10

OCASO EN VERMONT

Aunque David y Angela habían vivido cuatro años en Boston para completar sus residencias, nunca habían experimentado plenamente el placer de un otoño de Nueva Inglaterra. Y el de Bartlet era para cortar la respiración. Cada día, el magnífico color de las hojas se volvía más intenso, como si intentara mejorar el de los días precedentes.

Además del solaz visual, el otoño traía otros sutiles placeres asociados al bienestar: el aire se volvía límpido, cristalino y puro. En el ambiente había una sensación de renovación que hacía que el levantarse cada mañana se convirtiera en un verdadero placer. Cada día estaba lleno de energía y excitación.

Las noches eran un gozo, al arrullo del fuego crepitante.

A Nikki le encantaba el colegio. Marjorie Kleber era la encargada de su curso y, tal como había imaginado David, era una profesora maravillosa. Nikki siempre había sido muy buena estudiante, pero en Bartlet alcanzó un nivel excelente.

Los fines de semana deseaba que llegara el lunes para comenzar una nueva semana escolar. Por la noche siempre contaba miles de historias del colegio.

La amistad entre Nikki y Caroline Helmsford se había consolidado y las dos se habían vuelto inseparables en las actividades extraescolares. También se había consolidado la amistad de Nikki con Arni. Después de mucho discutir los pro y los contra, Nikki obtuvo permiso de ir al colegio en bicicleta, a condición de evitar las calles más transitadas. Todo aquello representaba una libertad desconocida para Nikki, y estaba encantada. De camino al colegio pasaba por delante de la casa de los Yansen. Cada mañana Arni la esperaba en la puerta.

Los dos últimos kilómetros los hacían juntos en bicicleta.

La salud de Nikki seguía siendo bastante buena. El aire frío, seco y puro de Bartlet ejercía un efecto beneficioso en su sistema respiratorio. A excepción de la terapia respiratoria matinal, nada indicaba que sufriera una enfermedad crónica. El hecho de que se encontrara tan bien era una fuente de alegría para David y Angela.

Uno de los grandes acontecimientos del otoño fue la llegada de los padres de Angela la última semana de septiembre. Angela había dudado si debía invitarles o no. La opinión de David había inclinado la balanza a favor.

El doctor Christopher, el padre de Angela, se mostró moderadamente elogioso con la nueva casa, pero mantuvo una actitud de suficiencia con lo que él llamaba la «medicina rural», se negó repetidamente a visitar el laboratorio de Angela con la excusa de que se pasaba media vida en los hospitales.

Bernice Christopher, la madre de Angela, lo encontró todo muy poco digno de elogio. La casa le parecía demasiado grande y demasiado ventilada, factor que consideraba perjudicial para la salud de Nikki. Opinaba que el color de la vegetación de Bartlet era tan bonito como el de Central Park, y que para ver árboles no merecía la pena pasarse seis horas en un coche.

El único episodio verdaderamente desagradable tuvo lugar durante la cena del sábado por la noche. Bernice insistió en beber más vino del que acostumbraba y, como era de esperar, se le subió a la cabeza. En ese estado, acusó a David y a su familia de ser los causantes de la enfermedad de Nikki.

—En nuestra familia nunca hubo fibrosis quística —dijo.

—¡Bernice! —exclamó el doctor Christopher ásperamente—. No necesitamos tus exhibiciones de ignorancia.

Se produjo un silencio embarazoso que continuó hasta que Angela logró contener su ira. Luego, cambiando de tema, contó que estaba buscando muebles de anticuario para la casa.

El domingo al mediodía, fecha de partida de los Christopher, todo el mundo se sintió más aliviado. Nikki, Angela y David salieron a despedirles y esperaron hasta que el coche de los Christopher desapareció carretera abajo.

—La próxima vez que te diga que vienen mis padres me propinas un bofetón —dijo Angela.

David rio y la tranquilizó diciéndole que no había sido tan terrible.

En octubre siguió el buen tiempo. Y aunque en los últimos días de septiembre había hecho un poco de frío, el veranillo de san Martín volvió a traer días calidos. Una favorable combinación de temperatura y humedad había hecho que el follaje de los árboles se mantuviera más tiempo del habitual en Bartlet.

A mediados de octubre, durante el descanso de uno de los partidos de baloncesto del sábado, Steve, Kevin y Trent le tendieron una encerrona a David.

—¿Te gustaría venir con tu familia a pasar el fin de semana con nosotros? —dijo Trent—. Vamos a ir a Waterville Valley, en New Hampshire. Nos gustaría que vinierais con nosotros.

—Dile por qué queremos que vengan —dijo Kevin.

—¡Cállate! —dijo Trent golpeando a Kevin en broma.

—La verdad es que hemos alquilado una casa de cuatro habitaciones —insistió Kevin esquivando los golpes de Trent—. Y así, en plan tacaño, reducimos costes.

—Eres un idiota —dijo Steve—. Cuánta más gente venga más divertido será.

—¿Y por qué New Hampshire? —preguntó David.

—Será el último fin de semana que podamos disfrutar de la naturaleza —respondió Trent—. New Hampshire es distinto: el paisaje es más verde. A la gente le gusta mucho.

—No puedo imaginarme algo más bonito que Bartlet —dijo David.

—Waterville es muy divertido —dijo Kevin—. Es conocido por sus pistas de esquí, pero también se puede jugar a tenis o a golf, hacer excursiones y hasta jugar a baloncesto. A los niños les encanta.

—Venga, David —dijo Steve—. El invierno ya esta encima.

Tienes que disfrutar lo que queda del otoño. Fíate de nosotros.

—Por mí, de acuerdo —dijo David—. Lo hablare esta noche con Angela y os llamare.

Acabaron de discutir lo del fin de semana y luego se reunieron con los demás para acabar el partido.

Por la noche, Angela no se mostró muy entusiasmada con la invitación. Ambos habían estado bastante apartados de los compromisos sociales, debido en parte a la mala experiencia del fin de semana en el lago, y también a que tenían mucho trabajo atrasado en casa. Angela no quería otro fin de semana plagado de insinuaciones sexuales y bromitas subidas de tono.

Contra la opinión de David, pensaba que sus amigos eran muy aburridos, sobre todo las mujeres, y la idea de pasar un fin de semana con ellos le parecía claustrofóbica.

—Venga —dijo David—. Será divertido. Conoceremos nuevos sitios de Nueva Inglaterra. Steve tiene razón, se acerca el invierno y ya tendremos tiempo de estar encerrados en casa.

—Será muy caro —dijo Angela tratando de encontrar una excusa.

—Venga, mami —dijo Nikki—. Arni me ha dicho que Waterville es muy bonito.

—No será nada caro —dijo David—. Dividiremos el precio de la casa entre cuatro. Además, recuerda lo que ganamos.

—Recuerda lo que debemos —replicó Angela—. Dos hipotecas sobre la casa, una de las cuales hemos tenido que ampliar, y los créditos de nuestras carreras. Y no se si el coche resistirá hasta el invierno.

—No seas tonta —replicó David—. Tengo controladas nuestras finanzas y te aseguro que vamos muy bien. No te estoy proponiendo un crucero al fin del mundo. Compartir una casa con otras tres familias nos costara lo mismo que ir de excursión al campo.

—¡Venga, mama! Insistió Nikki.

—De acuerdo —accedió por fin Angela—. Habéis ganado.

Según pasaban los días, crecía la emoción ante la proximidad del fin de semana. David pidió a uno de los médicos de la AGM, el doctor Dudley Markham, que le sustituyera. El jueves por la noche hicieron el equipaje para poder marchar el viernes inmediatamente después de comer.

Inicialmente tenían pensado salir a las tres de la tarde, pero era muy difícil lograr que cinco médicos pudieran dejar a la vez el hospital. No salieron hasta después de las seis.

Fueron en tres coches. Los Yarborough iban en su furgoneta con los tres niños; los Yansen y los Young viajaron en el coche de los primeros; y Nikki, Angela y David fueron en el Volvo. Podían haber ido con los Yarborough, pero Angela se sentía más independiente en su propio coche.

La casa era enorme. Tenía cuatro habitaciones y una amplia buhardilla en la que se instalaron los niños con los sacos de dormir. Todos estaban muy cansados después del viaje y enseguida se fueron a la cama.

A primera hora de la mañana, Gayle Yarborough se ocupó personalmente de despertar a todos. Se paseó por la casa dando golpes en una sartén con una cuchara de madera y anunciando que en media hora estaría preparado el desayuno.

Media hora había sido una estimación muy optimista.

Aunque había cuatro dormitorios y una buhardilla, sólo había tres cuartos de baño. Las duchas, los afeitados y los secados de pelo fueron actividades difíciles de coordinar.

Además, Nikki tuvo que hacer sus ejercicios de drenaje pulmonar. Transcurrió casi una hora y media antes de que el grupo se pusiera en marcha.

Se distribuyeron en los coches del mismo modo que la noche anterior, abandonaron el valle y su anillo montañoso, y cogieron la interestatal 93. David y Angela se quedaron prendados de la belleza de Franconia Notch: una frondosa vegetación se extendía por las afiladas paredes de granito gris.

—Estoy famélico —dijo David después de media hora de coche.

—Yo también —dijo Angela—. ¿Adónde vamos?

—A un sitio llamado El merendero de Polly —contestó David—. Trent me ha dicho que tiene fama en todo el norte de New Hampshire.

Cuando llegaron al restaurante les comunicaron que tendrían que esperar casi una hora. Por suerte, cuando les sirvieron el desayuno todos pensaron que había merecido la pena. Las tortitas bañadas en jarabe de arce sabían deliciosas.

Y también el bacon y las salchichas.

Después del desayuno dieron un paseo por New Hampshire y contemplaron las montañas y los árboles. Discutieron sobre si era más bonito el paisaje de Bartlet o el de New Hampshire, pero no llegaron a una conclusión definitiva.

Como dijo Angela, era absurdo comparar dos cosas supremas.

Cuando se dirigían en coche hacia Waterville Valley por un tramo de la carretera especialmente pintoresco, la autopista de Kancamagus, David observó que el cielo se poblaba de cirros rápidamente. Cuando llegaron a Waterville las nubes eran mucho más densas: habían ocultado el sol y la temperatura había bajado varios grados. Una vez en la casa, Kevin se empeñó en jugar a tenis. Nadie parecía muy animado, pero al final logró convencer a David. Después de haber pasado buena parte del día conduciendo, David pensó que un poco de ejercicio le relajaría.

Kevin era un buen tenista y casi siempre le ganaba a David.

Pero en esta ocasión no jugó a su nivel habitual y David empezó ganando.

Kevin, que era competitivo por naturaleza, se esforzaba al máximo, pero eso mismo le hacía cometer más errores que otras veces. Primero se enfadó consigo mismo y luego con David. En un momento determinado, David cantó una pelota «fuera», y Kevin arrojó la raqueta al suelo.

—¡No ha sido fuera! —protestó.

—Sí —respondió David, e hizo un círculo con su raqueta en la tierra batida, en el punto exacto donde había botado la bola.

Kevin se acercó a la red para ver mejor el bote.

—Esa no es la marca —replicó Kevin.

David miró a su compañero. Se le notaba muy enfadado.

—Bien —dijo David para suavizar la tensión—. ¿Por qué no repetimos el punto?

Repitieron el punto y David volvió a ganarlo. Para quitarle hierro al asunto gritó:

—¡Iguales a trampas!

—¡Qué te den por culo! —replicó Kevin—. ¡Saca ya!

La actitud pesimista de Kevin le aguó la fiesta a David. Kevin se enfadaba cada vez más, y protestaba todos los puntos perdidos. David sugirió que lo dejaran. Kevin insistió en jugar hasta el final. Lo hicieron, y ganó David.

Cuando volvían andando hacia la casa, David se esforzó en iniciar alguna conversación con Kevin, pero este no abrió la boca. Empezó a lloviznar y se apresuraron hacia la casa. Al llegar, Kevin se encerró en el cuarto de baño dando un portazo. Todo el mundo miró a David, que se encogió de hombros.

—Le he ganado —dijo, sintiéndose culpable.

A pesar del fuego reparador y de la buena provisión de comida y bebida, la noche resultó ensombrecida por el mal humor de Kevin. Incluso su mujer, Nancy, le dijo que se estaba comportando como un niño. El comentario provocó un fiero intercambio de miradas entre los dos que incomodó a todos.

El desanimo de Kevin se extendió a todo el grupo. Trent y Steve empezaron a quejarse de sus trabajos y comentaron que habían pensado en marcharse de Bartlet. En la AGM ya habían cubierto las vacantes de su especialidad.

—Algunos de mis antiguos pacientes me han dicho que les gustaría volver a mi consulta —explicó Steve—, pero no pueden. Sus empresas han negociado las pólizas asistenciales con la AGM. Si quieren que yo los visite tienen que pagarlo de sus bolsillos. Es un mal asunto.

—Lo mejor que podrías hacer es largarte mientras puedas —dijo Kevin, sin que nadie le hubiera pedido opinión y hablando por primera vez en toda la noche.

—Me parece que ese comentario tan críptico merece una explicación —dijo Trent—. ¿Acaso el doctor Pésimo tiene alguna información privilegiada que desconocemos el resto de los mortales?

—No me creeríais si os lo contara —dijo Kevin atizando el fuego. Las brasas se reflejaban en sus gruesas gafas, produciendo la siniestra apariencia de que no tuviera ojos.

—Inténtalo —la animó Steve.

David miró a Angela para ver cómo lo estaba pasando en aquella lúgubre velada. Por lo que a él respectaba, la experiencia le parecía más deprimente que la del lago en agosto. Soportaba las alusiones sexuales y las bromas picantes, pero lo pasaba muy mal con la hostilidad y el desanimo.

—Me he enterado de más cosas de Randy Portland —dijo Kevin sin apartar los ojos del fuego—. Pero no las creeríais.

Sobre todo después de cómo os asustéis cuando sugerí que quizá no se había suicidado.

—Venga, Kevin —dijo Trent—. Deja de hacerte el interesante. Cuéntanos lo que sabes.

—Comí con Michael Caldwell —dijo Kevin—. Quiere que trabaje en uno de sus innumerables comités. Me contó que el presidente del consejo del hospital, Harold Traynor, había tenido una conversación muy rara con Portland el día de su muerte. Y Traynor. A su vez. Le contó a Charles Kelley.

—Al grano, Yansen —dijo Trent.

—Portland le explicó que en el hospital estaban pasando cosas muy raras.

Trent fingió quedarse boquiabierto.

—¿Cosas raras? Estoy muy impresionado, de verdad. —Trent movió la cabeza—. Vaya primicia, tío. Desde luego que en el hospital pasan cosas raras, muchas cosas raras.

—¿Y que más?

—Aún hay más —continuó Kevin—. Portland le dijo a Traynor que él no pensaba cargar con el muerto.

—¿Me he perdido algo de la historia? —dijo Trent mirando—. Neumonía y shock endotóxico —explicó Steve—. Eso es que dijeron tras la autopsia.

—¿Lo ves? —dijo Trent—. Que se muera un paciente con la sangre infectada de bacterias gamma-negativas no tiene nada de misterioso. Lo siento, Kevin, pero no me convences.

Kevin se puso de pie.

—Muy bien —dijo levantando las manos—. Tenéis unas orejeras así de grandes. Pero, sabéis una cosa, me importa una mierda.

Kevin pasó por encima de Gayle, que estaba echada junto al fuego, y subió precipitadamente el primer tramo de escaleras que llevaba a la habitación de él y Nancy. Cerró la puerta de un portazo tan fuerte que los objetos que había encima de la chimenea se movieron.

Todos miraban el fuego y nadie osaba abrir la boca. Se oía la lluvia, como si miles de granos de arroz chocaran contra el tejado. Por fin, Nancy se levantó y dijo que se iba a la cama.

—Siento lo de Kevin —dijo Trent—, yo no quería provocarle.

—Tú no tienes la culpa —dijo Nancy—. Últimamente esta insoportable. Además, hay algo que no os ha contado. Él también ha perdido un paciente hace poco y eso no es normal para un oftalmólogo.

A la mañana siguiente se levantó un viento huracanado, hacía mucho frío y empezó a llover. Angela se asomó a la ventana y luego llamó a David a viva voz. Temiendo que hubiera sucedido una catástrofe, David se levantó de la cama de un salto.

Asustado, se asomó a la ventana y no vio nada excepcional.

—¿Qué ocurre? —preguntó con voz de sueño.

—Los árboles —dijo Angela—. Están desnudos, no tienen hojas. ¡Toda la vegetación ha desaparecido en una noche!

—Debe de haber sido el viento —contestó David—. Las ventanas han vibrado toda la noche. —Se volvió a la cama y se acurrucó bajo el edredón.

Angela se quedó en la ventana, cautivada por el aspecto esquelético de los árboles.

—Parecen muertos —dijo—, la diferencia es increíble. Es difícil no verlos como un mal augurio. Esto reafirma la sensación que tengo de que va a pasar algo malo.

—Sólo es la resaca de la lúgubre conversación de ayer por la noche —repuso David—. No dramatices. Es muy temprano, métete un rato en la cama.

La siguiente sorpresa fue la temperatura. A las nueve de la mañana todavía seguían por debajo de cero grados: se acercaba el invierno.

Aquel tiempo sombrío no contribuyó a mejorar el malhumor generalizado de los adultos, que se habían levantado con el mismo ánimo con que se habían ido a la cama. Los niños despertaron contentos pero, poco a poco, se fueron contagiando de sus padres. Angela y David respiraron aliviados cuando llegó la hora de marcharse. Cuando bajaron por la carretera, David le pidió que le recordara que nunca más volviera a jugar a tenis con Kevin.

—Los hombres sois como niños cuando hacéis deporte —dijo Angela.

—¡Eh! —espetó David—. Ha sido culpa suya. Es muy competitivo y no pienso volver a jugar con él. Eso es todo.

—No te enfades —dijo Angela.

—Es que me da la sensación de que crees que ha sido culpa mía —dijo David.

—Yo no creo nada. Sólo he hecho un comentario sobre los hombres y el deporte.

—Bueno, lo siento. Creo que estoy un poco fuera de mí.

Me pone enfermo la gente tan maleducada. No ha sido un fin de semana muy divertido.

—Son un grupo un poco raro —observó Angela—. A primera vista parecen normales, pero si profundizas un poco ya no tanto. Pero por lo menos este fin de semana no se han pasado con las bromitas de sexo, ni con numeritos como el del lago. Además, están preocupados con la tragedia de Portland.

Kevin parece realmente obsesionado.

—Kevin es un tío muy raro —dijo David—. Eso es lo que intentaba explicarte. No me gusta que me recuerden lo del suicidio de Portland. Cada vez que me lo cuenta, no puedo evitar imaginarme la pared de detrás de mi mesa salpicada de sangre y restos de cerebro.

—¡Por favor, David! —dijo Angela secamente—. Si yo no te importo, por lo menos ten en cuenta a Nikki.

David observó a Nikki por el espejo retrovisor. Iba inmóvil, mirando fijamente hacia delante.

—¿Te encuentras bien, Nikki? —preguntó David.

—Me duele la garganta. No me encuentro bien.

—¡Oh, no! —dijo Angela dándose la vuelta para ver a su hija. Alargó la mano y tocó la frente de Nikki.

—No se por qué te has empeñado en que viniéramos a este maldito lugar.

David ya empezaba a defenderse pero se contuvo. No tenía ganas de enzarzarse en otra pelea y, además, ya estaba bastante enfadado.