12

MARTES 19 DE OCTUBRE

La mañana siguiente seguía lloviendo, para disgusto de Angela y David. En contraste con aquel tiempo tan sombrío, Nikki estaba muy animada y muchísimo mejor de salud.

Había recuperado su buen color habitual. La infección de garganta, que podía presagiar una infección generalizada, había desaparecido con los antibióticos, lo que demostraba que había sido bacteriana y no vírica. Y por suerte seguía sin tener fiebre.

—Quiero irme a casa —repetía Nikki.

—Todavía no hemos hablado con el doctor Pilsner —le recordó David—. Pero lo haremos esta misma mañana. No seas Impaciente.

Después de ver a Nikki, Angela se marchó al laboratorio y David se dirigió a la sala de enfermeras para coger el historial de Marjorie. Luego, entró en la habitación con la idea de que la daría de alta muy pronto. La respuesta de Marjorie a su saludo le hizo comprender que algo iba mal.

—¿Qué pasa, Marjorie? —preguntó David, y notó que se le aceleraba el pulso.

Estaba totalmente somnolienta. Le tocó la frente y los brazos. La piel estaba caliente y el supuso que tendría fiebre. Marjorie respondió al insistente interrogatorio de David con un murmullo apenas inteligible. Aunque sin aparente sufrimiento, parecía estar narcotizada. Respiraba fatigosamente y David le auscultó el pecho. Escuchó unos débiles síntomas de congestión. A continuación, examinó la zona de la flebitis y le pareció que ya había superado el problema. Con creciente ansiedad, David acabó de examinar a su paciente. Como no encontró nada, regresó a la sala de enfermeras y ordenó que le hicieran inmediatamente un análisis completo.

El primer resultado que llegó del laboratorio fue el del nivel de glóbulos rojos y blancos, lo que no hizo sino añadir más dudas al atribulado David. El nivel de glóbulos blancos había descendido, como era normal, conforme se curaba la flebitis, pero había bajado hasta situarse en un porcentaje inferior al normal.

David se devanaba los sesos. El nivel de glóbulos blancos parecía contradictorio con su estado clínico, que sugería estar incubando una neumonía. David se levantó de la mesa y se dirigió a la habitación de Marjorie. Volvió a auscultarla: la incipiente congestión ya era un hecho.

David vacilaba. De regreso a la sala de enfermeras, llegaron más resultados del laboratorio y también las radiografías, pero eran bastante normales y por tanto no sirvieron de mucha ayuda. David pensó en llamar a consulta a otros médicos, aunque, después de la entrevista del día anterior, con el inspector, no sabía si hacerlo o no. El problema era que los médicos que quería consultar no eran de la plantilla de la AGM.

En vez de solicitar una consulta, David cogió el Vademécum de la estantería. Como su principal preocupación era que hubiese aparecido una bacteria gramma-negativa, buscó un antibiótico específico para esa eventualidad. Encontró uno y tuvo la certeza de que así solucionaría el problema.

Tras dejar todas las instrucciones por escrito incluida la de ser avisado al menor cambio, volvió otra vez a la consulta.

Para Angela había llegado el momento de analizar las muestras congeladas que llegaban a diario de cirugía. Era un trabajo que le ponía bastante nerviosa, ya que era consciente de que, mientras ella estaba analizándolas, el paciente esperaba anestesiado el resultado de la biopsia. El análisis de las muestras congeladas se hacía en un pequeño laboratorio, junto a la sala de operaciones. La habitación estaba adosada a un extremo del quirófano y era visitada continuamente por el equipo medico que estaba operando.

Angela trabajaba muy concentrada, estudiando con el microscopio la estructura celular de las muestras. No oyó abrirse la puerta silenciosamente detrás de ella. No se dio cuenta de que había alguien en la habitación hasta que le hablaron.

—Hola, cariño. ¿Cómo va todo?

Angela se sobresaltó y levantó bruscamente la cabeza, la adrenalina le recorría todo el cuerpo. Sentía el pulso latirle con fuerza. Se encontró con el rostro sonriente de Wadley.

Odiaba que la llamasen «cariño», a menos que fuera David.

—¿Problemas? —preguntó Wadley.

—No —respondió Angela secamente.

—Déjame echar un vistazo —dijo Wadley acercándose al microscopio.

Angela le cedió el sitio y le hizo un resumen sucinto del historial. Wadley estudió la muestra y luego se levantó. Hablaron de la muestra en argot de patólogos. Era evidente que los dos estaban de acuerdo: el tumor era benigno; buenas noticias para el paciente anestesiado.

—Quiero hablar contigo después en mi despacho —dijo Wadley, y le guiñó un ojo.

Angela asintió ignorando el guiño. Cuando se dio la vuelta para volver a sentarse, notó que Wadley le acariciaba las nalgas.

—No trabajes hasta muy tarde, querida —dijo mientras desaparecía tras la puerta.

Todo sucedió tan rápidamente que Angela no fue capaz de reaccionar. Pero ahora estaba segura de que no había sido un gesto inocente y de que tampoco lo habían sido aquellas caricias en el muslo.

Angela estuvo durante unos minutos en aquel pequeño laboratorio temblando de rabia y desesperación. Se preguntaba que provocaba aquel súbito descaro en el doctor Wadley.

Desde luego, ella no había cambiado de conducta durante los últimos días. ¿Qué podía hacer? Si se comportaba como una tonta y dejaba que todo siguiera así, eso le animaría a continuar con su acoso.

Pensó que tenía dos posibilidades: enfrentarse directamente a Wadley o hablar con el director medico, Michael Caldwell. Más tarde pensó en el doctor Cantor, el director de personal. Quizá debería acudir a él. Angela suspiró: ni Caldwell ni Cantor le parecían las personas más adecuadas para mediar en un caso de acoso sexual. Los dos eran un par de machitos, Angela no tenía más que recordar su conversación con ellos en la primera entrevista. Caldwell se mostró sorprendido de que hubiera mujeres patólogas, y Cantor había hecho aquel comentario tan desagradable sobre que las mujeres de su clase eran más feas que hechas de encargo.

Pensó en hablarlo con Wadley, pero esta alternativa tampoco le gustaba.

El ronco timbrazo del intercomunicador la devolvió a la realidad. Unas interferencias precedieron la voz de la enfermera.

—Doctora Wilson. En el quirófano número tres están esperando los resultados de la biopsia.

Aquella mañana, a David le resultó muy difícil concentrarse en los pacientes. Todavía estaba trastornado por la entrevista con Kelley y a eso había que añadir el empeoramiento de Marjorie Kleber.

A media mañana David visitó a otro de sus pacientes habituales: John Tarlow, el enfermo de leucemia. John no tenía hora, pero había llamado esa misma mañana con una urgencia y David le había dicho a Susan que le buscara un hueco.

John se encontraba muy mal. Después de una cena a base de mariscos había sentido molestias gastrointestinales que le habían provocado vómitos y diarrea. Estaba deshidratado y sentía dolores abdominales. El día anterior, David le hubiera enviado a urgencias, pero amenazado como estaba tras el sermón de Kelley, se vio obligado a visitarlo personalmente. Tal y como estaba John, y dado su historial medico, David decidió hospitalizarlo de inmediato. Ordenó que le hicieran una serie de pruebas para determinar las causas de su estado. También ordenó que le inyectaran sueros intravenosos para rehidratarle. De momento no le recetó antibióticos, a la espera de tener una idea más clara de su estado. Podía ser una infección bacteriana o simplemente una respuesta a las toxinas: intoxicación alimentaría.

Poco antes de las once de la mañana, la secretaria de Traynor, Colette, le dio la mala noticia. Acababan de informarle telefónicamente que Jeb Wiggins había vuelto a convocar al Consejo Municipal. La votación final sobre la construcción del nuevo aparcamiento del hospital, que Traynor había conseguido que se incluyera en la agenda del día, había desestimado el proyecto. Seguramente la próxima votación sobre el tema no se produciría hasta la primavera siguiente.

—¡Maldita sea! —rugió Traynor. Golpeó la mesa con ambas manos. Colette ni se inmutó. Estaba acostumbrada a los estallidos de malhumor de Traynor—. Me gustaría coger por el cuello a ese gordinflón de Wiggins y retorcérselo hasta que se pusiera morado.

Colette salió discretamente del despacho. Traynor se paseó nerviosamente de un lado a otro. Le molestaba tener que dirigir el hospital sin recibir ayuda de nadie. No entendía la falta de visión de futuro del Consejo Municipal. Al fin y al cabo, el hospital era la empresa más importante de la ciudad, y era evidente que necesitaba un nuevo aparcamiento.

Incapaz de concentrarse en el trabajo, Traynor cogió la gabardina, el sombrero y el paraguas, y salió en tromba de su despacho. Subió al coche y se dirigió al hospital. Si no iba a haber aparcamiento nuevo, quería inspeccionar personalmente la iluminación. No quería arriesgarse a que se produjeran nuevas violaciones.

Traynor encontró a Werner van Slyke en el cuchitril sin ventanas que hacía las veces de oficina de mantenimiento.

A Traynor nunca le había gustado Van Slyke. Era demasiado callado y solitario, y un tanto desaliñado. Además, Van Slyke le intimidaba físicamente, pues era bastante más alto y más fuerte que él. Tenía un cuerpo musculoso que sugería una gran afición por el culturismo.

—Quiero ver la iluminación del aparcamiento —dijo Traynor.

—¿Ahora? —repuso Van Slyke con su habitual tono de voz.

Siempre tenía el mismo tono y eso irritaba a Traynor.

—Ahora dispongo de un rato libre —respondió Traynor—. Quiero asegurarme de que es suficiente.

Van Slyke se puso un impermeable amarillo y salió de la oficina. Una vez en el aparcamiento inferior, fue señalando uno a uno a todos los focos de luz sin hacer ningún comentario.

Traynor seguía a Van Slyke con el paraguas abierto, asintiendo ante cada nuevo foco. Mientras seguía a Van Slyke junto a la hilera de árboles perennes y subía por los escalones de madera que comunicaban los dos aparcamientos, Traynor se preguntó que hacía Van Slyke cuando no trabajaba. Nunca había visto a Van Slyke paseando por la ciudad o de compras.

Y era sabido que jamás asistía a los actos del hospital.

Como se sentía incómodo por el prolongado silencio, Traynor carraspeó y preguntó:

—¿Todo bien?

—Muy bien —dijo Van Slyke.

—¿Y la casa?

—Bien.

Traynor se planteó como un desafío el que Van Slyke le contestara con algo más que simples monosílabos.

—¿Te gusta más la vida civil o la marina?

Van Slyke se encogió de hombros y señaló las luces del aparcamiento superior. Traynor siguió asintiendo ante cada nuevo foco. Al parecer había bastantes. Traynor anotó mentalmente que tenía que volver al aparcamiento de noche, para ver cómo funcionaba la iluminación.

—Parece correcto —dijo Traynor.

Echaron a andar hacia el hospital.

—¿Sigues controlando el dinero de mantenimiento? —preguntó Traynor.

—Sí.

—Creo que haces un buen trabajo aquí en el hospital. Estoy satisfecho.

Van Slyke guardó silencio. Traynor miró el húmedo perfil de Van Slyke y su enorme sombra proyectada por la caída del sol. Se preguntaba cómo Van Slyke podía ser tan frío, y recordó que de joven Van Slyke también era bastante misterioso. A veces a Traynor se le hacía difícil pensar que fueran parientes, pero lo eran. Van Slyke era el único sobrino de Traynor, el hijo de su hermana fallecida.

Cuando llegaron a la hilera de arboles que separaban los dos aparcamientos, Traynor se detuvo. Miró entre las ramas de los árboles.

—¿Por qué no hay luces en este sitio? —preguntó.

—Porque nadie me ha dicho nada —repuso Van Slyke. Era la primera frase completa que pronunciaba. Traynor casi se alegro.

—Creo que no estaría mal poner un par de focos —dijo.

Van Slyke se limitó a asentir con la cabeza.

—Gracias por el paseo —dijo Traynor cuando se iba.

Se sentía aliviado de marcharse. Tenía cierta sensación de culpabilidad por mostrarse tan distante con alguien de su propia sangre, pero para el Van Slyke era un enigma. Traynor reconocía que tampoco su hermana había sido el prototipo de la normalidad. Se llamaba Sunny, pero su carácter nunca había hecho honor a su luminoso nombre. Siempre había sido muy callada y solitaria, y había pasado la mayor parte de su vida deprimida. A Traynor todavía le resultaba más difícil comprender por qué su hermana se había casado con el doctor Werner van Slyke: todo el mundo sabía que era un borracho. El suicidio de Sunny fue el golpe final. Si ella hubiera acudido a él, pensó Traynor, le habría ayudado. En cualquier caso, aunque Werner van Slyke fuera pariente suyo, le resultaba muy difícil entenderle. De todas formas, su estancia en la marina había sido muy útil para el hospital. Traynor se alegró de haber sugerido que le contrataran.

Traynor abandonó sus reflexiones y se dirigió al despacho de Beaton.

—Tengo malas noticias —dijo en cuanto la secretaria de Beaton le anunció. Le contó lo de la decisión del Consejo Municipal sobre el aparcamiento.

—Espero que no tengamos más agresiones —dijo Beaton.

Estaba muy disgustada.

—Yo también —coincidió Traynor—. Supongo que las luces tendrán un efecto disuasorio. He dado una vuelta por el aparcamiento para comprobar la iluminación. Parece que hay suficiente. El único punto negro es el sendero de árboles que separa los dos aparcamientos; le he dicho a Van Slyke que coloque un par de focos.

—Me arrepiento de no haber iluminado los dos aparcamientos desde el principio —dijo Beaton.

—¿Cómo van las finanzas este mes? —preguntó Traynor, cambiando de tema.

—Temía que me lo preguntaras —dijo Beaton—. Arnsworth me entregó ayer las cifras de mitad de mes, y la verdad es que no son muy halagüeñas. Si la segunda mitad del mes es como la primera, octubre será bastante peor que septiembre. El programa de comisiones esta funcionando, pero los ingresos de la AGM están por encima de nuestras previsiones. Y para empeorar las cosas, al parecer seguimos recibiendo más pacientes.

—Supongo que eso significa que tendremos que aumentar aún más el control de utilización. El DUC tendrá que sacarnos las castañas del fuego. Yo prefiero este plan al de los bonos, porque es idea nuestra. Y tampoco veo más donaciones en forma de seguros de vida en un futuro próximo.

—Hay alguna otra pequeñez que tendrías que saber —dijo Beaton—. El medico 91 ha vuelto a recaer. Robertson le detuvo mientras conducía por la acera.

—Retírale sus privilegios —dijo Traynor sin vacilar—. Los médicos alcohólicos ya me han causado muchos quebraderos de cabeza a lo largo de mi vida. —Se acordó del inútil del marido de su hermana.

—El otro problema —dijo Beaton— es que Sophie Stephangelos, la enfermera jefa del departamento de control, ha descubierto que en los últimos años ha desaparecido una importante cantidad de material quirúrgico. Cree que el ladrón es uno de los cirujanos.

—¿Qué vendrá después? —preguntó Traynor suspirando—. A veces pienso que dirigir un hospital es una tarea imposible.

—La enfermera tiene un plan para coger al culpable. Quiere que le demos el visto bueno.

—Que haga lo que quiera —dijo Traynor—. Y si pescamos al culpable le aplicaremos un castigo ejemplar.

Al salir del consultorio, David se sorprendió de no encontrar ningún historial en el soporte del otro consultorio.

—¿No hay más historiales? —preguntó.

—Hoy va usted muy adelantado —dijo Susan—. Tómese un descanso.

David aprovechó la ocasión para ir al edificio del hospital.

La primera parada fue en la habitación de Nikki. Al entrar, le sorprendió encontrar a Caroline y a Arni sentados en el borde de la cama de Nikki. De alguna forma los dos niños habían conseguido colarse en el hospital sin que nadie lo advirtiese.

Se suponía que tenían que estar acompañados por un adulto.

—¿No se lo dirá a nadie, doctor Wilson? —le preguntó Caroline. No parecía una niña de nueve años, si no mucho más pequeña. La enfermedad había retrasado su crecimiento, lo que no había ocurrido con Nikki.

—No, no se lo diré a nadie —la tranquilizó David—. ¿Cómo es que habéis salido tan pronto del colegio?

—Ha sido muy fácil —dijo Arni, orgulloso—. La profesora suplente no se entera de nada, es un desastre.

—He hablado con el doctor Pilsner y me ha dicho que puedes irte a casa esta tarde —dijo David a Nikki.

—¡Yuupii! —exclamó—. ¿Puedo ir al colegio mañana?

—No lo sé. Tengo que hablar con tu madre.

Después, David fue a ver a John Tarlow. Ya le habían colocado el suero y habían empezado a hacerle pruebas. John le dijo que seguía sintiéndose muy mal. David le aconsejó que tuviera paciencia y que, en cuanto empezara a hidratarse, se encontraría mejor.

Por último, se encaminó a la habitación de Marjorie. Esperaba que el antibiótico hubiera empezado a surtir efecto, pero no era así. De hecho, David se quedó sorprendido de lo mucho que había empeorado: estaba casi en estado de coma. Aterrorizado, David auscultó el pecho de Marjorie.

Estaba más congestionada que la vez anterior pero no tanto como para justificar su estado clínico. Corrió a la sala de enfermeras y preguntó por qué no le habían avisado.

—¿Avisado de que? —repuso Janet Colburn, la enfermera jefe.

—De lo de Marjorie Kleber —dijo mientras ordenaba nuevos análisis y una radiografía.

Janet consultó con otras enfermeras de la planta y le dijo a David que no habían notado ningún cambio. Le comentó que incluso un medico de guardia había estado en la habitación de Marjorie hacía menos de media hora y no había notado nada preocupante.

—Eso es imposible —espetó David mientras cogía el teléfono y empezaba a hacer llamadas.

Se había mostrado reticente a hacer consultas, pero ahora su único objetivo era que acudiesen otros médicos lo más rápidamente posible. Llamó al oncólogo de Marjorie, el doctor Clark Mieslich, y a un especialista en enfermedades infecciosas, el doctor Martin Hasselbaum. Ninguno de los dos era medico de la AGM. David también llamó al neurólogo Alan Prichard, que sí pertenecía a la plantilla de la A GM.

David pudo localizarlos a los tres. Al oír la urgente solicitud de David y la descripción del caso, los tres accedieron a acudir inmediatamente. David llamó también a Susan para alertarla de lo que estaba pasando. Le pidió que avisara a sus pacientes que tendrían que posponer sus citas.

El oncólogo fue el primero en llegar, seguido poco después por el especialista en enfermedades infecciosas y el neurólogo. Revisaron el historial y discutieron la situación con David, antes de examinar a Marjorie. Después de examinarla minuciosamente se retiraron a conferenciar al cuarto de enfermeras. Apenas habían empezado a discutir el estado de Marjorie cuando sobrevino el desastre.

—¡Ha dejado de respirar! —gritó una enfermera que se había quedado en la habitación de Marjorie tras la visita de los especialistas.

Mientras David y los especialistas acudían corriendo a la habitación, Jane Colburn llamó al equipo de reanimación.

Llegaron rápidamente y entraron en la habitación 204.

Marjorie fue entubada rápidamente y volvió a respirar. Lo hicieron todo con tanta diligencia que no le cambió el ritmo cardíaco. Todos confiaban en que el oxígeno sólo le hubiera faltado durante unos segundos, pero no entendían por qué había dejado de respirar. Mientras discutían las posibles causas, el corazón de Marjorie empezó a latir más lentamente y luego se detuvo. El monitor mostraba una espectral línea recta. El equipo de reanimación le aplicó unas cuantas descargas eléctricas sobre el corazón, pero no hubo respuesta. Lo volvieron a intentar. Luego, desesperados, le hicieron un masaje cardíaco manual.

Siguieron así durante treinta minutos, aplicando todos los recursos que tenían a su alcance, pero nada funcionaba. El corazón ni tan siquiera respondía a los masajes externos. Gradualmente el desanimo se fue apoderando de todos y, al final, Marjorie Kleber fue declarada muerta.

Mientras el equipo de reanimación desconectaba sus aparatos y las enfermeras lo recogían todo, David volvió a la sala de enfermeras con el equipo de médicos consultores. Estaba destrozado. No podía imaginarse una situación peor. Marjorie había ingresado en el hospital con un problema relativamente menor, mientras él se lo pasaba bien por ahí. Y ahora ella estaba muerta.

—Es terrible —dijo el doctor Mieslich—. Era una bellísima persona.

—Estaba bastante bien para su historial —observó el doctor Prichard—. Pero esa enfermedad tenía que acabar con ella.

—Un momento —dijo David—. ¿Creen ustedes que ha muerto a causa del cáncer?

—Por supuesto —dijo el doctor Mieslich—. La primera vez que la examine tenía una metástasis muy extendida. Y aunque se ha mantenido mejor de lo que yo pensaba, su estado era irreversible.

—Pero no había ninguna evidencia clínica de tumor —dijo David—. Los problemas que la han llevado a este fatal desenlace más bien parecen provenir de un mal funcionamiento del sistema inmunológico. ¿Cómo relacionan eso con el cáncer?

—El sistema inmunológico no controla el corazón ni la respiración —respondió el doctor Prichard.

—Pero su porcentaje de leucocitos estaba cayendo en picado —dijo David.

—Sí, aparentemente el tumor no tiene nada que ver —dijo el doctor Mieslich—. Pero si la abriéramos veríamos que el cáncer se había extendido por todas partes, incluso al cerebro.

Recuerde que cuando se le diagnosticó cáncer ya tenía la metástasis muy extendida.

David asintió. Los demás hicieron otro tanto. El doctor Prichard le dio una palmada en la espalda y lo consoló:

—No podemos ganar siempre.

David agradeció su presencia. Ellos le dieron las gracias de que hubiera acudido a ellos y se marcharon por caminos separados. David se sentó detrás de la mesa de la sala de enfermeras. Se sentía débil y desconsolado. Se sentía mucho más triste y culpable por la muerte de Marjorie de lo que hubiera podido imaginar. Había llegado a conocerla muy bien. Y para empeorar las cosas, era la profesora de su hija, y Nikki la adoraba.

—¿Cómo se lo iba a explicar a su hija?

—Perdón —dijo Janet Colburn—. Esta aquí Lloyd Kleber, el marido de Marjorie. Le gustaría hablar con usted.

David se levantó. Se sentía aturdido. No sabía cuanto tiempo llevaba sentado en la sala de enfermeras. Janet le acompañó a la sala de espera.

Lloyd Kleber estaba mirando llover por la ventana. Tenía unos cuarenta y cinco años, y los ojos enrojecidos de llorar.

David comprendía muy bien a aquel hombre. Había perdido a su mujer y ahora tenía la responsabilidad de dos criaturas huérfanas de madre.

—Lo siento —dijo David casi sin fuerzas.

—Gracias —repuso Lloyd conteniendo las lágrimas—. Gracias por haberse portado tan bien con Marjorie. Ella apreciaba mucho sus cuidados.

David asintió. Intentó decir algo que reflejara su solidaridad. En momentos como aquel, siempre pensaba que no estaba a la altura de las circunstancias. Pero de todas formas intento hacerlo lo mejor posible.

Al final, David se atrevió a pedirle permiso para practicar la autopsia. Sabía que era pedir demasiado, pero estaba desconcertado por el fulminante desenlace de Marjorie. David quería aclararlo a toda costa.

—Si eso puede ayudar a otros pacientes —dijo Kleber—, estoy seguro de que Marjorie estaría de acuerdo.

David siguió hablando con Kleber hasta que fueron llegando otros familiares. Luego les dejo con su duelo y se fue al laboratorio. Encontró a Angela sentada en su despacho. Ella se alegraba de verle, pero enseguida noto la expresión tensa de David.

—¿Qué pasa? —pregunto. Se levantó y le cogió la mano.

David se lo contó todo. Tuvo que interrumpirse varias veces para coger fuerzas.

—Lo siento mucho —balbuceó Angela. Le rodeo con los brazos y le abrazo.

—¡Vaya medico! —se reprendió a sí mismo David, intentando contener las lagrimas—. A estas alturas ya tendría que haberme acostumbrado a estas cosas.

—Tu sensibilidad forma parte de tu encanto. Y eso también hace que seas un buen medico.

—El señor Kleber me ha dado permiso para la autopsia —dijo David—. La haré porque no tengo idea de por qué ha muerto tan repentinamente. Dejo de respirar de golpe y se le paró el corazón. Los médicos con que he consultado creen que ha sido a causa del cáncer. Pero me gustaría que el hospital lo confirmara. ¿Podrías ocuparte tú?

—Claro —respondió Angela—. Pero por favor, no te sientas tan deprimido. Tú no tienes la culpa.

—Veremos que dice la autopsia —dijo David—. ¿Y que le digo a Nikki?

—Eso sí es complicado —reconoció Angela.

David volvió a la consulta con la intención de visitar a sus pacientes lo más rápidamente posible. Odiaba hacer las cosas con precipitación, pero no le quedaba otro remedio. Sólo había podido ver a cuatro, cuando Susan le abordo entre dos pacientes.

—Siento molestarle, pero Charles Kelley esta en su despacho y quiere verle inmediatamente.

Temiendo que la visita de Kelley tuviera algo que ver con la muerte de Marjorie, David se dirigió a su despacho. Kelley estaba impaciente, paseándose arriba y abajo. Se detuvo cuando entro David.

Kelley tenía aspecto de estar muy enfadado.

—Su comportamiento empieza a resultarme irritante —dijo Kelley desde la majestuosidad que le confería su estatura.

—¿A que se refiere?

—Ayer mismo estuve hablando con usted de la utilización de recursos. Creí que todo había quedado muy claro. Y hoy ha llamado a consulta a dos médicos que no son de la AGM para que visiten a una enferma terminal. Ese tipo de conducta sugiere que usted ignora el principal problema al que se enfrenta la medicina moderna: el derroche innecesario.

—Un momento. Explíqueme por qué cree que no eran necesarias esas consultas —replico David con las emociones a flor de piel y tratando de no perder el control.

—¡Por el amor de Dios! —dijo Kelley con un movimiento altanero de cabeza—. Resulta evidente: no ha podido alterarse el curso de la enfermedad del paciente. Se estaba muriendo y ha muerto. Todo el mundo tiene que morirse en un momento u otro. No se puede desperdiciar dinero y recursos por amor de un heroísmo absurdo.

David miró los ojos azules de Kelley. No sabía que decir.

Estaba completamente aturdido.

Esperando evitar a Wadley, Angela fue a buscar al doctor Paul Darnell a su cubículo sin ventanas, al otro extremo del laboratorio. Su mesa estaba atestada de bandejas con cultivos bacterianos. Era un experto en microbiología.

—¿Puedo hablar contigo un momento? —le dijo desde la puerta.

Él le hizo una sena de que entrara y apartó la silla de ruedas de la mesa.

—¿Qué tramites hay que cumplir para realizar una autopsia? —preguntó—. Desde que estoy aquí todavía no he visto practicar ninguna.

—Eso tendrás que hablarlo con Wadley —dijo Paul—. Es una cuestión de política interna. Lo siento.

Angela se encaminó de mala gana al despacho de Wadley.

—¿Qué puedo hacer por usted, querida? —dijo Wadley sonriéndole. Era la misma sonrisa que ella siempre había considerado paternal y no lujuriosa.

Un tanto sobresaltada de que la llamase «querida», Angela se tragó el orgullo y le preguntó por la autopsia.

—Nosotros no hacemos autopsias —dijo Wadley—. Si el caso lo requiere, enviamos el cuerpo a Burlington. Es muy caro hacer una autopsia, y no están incluidas en el contrato con la AGM.

—¿Y si la familia lo pide? —preguntó Angela, aunque sabía que ese no era el caso de los Kleber.

—Si están dispuestos a pagar mil ochocientos noventa dólares, no hay problema —contestó Wadley—. De lo contrario, no la hacemos.

Angela asintió y se marchó. En lugar de volver al laboratorio, se dirigió al despacho de David. Se quedó impresionada del número de pacientes que aguardaban en la sala de espera.

Todas las sillas estaban ocupadas y había gente en los pasillos.

Vio a David yendo y viniendo de un consultorio a otro. Parecía totalmente agotado.

—No puedo hacer la autopsia de Marjorie —dijo Angela.

—¿Por qué no? —preguntó David.

Ella le contó lo que le había dicho Wadley. David sacudió la cabeza con frustración y resopló con rabia.

—Mi concepto de ese hospital va bajando enteros por momentos —dijo. Luego le contó a Angela lo que le había dicho Kelley de su actuación en el caso Marjorie Kleber.

—Es ridículo —repuso Angela, furiosa—. ¿Quieres decir que las consultas le parecían innecesarias porque la paciente ha muerto? Es una autentica locura.

—Lo se —dijo David moviendo la cabeza.

Angela no sabía que decir. Kelley le parecía cada vez más inculto. A Angela le hubiera gustado quedarse un rato más, pero sabía que David no tenía tiempo. Le hizo un gesto por encima del hombr.

—Tienes la consulta llena. ¿Cuando crees que terminaras?

—No tengo ni la más remota idea.

—¿Qué te parece si me llevo a Nikki a casa y me llamas cuando acabes? Vendré a buscarte.

—De acuerdo —dijo David.

—Bien. Hablaremos luego, cariño.

Angela volvió al laboratorio, recogió sus cosas y se llevó a Nikki a casa. La niña estaba exultante de abandonar el hospital y volver a casa. Ella y Rusty tendrían un encuentro emocionante.

David llamó a las siete y cuarto. Nikki se quedó frente al televisor y Angela volvió al hospital. Condujo muy despacio.

Llovía con tanta intensidad que los limpiaparabrisas apenas si servían de algo.

—Que noche —dijo David al subir al coche.

—Que día —repuso Angela mientras bajaban por la colina hacia la ciudad—. Sobre todo para ti. ¿Cómo va todo?

—De momento me mantengo a flote —dijo David—. La verdad es que estar tan ocupado es un alivio. Pero no tengo más remedio que afrontar los hechos. ¿Qué le puedo decir a Nikki?

—Dile la verdad.

—Es muy fácil decirlo. ¿Y si me pregunta de que ha muerto?

—He estado meditando sobre lo que te dijo Kelley —dijo Angela—. Me parece que hay un gran malentendido sobre el concepto de necesidades asistenciales básicas.

—Eso esta claro —dijo David con una sonrisa sarcástica—. La única pega es que el representa el punto de vista de los supervisores. Con la excusa de la reforma sanitaria, los burócratas como Kelley están entorpeciendo la práctica de la medicina. Por desgracia, los pacientes no saben nada de todo esto.

—Hoy he tenido otro incidente con Wadley —dijo Angela.

—¡Será hijo de puta! —exclamó David—. ¿Qué te ha hecho?

—Me llama «cariño» todo el rato —explicó Angela—. Y me ha sobado el trasero.

—¡Por Dios! ¡Ese tío es un enfermo!

—Tengo que hacer algo, pero no se me ocurre que.

—Tendrías que hablar con Cantor —dijo David—. He estado pensándolo, y por lo menos Cantor es un medico, no un burócrata.

—Sus comentarios sobre «las chicas» de su clase no me parecen muy alentadores —replicó Angela.

Enfilaron el camino que llevaba a la casa. Angela procuró dejar el coche lo más cerca de la puerta y se prepararon para salir a la carrera.

—¿Cuando dejara de llover? —se quejó David—. Lleva diluviando tres días seguidos.

Una vez dentro, David se ocupó de encender un fuego para caldear la casa y Angela calentó la comida que había sobrado de su cena con Nikki. David bajó al sótano y se fijó que la humedad se estaba filtrando por el cemento que unía los bloques de granito de los cimientos. Y sintió el mismo olor a moho que ya había notado en otras ocasiones. Mientras cogía la leña, le tranquilizó pensar en el suelo de tierra. Si el sótano se inundaba, la tierra absorbería el agua.

Después de cenar, David se sentó a ver la televisión con Nikki. Cuando estaba enferma sus padres eran bastante permisivos con lo de la televisión. David fingió interés en el concurso que estaban emitiendo, cuando lo que intentaba hacer era reunir valor para explicarle a Nikki lo de Marjorie. Por fin, cuando llegaron los anuncios David le rodeó el hombro con el brazo.

—Tengo que decirte una cosa —le dijo cariñosamente.

—¿El que? —preguntó Nikki, que estaba acariciando a Rustí y, acurrucado en un almohadón a su lado.

—Marjorie Kleber, tu profesora, ha muerto hoy —dijo David delicadamente.

Durante un instante Nikki no dijo nada. Miró a Rusty, como si estuviera preocupada por un bultito que tenía detrás de la oreja.

—Yo me he puesto muy triste, porque además era su medico. Imagino que tú también lo estarás.

—No, yo no —dijo Nikki sacudiendo la cabeza.

Se apartó un mechón de pelo de los ojos. Luego miró la televisión como muy interesada en los anuncios…

—Estar triste no es malo —dijo David. Y le explicó lo que significaba echar de menos a la gente.

Nikki se arrojó repentinamente en sus brazos y rompió a llorar. Se abrazó a su padre con una fuerza que sorprendió a David.

Confundido, le daba palmaditas en la espalda intentando tranquilizarla.

Angela apareció en el umbral de la puerta. Al ver que Nikki lloraba en brazos de David, se acercó. Apartó a Rustí y con suavidad y abrazó a Nikki y David. Los tres permanecieron allí abrazados, meciéndose suavemente mientras la lluvia golpeaba los cristales.