20

MIÉRCOLES 27 DE OCTUBRE

Para consternación de sus padres, Nikki se levantó congestionada y con mucha tos. Temieron que le sucediera lo mismo que a Caroline, y David pensó que había sido el quien le había dado permiso de visitar a su amiga la tarde anterior.

A pesar de que se esmeraron con la terapia respiratoria, el estado de la niña no mejoró. Angela y David decidieron que no fuese al colegio y llamaron a Alice para que se quedara con ella todo el día.

A causa de la tensión que había en su casa, David inició la ronda de visitas a sus pacientes bastante nervioso. Además, le aterrorizaba pensar en lo que podía encontrarse. Pero sus temores resultaron infundados: todos sus pacientes estaban muy bien, incluso Sandra.

—Le esta bajando la inflamación —le dijo mientras le palpaba la zona infectada.

—Y que lo diga —dijo Sandra.

—Y ya no tiene fiebre.

—Estoy muy contenta. Gracias por su interés. No pienso quejarme si he de continuar internada.

—Es usted muy lista; la vía indirecta es mucho más efectiva que la directa —dijo David con una sonrisa—. Permanecerá en observación hasta estar seguros de que la infección esta controlada.

—De acuerdo. Oiga, doctor, ¿podría hacerme un favor?

—Claro que sí.

—Los controles eléctricos de esta cama no funcionan. Se lo dije a las enfermeras pero ellas no pueden hacer nada.

—Ya lo arreglare —prometió David—. Me temo que las camas estropeadas son un mal endémico de este hospital. Lo preguntare ahora mismo. Quiero que se encuentre lo más cómoda posible.

David se dirigió a la sala de enfermeras y se lo comentó a Janet Colburn.

—¿De verdad no se puede hacer nada? —preguntó.

—Eso nos han dicho en mantenimiento —contestó Janet—. Y no me apetece pelearme con ese tipo, es muy difícil de tratar. Por lo demás, de momento no tenemos ninguna cama disponible.

A David le resultó incómodo ir a ver a Van Slyke a causa de otro problema de mantenimiento. Pero tenía que pedir explicaciones de por qué no arreglaban la cama, o acudir directamente a Beaton. Era bastante absurdo.

David encontró a Van Slyke en su despacho sin ventanas.

—Una de mis pacientes tiene la cama estropeada —dijo dando unos golpecitos de cortesía en la puerta.

—El hospital la hizo buena al comprar esas camas —repuso Van Slyke—. Son una pesadilla para mantenimiento.

—¿No puede arreglarlas?

—Claro, pero volverá a estropearse.

—Quiero que la arreglen —dijo David.

—Lo haré cuando tenga un rato libre —dijo Van Slyke—. Y no me moleste más. Tengo cosas más importantes que hacer.

—Es usted una persona intratable, ¿lo sabía?

—¡Menuda cara! —espetó Van Slyke—. Usted ha sido el que ha venido aquí con exigencias. Si tiene algún problema diríjase a administración.

—Tenga por seguro que lo haré —dijo David. Se dio la vuelta y subió las escaleras.

De camino hacia el despacho de Helen Beaton, vio al doctor Pilsner entrar en el hospital y dirigirse a la escalera principal.

—Bert —dijo David—. ¿Tiene un momento?

Pilsner se detuvo.

David le describió la congestión de Nikki y preguntó si debía empezar a tomar antibióticos por vía oral. David se interrumpió al notar que Pilsner parecía nervioso. Apenas escuchaba a David.

—¿Ocurre algo?

—Lo siento —dijo Pilsner—. Estoy bastante distraído. Caroline Helmsford ha empeorado bruscamente esta noche.

Sólo he salido del hospital para tomar una ducha en casa.

—Pero ¿qué ha pasado?

—Venga y compruébelo usted mismo. —Empezó a subir las escaleras. David le siguió—. Esta ingresada en la UCI. Todo empezó con una crisis de epilepsia.

David se detuvo, sorprendido, y tuvo que apresurarse para alcanzar a su colega. Caroline había sufrido una crisis de epilepsia, al igual que sus propios pacientes.

—La neumonía se desarrolló rápidamente —prosiguió Pilsner—. Lo he probado todo pero no consigo resultados positivos.

Llegaron a la UCI. Pilsner suspiró, agotado.

—Me temo que esta en coma séptico. Intentamos a toda costa mantener su presión sanguínea, pero esta muy mal.

Creo que la perderé.

Caroline estaba ciertamente en coma. De su boca salía un tubo conectado a un respirador. Su cuerpo estaba cubierto de cables. El monitor recogía su pulso y la presión sanguínea.

David se estremeció. Se imaginó a Nikki en el lugar de Caroline y la visión le horrorizó.

La enfermera de Caroline les proporcionó un resumen de su estado. No había mejorado nada desde que Pilsner se había marchado hacía una hora. Luego, Pilsner y David se dirigieron a la consola central. David aprovechó para hablar del estado de Nikki. Pilsner le escuchó y luego aconsejó que tomara antibióticos por vía oral, y sugirió el tipo de específico y la dosis.

Al marcharse David intentó animar a Pilsner, porque sabía cómo se sentía el pediatra.

Antes de empezar con los pacientes de la consulta, David llamó a Angela, le mencionó los antibióticos de Nikki y luego lo de Caroline. Angela se quedó sin habla.

—¿Crees que su estado es irreversible? —preguntó Angela.

—Eso piensa Pilsner.

—Nikki la visitó ayer.

—No hace falta que me lo recuerdes —dijo David—. Pero Caroline estaba muy bien y no tenía fiebre.

—Dios mío —dijo Angela—. No lo entiendo. ¿Te importa comprar los antibióticos y traerlos a la hora de comer?

—De acuerdo —dijo David.

—Yo tengo que ir a Burlington.

—¿Todavía sigues con eso?

—Por supuesto. Calhoun me ha llamado para confirmar la cita. Ya ha hablado con el jefe de la sección de investigación de Burlington.

—Buen viaje —dijo David, y colgó antes de que se le escapara algo de lo que luego pudiera arrepentirse. Mientras él estaba angustiado por Nikki y Caroline, Angela seguía empecinada en el caso Hodges.

—Le agradezco que me haya recibido —dijo Calhoun mientras tomaba asiento frente a la mesa de Helen Beaton—. Como he dicho a su secretaria, sólo serán un par de preguntas.

—Yo también tengo una pregunta para usted —repuso Beaton.

—¿Quien dispara primero? —preguntó Calhoun, sacando el paquete de puros—. ¿Le importa que fume?

—Aquí no se puede fumar —replicó Beaton con sequedad—. Esta prohibido fumar en todo el hospital. Y creo que disparare en primer lugar. La pregunta tiene que ver con la duración de esta entrevista.

—Adelante —dijo Calhoun.

—¿Para quién trabaja?

—Es una pregunta muy poco ética.

—¿Por qué?

—Porque mis clientes tienen derecho al secreto profesional. Y ahora disparare yo. Según creo, el doctor Hodges solía visitarla con frecuencia…

—Perdone —le interrumpió Beaton—, pero si sus clientes prefieren mantener el anonimato, no veo razón alguna para hablar con usted.

—Como prefiera —dijo Calhoun—. Aunque a algunas personas les parecerá bastante significativo que la administradora de un hospital no quiera hablar de su antecesor. Podrían pensar que sabe usted quien mató a Hodges.

—Le agradezco su visita —dijo Beaton poniéndose de pie, sonriente—. No crea que va a engatusarme; no hablare a menos que me diga quien le ha contratado. Mi única preocupación es este hospital. Buenos días, señor Calhoun.

Calhoun se puso de pie y dijo:

—Creo que nos volveremos a ver.

Calhoun bajó al subsuelo. Su siguiente entrevista era con Werner van Slyke. Calhoun lo encontró en el almacén del hospital, ocupado en reparar el sistema eléctrico de varias camas.

—¿Werner van Slyke?

—Sí —dijo Van Slyke con su tono monocorde.

—Mi nombre es Calhoun. ¿Tiene un momento?

—¿Para que?

—Para hablar del doctor Dennis Hodges —dijo Calhoun.

—¿Le importa que siga trabajando? —dijo Van Slyke y volvió su atención a los motores.

—¿Son muy puñeteras estas camas? —preguntó Calhoun.

—Y que lo diga —repuso Van Slyke.

—¿Cómo es que las arregla usted personalmente, si es el jefe del departamento?

—Prefiero asegurarme de que se hace bien.

Calhoun se retiró del banco de trabajo y se sentó en una banqueta.

—¿Le importa si fumo?

—Haga lo que le plazca —dijo Van Slyke.

—Creí que estaba prohibido fumar en el hospital —dijo Calhoun y sacó un puro. Le ofreció uno a Van Slyke, que vaciló un momento pero acabó por coger uno. Calhoun le acercó el encendedor.

—Tengo entendido que conocía bastante bien a Hodges —dijo Calhoun.

—Para mí era una especie de padre. —Succionó el cigarro con satisfacción—. Mucho más que un padre.

—¿De veras?

—De no haber sido por Hodges, yo no habría podido asistir a la universidad. Me dio trabajo en su casa, solía quedarme a dormir allí y hablábamos mucho. Yo tuve muchos problemas con mi padre legítimo.

—¿Por ejemplo? —preguntó Calhoun. Tenía que lograr tirarle de la lengua.

—Mi padre era un hijoputa —dijo Van Slyke y tosió—. El muy cabrón me propinaba unas palizas brutales.

—¿Por qué?

—Se emborrachaba casi todas las noches. Y le daba por pegarme. Mi madre no podía evitarlo, y a veces también le pegaba a ella.

—¿Hablaba usted con su madre? Me refiero a si estaban unidos contra su padre.

—Claro que no. Después de las palizas, ella le excusaba diciendo que no había querido hacerlo. Intentaba convencerme de que mi padre me pegaba de tanto que me quería.

—Suena absurdo —dijo Calhoun.

—Pues así fue —dijo amargamente Van Slyke—. ¿Por qué coño me hace estas preguntas?

—Estoy interesado en la muerte de Hodges.

—¿Después de tanto tiempo?

—El tiempo no importa. ¿No le gustaría que el asesino recibiera su merecido?

—¿Su merecido? ¿Se refiere a matar a ese cabrón? —Van Slyke se echó a reír hasta que sufrió un acceso de tos.

—No fuma usted mucho, ¿verdad? —preguntó Calhoun.

Van Slyke negó con la cabeza. Había enrojecido a causa de la tos. Se dirigió a una pila para beber agua y luego volvió con un humor distinto.

—Creo que ya hemos hablado bastante —dijo con sequedad—. Tengo mucho trabajo.

—Bueno, pues me voy —dijo Calhoun—. Es mi primera regla: si alguien no quiere hablar conmigo, me voy. ¿Le importaría si vuelvo en otro momento?

—Me lo pensare —dijo Van Slyke.

Calhoun salió de mantenimiento y se dirigió al Centro de Diagnóstico por la Imagen. Pidió ver al doctor Cantor.

—¿Tiene cita? —le preguntó la recepcionista.

—No. Pero dígale que he venido a hablarle del doctor Hodges.

—¿El doctor Dennis Hodges? —preguntó la mujer, sorprendida.

—Exacto —dijo Calhoun—. Aguardare en la sala de espera.

Calhoun vio cómo la recepcionista telefoneaba. Luego contempló la arquitectura del local y el esplendido diseño interior. Apareció una mujer de aspecto pulcro y le pidió que la acompañara.

—¿Que significa que ha venido a hablar de Dennis Hodges? —preguntó Cantor en cuanto Calhoun entró en su oficina.

—Pues exactamente eso.

—¿Y por qué le interesa tanto? —preguntó Cantor.

—¿Le importa si me siento?

Cantor señaló una silla que había ante su escritorio. Calhoun tuvo que quitar unas revistas medicas y las depositó en el suelo. Una vez sentado, inició su ritual preguntando si podía fumar.

—Sí, pero antes ofrézcame uno —dijo Cantor—. He dejado de fumar pero me encanta hacerlo de gorra.

Después de que hubieran encendido los puros, Calhoun le dijo que le habían encargado que investigara el asunto de Hodges.

—No quiero hablar de ese cabrón —dijo Cantor.

—¿Puedo preguntarle el motivo?

—¿Por qué tendría que hablar de Hodges? —repuso Cantor.

—Pues para poder poner a su asesino en manos de la justicia —replicó Calhoun.

—Entiendo que ya se ha hecho justicia. Habría que condecorar a la persona que nos ha librado de semejante plaga.

—Ya me habían contado que no tenía muy buena opinión de Hodges.

—Eso es subestimar la realidad —repuso Cantor—. Era un ser despreciable.

—¿Podría explicarse un poco mejor?

—Era un egoísta, los demás le importaban un pimiento —dijo Cantor.

—¿Se refiere a la gente en general, o a sus colegas médicos?

—Supongo que a los médicos —admitió Cantor—. No le importaban lo más mínimo. Su única prioridad era el hospital.

Pero su concepto de la institución no lo hacia extensible a los médicos. Se apropió de los departamentos de radiología y patología y nos puso a todos de patitas en la calle. Todo el mundo le hubiera estrangulado de buen gusto.

—¿Podría citar algún nombre?

—Claro, no es ningún secreto. —Y nombró hasta cinco médicos con los dedos de una mano, el incluido.

—¿Y usted es el único de esos cinco que sigue en Bartlet?

—En efecto, así es —dijo Cantor—. Dios me iluminó al darme la idea del Centro de Diagnóstico.

—¿Sabe usted quién mató a Hodges?

Cantor fue a hablar, pero se detuvo.

—¿Sabe una cosa? —dijo—. A pesar de lo que he dicho al principio, acabare contándole vida y milagros de Hodges.

—Entiendo —dijo Calhoun—. Supongo que ha cambiado de idea. Bueno, ¿sabe usted quién mató a Hodges?

—Si lo supiera no se lo diría.

Calhoun cogió el reloj de bolsillo que llevaba atado con una cadenita al cinturón.

—¡Dios mío! —dijo, poniéndose de pie—. Lo siento pero he de marcharme. Tengo otra cita.

Aplastó el puro en el cenicero que había en la mesa del sorprendido Cantor y salió presurosamente. Subió a la camioneta y se encaminó a la biblioteca. Angela se paseaba por la acera, junto a la entrada.

—Siento el retraso —dijo Calhoun, abriéndole la portezuela—. Me lo estaba pasando muy bien con el doctor Cantor.

—Yo también he llegado un poco tarde —dijo Angela y subió a la cabina. La camioneta apestaba a puro.

—Siento curiosidad por lo que haya podido decirle el doctor Cantor. ¿Le ha contado algo interesante?

—Estoy seguro de que él no es el asesino de Hodges —dijo Calhoun—. Pero me interesa mucho, y también Beaton. Aquí esta pasando algo, lo noto… ¿Le importa si fumo? —agregó, bajando la ventanilla.

—Supongo que por eso quería que fuéramos en su camioneta —dijo Angela.

—Exactamente.

—¿Cree que saldremos airosos de esta visita a la policía estatal? Cuanto más lo pienso más nerviosa me siento. En cierto modo voy a hacer algo fraudulento, ya que no necesito esos papeles para nada relacionado con mis pacientes. Soy patóloga.

—No se preocupe —dijo Calhoun—. Quizá no tenga que dar explicaciones. Ya he hablado con el teniente y no pondrá objeciones.

—Confío en usted.

—No la defraudare. Por cierto, todavía estoy molesto por la reacción de su marido. No quiero crear problemas entre ustedes dos. Pero la verdad es que desde que deje el servicio necesito trabajar. ¿Que le parece si rebajo mis honorarios? ¿Serviría de algo?

—Se lo agradezco —dijo Angela—, pero estoy segura de que David estará satisfecho si nos ajustamos al plazo de una semana.

A pesar de las garantías de Calhoun, Angela seguía nerviosa cuando bajó de la camioneta y se dirigió a la central de policía de Burlington. Pero afortunadamente no tuvo motivos de preocupación. La presencia de Calhoun hizo que la operación fuera mucho más sencilla de lo que Angela esperaba. Calhoun fue el que llevó la voz cantante. El oficial al mando de la brigada de investigación se mostró amable y servicial.

—Ya que estamos aquí, ¿por qué no me haces dos copias? —dijo Calhoun.

—Muy bien —dijo el policía. Manipulaba los originales con las manos enguantadas.

—Así tendremos una copia cada uno —musitó Calhoun a Angela guiñándole un ojo.

Diez minutos después, estaban de regreso en la camioneta.

—Ha sido muy fácil —dijo ella y extrajo las copias del sobre y empezó a hojearlas.

—Yo no soy de los que dicen «Ya se lo había dicho» —repuso Calhoun con una sonrisa—. No me gusta decir esas cosas, no soy de ese tipo de personas.

Angela sonrió. Empezaba a entender el sentido del humor de Calhoun.

—¿Qué dicen? —preguntó Calhoun.

—Son las copias de las hojas de admisión de ocho pacientes.

—¿Hay algo interesante?

—No lo parece —dijo Angela—. Edades diferentes, sexos diferentes y diagnósticos diferentes. Una cadera rota, neumonía, sinusitis, dolor toracico, dolor en el cuadrante abdominal inferior derecho, flebitis, apoplejías y piedras en el riñón.

No se que esperaba encontrar, pero esto parece bastante normal.

Calhoun encendió la camioneta y se adentró en el trafico.

—No saque conclusiones precipitadas —dijo.

Angela guardó los papeles en el sobre y miró por la ventanilla. Reconoció la calle por la que circulaban.

—Un momento —dijo—. Pare un momento.

Calhoun aparcó junto al bordillo.

—Estamos muy cerca de la oficina del forense en jefe —dijo Angela—. ¿Podríamos pasar a verle un momento? Él se interesó por la autopsia de Hodges y una visita nuestra podría acrecentar su interés.

—De acuerdo —dijo Calhoun—. Me gustaría conocerle.

Hicieron un giro de ciento ochenta grados en medio del trafico. Angela cerró los ojos ante los coches que se les venían encima. Calhoun le dijo que se tranquilizara.

Unos minutos más tarde estaban en el edificio del forense.

Walter Dunsmore estaba en el bar del edificio. Angela le presentó a Calhoun.

—¿Os apetece comer algo? —preguntó Walter.

Angela y Calhoun pidieron sandwiches.

—El señor Calhoun nos ayuda en la investigación del caso Hodges —explicó Angela—. Hemos venido a Burlington a recoger las copias de unas pruebas. Pensé que tal vez usted había averiguado más cosas.

—No, nada nuevo —dijo Walter—. Los resultados de toxicología son negativos, salvo lo del nivel de alcohol que ya le explique. Eso es todo. Como le dije el otro día, parece que nadie esta interesado en que este caso se resuelva.

—Ya —dijo Angela—. ¿Algo nuevo sobre el carbón encontrado bajo la piel?

—No he tenido ocasión de seguir con ello —contestó Walter.

Poco después, Angela dijo que tenían que volver a Bartlet, pues había aprovechado la hora de la comida para desplazarse a Burlington. Walter le dijo que volviera a visitarle siempre que quisiera.

El camino de vuelta a Bartlet le pareció más rápido que el de ida a Burlington. Calhoun dejó a Angela junto a la biblioteca para que cogiera su coche.

—La mantendré informada. Y acuérdese de mantenerse completamente al margen de todo esto.

—No se preocupe —dijo Angela. Le dijo adiós con la mano mientras se sentaba al volante. Eran casi la una y media.

Una vez en su despacho, Angela guardó los papeles de Hodges en el cajón superior de su mesa. Tenía que acordarse de llevárselos a casa por la noche. Mientras se estaba poniendo la bata, Wadley abrió la puerta que conectaba los dos despachos sin molestarse en llamar.

—Llevo buscándola más de veinte minutos —dijo enfadado.

—No estaba en el hospital.

—Eso ya lo imaginaba —exclamó Wadley—. Se lo he advertido otras veces.

—Lo siento. He salido a dar un paseo durante la hora de la comida.

—Pero ha tardado más de una hora —observó Wadley.

—Es posible —repuso ella—, pero hoy pensaba quedarme hasta más tarde, cosa que por cierto hago casi todos los días.

Además, pedí al doctor Cornell que me sustituyera si había alguna urgencia.

—No me gusta que mis colaboradores se esfumen en medio de su jornada laboral.

—No estaba muy lejos. Soy plenamente consciente de mis responsabilidades y las cumplo al pie de la letra. No soy la responsable de los análisis quirúrgicos, que es lo único urgente de esta sección. Además, mi paseo incluyó una visita al forense en jefe.

—¿Has estado con Walt Dunsmore? —preguntó Wadley.

—Puede llamarle si no me cree —replicó Angela. A Wadley se le bajaron los humos.

—Estoy demasiado ocupado como para andar comprobando el paradero de mis subalternos —dijo Wadley—. El caso es que últimamente estoy disgustado con tu comportamiento. Te recuerdo que todavía estas en período de prueba.

Y te aseguro que si no demuestras más profesionalidad, no serás contratada.

A continuación, Wadley entró en su despacho y cerró de un portazo.

Angela se quedó un momento mirando la puerta. Odiaba la hostilidad de Wadley. Sin embargo, la prefería a los acosos sexuales. Se preguntaba si alguna vez mantendrían una relación profesional normal.

Después de visitar al ultimo paciente de la consulta, David decidió hacer la ronda por el hospital. No le agradaba hacerlo por temor a encontrarse con sorpresas desagradables.

En primer lugar fue a la UCI para interesarse por el estado de Caroline. La niña había empeorado y su estado era crítico.

David encontró al doctor Pilsner en desesperada vigilia, sentado en la UCI. Parecía totalmente abatido.

Luego se dirigió a visitar a sus propios pacientes. Cada vez que abría la puerta de una habitación, sentía una ansiedad que sólo se le pasaba al comprobar que el enfermo estaba bien.

Pero cuando entró en la habitación de Sandra la ansiedad permaneció. El estado psicológico de Sandra se había deteriorado bastante.

David se sintió abrumado. Las enfermeras no estaban muy impresionadas, pero el cambio había sido terrible. En pocas horas, había caído en una apatía total y además babeaba. Sus ojos habían perdido el brillo. Antes no tenía fiebre y ahora estaba a más de treinta y ocho.

David intentó hablar con Sandra pero ella se mostró muy imprecisa. El único síntoma que fue capaz de explicar fue que sentía retortijones abdominales. Eso le recordó a aquellos pacientes de los que intentaba olvidarse todo el rato. A David se le aceleró el pulso. Pensaba que no soportaría que se le muriera otro paciente.

Fue a la sala de enfermeras y hojeó el historial de Sandra. La única referencia destacable era una nota que mencionaba que la paciente había perdido el apetito y no había tomado el almuerzo. David comprobó el gota a gota: correcto. Revisó los análisis del laboratorio: normales. Buscaba una pista en el historial que pudiera justificar el cambio de estado psicológico, pero no encontró nada. Lo único que se le ocurrió fue que estuviera incubando una meningitis, es decir, una inflamación de la corteza cerebral. Si la había hospitalizado había sido precisamente por eso, por temor a que cogiera una meningitis.

David volvió a examinarla, y aunque no encontró ningún síntoma de meningitis, le practicó la prueba definitiva: una punción lumbar de la que obtuvo una muestra de líquido cefalorraquídeo. El líquido parecía normal, pero para asegurarse lo envió al laboratorio. El resultado fue completamente normal. A continuación ordenó un contaje del azúcar en la sangre.

A lo único que Sandra no se mostraba insensible era al dolor cuando David le palpaba el absceso. Por tanto, este añadió un nuevo antibiótico a la medicación. Pero no podía hacer nada más. Se sentía perdido, había perdido toda esperanza.

Deprimido, David montó en la bicicleta y regresó a casa.

No disfrutó del paseo. Se sentía abatido por lo de Caroline y preocupado por Sandra. Pero nada más llegar a casa comprendió que no podía caer en la autocompasión. Nikki estaba un poco peor que al mediodía, cuando le había llevado los antibióticos. La congestión había aumentado y la temperatura ya casi llegaba a treinta y ocho.

David telefoneó a la UCI y comunicó al doctor Pilsner que el tratamiento con antibióticos no estaba surtiendo efecto.

—Suspéndalo —dijo el doctor Pilsner con voz cansada—. Creo que será mejor que le administre un mucolítico y un broncodilatador, además de la terapia respiratoria.

—¿Algún cambio en el estado de Caroline? —preguntó David.

—Ningún cambio —dijo Pilsner sombríamente.

Angela llegó a casa a las siete. Después de ver a Nikki, que estaba mejor tras la terapia respiratoria, fue a tomar una ducha. David le acompañó al cuarto de baño.

—Caroline esta peor —dijo mientras Angela entraba en la ducha.

—Me dan pena los Helmsford —dijo ella—. Deben de estar destrozados. Pido a Dios que Nikki no se haya contagiado.

—Otra de mis pacientes, Sandra Hascher, esta igual que los anteriores —dijo David.

—¿Por qué la habían ingresado? —preguntó Angela asomando la cabeza.

—Por un flemón. Estaba respondiendo muy bien a los antibióticos. Pero de repente, esta tarde ha experimentado un cambio radical en su estado psicológico.

—¿Esta desorientada?

—Principalmente apática y dispersa —dijo David—. Ya se que no parece grave, pero para mí es dramático.

—¿Meningitis? —preguntó Angela.

—Es lo único que se me ha ocurrido. No tenía dolor de cabeza, ni experimentaba cambios bruscos de temperatura. Le practique una incisión lumbar y no encontré nada.

—¿Un tumor cerebral? —preguntó Angela.

—Tenía muy poca fiebre —dijo David—. Quizá le haga una resonancia magnética. Lo peor es que su estado me recuerda al de los pacientes fallecidos.

—Supongo que no llamaras a nadie a consulta.

—No; si lo hago me quitaran a la paciente. Tal vez me recriminen si le hago la resonancia magnética.

—Desde luego, tienen una visión despreciable de la medicina —dijo Angela.

David guardó silencio.

—El viaje a Burlington ha ido muy bien —dijo Angela.

—Me alegro —replicó por mera cortesía.

—El único problema ha sido Wadley. Se comporta de una forma irracional. Me ha amenazado con despedirme.

—¡Vaya! —exclamó David. Estaba estupefacto—. ¡Eso sería un desastre para nosotros!

—No te preocupes. Estaba fanfarroneando. No se atrevería a despedirme después del acoso sexual a que me ha sometido.

Es la única razón por la que me alegro de haber hablado con Cantor: así ha quedado constancia oficial de mi denuncia.

—Eso no me sirve de consuelo —dijo David—. Nunca había pensado que pudieran despedirte.

A la hora de la cena, Nikki no tenía ganas de comer. Angela la obligó a sentarse a la mesa y le dijo que por lo menos comiera un poco. David le dijo que dejara a la niña en paz y ambos se enzarzaron en una discusión. Nikki se marchó de la mesa llorando.

David y Angela estaban enfadados y se culpaban mutuamente por lo de Nikki. Permanecieron un rato callados, viendo la televisión. Cuando llegó la hora de que esta se fuera a la cama, Angela le dijo a David que ella ayudaría a Nikki con la terapia respiratoria y que él recogiese la mesa.

Mientras David llevaba los platos del comedor a la cocina, Angela volvió presurosa.

—Nikki me ha hecho una pregunta embarazosa. Quiere saber si Caroline va a salir pronto del hospital.

—¿Y que le has dicho? —preguntó David.

—Le he dicho que no lo sabía. He preferido no contarle la verdad.

—Bien —dijo David—. Yo tampoco pienso contarle nada hasta que no se le pase la congestión.

—De acuerdo —dijo Angela, y se dirigió al piso de arriba.

A eso de las nueve, David llamó al hospital. Habló un buen rato con la enfermera jefe, que insistió en que el estado de Sandra no había empeorado demasiado. Reconoció, sin embargo, que no había cenado.

Cuando David colgó, Angela salió de la cocina.

—¿Te gustaría echar un vistazo a los papeles que he traído de Burlington?

—No tengo el más mínimo interés.

—Gracias —ironizó Angela—. Sabes que para mí es importante.

—Estoy demasiado preocupado como para pensar en esas cosas —replicó David.

—Yo siempre tengo tiempo y ánimos para escuchar tus problemas —dijo Angela—. Por lo menos podrías corresponderme.

—No creo que la comparación sea valida —dijo David.

—¿Cómo te atreves a decir eso? Sabes muy bien cómo me afecta el caso Hodges.

—Yo no quiero apoyarte en esto. Creo que lo he dejado muy claro.

—Oh, sí. Lo tuyo siempre esta muy claro: lo tuyo es importante y lo mío no.

—Me parece bastante curioso que con todo lo que nos ocurre, tú sigas obsesionada con Hodges. Creo que estas hecha un lío con tus prioridades. Mientras tú ibas a Burlington a buscar pistas, yo estaba aquí ocupándome del antibiótico de nuestra hija. Y su mejor amiga esta en el hospital agonizando.

—Parece mentira que me digas estas cosas —farfulló Angela.

—Y además te tomas a broma las amenazas de despido de Wadley. Y todo porque lo más importante era ir a Burlington.

Pues te diré algo: si te despiden será un desastre de consecuencias irreparables. Y eso sin contar que tus investigaciones ponen en peligro a toda la familia.

—¡Te crees un hombre muy equilibrado! —gritó Angela—. ¡Pues te engañas! Crees que los problemas se solucionan negándolos. Pues bien, eres tu el que confunde sus prioridades no ayudándome cuando más lo necesito. Y por lo que respecta a Nikki, tal vez no estaría así si hubieras impedido que visitara a su amiga hasta enterarte bien de lo que tenía.

—Eso es jugar sucio —exclamó David, pero se contuvo. Él se consideraba una persona equilibrada y no pensaba perder los nervios.

El problema era que cuanto más autodominio ejercía David, más irracional se volvía Angela, y viceversa. A las once de la noche estaban agotados y excitados. De mutuo acuerdo decidieron que David dormiría en la habitación de invitados.