LUNES 25 DE OCTUBRE
Cuando el despertador sonó, a Angela no le gustó comprobar que David no estaba en la cama. Se levantó y abrió las cortinas. Las nubes anunciaban lluvia.
Bajó a buscar a David y le encontró sentado en la sala.
—¿Llevas mucho rato levantado? —preguntó, intentando parecer animada.
—Desde las cuatro. Pero no te asustes, hoy me siento un poco mejor. —Le dedicó una sonrisa.
Poco después, Angela se alegró de que la niña despertase libre ya de la congestión; además, había dormido toda la noche de un tirón, sin pesadillas de ningún tipo. Al fin y al cabo, la broma de las mascaras de Halloween podía haber tenido un efecto beneficioso para Nikki. Por desgracia, Angela sí había tenido una pesadilla. En su sueño, volvía a casa de la compra con varias bolsas de comestibles, y se encontraba la cocina llena de sangre, no sangre seca, sino fresca, que manaba de las paredes y encharcaba el suelo.
Después de la terapia respiratoria, Angela auscultó a la niña con suma atención. Estaba perfectamente. Nikki se alegró de saber que podía ir al colegio.
A pesar de que amenazaba lluvia, David se empeñó en ir a trabajar en bicicleta. Su mujer no intentó disuadirle, le parecía buena señal que tuviese ánimo de ir en bicicleta.
Después de dejar a Nikki en el colegio, Angela se dirigió al laboratorio, deseosa de empezar a trabajar. Los lunes solían ser muy ajetreados porque se acumulaba todo el trabajo del fin de semana. Entró de buen talante en su despacho, pero antes de colgar el abrigo vio a Wadley, inmóvil en la puerta que comunicaba ambos despachos.
—Buenos días —dijo Angela intentando parecer alegre.
Colgó el abrigo y se volvió para mirar a su jefe. Wadley no parecía muy contento.
—Me ha llamado la atención que practicaras una autopsia en el laboratorio —gruñó Wadley.
—La practique en mis horas libres —repuso ella.
—Durante tu tiempo libre, sí, pero en mi laboratorio.
—Es cierto que he utilizado las instalaciones del hospital —replicó Angela, dando a entender que el laboratorio no era propiedad privada de Wadley. El laboratorio pertenecía al hospital y Wadley era un empleado como ella.
—Te había advertido que esta prohibido hacer autopsias.
—Usted sólo me dijo que la AMG no pagaría ninguna autopsia —precisó Angela.
Los fríos ojos de Wadley taladraron a Angela.
—Permíteme aclarar un pequeño malentendido. En este departamento están prohibidas las autopsias salvo que yo lo autorice. Yo soy quien dirige el departamento, no tú. Además, he ordenado a los técnicos que no procesen los portaobjetos, los cultivos y las muestras toxicológicas de tu autopsia —concluyó, y se metió en su despacho dando un portazo.
Como siempre ocurría tras sus frecuentes enfrentamientos, Angela se quedó totalmente desanimada. Cogió las muestras de tejidos, los cultivos y las muestras toxicológicas, las empaquetó cuidadosamente y las envió al laboratorio de Boston donde había estudiado. Tenía muchos amigos allí que podrían prepararle las muestras para ser analizadas. Angela conservó las muestras de tejidos para prepararlas ella misma.
David empezó la ronda de pacientes, dejando a Jonathan para la última visita. Cuando entró en su habitación, se estremeció: la cama estaba vacía. Suponiendo que le habían trasladado a otra habitación, como ya había ocurrido con John Tarlow, se dirigió a la sala de enfermeras para preguntar por Jonathan. Janet Colburn le dijo que al señor Eakins lo habían trasladado la noche anterior a la UCI por orden del medico de guardia.
David se sintió aturdido.
—El señor Eakins tuvo problemas respiratorios y entro en coma —añadió Janet.
—¿Por qué no me llamaron? —preguntó David.
—Teníamos instrucciones de no llamarle —dijo Janet.
—¿Ordenes de quién? —preguntó David.
—De Michael Caldwell —dijo Janet—, el director medico del hospital.
—Pero es absurdo… —exclamo David—. ¿Por qué…?
—Nos han dicho que si tiene usted algún problema, le pregunte a la señora Beaton. Nosotras no tenemos la culpa.
David estaba desquiciado. El director medico no tenía ningún derecho a dar una orden así. A David nunca le había pasado una cosa tan absurda. Los administradores estaban empezando a dejarle de lado, y esa intromisión en el trato con sus pacientes le parecía una ofensa imperdonable.
David comprendió que no tenía que discutir con la enfermera y se dirigió a ver a su paciente. Apenas llegó, comprobó que el estado de Jonathan era verdaderamente crítico. Le habían conectado a un respirador, como habían hecho anteriormente con Mary Ann. David le auscultó: Jonathan también tenía neumonía. Miró las botellas intravenosas y comprobó que le estaban administrando antibióticos.
Cogió el historial de Jonathan y lo estudió: su enfermedad seguía la misma evolución que la de sus tres pacientes fallecidos. Jonathan tenía problemas intestinales, el sistema nervioso deteriorado y alteraciones sanguíneas.
David se dispuso a llamar a Helen Beaton, pero el supervisor de la UCI le toco en el hombro y le dijo que Charles Kelley estaba al teléfono.
—Las enfermeras me han dicho que le encontraría en la UCI —dijo Kelley—. Quería informarle que el caso Eakins lo hemos pasado a otro medico de la AMG.
—No puede hacer eso —repuso David enfadado.
—Un momento, doctor Wilson. Claro que la AMG puede transferir un paciente, y ya lo hemos hecho. También se lo hemos comunicado a la familia y han mostrado su acuerdo.
—Pero ¿por qué? —preguntó David, sorprendido de que la familia hubiese dado su conformidad.
—Creemos que usted se ha implicado emocionalmente de un modo inapropiado —dijo Kelley—. Hemos decidido que lo mejor para todos es retirarle del caso. Eso le dará ocasión de calmarse. Se que últimamente ha estado sometido a muchas tensiones.
David estuvo a punto de decir que él ya había avisado del posible agravamiento de Jonathan, pero se abstuvo. Kelley no parecía dispuesto a escuchar las opiniones de David.
—No olvide lo que hablamos el Último día —continuó Kelley—. Si lo medita creo que comprenderá nuestro punto de vista.
David se sentía confundido cuando colgó. Por un lado, estaba furioso de que le hubieran quitado de en medio. Pero por otro, había algún elemento de verdad en los argumentos de Kelley. Nada más tenía que fijarse en sus manos temblorosas para comprender que efectivamente estaba demasiado implicado con sus enfermos.
David salió tambaleándose de la UCI. Cuando pasó por delante de Jonathan ni siquiera le miró. Al llegar al vestíbulo del hospital, consultó la hora. Era muy pronto para pasarse por la consulta. Se dirigió a los archivos médicos.
Una vez allí, cogió los expedientes de Marjorie, John y Mary Ann. Sentado en la soledad de una cabina de dictado, revisó cada uno de los historiales. Leyó todas las anotaciones, las notas de las enfermeras, los informes de laboratorio y los resultados de las distintas pruebas. David seguía dándole vueltas a la teoría del virus desconocido, algo que sus pacientes podían haber contraído en el propio hospital. Esa clase de infección se denominaba nosocomial. Él había leído sobre incidentes parecidos en otros hospitales. Todos sus pacientes tenían neumonía, pero cada caso había sido provocado por una clase de bacteria diferente. La neumonía tenía que ser originada por algún tipo de infección interna. El denominador común de los tres pacientes era el historial. Los tres habían sido tratados de cáncer con diferentes tipos de cirugía, radioterapia y quimioterapia. De las tres modalidades, la quimioterapia era la única común a los tres. Él sabía muy bien que uno de los efectos secundarios de la quimioterapia consistía en un estado de debilidad general debido a la alteración del sistema inmunológico. Se preguntó si ese hecho había influido en el rápido deterioro experimentado por sus pacientes. Sin embargo, el oncólogo había dado muy poca importancia a ese factor, ya que los pacientes habían sido tratados con quimioterapia mucho antes de haber ingresado en el hospital. El sistema inmunológico de los tres había tenido tiempo de recuperarse.
El buscapersonas que llevaba en el cinturón le sacó de su ensimismamiento. Miró el visor de litio y reconoció el número: le llamaban de urgencias. Volvió a guardar los expedientes y corrió escaleras abajo.
El paciente era Donald Anderson. La diabetes era la fuente de la gran mayoría de los problemas de Donald, y esta urgencia no era una excepción. David entró en una sala de emergencia y comprobó que el nivel de azúcar en la sangre de Donald estaba fuera de control. Su paciente había caído en un estado semicomatoso.
David ordenó unos análisis y que le pusieran un gota a gota. Mientras esperaba los resultados del laboratorio, habló con Shirley Anderson, la mujer de Donald.
—Llevaba una semana con problemas —dijo Shirley—. Pero ya sabe cómo es de cabezota. No quiso venir a verle.
—Creo que tendremos que ingresarlo. Pasaran días hasta que se recupere.
—Afortunadamente —repuso Shirley—. Cuando se pone así, las cosas se complican mucho. Ya sabe, los niños y todo eso.
Cuando llegaron los resultados de los análisis le sorprendió que Donald no estuviera peor de lo que aparentaba. De regreso junto al paciente, que ya había recuperado el conocimiento gracias al gota a gota, David reparó en que en la sala contigua estaba Caroline Helmsford, la amiga de Nikki. El doctor Pilsner estaba a su lado.
David entró y se acercó a Caroline. La niña le miró con ojos suplicantes. En la parte inferior del rostro tenía una mascarilla que le proporcionaba oxigeno. Su tez estaba gris azulada y respiraba con dificultad.
El doctor Pilsner, que la auscultaba, sonrió a David. Luego, lo condujo a un aparte.
—La pobre niña lo esta pasando bastante mal —dijo Pilsner.
—¿Qué tiene? —preguntó David.
—Lo de siempre. Fiebre alta y congestión aguda.
—¿La ingresara?
—Por supuesto —dijo Pilsner—. Usted sabe muy bien que es mejor no correr riesgos con este tipo de enfermedades.
David asintió. Dudaba. Volvió a mirar a Caroline, que respiraba entrecortadamente. Parecía muy pequeña y vulnerable en aquella enorme camilla. Su imagen le evocó a Nikki. Dado que Nikki padecía la misma fibrosis quística, la de la camilla podía haber sido su hija.
—Le llama el forense en jefe —le dijo una secretaria a Angela, que cogió el teléfono.
—Espero no molestarla —dijo Walt.
—En absoluto.
—Tengo un par de cosas de la autopsia de Hodges. ¿Sigue interesada en el caso?
—Por supuesto —dijo Angela.
—En primer lugar, el hombre tenía un alto porcentaje de alcohol en el líquido ocular.
—Vaya, no sabía que pudieran afinar tanto después del tiempo transcurrido —observó Angela.
—Si tenemos líquido ocular es relativamente sencillo —explicó Walt—. El alcohol permanece bastante tiempo. También hemos confirmado que el ADN de la piel encontrado en las uñas era diferente del de Hodges. Sin lugar a dudas ese ADN pertenece al asesino.
—¿Y las partículas de carbón que había en la piel? ¿Tiene alguna teoría?
—No he prestado mucha atención a ello —dijo Walt—. Pero he cambiado de opinión sobre que esas partículas tuviesen relación con la pelea. Las partículas estaban en la dermis, no en la epidermis. Debían de proceder de alguna vieja herida, un lápiz clavado en el colegio o así. Yo también tengo una cosa así en el brazo.
—Yo tengo una en la palma de la mano derecha —dijo Angela.
—Mire, no me he ocupado demasiado de este caso porque no he recibido presiones de la oficina del fiscal ni de la policía estatal. Por desgracia, he tenido que dedicarme a casos más urgentes.
—Lo comprendo —dijo Angela—. Yo sí sigo interesada.
Por favor, manténgame al corriente si surgen nuevos datos.
Después de colgar, Angela se quedó pensando en el caso Hodges, preguntándose que estaría haciendo Phil Calhoun.
No hablaba con el detective desde que le visitó en su casa y le dejó un pago a cuenta. Pensando en Hodges y Calhoun, recordó lo indefensa que se había sentido la noche en que David se marchó al hospital.
Angela consultó su reloj y vio que era hora de comer.
Apagó el microscopio, cogió el abrigo y se dirigió al coche.
Le había dicho a David que quería una pistola, y pensaba comprársela.
En Bartlet no había armerías, pero la ferretería de Staley tenía una sección de armas. Cuando Angela dijo que quería un arma, Staley se mostró muy solícito. Le preguntó por el motivo. Ella dijo que para proteger su casa. Staley aconsejó que comprara una escopeta. Tardó menos de quince minutos en escogerla. Una escopeta de aire comprimido del doce. Staley estaba encantado de explicarle cómo se cargaba, y puso especial atención en enseñarle el mecanismo del seguro. El arma venía con un manual, y Staley le aconsejó que se lo leyera.
Mientras volvía al coche, Angela era plenamente consciente del paquete que llevaba, y eso que le había pedido a Staley que lo envolviera en papel manila. Pero aún así, resultaba bastante fácil de reconocer. Nunca había tenido un arma. En la otra mano llevaba una caja de munición. Con alivio, guardó la escopeta en el coche. Luego miró al otro lado del parque, a la comisaría de policía, y vaciló. Desde el incidente con Robertson se sentía culpable. Sabía que David tenía razón, era una tontería enemistarse con el jefe de policía aunque este fuera un idiota.
Se encaminó a la comisaría. Robertson la recibió tras una espera de diez minutos.
—Espero no molestarle —dijo Angela.
—No se preocupe.
—No le robare mucho tiempo —dijo ella, sentándose.
—Soy un servidor público —repuso Robertson con absoluta desfachatez.
—He venido a disculparme por lo de ayer —dijo Angela.
—¿Oh? —dijo Robertson, sorprendido.
—No me porte muy bien. Y lo siento. He estado abrumada desde que descubrimos el cadáver de Hodges en mi casa.
—Bueno, es muy amable de su parte el haber venido —dijo Robertson claramente confundido. No se lo esperaba—. Yo lo siento por Hodges. Mantendremos el caso abierto y le avisaremos si descubrimos algo.
—Esta mañana me he enterado de algo —dijo Angela, y le explicó que era muy probable que el asesino de Hodges tuviera un pequeño quiste de grafito de lápiz en el brazo.
—¿Grafito de lápiz? —preguntó Robertson.
—Sí —dijo Angela. Se puso de pie y extendió la mano derecha, señalando una pequeña mancha bajo la piel—. Una cosa parecida a esta. Me la hice en tercer curso.
—Entiendo —dijo Robertson asintiendo con la cabeza y con una sonrisa sarcástica—. Bueno, gracias por el dato.
—Creía mi deber informarle de esto. El forense me aseguró que la piel encontrada debajo de las uñas de Hodges era de su asesino. El forense tiene una huella de su ADN.
—El problema es que ese sofisticado ADN no sirve de nada sin un sospechoso —dijo Robertson.
—En una pequeña ciudad de Inglaterra se descubrió una violación gracias a una huella de ADN —repuso Angela—. Bastó con hacer la prueba del ADN a todo el pueblo.
—¡Guau! Imagino lo que dirían los defensores de los derechos civiles si intentáramos hacer algo así en Bartlet.
—No estoy sugiriendo que lo hagan aquí —replicó Angela—. Sólo era un ejemplo.
—Bien. Gracias por haber venido. —Se levantó para despedirla.
Luego, desde la ventana observó cómo Angela subía a su coche. Después cogió el teléfono y pulsó el botón de un número memorizado.
—No se lo va a creer, pero ella sigue insistiendo. Es como un perro con un hueso.
Angela se sentía un poco mejor tras haber intentado aclarar las cosas con Robertson, pero no esperaba que Robertson cambiase un ápice. Sabía que no iba a mover un dedo para resolver el caso Hodges.
En el aparcamiento del hospital, las plazas más próximas a la entrada de personal estaban ocupadas. Angela dio varias vueltas buscando un sitio libre. Como no lo encontró, se dirigió al aparcamiento de arriba. Al final encontró sitio en un extremo alejado. Tardó casi cinco minutos en llegar a la puerta del hospital.
—No es mi día —se dijo mientras entraba en el hospital.
—Pero si el aparcamiento no se verá desde la ciudad —decía Traynor por teléfono. Apenas podía disimular su decepción.
Estaba hablando con Ned Banks, uno de los miembros del Consejo Municipal.
—No, no —repitió—. No parecerá un búnker de la Segunda Guerra Mundial. ¿Por qué no quedamos en el hospital y le enseño la maqueta? Le aseguro que esta bien. Si el Bartlet Community Hospital quiere convertirse en centro de asistencia estatal, necesita ese aparcamiento.
Colette, la secretaria, entró y dejó una tarjeta de visita en la mesa de Traynor. En aquel momento Ned le estaba explicando que, si se construía el aparcamiento, Bartlet perdería su encanto. Traynor cogió la tarjeta: «Phil Calhoun. Investigador Privado. Éxito Garantizado».
—¿Quien es Phil Calhoun? —preguntó Traynor cubriendo el auricular con la mano.
—No lo se —dijo Colette encogiéndose de hombros—, pero el dice que le conoce. Esta esperando ahí fuera. Tengo que ir a correos.
Traynor dejó la tarjeta en la mesa y volvió a la conferencia telefónica. Ned seguía quejándose de los cambios soportados por la ciudad, especialmente el condominio cercano a la carretera interestatal.
—Mire, Ned, tengo que colgar —le interrumpió Traynor—. Espero que medite seriamente lo del aparcamiento. Ya se que Wiggins habla pestes del proyecto, pero es muy importante para el hospital. Y de verdad, necesito todos los votos posibles.
Traynor colgó disgustado. No entendía la cortedad de miras de los miembros del Consejo Municipal. Al parecer, no valoraban suficientemente la importancia del hospital para la economía de Bartlet, y eso complicaba aún más su trabajo.
Echó un vistazo al otro despacho, donde esperaba el detective privado que decía conocerle. Vestía camisa a cuadros blancos y negros y estaba hojeando una de las revistas trimestrales del hospital. A Traynor le resultó vagamente familiar, pero no consiguió situarlo.
Invitó a Calhoun a pasar a su despacho. Mientras se estrechaban la mano, Traynor rebuscó en su memoria, pero seguía en blanco. Los dos hombres se sentaron.
Hasta que Calhoun no le comentó que había sido policía estatal, Traynor no logró recordarle.
—Ya lo recuerdo. Usted era amigo del hermano de Harley Strombell.
Calhoun asintió y le felicitó por su buena memoria.
—Nunca olvido una cara —se ufanó Traynor.
—Quería hacerle algunas preguntas sobre el doctor Hodges —dijo Calhoun, yendo directamente al grano.
Traynor se puso a jugar con la maza que utilizaba para las reuniones del consejo. No le gustaba que le hicieran preguntas sobre Hodges, y sin embargo le daba miedo no contestarlas. No quería buscarse problemas y deseaba que el maldito caso Hodges acabase de una vez.
—¿Tiene un interés personal o profesional? —preguntó Traynor.
—Mitad y mitad.
—¿Le ha contratado alguien?
—Puede decirse así —repuso Calhoun.
—¿Quien?
—No puedo revelarlo. Usted es abogado y lo entenderá.
—Si quiere que le ayude —dijo Traynor—, usted también tendrá que sincerarse un poco.
Calhoun sacó un puro y preguntó si podía fumar. Traynor asintió, y denegó el puro que el otro le ofreció. Calhoun se tomó su tiempo para encenderlo; exhaló el humo hacia el techo y luego dijo:
—La familia quiere saber quien le mató.
—Es comprensible —dijo Traynor—. ¿Me da su palabra de que será discreto?
—Por supuesto.
—De acuerdo. ¿Qué quiere saber?
—Estoy haciendo una lista de la gente que odiaba a Hodges. ¿Se le ocurre algún nombre en particular?
—Muchos —dijo Traynor con una breve carcajada—. Pero no me gustaría tener que dar nombres.
—Tengo entendido que usted estuvo con Hodges la noche en que le asesinaron —dijo Calhoun.
—Hodges irrumpió en medio de una reunión del hospital.
Era una mala costumbre que practicaba con frecuencia.
—Creo que ese día Hodges estaba muy enfadado —dijo Calhoun.
—¿Dónde ha oído eso?
—He hablado con bastantes personas de esta ciudad.
—Hodges siempre estaba enfadado —repuso Traynor—. Siempre se mostró descontento con la manera en que dirigíamos el hospital. El doctor Hodges se consideraba el dueño del hospital. Tenía una mentalidad bastante anticuada. Él era un medico de la vieja escuela al que le había tocado dirigir un hospital en una época en la que los costes no importaban. No tenía ni idea acerca de competitividad.
—Creo que yo tampoco entiendo mucho de esas cosas —dijo Calhoun.
—Pues será mejor que lo aprenda —replicó Traynor—, porque es algo que nos atañe a todos. ¿Pertenece a alguna sociedad médica?
—A la AMG.
—A eso iba. Bien. Usted forma parte del sistema y ni siquiera lo sabía.
—Creo que cuando el doctor Hodges irrumpió en su reunión llevaba varios historiales de enfermos.
—Trozos de historiales —corrigió Traynor—. Pero yo no los vi. Quede con el para comer al día siguiente y discutir todo lo que quisiera. Estaba preocupado por sus antiguos pacientes. Siempre se quejaba de que sus pacientes no recibían un trato de primera. De verdad, el doctor Hodges era como un grano en el culo.
—¿Hodges le daba la lata a la nueva administradora del hospital, Helen Beaton? —preguntó Calhoun.
—¡Bien lo sabe Dios! Hodges no tenía otra cosa que hacer que pasarse el día en el despacho de Beaton. Probablemente la persona que más padeció los ataques de Hodges ha sido Helen Beaton. Después de todo, ella fue la que le sustituyó en el cargo. ¿Y quién podía hacerlo mejor que él?
—Tengo entendido que el día que irrumpió en la reunión usted tuvo un segundo encuentro con Hodges —dijo Calhoun.
—Por desgracia, sí —repuso Traynor—. En el restaurante.
Después de las reuniones del hospital solemos ir al Iron Horse. Esa noche, Hodges estaba tan bebido como siempre e igualmente beligerante.
—¿Y tuvo unas palabras con Robertson?
—Sí, así es.
—¿Y con Sherwood?
—¿Con quién ha estado hablado usted?
—Con gente de aquí —contestó Calhoun—. También tengo entendido que el doctor Cantor le dijo algunas cosas desagradables a Hodges.
—No lo recuerdo —dijo Traynor—. Pero Cantor le tenía manía a Hodges desde hacía mucho tiempo.
—¿Por qué?
—Hodges hizo que los departamentos de radiología y patología se integraran en el hospital —dijo Traynor—. Quería para el hospital los importantes beneficios que generaban estos departamentos con los equipos del hospital.
—¿Y usted? Creo que usted tampoco le tenía mucha simpatía a Hodges.
—Ya se lo he dicho —replicó Traynor—. Era como tener una piedra en un zapato. Era dificultoso dirigir el hospital con sus continuas interferencias.
—Creo que sus diferencias se debían a motivos personales —dijo Calhoun—. Algo relacionado con su hermana.
—¡Vaya! Sus fuentes son bastante fidedignas —admitió Traynor.
—Simples cotilleos de pueblo.
—Tiene razón. No es ningún secreto. Mi hermana Sunny se suicidó después de que Hodges destituyera a su marido.
—¿Y usted culpó a Hodges? —preguntó Calhoun.
—En aquel entonces, sí. Mierda, el marido de Sunny era un borracho. Hodges tendría que haberle controlado antes de que hiciese daño a alguien.
—Una última pregunta —añadió Calhoun—. ¿Sabe usted quién mató al doctor Hodges?
Traynor rio y movió la cabeza.
—No tengo la más remota idea, y tampoco me importa. Lo único que me preocupa son las repercusiones que su muerte puede producir en el hospital.
Calhoun se puso de pie y aplastó el puro en el cenicero que había en una esquina de la mesa de Traynor.
—Hágame un favor —dijo Traynor—. Yo he colaborado, pero lo único que pido es que no arme alboroto con lo de Hodges. Si descubre al asesino, le ruego me lo comunique para que el hospital pueda tomar ciertas medidas de cara a su imagen externa, sobre todo si el asesino tiene relación con el hospital. Ya tenemos bastantes problemas de imagen con otro asunto bastante peliagudo.
—Entiendo.
Después de acompañar a Calhoun, Traynor volvió a su despacho, buscó el número de Clara Hodges y le telefoneo.
—Quería hacerte una pregunta —dijo tras las cortesías de rigor—. ¿Te suena el nombre de Phil Calhoun?
—No —dijo Clara—. ¿Por qué?
—Acaba de estar en mi despacho. Es detective privado. Me ha hecho unas cuantas preguntas sobre Dennis. Ha dado a entender que esta contratado por la familia.
—Desde luego yo no he contratado a ningún detective privado —dijo Clara—. Y no puedo imaginarme que alguien de la familia lo haya hecho, y menos sin que yo me enterara.
—Bien. Si averiguas algo de ese Calhoun, llámame.
—Lo haré —dijo Clara.
Traynor colgó y soltó un suspiro. Tenía la desagradable sensación de que había más problemas a la vista. Incluso bajo tierra, Hodges era un tormento.
—Tiene otro paciente —dijo Susan, pasándole la ficha—. Es una enfermera de la segunda planta.
David cogió la ficha y entró en el consultorio. La enfermera era Beverly Hopkins, del turno de noche. David la conocía vagamente.
—¿Qué le pasa? —preguntó David con una sonrisa.
Beverly estaba sentada en la camilla de reconocimiento. Era una mujer alta y esbelta, de cabello castaño claro. Susan le había dado una bacinilla porque todo el rato sentía nauseas. Estaba bastante pálida.
—Siento molestarle, doctor Wilson —dijo Beverly—. Creo que es gripe. Yo me habría quedado en casa, pero ya sabe que para pedir la baja tenemos que venir aquí a que nos reconozcan.
—No se preocupe. Para eso estoy aquí. ¿Que síntomas tiene?
Los síntomas eran similares a los de las otras enfermeras: malestar general, problemas intestinales y fiebre baja. David la examinó y la mandó a casa a descansar, recomendándole que bebiera líquidos y tomase aspirinas.
Después, David se dirigió al hospital para visitar a sus pacientes. Mientras caminaba, reparó en que todos los pacientes con gripe eran enfermeras. Y todas de la segunda planta… David se detuvo. ¿Era una coincidencia? En la segunda planta habían estado sus pacientes malogrados. Sin embargo, la mayoría de pacientes eran ingresados en la segunda planta. En todo caso, le pareció raro que no hubiera enfermeras con gripe en obstetricia o en urgencias.
Echó a andar y otra vez pensó en que sus pacientes hubieran contraído en el hospital alguna clase de enfermedad infecciosa. Podía tener relación con la sintomatología de las enfermeras. Utilizando un planteamiento dialéctico, David llegó a la siguiente conclusión: las enfermeras, que generalmente eran personas sanas, se ponían medio enfermas tras quedar expuestas a la misteriosa enfermedad, y los pacientes —con un sistema inmunológico debilitado— a los que se trataba con quimioterapia contraían una enfermedad mortal. No le pareció tan raro el razonamiento. Ahora tenía que encontrar una enfermedad que encajase con aquella sintomatología. La enfermedad tendría que afectar el sistema gastrointestinal, el sistema nervioso central, la sangre y, encima, ser muy difícil de detectar, incluso para un experto en la materia como el doctor Hasselbaum. ¿Se trataba de un veneno ambiental?, se preguntó. Recordó la salivación excesiva de Jonathan. David había pensado en mercurio. Aún así, la idea del veneno parecía bastante improbable. ¿Cómo se propagaba? Si lo hacía por el aire, se habrían contaminado muchas personas, no sólo cuatro pacientes y cinco enfermeras. Pero el veneno era una posibilidad. David decidió aguardar a que llegaran los estudios de toxicología hechos a Mary Ann.
Aceleró el paso y subió a la segunda planta. Sus pacientes evolucionaban bastante bien. Incluso Donald, que no necesitó mucha atención, salvo la de regular su dosis de insulina.
Al finalizar la ronda, bajó a buscar a Angela al laboratorio.
La encontró en la sección de química intentando solucionar un problema surgido en un analizador.
—¿Ya has acabado? —preguntó Angela.
—Por una vez, sí.
—¿Cómo esta Eakins?
—Te lo contare más tarde.
—¿Va todo bien?
—No —dijo David—. Pero ahora no quiero hablar de eso.
Angela se excusó con el técnico de laboratorio con el que estaba trabajando e hizo un aparte con David.
—Esta mañana me he encontrado con una pequeña sorpresa —dijo Angela—. Wadley esta furioso por lo de la autopsia.
—Lo siento —dijo David.
—No es culpa tuya. Wadley se esta comportando como un bastardo porque tiene el orgullo dolido. En concreto, no me ha dejado procesar ninguna muestra.
—¡Mierda! —exclamó David—. Quería ver las pruebas de toxicología.
—No te preocupes. He enviado las muestras a Boston. Yo misma preparare los portaobjetos. Me quedare esta noche a hacerlo. ¿Te importa preparar la cena?
David le dijo que estaría encantado de hacerlo y a continuación se despidieron.
David se sintió aliviado de abandonar el hospital. Montado en su bicicleta se sintió exultante de aspirar el frío aire de Nueva Inglaterra.
Al llegar a casa, Alice se marchó y David se lo pasó muy bien a solas con Nikki. Trabajaron en el jardín hasta el anochecer. Luego, mientras Nikki hacía los deberes, David preparó una cena muy sencilla a base de filetes y ensalada.
Después de la cena, David le contó lo de Caroline.
—¿Esta muy enferma? —preguntó Nikki.
—Parecía bastante fastidiada.
—Me gustaría ir a verla mañana —dijo Nikki.
—Bien. Pero recuerda que la otra noche estabas congestionada. Creo que será mejor que esperemos hasta saber exactamente lo que tiene Caroline. ¿De acuerdo?
Nikki asintió a regañadientes.
David insistió en que hiciera las posturas de drenaje, pese a que cuando se sentía bien sólo tenía que hacerlas por la mañana. Nikki no protestó.
Después de que la niña se fuese a la cama, David se ocupó en repasar enfermedades infecciosas en un manual de medicina. No buscaba ninguna enfermedad en concreto. Suponía que podría encontrar algo sobre el tipo de enfermedad infecciosa que se había imaginado por la mañana. Pero no vio nada.
Casi inadvertidamente, se quedó dormido con el libro de medicina en el regazo y sonó con su época de estudiante de medicina. Al despertar, creyó haber dormido sólo un momento. Miró el reloj de la chimenea y vio que eran las once pasadas; Angela todavía no había vuelto.
David llamó al hospital. La telefonista le pasó con el laboratorio.
—¿Qué pasa? —preguntó al oír la voz de Angela.
—Estoy tardando más de lo que pensaba —dijo Angela—. Tintar las muestras lleva su tiempo. Desde luego, me ha servido para valorar el trabajo de los técnicos que se encargan de ello. Debí llamarte, pero ya casi he acabado. Estaré en casa en una hora.
—Te esperaré —dijo David.
Angela aún tardó una hora en terminar. Cogió unos cuantos portaobjetos y los guardó en un portafolios metálico. Pensó que David querría echarles un vistazo. Angela tenía su microscopio en casa, y David podría estudiar las muestras si le apetecía. Dio las buenas noches a los técnicos de turno y se dirigió al aparcamiento.
No vio su viejo Volvo en la zona reservada y por un momento pensó que se lo habían robado, pero recordó que lo había aparcado en el extremo más alejado de la parte de arriba.
Apretó el paso, pero enseguida tuvo que aminorar. Llevaba un maletín bastante pesado y además estaba agotada. A mitad de camino cambió el maletín de mano. Los pocos coches que había en el aparcamiento pertenecían al personal de noche y Angela fue dejándolos atrás. Angela tomó conciencia de que estaba completamente sola en el aparcamiento. No había nadie. Empezó a sentirse más incómoda conforme avanzaba.
No estaba acostumbrada a salir a esas horas y la verdad es que había pensado que se encontraría con alguien. Le pareció oír unos pasos a sus espaldas, pero se volvió y no vio nada. Siguió andando y pensó en animales salvajes. Había oído decir que a veces se veían osos por la zona. Se preguntó que haría si de repente se encontrara con un oso. «Eres una estúpida», se dijo.
Siguió adelante. Tenía que llegar a casa, eran las doce pasadas.
La iluminación del aparcamiento inferior era bastante buena, pero en cuanto Angela llegó al camino que conducía a la parte de arriba, tuvo que pararse un momento para que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad. En el camino no había ninguna iluminación, y la tupida vegetación de árboles a ambos lados formaba una especie de corredor natural. El ladrido de un perro a lo lejos la sobresaltó. Se adentró aún más en el túnel de árboles y empezó a subir por una escalinata hecha con traviesas de tren. Escuchaba los ruidos del bosque y el susurrar del viento en la copa de los pinos. Estaba muy asustada y recordó la broma de Nikki y David con las mascaras de Halloween, lo que la puso más tensa. Al final de la escalinata el camino se nivelaba y viraba a la izquierda. Un poco más adelante se veían las luces del aparcamiento superior. Estaba a sólo unos quince metros.
Angela casi se había tranquilizado cuando de pronto surgió un hombre de entre las sombras. Se abalanzó sobre ella con tanta rapidez que Angela no tuvo tiempo de huir. Esgrimía un objeto metálico y llevaba la cara tapada con un pasamontañas oscuro.
Angela se tambaleó hacia atrás, tropezó con una raíz y cayó al suelo. Emitió un grito y rodó hacia un lado. Oyó el golpe del objeto contra la tierra donde hacía una fracción de segundo había estado ella. Angela se puso de pie. El hombre la cogió con una mano enguantada y volvió a esgrimir el objeto metálico. Angela le golpeó con el maletín en la entrepierna con todas sus fuerzas. El hombre soltó su presa y se retorció de dolor. Angela echó a correr hacia el aparcamiento superior.
El terror le dio alas y corrió como no lo había hecho en su vida. Oía al agresor a sus espaldas, pero no osaba mirar. Corría hacia el Volvo con un solo pensamiento en la cabeza: la escopeta.
Al llegar junto al vehículo, dejó el maletín en el suelo y se puso a manipular torpemente las llaves. Abrió el maletero y rasgó el papel manila para sacar la escopeta. Vació la caja de munición en el maletero. Cogió un cartucho y cargó el arma.
Se dio la vuelta sosteniendo la escopeta a la altura de la cadera. El aparcamiento estaba completamente desierto. El hombre no la había perseguido. Los pasos que había oído era los suyos propios.
¿Puede describirlo con mayor precisión? —preguntó Robertson—. ¿Más bien alto? No es mucho. ¿Cómo vamos a encontrarlo si las agredidas no son capaces de describirle?
—Estaba muy oscuro —dijo Angela. Lo estaba pasando bastante mal para mantenerse calmada—. Todo ocurrió muy rápidamente. Además, llevaba un pasamontañas.
—¿Que demonios hacía allí a las doce de la noche? Todas las enfermeras estaban avisadas.
—Yo no soy una enfermera. Soy medico.
—¡Por Dios! —dijo Robertson desdeñosamente—. ¿Cree usted que al violador le importaba si era usted medico o enfermera?
—Quiero decir que nadie me había avisado. Habían advertido a las enfermeras, pero no a los médicos.
—Bueno, pero usted tendría que haberlo sabido.
—¿Esta diciendo que yo soy responsable de la agresión? —preguntó Angela.
—¿Qué clase de objeto metálico llevaba? —dijo Robertson ignorando la pregunta de Angela.
—No lo se —respondió Angela—. Ya le he dicho que estaba muy oscuro.
Robertson meneó la cabeza y miró a su ayudante.
—¿Dices que Bill acababa de hacer la ronda con su coche?
—Sí, señor —dijo—. Diez minutos antes de que ocurriera el incidente, Bill había pasado por los dos aparcamientos.
—¡Dios, no se que podemos hacer! —exclamó Robertson.
Miró a Angela y se encogió de hombros.
—Si ustedes las mujeres se mostraran más dispuestas a cooperar, no tendríamos tantos problemas.
—¿Puedo telefonear?
Angela llamó a David. Por su tono notó que acababa de despertarse. Le dijo que llegaría a casa en diez minutos.
—¿Qué hora es? —preguntó David, pero después de mirar su propio reloj, se contestó a sí mismo—: ¡Dios mío, pero si es la una! ¿Que estas haciendo?
—Ya te lo contare cuando llegue a casa —dijo Angela.
Angela colgó y se dirigió a Robertson:
—¿Puedo irme ya?
—Claro —dijo Robertson—. Pero si recuerda algo más, llámenos. ¿Quiere que mi ayudante la acompañe?
—Puedo ir sola.
Diez minutos más tarde, Angela abrazaba a David en la puerta de su casa. David se había quedado impresionado de ver a su mujer salir del coche con el maletín en una mano y una escopeta en la otra. Pero no le preguntó por la escopeta.
De momento se limitó a abrazarla. Ella le estrechaba con fuerza.
Finalmente, entraron a la casa. Angela se quitó la manchada gabardina y llevó el maletín y la escopeta a la sala de estar. Se sentó en el sofá abrazándose las rodillas y miró a su marido.
—Me gustaría estar un rato tranquila —susurró—. ¿Te importaría traerme un vaso de vino?
David lo hizo. Luego le preguntó si quería comer algo.
Angela negó con la cabeza y bebió un sorbo de vino. Sujetó el vaso con ambas manos.
Con voz mesurada empezó a contarle el intento de agresión. Pero no llegó muy lejos. Sus emociones acabaron en lagrimas. Durante cinco minutos no pudo pronunciar palabra. David la rodeó con sus brazos y se culpó de lo ocurrido. No tendría que haber permitido que Angela se quedara trabajando en el hospital hasta tan tarde. Ella recuperó el control, continuó con el relato conteniendo el llanto, pero cuando llegó a la conversación con Robertson se puso furiosa.
—Es increíble lo de ese malnacido. Me pone nerviosa.
Daba a entender que todo había sido culpa mía.
—Es un maldito palurdo —dijo David.
Angela cogió el maletín y se lo entregó a David. Se secó las lagrimas.
—Tanto trabajo, para nada. Las muestras no aportan nada nuevo —dijo—. No había tumor en el cerebro. Sí había cierta inflamación perivascular, y cierto número de neuronas dañadas, aunque puede ser un efecto post mórtem.
—¿Has encontrado algún rastro de infección?
Angela negó con la cabeza y dijo:
—He traído los portaobjetos por si querías verlos.
—He visto la escopeta.
—Esta cargada —le advirtió Angela—. Y no te preocupes, yo hablare mañana con Nikki.
Se oyó un golpe, seguido de ruido de cristales rotos. Se levantaron como resortes y Rusty bajó ladrando desde la habitación de Nikki. David cogió la escopeta.
—El seguro esta encima del gatillo —dijo Angela.
Atravesaron la sala de estar. El golpe había roto cuatro paneles de la ventana del mirador. En el suelo, a escasa distancia de David y Angela, había un ladrillo. Pegada al ladrillo había una copia de la nota anónima que habían recibido la noche anterior.
—Voy a llamar a la policía —dijo Angela—. Esto ya es demasiado.
Mientras esperaban que llegara la policía, David obligó a Angela a sentarse.
—¿Has hecho algo nuevo relacionado con el caso Hodges? —preguntó David.
—No. Bueno, he recibido una llamada del forense en jefe.
—¿Has hablado con alguien de Hodges?
—Su nombre salió a relucir en mi conversación con Robertson —dijo Angela.
David la miró sorprendido.
—Después de comprar la escopeta pase por la comisaría para hablar con Robertson.
—¿Para que? —preguntó David—. Me sorprende que después de lo ocurrido el otro día delante de la iglesia hayas tenido la desfachatez de ir a hablar con él.
—Quería disculparme. Pero ha sido un error. Robertson no esta dispuesto a hacer nada para resolver el asesinato de Hodges.
—Angela —suplicó David—, dejemos de mezclarnos en lo de Hodges. No sirve de nada. Un anónimo en la puerta es una cosa, pero un ladrillo contra una ventana es otra bien diferente.
En la pared de la sala de estar se reflejó un haz de luces mientras un coche de policía subía por el sendero.
—Por suerte no es Robertson —dijo Angela cuando distinguió al policía que se acercaba a la casa.
El policía se presentó como Bill Morrison. Parecía poco interesado en el asunto y se limitó a hacer las preguntas de rigor para rellenar un formulario.
Cuando se marchaba, Angela le preguntó si no pensaba llevarse el ladrillo.
—Sí, tiene razón —dijo Bill—. Lo llevare.
—A veces es posible obtener huellas dactilares de un ladrillo o una piedra —agregó Angela.
—Sí, pero no creo que enviemos una cosa así a la policía estatal —repuso.
—Se lo pondré en una bolsa, por si acaso —dijo Angela. Entró en la cocina y al punto volvió con una bolsa de plástico en la mano. Metió la piedra dentro y se la pasó a Bill.
—Ya esta —dijo Angela—. Y ahora, si les apetece, pueden intentar resolver el asunto.
Bill asintió y se dirigió hacia el coche. Angela y David le vieron marcharse.
—Estoy empezando a perder la fe en la policía local —dijo David.
—Yo nunca la he tenido.
—¿Si Robertson es la única persona con que has hablado de Hodges, entonces quien es el responsable del ladrillazo contra nuestra ventana?
—¿Crees que puede haberlo hecho la policía? —preguntó Angela.
—No lo sé. No creo que sean capaces de tanto, pero creo que saben mucho más de lo que nos cuentan. Desde luego, ese Bill no estaba muy preocupado con el incidente.
—Empiezo a pensar que esta ciudad no es el paraíso que habíamos imaginado —dijo Angela.
David fue al cobertizo y cortó un trozo de madera contrachapada para tapar la ventana. Cuando volvió a la casa, Angela estaba tomando una taza de cereales.
—No es una gran comida —dijo David.
—Me sorprende que todavía sientas ganas de comer —contestó Angela.
Ella le acompañó a la sala y observó cómo abría la escalera de mano.
—¿Puedes hacerlo… solo? —preguntó.
Él la miró con expresión de abatimiento.
—No me has contado cómo te ha ido hoy en el hospital —agregó mientras David subía a la escalera—. ¿Qué pasa con Jonathan, cómo esta?
—No lo sé. Ya no soy su medico.
—¿Por qué?
—Kelley le ha asignado otro medico.
—¿Y puede hacerlo?
—Ya lo ha hecho. —Sacó un clavo del bolsillo e intentó colocar recto el panel de madera—. Al principio me enfade mucho. Pero ahora estoy resignado. Lo único positivo es que ya no tengo que sentirme culpable de lo que pase.
—Pero sigues sintiéndote responsable. Lo sé.
David pidió que le pasara el martillo y empezó a clavar el panel. Uno de los paneles de cristal vibró, cayó al suelo y se hizo añicos. El ruido hizo que Rusty ladrara en lo alto de las escaleras.
—¡Maldita sea! —exclamó David.
—Quizá tendríamos que marcharnos de Bartlet —dijo Angela.
—No podemos recoger las cosas y largarnos sin más. Tenemos unas hipotecas y unos contratos que cumplir. Ya no somos tan libres como antes.
—Pero las cosas no están saliendo como queríamos. Los dos tenemos problemas en el trabajo. Me han atacado. Y todo esto de Hodges me saca de mis casillas.
—Deberías olvidarte de Hodges —dijo David—. Te lo ruego, Angela.
—No puedo —repuso ella con lagrimas en los ojos—. Tengo pesadillas por la noche. Pesadillas en las que la cocina aparece llena de sangre. Cada vez que entro en la cocina me acuerdo de todo, y no puedo quitarme de la cabeza que el asesino anda suelto y podría presentarse aquí en cualquier momento. No se puede vivir con una escopeta en casa.
—Es que no deberíamos tener una escopeta en casa.
—No puedo quedarme sin protección cuando tienes que ir de noche al hospital —replicó Angela—. Sin una escopeta no pienso quedarme.
—Pues harías bien asegurándote de que Nikki comprende que no puede tocarla —dijo David.
—Ya hablare mañana con ella.
—Por cierto —dijo David—, Caroline esta ingresada en urgencias. Tiene fiebre alta y dificultades respiratorias.
—¡Oh, Dios mío! ¿Lo sabe Nikki?
—Se lo he dicho —dijo David.
—¿Sabes si tiene una enfermedad contagiosa? —preguntó Angela—. Ella y Nikki estuvieron juntas ayer.
—Todavía no lo sé. Le he dicho a Nikki que no puede visitarla hasta que lo sepamos.
—Pobre Caroline —dijo Angela—. Ayer parecía que se encontraba perfectamente. Dios mío, espero que Nikki no tenga lo mismo.
—Yo también lo espero. Oye, tenemos cosas más importantes en las que pensar antes que en todo lo que rodea a la muerte de Hodges. Por favor, aunque no lo hagas por nosotros, hazlo por Nikki.
—De acuerdo —dijo Angela reticente—. Lo intentare.
—¡Por fin! —exclamó David. Miró la ventana rota—. Tengo que arreglar esto.
—¿Qué tal si lo haces con bolsas de plástico y cinta aislante? —le sugirió Angela.
—Tienes razón. ¿Por qué no se me ha ocurrido antes? —dijo David mirando a su mujer.