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LUNES 3 DE MAYO

Harold Traynor jugueteaba con el mazo de caoba con incrustaciones de oro que había comprado en Shreve Crump & Low, en Boston. Presidía la mesa de reuniones del Bartlet Community Hospital. Frente a él se encontraba el atril que había hecho construir especialmente para la sala de conferencias. Encima del atril estaban sus notas, que su secretaria había mecanografiado a primera hora de la mañana. En el centro de la mesa se extendían distintos tipos de instrumentales y parafernalia medica que esperaban la evaluación del consejo.

Por encima de aquella confusión destacaba la maqueta del nuevo edificio de aparcamientos.

Traynor miró su reloj: eran las seis de la tarde. Cogió el mazo con la mano derecha y dio unos golpes. El cuidado de los detalles y la puntualidad eran dos virtudes que Traynor valoraba especialmente.

—Se inicia la sesión del Comité Ejecutivo del Bartlet Comunity Hospital —anunció con toda la pompa del mundo.

Llevaba su mejor traje de rayas y calzaba unos zapatos impecablemente bruñidos. Medía poco más de uno sesenta y se sentía muy acomplejado. Se peinaba la oscura y escasa cabellera de forma que le ocultara la calva de la coronilla.

Traynor dedicaba mucho tiempo a preparar las reuniones del consejo, tanto en la forma como en el fondo. El día de la reunión, al volver de Montpelier, adonde había ido por la mañana, fue directo a su casa a ducharse y a cambiarse de ropa.

No disponía de tiempo y no pasó por su despacho. Harold Traynor era abogado especializado en planificación urbana y fiscalidad. Además, se dedicaba a los negocios y tenía acciones en algunas empresas de la ciudad.

Sentados frente a el estaban Barton Sherwood, vicepresidente del consejo; Helen Beaton, directora del hospital; Michael Caldwell, vicepresidente y director medico del hospital; Richard Arnsworth, tesorero; Clyde Robertson, secretaria; y el doctor Delbert Cantor, actual jefe de personal.

Siguiendo el rígido protocolo parlamentario recomendado en el Libro Robert del Protocolo, que Traynor había comprado al acceder a la presidencia del consejo, le pidió a Clyde Robertson que leyera el acta de la ultima sesión.

Una vez leída y aprobada el acta, Traynor carraspeó antes de iniciar el informe mensual de la presidencia. Miró a todos los miembros del comité ejecutivo, asegurándose de que estaban atentos. Sólo hubo la habitual excepción: el doctor Cantor, que como siempre parecía aburrido y se entretenía en limpiarse las uñas.

—Nos enfrentamos a retos muy importantes —empezó Traynor—. Como centro asistencial de la región hemos salvado alguno de los problemas financieros de los pequeños hospitales rurales, aunque no todos. En una situación tan difícil como la actual, tendremos que trabajar aún más que en el pasado para lograr que el hospital salga adelante. Aun así, de vez en cuando una pequeña luz ilumina nuestro duro camino.

Supongo que ya se habrán enterado de la muerte de William Saphiro. El señor Saphiro, un apreciado amigo y cliente, murió la semana pasada a causa de una neumonía sobrevenida tras una operación de rodilla. Y aun sintiendo mucho su inesperada desaparición, me complace anunciarles que el señor Saphiro había dejado al hospital como único beneficiario de un seguro de vida por valor de tres millones de dólares.

Entre los presentes se extendió un murmullo de aprobación. Traynor levantó la mano pidiendo silencio.

—Este gesto tan sumamente caritativo no podía haber llegado en mejor momento. Aunque sea momentáneamente, cubriremos los números rojos. La mala noticia del mes es que nuestro fondo de amortización para la emisión de bonos ha quedado muy lejos de los objetivos fijados inicialmente. —Traynor miró a Sherwood, que movía el bigote con una especie de tic nervioso—. Tendremos que mantener a flote los bonos y para ello habrá que invertir una buena parte de los tres millones de dólares de la donación.

—No todo ha sido culpa mía —soltó abruptamente Sherwood—. Se me apremió para que maximizase los réditos de los bonos, y eso implicaba riesgos.

—La presidencia no esta de acuerdo con Barton Sherwood —espetó Traynor.

Por un instante pareció que Sherwood iba a replicar, pero guardó silencio.

Traynor estudió sus notas, en un esfuerzo para recuperarse del ataque de Sherwood. Traynor odiaba los altercados.

—Gracias a la donación del señor Saphiro —continuó—, la debacle de los fondos de amortización no resultara catastrófica para nuestro hospital. El problema será tratar de evitar que los inspectores detecten nuestro déficit. No podemos permitirnos trastocar el valor de cambio de nuestros bonos.

En consecuencia, nos veremos obligados a posponer el lanzamiento de una nueva emisión de bonos para el aparcamiento hasta que se repongan los fondos de amortización. Como medida provisional, y para prevenir nuevas agresiones a nuestras enfermeras, he dado instrucciones a nuestra directora Helen Beaton para poner iluminación en el aparcamiento.

Traynor miró a su alrededor. Según el Libro del Protocolo, ese asunto tendría que haber sido presentado como una moción: debatido y votado. Pero nadie presentó la moción.

—El último punto concierne al doctor Dennis Hodges —dijo Traynor—. Como saben, el doctor Hodges desapareció el pasado mes de marzo. La semana anterior me reuní con nuestro jefe de policía, Wayne Robertson, para tratar el caso.

No hay ninguna pista de su paradero. Tampoco hay indicios de que este envuelto en algo turbio. Pero el comisario Robertson me ha comentado que cuanto más tiempo este desaparecido, más probabilidades hay de que este muerto.

—Probablemente anda por ahí —dijo el doctor Cantor—. Conociendo a ese cabrón yo diría que debe estar en Florida, riéndose de toda esta mierda de problemas burocráticos.

—¡Por favor! —exclamó Traynor, al tiempo que utilizaba la maza—. Guardemos la compostura.

Cantor cambió su expresión de aburrimiento por otra de desdén, pero siguió callado. Traynor lo miró antes de volver a tomar la palabra:

—Cualesquiera sean nuestros sentimientos personales hacia el doctor Hodges, esta claro que ha jugado un papel muy importante en la historia de este hospital. De no haber sido por el esta institución sólo sería uno más de tantos centros sanitarios rurales. Se merece que nos preocupemos por su situación. Quiero que el comité ejecutivo sepa que la mujer del doctor Hodges, que esta separada de él, ha decidido vender la casa. Desde hace años esta instalada en Boston, su ciudad de origen. Durante un tiempo mantuvo la esperanza de que su marido apareciese, pero después de una conversación con el jefe Robertson decidió romper sus lazos con Bartlet. Menciono este asunto por si en un futuro próximo el consejo considerase la posibilidad de levantar un monumento en reconocimiento a la contribución del doctor Hodges al Bartlet Community Hospital.

Al terminar, recogió sus notas y le pasó formalmente las riendas de la reunión a Helen Beaton para que leyera el informe mensual de la presidencia. Beaton apartó la silla y se levantó. Tenía unos treinta y cinco años. Era una mujer de cara redondeada, no muy distinta de la de Traynor, y pelo corto castaño rojizo. Llevaba un traje de chaqueta azul marino acompañado con un pañuelo de seda.

—Este mes he hablado con varios grupos cívicos —explicó Helen—. Y con todos he empleado el mismo argumento: las dificultades financieras del hospital. Me ha resultado muy interesante comprobar que la mayoría de la gente desconocía nuestras dificultades a pesar de que hemos salido continuamente en los periódicos. En mis conversaciones intente poner de relieve la importancia económica del hospital para la ciudad y la región. Les hice ver que si el hospital cerrase todo el mundo saldría perjudicado. Después de todo, el hospital es el mayor empresario de esta región. También les recordé que no hay una base tributaria para el hospital, y que la emisión de bonos ha sido y será la única forma de que sigamos funcionando. —Beaton hizo una pausa mientras revisaba sus notas—. Y por lo que respecta a las malas noticias —enseñó varios gráficos que ilustraban la información que iba a facilitar—, las admisiones de pacientes en abril han sido un doce por ciento superiores a las previstas. El censo diario ha sido un ocho por ciento más elevado que el de marzo, y la media de estancias se ha fijado por encima del seis por ciento. Como más tarde explicara nuestro tesorero Richard Arnsworth, son cifras un tanto preocupantes. —Beaton cogió el último gráfico—. Finalmente, he de informar de un descenso en la utilización de las urgencias que, como saben, no entra dentro del acuerdo con la AMG. Y lo que aún es peor, la AMG se ha negado a pagar algunas de nuestras reclamaciones de urgencias alegando que los interesados incumplían sus normas.

—¡El hospital no tiene la culpa! —exclamó el doctor.

—A la AMG le traen sin cuidado nuestros tecnicismos —dijo Beaton—. Por tanto, nos hemos visto obligados a cobrar directamente a los pacientes. Como es normal, ha habido protestas. Algunos se han negado a pagar y nos han dicho que se lo reclamemos a la AMG.

—La asistencia sanitaria se esta convirtiendo en una autentica pesadilla —observó Sherwood.

—Explíqueselo a su representante en Washington —repuso Beaton.

—No nos vayamos por las ramas —dijo Traynor.

Beaton volvió a mirar sus notas y continuó:

—Los indicadores cualitativos de abril se han mantenido dentro de las expectativas. El número de incidencias ha sido inferior al de marzo y no se han producido nuevas demandas por negligencias médicas.

—Las maravillas no se acaban nunca —comentó el doctor Cantor.

—Otras noticias desagradables del mes de abril han sido los disturbios sindicales —continuó Beaton—. En los departamentos de dietética y de mantenimiento. No hace falta mencionar que la sindicalización añadiría nuevos problemas a nuestra situación financiera.

—Es un problema tras otro —dijo el doctor Sherwood.

—Tenemos dos unidades con índices de utilización muy bajos: cuidados intensivos para neonatos y el acelerador lineal. En abril analice la situación con la AMG, ya que los costes de mantenimiento de estas unidades son muy elevados. Tuve que recordarles que habían sido ellos los que solicitaron esos servicios. Los de la AMG, prometieron traspasarnos pacientes de hospitales que no posean estas instalaciones, y remunerarnos por ello.

—Eso me recuerda algo —dijo Traynor, que como era el presidente consideraba que tenía derecho a interrumpir cuando quisiera—. ¿En que estado esta la vieja maquina de cobalto? ¿O que sustituimos por el acelerador lineal? ¿Han dicho algo los de la división estatal de permisos o los de la comisión de energía nuclear?

—Nada de nada —respondió Beaton—. Les hemos informado que hemos vendido la maquina a un hospital de Paraguay y que estamos esperando recibir el dinero.

—No quiero meterme en ningún berenjenal burocrático por culpa de esa maquina —advirtió Traynor.

—Y finalmente —dijo Beaton volviendo a la última página de su memoria—, me temo que tengo otra mala noticia.

Anoche, a eso de las doce, se produjo otro asalto en el aparcamiento.

—¿Qué? —chilló Traynor—. ¿Por qué no he sido informado?

—Yo no me entere hasta esta mañana —explicó Beaton—. Intente hablar con usted pero no pude localizarle. Le he dejado un mensaje.

—He pasado todo el día en Montpelier —explicó Traynor moviendo la cabeza en señal de desanimo—. ¡Mierda, hay que acabar con esto de una vez! Es un desastre para nuestra imagen, no quiero ni pensar lo que dirán los de la AMG.

—Necesitamos ese nuevo aparcamiento —dijo Beaton.

—El aparcamiento tendrá que esperar hasta que lancemos una nueva emisión de bonos —dijo Traynor—. Quiero que se ocupe inmediatamente de lo de la iluminación, ¿entendido?

—He hablado con Werner van Slyke —dijo Beaton—. Ya se ha puesto en contacto con el contratista. Seguiré de cerca el tema para que se haga lo antes posible.

—Es increíble la cantidad de quebraderos de cabeza que produce dirigir un hospital en estos tiempos —dijo Traynor dejándose caer pesadamente en su silla y frunciendo los labios—. ¿Por qué me habré metido en esto? —Luego cogió el orden del día y llamó a Richard Arnsworth, el tesorero, para que leyera su informe.

Arnsworth se puso de pie. Era el típico contable de gafas, meticuloso y con una voz tan débil que todos tenían que esforzarse en entenderle. Empezó remitiéndoles a la hoja del balance que cada uno tenía en la carpeta que les habían entregado al principio de la reunión.

—A primera vista destaca —empezó Arnsworth— el que los gastos mensuales son todavía significativamente más elevados que los pagos de capitación del AMG. De hecho, la diferencia tiene que ver con el incremento de los ingresos de pacientes y el tiempo de estancia. También estamos perdiendo dinero con los pacientes acogidos al seguro para la tercera edad y que no pertenecen al AMG, así como con aquellos indigentes que no tienen seguro. El porcentaje de pacientes de pago o con seguro de indemnización es tan pequeño, que tendríamos que cambiar muchísimo los costes para cubrir las perdidas. Como resultado de esas perdidas, la liquidez del hospital es irrisoria.

Así pues, he recomendado cambiar los plazos de las inversiones y pasarlas de ciento ochenta días a treinta.

—Ya hemos empezado a hacerlo —anunció Sherwood.

Cuando Arnsworth se sentó, Traynor solicitó una votación para aprobar el informe del tesorero. La idea fue secundada sin ninguna oposición. A continuación, Traynor dio la palabra al doctor Cantor para que leyera el informe de la plantilla médica.

Cantor se puso de pie lentamente y apoyó los puños en la mesa. Era una persona alta y gruesa, de tez pálida. A diferencia de sus compañeros, no llevaba ningún tipo de notas.

—Este mes sólo hay un par de cosas —dijo informalmente.

Traynor miró a Beaton para atraer su atención, y luego movió la cabeza con disgusto. A Traynor no le gustaba la actitud displicente que mostraba el doctor Cantor en las reuniones.

—Los anestesistas están en pie de guerra, lo que es bastante normal dado que se les ha comunicado que el hospital absorbe su departamento, y en consecuencia tendrán un sueldo fijo. Puedo imaginarme cómo se sienten, pues tuve que vivir una situación parecida bajo la administración de Hodges.

—¿Cree que emprenderán algún tipo de acción legal? —preguntó Beaton.

—Estoy convencido —dijo el doctor Cantor.

—Que hagan lo que quieran —dijo Traynor—. Con los patólogos y los radiólogos ya se ha establecido un precedente.

No entiendo cómo pueden pensar en seguir cobrando las facturas como privados si estamos en régimen de capitación. Es un disparate.

—Hemos nombrado un nuevo director de recursos —dijo el doctor Cantor cambiando de tema—. Se llama doctor Chou.

—¿Podría crearnos algún problema? —preguntó Traynor.

—No lo creo —dijo el doctor Cantor—. La verdad, el puesto no le hacía mucha ilusión.

—Me reuniré con él —dijo Beaton.

Traynor asintió.

—Y la última cuestión de mi departamento —dijo el doctor Cantor—. El medico número noventa y uno. Me han dicho que durante el último mes no ha bebido ni una gota.

—Que siga a prueba otro mes —dijo Traynor—. No corramos riesgos innecesarios, ya ha tenido otras recaídas.

El doctor Canton se sentó.

Traynor preguntó si había más cuestiones y, como nadie se movió, solicitó un aplazamiento. El doctor Cantor se mostró encantado. Después de un sonoro asentimiento, Traynor dio por terminada la reunión golpeando la mesa con el mazo.

Traynor y Beaton recogieron presurosamente sus papeles.

Todo el mundo salió en desbandada y se dirigió al Iron Horse. Una vez a solas, las miradas de Traynor y Beaton se encontraron. Traynor dejó la cartera, rodeó la mesa y la abrazó apasionadamente.

Salieron de la sala de reuniones cogidos de la mano para ir a instalarse en un sofá del despacho de Beaton. Hicieron el amor ardientemente, en la penumbra, como llevaban haciendo durante el último año después de las reuniones del comité ejecutivo. No se molestaban en quitarse la ropa, la cosa no duraba mucho.

—Me parece que ha sido una buena reunión —dijo Traynor mientras se acicalaban un poco.

—Estoy de acuerdo —dijo Beaton. Encendió la luz y se acercó a un espejo que había en la pared—. Has llevado muy bien lo de la iluminación del aparcamiento. No has dado lugar a que se produjera un debate.

—Gracias —dijo Traynor, orgulloso.

—Estoy preocupada por la situación financiera —admitió Beaton mientras se arreglaba el maquillaje—. Al final el hospital tendrá que cerrar.

—Tienes razón —reconoció Traynor con un suspiro—. Yo también estoy preocupado. Me gustaría retorcerle el cuello a los de la AMG. Es irónico que esta «lucha por el control» nos lleve a la bancarrota. Este año de negociaciones con la AMG se ha convertido en cosa de vida o muerte. Si no hubiéramos aceptado lo de la capitación, no hubiéramos firmado el contrato y tendríamos que haber cerrado como el Valley Hospital. Y encima que hemos aceptado la capitación, igualmente tendremos que cerrar.

—Todos los hospitales tienen problemas —dijo Beaton—. Deberíamos tenerlo presente aunque sea un consuelo muy tonto.

—¿Crees que podríamos renegociar el contrato con la AMG? —preguntó Traynor.

—En absoluto —dijo Beaton riendo sarcásticamente.

—No se que más podemos hacer —dijo Traynor—. A pesar del CEN que ha puesto en marcha el doctor Cantor, estamos perdiendo dinero.

—Tenemos que modificar ese acrónimo. Es un tanto ridículo. ¿Y si cambiamos lo de Control Estricto de Necesidades por Control Estricto de Recursos? CER suena menos místico que CEN.

—Yo sigo prefiriendo CEN —dijo Traynor—. Por cierto, me parece una tontería haber fijado una capitación tan baja.

—A Caldwell y a mí se nos ha ocurrido una idea que podría ser útil —dijo Beaton. Cogió una silla y se sentó frente a Traynor.

—¿No tendríamos que irnos ya al Iron Horse? —dijo Traynor—. No quiero que nadie sospeche nada, esta es una ciudad muy pequeña.

—Sólo será un momento —prometió Beaton—. Caldwell y yo hemos estado dándole vueltas al motivo por el que la cifra que nos han dado los consultores se ha quedado tan corta.

Y es que han tomado como punto de partida las estadísticas de hospitalización que nos había facilitado la AMG. Lo que nadie ha considerado es que esas estadísticas se basan en la experiencia de la AMG en su hospital de Rutland.

—¿Crees que la AMG nos ha facilitado cifras falsas? —preguntó Traynor.

—No —contestó Beaton—. Pero al igual que el resto de las sociedades medicas, cuando negocian con su propio hospital, la AMG incentiva a sus médicos por limitar la hospitalización, cosa que la gente no sabe.

—¿Te refieres a comisiones a los médicos? —preguntó Traynor.

—Exactamente —respondió Beaton—. Es una especie de soborno. Cuanto menor es la tasa de hospitalización de enfermos, mayor es la bonificación para los médicos. Es muy eficaz. Caldwell y yo creemos que es posible fijar algún incentivo de ese tipo en el Bartlet Community Hospital. El único problema es que para ponerlo en marcha necesitamos un pequeño capital inicial. Una vez empiece a ser operativo, se autofinanciara a medida que se vaya reduciendo la hospitalización.

—Parece una buena idea —afirmó Traynor, entusiasmado—. Quizá sumada al DUM, nos permita salir de los números rojos.

—Me reuniré con Charles Kelley para discutirlo —dijo Beaton, poniéndose el abrigo—. Espero que mientras estemos con lo del aprovechamiento de recursos, no nos den el certificado de Urgencia para la cirugía a corazón abierto. Es muy importante que no nos lo concedan. Los de la AMG tendrán que seguir mandando a Boston a los pacientes que necesiten un bypass.

—Estoy totalmente de acuerdo —dijo Traynor sujetando la puerta para que pasase Beaton.

Salieron del hospital y entraron en el aparcamiento.

—Ese ha sido uno de los motivos de mi viaje a Montpelier, he estado conspirando.

—Si nos dan el Certificado de Urgencia agravaremos los números rojos —advirtió Beaton.

Llegaron hasta sus respectivos coches, que estaban aparcados uno al lado del otro. Antes de sentarse al volante, Traynor echó un vistazo al aparcamiento, que estaba en la más absoluta penumbra. Especialmente en la zona en que los árboles separaban los dos aparcamientos.

—Esta más oscuro que nunca —le gritó a Beaton—. Necesitamos esa iluminación.

—Me ocupare de ello —prometió ella.

—¡Maldita sea! —dijo Traynor—. Con todos los problemas que tenemos, aparece un maldito violador. ¿Qué se sabe de lo de anoche?

—Fue a eso de las doce —explicó Beaton—. Y esta vez no fue una enfermera, sino una de las voluntarias, Marjorie Kleber.

—¿La profesora? —preguntó Traynor.

—Sí. Aunque estaba enferma ha seguido trabajando los fines de semana.

—¿Y del violador? —preguntó Traynor.

—La misma descripción de siempre: uno ochenta de estatura, pasamontañas, etc… La señora Kebler explicó que el violador llevaba unas esposas.

—Un toque encantador —dijo Traynor—. ¿Cómo pudo escaparse?

—Tuvo mucha suerte —contestó Beaton—. El vigilante nocturno pasaba en ese momento de ronda.

—Quizá tendríamos que incrementar el equipo de seguridad —sugirió Traynor.

—Estamos sin dinero —le recordó Beaton.

—Tal vez tendría que hablar con Wayne Robertson y pedirle que la policía nos echase una mano —dijo Traynor.

—Ya he hablado con él. Pero Robertson no dispone de hombres como para ponernos uno fijo todas las noches.

—Me pregunto si Hodges conocía de verdad la identidad del violador.

—¿Crees que su desaparición tiene algo que ver con sus sospechas? —preguntó Beaton.

—No lo había pensado —contestó Traynor encogiéndose de hombros—. Supongo que es posible. Era incapaz de guardar un secreto.

—Da miedo pensar en ello —comentó Beaton.

—Sí —respondió Traynor—. A pesar de todo, quiero estar informado de cualquier otra agresión que se produzca. Todo esto puede tener consecuencias desastrosas para el hospital.

Y, sobre todo, no quiero más sorpresas de este tipo en las reuniones del comité ejecutivo. Me dejan en muy mala posición.

—Lo siento —dijo Beaton—, pero intente hablar contigo.

A partir de ahora me asegurare de que estés informado.

—Quedamos en el Iron Horse —dijo Traynor, subiendo al coche y encendiendo el motor.