MARTES 26 DE OCTUBRE
David y Angela tuvieron una mala noche; los dos estaban sobreexcitados. David despertó antes del amanecer. Se sorprendió al ver la hora: las cuatro de la madrugada. Como sabía que no volvería a conciliar el sueño, se levantó y salió de puntillas de la habitación para no molestar a Angela.
Camino de la sala de estar, se detuvo en lo alto de las escaleras. Oyó ruidos en la habitación de Nikki y se quedó sorprendido de ver aparecer a su hija.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—Estoy despierta —dijo Nikki—. Estaba pensando en Caroline.
David la acompasó a su habitación para hablarle de su amiga. David le dijo que seguramente Caroline ya estaría mucho mejor. Le prometió que apenas llegar al hospital preguntaría por ella y que telefonearía a Nikki para contarle cómo estaba Caroline.
La niña tuvo un acceso de tos y su padre le sugirió que hicieran los ejercicios de drenaje pulmonar. Los hicieron durante casi media hora, y Nikki se recuperó bastante.
Bajaron juntos a la cocina y prepararon el desayuno. David frio bacon y huevos mientras Nikki cortaba un bizcocho. Encendieron la chimenea y el desayuno tuvo un aire festivo que resultó un buen antídoto para sus atribulados espíritus.
David salió de su casa a las cinco y media y llegó al hospital antes de las seis. Mientras iba en la bicicleta anotó mentalmente que tenía que llamar para que repararan la ventana.
Los pacientes de David estaban todavía dormidos y prefirió no despertarles. Sin embargo, Donald estaba despierto.
—Me siento fatal —dijo Donald—. No he podido dormir en toda la noche.
—¿Qué le pasa? —preguntó David con nerviosismo.
Para desanimo de David, los síntomas le eran dolorosamente familiares: calambres abdominales, vómitos y diarrea.
Además, al igual que Jonathan, se quejaba de salivación excesiva. David intentó conservar la calma. Habló con Donald durante más de media hora, preguntándole detalladamente por cada síntoma y comprobando la secuencia en que habían aparecido. Aunque aquellos síntomas le recordaban a los de los pacientes fallecidos, había una cosa diferente en el historial de Donald: el nunca había sido tratado con quimioterapia.
A este le habían diagnosticado cáncer de páncreas, pero la cirugía demostró que el diagnóstico era erróneo. Tuvo que soportar una difícil operación llamada técnica de Whipple, que incluía la extirpación del páncreas, parte del estómago e intestinos, y una buena parte de tejido linfático. Cuando los de patología examinaron el tumor, comprobaron que era benigno.
A pesar de aquella cirugía radical, el sistema inmunológico de Donald tal vez funcionaba perfectamente a causa de no haber sido tratado con quimioterapia. Sus síntomas podían ser puramente funcionales, no un anuncio de los males que habían afectado a sus otros pacientes.
Al acabar la ronda, David llamó a ingresos para preguntar en que habitación estaba Caroline. De camino pasó por la UCI. Se mentalizó para encontrarse con lo peor, y fue a ver a Jonathan Eakins.
—Jonathan Eakins ha fallecido hoy a las tres de la madrugada —le dijo la atareada enfermera jefe—. Sufrió un empeoramiento fulminante. No pudimos hacer nada. Es una pena, un hombre tan joven. Esto demuestra que uno nunca sabe cuando le llegara la hora.
David tragó saliva. Hizo un gesto de asentimiento y salió de la unidad. Aunque en lo más profundo de sí sabía que Jonathan iba a morir, siempre resultaba difícil aceptar la realidad. David se estremeció: en menos de una semana se le habían muerto cuatro pacientes.
Afortunadamente, Caroline había respondido bien al tratamiento de antibióticos por vía intravenosa y a la terapia respiratoria. Ya no tenía fiebre, su semblante estaba rozagante y sus ojos azules brillaban. En cuanto vio a David, le dedicó una amplia sonrisa.
—Nikki quiere venir a verte —dijo David.
—¡Magnífico! —dijo Caroline—. ¿Cuando vendrá?
—Esta tarde, seguramente.
—Dígale si puede traerme el libro de lectura y el de vocabulario —dijo Caroline.
David le prometió que así lo haría.
Una vez en su despacho, David telefoneó a casa. Contestó Nikki. David le contó que Caroline estaba mucho mejor y le dijo que podría ir a verla por la tarde. Le dijo también lo de los libros. Luego le pidió que llamase a Angela.
—Esta tomando una ducha. ¿Quieres que te llame?
—No, no hace falta —dijo David—. Escucha con atención.
Mama compró un arma, una escopeta. Esta en la parte de abajo de la escalera. Ella te la enseñará y te explicará que no tienes que tocarla. ¿Le recordaras que te lo explique?
—Sí, papa.
David imaginó a su hija con los ojos muy abiertos por la noticia.
—Te lo digo en serio —agregó—. Que no se te olvide.
Cuando colgó, David caviló con la escopeta. De momento no quería forzar las cosas. Lo único que le importaba era que Angela dejara de obsesionarse con Hodges. El ladrillo contra la ventana había sido un aviso suficiente para David.
Decidió aprovechar el tiempo en rellenar el papeleo burocrático atrasado. Cuando empezaba con el primer formulario, sonó el teléfono. Era una paciente llamada Sandra Hascher, una mujer joven con un melanoma extendido a los nódulos linfáticos.
—No esperaba que contestara usted —dijo Sandra.
—Estoy solo.
Sandra le explicó que tenía problemas con un diente. Le habían quitado la caries, pero la infección se había agudizado.
—Siento molestarle, pero tengo cuarenta y dos de fiebre.
Hubiera ido a urgencias, pero la ultima vez que lleve allí a mi hijo tuve que pagarlo de mi bolsillo. La AMG se negó a cubrirlo.
—Ya —dijo David—. Bien, si puede venir ahora mismo, la atenderé de inmediato.
—Gracias —dijo Sandra.
Poco después llegó al hospital. El flemón era impresionante: la inflamación le deformaba todo un lado de la cara.
Además, los nódulos linfáticos situados bajo la mandíbula los tenía del tamaño de una pelota de golf. David le tomó la temperatura. Cuarenta y dos.
—Tendré que ingresarla —dijo David.
—No es posible, tengo muchas cosas que hacer. Mi hijo de diez años tiene la varicela.
—Pues arréglelo de alguna manera. No pienso dejarle marcharse con esa bomba de relojería en su cuerpo.
David le describió minuciosamente la anatomía de esa zona del cuerpo, poniendo el acento en la cercanía del cerebro.
—Si la infección pasa al sistema nervioso —explicó David—, tendremos graves problemas. Necesita una buena dosis de antibióticos. Esto no es ninguna broma.
—De acuerdo —dijo Sandra—. Me ha convencido.
David comunicó a ingresos la llegada de Sandra. Luego le dio unas cuantas órdenes por escrito y la envió al hospital.
Angela se sentía agotada. De nada le habían servido las tazas de café que había tomado para reanimarse. No había podido dormirse hasta las tres de la mañana, y desde luego no había sido un sueño muy profundo. Tuvo pesadillas en las que se le aparecían el cadáver de Hodges, el violador enmascarado y el ladrillo de la ventana.
Cuando despertó, se sorprendió de que David ya hubiera marchado a trabajar. Mientras se vestía, se arrepintió de haberle prometido a David olvidar lo de Hodges. No imaginaba cómo iba a «deshacerse de Hodges», como le sugería David.
De pronto, recordó a Phil Calhoun. Todavía no tenía noticias suyas. Por lo menos podría llamar para ponerla al corriente de lo conseguido hasta ahora, pensó. Así pues, decidió llamar a Phil Calhoun, pero este tenía el contestador puesto. Colgó sin dejar mensaje y bajó a la sala.
Nikki estaba estudiando.
—Venga —dijo Angela—. Vamos arriba a hacer los ejercicios.
—Ya los he hecho con papa.
—¿De verdad? ¿También has desayunado?
—Sí, también he desayunado.
—¿A que hora os habéis levantado?
—A eso de las cuatro —contestó Nikki.
A Angela le preocupaba que David se levantara tan pronto.
El insomnio solía ser un síntoma de depresión.
—¿Cómo estaba papa esta mañana?
—Muy bien —dijo Nikki—. Telefoneó mientras estabas en la ducha. Me contó que Caroline se ha recuperado y que puedo ir a verla esta tarde.
—Magnífico.
—También me dijo que te recuerde lo de la escopeta. Cree que yo no se lo que es una escopeta.
—Esta preocupado —dijo Angela—. No es broma. La combinación de armas y niños es muy peligrosa. Cada año mueren muchos niños por culpa de que haya armas en las casas, y el mayor porcentaje se produce con pistolas.
Angela fue al recibidor, cogió la escopeta y la llevó a la sala de estar. Retiró el cartucho de la recamara y dejó que Nikki la cogiera. También le dejó que apretara el gatillo, y le enseñó a cargarla y a descargarla. Una vez terminaron con la lección, se dirigieron a la parte posterior del cobertizo y cada una de ellas disparó un tiro. Nikki le dijo que no le gustaba disparar porque se había hecho daño en el hombro.
Cuando entraron en casa, Angela advirtió a la niña que no debía tocar la escopeta. Nikki repuso que no se preocupara, que la escopeta no le interesaba en absoluto.
Como el tiempo estaba agradable y soleado, Nikki fue al colegio en bicicleta. Angela la vio marcharse en dirección a la ciudad. Se sentía muy contenta de la notoria mejoría de su hija; Bartlet al menos era beneficioso para ella.
Angela se marchó poco después de Nikki. En el hospital, aparcó en la zona reservada. Sintió curiosidad de echar un vistazo al sitio donde la habían atacado y dirigió sus pasos hacia la hilera de árboles que separaban los dos aparcamientos. Al poco descubrió sus propias huellas en la tierra fangosa. Con la ayuda de las huellas puedo encontrar el sitio exacto en que se había caído. Descubrió también la marca dejada por el arma del agresor en su intento de golpearla. La hendidura tenía unos ocho centímetros de profundidad. Angela se estremeció; recordaba vívidamente el sonido sibilante del objeto y su brillo metálico. De repente, Angela recordó algo en que hasta entonces no había reparado: el hombre no había vacilado ni un instante. Si ella no se hubiera echado a un lado, el objeto metálico le habría dado de lleno. El agresor no quería violarla, quería herirla, o quien sabe si matarla. Angela recordó las lesiones del cadáver de Hodges en la sala de autopsias. A él también le habían atacado con una barra metálica. ¡El agresor quería matarla!, pensó estupefacta.
Contra lo que aconsejaba la prudencia, Angela llamó a Robertson.
—Se por qué me llama —le espetó Robertson—, y será mejor que lo olvide. No pienso mandar ese ladrillo para que la policía estatal busque huellas; se mofarían de mi a lo largo y ancho de todo el estado.
—No le llamo por lo del ladrillo —dijo Angela, y a continuación le contó su convicción de que el atacante pretendía matarla, no violarla.
Robertson se quedó tan callado que Angela pensó que había colgado.
—¿Esta ahí? —dijo finalmente.
—Si, lo estoy —dijo Robertson—. Ese malnacido es un violador, no un asesino. Ha tenido varias ocasiones de matar a alguien y no lo ha hecho. Ni siquiera ha herido a sus victimas.
Angela se preguntó si las victimas del violador no se habían sentido heridas, pero prefirió no discutirlo con Robertson. Le dio las gracias por haberla escuchado y colgó.
—¡Vaya un farsante! —dijo en voz alta.
Había sido una tontería haber esperado que Robertson diese crédito a sus palabras. Sin embargo, cuanto más pensaba en la agresión, más segura estaba de que el objetivo de la misma no había sido la violación. Y si había sido un intento de asesinato, seguro que estaba relacionado con el interés de Angela en el caso Hodges.
Se estremeció. Si tenía razón, entonces alguien la estaba siguiendo. La idea le aterrorizó. Tenía que aparentar que el caso Hodges ya no le interesaba.
—¿Podría contarle a David sus ultimas sospechas? Vaciló. Si bien entre ellos no había secretos sabía que David lo utilizaría como justificación de que ella olvidara el asesinato de Hodges. Angela decidió que de momento sólo se lo contaría a Phil Calhoun, si es que le encontraba alguna vez.
—Tomaré un poco más de café —dijo Traynor señalando su taza a la camarera.
Como acostumbraban antes de la reunión mensual del consejo del hospital, Traynor, Beaton, Sherwood y Caldwell tenían un desayuno de trabajo. La reunión se celebraría el lunes siguiente por la noche. Estaban sentados a la mesa favorita de Traynor, en el Iron Horse.
—Estoy bastante animada —dijo Beaton—. Las cifras preliminares para la segunda quincena de octubre son bastante mejores que las de la primera. Y aunque aún no hemos superado las dificultades, estamos mejor que en septiembre.
—Tenemos un problema solucionado y debemos enfrentarnos a otro —dijo Traynor—. Esto es el cuento de nunca acabar. ¿Qué es eso de que el otro día atacaron a una medica en el aparcamiento?
—Ocurrió alrededor de medianoche —explicó Caldwell—. Se trata de la nueva patóloga, Angela Wilson. Se había quedado trabajando hasta tarde.
—¿En que sitio del aparcamiento tuvo lugar la agresión? —preguntó Traynor. Empezó con uno de sus tics: golpearse la palma de la mano con la péquela maza que utilizaba en las reuniones.
—En el camino que une los dos aparcamientos —dijo Caldwell.
—¿Esta iluminado? —preguntó Traynor.
Caldwell miró a Beaton.
—No lo se —admitió esta—. Pero lo comprobare en cuanto volvamos. Usted ordenó que se iluminara esa zona, pero no se si lo han hecho.
—Será mejor que lo hayan hecho —repuso Traynor. Se golpeó la mano con especial fuerza—. No he tenido suerte con los del Consejo Municipal. No hay forma de que procedan a una nueva votación sobre el aparcamiento hasta la primavera próxima.
—He hablado con los del Bartlet Sun —dijo Beaton—. Me han prometido que no publicaran nada del ultimo intento de violación.
—Por lo menos ellos están de nuestra parte —suspiró Traynor.
—Me parece que su lealtad esta basada en nuestras donaciones —repuso Beaton.
—¿Alguna cosa más para la reunión del consejo? —preguntó Sherwood.
—En el terreno medico se ha planteado una nueva batalla —observó Beaton—. Radiólogos y neurólogos se disputan con uñas y dientes la designación oficial para interpretar las resonancias magnéticas del cerebro.
—¿Bromea? —dijo Traynor.
—Lo digo en serio —contestó Beaton—. Si les facilitamos las armas, será una pelea a vida o muerte. Están en juego dólares y egos. Una combinación bastante explosiva.
—¡Mierda de médicos! —exclamó Traynor—. No son capaces de hacer nada en equipo.
—Eso me recuerda al doctor 9I —prosiguió Beaton—. Se propone demandar al hospital por haberle apartado del ejercicio de la medicina.
—Que nos demande —dijo Traynor—. Ya estoy cansado de las exigencias corporativas de que nombremos a los «médicos problemáticos» por números en vez de por sus nombres. Lo de «médicos problemáticos» es un eufemismo.
—Eso es todo lo que hay —dijo Beaton.
—¿Algo más? —dijo Traynor mirando a sus colegas.
—He tenido una visita muy curiosa esta mañana intervino Sherwood. Me ha visitado un detective privado llamado Phil Calhoun.
—También a mi —dijo Traynor.
—Me ha puesto muy nervioso —explicó Sherwood—. Me hizo un montón de preguntas sobre Hodges.
—A mi también —asintió Traynor.
—El problema es que parece muy informado de todo —dijo Sherwood—. Yo no quería darle ninguna información, pero tampoco he querido que considerase que tenía algo que ocultar.
—Yo me he sentido exactamente igual —dijo Traynor.
—A mi no me ha visitado —dijo Beaton.
—¿Quien le habrá contratado? —preguntó Sherwood.
—Yo se lo pregunte directamente —dijo Traynor—. Me dio a entender que había sido la familia de Hodges. Pensé que se refería a Clara y le telefonee. Ella me aseguró que no había oído hablar de Phil Calhoun. Luego llame a Wayne Robertson. Calhoun también había ido a verle. Wayne cree que la principal candidata es nuestra nueva patóloga, Angela Wilson.
—Eso es más comprensible —dijo Sherwood—. No hace mucho me preguntó cosas sobre Hodges. Esta muy alterada por la aparición del cadáver de Hodges en su casa.
—Es una curiosa coincidencia —observó Beaton—. Desde luego lo esta pasando bastante mal: primero encuentran un cadáver en su casa y luego intentan violarla.
—Quizá el intento de violación haga que disminuya su interés por Hodges —dijo Traynor—. Seria curioso que de algo tan potencialmente negativo pudiera surgir algo positivo.
—¿Y si Phil Calhoun descubre quién mató a Hodges? —preguntó Caldwell.
—Eso podría ser un problema —dijo Traynor—. Pero lo mataron hace ocho meses. No creo que haya muchas posibilidades. Las huellas del asesino debe haberse enfriado bastante.
Tras finalizar la reunión, Traynor acompañó a Beaton hasta el coche. Le preguntó si había cambiado de opinión respecto a su relación.
—No —dijo Beaton—. ¿Y tú?
—En estos momentos no puedo divorciarme de Jacqueline —repuso Traynor. Mientras mi hijo este en la universidad no puedo hacerlo. Cuando acabe…
—Perfecto —dijo Beaton—, hablaremos entonces. —Y se marchó.
Mientras Helen conducía camino del hospital, sacudió la cabeza desanimada.
—¡Hombres! —exclamó.
Después de examinar a su ultimo paciente, David se dirigió a su despacho. Nikki le esperaba hojeando una revista medica.
A David le gustaba que se interesase en la medicina. Esperaba que no perdiera el interés con el paso del tiempo, y que finalmente estudiara medicina.
—¿Ahora? —preguntó Nikki.
—Si, cariño. Vamos allá.
Tardaron muy poco en recorrer la distancia que les separaba del hospital y en subir un tramo de escaleras. Cuando entraron en la habitación de Caroline, la cara de la niña se iluminó de alegría. Se puso exultante de que Nikki se hubiera acordado de llevarle los libros que necesitaba. Caroline, como Nikki, era una magnifica estudiante.
—Mira lo que hago —dijo Caroline. Se incorporó, se agarró a una barra que había por encima de su cabeza y salió de la cama dándose impulso.
David la aplaudió. Era un esfuerzo que exigía cierta resistencia física, más de la que David hubiera esperado de unos brazos tan estilizados como los de Caroline. La cama en que estaba era articulada, grande con cabecera. David dedujo que la habían colocado allí para que pudiera distraerse.
—Bien, voy a ver a mis pacientes —dijo. Agitó el dedo índice ante Nikki—. No tardare mucho, y nada de portarse mal con las enfermeras. ¿Lo prometes?
—Prometido —dijo Nikki, y ambas niñas se echaron a reír.
David se dirigió a la habitación de Donald Anderson. No estaba preocupado por su estado ya que había telefoneado a lo largo de todo el día para controlarlo. Los informes siempre eran iguales: el nivel de azúcar en la sangre era normal, y los problemas intestinales habían remitido.
—¿Cómo se encuentra, Donald? —preguntó cuando llegó a su lado.
Estaba de espaldas, y tenía el respaldo de la cama levantado en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Al oír a David, Donald giró la cabeza lentamente pero no dijo nada.
—¿Cómo se encuentra? —repitió David.
Donald farfullo algo ininteligible. David intentó hablar con él, pero enseguida comprendió que Donald estaba bastante desorientado.
Le examinó minuciosamente. Le auscultó los pulmones detenidamente pero no oyó nada raro, señal de que estaban limpios. Luego se encaminó a la sala de enfermeras y pidió un contaje del nivel de azúcar en la sangre.
Mientras se hacían las pruebas, David visitó a los otros pacientes. Todos estaban bastante bien, incluida Sandra. Aunque sólo llevaba doce horas con antibióticos, insistía en que estaba mucho mejor del dolor de maxilar. El absceso seguía teniendo el mismo tamaño, pero la mejoría sintomática era importante. David mantuvo el mismo tratamiento. Los dos últimos pacientes estaban tan bien que les aseguró que al día siguiente les daría de alta.
Mientras hacía las ultimas anotaciones en el historial de un paciente, la secretaria de planta le llevó los resultados del análisis de azúcar en la sangre de Donald. Eran bastante normales. David cogió la hoja y la repasó. David hubiera deseado que no fuera normal, quería algo que explicase el estado psicológico de Donald.
Volvió andando muy despacio a la habitación de Donald, desconcertado por el estado de su paciente. La única explicación que encontraba era que el nivel de azúcar hubiera experimentado un cambio espectacular y que luego se hubiera corregido solo. Sin embargo en esas ocasiones el paciente recuperaba la conciencia simultáneamente a la recuperación del equilibrio del nivel de sangre.
Sin dejar de cavilar en todas esas posibilidades, entró en la habitación de Donald. Entonces no dio crédito a sus ojos: el semblante de este estaba azul negruzco y tenía la cabeza echada hacia atrás. De la comisura de su boca manaba un hilo de sangre muy oscura. La cama estaba desordenada y tenía la mitad del cuerpo destapado.
La sorpresa inicial de David se trocó en frenética actividad. Avisó a las enfermeras que Donald había sufrido un paro cardíaco y que necesitaba reanimación. Al poco llegó el equipo de reanimación y empezaron con sus preparativos habituales. Acudió también el cirujano de Donald, el doctor Albert Hillson, que se había enterado mientras hacía su ronda.
Los intentos de reanimación se interrumpieron casi de inmediato. Aparentemente había sufrido una apoplejía y un paro respiratorio unos veinte minutos antes de que David lo encontrara. Ya no había ninguna esperanza de salvarlo. A las cinco y quince minutos, David certificó la muerte de Donald. Se sentía desolado, pero se obligó a no demostrarlo.
El doctor Hillson dijo que Donald había vivido tanto tiempo sólo gracias a la asistencia sanitaria. Cuando llegó Shirley Anderson con sus dos niños, expresó el mismo sentir.
—Gracias por haber sido tan amable con él —dijo, enjugándose las lagrimas—. Usted era su medico favorito.
Después de ayudar a solucionar las cosas, David se dirigió a la habitación de Caroline para recoger a Nikki. Se sentía muy aturdido, todo había sucedido muy rápidamente.
—Al menos sabes de que ha muerto este paciente —dijo Angela. Estaban sentados en la sala. Acababan de comer y Nikki estaba en su habitación haciendo los deberes.
—Pero es que en realidad no lo se —dijo David—. Todo ocurrió tan repentinamente…
—Un momento —dijo Angela—. Puedo entender tus dudas con los otros pacientes, pero no con este. Donald Anderson tenía la mayor parte de sus órganos abdominales intervenidos o extirpados. Se pasaba el día entre tu consulta y el hospital. No puedes culparte de su muerte.
—Ya no se que pensar. Desde luego estaba al borde del abismo con sus continuas infecciones y la diabetes, pero ¿por qué una apoplejía?
—Su nivel de azúcar experimentaba bruscos altibajos —dijo Angela—. ¿Y una hemorragia cerebral? Las posibilidades son muchas…
El sonido del teléfono les sobresalto. David lo cogió y temió que la llamada fuese del hospital con malas noticias. Pero era para su mujer.
Angela reconoció la voz: era Phil Calhoun.
—Siento no haberla llamado antes. He estado bastante ocupado, pero me gustaría que nos viésemos.
—¿Cuando?
—Ahora estoy en el Iron Horse —dijo Calhoun—, a tiro de piedra de su casa. ¿Le parece bien que vaya ahora?
Angela cubrió el auricular con la mano.
—Es Phil Calhoun, el detective privado. Pregunta que si puede venir ahora.
—Creí que ya no te ocupabas de Hodges —dijo David.
—Y no lo hago. No he vuelto a hablar con nadie más.
—¿Y Calhoun? —preguntó David.
—Tampoco he hablado con él. Pero ya le he pagado. Por lo menos podríamos ver que ha averiguado.
David suspiró con resignación.
—Como quieras.
Un cuarto de hora más tarde, cuando Calhoun se presentó en la casa, David se preguntó que mosca le habría picado a Angela para decir que Calhoun era un profesional. Parecía todo menos eso, con aquella gorra roja de béisbol puesta del revés y la camisa de franela; llevaba zapatos sin cordones.
—Mucho gusto —dijo Calhoun estrechándole la mano a David.
Se sentaron en la sala cuyo único mobiliario eran los gastados muebles traídos de Boston; la amplia habitación tenía un aire de salón de baile cutre, reforzado por la bolsa de plástico que tapaba las roturas de la ventana.
—Una casa muy bonita —dijo Calhoun mirando en derredor.
—Todavía la estamos amueblando —dijo Angela, y le ofreció algo de beber.
Calhoun dijo que tomaría una cerveza. Era más viejo de lo que David se había imaginado. Por debajo de la gorra asomaba un mechón de pelo gris, que a Calhoun no parecía importarle.
—¿Le importa si fumo? —dijo, y sacó el paquete de puros.
—Lo siento, pero sí —dijo Angela—. Nuestra hija tiene problemas respiratorios.
—Entiendo, no se preocupe —dijo Donald, y bebió un sorbo de la cerveza que Angela le había llevado—. Bien, quería hacerles un resumen de mis investigaciones. Aunque con dificultades, avanzan bastante bien. El doctor Dennis Hodges no era un hombre muy popular en esta ciudad. De hecho, media ciudad le odia por distintos motivos.
—Lo sabemos —dijo David—. Espero que tenga más información para justificar sus honorarios.
—¡Por favor, David! —exclamó Angela, sorprendida de la agresividad de su marido.
—Me parece —dijo Calhoun ignorando el comentario de David—, que al doctor Hodges no le importaba lo que pensaran de él, o, de lo contrario, carecía de tacto para las relaciones sociales. Como buen nativo de Nueva Inglaterra, seguro que era una mezcla de los dos. —Calhoun rio y luego bebió un trago de cerveza—. He elaborado una lista de posibles sospechosos, pero todavía no he hablado con todos. Resulta bastante interesante. Aquí esta pasando algo raro, lo huelo a distancia.
—¿Con quién ha hablado? —preguntó David, todavía con tono áspero.
—Con un par de personas —dijo Calhoun y soltó un eructo. No se disculpó, ni intentó taparse la boca.
David miró a Angela y esta fingió no haberse dado cuenta.
—He hablado con dos jefazos del hospital —continuó Calhoun—. Con el presidente del consejo, Traynor, y con el vicepresidente, Sherwood. Los dos tienen motivos para guardarle rencor a Hodges.
—Espero que hable con el doctor Cantor —dijo Angela—. Creo que le tenía bastante manía a Hodges.
—Cantor esta en la lista —le tranquilizó Calhoun—. Pero he querido empezar por arriba. Los problemas con Sherwood estaban relacionados con la posesión de un terreno. Lo de Traynor es algo personal.
Calhoun les contó el triangulo Traynor-Hodges-Van Slyke, y el suicidio de Sunny Traynor, la hermana de Traynor.
—¡Qué historia terrible! —dijo Angela.
—Parece un culebrón —repuso Calhoun—. No obstante, si Traynor quería vengarse de Hodges, lo habría hecho entonces y no ahora. Además, bastante después del suicidio de Sunny, Hodges ayudó a Traynor a conseguir la presidencia del consejo de administración del hospital. Dudo que lo hubiera hecho si él y Traynor se guardasen rencor. Y el hijo de Van Slyke trabaja en la actualidad en el hospital.
—¿Werner van Slyke esta relacionado con Traynor? —preguntó David, sorprendido—. Eso suena a nepotismo.
—Puede ser —dijo Calhoun—. Pero Werner van Slyke Jr. era amigo de Hodges desde hacía mucho tiempo. Se había ocupado de cuidar la casa de Hodges durante tenía. Que Van Slyke este en el hospital tiene más que ver con Hodges que con Traynor. En cualquier caso, no creo que Traynor sea el asesino.
—¿Cómo puede decirlo con tanta seguridad? —preguntó Angela.
—No estoy seguro de nada, excepto de que Hodges esta muerto —repuso Calhoun—. Lo demás son sólo suposiciones.
—Todo esto es muy interesante —dijo David—. Pero ¿tiene ya algún sospechoso o ha hecho ya una criba de la lista?
—Todavía no —admitió Calhoun.
—¿Cuanto hemos tenido que pagarle para llegar a este lío? —preguntó David.
—¡David! —exclamó Angela—. Me parece que estas siendo injusto. El señor Calhoun ha averiguado muchas cosas en muy poco tiempo. Lo que importa saber es si el señor Calhoun cree que el caso se puede resolver.
—Yo daría dinero por saberlo —dijo David—. ¿Cuál es su evaluación, señor Calhoun?
—Creo que necesito fumarme un puro. ¿Les importaría si nos sentamos fuera?
Unos minutos después, los tres se encontraban en la terraza. Calhoun estaba encantado con su puro y otra cerveza.
—El caso me parece perfectamente solucionable —dijo. Su ancha y pastosa cara se iluminaba con cada calada que daba al puro—. Todas las pequeñas ciudades de Nueva Inglaterra tienen muchas cosas en común. Yo conozco a esta gente y su forma de actuar. Las personas son muy parecidas entre ciudad y ciudad, solo cambian los nombres. Todo el mundo sabe en que esta metido todo el mundo. En otras palabras, estoy convencido de que hay mucha gente que sabe quien es el asesino.
El problema es encontrar a alguien dispuesto a hablar. Tengo la corazonada de que el hospital esta implicado de alguna manera, y nadie quiere que esto afecte al hospital. Recuerden que para Hodges el hospital era toda su vida.
—¿Cómo ha averiguado tantas cosas? —preguntó Angela—. Yo pensaba que la gente de Nueva Inglaterra era muy reservada.
—Eso es bastante cierto —dijo Calhoun—. Pero resulta que los principales cotillas de la ciudad son amigos míos: la propietaria de la librería, el farmacéutico, el camarero y la bibliotecaria. Ellos son mis principales fuentes de información.
Ahora sólo me queda empezar a eliminar sospechosos. Pero antes contesten a una pregunta: ¿Quieren que siga en el caso?
—No —dijo David.
—Un momento —dijo Angela—. Usted ha dicho que el caso es solucionable. ¿Cree que llevara mucho tiempo?
—No mucho —contestó Calhoun.
—¿Puede ser más preciso? —dijo David.
Calhoun se levantó la gorra y se rascó la cabeza.
—Yo diría que una semana.
—Eso costara mucho dinero —dijo David.
—Pero merece la pena —replicó Angela.
—¡Angela! —rogó David—. Me habías prometido olvidarte de Hodges.
—Y lo haré —dijo Angela—. Dejare que el señor Calhoun se encargue de todo. Yo no intervendré.
—¡Dios mío! —dijo David.
—Venga, David —dijo Angela—. Si quieres que viva en esta casa tendrás que apoyarme en esto.
David dudó y luego dijo:
—De acuerdo. Haremos un trato. Una semana más y se acabó todo.
—Bien —dijo Angela—. Trato hecho. —Se volvió hacia Calhoun—. Ahora que disponemos de una semana, ¿cuál será el paso siguiente?
—En primer lugar seguiré entrevistando a los sospechosos que aparecen en mi lista. También tengo dos objetivos principales. Uno, reconstruir el ultimo día de Hodges, si es que admitimos que le mataron el mismo día en que desapareció.
Para hacer esto me entrevistare con la enfermera de Hodges; trabajó con el durante treinta y cinco años. Dos, conseguir unas copias de los papeles que se encontraron en el cuerpo de Hodges.
—Los tiene la policía estatal —dijo Angela—. Seguro que habiendo estado en el cuerpo no le será difícil conseguirlos.
—Pues, por desgracia, sí —dijo Calhoun—. La policía estatal suele ser extremadamente celosa en lo que concierne a pruebas bajo su custodia. Lo se porque trabaje durante muchos años en el departamento de investigación en Burlington.
En este tipo de casos la policía estatal no esta especialmente motivada para recabar pruebas o realizar investigaciones, ya que depende de lo que diga la policía local. Si esta no se muestra muy interesada, la policía estatal se olvida del asunto. Y la policía local no se preocupa porque no tiene ninguna prueba para continuar la investigación.
—Y porque tal vez están relacionados con el asesinato —agregó Angela, y contó a Calhoun lo del ladrillo y lo de los anónimos, y la actitud posterior de la policía.
—No me sorprende en absoluto —dijo Calhoun—. Robertson también esta en mi lista. No tragaba a Hodges.
—Lo se —dijo Angela—. Me han contado que Robertson culpa a Hodges de la muerte de su mujer.
—Yo no le doy mucha importancia a esa historia —dijo Calhoun—. Robertson no es tan estúpido. Me parece que el desgraciado episodio de su mujer sólo fue una excusa. La animadversión de Robertson hacia Hodges tiene que ver con lo poco diplomático que era Hodges con la gente. Apostaría todo mi dinero a que Hodges sabía que Robertson era un fanfarrón y no le tenía ningún respeto. No creo que Robertson matara a Hodges, pero cuando hable con el tuve una corazonada: el sabe mucho más de lo que me contó.
—Dado el desinterés que ha mostrado la policía, seguro que están implicados —dijo Angela.
—Me recuerda un caso de mis años de policía estatal —dijo Calhoun tras dar una calada al puro—. También era una ciudad pequeña, y también un caso de homicidio. Estábamos convencidos de que toda la ciudad, policía incluida, sabía quien era el asesino. Pero nadie decía nada. Acabamos abandonando el caso, y aun sigue sin resolver.
—¿Por qué cree que el caso Hodges es diferente? —preguntó David—. ¿Por qué no va a pasar lo mismo aquí?
—No —dijo Calhoun—. En el caso que he referido, el muerto era un ladrón y un asesino. Lo de Hodges es diferente. Hay mucha gente que le odiaba, pero también hay gente que le consideraba un héroe. Este es el único hospital importante de Nueva Inglaterra situado en una ciudad pequeña. Hodges fue quien lo consiguió. Mucha gente vive gracias al resultado del esfuerzo de Hodges. No se preocupe, resolveremos el caso. Delo por hecho.
—Si no puede pedir ayuda a la policía estatal, ¿en ese caso cómo se las arreglara para conseguir las copias de los papeles de Hodges? —preguntó Angela.
—Lo hará usted —dijo Calhoun.
—¿Yo?
—Ese no era el trato —dijo David—. Ella tiene que quedar al margen de la investigación. No quiero que Angela hable con nadie. Y menos con la amenaza de esos ladrillos entrando por nuestra ventana.
—No habrá ningún peligro —dijo Calhoun.
—¿Por qué yo? —preguntó Angela.
—Porque usted es medico y además trabaja en el hospital.
Usted se presenta en Burlington ante la brigada criminal, se identifica y dice que el hospital necesita los papeles por cuestiones medicas; le harán las copias en un santiamén. Las peticiones de jueces y médicos siempre son cumplimentadas en el acto. Lo se porque he trabajado ahí.
—Supongo que una visita a la comisaría de la policía estatal no es algo peligroso —dijo Angela—. Eso no es participar en la investigación.
—De acuerdo —masculló David—. Pero asegúreme que Angela no tendrá problemas con la policía.
—Claro que no —dijo Calhoun—. Lo peor que podría pasar es que se nieguen a entregarle las copias.
—¿Cuando tengo que ir? —preguntó Angela.
—¿Qué tal mañana? —sugirió Calhoun.
—Iré a la hora de comer —dijo Angela.
—La recogeré en el hospital al mediodía. —Calhoun se puso de pie y agradeció las cervezas.
Angela le acompañó hasta la camioneta y David entró en la casa.
—Espero no estar causándole problemas con su marido —dijo Calhoun—. No parecía muy contento con mi trabajo.
—No se preocupe. Pero tendremos que ajustarnos a la semana de plazo.
—Nos sobrara tiempo.
—Hay algo más que debe saber —dijo Angela, y le contó la agresión que había sufrido en el aparcamiento.
—Hmm. Esto se esta volviendo más interesante de lo que esperaba. Debería dejar que yo hiciera de sabueso y usted quedar al margen de todo.
—Ya lo hago —dijo Angela.
—No he mencionado a nadie que usted me ha contratado.
—Gracias por su discreción.
—Será mejor que mañana quedemos en el aparcamiento de detrás de la biblioteca, no delante del hospital —dijo Calhoun—. No debemos correr riesgos.