VIERNES 22 DE OCTUBRE
Fue una noche turbulenta en casa de los Wilson. Poco después de las dos de la madrugada, Nikki tuvo otra pesadilla terrible; tuvieron que despertarla. El episodio acabó por trastornarlos a todos y tardaron más de una hora en volver a conciliar el sueño. David y Angela se arrepintieron de haber permitido que Nikki viera cómo trabajaban los investigadores y pensaron que eso había contribuido a provocar sus pesadillas.
Por lo menos, el día amaneció claro y luminoso. Después de cinco días de lluvias, el cielo era de color azul claro y estaba despejado. En lugar de lluvia hacia un frío increíble; la temperatura descendió por debajo de cero grados y el suelo aparecía cubierto de una gruesa capa de escarcha.
Casi no hablaron mientras se vestían y bajaban a desayunar.
Los tres evitaron mencionar la búsqueda de restos de sangre de la noche anterior. Angela no quiso sentarse a la mesa y tomó los cereales de pie junto a la pila.
Antes de que Angela y Nikki se marcharan, David preguntó a su mujer que haría a la hora de comer. Quedaron en encontrarse a las doce y media en la entrada del hospital.
De camino al colegio, Angela le aconsejó a Nikki que le diera otra oportunidad al señor Hart, su profesor.
—Es muy difícil para un profesor sustituir a otro. Sobre todo si ese otro era como Marjorie.
—¿Por qué no la salvó papa? —preguntó Nikki.
—Lo intentó —dijo Angela—, pero no pudo ser. A veces los médicos no pueden hacer nada.
Aparcaron el coche junto al colegio. Cuando Nikki estaba a punto de entrar Angela la llamó.
—Te has dejado la carta —dijo, y le entregó la carta que había escrito al profesor explicándole los problemas de salud de Nikki y sus necesidades—. Recuerda que si el señor Hart quiere saber algo más, tiene que llamarnos al doctor Pilsner o a mi.
Angela se sintió aliviada al comprobar que Wadley no estaba en el laboratorio. Se sumió rápidamente en su trabajo, pero al cabo de un momento sonó el teléfono. Una de las secretarias le comunicó que el forense en jefe quería hablar con ella.
—Tengo algunas noticias interesantes —dijo Walt—. Las muestras que recogimos bajo las uñas de Hodges eran de piel.
—Felicidades —dijo Angela.
—Hemos hecho un test de ADN —dijo Walt—, y se ha comprobado que no es suya. Apostaría mil dólares a que es del agresor. Si detienen a alguien podría ser una prueba determinante.
—¿Alguna vez había conseguido una prueba así? —preguntó Angela.
—Si, claro —dijo Walt—, en este tipo de crímenes no es raro encontrar restos de piel del agresor en las uñas de la victima. Pero debo reconocer que este es el caso en que ha transcurrido más tiempo desde el asesinato hasta el descubrimiento del cadáver. Si pudiéramos trazar un retrato robot del agresor, lo enviaríamos a los periódicos.
Angela le dio las gracias por mantenerla al tanto.
—Ah, por cierto —añadió Walt—, he encontrado unas pequeñas partículas de carbón negro en las muestras de piel.
Al parecer, el asesino se restregó contra el hogar de la cocina durante la pelea. Bueno, es curioso y pensé que tal vez podría ser de ayuda para los investigadores.
—Me temo que podría confundirles —dijo Angela, y le contó lo de la prueba con el luminol la noche anterior—. Los restos de sangre no estaban ni cerca del hogar ni del horno.
Quizá el asesino manipuló carbón antes de cometer el crimen.
—Me extrañaría —dijo Walt—. No hay inflamación, sólo unas cuantas células rojas. El contacto con el carbón ha tenido que ser simultáneo a la pelea.
—Quizá Hodges tenía carbón bajo las uñas —sugirió Angela.
—Esa es una buena hipótesis —dijo Walt—. Sin embargo, el carbón esta distribuido uniformemente por las muestras de piel.
—Que curioso —dijo Angela—. Sobre todo porque no concuerda con lo que se ha descubierto en el lugar del crimen.
—Siempre pasa lo mismo con este tipo de casos —dijo Walt—. Para resolverlos hay que tener todas las piezas. Seguramente estamos pasando por alto algún dato primordial.
Después de haber pasado una semana sin poder montar en bicicleta, David disfrutó con el paseo de casa al hospital. Se tomó un poco de tiempo extra y siguió un camino algo más largo pero más bonito.
El respirar aquel aire puro y límpido, la visión de aquellas praderas heladas, sirvió para despejar la cabeza de David. Durante unos minutos se libró de la angustia de sus últimos fracasos profesionales. Al entrar en el hospital se sentía más animado que los últimos días. El primer paciente al que visitó fue Mary Ann Schiller.
Por desgracia, Mary Ann no se encontraba muy animada.
David tuvo que despertarla y se quedó dormida mientras la examinaba. David volvió a despertarla y le preguntó que notaba cuando le apretaba la zona afectada por la sinusitis. Somnolienta, Mary Ann respondió que unas pequeñas molestias, pero que no estaba segura.
David la auscultó con el estetoscopio y mientras escuchaba su respiración ella se volvió a quedar dormida. Dejó que se recostara en los almohadones y contempló el rostro placido de la mujer, que contrastaba con su estado anímico. David se alarmó por aquel estado de somnolencia.
Se acercó a la sala de enfermeras para examinar el historial de Mary Ann. Se tranquilizó al comprobar que la fiebre del día anterior no había subido, pero su aprensión se acrecentó al leer las anotaciones de las enfermeras y comprobar que durante la noche habían surgido problemas intestinales.
David no entendía el motivo de aquellos síntomas. No estaba muy seguro del tratamiento a seguir. La sinusitis parecía haber remitido ligeramente, pero prefirió seguir con los antibióticos, pese a que podían ser la causa de las molestias intestinales. ¿Y la somnolencia? Como en el caso de John Tarlow, suprimió los somníferos como medida precautoria.
Cuando entró en la habitación de Jonathan Eakins, David se alegró. El paciente se veía de muy buen humor y David comprobó que sus pulmones estaban limpios. No le sorprendió la rápida mejoría de Jonathan, pues había pasado gran parte de la tarde del día anterior estudiando su caso con el cardiólogo.
Este le había asegurado que no había ningún problema cardíaco.
El resto de sus pacientes seguían el mismo ritmo de recuperación que Jonathan. Acabó rápidamente las visitas y dio de alta a unos cuantos. Al terminar la ronda, se dirigió a su consulta con aire de satisfacción.
Transcurría la mañana y David, consciente de que le controlaban, media estrictamente el tiempo que dedicaba a cada paciente, intentando que las visitas fueran lo más breves posible. No le agradaba actuar así, pero sentía que no le quedaba elección. David temblaba sólo de pensar en la tacita amenaza de despido que Kelley había sugerido el otro día. Con las abultadas deudas que tenían, no podía permitirse el lujo de que le despidieran.
Como había empezado pronto, David logró aligerar la mañana. Se presentaron de urgencia dos enfermeras de la segunda planta y David las recibió inmediatamente. Ambas tenían los mismos síntomas gripales que las dos anteriores.
David les prescribió el mismo tratamiento: reposo y terapia sintomática para las molestias intestinales.
Como tenía tiempo libre para dedicar a otros asuntos, David visitó el despacho del pediatra Pilsner. Le contó que había tenido unos casos de gripe y preguntó si pensaba vacunar a sus pacientes.
—Desde luego —dijo Pilsner—. Todavía no he tenido ningún caso de gripe, pero no esperare a que aparezcan para empezar a vacunar, sobre todo a mis pacientes con fibrosis quística.
David le pidió su opinión sobre el uso de antibióticos profilácticos en el caso de Nikki. Pilsner contestó que era mejor esperar hasta que el estado clínico de Nikki así lo aconsejara.
David acabó con las visitas a eso de las doce y aún tuvo tiempo de dictar algunas cartas antes de reunirse con Angela.
—¿Qué te parece si aprovechamos este día tan bonito y nos vamos a comer unas hamburguesas al centro? —sugirió David. Pensaba que un poco de aire fresco les vendría bien a los dos.
—Yo iba a proponerte lo mismo —dijo Angela—. Pero nos las comeremos por el camino. Quiero pasar por la comisaría de policía para ver cómo van las investigaciones.
—No me parece una buena idea —dijo David.
—¿Por qué? —preguntó Angela.
—No estoy muy seguro —reconoció David—. Intuición, supongo. La policía de esta ciudad no me inspira mucha confianza. Te diré lo que pienso: creo que no tienen muchas ganas de investigar este caso.
—Por eso quiero que vayamos —dijo Angela—. Quiero que sepan que nosotros si estamos interesados. Venga, hazme ese favor.
—Si insistes —dijo David reticente.
Compraron unos emparedados de atún y se los tomaron en las escaleras que subían al mirador del parque. Aunque por la mañana había helado, el sol había hecho subir la temperatura considerablemente.
Después de comer se acercaron andando hasta la comisaría de policía. Era un sencillo edificio de ladrillo de dos plantas, justo enfrente de la biblioteca.
El policía que se encontraba en el mostrador de entrada era muy amable. Después de llamar por teléfono, señaló un pasillo de madera que llevaba hasta el despacho de Wayne Robertson. Robertson les invitó a entrar y retiró apresuradamente unos periódicos y unas cajas de donuts de las dos sillas que tenía enfrente. Cuando Angela y David se sentaron, Robertson apoyó su enorme trasero en la mesa metálica. Se cruzó de brazos y sonrió. Llevaba puestas las gafas de espejo pese a que en la habitación no entraba el sol.
—Me alegro de que se hayan pasado por aquí —dijo. Tenía un ligero acento que, por la forma de arrastrar las palabras, parecía del Sur—. Siento que tuviéramos que molestarles la otra noche, y pido disculpas por lo de la otra tarde.
—Nos alegramos de que hayan ido —respondió David.
—¿En que puedo servirles?
—Estamos aquí para ofrecerle toda nuestra ayuda —dijo Angela.
—Bien, se lo agradezco —dijo Robertson. Sonrió dejando al descubierto una dentadura impecable—. Dependemos de todos los ciudadanos, sin su ayuda no podríamos realizar nuestro trabajo.
—Queremos que se aclare el asesinato de Hodges —dijo Angela—. Nos gustaría ver al asesino entre rejas.
—Bueno, no son los únicos —dijo Robertson con su imperturbable sonrisa—. Nosotros también queremos que todo se aclare.
—Es muy angustioso vivir en la misma casa en que se ha cometido un crimen —observó ella—. Sobre todo si el asesino anda suelto por ahí. Estoy segura de que nos comprenderá.
—Absolutamente.
—Nos gustaría saber cómo podríamos colaborar —dijo Angela.
—Veamos —repuso Robertson sin evidenciar que se encontrara incómodo—. En realidad, no se puede hacer nada.
—¿Que esta haciendo la policía exactamente? —preguntó Angela.
A Robertson se le borró la sonrisa de la cara.
—Estamos trabajando en el caso —dijo vagamente.
—¿Y eso que quiere decir exactamente? —insistió ella.
Preocupado por el cariz que tomaba la conversación, David empezó a levantarse. Pero Angela no se amilanó.
—Pues lo de siempre —respondió Robertson.
—¿Y que es lo de siempre?
Robertson se encontraba incómodo.
—A decir verdad, hasta ahora no hemos hecho muchas cosas. Pero cuando desapareció Hodges estuvimos trabajando noche y día.
—Me sorprende que no hayan reanudado la actividad ahora que ha aparecido el cuerpo del delito —dijo Angela, irritada—. Además, el forense ha dictaminado que se trata de un homicidio. Tenemos un asesino paseándose por nuestras calles y exijo que se haga algo.
—No queremos que se disgusten, amigos —dijo Robertson con cierto sarcasmo—. ¿Qué es exactamente lo que les gustaría que hiciéramos?
David iba a decir algo pero Angela se lo impidió:
—Queremos que hagan lo que se hace en un caso de homicidio. Tienen el arma del crimen, pues busquen huellas dactilares, averigüen dónde la compraron, ese tipo de cosas. Nosotros no sabemos cómo se dirige una investigación.
—Los rastros se han perdido tras ocho meses —dijo Robertson—. Y francamente, no me parece muy educado por su parte el presentarse aquí para decirme cómo he de hacer mi trabajo. Yo no voy al hospital a decirles cómo hacer el suyo.
Además, Hodges no era un personaje muy popular en esta ciudad y tenemos que establecer prioridades dada nuestra escasez de personal. Para su información, les diré que tenemos asuntos más importantes: entre ellos varios casos de violación.
—Yo creo que en este caso por lo menos deberían hacerse las diligencias imprescindibles —dijo Angela.
—Ya se han hecho —respondió Robertson—, hace ocho meses.
—¿Y que descubrieron?
—Muchas cosas —espetó Robertson—. Averiguamos que no forzaron la cerradura, que no robaron nada, extremo que se ha visto confirmado ahora. También descubrimos que se había producido una pequeña pelea…
—¿Una pequeña pelea? —repitió Angela—. La otra noche la policía estatal demostró que el asesino persiguió al doctor Hodges por toda la casa golpeándole con una varilla de hierro y salpicando de sangre todas las paredes. El doctor Hodges tenía contusiones múltiples en el cráneo, una fractura de clavícula y un brazo roto. —Angela miró a David y alzó las manos al cielo—. ¡Esto es increíble!
—Tranquila —dijo David tratando de calmarla.
David temía que su mujer acabase montando un numerito. Angela era implacable con la incompetencia.
—El caso necesita nuevos esfuerzos —dijo ella ignorando a David—. Hoy me ha llamado el forense encargado del caso y me ha confirmado que la victima tenía bajo las uñas piel de su agresor. No fue una pequeña pelea. Lo único que se necesita ahora es un sospechoso. El forense hará el resto.
—Gracias por la lección. Y gracias también por ser una ciudadana tan eficiente. Si me perdonan, tengo mucho trabajo.
Robertson se incorporó y abrió la puerta. David casi tuvo que arrastrar a Angela fuera de la comisaría. Pero al menos logró que mantuviera la boca cerrada mientras salían.
—¿Lo has oído? —preguntó Robertson a uno de sus ayudantes.
—Un poco —contestó el ayudante.
—Odio a estos señoriítos de ciudad —dijo Robertson—. Se creen que porque han estudiado en Harvard o en sitios así, ya lo saben todo.
Robertson entró en su despacho y cerró la puerta. Cogió el teléfono y marcó un número.
—Siento molestarle —dijo Robertson respetuosamente—, pero tenemos problemas.
—No te atrevas a llamarme histérica —dijo Angela cuando subieron al coche.
—¿Provocar así al jefe de policía no es de histérica? —preguntó David—. Esto es una ciudad pequeña. No tendríamos que enemistarnos con nadie.
—Han matado a una persona brutalmente, la han enterrado en nuestro sótano y parece que la policía no esta interesada en el caso. ¿Te gustaría que todo quedara así?
—Por lamentable que sea la muerte de Hodges —dijo David después de una pausa—, no es asunto nuestro. Es un problema que concierne a las autoridades.
—¡Qué dices! A ese hombre le mataron en nuestra casa, en nuestra cocina. Estamos implicados, lo quieras o no, y pienso descubrir al culpable. No me gusta la idea de que el asesino ande suelto por la ciudad, y si puedo haré algo para evitarlo.
Lo primero que tendríamos que hacer es enterarnos mejor de quien era Dennis Hodges.
—Creo que te estas poniendo muy melodramática e irracional —dijo David.
—Eso ya me lo has dicho antes. Pero no estoy de acuerdo.
Angela hervía de rabia por culpa de Robertson, y en menor grado por culpa de David. Le hubiera gustado decirle a su marido que él tampoco era el parangón de la racionalidad y la afabilidad. Pero se contuvo.
Llegaron al aparcamiento del hospital: el único sitio que quedaba libre estaba bastante lejos de la entrada. Bajaron del coche y echaron a andar.
—Ya tenemos demasiados problemas en que pensar —dijo David deteniéndose un momento—. Si no tuviéramos problemas, lo comprendería.
—Podríamos contratar a alguien que investigara por nuestra cuenta.
—No lo dirás en serio, ¿verdad? —dijo David—. No estamos como para despilfarrar el dinero en tonterías.
—Creo que no me escuchas. A mi no me parece ninguna tontería. Un asesino anda suelto por la ciudad. Alguien que ya ha estado en nuestra casa, quizá hasta le conocemos. Se me ponen los pelos de punta.
—Por favor, Angela —dijo David reiniciando la marcha—. No estamos hablando de un asesino en serie. A mi no me resulta raro que aún no le hayan cogido. ¿Nunca has oído hablar de que en las ciudades pequeñas, cuando se comete un asesinato, todo el mundo sabe quién es el culpable y nadie hace nada? Es una especie de justicia de andar por casa: la gente cree que se ha hecho justicia. Por lo que se ve, Hodges no tenía muchos admiradores.
Llegaron al hospital y entraron.
—Yo no quiero cargarle el muerto a una justicia de andar por casa —dijo Angela—. Creo que esta es una cuestión de responsabilidad ciudadana. Vivimos en un país que se rige por el imperio de la ley.
—Eres demasiado —dijo David, pero sonrió—. Ahora me sueltas un discurso sobre responsabilidad social. No concibo que puedas ser tan idealista, pero te quiero. —Se inclinó y le pellizcó en la mejilla—. Ya hablaremos después. ¡Pero ahora, cálmate! Ya tienes bastante con Wadley como para preocuparte por otras cosas.
David se despidió con la mano y se dirigió a su despacho.
Angela vio cómo doblaba una esquina y desaparecía de la vista. Se quedó conmovida por la inesperada muestra de cariño de David y se calmó momentáneamente.
Pero un poco más tarde, cuando estaba sentada en su despacho, rememoró la conversación con Robertson y volvió a ponerse furiosa. Salió del despacho y fue a buscar a Paul Darnell. Le encontró en el único sitio en que podía estar: encorvado sobre una pila de cajas de Petri llenas de bacterias.
—¿Has vivido siempre en Bartlet?
—Toda la vida, menos cuatro años de universidad, cuatro de especialización, cuatro de residencia y dos en la marina.
—O sea que eres de aquí.
—Soy de aquí, los Darnell vivimos en Bartlet desde hace cuatro generaciones.
—Supongo que te habrás enterado del cadáver que ha aparecido en mi casa.
Paul asintió.
—Me tiene bastante preocupada. ¿Te molesta que te haga unas preguntas?
—No —dijo Paul—, adelante.
—¿Conocías a Dennis Hodges?
—Por supuesto.
—¿Cómo era?
—El tío más raro y con peor carácter del mundo. Tenía una gran habilidad para crearse enemigos.
—¿Cómo llegó a ser administrador del hospital?
—Por desidia. Consiguió el mando del hospital en una época en que ningún medico quería responsabilidades y minusvaloraban el cargo. Hodges tuvo manos libres para actuar y el hospital era como su feudo. Por prestigio, se asoció con una escuela de medicina y convirtió el hospital en un centro asistencial regional. En periodos de crisis llegó a poner dinero de su propio bolsillo. Pero Hodges carecía del sentido de la diplomacia, y le importaban un pimiento los intereses de la gente cuando entraban en colisión con los del hospital.
—Por ejemplo, ¿cuando el hospital se quedó con las secciones de patología y radiología? —preguntó Angela.
—Exactamente. Para el hospital fue una buena decisión, pero le creó un montón de enemistades. A mi me recortaron considerablemente el sueldo, pero como mi familia quería que me quedara en Bartlet, me ajuste a los nuevos ingresos.
Mucha gente protestó y tuvieron que irse a buscar trabajo a otros sitios. Hodges tenía un montón de enemigos, desde luego.
—El doctor Cantor también se quedó —dijo Angela.
—Si, pero él se puso de acuerdo con Hodges para crear una empresa con el hospital. Montaron un centro de diagnóstico por la imagen de primera línea. Desde el punto de vista financiero, Cantor lo hizo bastante bien. Su caso fue una excepción.
—Acabo de hablar con Wayne Robertson —dijo Angela—. Me da la sensación de que tiene bastante abandonada la investigación sobre la muerte de Hodges.
—No me extraña —explicó Paul—. A nadie le interesa que se resuelva este caso. La mujer de Hodges se ha ido a vivir a Boston, y ya estaban separados cuando murió Hodges. En realidad, llevaban varios años separados. Además, Robertson podría ser uno de los sospechosos: se la tenía jurada a Hodges. La noche en que Hodges desapareció habían mantenido un pequeño altercado.
—¿Por qué existía esa animosidad entre los dos?
—Robertson culpaba a Hodges de la muerte de su esposa —explicó Paul.
—¿Era Hodges el medico de Robertson?
—No, Hodges apenas si ejercía en aquella época. Estaba totalmente dedicado a la dirección del hospital. Pero como director fue responsable de que el doctor Werner van Slyke siguiera ejerciendo de medico a pesar de ser un alcohólico reconocido. En realidad Hodges dejó el asunto en manos de la plantilla profesional. Bajo los efectos del alcohol, Van Slyke le hizo una carnicería a la mujer de Robertson en una operación de apendicitis. Robertson culpó a Hodges. Era algo bastante irracional, pero casi todos los odios lo son.
—Tengo la sensación de que no será fácil descubrir al asesino de Hodges —dijo Angela.
—Tienes toda la razón. Hay un segundo capitulo en las relaciones Hodges-Van Slyke. Hodges y Traynor, el actual presidente del consejo de administración del hospital, eran muy amigos. La hermana de Traynor estaba casada con Van Slyke, y cuando por fin Hodges sancionó a Van Slyke…
—De acuerdo —dijo Angela alzando la mano—, lo voy entendiendo. Me estas abrumando, no sabía que esta ciudad fuera tan complicada.
—Es una ciudad pequeña —dijo Paul—. Hay unas cuantas familias que viven aquí desde hace mucho tiempo. La relación es casi incestuosa. Pero lo fundamental es que a la mayoría de la gente Hodges le importa muy poco. Cuando desapareció, casi nadie se preocupó por ello.
—Eso quiere decir que el asesino anda suelto por ahí —dijo Angela—. Y seguramente es una persona muy violenta.
—Desde luego.
—Esto no me gusta nada —dijo Angela estremeciéndose—. Ese hombre ha estado en mi casa, y seguramente ha estado más de una vez. Seguramente la conoce muy bien.
—Entiendo cómo te sientes —dijo Paul encogiéndose de hombros—. Yo también me sentiría así. Pero no se que puedes hacer; si quieres saber más cosas de Hodges habla con Barton Sherwood. Como presidente del banco conoce a todo el mundo. Sherwood era consejero del hospital, como ya lo había sido su padre durante muchos años, y conocía muy bien a Hodges.
Angela volvió a su despacho e intentó trabajar, pero seguía sin concentrarse: no podía quitarse a Hodges de la cabeza.
Cogió el teléfono y llamó a Barton Sherwood. Recordaba que se había mostrado muy simpático cuando fueron a verle para lo de casa.
—¿Doctora Wilson? —dijo Sherwood cuando se puso al teléfono—. Me alegra volver a oírla. ¿Qué tal se encuentran en su hermosa mansión?
—Bien, en general —dijo Angela—. Pero me gustaría charlar un rato con usted. ¿Si voy al banco podría dedicarme unos minutos?
—Por supuesto —dijo Sherwood—. Esta tarde, a la hora que usted prefiera.
—Iré ahora mismo —dijo Angela.
Dijo a las secretarias que volvería enseguida, se puso el abrigo y se dirigió al coche. Diez minutos más tarde estaba sentada en el despacho de Sherwood. Tuvo la sensación de que había sido ayer cuando había estado en aquella oficina con su familia para ultimar los detalles de la compra de la casa.
Angela fue al grano: explicó lo incómoda que se sentía con las circunstancias de la muerte de Hodges y ante el hecho de que el asesino anduviese suelto. Le dijo a Sherwood que esperaba contar con su colaboración.
—¿Colaboración?
Sherwood estaba reclinado contra el respaldo de su sillón de piel, con los pulgares en los bolsillos del chaleco.
—La policía local no parece muy interesada en resolver el caso. Dada su posición en esta ciudad, bastaría una palabra suya para poner las cosas en marcha.
Sherwood se echó hacia delante en el sillón, se sentía totalmente adulado.
—Le agradezco su voto de confianza, pero sinceramente creo que no tiene por qué preocuparse. Hodges no fue victima de una violencia irracional o de un loco.
—¿Cómo puede saberlo? ¿Sabe usted quién lo mató?
—¡Por Dios, no! —dijo Sherwood, nervioso—. Yo quería decir, me refería a… bueno, yo pensaba… que no hay razón para que usted y su familia estén asustados.
—¿Cree que hay mucha gente que sabe quién mató a Hodges? —preguntó Angela recordando la teoría de David sobre la justicia de andar por casa.
—No, creo que no —dijo Sherwood—. Pero Hodges no era un hombre muy popular; hizo daño a mucha gente. Incluso yo tuve algunos problemas con él.
Sherwood rio nerviosamente y luego pasó a relatarle lo del terreno que Hodges había vallado y que por despecho se había negado a vender, impidiendo que Hodges disfrutara de las dos parcelas.
—¿Intenta decirme que si nadie se preocupa por la muerte de Hodges es porque era un antipático?
—Pues si —admitió Sherwood.
—En otras palabras, que esto es una especie de conspiración del silencio.
—Yo no lo diría así. La gente cree que se ha hecho justicia, y por eso a nadie le importa si hay culpables o no.
—A mi sí —dijo Angela—. El asesinato ocurrió en mi casa.
Y además, nadie puede tomarse la justicia por su mano en un país democrático.
—En circunstancias normales, yo seria el primero en estar de acuerdo con usted —dijo Sherwood—. No quiero justificar este asunto desde el punto de vista legal o moral. Pero Hodges era distinto. Creo que debería hablar con el doctor Cantor. Él le dará una idea aproximada del tipo de animadversión y confusión que era capaz de despertar Hodges. Quizás entienda un poco mejor las cosas y no tenga tantos prejuicios.
Angela se dirigía en coche al hospital mientras pensaba en lo que debería hacer. No estaba de acuerdo con Sherwood y cuanto más sabía del asunto Hodges, más interesada se sentía.
Pero no quería hablar con Cantor, y menos después de la conversación que habían mantenido el día anterior.
Al llegar al hospital fue directamente al laboratorio de patología donde los portaobjetos estaban tintando. Había calculado el tiempo perfectamente: los portaobjetos con que ella había trabajado por la mañana ya estaban preparados. Cogió la bandeja y los llevó a su despacho para empezar a trabajar.
En el momento en que entraba por la puerta, Wadley apareció por la que comunicaba los dos despachos. Al igual que el día anterior, estaba visiblemente irritado.
—La he estado buscando —dijo—. ¿Dónde demonios se ha metido?
—He tenido que ir un momento al banco —dijo Angela, nerviosa. Temía que Wadley volviera a perder el control como el día anterior.
—Limite sus visitas al banco a la hora de comer —dijo.
Vaciló un momento y luego desapareció en su oficina dando un portazo.
Angela suspiró aliviada.
Desde la partida de Angela, Sherwood no se había movido de su mesa. Estaba intentando decidir que hacer. No se explicaba cómo aquella mujer podía estar armando tanto alboroto por lo de Hodges. Esperaba no haber dicho nada de lo que luego tuviese que arrepentirse.
Después de meditarlo un rato, Sherwood cogió el teléfono: había llegado a la conclusión de que lo mejor para él sería limitarse a pasar la información.
—Ha sucedido una cosa que debe usted saber —dijo Sherwood cuando contestaron a su llamada—. Acaba de visitarme una doctora a la que hemos contratado hace poco para la plantilla profesional, y esta muy preocupada por lo de Hodges…
David visitó al último paciente de la consulta, dictó unas cuantas cartas y se dirigió al hospital para hacer las últimas visitas de la tarde. Temiéndose lo peor, dejó a Mary Ann Schiller para el final. Tal y como le decía su intuición, Mary Ann había empeorado.
Le había subido la fiebre a lo largo de la tarde: tenía casi cuarenta y dos grados. A David le preocupó la fiebre, sobre todo porque le había subido mientras estaba tomando antibióticos. Pero había algo que aún le preocupaba más: su estado anímico. Por la mañana David la había notado algo amodorrada, pero ahora cuando intentó hablar con ella, la encontró amodorrada y apática. Se había producido un cambio notorio. Ahora, además de las dificultades para mantenerse despierta, cuando estaba consciente se mostraba distraída y no prestaba atención a las preguntas de David.
Aunque recordaba su nombre, parecía desorientada con el tiempo y el espacio. David la auscultó, y se sorprendió: se oía claramente un coro de ronquidos y silbidos. Estaba incubando una neumonía general. Tenía los mismos síntomas que John Tarlow.
David corrió a la sala de enfermeras y ordenó un análisis de sangre y una radiografía. Estudió el historial de Mary Ann y no encontró nada anormal. Las anotaciones de las enfermeras no indicaban nada extraño en todo el día.
El análisis de sangre ponía de relieve una escasa defensa ante la creciente neumonía, la misma situación de Tarlow y Kebler. La radiografía confirmó su diagnóstico: neumonía doble.
David telefoneó al oncólogo, el doctor Mieslich. Después de los problemas con Kelley no quería pedir una consulta formal, aunque desde luego habría sido mucho mejor. Sin ver al paciente, Mieslich no podía hacer mucho. Confirmó que la última vez que había visitado a Mary Ann no había encontrado ningún rastro de su antiguo cáncer de ovarios. Y mencionó que el cáncer estaba bastante extendido antes del tratamiento y que él pensaba que se le reproduciría.
Mientras David hablaba por teléfono con el oncólogo, apareció una enfermera gritando que Mary Ann tenía convulsiones.
David colgó y corrió hacia la habitación. Mary Ann estaba en plena crisis de epilepsia. Tenía la espalda arqueada y piernas y brazos golpeaban rítmicamente la cama. Por suerte, la sonda intravenosa no se había soltado y David pudo controlar la crisis aplicándole medicación intravenosa. Pero como secuela, entró en coma.
De vuelta a la sala de enfermeras, llamó al neurólogo de la AMG, doctor Alan Prichard, que estaba en el hospital haciendo sus visitas y llamó a David inmediatamente. Después de que David le explicara la situación, junto con un resumen del historial, Prichard le dijo que ordenara un escáner o una resonancia magnética. Le prometió que pasaría a ver a la paciente en cuanto tuviera un momento libre.
David dispuso el traslado de Mary Ann al Centro de Diagnóstico por la Imagen, acompañada de una enfermera, para que le hicieran una resonancia magnética. Luego volvió a llamar al oncólogo y le preguntó si podía acudir a una consulta formal. Tal como había hecho con Kleber y Tarlow, llamó también al doctor Hasselbaum, el especialista en enfermedades infecciosas.
David no pudo evitar preocuparse por la reacción de Kelley ante esas nuevas consultas, pero pensó que no tenía otra elección. No podía consentir que Kelley influyera en su decisión, sobre todo después de la crisis de Mary Ann. Era evidente la gravedad de su estado.
En cuanto le dijeron a David que la maquina de la resonancia estaba disponible, se dirigió al Centro de Diagnóstico. Se encontró con el neurólogo en la sala de imágenes. Las estudió con la ayuda del doctor Cantor. Cuando terminó el estudio, a David le sorprendió que no hubiera rastro de metástasis. Hubiera jurado que el tumor era el causante del ataque.
—Llegados a este punto, no tengo idea sobre la causa de la crisis —dijo Prichard—. Puede haberse producido una micro embolia, aunque esto es sólo una especulación.
El oncólogo también se sorprendió del resultado de la resonancia.
—Quizá la lesión es muy pequeña para que pueda captarla la resonancia —sugirió Mieslich.
—Esta maquina tiene una resolución increíble —dijo el doctor Cantor—. Y si el tumor es tan pequeño que nuestra amiga no puede captarlo, entonces es muy difícil que haya podido provocar esta crisis.
El especialista en enfermedades infecciosas era el único que tenía algo concreto que añadir, pero por desgracia no era nada alentador. El medico confirmó la neumonía. También explicó que la bacteria causante era una gramma-negativa, bastante parecida —aunque no idéntica— a la que había causado la neumonía de Kleber y Tarlow. Y, aún peor, sugirió que Mary Ann había entrado en coma séptico.
David ordenó que trasladaran a Mary Ann del Centro de Diagnóstico a la UCI, donde insistió que se le aplicara la terapia más agresiva. David dejó que el especialista en enfermedades infecciosas se ocupase del antibiótico que había que administrarle. El cuidado de la respiración se lo encomendó a un anestesista, pero Mary Ann respiraba con tantas dificultades, que hubo que conectarla a un respirador.
Cuando se tomaron todas las medidas necesarias y se marcharon los médicos, David se sintió totalmente aturdido. Sus pacientes con problemas oncológicos se habían vuelto una fuente de problemas emocionales mucho mayor de lo que nunca hubiera imaginado. Dejó la UCI y pasó a visitar a Jonathan. Por suerte, Jonathan se estaba recuperando estupendamente.
—Solamente tengo una queja —dijo Jonathan—. Esta cama tiene cerebro propio. A veces aprieto un botón y no pasa nada. No se levantan ni los pies ni la cabeza.
—Yo me ocupare de que la arreglen —le tranquilizó David.
Contento de tener un problema de fácil solución, entró en la sala de enfermeras y comentó el problema a la enfermera jefa del turno de noche, Dora Maxfield.
—No es sólo la suya —dijo Dora—. Esas viejas camas se estropean con frecuencia. Pero gracias por decírnoslo. Haré que los de mantenimiento la arreglen inmediatamente.
David salió del hospital y cogió la bicicleta. La temperatura había descendido bruscamente a la puesta del sol, aunque el frío tuvo un efecto terapéutico para David.
Al llegar a casa David se encontró con una gran actividad.
Nikki había invitado a Caroline y a Arni, y los tres corrían junto a las escaleras mientras Rusty los perseguía. David se unió a ellos y disfrutó dejándose golpear y pisotear por los activos niños. Sólo por las risas de los niños, merecía la pena el castigo. Durante unos instantes consiguió olvidarse del hospital.
A las siete, Angela le preguntó si pensaba acompañar a Caroline y a Arni a casa. A David le pareció bien y lo hizo, acompañado por Nikki. Después de dejar a los dos niños, David se alegró de tener un momento a solas con su hija. En primer lugar hablaron del colegio de Nikki y de su nuevo profesor. Luego le preguntó si pensaba mucho en lo del sótano.
—Un poco —dijo Nikki.
—¿Y que piensas? —preguntó David.
—Pues que ya no quiero volver a bajar al sótano.
—Te comprendo —dijo David—. El otro día estaba recogiendo leña y sentí un poco de miedo.
—¿De verdad?
—Si —dijo David—. Pero se me ha ocurrido un plan divertido y que podría sernos de ayuda. ¿Quieres que te lo cuente?
—¡Sí! —dijo Nikki entusiasmada—. ¿Qué plan?
—No se lo puedes contar a nadie.
—De acuerdo.
David le explicó el plan mientras se dirigían a casa.
—¿Qué te parece? —le preguntó al terminar.
—Me parece guay.
—Recuerda que es un secreto.
—Prometido.
En cuanto llegó a casa, David llamó a la UCI para interesarse por Mary Ann. Le preocupaba que las enfermeras de la planta no hubiesen advertido la gravedad de sus dos pacientes malogrados, pero admitía que las constantes vitales habían cambiado poco en relación al rápido deterioro de sus pacientes.
—Sin cambios en la señora Schiller —le dijo la enfermera de la UCI, y le ofreció un rápido resumen de las constantes vitales, pruebas de laboratorio y tablas del respirador. El profesionalismo de la enfermera reforzó la confianza de que Mary Ann estaba recibiendo los mejores cuidados.
Para evitar la mesa de la cocina, después de las revelaciones de la noche anterior, Angela sirvió la cena en el comedor. Parecía gigantesco con sólo tres personas y el menguado mobiliario. Pero Angela intentó hacerlo más acogedor encendiendo un fuego en la chimenea y poniendo velas en la mesa. Nikki se quejó de que con tan escasa luz apenas podía ver la comida.
Cuando acabaron de cenar, Nikki fue a ver la media hora diaria de televisión que tenía permitida entre semana. Angela y David prolongaron la sobremesa.
—¿No me preguntas cómo me ha ido esta tarde?
—Claro —dijo David—. ¿Cómo te ha ido?
—Ha sido muy interesante —dijo Angela. Le contó su conversación con Paul Darnell y con Barton Sherwood a propósito de Dennis Hodges. Y admitió que David tenía razón al sugerir que algunas personas de la ciudad sabían quien era el asesino.
—Gracias por confiar en mí —dijo David—, pero no me gusta que vayas por ahí haciendo preguntas sobre Hodges.
—¿Por qué?
—Pues por muchas razones —dijo David—. Sobre todo porque los dos tenemos otras cosas de que preocuparnos.
—¿No se te ha ocurrido que igual algún día acabaras interrogando al asesino?
Angela reconoció que no lo había pensado, pero David no la escuchaba. Miraba con aire absorto el fuego.
—Pareces algo distraído —dijo Angela—. ¿Qué pasa?
—Tengo otro paciente en la UCI debatiéndose entre la vida y la muerte.
—Lo siento —dijo Angela.
—Es un nuevo desastre. —La voz le tartamudeaba mientras luchaba con sus emociones—. Intento mantener el tipo pero es muy difícil. Esta muy mal. Sinceramente creo que va a morir, como Kleber y Tarlow. No se que hacer. No se si debería dejar la medicina.
Angela se sentó a su lado y le rodeó con el brazo.
—Eres un medico fantástico. Tienes un gran don: los pacientes te adoran.
—Pero de todas formas mueren —dijo David—. Cuando me siento en mi despacho, en el mismo sitio en el que se suicidó Portland, me parece entender por qué lo hizo.
—No quiero oírte hablar de eso —dijo Angela sacudiéndole por los hombros—. ¿Has vuelto a hablar con Kevin Yansen?
—Sí, pero no de Portland —dijo David—. Parece que ya no le interesa el tema.
—¿Estas deprimido?
—Un poco —reconoció David—. Pero no te preocupes por mí.
—Promete que me lo dirás si te sientes peor —dijo Angela.
—Prometido.
—¿Qué problema tiene el último paciente?
—Esa es una de las razones que me tiene desquiciado —dijo David—. No lo sé. Vino con una sinusitis que mejoró con antibióticos, pero luego desarrolló una neumonía de origen desconocido. En realidad, primero tuvo una crisis de somnolencia, luego se volvió apática y finalmente tuvo una crisis de epilepsia. Le han estado viendo un oncólogo, un neurólogo y un especialista en enfermedades infecciosas. A ninguno se le ha ocurrido nada brillante.
—Entonces no seas tan duro contigo mismo.
—Pero soy el responsable.
—Me gustaría poder ayudarte.
—Gracias —dijo David, acariciando el hombro de Angela—. Aprecio tu preocupación porque se que lo dices de verdad.
Por desgracia, no puedes hacer nada excepto comprender por qué no estoy tan interesado en la muerte de Hodges.
—Pero yo no puedo olvidarme así como así —dijo Angela.
—Puede ser peligroso —dijo David—. No sabes a quien te enfrentas. Seguro que al asesino de Hodges no le hace gracia que vayas metiendo las narices por ahí. Quien sabe que clase de psicópata es.
Angela contempló el fuego, absorta con las brasas que brillaban intensamente bajo la intensa temperatura. Ella quería encontrar al asesino de Hodges para poner a salvo a su familia. Pero no había pensado que sus investigaciones pudieran implicar un riesgo. Sólo tenía que cerrar los ojos y ver el luminol brillando en la cocina o recordar las terribles imágenes de la sala de autopsias, para reconocer que David tenía razón: no había que provocar a alguien tan violento.