Prólogo

El hotel, a pocos minutos de Whitehall, era grande y bastante conocido; también ostentoso, por no decir de un lujo extravagante, y… no era exactamente lo que parecía ser. La última planta estaba ocupada en su totalidad por una sociedad internacional de empresarios, y esto era todo lo que la dirección del hotel sabía de dicha sociedad. Los ocupantes de esa área desconocida tenían su propio ascensor y su escalera privada en la parte posterior del edificio, aislada del hotel propiamente dicho; incluso tenían su propia escalera de incendios. En efecto, ellos —«ellos» es la única identidad que, dadas las circunstancias, podemos otorgarles— eran los propietarios del piso superior, y, por consiguiente, estaban excluidos del área de influencia y de operaciones del establecimiento. Claro que si se miraba el edificio desde el exterior, muy pocos sospecharían que no fuera en su totalidad lo que pretendía ser. Y ésta era precisamente la impresión que ellos querían transmitir.

En cuanto a los «empresarios internacionales» —fueran lo que fuesen esas criaturas—, ellos no pertenecían a esa especie. De hecho, eran funcionarios del Estado. O, para decirlo con más propiedad, eran una dependencia gubernamental. El gobierno los mantenía de la misma manera que un árbol alimenta una planta parásita, pero sus raíces eran independientes. Y puesto que eran un parásito muy pequeño, su presencia pasaba inadvertida para el gran árbol. Como sucede con muchos proyectos experimentales, de incierto porvenir, su financiación no era prioritaria, se solventaba con el «dinero de bolsillo». El mantenimiento de sus oficinas, por tanto, estaba muy lejos de ocupar un lugar prioritario en las partidas de gastos de los presupuestos del Estado, aunque, de cualquier modo, era inevitable.

A diferencia de lo que sucede con otros proyectos, la naturaleza de éste exigía que pasara inadvertido. Su descubrimiento no traería más que problemas; sería considerado con desconfianza y provocaría burlas, y hasta es probable que fuera recibido con una total incredulidad, incluso hostilidad. Se diría que había sido un gasto del todo innecesario, que se habían malgastado las contribuciones de los ciudadanos, que aquello era derrochar el dinero público. Y no se podría exhibir nada que lo justificara, puesto que los beneficios o frutos del proyecto eran aún hipotéticos, y la menor «helada» podía acabar con ellos para siempre. Los mismos principios se aplican a todas las organizaciones o servicios de este tipo: tienen que ser consideradas eficaces sin perder, aunque resulte paradójico, su anonimato, su manto de invisibilidad. Por lo tanto, poner al descubierto una organización de esta clase significa acabar con ella…

Otra manera de matar un híbrido semejante sería arrancarlo de raíz y negar que haya existido. O esperar a que alguna agencia exterior lo desarraigara, y entonces no volver a plantarlo.

Algo así había ocurrido hacía tres días. Habían roto uno de los zarcillos más importantes, cuya función principal había sido unir la planta trepadora al árbol que la alojaba, procurándole así estabilidad. Para decirlo de un modo breve: el director de la división había sufrido un ataque cardíaco y había muerto cuando se dirigía a su casa. Hacía años que sufría del corazón, de modo que esto no era nada extraño, pero luego sucedió algo que arrojó una luz diferente sobre el hecho, algo en lo que Alec Kyle no deseaba pensar en este momento.

Porque ahora, en esta mañana de domingo de un mes de enero especialmente frío, Kyle, el segundo de a bordo, tiene que estimar los daños y la posibilidad de repararlos. En el caso de que estas reparaciones sean factibles, debe hacer su primer —y vacilante— intento para que todo vuelva a funcionar como antes. Las bases del proyecto nunca fueron muy firmes, pero ahora, sin una dirección enérgica, sin una jefatura, todo el asunto puede venirse abajo en muy poco tiempo. Como un castillo de arena cuando sube la marea.

Éstos eran los pensamientos que daban vueltas en la cabeza de Kyle cuando abandonó la fangosa acera y entró por las puertas giratorias de cristal a un pequeño vestíbulo, se sacudió la nieve y se bajó el cuello del abrigo. Él, personalmente, no tenía dudas sobre la validez del proyecto —Kyle pensaba, por el contrario, que la sección era muy importante—, pero ¿cómo defender su posición frente al escepticismo de los de arriba? Sí, escepticismo. El viejo Gormley había conseguido llevar el proyecto adelante gracias a sus amigos que ocupaban altos cargos, a su imagen de aristócrata, a su autoridad, su entusiasmo y su energía indomable, pero no había muchos hombres como Gormley. Y en la actualidad eran aún más escasos.

Y esa tarde a las cuatro, Kyle sería invitado a defender su posición, la vigencia de su sección, su misma existencia. Oh, ellos habían actuado muy rápido, y Kyle creía saber por qué. Era la crisis. No había nada que mostrar tras cinco años de trabajo, e iban a acabar con el proyecto. Lo iban a hacer callar, fueran cuales fuesen sus argumentos. El viejo Gormley había sido capaz de gritar más que todos ellos juntos: él tenía los enchufes, el respaldo necesario. Pero ¿quién era Alec Kyle? Alec podía imaginar en este mismo instante la inquisición de la tarde.

—Sí, señor ministro. Soy Alec Kyle. ¿Mi cargo en la sección? Bueno, además de ser el segundo de a bordo, después de sir Keenan, yo era… quiero decir decir soy… yo… yo pronostico… ¿Cómo dice? Ah, significa que puedo prever el futuro, señor. ¿Eh?… Oh, tengo que reconocer que es probable que no pueda decirle qué caballo ganará mañana en Goodwood. Mis predicciones no son tan específicas. Pero…

¡Pero todo iba a ser inútil! Cien años atrás ellos no hubieran creído en el hipnotismo. Hace apenas quince años todavía se reían de la acupuntura. ¿Cómo podía esperar Kyle convencerlos con respecto a la sección y a su trabajo? Y sin embargo, junto a su abatimiento y a su sensación de pérdida, había otra cosa. Kyle sabía lo que era: era su «don», que le decía que no todo estaba perdido, que de alguna manera conseguiría convencerlos, que la sección iba a continuar. Ésta era la razón de que estuviera aquí: inspeccionar las cosas de Gormley, preparar la defensa de la sección, seguir luchando por su causa. Una vez más, Kyle reflexionó sobre su extraño talento, esa habilidad para entrever el futuro.

Porque lo cierto era que, la noche anterior, había soñado que la respuesta estaba precisamente aquí, en este edificio, entre los papeles de Gormley. Aunque puede que «soñado» no sea la palabra correcta: las revelaciones de Kyle —aquello apenas entrevisto que aún no había sucedido; acontecimientos futuros— le sobrevenían siempre en esos nebulosos instantes entre el sueño profundo y el despertar, inmediatamente antes de la total recuperación de la conciencia. La alarma del despertador podía poner en marcha el proceso, o también el primer rayo de sol que entraba por la ventana de su dormitorio. Así había sucedido esa mañana: la luz opaca de otro día gris que invadió su habitación, se filtró por entre sus párpados e imprimió, en su mente a la deriva, el hecho de que un nuevo día estaba por nacer.

Y con el nuevo día había nacido una visión; aunque «vislumbre» era quizás una palabra más apropiada, porque eso era todo lo que el talento de Kyle le había permitido. El sabía que siempre era así, y también que sólo sucedía durante un instante y luego desaparecía para siempre. Por eso se había concentrado en aquella imagen fugaz y la había absorbido. No podía arriesgarse a perder nada. Todo lo que había «visto» de esta manera, más tarde había resultado ser de vital importancia.

En esta ocasión se había visto sentado a la mesa de Keenan Gormley, inspeccionando sus papeles uno por uno. El cajón superior de la derecha estaba abierto; los papeles y las carpetas que había sobre la mesa provenían de allí. El gran archivo de Gormley continuaba cerrado; sus tres llaves estaban en la mesa, donde las había dejado Kyle. Cada una de las llaves abría un pequeño cajón en el archivo, y cada uno de los cajones tenía su propia cerradura de combinación. Kyle conocía las combinaciones, pero no se había molestado en abrir el archivo. No, lo que él buscaba estaba allí mismo, en los documentos que habían estado guardados en el cajón de la mesa. Kyle había visto entonces a su imagen, como galvanizada al darse cuenta de ello, que se detenía bruscamente cuando llegaba a determinada carpeta. Era una carpeta amarilla, y esto significaba que pertenecía a un miembro futuro de la organización. Alguien que ya estaba «en los libros». Alguien en quien Gormley había puesto sus ojos avizores. Un individuo que tal vez poseyera verdadero talento.

En el instante en que se le había ocurrido esto, Kyle se adelantó hacia sí mismo, hacia su imagen sentada. Y entonces, como siempre de una manera inesperada, su alter-ego en el escritorio había levantado la cabeza, lo había mirado, y había alzado la carpeta para que él pudiera ver el nombre escrito en la cubierta: Harry Keogh.

Eso era todo. En ese instante, Kyle se había despertado. En cuanto al significado de aquello, quién sabe cuál era. Kyle había renunciado hacía tiempo a intentar predecir el significado de aquellas visiones; sólo sabía que lo tenían. En todo caso, si se podía decir que algo lo había traído hoy a este lugar, ese algo era el breve y aún inexplicable «sueño» que había tenido antes de despertar.

Todavía era muy temprano, y Kyle había conseguido adelantarse por unos minutos al intenso tráfico de las horas punta en Londres. Durante la próxima hora —o tal vez durante más tiempo— las calles serían un caos, pero aquí reinaba la proverbial calma de las tumbas. Los demás empleados administrativos (tres, incluida la mecanógrafa) tenían dos días de asueto, en honor al muerto, de modo que las oficinas de arriba estarían desiertas.

Kyle había apretado el botón para llamar al ascensor, que ahora abría sus puertas. Entró, y, cuando las puertas se cerraron, sacó su pase y lo introdujo en la ranura del sensor. El ascensor dio un salto, pero no subió. Las puertas se abrieron y se cerraron nuevamente tras un largo momento de espera. Kyle frunció el entrecejo, miró el carnet y maldijo para sus adentros. ¡Había caducado el día anterior! Normalmente, Gormley la habría renovado en el ordenador de la sección; ahora tendría que hacerlo él mismo. Por fortuna llevaba consigo la tarjeta de Gormley, junto con los demás efectos que utilizaba en la oficina. Consiguió que el ascensor subiera hasta el último piso con el pase del fallecido director de la sección, y, mediante el mismo procedimiento, pudo entrar en la oficina principal.

Dentro, el silencio era casi ensordecedor. El lugar, situado muy alto por encima del nivel de la calle, con suelos insonorizados para no dejar pasar los ruidos del hotel, y con ventanas de oscuros cristales dobles, parecía estar construido en una especie de vacío. Daba la sensación de que si uno escuchaba ese silencio durante largo rato, le sería difícil respirar. Esta sensación era particularmente intensa en el despacho de Gormley, donde alguien se había preocupado de bajar las persianas. Pero éstas se habían trabado en mitad de la ventana, y ahora las bandas de luz que penetraban por los cristales teñidos de verde hacían que todo el despacho pareciera decorado con rayas líquidas, submarinas. Esto convertía al recinto, antes tan familiar, en un lugar extraño, ajeno, y de repente fue muy raro e irreal que el Viejo no estuviera allí…

Antes de entrar, Kyle permaneció durante unos momentos en el vano de la puerta, contemplando el despacho. Después la cerró a sus espaldas y se dirigió al centro de la habitación. Varios scanners ocultos lo habían estudiado e identificado, tanto en las oficinas exteriores como aquí, pero un monitor de control situado en la pared vecina a la mesa de Gormley no se dio por satisfecho. Comenzó a emitir un sonido corto y agudo, y sobre su pantalla apareció impreso el siguiente mensaje:

SIR KEENAN GORMLEY NO PUEDE ATENDERLO EN ESTE MOMENTO. ÉSTA ES UNA ZONA DE SEGURIDAD. POR FAVOR, IDENTIFÍQUESE CON SU TONO DE VOZ HABITUAL O ABANDONE DE INMEDIATO EL LUGAR. SI NO SE IDENTIFICA O SE MARCHA, LAS PUERTAS Y VENTANAS SE CERRARAN AUTOMÁTICAMENTE DESPUÉS DE UN ÚLTIMO PLAZO DE DIEZ SEGUNDOS… REPITO: ÉSTA ES UNA ZONA DE SEGURIDAD.

Kyle experimentó un irracional sentimiento de hostilidad hacia la fría e irreflexiva máquina, y, en un gesto malévolo, no le respondió y se limitó a esperar. Después de tres segundos, el mensaje anterior se borró de la pantalla y la máquina imprimió:

COMIENZA EL PLAZO DE DIEZ SEGUNDOS: DIEZ… NUEVE… OCHO… SIETE… SEIS…

—Alec Kyle —dijo Kyle de mala gana, pues no quería quedarse encerrado en la habitación.

La máquina reconoció su voz, interrumpió la cuenta y comenzó una nueva rutina:

BUENOS DÍAS, SEÑOR KYLE… SIR GORMLEY NO PUEDE…

—Ya lo sé —dijo Kyle—. Gormley está muerto.

Se adelantó hasta el teclado del monitor e introdujo la contraseña que anulaba el mecanismo de seguridad. La réplica de la máquina fue:

NO OLVIDE RESTABLECER LA ALARMA ANTES DE MARCHARSE.

después de lo cual se desconectó.

Kyle se sentó a la mesa.

«Qué mundo más raro —pensó—. Y qué organización tan peculiar, robots y románticos. La superciencia y lo sobrenatural. Telemetría y telepatía. Cálculos de probabilidad informatizados y precognición. ¡Aparatos científicos y fantasmas!»

Metió la mano en el bolsillo para buscar los cigarrillos y el encendedor, y sacó también las llaves del archivo de Gormley. Sin pensarlo, las dejó en una esquina de la mesa. Luego se quedó contemplándolas durante un momento. Reproducían una estructura, la estructura de la visión del futuro que había tenido esta mañana.

«Muy bien, partamos de aquí».

Probó a abrir los cajones de la mesa. Estaban cerrados. Cogió la agenda de Gormley que guardaba en el bolsillo interior de su abrigo y buscó la contraseña. Era ÁBRETE SÉSAMO.

Kyle, sin poder contener una risita, escribió ÁBRETE SÉSAMO en el teclado de la mesa e intentó otra vez abrir los cajones. El primer cajón de la derecha se abrió de inmediato; dentro había carpetas, documentos, papeles escritos…

«Ahora viene lo divertido», pensó Kyle.

Sacó los papeles y los puso sobre la mesa. Dejó el cajón abierto (otra vez su «visión») y comenzó a estudiar los documentos. Una vez inspeccionados los dejó de nuevo en el cajón. Kyle sabía que su talento ya no debería sorprenderlo, pero aún lo hacía, y dio un involuntario respingo cuando llegó a la carpeta amarilla: el nombre que había en la cubierta era, claro está, Harry Keogh.

Harry Keogh. Ese nombre, sin contar el sueño, sólo había aparecido antes en una ocasión: en un juego de PES (Percepción Extra Sensorial) que él solía jugar con Keenan Gormley. En cuanto a la carpeta, no la había visto en su vida (en su vida consciente, en todo caso), pero se quedó mirándola fijamente, tal como lo había hecho en el sueño. Y…

En el sueño había abierto la carpeta sólo para sí mismo. Ahora ese recuerdo lo condujo a realizar un acto distinto: sostuvo la carpeta en dirección a la habitación vacía —aunque se sentía un poco tonto; no comprendía por qué hacía aquello, pero al mismo tiempo sentía que una extraña energía penetraba por su piel— como si la diera a leer a un fantasma de su propio y reciente pasado.

Y así como el recuerdo había desencadenado una acción, ésta provocó ahora otra cosa, algo que era ajeno a todas las experiencias anteriores de Alec Kyle, a todos sus conocimientos.

«¡Dios mío! ¡Aparatos científicos y fantasmas!».

Hasta hacía apenas un instante, la habitación había estado agradablemente templada. El edificio tenía calefacción central, y en los despachos nunca hacía frío. O no tendría que haberlo hecho, porque ahora, en cuestión de segundos, la temperatura había descendido bruscamente. Kyle lo advertía, podía percibirlo, pero al mismo tiempo conservaba el sentido común y la lógica suficientes para preguntarse si no sería su temperatura corporal la que había bajado. Si así era, tenía una explicación. Las personas que sufrían una conmoción debían de sentirse de esta manera. ¡Y no era raro que se estremecieran en circunstancias semejantes!

—¡Jesús! —susurró, y su aliento se desplegó como una nubécula de vapor en el aire repentinamente helado. Sus dedos temblorosos soltaron la carpeta, que golpeó contra la mesa. El ruido que produjo esta caída, y lo que veía, hicieron que Kyle se pusiera en movimiento como sacudido por una descarga eléctrica. Dio un salto hacia atrás en la silla, sus pies se arrastraron por la gruesa alfombra, la silla se inclinó hasta dar contra el alféizar de la ventana, y el impulso la hizo volver hacia adelante.

La cosa —¿aparición?— estaba a medio camino entre la puerta y la mesa, y no se había movido. Al principio, Kyle pensó —y la idea lo atemorizó— que lo que veía sólo podía ser él mismo de pie, proyectado hacia afuera desde su sueño. Ahora, sin embargo, veía que aquello era otra persona, u otra cosa. No puso en duda en ningún momento la realidad de lo que veía, ni pensó que podría no ser algo sobrenatural. Era imposible que no lo fuera. Los dispositivos de seguridad que exploraban continuamente la habitación, y todo el conjunto de despachos, no habían descubierto nada. Eran por completo independientes, y si hubiera algo extraño, las alarmas ya estarían sonando y se harían cada vez más estridentes hasta que alguien lo advirtiera. Pero estaban silenciosas. Por consiguiente, aquí no había nada que pudieran detectar…, pero Kyle lo veía.

Eso, él, un hombre —un joven— desnudo como un niño recién nacido, estaba frente a Kyle y lo miraba. Sus pies, sin embargo, no tocaban el suelo enmoquetado, y los rayos de luz verde que entraban por las ventanas penetraban su carne como si ésta careciera de sustancia. ¡Maldito sea, si era inmaterial! Pero la cosa lo miraba, y Kyle se dio cuenta de que lo veía. Se preguntó para sus adentros si se mostraría amistoso con él o si…

Se echó de nuevo hacia atrás y sus ojos vieron algo en el fondo del cajón abierto. Una automática Browning de 9 mm. Sabía que Gormley iba armado, pero no conocía la existencia de esa pistola. ¿Estaría cargada? Y si lo estaba, ¿le serviría de algo contra «eso»?

—No —dijo la aparición con un leve, casi imperceptible gesto de negación—. No serviría de nada.

¡Y lo más sorprendente era que sus labios no se habían movido ni un milímetro!

—¡Por Dios! —exclamó Kyle en voz alta.

En un acto involuntario, se apartó de nuevo de la mesa. Después se dominó y dijo:

—Usted… usted lee mis pensamientos.

La aparición sonrió apenas.

—Todos tenemos nuestras habilidades, Alec. Usted tiene las suyas, y yo las mías.

Kyle, que tenía la boca entreabierta, la abrió aún más. Se preguntó qué sería más fácil, pensar para la cosa, o hablarle.

—Hábleme —dijo el otro—. Creo que será más fácil para ambos.

Kyle tragó saliva, intentó hablar, tragó saliva de nuevo, y, por último, consiguió decir:

—¿Pero quién…, qué…, qué demonios es usted?

—No tiene importancia quién soy. Sí la tiene qué he sido, y qué seré. Ahora, escúcheme. Tengo mucho que contarle y todo es bastante importante. Llevará tiempo, horas tal vez. ¿Necesita algo antes de que comience?

Kyle miró directo a…, a lo que quiera que fuese. Lo miró fijo, apartó luego la vista y lo miró de reojo. Seguía allí. Por fin se rindió a su instinto, respaldado esta vez por al menos dos de sus cinco sentidos, la vista y el oído. La cosa parecía racional, existía, quería hablar con él. ¿Por qué con él, y por qué ahora? Sin duda, lo descubriría muy pronto. Pero ¡Dios bendito, si también él quería hablar! ¡Si tenía aquí a un verdadero fantasma vivo, o a un verdadero fantasma muerto!

—¿Qué si necesito algo? —Kyle repitió tembloroso la pregunta del otro.

—Usted iba a encender un cigarrillo —señaló la aparición—. Quizá desee quitarse el abrigo, servirse un café. —Se encogió de hombros—. Si hace primero esas cosas, luego podemos dedicarnos de lleno a lo nuestro.

La calefacción central funcionaba de nuevo; el mecanismo había subido automáticamente la temperatura para compensar el repentino descenso experimentado en la habitación. Kyle se puso de pie, se quitó el abrigo y lo dejó doblado sobre el respaldo de la silla.

—Sí, un café —dijo—. Sólo me llevará un momento.

Dio la vuelta a la mesa y pasó junto al visitante. Éste, una sombra tenue que flotaba, delgada e insustancial como un copo de nieve, se volvió para mirarlo mientras Kyle dejaba la habitación. Sí, una sombra tenue, pero con un poder en ella… Kyle se alegró de que no lo hubiera seguido.

Puso dos monedas de cinco peniques en la máquina de café de la oficina central y, mientras la máquina servía el café, se dirigió al lavabo. Hizo deprisa sus necesidades y, de camino hacia el despacho de Gormley, recogió la taza de plástico llena de humeante café. La cosa aún estaba allí, esperándolo. Kyle la rodeó con cautela y se sentó otra vez frente a la mesa.

Mientras encendía un cigarrillo, miró con más atención a su visitante; lo estudió hasta en sus menores detalles. Era algo que tenía que dejar grabado en su mente.

Si se tenía en cuenta que sus pies no estaban firmemente apoyados en el suelo, debía de medir un metro setenta y ocho centímetros, y si su carne fuera real y no una niebla lechosa, eso —o él— pesaría unos cincuenta y siete kilos. Todo en él era vagamente luminoso, como si brillara con una tenue luz interior, de modo que Kyle no podía estar seguro con respecto a sus colores. El pelo, espeso y despeinado, parecía rubio. Unas marcas leves e irregulares que tenía en los pómulos y en la frente podían ser pecas. Debía de tener cerca de veinticinco años; sí, al principio le había parecido más joven, pero ahora esa impresión se iba desvaneciendo.

Sus ojos eran interesantes. Miraban a Kyle, pero también miraban a través de él, como si Kyle fuera el fantasma, y no al contrario. Eran azules, de ese azul casi incoloro que siempre parece artificial y hace que uno piense que quien los posee lleva lentillas. Pero más que eso, había algo en aquellos ojos que decía que conocían más cosas que las normales en un joven de veinticinco años. Parecían encerrar una sabiduría que sólo otorgan los años; debajo de la delgada película azul que los cubría había un conocimiento de siglos.

El resto de las facciones eran delicadas como la porcelana, al menos con una apariencia de fragilidad semejante. Tenía manos largas y delgadas; los hombros, un poco caídos; y la tez, aparte de las pecas, pálida y sin marcas ni arrugas. Si no hubiera sido por los ojos, es probable que en la calle nadie lo habría mirado dos veces. No era más que un hombre joven, del montón… O un joven fantasma. O quizás uno muy viejo.

—No —dijo el objeto del escrutinio de Kyle, sin mover los labios—. No soy un fantasma. Al menos, no en el sentido clásico de la palabra. Pero ahora, ya que evidentemente usted me acepta, ¿podemos empezar?

—¿Empezar? ¡Claro!

De repente, Kyle sintió ganas de reír, como si fuera una jovencita histérica. Tuvo que hacer un esfuerzo para dominarse.

—¿Está seguro de que está listo?

—Sí, sí. Adelante. Pero… ¿puedo grabar esto? Para la posteridad… o lo que sea. Aquí hay un magnetófono y yo…

—La máquina no me oirá —dijo el otro, al tiempo que negó con la cabeza—. Lo siento, pero estoy hablando sólo con usted. Le hablo directamente. Pensé que lo había comprendido. Pero… puede tomar notas, si quiere.

—Sí, notas… —Kyle buscó en los cajones de la mesa y encontró papel y un lápiz—. Muy bien, ya estoy preparado.

El otro hizo un gesto de asentimiento.

—La historia que voy a contarle es… es extraña, pero a usted, que trabaja en un lugar como éste, no debería parecerle increíble. Si me cree, después tendrá que hacer muchas cosas; la verdad de lo que voy a relatarle será entonces evidente. En cuanto a las dudas que pueda tener con respecto al futuro de su sección, olvídese de ellas. Continuará con su trabajo, y éste será día a día más importante. Gormley era el director, pero está muerto. Y ahora usted será el jefe…, al menos por un tiempo. Y le aseguro que lo hará muy bien. Por otra parte, no se ha perdido nada de lo que Gormley sabía; de hecho, se ha ganado mucho. En cuanto a la oposición, han sufrido pérdidas —o al menos están por sufrirlas— de las que acaso nunca podrán recuperarse.

Kyle escuchaba a la aparición con los ojos cada vez más abiertos, muy erguido en su silla. «Eso» (él, maldita sea) estaba enterado de la existencia de la sección. Conocía a Gormley, sabía de «la oposición», que era el nombre que daban en la sección a una organización similar de los rusos. ¿Y qué era lo que decía sobre las severas pérdidas sufridas por éstos? Kyle no estaba enterado de nada. ¿De dónde obtenía este ser su información? ¿Y cuánto sabía en realidad?

—Sé más de lo que usted pueda imaginarse —dijo el otro con una sonrisa—. Y lo que no sé, lo puedo averiguar…; puedo averiguar prácticamente todo.

—Mire —dijo Kyle a la defensiva—, no dudo de lo que me dice. Ni siquiera dudo de mi cordura, a decir verdad; es sólo que estoy tratando de adaptarme a esta situación y…

—Comprendo —lo interrumpió el otro—, pero le suplico que, si puede, se adapte mientras hablamos. Puede que en lo que voy a contarle las zonas temporales se superpongan ligeramente, de manera que también tendrá necesidad de adaptarse a eso. Pero trataré de mantener la cronología del modo tan lineal como me sea posible. Lo importante es la información. Y sus consecuencias.

—No sé si entiendo bien…

—Lo sé. Lo sé. Pero siéntese allí y escuche, y luego quizá lo entenderá.