos anteriores no le habían sido de ninguna utilidad. Tampoco quería encargar más pruebas porque en los otros casos tampoco habían servido de mucho. Se encontraba en un callejón sin salida.
—¡Tenemos una urgencia en la 210! —gritó una de las enfermeras.
David salió corriendo; la habitación 210 era la de Sandra.
Sandra estaba en los prolegómenos de una crisis de epilepsia. Tenía el cuerpo arqueado hacia atrás mientras sus extremidades se convulsionaban tan enérgicamente que la cama se movía grotescamente. David pidió a voces un calmante. En un instante lo tuvo en su mano y lo inyectó en el gota a gota. Al cabo de unos minutos se interrumpieron las convulsiones, dejando el cuerpo de Sandra exhausto y comatoso.
David contempló el sereno semblante de Sandra. Se sentía burlado por su impotencia profesional. Mientras él vacilaba en la sala de enfermeras, se había producido la crisis de epilepsia. Ciertamente un colofón dramático a todo el asunto.
David se sumió en un torbellino de actividad; la rabia se trocó en desesperación. Desconectó todos los aparatos de control y volvió a pedir toda clase de pruebas: consulta medica, análisis de laboratorio, rayos X y una resonancia magnética del cráneo. Estaba dispuesto a descubrir lo que le pasaba a Sandra Hascher. Temiendo un rápido desenlace, ordenó que la trasladaran a la UCI. Quería tener bajo control sus constantes vitales. No quería más sorpresas.
El traslado se hizo en menos de media hora. Una vez en la cama de la UCI, David se dirigió a la consola central y escribió una serie de prescripciones. De pronto, vio a Nikki en la cama situada frente a la consola central. Se quedó paralizado.
Nunca se hubiera imaginado tener que ver a su hija en la UCI. Su presencia allí le aterrorizaba. ¿Que significaba?
Notó una mano en el hombro. Se dio la vuelta y vio al doctor Pilsner.
—Imagino que es muy duro ver a su hija aquí —dijo—. Pero tranquilícese, lo he hecho para evitar cualquier posible contratiempo. Tenemos enfermeras muy bien preparadas para atender pacientes con problemas respiratorios.
—¿Le parece necesario todo esto? —preguntó David.
él sabía lo duro que resultaba para el paciente todo el entorno de la UCI.
—Es lo mejor para ella —dijo Pilsner—. Es pura precaución. La sacare de aquí en cuanto pueda.
—De acuerdo —dijo David, nervioso.
Antes de acabar con las prescripciones para Sandra, David fue a hablar con Nikki. Estaba menos preocupada de estar en la UCI de lo que lo estaba David. A él le alivió ver que se lo tomaba tan bien.
Volvió su atención a Sandra Hascher y regresó a terminar de anotar las prescripciones, pero entonces le interrumpió el administrativo de la unidad.
—El señor Kelley esta en la sala de espera y quiere verle —dijo.
David sintió un nudo en el estómago. Sabía lo que quería Kelley, pero decidió tomárselo con calma. Acabó de escribir las prescripciones y las entregó a la supervisora. Sólo entonces salió al encuentro de Kelley.
—Estoy muy disgustado —dijo Kelley—. Acaba de llamarme el coordinador de utilización hace unos minutos y…
—¡Un momento! —le interrumpió David—. Tengo un paciente en la UCI y no puedo perder el tiempo hablando con usted. Apártese de mi vista, ya hablaremos más tarde. ¿Lo ha entendido? —David le miró un momento y luego se dispuso a regresar a la UCI.
—Un momento, doctor Wilson. No tenga tanta prisa.
David se dio la vuelta y se abalanzó sobre Kelley. Le cogió de la camisa, le empujó con violencia y exhibió un puno amenazador ante la cara de Kelley.
—¡Lárguese donde no pueda verle! —gritó David—. Si no lo hace, aténgase a las consecuencias.
Kelley tragó saliva pero no se movió.
David se dio la vuelta y abandonó la sala de espera.
—¡Hablare de esto con mis superiores! —exclamó Kelley.
David se dio la vuelta y gritó:
—¡Haga lo que le de la gana!
Mientras iba hacia la consola central, se detuvo un momento. El corazón le latía con fuerza. Se preguntaba que habría ocurrido si Kelley le hubiera hecho frente.
—Doctor Wilson —dijo el auxiliar—. El doctor Mieslich esta al teléfono.
—Mi marido da clases en el colegio —explicaba Madeline Gannon—. Es profesor de literatura y arte dramático.
Calhoun estaba hojeando los libros de la biblioteca de los Gannon.
—Me gustaría conocerle —dijo Calhoun—. Me gusta mucho leer teatro. Es mi hobby desde que me retire. Me agrada mucho Shakespeare.
—¿De que quería hablarme? —preguntó Madeline, cambiando diplomáticamente de tema. Por el aspecto de Calhoun, dudaba de que Bernard estuviera interesado en verle.
—Estoy investigando el asesinato de Dennis Hodges.
Como sabrá, acaban de encontrar su cadáver.
—Fue terrible —dijo Madeline.
—Tengo entendido que usted trabajó para el durante cierto tiempo —dijo Calhoun.
—Unos treinta años.
—¿Era un trabajo interesante?
—Tenía sus pros y sus contras —admitió Madeline—. Hodges era muy terco. Pasaba fácilmente de la cabezonería y la excentricidad a la generosidad y la comprensión. Yo le quería y le odiaba al mismo tiempo. Pero me sentí destrozada cuando supe que habían encontrado el cadáver. Esperaba que se hubiera hartado de todo y se hubiera marchado a Florida. Cada invierno comentaba la posibilidad de irse a Florida, sobre todo en la ultima época.
—¿Tiene idea de quién pudo matarle? —preguntó Calhoun.
Miró a su alrededor buscando un cenicero, pero no vio ninguno.
—No —dijo Madeline—. Pero tratándose del doctor Hodges, seguro que hay un montón de candidatos.
—¿Por ejemplo?
—Deje que haga memoria… —dijo Madeline—. La verdad, no creo que ninguna de las personas con que Hodges se metía casi a diario le hubiera hecho dañó. También estoy segura de que el doctor Hodges hubiera sido incapaz de llevar a cabo ninguna de sus amenazas.
—¿A quien amenazaba Hodges? —preguntó Calhoun.
Madeline rio.
—A todo el mundo que tenía que ver con la nueva administración del hospital. Y también al jefe de la policía local, al director del banco, al dueño de la estación de servicio… La lista sería interminable.
—¿Por qué estaba Hodges tan irritado con los nuevos administradores del hospital?
—Casi todas sus quejas eran debidas a sus pacientes —dijo Madeline—. Mejor dicho, a sus antiguos pacientes. El doctor Hodges abandono la practica de la medicina cuando se hizo cargo de la dirección del hospital y la AMG entro en escena.
La verdad es que no le importo mucho. Sabía que necesitaban a las nuevas sociedades medicas y él estaba dispuesto a retrasar su vuelta al trabajo. Pero entonces empezó a recibir quejas de sus antiguos pacientes, querían que Hodges volviera a ser su medico. Pero no era posible porque estaban ligados a la AM G.
—Parece como si Hodges se hubiera enfadado con la AMG —dijo Calhoun.
Antes de que Madeline contestara, Calhoun le pregunto si podía fumar. Ella dijo que no, pero le ofreció un café. Calhoun y los dos se encaminaron a la cocina.
—¿Por dónde iba? —dijo Madeline mientras ponía el agua a hervir.
—Yo sugerí que quizá Hodges estaba molesto con la AMG —dijo Calhoun.
—Ya me acuerdo. Bien. Estaba muy molesto con la AMG, pero también lo estaba con los del hospital porque accedían a todas las peticiones de la AMG. El doctor Hodges consideraba que él seguía teniendo cierto peso en el hospital.
—¿Estaba enfadado por algo en concreto?
—Eran muchas cosas. Estaba enfadado por el tratamiento o, mejor dicho, por la falta de asistencia en las urgencias. La gente que utilizaba el servicio de urgencias tenía que pagar en metálico y por adelantado. A otros no se les permitía ingresar en el hospital cuando lo necesitaban. El día de su desaparición estaba especialmente molesto por la muerte de un antiguo paciente. Lo recuerdo porque él solía comentar que los de la AMG eran incapaces de curar a sus pacientes. Creía que los de la AMG eran unos incompetentes y que los del hospital alentaban esa incompetencia.
—¿Recuerda el nombre del paciente?
—Eso es pedir un milagro —dijo Madeline mientras servía el café.
Le pasó una taza a Calhoun, que se echó tres cucharadas de azúcar y un poco de crema de leche.
—¡Un momento, ya me acuerdo! —exclamó Madeline súbitamente—. Se llamaba Clark Davenport. Estoy segura.
Calhoun saco las copias obtenidas en Burlington.
—Aquí esta —dijo después de pasar varias hojas—. Clark Davenport: fractura de cadera.
—Sí, es él —dijo Madeline—. El pobre se cayo de una escalera al intentar rescatar un gato de un árbol.
—Mire estos otros nombres —dijo Calhoun. Le pasó los papeles—. ¿Te suenan?
Madeline hojeó los papeles.
—Me acuerdo de todos y cada uno de ellos —dijo—. De hecho, estos eran los pacientes que le he comentado antes. Todos habían muerto y Hodges estaba muy irritado por ello.
—Hmm —dijo Calhoun volviendo a coger los papeles—. Sabía que estaban relacionados de alguna forma.
—El doctor Hodges también estaba muy enfadado con el hospital por los asaltos que se producían en el aparcamiento —añadió Madeline.
—¿Por qué?
—Hodges pensaba que los del hospital podían haber hecho algo más para evitarlos. Les preocupaba más ocultar los hechos que atrapar al agresor. Estaba convencido de que el violador pertenecía a la plantilla del hospital.
—¿Tenía algún sospechoso? —preguntó Calhoun.
—Decía que sí. Pero no mencionó su nombre.
—¿Cree que pudo habérselo contado a su mujer? —preguntó Calhoun.
—Es posible.
—¿Cree que pudo habérselo dicho al propio sospechoso?
—No lo se —dijo Madeline—. Pero pensaba hablar de ello con Wayne Robertson, y eso que no se llevaban muy bien. De hecho, pensaba hablar con Wayne el día de su desaparición.
—¿Sabe si fue a verle?
—No. Ese día el doctor Hodges se enteró de la muerte de Clark Davenport. En vez de ir a ver a Robertson, me pidió que le organizara una comida con el doctor Barry Holster, el radiólogo. He recordado lo de Clark Davenport porque recuerdo haber organizado esa comida.
—¿Por qué quería ver al doctor Holster? —preguntó Calhoun.
—Holster había tratado a Clark Davenport.
Calhoun dejó la taza y se levanto.
—Ha sido usted muy amable —dijo—. Le estoy muy agradecido por el café y por su excelente memoria.
Madeline Gannon se ruborizó.
Angela había acabado la jornada de la mañana y estaba hojeando una revista antes de ir a comer, cuando recibió una llamada del forense en jefe.
—Me alegro de encontrarla —dijo Walt.
—¿Por qué?
—Ha pasado una cosa extraordinaria. Y usted es la responsable.
—Cuénteme.
—Todo fue a raíz de su inesperada visita de ayer. ¿Podría coger el coche y venir aquí?
—¿Cuando?
—Ahora mismo.
—¿Puede darme una pista de lo que me esta hablando?
—Preferiría enseñárselo personalmente. Es algo realmente único. Tengo que publicar esto, o al menos darlo a conocer en la reunión anual de forenses. Quiero que venga ahora mismo.
Considérelo como parte de su información.
—Me encantaría ir. Pero estoy preocupada por culpa del doctor Wadley. No estamos en muy buenas relaciones.
—Olvídese de Wadley. Ya le llamare, esto es muy importante.
—Me lo pone muy difícil —dijo Angela.
—De eso se trata —repuso Walt.
Angela cogió el abrigo y, al salir, echó un vistazo a la oficina de Wadley. No estaba. Preguntó a las secretarias por él.
Le dijeron que había ido a comer al Iron Horse y que no volvería hasta las dos.
Luego pidió a Paul Darnell que la sustituyera si había alguna urgencia y le contó la llamada del forense en jefe.
Antes de marcharse, Angela pasó por la UCI para ver a Nikki. Se alegró mucho al comprobar que estaba mejor y de muy buen animo.
Angela llegó a la oficina del forense en jefe, en Burlington, en un tiempo récord.
—¡Guau! —dijo Walt cuando Angela apareció en la puerta de su oficina. Miró el reloj al tiempo que se levantaba para saludarla—. Si que ha venido deprisa. ¿Tiene un deportivo?
—Su llamada ha espoleado mi curiosidad. Y la verdad es que no tengo mucho tiempo.
—No llevara mucho tiempo —dijo Walt. La acompañó hasta una mesa de trabajo en la que había un microscopio—. En primer lugar quiero que eche un vistazo a esto —dijo.
Angela ajustó el visor y miró. Vio una muestra de piel y los puntos negros en la dermis.
—¿Sabe que es? —preguntó Walt.
—Creo que sí. Ha de ser la piel que había bajo las unas de Hodges.
—Exactamente. ¿Ve el carbón?
—Sí.
Angela apartó los ojos del microscopio y cogió la fotografía que le pasaba Walt.
—Esto es una microfotográfia que he realizado con un microscopio electrónico de exploración. Fíjese en que los puntos no parecen carbón.
Angela estudió la foto; lo que decía Walt era verdad.
—Y ahora mire esto —dijo el pasándole una prueba positivada—. Es la información facilitada por un espectrofotómetro nuclear. Lave los gránulos con un ácido soluble y luego los analice. No son carbón.
—¿Y que son?
—Una mezcla de cromo, cobalto, cadmio y mercurio —dijo Walt exultante.
—Es fantástico —exclamó Angela. Estaba completamente deslumbrada—. ¿Y cual es su significado?
—Yo estaba tan perplejo como usted. No tenía ni idea. Incluso empecé a plantearme que el espectrofotómetro nuclear se había vuelto majara, hasta que de repente tuve una iluminación. ¡Es de un tatuaje!
—¿Esta seguro?
—Absolutamente. Son los pigmentos que se utilizan en los tatuajes.
Angela se contagió inmediatamente de la excitación de Walt. Con las armas de un forense habían encontrado una pista sobre el asesino. El asesino llevaba un tatuaje. Angela estaba deseando contárselo a David y a Calhoun.
Al volver se encontró con Paul Darnell, que la estaba esperando.
—Tengo malas noticias. Wadley se ha enterado de que has salido de la ciudad y no esta precisamente contento.
—¿Cómo ha podido enterarse? —preguntó Angela.
Darnell era la única persona a la que se lo había contado.
—Creo que te espía. Es la única explicación posible. Vino a verme quince minutos después de que marcharas.
—Yo creía que él había salido a comer —dijo Angela.
—Eso es lo que dijo —repuso Darnell—. Pero obviamente no era verdad. Me preguntó si habías salido de Bartlet; no pude mentir y tuve que admitirlo.
—¿Le dijiste que había ido a ver al forense en jefe? —preguntó Angela.
—Sí. Lo siento.
—Tranquilo —dijo Angela—. Gracias por contármelo.
En cuanto entró en su despacho, acudió una secretaria que le dijo que Wadley quería verla en su despacho. Ese era un cambio brusco en los acontecimientos. Wadley nunca había utilizado intermediarios para hablar con ella.
Wadley estaba sentado a la mesa de su despacho. La miró con frialdad.
—Me han dicho que quería verme —dijo Angela.
—Así es. Quería comunicarle que esta despedida —le espetó, dispensándole un tratamiento formal—. Le agradecería que recogiera sus cosas y se marchara. Su presencia aquí es un mal ejemplo.
—No puedo creérmelo…
—Pues créaselo —dijo Wadley fríamente.
—Si esta usted molesto porque he salido a la hora de comer, debe saber que he ido a Burlington a ver al forense en jefe. Me pidió que fuera allí enseguida.
—El doctor Walter Dunsmore no es el director de este departamento.
—¿No le ha llamado? —preguntó Angela, desesperada—. Me dijo que le llamaría. Esta muy emocionado porque ha descubierto algo relacionado con el cadáver de Hodges. —Le contó brevemente los detalles, pero Wadley se mostró inflexible—. Sólo he estado fuera una hora.
—No me interesan sus excusas. Ayer mismo le advertí lo que podía pasar. Usted ha preferido hacer caso omiso de mis advertencias y ha demostrado ser una persona necia y desagradecida.
—¡Desagradecida! —estalló Angela—. ¿Por hacer caso omiso de sus babosas insinuaciones? ¿Por no aceptar ir con usted a Miami? Puede usted despedirme, doctor Wadley.
Pero le diré algo: pienso demandarles a usted y al hospital por acoso sexual.
—¡Inténtelo! —espetó Wadley—, y será usted el hazmerreír de los tribunales.
Angela abandonó intempestivamente el despacho de Wadley, desquiciada de rabia. Las secretarias se apartaron de la puerta desde la que estaban espiando.
Angela regresó a su despacho y recogió sus escasas pertenencias. Casi todo el material era del hospital. Metió sus cosas en una bolsa de lona y salió del despacho. Prefirió no hablar con nadie por temor a perder la compostura. No quería darle a Wadley la satisfacción de verla llorar.
Pensó en acudir directamente al despacho de David, pero cambió de idea. Después de la reciente pelea con su marido, temía su reacción cuando se enterase de que la habían despedido. De todas formas, no creía que David fuera capaz de organizar un escándalo en el hospital. Finalmente, cogió el coche, desanimada, y se dirigió a la ciudad.
Justo cuando pasaba junto a la biblioteca, se detuvo y dio marcha atrás. Había visto la inconfundible camioneta de Calhoun en el aparcamiento. Angela aparcó su coche. Se preguntó dónde estaría Calhoun. Se decidió por la biblioteca, pues él le había comentado que conocía a la bibliotecaria.
Encontró a Calhoun leyendo tranquilamente en un gabinete que daba al parque.
—¿Señor Calhoun?
Calhoun alzó la vista.
—¡Vaya! —dijo con una sonrisa—. Es usted muy oportuna.
Tengo algunas noticias.
—Me temo que yo también tengo algunas —repuso Angela—. ¿Que le parece si quedamos en mi casa?
—Magnífico.
En cuanto Angela llegó a su casa puso agua a hervir. Mientras sacaba tazas y platos, la camioneta de Calhoun enfiló el camino de entrada. Cuando él llamó a la puerta, Angela le dijo que pasara.
—¿Te o café? —preguntó cuando Calhoun entró en la cocina.
—Lo que tome usted —dijo Calhoun.
Angela cogió la tetera y sirvió dos tazas.
—Hoy ha salido un poco pronto, ¿no? —observó Calhoun.
Como había contenido sus emociones desde que había salido del despacho de Wadley, la respuesta de Angela al comentario inocente de Calhoun fue abrumadora. Se cubrió la cara con las manos y se echó a sollozar. Desconcertado, Calhoun se quedó inmóvil sin saber que hacer.
Cuando el llanto de Angela remitió a unos sollozos intermitentes, Calhoun intentó disculparse.
—Lo siento. No se lo que he dicho, pero lo siento.
Angela le abrazó y apoyó la cabeza en su mullido hombro.
Él también la abrazó. Cuando Angela dejó de llorar, Calhoun le pidió que se lo contase.
—Creo que beberé una copa de vino en lugar de te —dijo Angela.
—Yo tomare una cerveza.
Sentados a la mesa de la cocina, Angela le contó que la habían despedido y las terribles consecuencias que ello podría tener para la economía familiar.
Calhoun resultó un buen confidente, pues siempre decía lo apropiado. Consiguió que Angela se sintiera mucho mejor.
También hablaron de sus preocupaciones por Nikki.
Cuando Angela se desahogó, Calhoun se dispuso a contarle los progresos hechos en la investigación.
—Quizá ya no le interesan —dijo Calhoun.
—Todavía estoy interesada. —Se enjugó los ojos con una servilleta de papel—. Cuénteme.
—Bien. He descubierto la relación que hay entre los ocho pacientes que aparecen en los historiales que tenía Hodges.
Los ocho eran pacientes suyos, los ocho habían sido derivados a la AMG y los ocho habían muerto en los meses anteriores al asesinato de Hodges. Aparentemente todas las muertes pillaron desprevenido a Hodges, y por eso estaba tan furioso.
—¿Culpaba de las muertes al hospital o a la AMG?
—Buena pregunta —dijo Calhoun—. Por lo que deduzco de las palabras de su secretaria, culpaba a ambos, pero sobre todo al hospital. Tiene sentido. Hodges consideraba al hospital como un hijo suyo. Por eso se disgustaba más con los errores del hospital.
—¿Cree que esto arroja alguna luz sobre el asesinato?
—Seguramente no —admitió Calhoun—. Pero es una pieza más del rompecabezas. También he descubierto otra cosa: Hodges creía conocer la identidad del violador. Y aún más, creía que el violador estaba relacionado con el hospital.
—Ya veo a dónde quiere llegar —exclamó Angela—. Si el violador sabía que Hodges sospechaba de él, pudo matarlo.
En otras palabras, el violador y el asesino de Hodges podrían ser la misma persona.
—Exactamente. La misma persona que intentó asesinarla a usted la otra noche.
Angela se estremeció.
—No me lo recuerde. Hoy he descubierto algo más, algo que podría facilitar su identificación: tiene un tatuaje.
—¿Cómo lo sabe?
Angela le contó su visita a Burlington, y que Walter Dunsmore estaba convencido de que Hodges le había arrancado parte del tatuaje al asesino.
—¡Caramba! —dijo Calhoun—. Me encanta.
Una enfermera de la segunda planta le pidió que la visitase porque tenía gripe. David estaba impaciente por recibirla.
Cuando llegó, la enfermera se sorprendió de no tener que describir sus síntomas: David lo hizo por ella. Eran los mismos que había sufrido él, aunque más pronunciados.
Sus problemas gastrointestinales no habían respondido bien a la medicación habitual para esos casos. Tenía poco más de treinta y ocho de fiebre.
—¿Ha notado un incremento de la salivación?
—Sí —respondió ella—. Nunca me había pasado algo así.
Al comprobar el estado de la enfermera, David dio gracias de que sus síntomas hubieran remitido durante el día.
Envió a la enfermera a casa y le aconsejó que bebiera mucho líquido y que tomara algún antipirético.
Después de visitar al último paciente, David se dirigió al hospital a hacer la ronda habitual. Había pasado el día yendo y viniendo para comprobar el estado de Nikki y de Sandra, así que ahora esperaba no encontrarse con ninguna sorpresa.
Nikki le vio entrar en la UCI y sonrió. Estaba bastante mejor, había respondido a los antibióticos intravenosos y a la terapia respiratoria. Además, no parecía enterarse del guirigay que había en la UCI. David se alegró de saber que su hija abandonaría la UCI al día siguiente.
El estado de Sandra era opuesto al de Nikki, y seguía una imparable carrera hacia el abismo: ya no volvería a despertar del coma. La consulta medica tampoco sirvió de mucho. Hasselbaum afirmó que Sandra no tenía ninguna enfermedad infecciosa. El oncólogo se encogió de hombros y dijo que no podía hacer nada. Insistió en que el tratamiento contra el melanoma había dado buenos resultados. Seis años atrás le habían diagnosticado la lesión en el muslo y le extirparon algunos nódulos linfáticos.
David cogió el historial de Sandra y lo hojeó. La resonancia magnética de la cabeza era totalmente normal: no había tumor ni absceso cerebral. Luego estudió los resultados de los análisis; algunos no habían llegado todavía y tardarían aún varios días. A pesar del diagnóstico del especialista en enfermedades infecciosas, había pedido cultivos de todos los fluidos corporales. También había ordenado unos sofisticados análisis de esos mismos fluidos, con las más modernas técnicas de la biotecnología, en busca de restos víricos. Pero la única alternativa segura parecía ser el traslado de Sandra a uno de los principales hospitales de Boston. Sin embargo, la AMG no vería con buenos ojos la propuesta debido a los enormes costes que ello implicaba. Y David no podía sufragarlos de su bolsillo.
En ese momento, Charles Kelley entró en la UCI. La visita cogió a David por sorpresa. Los burócratas no solían acudir a lugares como la UCI. Preferían no verse frente a frente con las dolencias más graves. Casi todos preferían quedarse en sus pulcras oficinas y pensar en los pacientes como entes abstractos.
—Espero no molestarle —dijo Kelley. Había recuperado su sonrisa habitual.
—Últimamente no ha hecho más que molestarme —repuso David.
—Lo siento —dijo Kelley—. Pero tengo unas cuantas noticias para usted. La primera es que sus servicios ya no son necesarios.
—¿Cree que puede apartarme del caso de Sandra Hascher?
—Claro que sí —replicó Kelley con satisfacción. Su sonrisa se hizo aún más amplia—. Y también de los demás pacientes.
Esta usted despedido. Ya no trabaja para la AMG.
David se quedó boquiabierto y estupefacto. Vio cómo Kelley agitaba la mano para despedirse de él, el mismo gesto con que se hubiera despedido de un niño. Luego se dio la vuelta y salió de la unidad. David se levantó de la silla y corrió tras
—¿Qué pasa con las visitas previstas?
Kelley iba camino de la entrada.
—Eso es problema de la AMG y no suyo —repuso Kelley sin darse la vuelta.
—¿Es una decisión firme? ¿O habrá un tribunal?
—Es una decisión firme, amigo mío. —Confirmó Kelley.
David estaba aturdido. No se podía creer que le hubieran despedido. Entró en la sala de espera y se derrumbó en la misma silla en la que por la mañana había sentado a Kelley de un empujón. Movió la cabeza, incrédulo. Su primer trabajo real sólo había durado cuatro meses. Consideró las horrorosas consecuencias que su despido tendría en su familia y se echó a temblar. Se preguntó cómo se lo diría a Angela. Era terriblemente irónico que la noche anterior hubiera advertido a su mujer de que estaba poniendo en peligro su trabajo, y ahora el despedido era él.
De pronto vio a Angela entrar en la UCI. Durante un momento no se movió. Le asustaba enfrentarse a ella, aunque sabía que tenía que hacerlo. Se levantó de la silla y se dirigió a la unidad. Angela estaba sentada al lado de la cama de Nikki.
David se colocó en el otro lado.
Angela saludó a su esposo con un gesto y siguió hablando con Nikki. Ambos cónyuges evitaron mirarse a los ojos.
—¿Podré visitar a Caroline cuando salga de la UCI? —preguntó Nikki.
David y Angela se miraron brevemente. Estaba claro que ninguno de los dos sabía que decir.
—¿Ya se ha ido? —preguntó Nikki.
—Sí, se ha ido —dijo Angela.
—¿Le han dado el alta? —quiso saber Nikki. Los ojos se le llenaron de lagrimas. Anhelaba que la llevaran a una habitación normal para poder ver a su amiga.
—A lo mejor Arni quiere visitarte —sugirió David.
Nikki se puso de malhumor. Sus padres comprendieron que la estancia en la UCI empezaba a pasar factura, y les agobiaba tener que contarle lo de Caroline. Después de hacer todo lo posible para animar a Nikki, ambos salieron de la UCI.
Al dejar el hospital los dos se mostraban recelosos. La conversación se centró en Nikki y en su positiva evolución clínica. Los dos estaban de acuerdo en que su animo mejoraría cuando la sacaran de la UCI. Angela condujo despacio para que David la siguiese con la bicicleta. Llegaron a casa a la vez.
Cuando más tarde se sentaron en la sala de estar para ver las noticias, David carraspeó nervioso.
—Lo siento, pero tengo malas noticias. Me avergüenza decírtelo, pero esta tarde me han despedido. —Notó el choque emocional en los ojos de Angela. Apartó la mirada—. Lo siento. Se que esto complicara las cosas… Quizá no tengo madera de medico.
—Cariño —dijo Angela cogiéndole el brazo—, a mí también me han despedido.
David la miró.
—¿A ti también?
Ella asintió.
David la abrazó con fuerza. Cuando se separaron, no sabían si reír o llorar.
—Menudo desastre —dijo David.
—Menuda coincidencia —dijo Angela.
Compartieron los desgraciados detalles de los últimos acontecimientos en el hospital. Angela también le contó el último hallazgo de Walt y el inesperado encuentro con Calhoun.
—Cree que el tatuaje ayudara a encontrar al asesino —dijo Angela.
—Eso esta muy bien —dijo David.
Seguía sin compartir el entusiasmo de Angela por el caso Hodges, y menos en su situación actual.
—Calhoun tenía también noticias muy curiosas —dijo Angela, y le contó la teoría de Calhoun de que el violador del hospital y el asesino de Hodges podían ser la misma persona.
—Una idea muy interesante —dijo David, aunque sus pensamientos estaban en otra parte. Se preguntaba que podrían hacer para salir adelante en el futuro inmediato.
—¿Te acuerdas de aquellas hojas de ingreso que Hodges iba enseñando por todas partes? Todas eran de pacientes que habían muerto, y cuya muerte había sido una sorpresa para Hodges.
—¿Qué quieres decir? —preguntó David, repentinamente interesado.
—Supongo que Hodges no esperaba que murieran. Él había sido su medico hasta que fueron transferidos a la AMG.
A Calhoun le han contado que Hodges culpaba al hospital y a la AGM de esas muertas.
—¿Tienes algún historial de esos pacientes?
—Sólo los diagnósticos con los que se les ingresaron —respondió Angela—. ¿Por qué?
—Porque eso de pacientes que mueren inesperadamente también me afecta a mí.
Hubo una pausa.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Angela por fin.
—No lo sé. Supongo que tendremos que marcharnos. Lo que no se es que haremos con las hipotecas. Me pregunto si tendremos que declararnos insolventes. Habrá que hablar con un abogado. También habrá que decidir si demandamos a nuestras respectivas empresas.
—Desde luego que les demandaremos —dijo Angela—. Por acoso sexual y por despido improcedente. No pienso dejar que ese baboso de Wadley se salga con la suya.
—No se si eso de denunciar va con nuestro estilo —dijo David—. Quizá tendríamos que hacer borrón y cuenta nueva.
Yo no quiero quedarme atrapado en una ciénaga de instancias legales.
—Aplacemos de momento nuestra decisión —propuso Angela.
Después llamaron a la UCI. Nikki estaba muy bien y seguía sin fiebre.
—Nos han despedido —dijo David—, pero con Nikki bien, Ya nos arreglaremos.