SÁBADO 24 DE ABRIL
—Un poco más y llegaremos a un río —le dijo David Wilson a su hija Nikki, que iba a su lado en la parte delantera del coche—. ¿Sabes cómo se llama?
Nikki volvió sus ojos color azabache hacia su padre y se apartó un mechón de pelo que le caía sobre la frente. David miró fugazmente a su hija y distinguió las sutiles irisaciones amarillas que irradiaban de sus pupilas. Hacían juego con las hebras color miel de su cabello.
—Los únicos ríos que conozco —dijo Nikki— son el Mississippi, el Nilo y el Amazonas. Y como ninguno de ellos es de aquí, de Nueva Inglaterra, pues tengo que contestar que no lo sé.
Ni David ni Angela pudieron contener la risa.
—¿Qué os parece tan divertido? —preguntó Nikki, indignada.
David miró por el espejo retrovisor e intercambió una mirada de complicidad con Angela. Los dos estaban pensando en algo que ya habían hablado otras veces: Nikki parecía mayor de lo que correspondía a sus ocho años. Ese aspecto les gustaba, les parecía indicativo de su inteligencia. Al mismo tiempo, también eran conscientes de que se había desarrollado más rápidamente debido a sus problemas de salud.
—¿De que os reís? —insistió Nikki.
—Pregúntale a tu madre.
—No, no. Que te lo explique tu padre.
—Venga, tíos —protestó Nikki—. No tiene gracia. Pero me da igual que os riais porque soy capaz de buscar un nombre en un mapa. —Cogió un mapa de la guantera.
—Estamos en la autopista 89 —dijo David.
—¡Ya lo sabía! —dijo Nikki, molesta—. No necesito ayuda.
—Le ruego que me perdone, señorita —dijo David con una sonrisa.
—¡Ya esta! —dijo Nikki triunfante. Volvió el mapa para leer el nombre—. Es el río Connecticut. Se llama igual que el estado.
—Tienes razón —le respondió David—. ¿Y es también la frontera entre que y que?
—Separa Vermont de New Hampshire —dijo Nikki después de mirar el mapa.
—Muy bien —contestó David. Luego señaló hacia delante y dijo—: Ahí está.
Permanecieron en silencio mientras la furgoneta Volvo azul, que ya tenía once años, recorría el ultimo tramo. Por debajo, las aguas turbulentas del río se dirigían hacia el sur.
—Supongo que ya ha empezado a fundirse la nieve de las montañas —comentó David.
—¿Veremos las montañas? —preguntó Nikki.
—Claro que sí —contestó David—. Las montañas Verdes.
Llegaron al otro lado del puente, donde la autopista se desviaba y giraba gradualmente hacia el noroeste.
—¿Ya estamos en Vermont? —preguntó Angela.
—¡Sí, mami! —contestó Nikki.
—¿A cuanto estamos de Bartlet? —preguntó Angela.
—No estoy muy seguro —respondió David—. A una hora, más o menos.
Una hora y quince minutos después, el Volvo de los Wilson pasaba junto a una señal que decía: «Bienvenidos a Bartlet, ciudad del Bartlet College».
David quitó el pie del acelerador y el coche disminuyó la marcha. Enfilaron la amplia Main Street, bordeada por grandes robles. Detrás de los árboles se vislumbraban casas blancas de madera. La arquitectura del lugar era una mezcla de estilo victoriano y colonial.
—Parece de cuento de hadas.
—Algunas ciudades de Nueva Inglaterra parecen sacadas de Disneylandia —dijo David.
—A veces tengo la sensación de que te gustan más las imitaciones que los originales —sonrió Angela.
Al cabo de un rato, la zona residencial dejó paso a la comercial y a los edificios oficiales, en su mayoría de ladrillo rojo con ornamentos victorianos. En el centro, los edificios tenían tres o cuatro plantas y también eran de ladrillo rojo. Unas placas de mármol informaban de la fecha en que habían sido construidos, casi todos a finales del siglo XIX y principios del XX.
—¡Mirad! —dijo Nikki—. Un cine.
Señaló una vieja marquesina donde un gran rótulo anunciaba una película de reestreno. Junto al cine había una oficina de correos con una andrajosa bandera americana agitándose al viento.
—Hemos tenido suerte con el tiempo —señaló Angela.
El cielo estaba azul pálido, moteado de pequeñas y abultadas nubes blancas. La temperatura superaba los quince grados.
—¿Qué es eso? —preguntó Nikki—. Parece un tranvía sin ruedas.
—Es un puesto ambulante de comida —le explicó David riéndose—. Fueron muy populares en los años cincuenta.
Nikki se acercó al parabrisas todo cuando le permitió el cinturón de seguridad.
Mientras se aproximaban al centro de la ciudad descubrieron un buen numero de edificios de granito gris, bastante más imponentes que los anteriores de ladrillo rojo. Tal era el caso del Green Mountain National Bank con su almenada torre del reloj.
—Este edificio parece sacado de Disneylandia —dijo Nikki.
—De tal palo tal astilla —dijo Angela.
Llegaron a un parque, donde el césped había alcanzado un color exuberante, casi de verano. El parque estaba moteado de azafranes, jacintos y narcisos, sobre todo en la zona del cursi mirador central. David se acercó a la acera y detuvo el coche.
—Comparado con la parte de Boston que rodea el Boston City Hospital, esto parece el paraíso —dijo David.
En el extremo septentrional del parque había una gran iglesia blanca cuyo exterior era muy sencillo, a excepción de su enorme capitel, de estilo neogótico y repleto de tracerías y espirales. El campanario estaba enmarcado por columnas que sostenían arcos de medio punto.
—Nos sobra bastante tiempo antes de las entrevistas. ¿Qué proponéis? —preguntó David.
—Dar una vuelta en coche y luego comer —dijo Angela.
—Me parece muy bien —dijo David poniendo el motor en marcha dirigiéndose a Main Street. En el lado occidental del parque se levantaba la biblioteca municipal que, al igual que el banco, era de granito gris. Aunque esta ultima parecía más una villa italiana que un castillo.
Un poco más allá de la biblioteca se encontraba la escuela elemental. David se detuvo junto a la acera para que Nikki la contemplase. Era un bonito edificio de principios de siglo, de tres pisos, que estaba comunicado con otro de estilo más reciente.
—¿Qué te parece? —le preguntó David a Nikki.
—¿Si nos venimos a vivir aquí, iré a este colegio? —preguntó Nikki.
—Es muy probable —contestó David—. No creo que en esta ciudad haya más de un colegio.
—Es bonito —dijo Nikki diplomáticamente.
Un poco más adelante pasaron junto a la zona comercial y después llegaron al campus de la Universidad de Bartlet. Los edificios eran del mismo granito gris y con los mismos adornos blancos que los del resto de la ciudad. Una gran parte de ellos estaban recubiertos de hiedra.
—Es muy distinta de la Brown University —dijo Angela—. Pero tiene su encanto.
—A veces me pregunto que me hubiera pasado si hubiese estudiado en una de estas pequeñas universidades —dijo David.
—Pues que no habrías conocido a mama —contestó Nikki—. Y yo no estaría aquí.
—Tienes razón, me alegro de haber estudiado en Brown —dijo David riéndose.
Rodearon la universidad y se dirigieron al centro. Cruzaron el río Roaring y descubrieron dos viejos molinos. David le explicó a Nikki que antiguamente se utilizaba la fuerza del agua para hacer muchas cosas. Ahora, aunque la rueda seguía girando lentamente, uno de los molinos era la sede de una empresa de soporte informático. Un cartel anunciaba que el otro molino albergaba a la New England Coat Hanger Company.
Cuando llegaron al centro, David aparcó junto al parque.
Esta vez bajaron del coche y pasearon por Main Street.
—Es curioso, no hay basuras, ni pintadas, ni mendigos —dijo Angela—. Parece otro país.
—¿Y que te parece la gente? —preguntó David.
Desde que habían bajado del coche no hacían más que cruzarse con gente.
—Parecen muy reservados —contestó Angela—, aunque no hostiles.
—Entrare y preguntare dónde podemos comer algo —dijo David señalando la ferretería Staley.
Angela asintió. Ella y Nikki se quedaron mirando el escaparate de una zapatería.
David volvió al cabo de un momento.
—Dicen que el puesto ambulante esta bien para algo rápido, pero que si queremos comer bien vayamos al Iron Horse. Yo voto por lo rápido.
—Yo también —dijo Nikki.
—Pues no se hable más —añadió Angela.
Los tres pidieron las típicas hamburguesas; pan tostado, cebolla cruda y bastante ketchup. Cuando terminaron, Angela le pidió que la esperaran un momento.
—No puedo ir a ninguna entrevista si antes no me lavo los dientes —dijo.
Después de pagar la cuenta, David cogió unos cuantos caramelos de menta. Cuando volvían al coche se cruzaron con una mujer que llevaba de una correa a un cachorro de perdiguero.
—¡Qué mono! —exclamó Nikki.
Amablemente, la señora se detuvo para que Nikki acariciase al cachorrillo.
—¿Qué edad tiene? —preguntó Nikki.
—Tres meses —respondió la mujer.
—¿Nos podría indicar cómo se va al Bartlet Community Hospital?
—Claro —contestó la mujer—. Suban por el parque. La calle de la derecha es Front Street, lleva directo hasta la puerta del hospital.
Le dieron las gracias y se pusieron en marcha. Nikki andaba de lado para no perder de vista al cachorro.
—Es una monada —dijo Nikki—. ¿Si venimos a vivir aquí podré tener perro?
David y Angela se miraron, enternecidos. Después de todos los problemas médicos por los que había tenido que pasar, la modesta petición de Nikki conmovió sus corazones.
—Claro que podrás tener un perro —respondió Angela.
—Y lo elegirás tú —añadió David.
—Bueno, pues entonces quiero vivir aquí —afirmó Nikki—. ¿Vendremos?
Angela miró a David con la esperanza de que contestara él, pero David le indicó que lo hiciera ella. Angela se esforzó por encontrar una respuesta. No sabía que contestar.
—No es tan fácil decidir si nos quedaremos a vivir aquí —dijo por fin—. Hay que tener en cuenta muchas cosas.
—¿Qué cosas? —preguntó Nikki.
—Pues, por ejemplo, si nos dan trabajo a tu padre y a mi —dijo Angela aliviada de haber encontrado una respuesta tan sencilla.
Los tres se dirigieron hacia el coche.
A pesar de que ya sabían que proporcionaba asistencia sanitaria a más de medio estado, el Bartlet Community Hospital les pareció más grande y más impresionante de lo que habían imaginado. Aunque una señal indicaba que había un aparcamiento en la parte trasera, David aparcó junto a la puerta principal y dejó el motor encendido.
—Es muy bonito —dijo David—. Nunca hubiera pensado que un hospital pudiera ser bonito.
—¡Y que vistas! —dijo Angela.
El hospital estaba situado en una colina de la parte septentrional de la ciudad. Se orientaba al sur y la fachada principal quedaba bañada por el sol. Por debajo de ellos, en la base de la colina, se extendía la ciudad, de la que destacaba el capitel de la iglesia metodista. A lo lejos, las montañas Verdes dibujaban un borde festoneado en el horizonte.
—Será mejor que entremos —dijo Angela dándole unos golpecitos en el brazo—. Tengo la entrevista dentro de diez minutos.
David arrancó y se dirigió al aparcamiento. Había dos terrazas que hacían las veces de aparcamientos y estaban separadas por una hilera de árboles. Encontraron una entrada para visitantes en el propio aparcamiento.
Unas señales estratégicamente colocadas les condujeron a las oficinas de administración. Una solícita secretaria les indicó dónde podían encontrar el despacho del director del hospital, Michael Caldwell.
Angela llamó a la puerta, que estaba abierta. Michael Caldwell levantó la vista del escritorio y se puso de pie para saludarla. De tez olivácea y complexión atlética, a Angela le recordó a David. Además, iba muy bien vestido. También debía de tener unos treinta y tantos años, y más de uno ochenta de estatura. Y como David, también llevaba la raya en medio por una tendencia natural del cabello. Pero ahí se acababan los parecidos. Las facciones de Caldwell eran más duras que las de David, y tenía una nariz estrecha y aguileña.
—¡Pasen! —dijo Caldwell con entusiasmo—. ¡Entren los tres! —acercó unas sillas.
David miró a Angela. Angela se encogió de hombros. Si Caldwell quería entrevistar a toda la familia, a ella le parecía bien.
Después de las presentaciones, Caldwell volvió a sentarse detrás del escritorio con la carpeta de Angela delante.
—He leído su expediente y estoy realmente impresionado —comentó Caldwell.
—Gracias —respondió Angela.
—Para ser sincero, no esperaba encontrarme una mujer patólogo —dijo Caldwell—. Pero con el tiempo he aprendido que es una especialidad muy atractiva para muchas mujeres.
—Permite un horario de trabajo más estable —dijo Angela—. Y puede compatibilizarse la profesión de medico con la de tener una familia. —Estudió a Caldwell. Su comentario le había hecho sentirse incómoda, pero tampoco quería empezar con prejuicios.
—Por las cartas de recomendación de la Universidad de Columbia que ha presentado, deduzco que para el departamento de patología del Boston Hospital es usted una de sus residentes más brillantes.
—He intentado hacer bien mi trabajo —comentó Angela sonriendo.
—Y no es menos impresionante su expediente de la Columbia Medical School —añadió Caldwell—. Nos encantaría que se quedase con nosotros. Así de claro. ¿Alguna pregunta?
—David también tiene una entrevista de trabajo en Bartlet —dijo Angela—, en una de las más importantes organizaciones de asistencia sanitaria del estado: la Asistencia Medica Global.
—Nosotros la llamamos la AMG —dijo Caldwell—. Es la única organización de asistencia sanitaria de la zona.
—En mi carta ya indicaba que mi trabajo estaba condicionado al de mi marido —dijo Angela—, y lo mismo a la inversa.
—Lo se —dijo Caldwell—. De hecho, me he tomado la libertad de contactar con la AMG y he hablado de la solicitud de David con el jefe regional, Charles Kelley. Las oficinas de la AMG están en este mismo edificio. No puedo hablar en nombre de ellos, por supuesto, pero me parece que no habrá problemas.
—En cuanto acabemos aquí tengo que reunirme con el señor Kelley —dijo David.
—Perfecto —repuso Caldwell—. Pues bien, doctora Wilson, el hospital estaría encantado de ofrecerle el puesto de patóloga asociada. Tendría que trabajar con otros dos médicos, y durante el primer año su sueldo será de ochenta y dos mil dólares.
Cuando Caldwell apartó la vista para mirar el expediente, Angela miró a David. Ochenta y dos mil dólares al año parecían una fortuna después de tantos años de deudas opresivas e ingresos exiguos. David la miró con aire de complicidad, como demostración de que estaban pensando lo mismo.
—También tengo una información que concierne a ciertos interrogantes de su carta —dijo Caldwell. Dudó un momento y luego añadió—: Quizá tendríamos que hablarlo en privado.
—No es necesario —respondió Angela—. Supongo que se refiere a la fibrosis cística de Nikki. Ella participa activamente en su curación y, por lo tanto, no hay secretos.
—Muy bien —contestó Caldwell. Le sonrió bondadosamente a Nikki antes de continuar—. Me he enterado de que en el hospital tenemos un paciente con la misma enfermedad.
Se llama Caroline Helmsford. Tiene nueve años. Les he conseguido una cita con su medico, el doctor Bertrand Pilsner.
Es un pediatra de la AMG.
—Le agradezco su interés —dijo Angela.
—No hay de que —añadió Caldwell—. Nos gustaría mucho que se quedaran a vivir en nuestra encantadora ciudad. Pero debo confesar que cuando hice las primeras gestiones aún no había leído la carta en profundidad. Quizá debería saber más cosas para así poderles ser más útil.
—¿Por qué no le explicas al señor Caldwell lo que es la fibrosis cística? —dijo Angela mirando a Nikki.
—La fibrosis cística es un problema hereditario —explicó con tono seguro y serio—. Cuando ambos padres son portadores, existe el veinticinco por ciento de probabilidades de que sus hijos lo hereden. La enfermedad se da en uno de cada dos mil recién nacidos. —Caldwell intentó mantener la sonrisa. Era desconcertante oír una disertación así de labios de una niña de ocho años—. El problema principal se produce en el sistema respiratorio —prosiguió Nikki—. La mucosa de los pulmones de los enfermos es mucho más densa que la de la gente sana. Los pulmones encuentran dificultades a la hora de eliminar estas mucosas, y ello produce congestiones e infecciones. La bronquitis crónica y la neumonía son sus peores consecuencias. Los síntomas son muy variados. Algunas personas sufren graves secuelas; otras, como es mi caso, sólo tienen que tener cuidado de no constiparse y deben practicar una terapia respiratoria.
—Muy interesante —dijo el doctor Caldwell—. Pareces una experta. Quizá de mayor te gustara estudiar medicina.
—Si —dijo Nikki—. Pienso especializarme en enfermedades respiratorias.
—¿Que les parece a los doctores y a la futura doctora una visita al edificio donde se encuentran los despachos médicos? De paso les presentare al doctor Pilsner.
Había muy poca distancia desde el viejo edificio central de administración hasta el de los consultorios médicos, de más reciente construcción. Tras un corto paseo atravesaron una puerta antiincendios. El suelo del pasillo, antes de linóleo, estaba ahora cubierto por una lujosa moqueta.
El doctor Pilsner tenía una jornada de tarde bastante apretada, pero amablemente hizo un hueco para recibirles. Su espesa barba blanca le hacia parecer una especie de Santa Claus. Se inclinó para darle la mano a Nikki. Enseguida se quedó cautivado con la niña y la trató como a un adulto.
—Tenemos unos magníficos terapeutas para todo tipo de enfermedades respiratorias —explicó el doctor Pilsner a los Wilson—. Y el hospital cuenta con las más modernas instalaciones. Yo mismo he hecho un máster en enfermedades respiratorias en el Hospital Infantil de Boston. Creo que podemos atender a Nikki perfectamente.
—¡Fantástico! —dijo Angela, impresionada y aliviada—. Resulta reconfortante. Desde la enfermedad de Nikki todas nuestras decisiones están en función de sus necesidades.
—Pues lo han hecho muy bien —dijo el doctor Pilsner—. Bartlet es una buena elección: baja contaminación y aire puro. Si no tiene alergia al polen, creo que este es el lugar apropiado para su hija.
Caldwell acompañó a los Wilson a las oficinas regionales de la AMG. Antes de marcharse, les pidió que pasaran por su despacho después de la entrevista de David.
La recepcionista de la AMG les indicó una pequeña sala de espera. Casi enseguida, Charles Kelley salió de su despacho.
Kelley era muy alto y superaba a David en más de veinte centímetros. Su rostro estaba tostado por el sol y tenía cabello color arena con algunos mechones muy rubios. Iba vestido pulcramente con un traje a medida. Era muy sociable y entusiasta, parecía más un todopoderoso vendedor que el administrador de una sociedad medica.
Al igual que Caldwell, Kelley hizo pasar la familia Wilson a su despacho. Y también se mostró igualmente cortes.
—Si he de ser sincero, le necesitamos, David —dijo Kelley dando unos golpecitos en la mesa con el puño cerrado—. Queremos que forme parte de nuestro equipo. Nos ha impresionado muy positivamente su trabajo de medico interno residente en una institución como el Boston Hospital. Cada vez se viene más gente de la ciudad a vivir al campo, y nosotros necesitamos expertos como usted. Nos será de gran utilidad en nuestro equipo de atención primaria.
—Me alegro de que este tan convencido —dijo David un poco abochornado.
—La AMG se esta expandiendo rápidamente en la zona de Vermont, y sobre todo en el propio Bartlet —se vanaglorió Kelley—. Tenemos contratos con la fábrica de perchas, la universidad, la empresa de material informático y con todos los trabajadores de las empresas estatales y municipales.
—Suena a monopolio —bromeó David.
—Nosotros pensamos que es debido a nuestro esfuerzo por lograr una mayor calidad de la medicina y un mejor control de los costes.
—Por supuesto —corroboró David.
—Su sueldo será de cuarenta y un mil dólares el primer año —añadió Kelley.
David asintió. Sabía que tendría que aguantar algunas bromas de Angela, ya que su sueldo sería mucho mayor. Y aunque eso era algo con lo que ya contaban, nunca hubieran imaginado que fuera el doble.
—¿Quiere que le enseñe su futuro despacho? —dijo Kelley, impaciente—. Así vera un poco lo que hacemos y podrá hacerse una idea del ambiente de trabajo.
David miró a Angela. El estilo de Kelley era más agresivo que el de Caldwell.
A David, el despacho le pareció un sueno. La vista orientada al sur, hacia las montanas Verdes, era casi perfecta. Parecía un cuadro.
David vio a cuatro pacientes que leían revistas en la sala de espera. Miró a Kelley en busca de una explicación.
—Compartirá este despacho con el doctor Randall Portland —explicó Kelley—. Es traumatólogo, además de un buen tipo. Hemos pensado que compartir recepcionistas y enfermeras permite optimizar los recursos. Espere un momento, voy a mirar si puede salir a saludarle.
Kelley dio unos golpecitos a algo que en apariencia era un espejo. Se abrió, detrás había una recepcionista. Kelley habló con ella un momento antes de volver a cerrar la partición disimulada como espejo.
—Saldrá enseguida —dijo Kelley, uniéndose a los Wilson.
Luego les explicó cómo estaba distribuido el centro.
Abrió la puerta del lado oeste de la sala de espera y pasaron a una zona recién decorada que albergaba unas salas de reconocimiento vacías. Les acompañó al que sería el despacho privado de David. Tenía la misma vista fabulosa que la sala de espera.
—Hola a todos —exclamó alguien.
Los Wilson, que estaban mirando por la ventana, se volvieron y vieron entrar en la habitación a un hombre joven y de aspecto tenso. Era el doctor Randall Portland. Kelley se lo presentó a los tres. Nikki, como había hecho con el doctor Pilsner, también le dio la mano.
—Llámame Randy —dijo el doctor Portland al estrechar la mano de David.
David tuvo la sensación de que Portland le estaba examinando de arriba abajo.
—¿Juegas a baloncesto? —le preguntó Randy.
—De vez en cuando —contestó David—. Últimamente no he tenido mucho tiempo.
—Espero que os quedéis en Bartlet —dijo Randy—. Necesitamos más jugadores de baloncesto. O por lo menos alguien que me sustituya.
David sonrió.
—Me alegro de haberos conocido, amigos. Lo siento, pero tengo trabajo.
—Es una persona muy ocupada —le explicó Kelley después de que Portland saliera—. Sólo tenemos dos traumatólogos, y necesitaríamos tres.
David se volvió hacia el hipnotizante paisaje que se veía por la ventana.
—¿Bueno, que le parece? —preguntó Kelley.
—Estoy impresionado —respondió David, mirando a Angela.
—Tendremos que sopesarlo todo seriamente —añadió Angela.
Después de dejar a Kelley, los Wilson se dirigieron al despacho del doctor Caldwell. El doctor insistió en enseñar el hospital a Angela y a David. Nikki se quedó en la guardería al cuidado de unos voluntarios ataviados de rosa.
La primera parada del itinerario fue el laboratorio. A Angela no le sorprendió encontrarse con una verdadera maravilla. Después de mostrarle la sección de patología, la especialidad que más había trabajado Angela, Caldwell le presentó al jefe del departamento, el doctor Benjamin Wadley.
El doctor Wadley tenía aspecto distinguido, era un caballero de unos cincuenta años y de cabello plateado. A Angela le chocó lo mucho que le recordaba a su padre.
Después de las presentaciones, el doctor Wadley les preguntó por su hija. Antes de que pudieran contestar, se deshizo en elogios sobre el sistema educacional del colegio de Bartlet.
—A mis hijos les fue muy bien. Uno esta estudiando en la Universidad de Weslayan, Connecticut, y la otra ya casi ha conseguido que la admitan en la Universidad de Smith.
Poco después de despedirse de Wadley y mientras seguían a Caldwell, Angela hizo un aparte con David y le susurró:
—¿Has advertido que el doctor Wadley se parece muchísimo a mi padre?
—Pues ahora que lo dices, es verdad —dijo David—. Tiene el mismo tipo de seguridad y aplomo.
—Me ha parecido algo verdaderamente curioso —dijo Angela.
—Bueno, pero no nos dejemos llevar por imaginaciones producto de los nervios —bromeó David.
La siguiente parada del recorrido fue la sala de urgencias, y a continuación el Centro de Exploración por la Imagen. David se quedó muy impresionado por el recién adquirido aparato de resonancia magnética.
—Es mejor que el del Boston Hospital —señaló David—. ¿De dónde han sacado el dinero?
—El Centro de Exploración por la Imagen es el resultado de una experiencia conjunta entre el hospital y el doctor Cantor, uno de los médicos de plantilla —le explicó Caldwell—. Renuevan el material continuamente.
Después del Centro de Exploración por la Imagen, David y Angela recorrieron el nuevo edificio de radioterapia, que contaba con un modernísimo acelerador lineal. De allí volvieron al edificio principal y a la unidad de cuidados intensivos para neonatos.
—No se que decir —reconoció David después del recorrido.
—Nos habían dicho que el hospital estaba muy bien equipado —dijo Angela—, pero es mucho mejor de lo que habíamos imaginado.
—Nos sentimos razonablemente orgullosos —explicó Caldwell mientras les acompañaba a su despacho—. Hicimos grandes mejoras para conseguir el acuerdo con la AMG. Tuvimos que competir con el Valley Hospital y con el Mary Sackler. Por suerte, nosotros nos quedamos con el contrato.
—Pero todos estos equipos y todas estas mejoras han debido costar una fortuna —dijo David.
—Eso sería subestimar la realidad —convino Caldwell—. No es fácil sacar adelante un hospital en los tiempos que corren, sobre todo en una época de gran competencia impuesta por las autoridades sanitarias. Los ingresos bajan y los costes suben. Es muy difícil mantenerse en el mercado. —Caldwell le pasó a David un sobre color manila—. Ahí encontrara bastante información sobre el hospital. Quizá les sirva para trasladarse aquí y aceptar nuestras ofertas de trabajo.
—¿Y el alojamiento? —preguntó Angela tras una pequeña duda.
—Me alegro de que lo pregunte —dijo Caldwell—. Había olvidado comentarles que se pasaran por el Green Mountain National Bank y hablasen con Barton Sherwood. El señor Sherwood es el vicepresidente del consejo de administración del hospital. Cuando le vean se darán cuenta del gran apoyo con que cuenta el hospital en nuestra comunidad.
Después de rescatar a una reticente Nikki de la guardería, donde se lo había pasado en grande, los Wilson se dirigieron en coche al parque para, desde allí, ir andando al banco. Barton Sherwood los reconoció a la primera, algo que ya empezaba a resultarles familiar en Bartlet.
—Sus solicitudes han sido consideradas favorablemente en la última reunión del consejo ejecutivo —explicó Barton Sherwood reclinándose en el respaldo de su sillón, e introduciendo los pulgares en los bolsillos del chaleco. Era un hombre delgado, de unos sesenta años, de cabello lacio y bigote fino—. Esperamos de todo corazón que se unan a la familia del Bartlet Community Hospital. Y para animarles a que se decidan por Bartlet, el Green Mountain National Bank esta dispuesto a concederles dos tipos de hipoteca para que puedan comprarse una casa.
David y Angela estaban tan sorprendidos que se quedaron boquiabiertos. Ni por asomo hubieran imaginado que podrían comprarse una casa durante el primer año de trabajo.
Casi no tenían dinero en el banco y sí un montón de deudas de sus carreras universitarias; debían unos ciento cincuenta mil dólares. Sherwood siguió explicándoles los pormenores del crédito, pero Angela y David no podían concentrarse en los detalles. No se atrevieron a hablar hasta que no estuvieron otra vez dentro del coche.
—Es increíble —dijo David.
—Es demasiado bonito para ser verdad —añadió Angela.
—¿Nos quedaremos en Bartlet? —preguntó Nikki.
—Ya veremos —contestó Angela.
Como David había conducido en el viaje de ida, Angela se ofreció a llevar el coche de vuelta a Boston. Mientras ella conducía, David estudió cuidadosamente los papeles que les había entregado Caldwell.
—Esto es muy interesante —comentó David—. Hay un recorte de un periódico local sobre la firma del contrato entre el Bartlet Community Hospital y la AMG. Explica que el acuerdo se consumó cuando el consejo de administración del hospital, liderado por Harold Traynor, aceptó la principal exigencia de la AMG: hospitalización del enfermo a cambio de una cuota mensual por determinar. Es un sistema de control de costes aconsejado por el gobierno y apoyado por todas las sociedades medicas.
—Es un buen ejemplo de cómo los hospitales y los médicos se ven obligados a hacer concesiones —comentó Angela.
—Tienes razón —confirmó David—. Para conseguir la capitación, el hospital actúa como una entidad aseguradora. Y así, asume los riesgos sanitarios de los asegurados de las sociedades médicas.
—¿Qué es la capitación? —preguntó Nikki.
—La capitación —contestó David dándose la vuelta—, es cuando una organización recibe una cierta cantidad de dinero por persona. En los planes de salud, esta cantidad se suele abonar mensualmente.
Nikki seguía un tanto confundida.
—Veámoslo con un ejemplo —David volvió a intentarlo—. Supongamos que la AMG paga cien mil dólares al mes al Bartlet Community Hospital según el plan de salud contratado. Si durante ese mes alguno de los socios de la AMG tiene que ser hospitalizado, la AMG no tiene que pagar nada. Pero si durante ese mes nadie se pone enfermo, el hospital se queda con la mejor parte. ¿Pero que pasaría si todo el mundo se pone enfermo a la vez y tiene que ir al hospital? ¿Que crees que pasaría?
—La mareas con tantas cosas —dijo Angela.
—Lo comprendo —dijo Nikki—. Si todo el mundo se pone enfermo a la vez, el hospital se arruinaría.
—¿Has oído eso? —David sonrió con satisfacción y le dio un pellizco en la mejilla a Nikki—. Esta es mi niña —añadió triunfante.
Unas horas después estaban de vuelta en casa. Su apartamento estaba en Southend y Angela tuvo la suerte de encontrar un sitio para aparcar a media manzana de casa. David despertó suavemente a Nikki, que estaba dormida. Anduvieron juntos hasta llegar al portal y subieron andando por las escaleras hasta el cuarto piso.
—¡Oh, no! —exclamó Angela.
Ella había sido la primera en llegar al apartamento.
—¿Qué pasa? —preguntó David, mirando por encima de Angela.
Angela señaló hacia la puerta. El marco estaba arrancado en el lugar donde habían metido la palanca. David se acercó y empujó la puerta, que se abrió. Las tres cerraduras estaban rotas.
David entró y encendió la luz. El apartamento había sido saqueado: los muebles estaban patas arriba y el contenido de armarios y cajones, desparramado por el suelo.
—¡Oh, no! —chilló Angela con lagrimas en los ojos.
—¡Tranquilidad! —dijo David—. Lo hecho, hecho esta. No nos pongamos histéricos.
—¿Qué quieres decir con «no nos pongamos histéricos»? —replicó Angela—. Han destrozado la casa, el televisor ha desaparecido…
—Podemos comprarnos otro televisor —dijo David tranquilamente.
Nikki volvió de su habitación y les comunicó que no habían tocado nada.
—Algo es algo —dijo David.
Angela desapareció en su habitación mientras David inspeccionaba la cocina. Todo estaba en orden, a excepción de un poco de helado derramado sobre el mostrador.
David cogió el teléfono y marcó el numero de la policía; mientras esperaba a que cogieran apareció Angela con lágrimas en las mejillas y llevando un pequeño joyero vacío.
Después de dar los detalles a la telefonista de la policía, David se volvió hacia su mujer. Angela intentaba controlarse.
—No me des una de tus respuestas tan racionales —consiguió balbucear Angela—. No me digas que podemos comprar otras joyas.
—Esta bien, esta bien —dijo David, conciliador.
—Volver aquí para contemplar nuestro hogar desvalijado hace bastante más agradable la perspectiva de Bartlet —dijo Angela enjugándose las lagrimas con la manga de la camisa—. Si las cosas han de ser así, estoy decidida a olvidarme para siempre de estas pesadillas urbanas.
—No tengo nada personal contra él —le estaba explicando el doctor Randall a su mujer Arlene tras haber cenado.
La mujer indicó a sus hijos Mark y Allen que recogieran la mesa.
—No quiero compartir mi despacho con un internista.
—¿Y por qué no? —preguntó Arlene, cogiendo los platos que le pasaban sus hijos y echando los restos de comida a la trituradora de basuras.
—Pues porque no quiero que mis pacientes de postoperatorio tengan que compartir la sala de espera con una pandilla de enfermos contagiosos —espetó Randy.
Volvió a poner el corcho en la botella de vino y la guardó en la nevera.
—De acuerdo —dijo Arlene—. Eso me parece razonable.
Pensaba que era la típica trifulca juvenil de cirujano contra internista.
—No seas ridícula —respondió Randy.
—¿No te acuerdas de las bromas que hacías sobre los internistas cuando eras medico residente? —le recordó Arlene.
—Eso sólo eran sanas disputas verbales —dijo Randy—. Pero esto es distinto. No quiero que nadie contagie a mis pacientes.
Llámalo superstición si quieres. Pero últimamente llevo una racha muy mala con mis enfermos y eso me deprime.
—¿Podemos ver la tele? —preguntó Mark.
A su lado estaba Allen, que tenía unos ojos grandes y angelicales. Tenían siete y seis años respectivamente.
—Ya hemos hablado de eso otras… —empezó Arlene, pero se detuvo. No podía resistirse a la mirada suplicante de sus hijos. Además quería hablar a solas con Randy—. De acuerdo, sólo media hora.
—¡Guay! —exclamó Mark. Allen le imitó, y los dos fueron a ver la televisión.
Arlene cogió a Andy del brazo y le condujo a la sala. Le obligó a sentarse en el sofá y ella se sentó en una silla enfrente.
—No me gusta que hables así —dijo ella—. ¿Sigues obsesionado por lo de Sam Flemming?
—Claro que estoy obsesionado con lo de Sam Flemming —dijo Randy, irritado—. Nunca se me había muerto un paciente cuando era residente y ahora se me han muerto tres.
—Hay ciertas cosas que no puedes controlar —dijo Arlene.
—No tendría que habérseme muerto ninguno —dijo Randy—. Y menos en una especialidad como la mía. Yo soy un medico de huesos que se ocupa de arreglar extremidades.
—Creí que ya habías superado la depresión.
—Vuelvo a tener problemas de insomnio —reconoció Randy.
—Quizá deberías llamar al doctor Fletcher —sugirió Arlene.
Antes de que Randy pudiera contestar, sonó el teléfono.
Arlene se sobresaltó. Odiaba ese sonido, sobre todo cuando Randy tenía algún paciente recuperándose en el hospital.
Contestó al segundo timbrazo deseando que fuera una llamada sin importancia. Por desgracia no lo era. Era un recepcionista del Bartlet Community Hospital que quería hablar con el doctor Portland.
Arlene le pasó el auricular a su marido. Randy lo cogió de mala gana. Palideció al cabo de un momento. Colgó el receptor en su sitio y miró a Arlene.
—William Saphiro esta muy mal. Le he operado de la rodilla esta mañana. Es increíble. Igual que el otro. Tiene fiebre y esta desorientado. Casi seguro que es neumonía.
—Lo siento —dijo ella, acercándose a su marido y abrazándole. No sabía que decirle.
Randy guardó silencio. Estuvo un buen rato sin moverse.
Cuando lo hizo, se libró de los brazos de Arlene y salió por la puerta de atrás sin pronunciar palabra. Arlene observó desde la ventana de la cocina cómo sacaba el coche del garaje y llegaba a la calle. Se enderezó y sacudió la cabeza. Estaba preocupada por su marido, pero no sabía que podía hacer.