MIÉRCOLES 20 DE OCTUBRE
A pesar de las reiteradas protestas de Nikki, sus padres insistieron en que debía quedarse en casa un día más. Dado el mal tiempo y que Nikki seguía aún con los antibióticos, era mejor no arriesgarse.
Aunque Nikki no se mostró tan dispuesta como siempre, hicieron la terapia respiratoria con gran diligencia. David y Angela la auscultaron y quedaron satisfechos del resultado.
Cuando subieron al Volvo, David se quejó de que no había podido ir en bicicleta en toda la semana. No llovía como los otros días, pero había nubes bajas y cargadas y del suelo se levantaba una pesada niebla.
Llegaron al hospital a las siete y media. Angela se dirigió al laboratorio y David fue a hacer las visitas del hospital.
Cuando entró en la habitación de John Tarlow, se sorprendió de encontrar una escalera y la cama vacía. Siguió hasta la sala de enfermeras y se interesó por su paciente.
—Hemos trasladado al señor Tarlow a la 200 —dijo Janet Colburn.
—¿Por qué? —preguntó David.
—Querían pintar la habitación —dijo Janet—. Los de mantenimiento nos lo han comunicado hoy, y nos han dicho que trasladáramos al paciente a la 200.
—Me parece una falta de consideración hacia el paciente —se quejó David.
—Nosotras no tenemos la culpa —dijo Janet—. Hable con los de mantenimiento.
David estaba enfadado por lo que le habían hecho a su paciente, así que hizo caso de la sugerencia de Janet y se encaminó hacia allí. Llamó a la puerta de la oficina de mantenimiento. Dentro había un hombre de la edad de David, inclinado sobre una mesa. Llevaba una arrugada camisa de trabajo de algodón verde y pantalones a juego. Tenía barba de dos días.
—¿Qué pasa? —preguntó Van Slyke, levantando la vista de su agenda.
Su tono de voz era insulso y su rostro, totalmente inexpresivo.
—A uno de mis enfermos le han cambiado de habitación y quiero saber por qué.
—Si se refiere a la habitación adonde estaba el señor Tarlow, la están pintando —repuso Van Slyke monótonamente.
—Es obvio que la están pintando —respondió David—. Lo que ya no es obvio es por qué la están pintando.
—Estaba previsto para esa fecha.
—Previsto o no, no veo por qué hay que molestar a los pacientes, y menos aun si están enfermos. Y todos los pacientes de un hospital lo están.
—Si tiene algún problema, hable con Beaton —replicó Van Slyke, volviendo a su agenda.
Desconcertado por la insolencia de aquel hombre, David se quedó atónito en la puerta durante unos segundos. Van Slyke le ignoró por completo. David sacudió la cabeza, dio media vuelta y se marchó. Mientras volvía al ala de pacientes, estuvo considerando seguir el consejo de Van Slyke y hablar con la administradora del hospital. Pero eso fue hasta que entró en la nueva habitación de su paciente, pues allí se le presentó un nuevo y acuciante problema: el enfermo había empeorado.
La diarrea y los vómitos de John, que habían estado controlados desde el principio, habían vuelto con mayor intensidad. Y además, John estaba como abotagado: los pocos momentos en que despertaba se mostraba totalmente apático. David no entendía estos nuevos síntomas. Desde el principio le habían puesto suero por vía intravenosa, y el paciente no podía estar deshidratado.
David le examinó minuciosamente, pero no encontró ninguna explicación al cambio de estado clínico, y sobre todo al estado semidepresivo del enfermo. Lo único que se le ocurría es que John fuera hipersensible a los somníferos que le había prescrito.
David se dirigió a la sala de enfermeras y cogió el historial de John. Estudió los resultados del laboratorio, que habían llegado por la noche, para tratar de comprender lo que pasaba y discernir el tratamiento a prescribir. Por culpa del enfrentamiento del día anterior con Kelley, se mostraba reticente a solicitar una consulta. Los dos médicos que necesitaba, un oncólogo y un especialista en enfermedades infecciosas, no pertenecían a la plantilla de la AMG.
David cerró los ojos y se frotó las sienes. Tenía la sensación de que no estaba haciendo muchos progresos. Por desgracia faltaba una pieza clave en la información: los resultados de los cultivos de las heces aún no estaban listos. En consecuencia, David no sabía si se enfrentaba a una bacteria y, caso de confirmarse esta hipótesis a que tipo de bacteria. Lo único bueno era que John seguía sin tener fiebre.
Volviendo a centrar la atención en el historial de John, vio que ya le habían administrado somníferos. Los suprimió, por considerar que podían ser la causa de su estado letárgico. Ordenó un nuevo cultivo de heces y otro análisis sanguíneo, y que se le tomara la temperatura cada hora, con la orden expresa de que le avisasen en caso de que subiera anormalmente.
Tras terminar con la última biopsia, Angela cerró el pequeño laboratorio anexo a los quirófanos y se dirigió a su despacho. Había tenido una mañana muy productiva y reconfortante; y, además, había logrado esquivar a Wadley. Sabía que por desgracia tendría que volver a verle, y estaba preocupada. Aunque se consideraba una persona bastante optimista, temía que el problema con Wadley no pudiera solucionarse de una forma civilizada.
Al entrar en su despacho, Angela observó que la puerta de comunicación estaba entreabierta. Se acercó todo lo sigilosamente que pudo y comenzó a cerrarla.
—¡Angela! —llamó Wadley, y ella pegó un respingo. Hasta ese momento no había reparado en lo tensa que estaba—. Ven, quiero enseñarte algo fascinante.
Angela suspiró y abrió la puerta de mala gana. Wadley estaba sentado frente al microscopio de trabajo, no el de prácticas.
—Ven —insistió Wadley. Hizo una señal a Angela y tocó el visor del microscopio—. Echa un vistazo a este portaobjetos.
Angela avanzó cautelosamente y se detuvo a unos pasos de la mesa. Como si se hubiese dado cuenta de su reticencia, Wadley se dio impulso y apartó su silla de la mesa. Angela se acercó al microscopio y se inclinó para ajustar el visor.
Antes de que pudiera mirar, Wadley se inclinó sobre ella y la cogió por la cintura. La sentó en su regazo y la rodeó con los brazos.
—¡Te he cogido! —exclamó Wadley.
Angela se revolvió y luchó para zafarse del abrazo. La inesperada violencia del contacto le cogió por sorpresa. Había esperado que la tocara subrepticiamente, no de forma tan descarada.
—¡Suélteme! —exigió Angela enfadada, intentando apartar las manos de Wadley.
—No te soltare hasta que oigas una cosa —dijo Wadley riéndose.
Angela dejó de forcejear y cerró los ojos. Se sentía tan furiosa como humillada.
—Así esta mejor —dijo Wadley—. Tengo buenas noticias.
Ya esta arreglado todo lo del viaje. En noviembre iremos al Congreso de Patología en Miami.
Angela abrió los ojos.
—Maravilloso —dijo con todo el sarcasmo de que fue capaz—. ¡Y ahora, deje que me vaya!
Wadley la liberó de su abrazo y Angela se apartó de su regazo. Pero él la sujetó por la muñeca.
—Será fantástico —dijo Wadley—. Es la mejor época del año para ir a Miami. Estaremos al lado de la playa. He reservado habitaciones en el Fontainebleau.
—¡Suélteme! —exclamó Angela apretando los dientes.
—¡Eh! —dijo Wadley. Se inclinó hacia delante y la miró de cerca—. ¿Estas enfadada? Perdóname si te he asustado. Quería darte una sorpresa. —Le soltó la muñeca.
Angela estaba totalmente fuera de sí. Apretó los dientes para no estallar y se dirigió a su despacho. Cerró de un portazo, sintiéndose mortificada y humillada.
Se frotó las mejillas con fuerza intentando recuperar el control de sí misma. La adrenalina que le recorría el cuerpo le hacía temblar. Tardó varios minutos en dominarse y en recuperar el ritmo respiratorio normal. Luego cogió el abrigo y salió precipitadamente de su despacho. Por lo menos, los estúpidos avances de Wadley la obligaban a actuar.
Evitando la lluvia, cruzó el edificio principal del hospital hasta el Centro de Diagnóstico por la Imagen. Cuando por fin estuvo a resguardo, aminoró el paso. Una vez dentro, fue directamente al despacho de Cantor.
Como no tenía cita previa, tuvo que esperar casi media hora hasta que la recibió el doctor Delbert Cantor. Durante la espera tuvo tiempo de calmarse y de preguntarse hasta que punto era ella responsable de la conducta de Wadley.
Pensaba que igual no tendría que haber sido tan ingenua y haber actuado antes.
—Pase, pase —dijo cordialmente Cantor cuando al fin pudo recibirla.
Se había levantado de detrás del atestado escritorio. Tuvo que retirar de una silla un montón de revistas de radiología, todavía sin abrir, para que Angela se sentara. Ella rehusó educadamente. Cantor se sentó, cruzó las piernas y le preguntó que podía hacer por ella.
Ahora que se encontraba frente a frente con el jefe de personal, Angela pensó que no iba a tener valor. Por un momento recordó todos los recelos sobre Cantor y sobre su actitud hacia las mujeres. El rostro de Cantor había adoptado una mueca, como si ya hubiera decidido que cualquier cosa que le planteara una mujer era intrascendente.
—Me resulta muy difícil hablar de esto —empezó Angela—. Le pido por favor un poco de paciencia. Me ha sido muy difícil decidirme a venir aquí, pero no sabía que otra cosa hacer.
Cantor la animó a que continuase.
—Estoy aquí porque el doctor Wadley me acosa sexualmente.
Cantor descruzó las piernas y se inclinó hacia delante.
A Angela le animó el hecho de que al menos pareciera interesado, pero observó que seguía con la misma mueca de antes.
—¿Cuando empezó todo? —preguntó Cantor.
—Probablemente desde mi llegada —respondió Angela, intentando explicarlo un poco más, pero Cantor la interrumpió.
—¿Probablemente? —preguntó enarcando las cejas—. ¿Eso quiere decir que no esta segura?
—Al principio, no —explicó Angela—. Al principio pensaba que se comportaba como un maestro entusiasta, que su actitud era casi paternal. —Luego pasó a describir lo que había sucedido. Todo se había convertido en un problema de límites—. Siempre aprovecha la menor oportunidad para quedarse a solas conmigo o para tocarme de manera aparentemente inocente —continuó Angela—. También me ha contado ciertas intimidades familiares, lo que me parece totalmente fuera de lugar.
—Todo esto que me cuenta es perfectamente normal dentro de una relación de amistad o de tutor afectuoso.
—Estoy de acuerdo —dijo Angela—. Por eso al principio no hice mucho caso. El problema es que el asunto ha ido a más.
—¿Se refiere usted a que algo ha cambiado? —preguntó Cantor.
—Pues sí. Ha sido muy recientemente. —Y explicó el incidente de la mano en el muslo, sintiéndose extrañamente avergonzada mientras lo hacía. Mencionó también la caricia en el trasero y el repetido uso que Wadley hacía del «cariño» con ella.
—Personalmente no veo nada de malo en la palabra «cariño» —dijo Cantor—. Yo mismo la utilizo con mis chicas del Centro de Diagnóstico por la Imagen.
Angela no pudo sino mirar fijamente a Cantor, mientras se preguntaba que pensarían de su comportamiento las mujeres que trabajaban en el Centro. Evidentemente, se había equivocado de lugar. No podía esperar imparcialidad y comprensión de un medico cuya opinión acerca de las mujeres era probablemente más retrógrada que la de Wadley. Pero, aún así, pensó que tenía que acabar lo que había empezado, y pasó a describir el último incidente: el doctor Wadley sentándola en su regazo y contándole lo del viaje a Miami.
—No se que decirle —dijo Cantor—. ¿Le ha dicho el doctor Wadley alguna vez que su trabajo dependa de sus favores sexuales?
Angela protestó para sus adentros, dándose cuenta de que la idea que tenía el doctor Cantor de los acosos sexuales era mucho menos sutil de lo que cabía esperar.
—No —dijo Angela—, el doctor Wadley nunca ha sugerido algo así. Pero sus familiaridades me resultan muy incómodas, van más allá de los lazos de amistad o de una relación laboral. Más allá incluso del respeto mutuo. Me resulta muy difícil trabajar en estas circunstancias.
—Quizá esta exagerando. Wadley es una persona muy efusiva. Usted misma reconoce que él es una persona muy entusiasta. —Cantor vio la expresión de la cara de Angela, y añadió—. Bueno, es sólo una posibilidad.
Angela se puso de pie. Hizo un esfuerzo, y le dio las gracias a Cantor.
—No hay de que —respondió el poniéndose de pie—. Manténgame informado de todo, señorita. Le prometo que hablare con el doctor Wadley en la primera oportunidad que tenga.
Angela asintió ante la última propuesta y salió del despacho. Cuando volvía al laboratorio tuvo la sensación de que su conversación con Cantor no iba a ayudar a que mejorasen las cosas. Si acaso, las empeoraría.
David había pasado toda la tarde yendo y viniendo de la habitación de John a la consulta. Por desgracia este no mejoraba, pero tampoco había empeorado, porque David se había ocupado de que le inyectaran suero para contrarrestar la deshidratación provocada por los vómitos y la diarrea. A última hora de la tarde, cuando David entró en la habitación de John para la última visita del día, lo hizo con la esperanza de que el estado mental de su paciente hubiera mejorado. Pero no fue así: John estaba tan apático o más que por la mañana. Si se le presionaba, recordaba su nombre y también que estaba en el hospital, pero no podía recordar el mes o el año en curso.
En la sala de enfermeras, David revisó las últimas pruebas que habían llegado del laboratorio. Casi todos los indicadores eran bastante normales. El análisis de esa mañana reflejaba un descenso en el nivel de leucocitos, pero, dado el historial leucémico de John, David no supo cómo interpretarlo. El primer cultivo de heces había dado negativo en cuanto a la presencia de bacterias patológicas.
—Avísenme si le sube la fiebre o si aumentan sus problemas intestinales —dijo a las enfermeras antes de marcharse.
David y Angela se reunieron en la entrada del hospital y fueron corriendo hacia el coche. El tiempo había empeorado considerablemente. Seguía lloviendo y la temperatura había bajado varios grados.
De vuelta a casa, Angela contó a David el último incidente con Wadley y la reacción de Cantor ante sus quejas.
—A Wadley lo mejor es darlo por irrecuperable —dijo David moviendo la cabeza—. Es un cabrón. Pero esperaba algo más de Cantor, sobre todo teniendo en cuenta que es el director de la plantilla profesional. Y aunque sea una persona totalmente insensible, debería conocer las leyes y las responsabilidades del hospital en estos casos. ¿Crees que no conoce la última legislación sobre acoso sexual?
—No quiero pensar más en todo esto —dijo Angela encogiéndose de hombros—. ¿Qué tal te ha ido? ¿Todavía estas preocupado por lo de Marjorie?
—No he tenido mucho tiempo para pensar en eso. Tengo a John Tarlow en el hospital y me tiene muy preocupado.
—¿Qué le pasa?
—Pues eso es lo que me preocupa, que no lo se —dijo David—. Esta medio atontado, lo mismo que le ocurrió a Marjorie. Tiene muchas molestias intestinales. Por eso tuve que internarle, pero ha empeorado. No se lo que esta pasando pero mi sexto sentido ya ha encendido la alerta roja. El problema es que no se que hacer. Ahora me limito a tratar los síntomas.
—Esta es una de las razones por la que estoy contenta de dedicarme a la patología —dijo Angela.
David le contó su visita a Werner van Slyke.
—Ese tío es un maleducado. No me ha hecho ni caso.
Desde luego, eso te da una idea del papel que juegan los médicos en la nueva organización hospitalaria. Ahora los médicos son unos empleados cualquiera, con la única diferencia de que trabajan en otros departamentos.
—Es difícil no perder los nervios cuando hasta los de mantenimiento se te suben a las barbas —dijo Angela.
—Tienes razón.
Nikki se alegró mucho cuando sus padres llegaron a casa.
Se había pasado el día muy aburrida hasta la llegada de Arni, que había ido a contarle cómo era el nuevo profesor.
—Es un hombre —le dijo Arni a David—. Y muy exigente.
—Espero que sea un buen profesor —dijo David. Volvió a sentir otro aguijonazo de culpabilidad por la muerte de Marjorie.
Mientras Angela hacía la cena, David acompañó a Arni a su casa en coche. Cuando volvió encontró a Nikki en la puerta.
—Hace frío en la sala de estar —se quejó la niña.
David entró en la habitación y tocó el radiador: ardía. Se acercó a las puertaventanas que daban a la terraza y comprobó que estaban bien cerradas.
—¿Dónde notas el frío? —le preguntó David.
—Cuando estoy sentada en el sofá —respondió Nikki.
David siguió a su hija y se sentó a su lado. Enseguida notó una corriente fría en la nuca.
—Tienes razón. —David comprobó las ventanas que había detrás del sofá—. Creo que ya tengo el diagnóstico. Hay que colocar contraventanas.
—¿Que son contraventanas? —preguntó Nikki.
David se embarcó en una complicada explicación sobre perdidas de calor, transmisión de corrientes, aislamientos y ventanas termoaislantes.
—La estas liando —dijo Angela desde la cocina. Había oído una parte de la conversación—. Ella sólo te ha preguntado que es una contraventana. ¿Por qué no le enseñas una?
—Buena idea —dijo David—. Vamos. Y de paso cogeremos leña.
—No me gusta bajar al sótano —dijo Nikki mientras bajaban las escaleras.
—¿Y por qué no?
—Me da miedo.
—Venga, no seas como tu madre. —David rio—. Ya tenemos bastante con una mujer miedica en casa.
Apoyadas contra una pared de granito había un montón de contraventanas. David cogió una y se la enseñó.
—Parece una ventana —dijo Nikki.
—Pero no puede abrirse —dijo David—. La contraventana y la ventana mantienen una cámara de aire que hace de aislante.
Mientras Nikki miraba la contraventana, David se fijó por primera vez en una cosa.
—¿Qué pasa, papa? —dijo Nikki al ver que su padre estaba distraído.
—Nada, algo en lo que no me había fijado antes. —Se acercó a la pila de contraventanas y pasó la mano sobre la pared que formaba la parte posterior de las escaleras—. Son ladrillos de ceniza.
—¿Que son ladrillos de ceniza? —preguntó Nikki.
Preocupado por su descubrimiento, David ignoró la pregunta de Nikki.
—Ayúdame a apartar las contraventanas —dijo David. Cogió la que tenía en las manos y la acercó a la pared maestra.
Nikki colocó la otra encima.
—Esta pared es distinta de las otras —dijo cuando retiraron la última contraventana—. Y parece más nueva. Me pregunto por qué la hicieron.
—¿Qué quieres decir?
David le mostró que la escalera estaba hecha de granito.
Luego la llevó hasta el hueco de la escalera y le enseñó los ladrillos de ceniza. Le explicó que debían cubrir una especie de espacio triangular.
—¿Y que habrá dentro? —preguntó Nikki.
—No lo se —dijo David encogiéndose de hombros. Y añadió—: ¿Por qué no echamos un vistazo? A lo mejor hay un tesoro.
—¿De verdad?
David cogió la almádena que utilizaba, junto con la cuña, para atizar el fuego, y las dejó junto a la base de la escalera.
Cuando David se disponía a levantar la almádena, Angela preguntó desde las escaleras que demonios estaban haciendo.
David bajó la almádena y se llevó el índice a los labios. Luego le dijo a Angela que enseguida subían con la leña.
—Voy arriba a ducharme —dijo Angela—. Cenaremos cuando acabe.
—De acuerdo —contestó David. Y le dijo a Nikki—: Igual no le hace mucha ilusión que hagamos de cacos en nuestra propia casa.
Nikki rio.
David esperó a que Angela subiese al segundo piso, antes de volver a coger la almádena. Después de decirle a Nikki que cerrara los ojos, David golpeó la parte superior de la pared de ladrillos de ceniza y practicó un pequeño agujero.
—Sube arriba y coge una linterna —dijo David.
Del agujero salía un intenso olor a moho.
Mientras Nikki estaba arriba, David utilizó el atizador para agrandar el agujero. De un golpe logró mover un bloque entero y retirarlo de la pared. Nikki volvió con la linterna.
David la cogió y miró dentro.
El corazón le dio un vuelco. Retiró la cabeza con tanta rapidez que se arañó la nuca con los bordes rugosos del agujero.
—¿Qué has visto? —preguntó Nikki. No le gustó la expresión que ponía su padre.
—No es un tesoro —dijo David—. Creo que será mejor que llames a tu madre.
Mientras Nikki iba a buscar a Angela, David agrandó un poco más el boquete. Cuando Angela bajó en bata, él ya había logrado retirar otro bloque bastante grande.
—¿Qué pasa? —Nikki esta muy nerviosa.
—Echa un vistazo —dijo David.
Le pasó la linterna y le dijo que se acercara.
—Espero que no sea una broma —dijo Angela.
—No es ninguna broma —le aseguró David.
—¡Dios mío! —exclamó Angela. Su voz resonó en la pequeña cavidad.
—¿Qué es? —dijo Nikki—. Quiero verlo.
—Es un cadáver —dijo Angela retirando la cabeza y mirando a David—. Y por lo que parece, lleva ahí bastante tiempo.
—¿Una persona? —preguntó Nikki, incrédula—. ¿Puedo mirar?
—¡No! —exclamaron ambos al unísono.
Nikki empezó a protestar, pero su voz no revelaba una gran convicción.
—Vamos arriba a encender el fuego —dijo David.
Le pasó a Nikki un montón de leña. Él cogió unos cuantos troncos.
Mientras Angela telefoneaba a la policía, Nikki y David encendieron el fuego. Nikki tenía muchas preguntas a las que David no supo contestar.
Media hora después, un coche de la policía subía por el camino y aparcaba junto a la casa. Habían acudido dos policías.
—Soy Wayne Robertson —dijo el más bajo de los dos. Iba vestido de paisano, llevaba un chaleco de cazador sobre una camisa de franela de cuadros. Llevaba también una gorra de béisbol de los Boston Red Sox—. Soy el jefe de policía, y él es Sherwin Morris, uno de mis ayudantes.
Sherwin se llevó la mano al ala del sombrero. Iba de uniforme y era bastante larguirucho. Llevaba en la mano una linterna bastante larga.
—El oficial Morris ha pasado a recogerme después de su llamada —explicó Robertson—. No estaba de servicio pero me pareció importante.
—Le agradezco que haya venido —dijo Angela.
Angela y David les acompañaron abajo; Nikki se quedó en la sala de estar. Robertson cogió la linterna y se asomó al boquete.
—¡Qué me aspen! —dijo—. Si es el matasanos. Siento que lo hayan encontrado —dijo Robertson mirando a los Wilson—. A pesar de que tiene peor pinta que cuando estaba vivo, le he reconocido por la ropa. Se llamaba Dennis Hodges.
Y como ya sabrán, esta era su casa.
Angela y David se miraron, y ella sintió un escalofrío. Se le puso la carne de gallina.
—Tendremos que derribar el resto del muro para sacar el cadáver —continuó Robertson—. ¿Les importa que lo tiremos abajo?
David dijo que no.
—¿Y si llamamos a un forense? —preguntó Angela.
Sabía que ante cualquier muerte sospechosa había que llamar a un forense. Y este caso desde luego así lo requería.
Robertson miró a Angela sin saber que decir. No le gustaba que nadie le dijera lo que tenía que hacer, y menos una mujer.
Pero Angela tenía razón. Y ahora que ella se lo había recordado, no podía hacerse el olvidadizo.
—¿Dónde esta el teléfono? —preguntó Robertson.
—En la cocina —dijo Angela.
A Nikki tuvieron que arrancarla del teléfono. Llevaba un rato hablando con Caroline y Arni y contándoles lo del cadáver del sótano.
Después de que Robertson llamara al forense, empezó a trabajar con Morris para deshacer la pared de ladrillos de ceniza.
David llevó al sótano un alargo y una lámpara para iluminar el recinto. Con la luz suplementaria pudieron ver mejor el cadáver: aunque estaba bastante bien conservado, la mitad inferior de la cara ya había empezado a descomponerse. La mandíbula y parte de la dentadura quedaban expuestas a la vista. La parte superior estaba sorprendentemente intacta. Tenía los ojos abiertos y en medio de la frente, siguiendo la línea de la raya del pelo, había una zona hundida cubierta de moho.
—Eso de la esquina parecen sacos de cemento —dijo Robertson empleando el haz de luz de la linterna como apuntador—. Y allí esta la paleta de albañil. Coño, esta enterrado con todo, a lo mejor es un suicidio.
Angela y David se miraron y pensaron lo mismo: Robertson era el peor investigador del mundo o era un devoto del humor negro.
—Me pregunto que son esos papeles —dijo Robertson dirigiendo el haz de la linterna a un montón de cuartillas que había en las profundidades de la tumba.
—Parecen fotocopias —dijo David.
—Sí, lo parecen —dijo Robertson dirigiendo el haz de la linterna a una herramienta semioculta por el cadáver. Parecía una palanca plana.
—¿Qué es? —preguntó David.
—Una palanca —dijo Robertson—. Es una herramienta multiuso que se utiliza para demoliciones.
Nikki avisó que había llegado el forense. Angela subió arriba a recibirle. El doctor Tracy Cornish era delgado y usaba gafas de montura metálica. Llevaba el típico maletín de medico alargado y un poco pasado de moda. Angela se presentó y le dijo que trabajaba de patóloga en el Bartlet Community Hospital. Le preguntó al doctor Cornish si había hecho la carrera de forense. Él contestó que no, pero como complemento de sus estudios había ejercido de forense de distrito.
—Llevo muchos años haciéndolo —añadió Cornish.
—Sólo se lo preguntaba porque me interesa todo lo relacionado con la medicina legal —dijo Angela. No había querido avergonzarle.
Le acompañó al sótano y Cornish estuvo observando la escena durante unos momentos.
—Interesante —dijo finalmente—. El cadáver esta en muy buen estado de conservación. ¿Cuanto tiempo llevaba desaparecido?
—Unos ocho meses —contestó Robertson.
—Sólo un lugar seco y frío puede conservar así un cadáver —dijo el doctor Cornish—. Esta tumba ha hecho de bodega.
Después de todas estas lluvias aún se ha vuelto más seca.
—¿Por qué se ha producido la descomposición en las mandíbulas? —preguntó David.
—Roedores, supongo —contestó Cornish agachándose para abrir su maletín.
David se estremeció. Se le secó la boca de pensar en ratas royendo el cadáver. Miró a Angela y hubiera asegurado que ella había tomado nota de la información y que estaba encantada con toda la parafernalia de la investigación.
A continuación, el doctor Cornish tomó unas fotografías, incluidos unos primeros planos del cadáver. Luego se puso unos guantes de goma y comenzó a sacar objetos de la tumba colocándolos en una bolsa de plástico. Cuando llegó a los papeles, todos se arremolinaron para verlos. El doctor Cornish se aseguró de que nadie los tocara.
—Son papeles de los archivos del Bartlet Community Hospital —dijo David.
—Todas estas manchas son de sangre —dijo Cornish señalando una zonas marrones del papel.
Depositó todos los papeles en una bolsa y luego la lacró y etiquetó. Luego, se dedicó al cadáver. Lo primero que hizo fue buscar en los bolsillos. Enseguida encontró la cartera aún con dinero y también con tarjetas de crédito a nombre de Dennis Hodges.
—Bueno, no ha sido robo —dijo Robertson.
A continuación, Cornish quitó el reloj del cadáver. Todavía funcionaba y la hora era correcta.
—El fabricante de estas pilas tendría que utilizar esto para uno de sus estúpidos anuncios —sugirió Robertson.
Morris rio hasta que se dio cuenta que todos los demás guardaban silencio.
Cornish sacó del maletín una bolsa negra para el cadáver y pidió a Morris que le echase una mano para meterlo dentro.
—¿Le parece que le pongamos unas bolsas en las manos? —sugirió Angela.
El doctor Cornish lo pensó un momento y asintió.
—Buena idea —dijo. Sacó unas bolsas de papel y enfundó las manos de Hodges. Cuando terminaron, Morris y el guardaron el cadáver en la bolsa negra y cerraron la cremallera.
Quince minutos más tarde, los Wilson contemplaron al coche de la policía y la furgoneta del forense descender por el camino y desaparecer en la noche.
—¿Tenéis hambre? —preguntó Angela.
Nikki y David lanzaron un gruñido.
—Yo tampoco —reconoció Angela—. Que noche.
Se dirigieron a la sala de estar, donde David avivó el fuego con más leña. Nikki encendió la televisión y Angela se dedicó a leer. A las ocho decidieron que no estaría mal cenar alguna cosa. Mientras Nikki y David ponían la mesa, Angela calentó la cena.
—En todas las casas siempre hay un cadáver en el armario —dijo David en medio de la cena—. El nuestro estaba en el sótano.
—No tiene gracia —dijo Angela.
Nikki no se enteró de la broma y Angela tuvo que explicársela. Tampoco le hizo gracia cuando la entendió.
David no estaba nada contento con el terrible hallazgo. Le preocupaban las consecuencias psicológicas que pudiera depararle a Nikki. Pensaba que la ironía le quitaría hierro al asunto. Pero tuvo que reconocer que su broma no había sido muy oportuna.
Después de hacer la terapia respiratoria de Nikki, se fueron todos a la cama. Aunque no fuera un antídoto infalible, el dormir les pareció el mejor remedio. Nikki y David se durmieron enseguida, pero Angela permaneció despierta escuchando todos y cada uno de los ruidos de la casa. Nunca se había fijado en lo ruidosa que era su casa, sobre todo en una noche ventosa y lluviosa. Desde el sótano se oía la caldera de petróleo en funcionamiento, y también el silbido provocado por el viento al entrar por la chimenea de la habitación principal.
Una serie de golpes le hicieron pegar un respingo a Angela, que se incorporó hasta quedar sentada.
—¿Qué es eso? —susurró nerviosa. Le dio un empujón a David.
—¿Qué ocurre? —preguntó David medio dormido.
Angela le dijo que escuchase. Volvieron a oírse los golpes.
—¡Eso! —exclamó Angela—. Golpes.
—Son los postigos que golpean contra las paredes de la casa. ¡Cálmate, por Dios!
Angela se volvió a echar sobre la almohada, pero siguió con los ojos abiertos. Estaba más despierta que cuando se había acostado.
—No me gusta nada lo que nos esta pasando —dijo Angela.
David emitió un gruñido sordo.
—De verdad —insistió Angela—. Parece imposible todo lo que nos ha pasado en pocos días. Me estaba temiendo algo así.
—¿Te refieres concretamente a lo del cadáver de Hodges? —preguntó David.
—Me refiero a todo en general. El cambio de tiempo, el acoso de Wadley, la muerte de Marjorie, las presiones de Kelley, y ahora un cadáver en el sótano.
—Eso se llama eficiencia —dijo David—. Nos estamos librando de todo lo malo de golpe.
—Hablo en serio y… —La interrumpió un grito de Nikki.
Rápidos como el rayo, ambos saltaron de la cama y corrieron a la habitación de Nikki. Estaba sentada en la cama con la mirada perdida. Rustí estaba a su lado igualmente confundido.
Había tenido una pesadilla en la que había un fantasma en el sótano. David se sentó en un lado de la cama y Angela en el otro. Intentaron tranquilizar a su hija, aunque no sabían muy bien que decirle. El problema es que la pesadilla tenía una parte de sueño y otra de realidad.
David y Angela hicieron todo lo posible para consolar a Nikki. Al final, la invitaron a que fuera a dormir con ellos.
Nikki dijo que sí; los tres se dirigieron al dormitorio principal y se metieron en la cama. Para su desgracia, David tuvo que dormir en el borde de la cama porque invitar a Nikki también implicaba invitar a Rusty.