JUEVES 21 DE OCTUBRE
El tiempo no había mejorado mucho al día siguiente. Ya no llovía, pero la humedad ambiental era extrema. La amedrentadora presencia de una inmensa nube oscura cubría Bartlet.
Mientras Nikki hacía sus ejercicios respiratorios, sonó el teléfono. David se apresuró a cogerlo. Como era muy temprano pensó que podría tratarse de algo relacionado con John Tarlow, su paciente. Pero no, era de la fiscalía del distrito; querían pedirles autorización para que alguien de la oficina visitara el escenario del crimen.
—¿A que hora vendrán? —preguntó David.
—¿Le importa si es ahora mismo? Tenemos una persona en su distrito.
—Estaremos todavía una hora más en casa —dijo David.
—Perfecto.
Tal como habían dicho, al cabo de quince minutos llegó un oficial de la oficina del fiscal. Era una mujer bastante agradable, con una melena rabiosamente roja. Vestía un traje de chaqueta azul oscuro muy convencional.
—Siento molestarles a estas horas —dijo, y se presentó como Elaine Sullivan.
—No se preocupe —dijo David invitándola a pasar.
David la acompañó al sótano y encendió la luz del alargo para iluminar la tumba ahora vacía. Ella sacó una cámara fotográfica y tomó unas cuantas fotos. Después se agachó y hundió la una en el suelo de tierra.
Angela bajó por las escaleras del sótano y contempló la escena por encima del hombro de David.
—Tengo entendido que la policía estuvo aquí ayer por la noche —dijo Elaine.
—La policía y un forense —contestó David.
—Creo que llamare a la policía estatal para que vengan a investigar —dijo—. Espero que no les causen molestias.
—Me parece muy bien —dijo Angela—. No creo que la policía local este acostumbrada a investigar homicidios.
Elaine asintió, pero no hizo comentarios.
—¿Tendremos que estar aquí cuando lleguen los investigadores? —preguntó David.
—Como prefieran —respondió Elaine—. Es posible que quieran hablar con ustedes. Pero para buscar pruebas no les necesitaran en absoluto.
—¿Vendrán hoy? —preguntó Angela.
—Vendrán tan pronto como sea posible. Seguramente hoy mismo por la mañana.
—Le diré a Alice que venga a quedarse —dijo Angela. David asintió.
Cuando se marchó la oficial de la fiscalía, los Wilson hicieron lo propio. Fue el primer día de colegio de Nikki después de salir del hospital. Estaba muy nerviosa y se cambió dos veces de ropa.
Mientras iban en el coche, Nikki sólo hablaba del cadáver. Cuando la dejaron en el colegio, y aún a sabiendas de que era un consejo inútil, Angela le sugirió que no hablara del muerto.
Además, Nikki ya se lo había contado a Caroline y a Arni, que a su vez se lo habrían contado a otros niños.
David volvió a poner el coche en marcha y se dirigieron al hospital.
—Me preocupa el estado de mi paciente —dijo David—. Aunque no me han llamado en toda la noche, sigo muy preocupado.
—A mí me preocupa tener que enfrentarme a Wadley —dijo Angela—. No se si Cantor ha hablado con él, pero en cualquier caso será muy desagradable.
Se besaron deseándose suerte y se encaminaron a sus respectivos trabajos.
David fue directamente a ver a John Tarlow. Nada más entrar en la habitación, notó que John respiraba fatigosamente: no era una buena señal. David sacó el estetoscopio y le despertó. David quería que se incorporase pero John apenas le respondía.
El pánico se adueñó de David, era como si sus peores temores se juntasen. Examinó con premura al paciente y constató que estaba incubando una neumonía.
Salió de la habitación y fue corriendo a la sala de enfermeras. Ordenó que John fuera trasladado a la UCI inmediatamente. Las enfermeras estaban en medio del cambio de turno.
—¿Puede esperar hasta que hagamos el cambio de turno? —preguntó Janet Colburn.
—¡Ni hablar! —espetó David—. Quiero que le trasladen ahora mismo. Y me gustaría saber por qué nadie me ha avisado. El señor Tarlow tiene una neumonía doble.
—La última vez que le tomamos la temperatura dormía plácidamente —dijo la enfermera de noche—. Nuestras instrucciones eran avisarle si le subía la fiebre o si tenía molestias intestinales. Y no ha sucedido nada de eso.
David cogió el historial y lo abrió para estudiar la gráfica de temperaturas. La temperatura había subido un poco, pero no en consonancia con el estado que había revelado la auscultación.
—Venga, a la UCI —dijo David—. Quiero también unos análisis de sangre.
Con una eficiencia digna de elogio, John Tarlow fue trasladado a la UCI. Mientras lo hacían, David llamó al oncólogo, doctor Clark Mieslich y al especialista en enfermedades infecciosas, doctor Martin Hasselbaum, y les pidió que acudieran al hospital lo antes posible.
Los del laboratorio tuvieron enseguida los análisis solicitados desde la UCI y David los estudió detenidamente. Los glóbulos blancos habían vuelto a descender, lo que indicaba que el sistema inmunológico estaba siendo derrotado por la neumonía. Esa falta de respuesta cabía esperarla de un paciente tratado con quimioterapia, pero David sabía que a John no se le hacía quimioterapia desde hacia meses. Las radiografías confirmaron el diagnóstico: neumonía doble.
Llegaron los médicos consultores para examinar al paciente y estudiar su historial. Al acabar se apartaron de la cama. El doctor Mieslich confirmó que a John no se le trataba con quimioterapia desde hacía bastante tiempo.
—¿Que le parecen los glóbulos blancos? —preguntó David.
—No se que decir —reconoció el doctor Mieslich—, supongo que se debe a la leucemia. Tendríamos que hacer un punción lumbar para confirmarlo, pero no me parece lo más adecuado en este momento. Sobre todo porque tiene una infección muy aguda. Y además es solo una hipótesis. De hecho, el paciente se esta muriendo.
Aunque en el fondo ya lo esperaba, era lo ultimo que David hubiera querido oí r. No se podía creer que estuviera a punto de perder al segundo paciente de su breve trayectoria en Bartlet.
David se volvió hacia el doctor Hasselbaum.
Hasselbaum se mostró igualmente rotundo y pesimista.
John estaba desarrollando una neumonía producida por una bacteria especialmente mortífera, y además sufría un colapso.
Remarcó el hecho de que la presión sanguínea era muy baja y que los riñones empezaban a fallarle.
—No me gusta nada. Debido a su leucemia, el señor Taylor tiene un sistema de defensas muy disminuido. Si le tratamos tendremos que hacerlo masivamente. Yo tengo acceso a unos agentes experimentales creados para combatir este tipo de shock endotóxico. ¿Qué piensa usted?
—Yo lo haría —dijo David.
—Son medicamentos muy caros —advirtió Hasselbaum.
—Esta en juego una vida humana —respondió David.
Una hora y cuarto después, cuando se le había aplicado el tratamiento a Tarlow y ya no podía hacerse nada más, David se dirigió a su despacho. De nuevo la sala de espera estaba atestada de pacientes: había gente hasta en la entrada. Todo el mundo parecía un poco nervioso, incluso la recepcionista.
David respiró hondo y empezó a visitar pacientes. Entre paciente y paciente, llamaba a la UCI para enterarse del estado de John. Siempre escuchaba la misma respuesta: sin cambios.
Además de las citas normales, se produjeron un buen número de pequeñas urgencias, lo que no hizo sino aumentar la confusión. David recibía a todo el mundo. Si no hubiera sido por el responso de Kelley, David hubiera mandado a algunos de los enfermos a urgencias. Dos de estos pacientes eran como viejos amigos: Mary Ann Schiller y Jonathan Eakins.
Aunque todavía estaba asustado por la forma en que habían evolucionado los casos de Marjorie Kleber y de John Tarlow, David se vio obligado a hospitalizar a Mary Ann y a Jonathan.
No se hubiera quedado tranquilo mandándoles a casa. Mary Ann sufría un agudo acceso de sinusitis y Jonathan tenía una arritmia cardíaca. Les dio boletines de ingreso y les mandó al hospital.
Otras urgencias fueron dos enfermeras del turno de noche de la segunda planta. David las conocía de alguna noche en que había acudido al hospital a atender alguna urgencia. Las dos tenían los mismos síntomas: estado general de malestar parecido a la gripe, fiebre baja, bajo índice de glóbulos blancos, molestias intestinales —con retortijones—, nauseas, vómitos y diarrea. Después de examinarlas, David las envió a casa para que se medicaran y se metieran en la cama.
Aprovechó un momento libre para preguntarle a Susan, su enfermera, si tenía noticias de que hubiese una epidemia de gripe en el hospital.
—No se nada —dijo Susan.
La jornada de Angela fue mucho mejor de lo que ella esperaba, y no tuvo ningún encuentro con Wadley; de hecho, ni le vio.
A media mañana telefoneó al forense jefe, doctor Walter Dunsmore. Consiguió el teléfono en la guía de Burlington.
Angela le explicó que trabajaba como patóloga en el Bartlet Community Hospital. Le contó también que estaba muy interesada en el caso Hodges, y añadió que había estado a punto de especializarse en patología forense.
El doctor Dunsmore la invitó a que visitase sus dependencias en Burlington.
—¿Por qué no asiste a la autopsia de Hodges? —dijo—. Me encantaría. Aunque he de advertirle que, como la gran mayoría de patólogos forenses, soy un profesor frustrado.
—¿Cuando tiene previsto hacer la autopsia? —preguntó Angela. Pensaba que si podían aplazarla hasta el sábado, entonces sí aceptaría la invitación.
—La haremos a última hora de la mañana de hoy —dijo el doctor Dunsmore—. Pero hay cierta flexibilidad y no me importaría atrasarla hasta esta tarde.
—Es usted muy amable —dijo Angela—, pero por desgracia no se si a mi jefe le gustaría que me tomase la tarde libre.
—Conozco a Wadley desde hace tiempo —dijo el doctor Dunsmore—. Le llamare para pedírselo como un favor.
—No se si seria una buena idea —dijo Angela.
—¡Qué tontería! Déjelo de mi cuenta, estaré encantado de conocerla.
Angela iba a protestar, cuando se dio cuenta que Dunsmore ya había colgado. Dejó el auricular en su sitio. No sabía cómo reaccionaria Wadley con la llamada de Dunsmore, pero estaba segura de que lo sabría de inmediato.
Angela se enteró incluso antes de lo que esperaba. Casi acababa de colgar cuando el teléfono volvió a sonar:
—Estoy aquí, en quirófanos —dijo Wadley con tono simpático—. Me acaba de llamar el forense en jefe. Me ha dicho que quiere que asistas a la autopsia.
—Acabo de hablar con él. No estaba muy segura de si le importaría que me tomara la tarde libre.
Por la simpatía de Wadley se deducía que aún no había hablado con Cantor.
—Me parece una magnifica idea —dijo Wadley—. Cuando un forense pide un favor, hay que hacérselo. Nunca esta de más ponerse del lado de los buenos. Y no se sabe cuando uno necesitara un favor. Puedes ir.
—Gracias —dijo Angela—. Iré.
Colgó y a continuación llamó a David para contarle sus planes. Cuando este contestó, lo hizo con voz tensa y cansada.
—Tienes una voz horrorosa —dijo Angela—. ¿Te pasa algo?
—Mejor no hablar. Ya te lo contare luego. Otra vez voy atrasado y no para de llegar gente.
Angela le contó rápidamente lo de la invitación del forense y que pensaba tomarse la tarde libre. David le deseó buena suerte y colgó.
Angela cogió el abrigo y salió del hospital. Antes de marchar a Burlington pasó por casa para cambiarse de ropa.
Al llegar, le sorprendió un poco ver una furgoneta de la policía aparcada junto a la casa. Los investigadores habían llegado.
Alice Doherty abrió la puerta y se mostró preocupada de que pasara algo. Angela la puso al corriente de todo. Luego le preguntó por los de la policía estatal.
—Siguen abajo —dijo Alice—. Llevan horas.
Angela bajó al sótano para conocer a los técnicos. Tenían acordonada con cinta toda la parte posterior de la escalera y todo iluminado con potentes focos. Uno de los detectives estaba empleando una técnica muy sofisticada para obtener alguna huella dactilar entre las piedras. Otro hombre recogía cuidadosamente el polvo que cubría el suelo de la tumba. El tercero manejaba un instrumento para detectar fibras y huellas ocultas.
El único que se presentó fue el que trabajaba con las huellas dactilares: se llamaba Quillan Reilly.
—Perdone si estamos tardando mucho —dijo Quillan.
—No importa —le tranquilizó Angela.
Observó cómo trabajan. Hablaban muy poco y todos estaban absortos en su trabajo. Ya se disponía a marcharse, cuando Quillan le preguntó si habían pintado el interior de la casa en los últimos ocho meses.
—Creo que no —dijo Angela—. Desde luego nosotros no.
—Muy bien —dijo Quillan—. ¿Le importaría si volvemos esta tarde para aplicar luminol en las paredes de arriba?
—¿Luminol?
—Es un producto químico que se utiliza para detectar manchas de sangre —explicó Quillan.
—Pero nosotros limpiamos la casa —dijo Angela, molesta de que pudieran pensar que a esas alturas iban a encontrar manchas de sangre.
—Es por probar —dijo Quillan.
—Bueno, si cree que servirá de algo —dijo Angela—. Estamos encantados de colaborar.
—Gracias, señora.
—¿Qué ha sido de las pruebas que recogió el forense? ¿Las tiene la policía de Bartlet?
—No, señora —dijo Quillan—. Las tenemos nosotros.
—Me alegro.
Diez minutos más tarde, Angela estaba de camino. No le costó nada encontrar las oficinas del forense.
—La estábamos esperando —dijo el doctor Dunsmore después de que alguien acompañara a Angela a través de la moderna y casi desnuda oficina. Dunsmore la hizo sentirse cómoda enseguida, incluso le pidió que le llamase Walt.
Angela se puso una bata de cirujano. Sentía una corriente de excitación mientras se ponía el gorro, la mascara y las gafas protectoras. La sala de autopsias siempre había sido una fuente de descubrimientos para ella.
—Ya vera cómo le pareceremos muy profesionales —le dijo Walt cuando se encontraron en la sala de autopsias—. En las ciudades pequeñas la patología forense no se toma muy en serio, pero no es nuestro caso.
Dennis Hodges estaba en la mesa de autopsias. Le habían aplicado rayos X y las radiografías ya estaban en el visor. Walt le presentó a Peter, su ayudante.
Lo primero que hicieron fue examinar las radiografías. La herida de la cabeza era mortal de necesidad, y también tenía una fractura occipital en el cráneo. Además, tenía fracturada la clavícula izquierda, así como el cubito y el radio.
—No hay duda de que fue un homicidio —dijo Walt—. Parece que este pobre hombre tuvo una pelea muy dura.
—El jefe de policía de Bartlet sugirió que podía tratarse de suicidio —dijo Angela.
—Supongo que lo diría en broma —repuso Walt.
—No lo sé. Tanto mi marido como yo no nos sentimos muy impresionados de sus dotes de investigador. Quizá nunca ha tenido un caso de homicidio.
—Seguramente no —dijo Walt—. Otro de los problemas, es que los policías locales veteranos no han recibido la formación adecuada.
Angela describió la barra de hierro que habían encontrado junto al cadáver. Utilizando una regla para determinar la profundidad de la herida, y examinando la herida propiamente dicha, determinaron que probablemente el arma homicida había sido la varilla de hierro.
Luego centraron su atención en las manos.
—Me alegre mucho al ver las bolsas de papel en las manos —dijo Walt—. Llevo mucho tiempo intentando que los forenses auxiliares de distrito las utilicen en casos como este.
Angela asintió, satisfecha de habérselo sugerido la noche anterior al doctor Cornish.
Walt quitó las bolsas y cogió una lupa para mirar entre las uñas del cadáver.
—Debajo de una uña hay un cuerpo extraño —dijo Walt.
Se apartó para que Angela echara un vistazo.
—¿Tiene idea de lo que puede ser? —preguntó Angela.
—Tendremos que esperar el análisis microscópico —dijo, retirando una muestra y guardándola en un frasco. Los etiquetaba según el dedo de procedencia.
La autopsia en si terminó pronto; parecía que Angela y Walt formaran equipo desde hacia tiempo. Había muchas patologías que hicieron interesante la autopsia y pusieron de relieve las veleidades didácticas de Walt. Hodges tenía arteriosclerosis, un pequeño cáncer de pulmón y una cirrosis avanzada.
—Supongo que le gustaba el bourbon —dijo Walt.
Cuando terminaron con la autopsia, Angela dio las gracias a Walt por su hospitalidad y le pidió que la mantuviera informada. Walt la animó a que llamara siempre que quisiera.
De vuelta al hospital, Angela se sintió de mucho mejor humor que en los últimos días. Se lo había pasado muy bien durante la autopsia, y estaba contenta de que Wadley le hubiera autorizado a participar.
Entró en el aparcamiento, pero no pudo aparcar en la zona reservada que había cerca de la entrada. En lugar de eso tuvo que irse al final del aparcamiento superior. Como no tenía paraguas llegó empapada al interior del hospital.
Fue directamente a su despacho. Acababa de colgar el abrigo, cuando se abrió la puerta que comunicaba los dos despachos. Angela se sobresaltó. Era Wadley. Tenía el mentón erguido, el ceño fruncido y su habitualmente cuidada cabellera plateada, despeinada. Parecía muy enfadado. Angela retrocedió instintivamente, y miró por el rabillo del ojo hacia la puerta que daba al laboratorio con la idea de huir.
Wadley irrumpió en la habitación y se abalanzó sobre Angela, acorralándola contra la mesa.
—Quiero una explicación —exclamó—. ¿Cómo te atreves a contarle a Cantor esa ridícula historia, esas ridículas acusaciones sin fundamento? ¡Acoso sexual! ¡Por Dios, es absurdo!
Wadley se detuvo y miró a Angela. Ella retrocedió sin pronunciar palabra. No quería provocarle.
—¿Por qué no hablaste conmigo? —gritó Wadley. Pero se interrumpió cuando advirtió que la puerta estaba medio abierta. Fuera, los teclados de las secretarias permanecían en silencio. Wadley cerró de un portazo—. Esta es la recompensa que recibo a todos mis esfuerzos —exclamó—. Supongo que no necesitaras que te recuerde que te encuentras en periodo de prueba. Ya puedes ir con pies de plomo, de lo contrario tendrás que buscarte otro trabajo, y no esperes que yo te recomiende.
Angela asintió sin saber que decir.
—¿Es que no piensas decir nada? —La cara de Wadley estaba a escasos centímetros de la de Angela—. ¿Estarás así todo el rato?
—Siento que hayamos tenido que llegar a esto —dijo Angela.
—¿Eso es todo? —gritó Wadley—. ¿Eso es todo lo que tienes que decirme después de haber ensuciado mi reputación con acusaciones sin fundamento? Esto se llama difamación, señoritinga. Y te diré una cosa: podría llevarte a los tribunales.
Acto seguido, Wadley se dio la vuelta y entró en su despacho dando un portazo.
Angela se quedó sofocada e intentando contener las lágrimas. Se dejó caer en la silla y sacudió la cabeza. Todo era muy injusto.
Susan asomó la cabeza por la puerta del consultorio y dijo a David que le llamaban de la UCI. David cogió el teléfono temiéndose lo peor. La enfermera de la UCI le explicó que el señor Tarlow acababa de tener un paro cardíaco, y que en ese momento estaban con él los de reanimación.
David colgó. El corazón empezó a latirle con fuerza y sintió el sudor. Dejó solas a dos atribuladas mujeres, enfermera y recepcionista, y se dirigió presuroso a la UCI pero llegó demasiado tarde. El medico jefe del equipo de reanimación ya había declarado muerto a John Tarlow.
—No tuvimos muchas oportunidades —le dijo a David—. Tenía los pulmones encharcados, los riñones no le funcionaban y casi no tenía presión arterial.
David asintió con aire ausente. Se quedó contemplando a su paciente mientras las enfermeras desconectaban los equipos de reanimación y le quitaban los sueros. David se acercó a la consola central y se sentó. Se preguntaba si estaría capacitado para ejercer la medicina. Esta era la parte del trabajo a la que más le costaba acostumbrarse, y cuanto más le sucedía más difícil le resultaba.
Aparecieron los parientes de Tarlow y, como los de Kleber, se mostraron agradecidos y comprensivos. David aceptó sus palabras sintiéndose un traidor. No había podido hacer nada por John. Ni siquiera sabía por qué había muerto. La leucemia no era la respuesta.
Aunque ya estaba informado de la política del hospital respecto a las autopsias, David preguntó a la familia si daban su autorización para realizarla. Por lo que concernía a David, no perdía nada por intentarlo. La familia contestó que se lo pensaría.
Después de abandonar la UCI, David reunió el ánimo necesario para visitar a Mary Ann Schiller y a Jonathan Eakins. Quería asegurarse de que estaban bien y que habían empezado a aplicarles los tratamientos prescritos. Sobre todo, quería comprobar que el cardiólogo de la AMG había visitado a Eakins.
Por desgracia descubrió algo que le hizo vacilar: a Mary Ann le habían asignado la habitación 206, la misma que acababa de dejar John Tarlow. David dudaba si debía ordenar que la cambiaran de habitación, pero pensó que era presa de una estúpida superstición. ¿Qué habría dicho, que ya no quería más pacientes en la 206? Era ridículo.
David comprobó la sonda intravenosa. Ya le estaban administrando el antibiótico. Después de prometer a su enferma que volvería más tarde, se dirigió a la habitación de Jonathan.
Estaba cómodo y sereno, y le habían colocado el monitor para controlar el ritmo cardíaco. Jonathan le dijo que el cardiólogo estaba a punto de llegar.
Cuando David llegó a la consulta, Susan le dijo que le había llamado Kelley.
—Quiere verle inmediatamente —dijo—. Y ha repetido lo de inmediatamente.
—¿Cuantos pacientes faltan? —preguntó David.
—Aún esta lleno —respondió Susan—. Procure no tardar mucho.
David se arrastró hasta la oficina de Kelley con la sensación de que el mundo se le venía encima. No sabía para que quisiera verle Charles Kelley, aunque podía imaginárselo.
—No se que hacer —le dijo Kelley cuando David entró en su despacho. Kelley sacudió la cabeza. David se quedó maravillado de la capacidad camaleónica de Kelley, que ahora jugaba el papel de hermano mayor—. He intentado razonar con usted, pero o es muy obstinado o le importa un pepino la AMG. El mismo día en que le comente que había que evitar consultas innecesarias con médicos ajenos a la AMG, vuelve usted a hacer lo mismo con otro paciente terminal. ¿Qué tengo que hacer con usted? ¿No entiende que es necesario vigilar los costes de la asistencia sanitaria? ¿No sabe que vivimos en un país en crisis?
David asintió: lo último que había dicho era verdad.
—Entonces, ¿por qué es tan difícil para usted? —preguntó Kelley. Parecía un poco más enfadado—. Y no sólo la AMG tiene quejas de usted. Acaba de llamarme Helen Beaton protestando por el precio de los nuevos medicamentos que usted le prescribió a ese pobre moribundo. ¡Vaya heroicidad! Ese paciente iba a morir, hasta los consultores lo reconocieron.
Llevaba años enfermo de leucemia. ¿Es que no lo entiende?
Lo que ha hecho ha sido despilfarrar dinero y recursos. —Kelley se había calentado poco a poco y ahora estaba rojo de rabia. Se detuvo un momento y suspiró. Volvió a sacudir la cabeza como si no supiera que hacer—. Helen Beaton también se queja de que usted ha pedido permiso para practicar una autopsia —dijo con voz cansada—. Las autopsias no forman parte del contrato con la AMG, ya le habíamos informado de eso hace poco. David, tiene que ser razonable. O me ayuda o… —Kelley se detuvo, dejando la frase en el aire.
—¿O que? —preguntó David.
Sabía a lo que se refería pero quería que lo dijera.
—Usted me cae bien, David. Pero necesito que me ayude.
Yo tengo que rendir cuentas a la gente que esta por encima de mi. Espero que lo entienda.
Cuando se dirigía hacia la consulta, David se sintió más deprimido que nunca. Aunque en algunas cosas tuviera razón, le molestaba que Kelley fuera tan entrometido. No había que malgastar el dinero en pacientes terminales cuando se podía dedicar a otras labores. Pero ese no era el caso que le ocupaba ahora.
Confuso y abatido, David entró en su despacho. Tenía que enfrentarse a una lista de pacientes airados que miraban la hora continuamente y pasaban las hojas de las revistas con ademán nervioso.
La cena en casa de los Wilson fue bastante tensa; nadie habló.
Todos estaban un poco alterados, como si su paraíso privado se estuviera desvaneciendo.
Incluso Nikki tenía un mal día, pues estaba preocupada por el profesor nuevo, el señor Hart. Los niños le habían apodado señor Harto. Cuando llegó a casa por la noche, Nikki lo describió como un pelmazo petulante que siempre parecía harto de todo. Angela la regañó por mostrarse tan criticona y Nikki confesó que la descripción era de Arni.
El problema con el profesor tenía su origen en que no le había dejado ir a su aire en la clase de gimnasia y que tampoco le había permitido hacer los ejercicios de drenaje. La incomprensión del profesor había provocado un enfrentamiento que había dejado muy confundida a Nikki.
Después de la cena David propuso que levantaran el ánimo encendiendo un fuego reconfortante. Pero cuando bajó al sótano vio todo acordonado por la cinta de plástico amarilla de la policía. Le volvió a la cabeza la horrible imagen del cadáver de Hodges. David cogió la leña rápidamente y subió arriba.
No era supersticioso ni asustadizo, pero con los últimos acontecimientos estaba empezando a cambiar.
Tras hacer el fuego, David habló sobre el invierno que se avecinaba y los deportes que practicarían: esquí, patinaje, trineo, etc… Justo cuando Nikki y Angela se empezaban a animar, unas luces se reflejaron en la pared de la sala de estar.
David se acercó a la ventana.
—Es la policía estatal. ¿Que demonios querrán?
—Se me había olvidado —dijo Angela levantándose—. Me han dicho que vendrían a buscar manchas de sangre.
—¿Manchas de sangre? Pero si a Hodges le mataron hace ocho meses.
—Han insistido que merece la pena intentarlo —explicó Angela.
Los técnicos eran los mismos que habían estado por la mañana. A Angela le impresionó que tuvieran una jornada laboral tan larga.
—Viajamos por todo el estado —explicó Quillan.
Angela le presentó a David. Quillan parecía el jefe.
—¿Cómo funciona esto? —preguntó David.
—El luminol reacciona con los residuos de hierro de la sangre —dijo Quillan— y produce un destello fosforescente.
—Muy interesante —dijo David, aunque adoptó un aire escéptico.
Los técnicos querían hacer la prueba y marcharse, así que Angela y David se quitaron de en medio. Empezaron por la habitación del suelo de tierra, donde colocaron una cámara en un trípode y apagaron todas las luces. Aplicaron el luminol en las paredes utilizando un pulverizador. El bote emitía un pequeño silbido con cada rociada.
—Aquí hay un poco —dijo Quillan en la oscuridad.
David y Angela se acercaron a mirar. A lo largo de la pared había una fosforescencia intermitente y sobrecogedora.
—La pintura no ha podido con ella —dijo uno de los técnicos.
Continuaron por toda la habitación, pero no encontraron más manchas. Se trasladaron con la cámara a la cocina. Quillan preguntó si podían apagar las luces del comedor y del pasillo. Los Wilson lo hicieron diligentemente.
Los técnicos continuaron con su tarea. Nikki, Angela y David observaban desde la puerta.
De repente empezaron a brillar unas zonas de la pared próximas a la habitación del suelo de tierra.
—Es un poco débil, pero hay muchas —dijo Quillan—. Rociare un poco más. Abre el obturador de la cámara.
—¡Dios mío! —susurró Angela—. Hay manchas de sangre por toda mi cocina.
Los Wilson veían vagamente el perfil de los policías y los oían moverse por la cocina. Se acercaron a la mesa dejada por Clara Hodges y que los Wilson utilizaban para comer. De golpe, empezaron a brillar la patas de la mesa en fantasmagórica visión.
—Mi teoría es que el crimen se produjo aquí —dijo uno de los técnicos—. Junto a la mesa.
Los Wilson oyeron cómo movían la cámara, el ruido del disparador y el silbido del pulverizador. Quillan les explicó que las manchas de sangre eran tan débiles que había que rociarlas continuamente.
Cuando los investigadores se marcharon, los Wilson regresaron a la sala aún más deprimidos que antes. Ya no hubo más conversaciones sobre esquiar o montar en trineo en la colina de detrás del granero.
Angela se sentó en el hogar de espaldas al fuego y observó a David y a Nikki, que estaban tumbados en el sofá. Viendo así a su familia, Angela experimentó un instinto protector. No le gustaba lo que acababa de ver: su cocina estaba manchada con los restos de sangre de un brutal asesinato. Ella había limpiado la cocina con especial cuidado y la consideraba el centro de la casa. Ahora sabía que había sido profanada por la violencia. Para Angela representaba una amenaza directa a su familia.
—Quizá deberíamos cambiar de casa —dijo Angela rompiendo el penoso silencio.
—Un momento —dijo David—. Se que estas nerviosa, todo esto es como para poner nervioso a cualquiera, pero no vamos a dejarnos llevar por la histeria.
—Estoy bastante desquiciada —respondió Angela.
—¿Quieres que nos mudemos por culpa de un incidente en el que no tenemos nada que ver y que ha ocurrido hace casi un año?
—Pero ha ocurrido en esta casa —dijo Angela.
—Esta casa esta hipotecada hasta el último ladrillo, tenemos dos hipotecas. No podemos abandonarla por culpa de nuestras emociones.
—Bueno, pues quiero que cambiemos las cerraduras —dijo Angela—. Esta casa ha sido visitada por un asesino.
—Pero si nunca cerramos las puertas con llave —respondió David.
—Pues a partir de ahora lo haremos, y cambiaremos todas las cerraduras.
—Esta bien —cedió David—. Cambiaremos las cerraduras.
Traynor estaba de un humor de perros cuando se detuvo junto al Iron Horse Inn. El tiempo hacia juego con su humor: la lluvia había cobrado una intensidad inaudita. Incluso el paraguas parecía haberse rebelado. Como no consiguió abrirlo, Traynor soltó una maldición y lo arrojó al asiento trasero del coche. Decidió ir corriendo hasta la puerta del bar.
Cuando llegó, Beaton, Caldwell y Sherwood ya estaban en un reservado. Cantor llegó justo después que él. Una vez sentados, se acercó Carleton Harris, el barman.
—Gracias a todos por haber venido pese a las inclemencias del tiempo —dijo Traynor—. Pero me temo que los recientes acontecimientos exigían una reunión de emergencia.
—Esto no es una reunión oficial del consejo —se quejó Cantor—. Dejémonos de formalidades.
Traynor frunció el ceño. Incluso en los momentos de crisis, Cantor se esforzaba en resultarle molesto.
—Si me dejan continuar… —dijo mirando a Cantor.
—¡Por Dios, Harold! —dijo Cantor—. Suéltalo de una vez.
—Como ya han de saber, ha aparecido el cadáver de Hodges. Y las circunstancias que rodean el caso son bastante desagradables.
—El caso ha llamado la atención de los medios de comunicación —dijo Beaton—. Ha salido en la primera página del Boston Globe.
—Me preocupa que toda esta publicidad repercuta negativamente en el hospital —dijo Traynor—. Los aspectos macabros de esta historia pueden atraer a muchos medios de comunicación. Lo último que necesitamos es una pandilla de reporteros metiendo las narices en todas partes. Gracias a los esfuerzos de Helen Beaton, hemos logrado ocultar a los periodistas lo de nuestro violador encapuchado. Pero si empiezan a llegar periodistas a la ciudad, tarde o temprano acabaran descubriéndolo. Entre eso y la indecorosa muerte de Hodges, la prensa puede echarsenos encima.
—He oído en Burlington que la policía cree que es un homicidio —dijo Cantor.
—Pues claro que es un homicidio —espetó Traynor—. ¿Que iba a ser, si no? Un cadáver que aparece emparedado tras un muro de ladrillos. El problema no es lo del homicidio, nuestro problema es lograr que perjudique lo menos posible a la reputación del hospital. No se que va a pasar con nuestra relación con la AMG.
—No entiendo por qué la muerte de Hodges ha de ser un problema para el hospital —dijo Sherwood—. Nosotros no le hemos matado.
—Hodges dirigió el hospital durante veinte años —dijo Traynor—. Su nombre esta firmemente ligado al del hospital. Mucha gente sabe que no estaba conforme con la manera en que dirigimos el hospital.
—Yo creo que cuantas menos declaraciones se hagan desde hospital, mejor —dijo Sherwood.
—No estoy de acuerdo —replicó Beaton—. Creo que el hospital debería hacer una declaración oficial lamentando su muerte y subrayando todo lo que el hospital le debe. También deberíamos incluir nuestra condolencia a la familia.
—Estoy de acuerdo —dijo Cantor—, pero no debemos hacer ninguna alusión a cómo se ha producido la muerte.
—Yo también estoy de acuerdo —dijo Caldwell.
—Si todos están de acuerdo, yo también —dijo Sherwood encogiéndose de hombros.
—¿Ha hablado alguien con Robertson? —preguntó Traynor.
—Yo he hablado con él —dijo Beaton—. No tiene ningún sospechoso. Con lo fanfarrón que es, si tuviera uno ya se lo habría contado a todo el mundo.
—Tal como se llevaba con Hodges, él podría ser uno de los sospechosos —dijo Sherwood y soltó una carcajada.
—Y usted también —dijo Cantor a Sherwood.
—No saquemos las cosas de quicio —dijo Traynor.
—Usted también tendría un lugar preferente —dijo Cantor a Traynor—. Todo el mundo sabe lo que usted sentía por Hodges después del suicidio de su hermana.
—Basta ya —cortó Caldwell—. El caso es que a nadie le importa quien lo hizo.
—Eso no es del todo verdad —dijo Traynor—. Quizá si le importa a la AMG. Después de todo, este sórdido asunto deja en mal lugar a la ciudad y al hospital.
—Por eso creo que deberíamos hacer una declaración oficial —dijo Beaton.
—¿Procedemos a votar? —preguntó Traynor.
—¡Por Dios, Harold! —dijo Cantor—. Sólo somos cinco.
No hace falta tanto ceremonial, todos estamos de acuerdo.
—De acuerdo —dijo Traynor—. ¿Creen que debemos hacer una declaración en la línea apuntada por Helen Beaton?
Todos asintieron.
—Creo que debería redactarla su oficina —dijo Traynor mirando a Beaton.
—Agradezco la confianza —dijo Beaton.