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SÁBADO 23 DE OCTUBRE

David se levantó antes del amanecer porque se sentía muy preocupado por Mary Ann. Salió a hurtadillas de la casa para no despertar a Angela y a Nikki y cogió la bicicleta. Cruzó el río Roaring en el momento en que el sol empezaba a despuntar. Hacía bastante frío, igual que el día anterior. Una gruesa capa de escarcha cubría los campos y también las ramas desnudas de los árboles, dándoles un resplandor vítreo.

La temprana aparición de David sorprendió a las enfermeras de la UCI. El estado de Mary no había cambiado, aunque empezaba a tener diarrea. David estaba sorprendido y agradecido de la solidaridad y el esmero con que las enfermeras atendían a Mary Ann. Volvió a estudiar el caso de Mary desde el principio, pero no se le ocurrió nada nuevo. Llamó incluso a uno de sus antiguos profesores de Boston, de quien sabía que era muy madrugador. Después de escuchar el caso, el profesor se ofreció a acudir inmediatamente. David se sintió reconfortado por la generosidad y entrega de aquel hombre.

Mientras esperaba la llegada de su exprofesor, David efectuó una ronda de visita a sus pacientes. Todos estaban bastante bien. Podía dar el alta a Jonathan Eakins, pero prefirió que siguiese en observación un día más. Así tendría la seguridad de que su corazón funcionaba perfectamente.

Cuando llegó su exprofesor, David le presentó el caso de Mary Ann como si todavía fuera un alumno en prácticas. El profesor escuchó con atención. Luego examinó minuciosamente a Mary Ann y leyó su historial de principio a fin, pero no aportó nuevos puntos de vista. Luego, David le acompañó al coche y le agradeció su desinteresada colaboración.

Tras acabar su trabajo en el hospital, volvió a casa. Prefirió no participar en el habitual partido de baloncesto: estaba escarmentado después de la desagradable disputa con Kevin a raíz del partido de tenis. David pensaba que, dado su actual susceptibilidad emocional, era mejor evitar a Kevin, por lo menos durante una semana.

Angela y Nikki acababan de desayunar cuando David llegó a casa. Bromeó con ellas diciéndoles que ya se habían perdido la mitad del día. Mientras Angela ayudaba a Nikki con la terapia respiratoria, David fue al sótano y quitó la cinta de plástico que había dejado la policía. Luego cogió las contraventanas y las sacó directamente al jardín.

Cuando Nikki se reunió con él, ya había colocado todas las de la planta baja.

—¿Cuando vamos a…? —empezó Nikki.

David se llevó el dedo a los labios y le señaló la ventana de la cocina por la que se veía a Angela.

—En cuanto lo limpiemos todo —dijo David.

David dejó que Nikki le ayudase a llevar las mosquiteras de las ventanas al sótano; a esta le gustaba ayudarle. Las apoyaron contra la base de la escalera, donde antes habían estado las contraventanas.

Al terminar, dijeron a Angela que se iban de compras a la ciudad. Cogieron las bicicletas y se marcharon. Angela se alegró de verlos tan contentos.

Al poco empezó a sentirse un poco inquieta de estar sola.

Oía cada crujido de la casa vacía. Intentó concentrarse en el libro que estaba leyendo, pero al cabo de un rato estaba cerrando puertas y ventanas. Como las ultimas fueron las de la cocina, no pudo evitar imaginarse las paredes cubiertas de sangre.

—Yo no puedo vivir así —se dijo en voz alta, y comprendió que se estaba volviendo paranoica—. Pero… ¿qué puedo hacer?

Se acercó a las patas de la mesa, las había fregado con el desinfectante más fuerte que encontró en la ferretería de Staley.

Sus dedos acariciaron la superficie. Se preguntó si tras haber limpiado todo tan concienzudamente el luminol seguiría reaccionando. Seguía sin gustarle la idea de que el asesino de Hodges estuviera libre. Sin embargo, había prestado atención a la advertencia de David: podía resultar muy peligroso andar metiendo las narices en el caso Hodges.

Cogió las guías de teléfonos y buscó «investigadores privados», pero no encontró muchos nombres. Luego buscó «detectives» y encontró una lista más amplia. La mayoría eran teléfonos de empresas de seguridad, pero algunos aparecían a título individual. Uno de ellos, Phil Calhoun, vivía en Portland, a poca distancia de Bartlet. Sin vacilar, marcó el número.

Contestó un hombre de tono pausado y lento, algo ronco.

Angela no había pensado mucho en que decirle y le soltó que quería que investigase un asesinato.

—Parece interesante —dijo Calhoun.

Angela intentó imaginarse a su interlocutor. Por su voz se imaginó a un hombre fuerte, de hombros anchos, cabello oscuro y quizá bigote.

—Podríamos vernos —sugirió Angela.

—¿Qué prefiere, que vaya yo o venir usted?

Angela meditó un instante; de momento no quería que David se enterase.

—Iré a verle —dijo Angela.

—La estaré esperando —contestó Calhoun después de ofrecerle su dirección.

Angela subió arriba, se cambió y escribió una nota para Nikki y David: «He ido de compras».

La casa de Calhoun hacía también las veces de oficina.

A Angela no le fue difícil encontrarla. En el camino de entrada vio la camioneta Ford del detective. En la parte posterior de la cabina llevaba un portarifles y en el guardabarros trasero una pegatina que rezaba: «He subido al monte Washington».

Phil Calhoun la invitó a pasar a la sala y le ofreció asiento en un gastado sofá. Estaba muy alejado de la romántica imagen del investigador privado. Aunque era un hombre corpulento, le sobraban unos cuantos kilos y era mucho mayor de lo que daba a entender su voz por teléfono. Angela le calculó unos sesenta años. Su cara resultaba un tanto pastosa, aunque tenía unos ojos grises y brillantes. Llevaba una camisa de cazador a cuadros blancos y negros, y unos pantalones de trabajo que se sujetaba con tirantes negros. En la cabeza llevaba una gorra con el emblema «Roscoe Electric» estampado por encima de la visera.

—¿Le molesta que fume? —preguntó Calhoun sosteniendo una cajetilla de puros Antonio y Cleopatra.

—Esta en su casa —respondió Angela.

—Cuénteme esa historia del asesinato, por favor.

Angela le hizo un resumen de todo lo ocurrido.

—Parece interesante. Estaré encantado de ocuparme del caso en mis horas libres. Soy un policía estatal retirado y además viudo. Eso es todo. ¿Alguna pregunta?

Angela observó a Calhoun fumar despreocupadamente.

Era tan lacónico como el resto de sus paisanos de Nueva Inglaterra. Parecía franco, rasgo que ella apreciaba bastante.

Aparte de eso no tenía forma de calibrar la capacidad profesional de aquel hombre, aunque el hecho de que hubiera sido policía estatal ya indicaba algo.

—¿Por qué abandonó el cuerpo?

—Retiro obligatorio —dijo Calhoun.

—¿Ha estado implicado alguna vez en un crimen? —preguntó Angela con cierta candidez.

—Nunca yendo de paisano.

—¿De que tipo de casos se suele ocupar?

—Problemas matrimoniales, hurtos en tiendas, camareros que roban…

—¿Cree que podrá llevar adelante este caso?

—Desde luego —dijo Calhoun—. Crecí en una pequeña ciudad de Vermont, muy parecida a Bartlet. Estoy familiarizado con ese entorno. Que diantres, si hasta tengo algún conocido en Bartlet. Conozco muy bien esas enemistades que fermentan durante años y la mentalidad de la gente que las cultiva. Yo soy el hombre indicado porque puedo ir por ahí haciendo preguntas sin levantar sospechas.

De regreso a Bartlet, Angela se preguntó si había hecho bien al contratar a Phil Calhoun. También se preguntó cómo y cuando se lo contaría a David.

Al llegar a casa, no le hizo gracia encontrar a Nikki sola.

David había ido al hospital a visitar a un paciente. Le preguntó a Nikki si David había llamado a Alice para que se quedara con ella.

—No. Papa ha dicho que no tardaría y que seguramente tú llegarías enseguida.

Angela pensó que tendría que hablar con David. Dadas las actuales circunstancias, no le hacía ninguna gracia que Nikki se quedara sola en casa. Le parecía increíble que David hubiera dejado sola a Nikki, y sólo por eso se alegraba de haber contratado a Phil Calhoun. Angela le dijo a Nikki que era necesario mantener las puertas cerradas, y fueron a comprobarlo. La única que estaba abierta era la puerta trasera. Luego, mientras preparaba algo para comer, preguntó a la niña que había hecho con su padre, pero Nikki se negó a contárselo.

Cuando volvió David, Angela le recriminó el que hubiese dejado a Nikki sola. Al principio David se puso a la defensiva, pero finalmente dio la razón a su mujer. Más tarde, padre e hija volvieron a ponerse en plan compinches, pero Angela no les hizo caso.

El sábado por la tarde era su día favorito. Como durante la semana no tenía tiempo para cocinar, le gustaba ocupar la mayor parte del sábado en su libro de recetas y en preparar menús sofisticados. Para ella era una especie de terapia curativa. A media tarde ya tenía el menú preparado. Salió de la cocina y bajó al sótano para coger del congelador unos huesos de ternera. Reparó en que no bajaba desde el día en que los investigadores habían estado trabajando allí. Vaciló y sintió un poco de miedo de estar allí, pero lo superó y siguió avanzando hacia el congelador, que estaba en la pared opuesta. Mientras caminaba miró de reojo hacia donde había estado el cadáver de Hodges, y se sintió aliviada al ver que David había apilado las mamparas contra el agujero.

Angela estaba rebuscando en el congelador cuando oyó un ruido como de arañazos a sus espaldas. Se quedó paralizada.

Hubiera jurado que el ruido procedía de detrás de las escaleras. Dejó que el congelador se cerrase, antes de volverse para mirar el mal iluminado sótano.

Totalmente aterrorizada observó cómo las mamparas se movían. Parpadeó y volvió a mirar, esperando que todo fuese producto de su imaginación. Pero las mamparas cayeron hacia delante produciendo un ruido sordo.

Angela intentó gritar, pero de su boca no salió sonido alguno. Trató de moverse pero no lo consiguió. Con gran esfuerzo, finalmente logró dar un paso y luego otro. Estaba aún a mitad de camino de las escaleras cuando la cara semidescompuesta de Hodges surgió del agujero. El espectro salió tambaleándose de su nicho. Parecía desorientado hasta que vio a Angela. Entonces extendió los brazos y avanzó hacia ella.

El terror le devolvió el movimiento e intentó escapar como alma que lleva el diablo, pero ya era demasiado tarde: Hodges le cerró el paso y la cogió por el brazo. Al sentir aquella mano repulsiva, Angela recuperó el habla y chilló intentando liberarse. Entonces vio otro espectro salir de la tumba —aunque más pequeño, con la misma cara de Hodges—. De pronto reparó en que Hodges estaba riendo.

Medio desvanecida, Angela vio que Hodges se tironeaba la cara… y se la quitaba: era David, con una mascara de goma.

Nikki, el espectro pequeño, hizo otro tanto: era Nikki. Los dos reían a mandíbula batiente.

Angela se sintió un poco avergonzada pero enseguida su humillación se trocó en rabia. La broma no había tenido ninguna gracia. Apartó a David y subió escaleras arriba.

Padre e hija siguieron riendo, aunque cuando se dieron cuenta de que Angela se había asustado de veras, se les borró la sonrisa.

—¿Crees que se ha enfadado de verdad? —preguntó Nikki.

—Me temo que sí. Creo que será mejor que subamos y hablemos con ella.

Angela ni les miró mientras trajinaba en la cocina.

—Estamos arrepentidos —dijo David.

—Los dos estamos arrepentidos, mama —insistió Nikki.

Pero se les escapaba la risa.

—No esperábamos engañarte —dijo David—. ¡De verdad!

Pensamos que te darías cuenta enseguida. Los disfraces eran muy toscos.

—De verdad, mama —dijo Nikki—. Pensábamos que te darías cuenta porque el domingo es Halloween. Iban a ser nuestros disfraces de Halloween. Hemos comprado una mascara para ti.

—Pues por mí, podéis tirarla —dijo Angela.

Nikki se entristeció y los ojos se le llenaron de lágrimas.

Angela la miró, y se le pasó el enfado.

—Vamos, vamos, no te lo tomes así —dijo, estrechando a Nikki—. Sí, soy una exagerada —añadió—, pero me he asustado de verdad. A mí no me ha resultado nada gracioso.

Phil Calhoun llegó a Bartlet a media tarde. Ansiaba empezar con su nuevo caso, el más apasionante de toda su carrera de detective. Carrera que, por lo demás, le servía de complemento a su pensión. Aparcó la camioneta junto a la librería y se dirigió andando a la comisaría.

—¿Esta Wayne? —preguntó al oficial de servicio.

El policía se limitó a hacer un gesto hacia el final del pasillo.

Wayne Robertson estaba leyendo el Bartlet Sun. Calhoun llamó a la puerta abierta del despacho. Wayne levantó la vista, sonrió y le invitó a tomar una copa.

Robertson se reclinó en la silla y aceptó un puro de Calhoun.

—¿Trabajando hasta tan tarde un sábado? —dijo Calhoun—. Debéis tener mucho trabajo en Bartlet.

—Vaya mierda de periódico —dijo Robertson—. Es basura, y cada año es peor.

—He leído en el periódico que ha aparecido el amigo Hodges —dijo.

—Sí —dijo Robertson—. Causo un poco de alboroto, pero ya esta todo olvidado. ¡Afortunadamente! Ese viejo era peor que un grano en el culo.

—¿Y eso? —preguntó Calhoun.

Robertson enrojeció mientras repetía la letanía contra Dennis Hodges. Reconoció que algunas veces hubiera estrangulado a Hodges gustosamente.

—Deduzco que Hodges no era un tipo muy popular —dijo Calhoun.

Robertson soltó una carcajada sarcástica.

—¿Es un caso difícil? —preguntó Calhoun con tono de mera cortesía, exhalando el humo hacia el techo.

—No demasiado —dijo Robertson—. Nos movimos un poco cuando Hodges desapareció, pero más que nada por mero trámite. A nadie le importaba mucho, ni siquiera a su mujer; exmujer, en realidad. Ella ya vivía en Boston cuando desapareció su marido.

—¿Hay novedades? El Boston Globe dice que la policía estatal esta investigando.

—Ellos también lo hacen por mero trámite —explicó Robertson—. El forense llamó al fiscal del distrito. Y el fiscal del distrito envió a un ayudante para que investigara un poco. El ayudante llamó a la policía estatal, que a su vez envió a varios investigadores al lugar del crimen. Después me telefoneó un teniente de la policía estatal. Le dije que no perdiesen el tiempo, que nosotros nos ocuparíamos del asunto. Como ya sabes, a menos que se produzcan presiones de algún político o de la oficina del fiscal, la policía estatal se fía de nosotros en este tipo de casos. Demonios, la policía estatal tiene muchos casos que resolver. Y lo mismo nos pasa a nosotros. Además, ya han pasado ocho meses, y las pistas se han desvanecido.

—¿En que trabajan tus chicos últimamente? —preguntó Calhoun.

—Tenemos una serie de agresiones y violaciones en el aparcamiento del hospital.

—¿Alguna pista del agresor?

—De momento, no.

Tras abandonar la comisaría, Calhoun paseó por Main Street y luego entró en la librería. La propietaria, Jane Weincop, había sido amiga de la mujer de Calhoun, que durante el último año de su vida, que lo pasó postrada en una cama, había sido una voraz lectora.

Jane acompañó a Calhoun a su despacho, en realidad sólo una pequeña mesa colocada en un rincón del almacén. Después de un poco de tanteo y de cháchara, Calhoun se las arregló para que la conversación derivara hacia Dennis Hodges.

—El hallazgo del cadáver ha conmocionado Bartlet —reconoció Jane.

—Creo que no era una persona muy popular —dijo Calhoun—. ¿Quien querría matarle?

Jane miró a Calhoun.

—¿Es una visita personal o profesional? —preguntó Jane con una sonrisa irónica.

—Es sólo curiosidad —dijo Calhoun guiñando un ojo—. Pero me gustaría que no mencionaras que he hecho esta pregunta.

Media hora más tarde, Calhoun paseaba bajo la menguante luz del atardecer llevando en la mano una lista de veinte personas a las que Hodges no caía bien. La lista incluía al presidente del banco, al propietario de la estación de servicio que había junto a la carretera interestatal, al manitas retrasado, al jefe de policía —dato que ya sabía Calhoun—, unos pocos negociantes y tenderos, y media docena de médicos.

Calhoun estaba sorprendido por la extensión de la lista pero al mismo tiempo se sentía contento. Después de todo, cuanto más larga fuera más horas de trabajo acumularía.

Siguiendo su caminata por la Main Street, Calhoun se detuvo en la farmacia Harrison. El farmacéutico, Harley Strombell, era hermano de un excompañero de Calhoun en el ejército, Wendell Strombell.

Al igual que había sucedido con Jane, él tampoco se tragó la supuesta inocencia del interrogatorio de Calhoun, aunque prometió discreción. Incluso ayudó a aumentar la lista añadiendo su propio nombre y los de Ned Banks, el propietario de la New England Coat Hanger Company, Harold Traynor y Helen Beaton, los nuevos administradores del hospital.

—¿Por qué te caía mal Hodges? —preguntó Calhoun.

—Era por algo personal —contestó Harley—. Hodges ignoraba las más elementales normas de comportamiento social.

—Le contó que él tenía una farmacia en el hospital y que Hodges le había echado de la noche a la mañana sin darle ninguna explicación. Desde luego que para un hospital es mejor tener una farmacia propia para los pacientes externos —dijo Harley—. Me parece correcto. Pero todo el asunto se llevó muy mal por culpa de Hodges.

Calhoun abandonó la farmacia preguntándose hasta dónde crecería su lista antes de poder seleccionar los principales sospechosos. Tenía veinticinco nombres, pero aún le quedaban unas cuantas personas a las que interrogar.

Como a esas horas ya estaba cerrada la mayoría de las tiendas, Calhoun cruzó la calle y se dirigió al Iron Horse Inn. El establecimiento le traía muy buenos recuerdos. Era el restaurante favorito de su mujer para las comidas especiales, como cumpleaños o aniversarios. El camarero, Carleton Harris, le reconoció desde el otro extremo del bar. Cuando Calhoun llegó a la barra, se encontró con un vaso de Wild Turkey. Carleton se sirvió una jarra de cerveza a presión para brindar con él.

—¿Estas trabajando en algo interesante? —preguntó Carleton después de apurar su cerveza.

—Creo que si —dijo Calhoun. Se inclinó sobre la barra y Carleton le imitó.

Angela no dijo una palabra a su marido y evitó que sus miradas se cruzaran cuando subieron a la habitación. David creyó que estaba todavía enfadada por la broma con las mascaras.

A David no le agradaban los malhumores y quiso arreglar las cosas.

—Se que estas enfadada por haberte asustado —dijo—. ¿No quieres que hablemos de ello?

—¿Por qué dices que estoy enfadada?

—Venga. Desde que Nikki se ha ido a dormir no has abierto la boca.

—Si me he enfadado es porque tú sabías que yo me sentía muy nerviosa con lo del cadáver. Creí que tenías un poco más de tacto.

—Ya te he dicho que lo sentía —dijo David—. Todavía me parece increíble que no te echaras a reí r nada más vernos.

Nunca hubiera pensado que te asustarías tanto. Además, no ha sido una broma absurda: lo he hecho por Nikki.

—¿Qué quieres decir?

—He pensado que después de tantas pesadillas lo mejor sería tomarse las cosas un poco a broma. Era un truco para que Nikki bajara al sótano. Y la verdad es que ha funcionado, estaba tan concentrada en sorprenderte que ha olvidado sus miedos.

—Por lo menos podías haberme avisado.

—No lo considere necesario. Como ya te he dicho, no pensé que fueras a creértelo. Y lo que permitió a Nikki implicarse fue precisamente su presunta naturaleza conspiratoria.

Angela miró a su marido. Estaba segura de que se arrepentía. De repente se sintió avergonzada por haberse enfadado.

Dejó el cepillo de dientes y fue a darle un abrazo a David.

—Siento haberme enfadado tanto. Supongo que estoy muy nerviosa. Te quiero.

—Yo también te quiero. Tendría que haberte alertado. Podías haber fingido que no lo sabías. La verdad, no se me ocurrió. Últimamente estoy un poco despistado, y muy nervioso.

Mary Ann no mejora y estoy seguro de que va a morir.

—Vamos, David. Esas cosas nunca pueden saberse a ciencia cierta.

—Ya —dijo David—. Vámonos a la cama.

Cuando acabaron de cepillarse los dientes, le contó a Angela que su profesor había venido desde Boston, pero que no había aportado nada nuevo sobre el caso de Mary Ann.

—¿Sigues deprimido?

—Sí, más o menos. Esta mañana desperté a las cuatro y cuarto y ya no pude conciliar el sueño. Todo el rato tengo la sensación de que estoy pasando por alto algo muy importante. Quizá mis pacientes han contraído algún virus desconocido… Me siento atado de pies y manos. Resulta frustrante pensar en Kelley y en la AGM cada vez que tengo que llamar a consulta a otros médicos. Todo esta muy enrarecido; a veces pienso que tendría que dedicar menos tiempo a cada paciente.

—¿Crees que tendrías que visitar a más pacientes? —preguntó Angela mientras se dirigía del cuarto de baño a la habitación.

—Cada vez tengo más presión de la AGM por vía Kelley.

No me gusta admitirlo, pero eso significa que no debo entenderme con los pacientes ni contestar sus preguntas. No es que sea complicado, intimidar a un paciente es muy fácil, pero prefiero ganarme su confianza aunque eso signifique quedarme al descubierto. Una de las claves para un buen diagnóstico está en los comentarios accidentales que hacen los pacientes. Pero eso solo ocurre si puedes dedicarles un tiempo razonable.

—He de confesarte una cosa —dijo Angela de repente.

—¿De que hablas? —preguntó David mientras se metía en la cama.

—Yo también he hecho algo que debería haber consultado contigo.

—¿Qué es?

Después de arrebujarse en el edredón, Angela le contó que había estado en Rutland y que había contratado a Phil Calhoun para que investigara la muerte de Hodges.

David la miró boquiabierto. No dijo nada. Angela sabía que estaba enfadado.

—Por lo menos te hice caso. Tú decías que era peligroso que hiciera averiguaciones por mi cuenta. Ahora tenemos a un profesional trabajando por nosotros.

—¿Cómo sabes que es un profesional?

—Es un policía estatal retirado.

—Yo esperaba que al final demostraras sensatez. Contratar a un detective privado es tirarlo todo por la borda. Es tirar el dinero.

—Para mí es importante y no significa tirar el dinero.

Y también debería serlo para ti, si es que quieres que yo siga viviendo en esta casa.

David suspiró, apagó la luz de su mesilla y se apartó de Angela.

Ella sabía que debió haberle contado antes lo del detective.

Suspiró al apagar su luz. Quizá no lo había planteado muy bien, pero seguía pensando que contratar a Calhoun había sido una buena idea.

En ese momento oyeron unos golpes, seguidos de los ladridos de Rusty.

Angela encendió la luz y saltó de la cama: David hizo otro tanto. Se pusieron las batas y bajaron a la entrada. David encendió las luces del recibidor. Rustí estaba en lo alto de las escaleras mirando hacia la planta baja. Gruñía amenazadoramente.

—¿Has comprobado que la puerta principal estaba cerrada? —susurró Angela.

—Sí —dijo David, y a continuación bajó al recibidor.

Rusty le siguió y se echó a ladrar en dirección a la puerta principal. David quitó el cerrojo de la puerta.

—Ten cuidado —advirtió Angela desde lo alto de la escalera.

—¿Por qué no te pones una de esas mascaras de Halloween? —le sugirió David a Angela—. Quienquiera que sea le daremos un buen susto.

—Deja de bromear. No tiene gracia.

David salió al porche sujetando a Rusty por el collar. El cielo estaba cubierto de estrellas. La luna en cuarto creciente iluminaba el camino hasta la carretera, pero no se veía nada extraño.

—Regresemos, Rusty —lo apremió David y se dio la vuelta.

Entonces vio una nota fijada en la puerta. La arrancó. Decía lo siguiente: «Ocúpense de sus asuntos. No metan las narices en lo de Hodges». Cerró la puerta con llave, subió las escaleras y le entregó la nota a Angela. Ella le siguió al dormitorio.

—La llevare a la policía —dijo ella.

—Tal vez la ha dejado la propia policía —replicó David metiéndose en la cama y apagando la luz.

Angela hizo otro tanto. Rusty volvió a la habitación de Nikki, que aparentemente no se había enterado de nada.

—Estoy totalmente desvelado —se quejó David.

—Yo también.

El teléfono les sobresaltó. David lo cogió al primer timbrazo. Angela encendió la luz. La cara de David se iba ensombreciendo mientras escuchaba. Luego colgó.

—Mary Ann Schiller ha tenido otro ataque y ha muerto. Te dije que pasaría. —Se cubrió los ojos con la mano. Angela le rodeó con los brazos mientras él sollozaba en silencio—. Me pregunto si alguna vez se arreglara todo esto —dijo.

Se enjugó los ojos y luego se vistió.

Angela le acompañó hasta la puerta de atrás. Cuando David se marchó ella cerró con llave, y vio cómo las luces del coche descendían por el camino y se perdían.

Mientras se dirigía de la cocina a la habitación, no pudo evitar recordar la fosforescencia del luminol. Sintió un escalofrío. No le gustaba quedarse sola por la noche en aquella casona.

En el hospital, David conoció a Donald, el marido de Mary Ann. En la sala de espera de la UCI estaban Donald, Matt —el hijo adolescente— y los padres de Mary, intentaban consolarse unos a otros. Al igual que las familias de Kebler y de Tarlow, ellos también apreciaban los esfuerzos hechos por David. Ninguno de ellos expresó una recriminación o una queja contra David.

—Mary Ann vivió más de lo que creía el doctor Mieslich —dijo Donald. Tenía los ojos enrojecidos y el cabello alborotado, como si acabara de despertarse—. Incluso volvió a trabajar en la biblioteca.

David se apiadó de la familia y les dijo lo que estaban deseando oí r: que Mary Ann no había sufrido. Pero tuvo que confesarles que las crisis de epilepsia le habían confundido.

—¿No se esperaban esas crisis? —preguntó Donald.

—Desde luego que no —respondió David—. La resonancia magnética arrojó resultados bastante normales.

Todos asintieron como si comprendieran aquellas explicaciones. De pronto, siguiendo un impulso que contravenía las órdenes de Kelley, David pidió autorización para practicar la autopsia. Les explicó que eso podría aclarar muchas cosas.

—No lo se —dijo Donald. Miró a sus parientes políticos.

Ellos también estaban indecisos.

—Piénsenlo esta noche, por favor. El cuerpo permanecerá en el hospital.

Al salir de la UCI, David se sentía totalmente abatido. Se paseó bajo la tenue luz de la sala de enfermeras de la segunda planta. Era el momento más silencioso de la noche. Para distraerse, hojeó el historial de Jonathan Eakins. Mientras lo hacía, una enfermera del turno de noche le dijo que Eakins estaba despierto y viendo la televisión. David acudió a su habitación.

—¿Va todo bien? —preguntó David.

—Que medico tan abnegado —dijo Jonathan con una sonrisa—. ¿Es que vive aquí?

—¿Todo en orden con su corazón?

—Como un reloj. ¿Cuando podré irme a casa?

—Seguramente, hoy. Ya veo que le han cambiado la cama.

—Pues sí —respondió David—. No podían arreglar la otra.

Gracias por darles un toque, a mí no me hacían caso.

Más tarde, David abandonó el hospital y se dirigió a su coche. Se sentó al volante pero no encendió el motor. Llevaba tres muertos en una semana, pero los pacientes de los otros médicos se recuperaban con normalidad. Lo único que cabía era cuestionar su propia capacidad profesional. Se preguntó si valía la pena seguir ejerciendo. Quizá esos tres pacientes seguirían vivos de haber tenido otro medico.

Finalmente arrancó y regresó a casa. Le sorprendió ver luz en la sala. Angela estaba en la puerta esperándole, con una revista de patología en la mano.

—¿Estas bien?

—He tenido épocas mejores —respondió David—. ¿Por qué estas levantada? —Se quitó el abrigo y dejó que Angela le precediera.

—No podía dormirme sin ti —dijo Angela mientras cruzaba la cocina y llegaba al recibidor—. Esa nota en la puerta me ha inquietado. Lo he estado meditando y creo que me sentiría más segura si tuviese una pistola.

David se detuvo.

—No tendremos pistolas en casa —dijo—. Ya conoces las estadísticas sobre familias con niños y armas.

—Las estadísticas no hablan de familias de médicos, con una hija única y muy inteligente —respondió Angela—. Además, me encargare de explicarle a Nikki lo que es un arma y sus peligros potenciales.

David se encaminó a las escaleras.

—No tengo ganas ni fuerzas para discutir contigo.

—Muy bien —dijo Angela y siguió a David escaleras arriba.

Una vez en la habitación, David decidió tomar otra ducha. Angela se puso a leer una revista médica. Estaba tan desvelada como él.

—Ayer por la noche dijiste que te gustaría ayudarme —dijo David—. ¿Lo recuerdas?

—Claro que si.

—Hace una hora he pedido a la familia Schiller autorización para practicar la autopsia. Se lo pensaran y mañana me contestarán.

—Por desgracia no es cosa sólo de ellos —le explicó Angela—. En el hospital no se hacen autopsia a pacientes de la UCI.

—Pero yo tengo otra idea —dijo David—. Podría hacerlo sola, y…

Angela consideró la insinuación.

—Quizá pudiera —dijo ella—. Mañana es domingo y el laboratorio está cerrado salvo lo de emergencia.

—Ese es exactamente mi pensamiento —dijo David.

—Podríamos ir juntos al hospital mañana y podría hablar con la familia —dijo Angela dijo, meditando la idea.

—Te lo agradecería —dijo David—. Si pudiera encontrar alguna razón específica de su deceso, me haría sentir muchísimo mejor.