DOMINGO 24 DE OCTUBRE
Por la mañana, David y Angela se sentían fatal. Por el contrario, Nikki había dormido toda la noche de un tirón y sin pesadillas, y estaba ansiosa de empezar a disfrutar del día.
Los domingos los Wilson se levantaban temprano y asistían a misa; después solían desayunar en el Iron Horse.
La idea de asistir a misa era de Angela y sus motivaciones no eran religiosas sino sociales. La consideraba una buena manera de integrarse con la gente de Bartlet. Acudían a la iglesia metodista que estaba junto al parque, la más popular de la ciudad.
—¿Tenemos que ir a la iglesia? —protestó David, sentado en el borde de la cama.
No tenía fuerzas ni para vestirse. A pesar de haberse acostado tan tarde, había vuelto a despertarse al amanecer. Llevaba despierto varias horas. Cuando Nikki y Rusty irrumpieron en su habitación, acababa de conciliar el sueño.
—Nikki se llevara un disgusto si no vamos —dijo Angela desde el cuarto de baño.
David acabó de vestirse con resignación. Media hora más tarde la familia subía al Volvo y se dirigían a la ciudad. La experiencia les había enseñado que lo mejor era dejar el coche en el aparcamiento del Iron Horse, y luego ir andando hasta el parque. Intentar aparcar al lado de la iglesia era una tarea imposible. Los domingos había tanto tráfico que acudía un policía para supervisar la circulación. Aquella mañana le tocaba al jefe Wayne Robertson. Llevaba un silbato en la boca.
—Fijaos —dijo Angela en cuanto lo vio—. Esperadme aquí.
Bajó del coche antes de que David pudiera impedirlo y se dirigió al policía con la nota en la mano.
—Perdone —dijo Angela—. Me gustaría enseñarle algo. Anoche nos clavaron esto en la puerta. —Le entregó la nota y esperó una respuesta con los brazos en jarras.
Robertson dejó caer el silbato de su boca. Leyó la nota y luego se la devolvió a Angela.
—Yo diría que es un buen consejo. Le sugiero que lo siga.
Angela rio entre dientes.
—No le estoy pidiendo su opinión sobre el contenido de la nota —dijo ella—. Le estoy pidiendo que investigue quien la dejó en nuestra puerta.
—Bueno, veamos —dijo Robertson mientras se rascaba la nuca—, no hay mucho que decir excepto que ha sido mecanografiada con una Smith Corona I952, y que tiene la «o» defectuosa.
Por un instante, Angela puso en cuestión su opinión sobre la profesionalidad de Robertson. Pero enseguida comprendió que le estaba tomando el pelo.
—Estoy segura de que hará todo lo que este en su mano —dijo sarcásticamente—. Aunque, teniendo en cuenta su actitud en el caso Hodges, tampoco he de esperar grandes milagros.
El sonido de cláxones y las protestas de los conductores hicieron que Robertson volviera su atención al tráfico, que se había colapsado en tan sólo un momento. Mientras hacía lo posible por arreglar el atasco, añadió:
—Usted y su familia son nuevos en Bartlet. Quizá deberían pensárselo dos veces antes de meterse en lo que no les incumbe. Así sólo se buscaran problemas.
—De momento sólo he tenido problemas con usted —repuso Angela—. Y me consta que usted es uno de los que no siente la muerte de Hodges. Se que usted le culpa erróneamente de la muerte de su mujer.
Robertson dejó de dirigir el tráfico y se volvió hacia Angela. Sus mofletudas mejillas enrojecieron.
—¿Qué es lo que ha dicho?
En ese momento, David se interpuso entre ellos y apartó a su mujer. Había seguido la conversación a poca distancia, y no le gustaba el cariz que tomaba.
Angela trató de repetir a Robertson lo que le había dicho antes, pero David le tiró del brazo y le dijo que se callase.
Cuando se alejaron lo suficiente, la cogió por los hombros y le espetó:
—¿Qué te ha picado? ¿No sabes que Robertson tiene un serio problema de personalidad? Ya se que te encanta dramatizar las cosas, pero lo que has hecho es una provocación.
—Se estaba burlando de mí.
—Olvídalo. Te comportas como una niña.
—Se supone que el tiene que protegernos —replicó Angela—. Se supone que es un defensor de la ley. Su deber es descubrir quien ha escrito esta nota y quien es el asesino de Hodges.
—¡Cálmate! Estas montando un numerito.
Angela apartó la vista de David y miró alrededor. La gente que pasaba rumbo a la iglesia se detenía para observar la escena. Guardó la nota en su bolso, se alisó el vestido y cogió a Nikki de la mano.
—Vamos, o llegaremos tarde a misa.
Angela y David marcharon al hospital dejando a Caroline y Nikki al cuidado de Alice. Nikki se había encontrado con Caroline después del servicio religioso, y Caroline les había acompañado a desayunar en el Iron Horse.
Se reunieron en la entrada del hospital con Donald Schiller y los Josephson, sus suegros, y se sentaron en los bancos que había a la derecha para hablar de la autopsia.
—Mi marido quiere practicar la autopsia de Mary Ann —dijo Angela—. Estoy aquí porque, si dan su autorización, yo seré quien la practique. Como ni el hospital ni la AMG corren con los gastos, lo haré en mi tiempo libre. No costara nada y nos proporcionara una información muy valiosa.
—Es muy generoso por su parte —dijo Donald—. Todavía no hemos tomado una decisión, pero ahora tengo más clara mi respuesta. —Donald miró a los Josephson, que asintieron—. Creo que a Mary Ann no le habría importado si con ello hubiera ayudado a otros enfermos.
—Creo que sí ayudara a otros enfermos —dijo Angela.
Luego, ambos se dirigieron al depósito para trasladar el cadáver de Mary Ann al laboratorio, y de ahí a la sala de autopsias. La habitación no se utilizaba desde hacía años y se había convertido en un especie de almacén. Tuvieron que retirar unas cajas que había sobre la vieja mesa de operaciones.
Angela se dio cuenta de que David lo estaba pasando bastante mal, pues no estaba acostumbrado a ver autopsias, y además se trataba del cadáver de una de sus pacientes.
—¿Por qué no vas a ver a tus enfermos? —le sugirió Angela cuando se disponía a empezar.
—¿Estas segura de que te las puedes arreglar sola?
—Cuando acabe te llamare para que me ayudes a llevarla abajo.
—Gracias —dijo David. Al llegar a la puerta se volvió—: Recuerda que cabe la posibilidad de que aparezca un virus desconocido. Ten cuidado. Y también quiero un estudio toxicológico completo.
—¿Por qué toxicológico?
—Quiero estudiar todas las posibilidades —respondió David—. Hazlo por mí.
—Lo haré —dijo Angela—. ¡Y ahora, vete! —Cogió un bisturí y le hizo un gesto de que se marchara.
David salió de la sala de autopsias y, aliviado, se quitó el gorro, la mascarilla y los guantes que se había puesto para colaborar en la autopsia. Se dirigió a la planta de pacientes.
Estaba convencido de que iba a dar el alta a Eakins, y más después de su conversación con las enfermeras. Le habían confirmado que el ritmo cardíaco de Eakins era normal. Pero al entrar en la habitación de Jonathan se encontró con un panorama desalentador. Jonathan estaba muy mal. Sensibilizado por los recientes acontecimientos, David se quedó sin habla.
Sentía fluir la adrenalina por todo su cuerpo. Temeroso de su probable respuesta, le pidió a Jonathan que describiera su estado.
—Me siento fatal —respondió Jonathan. Tenía los músculos de la cara como inertes y los ojos sin brillo. De la comisura de la boca le caía un hilillo de baba—. Primero empecé con retortijones, y luego nauseas y diarrea. No tengo apetito y estoy tragando todo el rato.
—¿Tragando? —preguntó David, asustado.
—Tengo la boca llena de saliva todo el rato.
David intentó situar aquellos síntomas en alguna categoría conocida. La salivación excesiva era uno de los síntomas de envenenamiento por mercurio.
—¿Comió algo inusual anoche? —preguntó.
—No.
—¿Y el suero?
—Me lo cambiaron ayer tal como usted había dispuesto.
David sintió pánico. Excepto por la salivación, los síntomas de Jonathan eran idénticos a los de Marjorie, John y Mary Ann antes de su fulminante deterioro y posterior fallecimiento.
—¿Qué ocurre? —preguntó Jonathan al notar la ansiedad de David—. ¿Es grave, verdad?
—Pensaba darle de alta hoy —dijo David evitando contestar directamente a su pregunta—, pero si se encuentra tan mal será mejor que siga aquí un par de días.
—De acuerdo, doctor. Pero este fin de semana es el aniversario de mi boda.
Luego, David fue a la sala de enfermeras. Todo el rato se repetía que era imposible que volviera a ocurrir lo mismo. Las posibilidades eran mínimas.
David se dejó caer en la silla y cogió el expediente de Jonathan del fichero. Lo leyó y releyó cuidadosamente, incluidas las anotaciones de las enfermeras. Por la mañana Jonathan tenía treinta y siete de temperatura. ¿Era eso fiebre? David no estaba muy seguro, ya lo confundía todo.
Volvió a la habitación de Jonathan, se sentó a su lado y le auscultó. Los pulmones estaban limpios.
Regresó a la sala de enfermeras, apoyó los codos en el mostrador y ocultó la cara entre las manos. Tenía que pensar. No sabía que hacer, pero tenía que hacer algo. Cogió impulsivamente el teléfono. Sabía lo que iba a pasar con Kelley y la AMG, pero no le importaba. Llamó al doctor Mieslich, el oncólogo, y al doctor Hasselbaum, el especialista en enfermedades infecciosas y les rogó que acudieran al hospital inmediatamente. Explicó que tenía un paciente con los mismos síntomas que habían acabado con los anteriores.
Mientras esperaba, ordenó diversas pruebas y análisis.
Siempre cabía la posibilidad de que Jonathan despertara al día siguiente totalmente repuesto, pero David no podía arriesgarse a que siguiera los pasos de Marjorie, John y Mary Ann.
Un sexto sentido le decía que Jonathan estaba en las proximidades de un combate a vida o muerte, y su intuición siempre había funcionado bastante bien.
El primero en llegar fue el especialista en enfermedades infecciosas. Después de un breve cambio de opiniones con David, pasó a examinar al paciente. A continuación llegó el doctor Mieslich, con el historial de Jonathan de cuando había sido su paciente. Mieslich y David estudiaron el historial desde la primera a la última página. Para entonces, el doctor Hasselbaum ya había terminado de examinar a Jonathan. Se reunió con David y Mieslich en la sala de enfermeras.
Los tres médicos se enfrascaron en discutir el caso. De pronto, David reparó en que sus colegas miraban a alguien que estaba a sus espaldas. David se dio la vuelta: era Kelley.
—¿Doctor Wilson, le importaría que habláramos un momento en la sala de espera? —dijo Kelley.
—Estoy muy ocupado —repuso David y se volvió hacia sus colegas.
—Siento tener que insistir —dijo Kelley dándole unos golpecitos en el hombro. David apartó aquella mano; no le gustaba que Kelley le tocara.
—Mientras tanto iré examinando al paciente —dijo Mieslich, levantándose y saliendo de la sala de enfermeras.
—Yo aprovechare para anotar mi diagnóstico —dijo Hasselbaum. Sacó una estilográfica de la chaqueta y cogió el expediente de Jonathan.
—Esta bien —dijo David poniéndose de pie—. Adelante, señor Kelley.
Se encaminaron a la sala de espera. Cuando David entró en la habitación, Kelley cerró la puerta.
—Supongo que ya conoce a la señorita Helen Beaton, la directora del hospital —dijo Kelley—, y al señor Michael Caldwell, el director medico. —Señaló a ambos, que estaban sentados en uno de los sofás.
—Por supuesto —dijo David.
Recordaba a Caldwell de la entrevista con Angela, y se había encontrado con Beaton en varios actos del hospital. David les estrechó la mano a los dos, que no tuvieron la deferencia de levantarse.
Kelley se sentó, y David hizo lo propio.
David miró los rostros de las personas que tenía ante sí. Supuso que tendría problemas a causa de la autopsia de Mary Ann Schiller, pero esperaba que eso no causara problemas a Angela.
—Supongo que debería ir al grano —dijo Kelley—. Se preguntara cómo hemos reaccionado tan rápidamente ante su comportamiento en el caso de Jonathan Eakins.
David estaba asombrado. ¿Cómo podían estar allí aquellos tres hablándole de Jonathan, cuando acababa de empezar a investigar los primeros síntomas?
—Nos ha avisado la supervisora de enfermeras —dijo Kelley—, a quien han informado las enfermeras de planta, tal como tenían ordenado. El control de utilización es algo vital. Como ya le he dicho en anteriores ocasiones, usted se empeña en hacer consultas con especialistas externos.
—Y demasiadas pruebas de laboratorio —añadió Beaton.
—Y demasiados análisis —dijo Caldwell.
David miró incrédulo a los tres administradores, que le devolvieron la mirada con descaro. Eran un tribunal a la espera de dictar sentencia: una especie de inquisición. David estaba siendo juzgado por herejía económico-sanitaria, y ninguno de los tres inquisidores era medico.
—Debemos recordarle que su paciente ha padecido un cáncer de próstata con metástasis —dijo Kelley.
—En suma, creemos que usted es demasiado manirroto y pródigo en gastos —dijo Beaton.
—Usted tiene un amplio historial de mala utilización de recursos en pacientes terminales —dijo Kelley.
David luchó con sus emociones. Se sentía culpable por la muerte de sus pacientes, pero también vulnerable ante la crítica de los administradores.
—Yo me debo a mis pacientes —dijo David con humildad—, no a una organización o institución.
—Apreciamos su punto de vista —dijo Beaton—, pero esas actitudes son las que han provocado la crisis económica de la sanidad. Debería usted ampliar un poco más sus horizontes.
Nos debemos a toda una comunidad de pacientes y no podemos abarcarlo todo. Es necesario un cierto criterio a la hora de administrar recursos limitados.
—Mire David, es innegable que usted utiliza servicios auxiliares con mayor profusión que el resto de sus colegas médicos —observó Kelley.
Se produjo una pausa. David no estaba muy seguro de lo que tenía que decir.
—En estos últimos casos me he enfrentado a una enfermedad infecciosa desconocida. Podría producirse una verdadera tragedia si no aislamos esta bacteria.
Los tres administradores se miraron para ver quien de ellos hablaba.
—Eso es ajeno a mis competencias —dijo Beaton encogiéndose de hombros—. Lo siento, pero es así.
—A mí me pasa lo mismo —dijo Caldwell.
—Bueno —dijo Kelley—, ya que tenemos aquí a un medico neutral, especialista en enfermedades infecciosas (y como la AMG pagara sus servicios), preguntémosle su opinión.
Kelley fue en busca de los doctores Mieslich y Hasselbaum. Tras las oportunas presentaciones, preguntaron a Hasselbaum si creía que los anteriores pacientes de David, y el propio Jonathan Eakins, podían haberse visto afectados por una enfermedad infecciosa de origen desconocido.
—Sinceramente, lo dudo —dijo Hasselbaum—. No hay ninguna evidencia de enfermedad infecciosa. Los tres tenían neumonía, pero creo que la contrajeron por culpa de un estado general de debilidad. En los tres casos, el agente provocador era un patógeno conocido.
Kelley preguntó entonces que tipo de tratamiento creían que había que aplicarle a Jonathan Eakins.
—Puramente sintomático —dijo Mieslich mirando a Hasselbaum.
—Yo también aconsejaría lo mismo —dijo Hasselbaum.
—Ustedes dos han visto la larga lista de pruebas que ha ordenado el doctor Wilson —dijo Kelley—, ¿creen que, dadas las circunstancias, alguna de ellas es imprescindible?
Mieslich y Hasselbaum se miraron. Hasselbaum fue el primero en hablar:
—Si yo estuviera en su lugar, suspendería todas las pruebas y esperaría. Quizá mañana por la mañana el paciente este totalmente recuperado.
—Estoy de acuerdo —dijo Mieslich.
—¿Bien? —dijo Kelley—. Parece que estamos todos de acuerdo. ¿Tiene algo que decir, doctor Wilson?
La reunión acabó en medio de sonrisas, apretones de mano y aparentes buenas maneras. Pero David se sentía confuso y humillado, incluso algo deprimido. Volvió a la sala de enfermeras y canceló la mayor parte de las pruebas que había ordenado para Jonathan. Luego se fue a verlo.
—Gracias por haber traído a toda esa gente a examinarme —dijo Jonathan.
—¿Cómo se encuentra?
—No lo se, creo que estoy un poco mejor.
Cuando David volvió a la sala de autopsias, Angela ya había terminado de recogerlo todo. Ayudó a llevar el cuerpo de Mary Ann a la morgue y notó que Angela no estaba muy dispuesta a hablarle de los resultados. Prácticamente tuvo que obligarla a que le contara algo.
—En realidad no he encontrado nada —admitió ella.
—¿Y en el cerebro?
—Totalmente limpio. Pero tendremos que esperar los resultados del microscopio.
—¿Algún tumor?
—Me parece que tenía uno muy pequeño —contestó Angela—. El microscopio lo confirmara.
—¿Y no has encontrado nada que pudiese haberle causado la muerte?
—Tenía neumonía.
David asintió; eso ya lo sabía.
—Te agradezco que lo hayas intentado —dijo David.
Después, cuando se dirigían en coche a casa, Angela comprobó que David seguía deprimido. Todo el rato contestaba con monosílabos.
—Supongo que estas un poco decepcionado porque no he encontrado nada nuevo en la autopsia —dijo Angela cuando llegaron a casa.
—Eso es sólo una pequeña parte —dijo David dando un suspiro.
—David, eres un medico maravilloso y además tienes mucho talento. Deja de tratarte tan duramente.
David le contó que Kelley le había llevado ante una especie de tribunal de la inquisición.
—¡Qué cara! —dijo ella—. Los administradores del hospital no deberían meterse en las cuestiones profesionales.
—No lo se —dijo David, abatido—; en algunas cosas tienen razón. En realidad los costes de la medicina asistencial son un verdadero problema. Pero es muy difícil ceñirte a la teoría cuando estas tratando a un paciente concreto. Además, los médicos a los que he consultado se han puesto del lado de los administradores.
David no tenía hambre y a la hora de la cena se limitó a amontonar la comida en los extremos del plato. Para acabar de estropear las cosas, Nikki se quejó de que no se encontraba bien.
A eso de las ocho, Nikki empezó a congestionarse y Angela la acompañó al piso de arriba para hacer la terapia respiratoria. Luego, Angela encontró a David en la sala de estar. La televisión estaba encendida pero él miraba el fuego con aire ausente.
—Quizá sería mejor que Nikki no fuera al colegio mañana.
David no contestó. Angela estudió su cara. En ese momento no sabía por quien preocuparse más: si por Nikki o David.