Epílogo

Dragosani, a lo largo del hilo de la vida del vampiro, cayó en su propio pasado, pero no fue demasiado lejos. La jornada, sin embargo, aunque breve, lo dejó mareado, lo asustó; pero al final se encontró una vez más metido en un cuerpo de carne. Y de algo más. Un cuerpo lo rodeaba, sí, pero también había allí una mente que no era la suya. Él era parte de otra criatura, de alguien que también estaba ciego… ¡o entenado!

Porque incluso ahora su desconocido huésped luchaba por salir de la tumba, de la oscuridad de una noche de siglos, de la dura prisión de la tierra.

No había tiempo para pensar en las consecuencias, ni siquiera para declarar su presencia ante el otro. Dragosani se sintió sofocado, asfixiado, y sin embargo en el umbral del olvido. Ya había sufrido bastante, y no deseaba seguir padeciendo. Agregó su propia voluntad a la de su huésped y luchó por salir a la superficie. Y de repente, la tierra se abrió arriba de él, y el huésped y Dragosani se sentaron.

Cuando volvieron la cabeza para mirar a su alrededor se desprendieron costras de tierra. Era de noche; por entre las ramas de los árboles se veían las estrellas. ¡Dragosani podía ver!

Pero… el lugar le resultaba conocido.

En la oscuridad había alguien que lo miraba fijamente. La visión de Dragosani se aclaró junto con la de su huésped… y entonces fue como si a su mente todavía vacilante le hubieran asestado un fuerte martillazo.

—YO… YO PUEDO… VERTE —retumbó su voz.

Dragosani vio… y el terror reinó otra vez en las colinas cruciformes.

Y después apareció una segunda silueta en la oscuridad, una figura baja y rechoncha que dijo con voz suave:

—¡Eh, criatura de la tierra!

Y un instante más tarde se oyó el silbido del dardo de palosanto que se clavó en el cuerpo del huésped y quedó alojado allí. Y Dragosani unió sus aullidos a los de su horrible huésped e intentó volver con él a la tierra, pero no había escapatoria. No podía creerlo. ¡No podía ser que acabara así!

—¡ESPERA! —gritó con la voz de su huésped cuando la primera figura se acercó con algo en la mano que brillaba a la luz de las estrellas—. ¿NO ME VES? ¡SOY YO!

Pero el otro Dragosani no sabía nada, no entendía nada, y no iba a esperar. Y la hoz que llevaba pareció un relámpago de acero cuando golpeó con una fuerza irresistible.

—¡TONTO! ¡MALDITO TONTO! —aulló la cabeza decapitada de Ferenczy/Dragosani. Y supo que ésta era sólo una de las mil agonías, de las mil muertes que le esperaban en la infinita torsión escarlata de su existencia de Mobius. Había sucedido antes, sucedía ahora, sucedería otra vez… y otra… y otra…

¡Tonto!, dijeron por última vez sus labios ensangrentados… era su última palabra, pero en esta ocasión se la decía a sí mismo.