11

LUNES 18 DE OCTUBRE

Nikki y sus padres pasaron una noche bastante mala. Angela estaba especialmente angustiada. Ya de madrugada, Nikki empezó a congestionarse. Antes de que amaneciera hicieron los ejercicios de drenaje. Angela la auscultó con el estetoscopio y oyó pitidos y estertores, lo que significaba que los conductos respiratorios de Nikki empezaban a llenarse de mucosidades.

Poco antes de las ocho, David y Angela llamaron a sus respectivos trabajos para decir que llegarían tarde. Abrigaron a Nikki y la llevaron a la consulta del doctor Pilsner. Las cosas no empezaron con buen pie: la recepcionista les dijo que el doctor tenía la consulta llena y que tendrían que volver al día siguiente. Angela replicó que ella era la doctora Wilson, de patología, y que quería hablar con el doctor Pilsner. La recepcionista desapareció y entró en el despacho. El doctor Pilsner salió personalmente y se excusó.

—La chica creyó que venían de la AGM —explicó el doctor Pilsner—. ¿Qué ocurre?

Angela le explicó que durante la noche la irritación de garganta de Nikki se había convertido en una congestión, y que no respondía a los ejercicios habituales de drenaje. El doctor Pilsner llevó a Nikki a una de las salas de reconocimiento y la auscultó.

—Esta muy congestionada —dijo, quitándose el estetoscopio. Luego pellizcó cariñosamente a Nikki y le preguntó cómo se encontraba.

—Me encuentro mal —dijo Nikki respirando fatigosamente.

—Últimamente estaba muy bien —comentó Angela.

—La pondremos bien en un abrir y cerrar de ojos —dijo el doctor Pilsner acariciándose la barba blanca—. Pero creo que lo mejor será internarla. Quiero inyectarle antibióticos por vía intravenosa y aplicarle una terapia respiratoria intensiva.

—De acuerdo —dijo David acariciando la cabeza de Nikki. Se sentía culpable de haberlas llevado de fin de semana a New Hampshire.

La enfermera que se ocupaba de ingresos, Janice Sperling, les reconoció enseguida. Se mostró muy amable y comprensiva por lo de la niña.

—Te asignaremos una habitación muy bonita —le dijo a Nikki—. Tiene una vista magnífica de las montanas.

Nikki asintió y dejó que Janice le pusiera una pulsera de identificación. David la miró. Le habían asignado la habitación 204.

Gracias a Janice los trámites de admisión se agilizaron extraordinariamente. En sólo unos minutos se dirigieron al piso de arriba. Janice les acompañó a la habitación y abrió la puerta.

—Lo siento —dijo, confundida. La habitación 204 estaba ocupada por una enferma.

—Señorita Kleber —dijo Nikki, sorprendida.

—¡Marjorie! —dijo David—. ¿Qué hace aquí?

—Mala suerte —dijo Marjorie—. Un fin de semana que usted no esta y me pongo enferma. El doctor Markham ha sido muy amable.

—Siento haberla molestado —le dijo Janice a Marjorie—. No se por qué el ordenador me ha dado la 204 si ya estaba ocupada.

—Descuide —dijo Marjorie—. Me encanta la compañía.

David le dijo a Marjorie que pasaría un poco más tarde.

Los Wilson siguieron a Janice hasta la sala de enfermeras, desde donde llamó a ingresos.

—Siento el malentendido —dijo Janice—. Asignaremos a Nikki la 2I2.

Al cabo de un rato de su llegada a la 212, se presentó un equipo de especialistas y enfermeras para ocuparse de Nikki. Le inyectaron los antibióticos y empezaron con la terapia respiratoria.

Cuando todo estuvo bajo control, David le dijo a su hija que iría a verla periódicamente. También le dijo que obedeciese a los médicos y a las enfermeras. Besó a Angela en la mejilla y a Nikki en la frente y salió de la habitación.

Se dirigió directamente a la habitación de Marjorie. Con el tiempo se había convertido en su paciente favorita. Parecía muy pequeña acostada en aquella enorme cama ortopédica.

David pensó que Nikki hubiera parecido un pigmeo.

—¿Y bien? —dijo David haciéndose el enfadado—. ¿Qué pasa aquí?

—Todo empezó el viernes por la tarde —explicó Marjorie—. Los problemas siempre empiezan los viernes, que es el peor día de la semana para llamar al medico. Pero no me sentía nada bien y el sábado por la mañana empezó a dolerme la pierna derecha. Cuando llame a su consulta me pasaron con el doctor Markham, que me recibió enseguida. Me dijo que tenían que ingresarme para tratarme con antibióticos.

David examinó a Marjorie y confirmó el diagnóstico.

—¿Cree que era necesario que me ingresaran? —preguntó Marjorie.

—Por supuesto —afirmó David—. No se debe jugar con la flebitis. La inflamación de las venas esta íntimamente relacionada con la aparición de coágulos. Pero no tiene mal aspecto.

Creo que lo peor ya ha pasado.

—Desde luego que ha pasado —confirmó Marjorie—. Me siento veinte veces mejor que cuando llegue aquí.

Aunque llegaba tarde a la oficina, David pasó diez minutos más con Marjorie explicándole lo que era la flebitis. Luego se dirigió a la sala de enfermeras y revisó el historial de Marjorie.

Todo estaba en orden.

Lo siguiente que hizo fue llamar a Dudley Markham. Le dio las gracias por haberle sustituido durante el fin de semana y por haber atendido a Marjorie.

—No hay nada que agradecer —dijo Dudley—. Marjorie me cae bien. Estuvimos recordando los viejos tiempos, cuando era profesora de mi hija mayor.

Antes de dejar la sala de enfermeras, David le preguntó a la enfermera jefe por qué Marjorie estaba en la cama ortopédica.

—Por nada especial —respondió Janet—, ha sido una casualidad. De momento no hay nadie que necesite esa cama. Ella esta muy bien allí, créame. Las camas normales suelen estropearse, pero esta tiene unos mandos electrónicos para que suba y baje.

David hizo unas anotaciones en el historial de Marjorie, oficializando así que él era el medico de aquella paciente. Después fue a ver a Nikki, que ya estaba mucho mejor aunque aún no había llegado el especialista de terapia respiratoria. Posiblemente la mejoría se debía a la hidratación producida por el suero intravenoso.

Finalmente, se dirigió al edificio de las consultas, donde estaba su despacho. Llegó una hora tarde.

David encontró a Susan un tanto agobiada. Había tenido que hacer verdaderos juegos malabares con las horas y había cancelado varias citas. Aún así, había bastantes enfermos en la sala de espera. David le dijo a Susan que se calmara y se dirigió a su despacho para ponerse la bata blanca. Susan le siguió como un sabueso, enumerando recados telefónicos y peticiones de hora.

David se detuvo bruscamente con la bata a medio poner.

Susan se interrumpió en mitad de una frase. David estaba muy pálido.

—¿Qué pasa? —preguntó Susan.

David continuaba sin moverse y sin decir palabra. Estaba mirando la pared que había detrás de su mesa: ante sus ojos cansados y somnolientos la pared aparecía cubierta de sangre.

—¡Doctor Wilson! —exclamó Susan—. ¿Qué le pasa?

David parpadeó y la inquietante imagen desapareció. Se acercó a la pared y pasó la mano por la lisa superficie para asegurarse de que todo era una alucinación.

David suspiró, sorprendido de lo sugestionable que se sentía. Se volvió y pidió disculpas a Susan.

—Creo que de pequeño vi demasiadas películas de terror —dijo—. Mi imaginación esta un poco disparada.

—Me parece que será mejor que empecemos a visitar pacientes —dijo Susan.

—Muy bien.

David compensó el tiempo perdido dedicándose a su trabajo con gran intensidad. A media mañana ya se había puesto al día. Se tomó un momento de descanso para hacer algunas llamadas pendientes. La primera fue a Charles Kelley.

—Me estaba preguntando cuando me llamaría —dijo Kelley con tono de voz distinto del habitual, un tono muy de negocios—. Hay un inspector en mi despacho. Se llama Neal Harper. Trabaja en el departamento de recursos de Burlington.

Me temo que tenemos que hablar con usted de un pequeño asunto.

—¿Ahora, en medio de las visitas? —preguntó David.

—No tardaremos mucho —dijo Kelley—. ¿Podría pasarse por mi despacho ahora mismo? Siento tener que insistir.

David colgó lentamente. No sabía por qué, pero sentía un estado de ansiedad, como si fuera un adolescente al que llaman al despacho del director del colegio.

David le dijo a Susan dónde iba y salió de la consulta.

Cuando llegó a las oficinas de la AGM la recepcionista le indicó que pasara.

Kelley se puso de pie, tan alto y bronceado como siempre.

Pero sus modales eran distintos de lo habitual. Estaba serio, casi malhumorado, muy lejos de su habitual carácter extrovertido. Le presentó a Neal Harper, que era más bien delgado, de aspecto meticuloso y con acné en el rostro. A David le pareció el prototipo del burócrata, siempre encerrado en su oficina y rellenando formularios.

Se sentaron. Kelley empezó a juguetear con un lápiz.

—Estas son las estadísticas de su primer trimestre —dijo Kelley con tono sombrío—, y no son muy buenas.

David saltaba con la mirada de uno a otro; la ansiedad se le acrecentaba.

—Su productividad no es la más idónea —continuó Kelley—. Si analizamos el numero de pacientes visitados por hora de consulta, usted esta en los niveles más bajos de productividad. Y para acabar de empeorar las cosas, esta usted en los porcentajes más elevados en cuanto a número de análisis encargados a los laboratorios de la AGM. Y lo mismo en lo que se refiere al número de consultas a médicos ajenos a la AGM.

—Yo no sabía que se hacían estas estadísticas —dijo David tímidamente.

—Y ahí no acaba todo —dijo Kelley—. Muchos pacientes suyos, en lugar de pasar por su consulta son enviados directamente a urgencias del Bartlet Community Hospital.

—Eso tiene una explicación —dijo David—. Durante las dos próximas semanas no tengo ni una hora libre. Cuando me llama alguien con un problema que necesita atención inmediata, le envío directamente a urgencias.

—¡Mal hecho! —espetó Kelley—. No tiene que mandar ningún paciente a urgencias. A menos que estén a punto de palmarla, tiene que visitarlos en su consulta.

—Pero yo no puedo estar todo el rato con interrupciones —dijo David—. Si atiendo las urgencias, no pudo atender las visitas normales y la consulta se convierte en un caos.

—Pues tendrá que hacerlo —dijo Kelley—. Los supuestos pacientes de urgencias pueden esperar hasta que acaben las visitas. Decídalo usted, pero en todo caso haga el favor de no utilizar el servicio de urgencias del hospital.

—¿Para que sirve entonces urgencias? —preguntó David.

—No se haga el listo conmigo, doctor Wilson —replicó Kelley—. Usted sabe muy bien para que sirven las urgencias. Son para casos de vida o muerte. Ah, otra cosa, no aconseje a sus pacientes que utilicen el servicio de ambulancias. Para que la AGM se haga cargo del servicio de ambulancia tiene que haber una aprobación previa, y para que se produzca esa aprobación debe tratarse de un caso de vida o muerte.

—Algunos de mis pacientes viven solos —dijo David—. Y si enferman…

—No ponga las cosas más difíciles de lo que son —le interrumpió Kelley—. La AGM no es una organización de transportes. Es bastante sencillo, yo se lo explicare. Tiene usted que aumentar su productividad y disminuir drásticamente el número de análisis clínicos. También tiene que reducir o, mejor dicho, acabar con la derivación de enfermos a especialistas que no pertenezcan a la AGM, y debe evitar que sus pacientes vayan a urgencias del hospital. Eso es lo que hay. ¿Lo ha entendido?

David salió confundido de las oficinas de la AGM, mudo de la sorpresa. Nunca hubiera pensado que no podía servirse de los recursos que tenía a su alcance. Siempre había supuesto que las necesidades de los enfermos eran lo primordial. La diatriba de Kelley resultaba muy desalentadora.

Al llegar a la consulta, David entró a su despacho. Vio a Kevin desapareciendo con un paciente tras la puerta. Recordó entonces su advertencia sobre la comisión de vigilancia para la utilización de recursos. Kevin había dado en el blanco: la experiencia había sido devastadora. Lo que más le molestaba era que Kelley no hubiera hecho ni una sola referencia sobre la calidad asistencial o sobre las opiniones de sus pacientes.

—Será mejor que se ponga manos a la obra —le dijo Susan—. Otra vez vamos retrasados.

A media mañana, Angela fue a echar un vistazo a Nikki. Se alegró al comprobar que se estaba recuperando rápidamente. El hecho de que no tuviera fiebre era un dato muy esperanzador.

Además, se había producido una considerable mejora en la congestión de Nikki tras la visita del especialista en terapia respiratoria. Angela cogió el estetoscopio de la enfermera y auscultó a su hija. Todavía se apreciaba bastante mucosidad, pero desde luego mucho menos que a primera hora de la mañana.

—¿Cuando podré volver a casa? —preguntó Nikki.

—Pero si acabas de llegar —dijo Angela, despeinándola cariñosamente—. Si sigues mejorando tan deprisa, estoy segura de que el doctor Pilsner te dejara marchar muy pronto.

De vuelta al laboratorio, Angela se dirigió a la sección de microbiología para asegurarse de que el esputo que había recogido de la mucosa de Nikki estuviera listo para ser analizado. Era crucial determinar la proporción bacteriana en el tracto respiratorio de Nikki. Le dijeron que el portaplacas ya estaba preparado.

Al llegar a su despacho, Angela se quitó la bata blanca y se dispuso a estudiar una serie de muestras de hematología.

Cuando iba a sentarse vio que la puerta que comunicaba con el despacho de Wadley estaba entreabierta.

Angela se acercó a la puerta y miró a hurtadillas. Wadley estaba mirando por el microscopio de prácticas de doble cabezal. La vio de reojo y le hizo señas de que pasara.

—Aquí hay algo que quiero que vea —dijo Wadley.

Angela se acercó y se sentó frente a su mentor. Sus rodillas casi se tocaban por debajo de la mesa. Miró por el ocular y enseguida reconoció la muestra de tejido mamario.

—Es un caso muy delicado —dijo Wadley—. La paciente sólo tiene veintidós años. Tenemos que hacer un diagnóstico y no podemos equivocarnos. Tómese el tiempo que sea necesario. —Para remarcar su afirmación, dio un apretón al muslo de Angela por debajo de la mesa—. No saque conclusiones precipitadas. Estúdielo cuidadosamente.

Angela analizó la muestra con ojo experto, pero le fallaba la concentración. La mano de Wadley seguía en su muslo. Él seguía hablando, explicándole cuales eran las claves para un diagnóstico exacto. Angela tenía dificultades para seguirle.

El peso de la mano de Wadley le hacía sentirse incómoda.

Wadley ya la había tocado otras veces, y ella también le había tocado a él. Pero siempre había sido dentro de los más razonables usos sociales (un apretón en el brazo, una palmadita en la espalda o un calido abrazo). El día del partido de béisbol habían chocado las palmas varias veces. Nunca había habido la más mínima intención de complicidad o intimidad, pero lo de ahora era diferente: Wadley tenía la mano en su pierna con el pulgar apuntando al interior del muslo.

Angela hubiera querido apartarle la mano o levantarse, pero no lo hizo. Esperaba que él se diera cuenta de que se encontraba muy incómoda y retirara la mano. Pero no fue así. La mano siguió en su muslo a lo largo de toda la explicación: la biopsia había dado positiva y el diagnóstico era cáncer.

Al final, Angela se levantó. Estaba temblando y decidió volver a su despacho.

—Cuando acabe con las muestras de hematología, pásemelas para que las revise —dijo Wadley cuando ella salía.

Angela cerró la puerta que comunicaba los dos despachos, se acercó a la mesa y se dejó caer sobre su sillón. Muy próxima al llanto, hundió la cara entre sus manos mientras una cascada de pensamientos rondaba su cerebro. Al pasar revista a lo sucedido en los últimos meses, recordó todas las ocasiones en que Wadley se había ofrecido a acompañarla hasta tarde analizando muestras. O que cada vez que ella tenía un momento libre, este se presentaba en su despacho.

Cuando Angela iba a la cafetería, Wadley aparecía allí y se sentaba a su lado. Y ahora que lo pensaba, siempre aprovechaba la mínima ocasión para mantener un contacto físico con ella.

De pronto, todas las atenciones de viejo tutor y sus demostraciones de afecto tomaban un cariz interesado e ingrato.

Recordó una reciente conversación en la que Wadley le había comentado que irían juntos a un congreso en Miami, y se sintió incómoda.

Angela apartó las manos de la cara y miró al frente. Se preguntó si no estaría exagerando. Quizá estaba sacando de contexto el incidente y todo eran imaginaciones suyas: David siempre la estaba acusando de ser demasiado melodramática.

Quizá Wadley estaba tan sumido en su labor profesional que no se daba cuenta y lo hacía de forma involuntaria.

Enfadada, sacudió la cabeza. En lo más profundo de su ser sabía que no exageraba ni un ápice. Se sentía agradecida por el tiempo y el esfuerzo que Wadley le había dedicado, pero no podía olvidarse de cómo se había sentido al notar su mano en el muslo. Era algo totalmente fuera de lugar. Wadley sabía muy bien lo que hacia, y lo había hecho conscientemente. La cuestión estribaba en lo que podía hacer ella para acabar con esas familiaridades. Después de todo, él era su jefe.

Cuando terminó su jornada laboral en el consultorio, David se dirigió al edificio central del hospital para visitar a Marjorie Kleber y a los otros pacientes. Después de comprobar que todo iba bien, fue a ver a Nikki.

Su hija estaba mucho mejor gracias a una juiciosa combinación de antibióticos, agentes mucolíticos, broncodilatadores, hidratación y terapia física. Estaba reclinada sobre unos cojines con el mando a distancia de la televisión en la mano y veía un concurso, pasatiempo que en casa le estaba prohibido.

—Bien, bien —dijo David—. Esto sí es una mujer desocupada.

—Venga, papa —dijo Nikki—. Veo muy poco la tele. La señorita Kleber ha venido y he hecho algunos deberes con ella.

—¡Qué horror! —dijo David con fingido desmayo—. ¿Qué tal va tu respiración?

Después de tanto deambular por hospitales, Nikki tenía una gran experiencia en diagnosticar su estado. Los pediatras siempre escuchaban sus opiniones.

—Bien —dijo Nikki—. Todavía respiro con ciertas dificultades, pero estoy mucho mejor.

Angela se asomó a la puerta.

—¿Llego a tiempo para la reunión familiar? —Se acercó y abrazó a Nikki y a David.

Estuvieron hablando una media hora con Nikki, cada uno sentado a un lado de la cama.

—Quiero irme a casa —gimoteó Nikki cuando sus padres se disponían a marcharse.

—Saldrás de aquí muy pronto —dijo Angela—. Nosotros también queremos que vengas a casa, pero tenemos que obedecer al doctor Pilsner. Hablaremos con el mañana por la mañana.

Después de decir adiós a sus padres, Nikki se enjugó una lágrima y cogió el mando de la televisión. Estaba acostumbrada a estar en hospitales pero no le gustaba mucho. Lo único bueno es que podía ver la televisión a todas horas, lo que no podía hacer en casa.

David y Angela no hablaron hasta que estuvieron bajo la marquesina de la salida posterior del hospital. Pero la conversación fue mínima. Lo único que dijo David fue que mojarse era una estupidez, y echaron a correr hacia el coche.

Tampoco hablaron en el camino de vuelta a casa. Lo único que se oía era el monótono chirrido de los limpiaparabrisas.

Tanto David como Angela pensaban que el silencio era el resultado de una desagradable combinación: la hospitalización de Nikki, el accidentado fin de semana y la incesante lluvia.

Y como para confirmar las sospechas de David, Angela rompió el silencio, mientras subían por el camino de entrada a la casa, para decir que el análisis preliminar del cultivo del esputo de Nikki sugería la presencia de seudomonas aeroginosas.

—No es buena señal —continuó Angela—. Cuando ese tipo de bacteria entra en contacto con otra de fibrosis quística, suele afianzarse.

—No hace falta que me lo expliques —dijo David.

La cena fue bastante agobiante sin la presencia de Nikki.

Cenaron en la mesa de la cocina con la lluvia golpeando los cristales de las ventanas. Después de la cena, Angela se sintió con ánimos para explicarle a David el incidente con Wadley.

La boca de David se abrió lentamente mientras la historia se iba desarrollando. Cuando Angela terminó el relato, David estaba totalmente boquiabierto por la sorpresa.

—¡El muy bastardo! —exclamó David. Golpeó la mesa con la palma de la mano y sacudió la cabeza—. En un par de ocasiones se me ha pasado por la cabeza que su actitud parecía la de un enamorado, como el día del picnic del hospital, pero me obligue a pensar que sólo eran celos. Ahora veo que no estaba equivocado.

—No estoy muy segura —dijo Angela—. Por eso no sabía si contártelo. No quiero que saquemos conclusiones precipitadas. Pero todo este asunto es tan incómodo como confuso.

Es injusto que las mujeres tengamos que soportar este tipo de problemas.

—Es un problema muy antiguo —dijo David—. Los acosos sexuales están a la orden del día, sobre todo desde que os habéis incorporado al mercado laboral. En la profesión médica ocurre desde hace mucho tiempo, sobre todo en la época en que todos los médicos eran hombres y todas las enfermeras mujeres.

—Y sigue pasando a pesar de que cada vez hay más mujeres médicos —dijo Angela—. Recuerda todo lo que tuve que aguantar de algunos profesores de la facultad de medicina.

—Siento que te haya pasado esto —dijo David—. Se lo contenta que estabas de trabajar con el doctor Wadley. Si quieres, iré a su casa y le pegare un puñetazo en las narices.

—Gracias por tu apoyo.

—Creía que estabas tan callada a causa de Nikki. También pensaba que estabas enfadada por lo del fin de semana.

—Lo del fin de semana ya es historia —dijo Angela—. Y Nikki esta mucho mejor.

—Yo también he tenido un día muy malo —reconoció David finalmente.

Cogió una cerveza de la nevera y bebió un trago. Le contó a Angela lo de su entrevista con Kelley y el hombre de la AGM en Burlington, a propósito de la utilización de recursos.

—¡Pero eso es una atrocidad! —dijo Angela—. Hay que tener cara para hablarte así. Sobre todo con la respuesta tan positiva que estas teniendo de tus pacientes.

—Al parecer eso no importa —dijo David, desanimado.

—¿Lo dices en serio? Todo el mundo sabe que la relación medico-paciente es la piedra angular de la medicina.

—Quizá es algo que esta pasado de moda —dijo David—. La realidad de la medicina viene dictada ahora por gente como Charles Kelley. La injerencia del gobierno ha provocado todo este aluvión de burócratas médicos. La medicina actual se basa normalmente en criterios políticos y económicos. Creo que el principal objetivo es la cuenta de resultados, y no la salud del paciente.

Angela meneó la cabeza.

—El problema es Washington —explicó David—. Cada vez que el gobierno se ocupa seriamente de la medicina asistencial, acaba liándolo todo. Quieren quedar bien con todo el mundo y al final no quedan bien con nadie. Fíjate en los dos programas asistenciales del gobierno, Medicare y Medicaid.

Los dos son bastante confusos y han tenido un efecto desastroso sobre la medicina en general.

—¿Qué piensas hacer? —le preguntó Angela.

—No lo sé. Intentare hacer algún tipo de concesiones. Supongo que un día de estos me dedicare a meditar sobre estas cosas. ¿Y que piensas hacer tú?

—Tampoco lo se todavía —dijo Angela—. Haya sido fruto de mi imaginación.

—Es posible, pero yo no lo puedo saber —dijo David amablemente—. Después de todo, esta es la primera vez que te sientes así. Desde el primer día Wadley siempre ha sido bastante sobón. Y como nunca le has dicho nada, tal vez ha pensado que no te importaba.

—¿Qué quieres decir exactamente? —preguntó Angela enfadada.

—Nada, nada, de verdad —dijo David—. Estaba contestando a lo que tú te habías preguntado en voz alta.

—¿Quieres decir que he sido yo la que ha provocado esta situación?

David cogió la mano de Angela por encima de la mesa.

—Ya basta —dijo—. Tranquilízate. Estoy de tu parte. No he pensado ni por un momento que tú tengas la culpa.

A Angela se le pasó el enfado repentinamente. Se dio cuenta de que estaba muy susceptible y que todo eso era reflejo de sus propias dudas. También cabía contemplar que involuntariamente hubiera animado a Wadley a comportarse de aquella manera. Después de todo, ella quería complacerle como una buena alumna. Y además se sentía en deuda con el por todo el tiempo que le dedicaba.

—Lo siento —dijo Angela—. Estoy muy nerviosa.

—Yo también —repuso David—. Vámonos a la cama.