Era tal como Harry lo había sospechado: más allá de las puertas de Mobius había descubierto la Oscuridad Primaria, la oscuridad que existía antes de que comenzara el universo.
No era sólo ausencia de luz, sino ausencia de todo. Podría haber estado en el centro de un agujero negro, si no fuera porque los agujeros negros tenían una gravedad enorme, y en este lugar no la había en absoluto. En un sentido, se trataba de una esfera de existencia metafísica, pero en otro no lo era porque nada existía aquí. Era simplemente un «lugar», pero un lugar en el que Dios aún no había pronunciado sus maravillosas palabras creadoras: «¡Hágase la luz!».
No estaba en ninguna parte y estaba en todas; era a la vez central y periférico. Desde aquí se podía ir a cualquier lugar, o a ningún lugar, y para siempre. Y sería para siempre, porque en este ambiente intemporal nada cambiaba o envejecía nunca, a menos que le deseara. Harry Keogh era por consiguiente un cuerpo extraño, una partícula no deseada en el ojo del continuo de Mobius, y éste tenía que intentar rechazarlo. Harry sentía incluso ahora fuerzas inmateriales que actuaban en él, lo empujaban e intentaban desalojarlo de lo irreal para devolverlo a lo real. Pero Harry no se dejaba empujar.
Podía conjurar distintas puertas, ciertamente, millones y millones de puertas que conducían a todos los lugares y a todas las épocas, pero Harry sabía que la mayoría de esos lugares serían letales para él. No podía, como Mobius, salir en una galaxia distante, en lo más remoto del espacio. Harry no era solamente una criatura espiritual, también era material. No deseaba congelarse, abrasarse, derretirse o explotar.
El problema, entonces, era: ¿qué puerta?
La zambullida en la lápida de Mobius podía haberlo llevado a un metro o a un año luz; quizás había estado aquí un minuto o un mes cuando percibió el primer tirón de una fuerza distinta a las fuerzas de rechazo de esta dimensión hiperespaciotemporal. En realidad, ni siquiera era un tirón; se asemejaba más bien a una suave presión que parecía querer guiarlo. Harry había sentido algo parecido cuando buscaba a su madre por debajo del hielo y había llegado al remanso junto a la saliente de la orilla, donde estaba ella. Esa presión, de todas formas, no parecía de ninguna manera amenazadora.
Harry se abandonó a ella, la siguió y percibió que se hacía más intensa; él fue entonces hacia ella como el ciego hacia una voz amiga. ¿O como una polilla hacia la luz? No, porque su intuición le dijo que esa presión, fuera lo que fuese, no era mala. La fuerza, aún más vigorosa, lo condujo por este río paralelo espacio-tiempo, y Harry, con una sensación similar a la que tendría al ver una luz al final de un túnel, sintió que éste era el camino hacia adelante y comenzó a impulsarse en esa dirección mediante su deseo.
—¡Bien! —dijo una voz distante en su mente—. ¡Muy bien! Ven hacia mí, Harry Keogh, ven hacia mí…
Era una voz femenina pero había muy poco calor en ella. Fina y chirriante como el viento en la tumba de Leipzig, era, igual que el viento, antiquísima.
—¿Quién es usted? —preguntó Harry.
—Una amiga —fue la respuesta, con una voz ahora más cercana.
Harry continuó deseando llegar junto a la voz mental. Deseó… ir por ese camino. Y ante él apareció una puerta de Mobius. Tendió la mano, pero se detuvo.
—¿Cómo sé que es una amiga? ¿Cómo sé que puedo confiar en usted?
—En una ocasión hice la misma pregunta —dijo la voz casi en el oído de Harry—, porque yo tampoco podía saberlo. Peto confié.
Harry deseó que la puerta se abriera y entró por ella.
Con el cuerpo estirado como cuando se zambulló por la puerta, se encontró de repente suspendido a diez centímetros del suelo y cayó, abrazándose a la tierra. La voz en su cabeza rió.
—¿Lo ve? Una amiga… —dijo luego.
Harry, mareado y con náuseas, levantó unos centímetros la cabeza y miró a su alrededor. La luz y el color fueron casi como un golpe físico. Luz y tibieza. Ésa fue en realidad la primera impresión que tuvo: qué tibio era todo. La tierra era tibia bajo su cuerpo, y el sol le calentaba la nuca y el dorso de las manos. ¿Dónde estaba? ¿Se hallaba en la tierra?
Se sentó lentamente, todavía mareado. Y de forma gradual percibió la gravedad que actuaba sobre él; las cosas dejaron de girar y Harry suspiró aliviado.
Harry no había viajado mucho, pues de otra manera habría reconocido que se hallaba en un lugar mediterráneo. La tierra era de un pardo amarillento y con vetas de arena, las plantas achaparradas y el calor del sol en enero le indicó que estaban próximos al ecuador. Estaba a miles de kilómetros más cerca de él que cuando estaba en Leipzig. A la distancia se veían los picos de una cadena de montes no muy altos; más cerca había ruinas, paredes blancas medio desmoronadas y montones de escombros. Por encima de su cabeza…
Un par de aviones caza a reacción cruzaron como flechas de plata el límpido azul del cielo, dejando a su paso un reguero de humo blanco. El estruendo de los aviones, atenuado por la distancia, envolvió a Harry.
El joven, que ya se encontraba mejor, miró hacia las ruinas. ¿Estaba en el Medio Oriente? Probablemente. En algún antiguo pueblo abandonado, que poco a poco había sucumbido a los reclamos de la naturaleza. Y Harry volvió a preguntarse dónde estaría.
—Endor —respondió la voz en su cabeza—. Ése era su nombre, cuando aún poseía uno. Era mi hogar.
¿Endor? El nombre le sonaba. ¿El Endor de la Biblia? ¿El lugar a donde fue Saúl la víspera de su muerte en las laderas de Gilboa? ¿Dónde fue a consultar a una pitonisa?
—Sí, así me llamaban —rió ella en su mente—. La pitonisa de Endor. Pero eso fue hace mucho, mucho tiempo, y después se han sucedido las pitonisas, las brujas, los videntes. El mío era un gran talento, pero actualmente hay en el mundo uno más grande. He oído hablar de él en mi largo sueño, he oído hablar de ese mago prodigioso, y eran tan intensos los rumores que me despertaron. Los muertos dicen que es su amigo y entre los vivos hay quienes lo temen. Y yo deseaba hablar con ese hombre que ya es una leyenda entre los habitantes de tumbas. Y he llamado y él ha venido a mí. Y su nombre es Harry Keogh…
Harry miró la tierra donde estaba sentado y apoyó sus manos sobre el suelo. Las retiró secas y polvorientas.
—¿Usted está… está aquí? —preguntó.
—Soy parte del polvo del mundo —respondió ella—. Mi polvo está aquí.
Harry hizo un gesto de comprensión. Dos mil años es mucho tiempo.
—¿Por qué me ha ayudado? —preguntó el joven.
—¿Querría usted que me maldijeran todos los muertos de este mundo? —respondió enseguida ella—. ¿Qué por qué lo he ayudado? ¡Porque ellos me lo pidieron! ¡Todos ellos! Su fama ha llegado a todos los rincones, Harry. «¡Sálvalo —me pidieron—, porque nosotros lo amamos!».
—Entiendo; era mi madre.
—Su madre no es más que una entre muchos —respondió la bruja—. Ella es su mejor abogado, sin duda, pero los muertos son muchos. Ella me rogó por usted, sí, y otros miles la acompañaban.
Harry estaba atónito.
—Pero yo no conozco a miles de muertos —dijo—. Conozco a una docena, o como máximo a dos.
Otra risa irónica.
—¡Pero ellos lo conocen a usted! ¿Y cómo podría yo ignorar a mis hermanos en la tierra?
—¿Y quiere ayudarme?
—Sí.
—¿Sabe lo que tengo que hacer?
—Sí, otros me han informado.
—Ayúdeme, entonces, si es que puede. Sinceramente, y no quiero parecer desagradecido, no sé qué podría hacer usted por mí.
—Hace dos mil años, tuve algunos de los poderes que usted tiene ahora, Harry Keogh. Un rey vino a pedirme ayuda.
—¿Saúl? ¡Para lo que le sirvió! —dijo Harry, aunque amablemente.
—Él me pidió que le mostrara su futuro —se defendió la pitonisa—, y yo lo hice.
—¿Y puede mostrarme el mío?
—¿Su futuro? —Ella permaneció en silencio por un instante—. Ya he mirado en su futuro, Harry, pero no debe preguntarme por él.
—¿Es tan malo?
—Deberá realizar ciertas hazañas y enmendar algunos males —respondió la pitonisa—. Que yo le mostrara lo que le espera no aumentaría sus fuerzas para realizarlo. Tal vez caería desvanecido, como Saúl.
—Voy a perder… —a Harry se le fue el alma a los pies.
—Algo suyo se perderá.
—No me gusta como suena eso. ¿No puede decirme nada más?
—No diré nada más.
—Entonces, quizá pueda ayudarme en la dimensión de Mobius. Quiero decir a encontrar mi camino en ella. ¿Qué debo hacer? No sé cómo me las habría arreglado si usted no me hubiera guiado hasta aquí.
—Pero yo no sé nada de eso —respondió ella, evidentemente desconcertada—. Yo lo he llamado, y usted me ha oído. ¿Por qué no deja que lo guíen los que lo aman?
¿Era posible? Harry decidió que sí.
—Bueno, al menos es algo —dijo—. Puedo probar. ¿Y de qué otra manera puede ayudarme?
—Yo llamé a Samuel cuando me lo pidió el rey Saúl. Hay algunos que quieren hablar con usted. Permítame que haga de médium de sus mensajes.
—¡Pero si yo puedo hablar con los muertos directamente!
—Con estos tres, no —respondió ella—, porque no los conoce.
—Muy bien, permítame hablar con ellos.
—Harry Keogh —susurró una voz en su cabeza, una voz suave que contrastaba con la crueldad de su dueño—. Usted me vio en una ocasión, y yo lo vi a usted. Me llamo Max Batu.
Harry no pudo evitar un gesto de disgusto.
—¿Max Batu? ¡Usted no es mi amigo! —protestó—. ¡Usted mató a Keenan Gormley! Pero ¿usted está muerto? No lo entiendo…
—Dragosani me mató —respondió el otro—. Lo hizo para robar mi talento mediante su nigromancia. Me degolló, me abrió las vísceras, y abandonó mi cuerpo a los gusanos. Ahora él posee el ojo maligno. No pretendo ser su amigo, Harry Keogh, pero soy aún menos amigo de Dragosani. Le cuento esto porque quizá le sirva para matarlo antes de que él lo mate a usted. ¡Es mi venganza!
Y cuando la voz de Max Batu se desvaneció, otra ocupó su lugar.
—Yo era Thibor Ferenczy —dijo, llena de tristeza—/ Podría haber vivido para siempre. Yo era un vampiro, Harry Keogh, pero Dragosani me destruyó. Yo era un no-muerto, y ahora sólo soy un muerto más.
¡Un vampiro! Una criatura de esa especie había aparecido en el juego de asociación de palabras de Gormley y Kyle. Este último había visto un vampiro en el futuro de Harry.
—¡Yo no puedo condenar a Dragosani por haber matado a un vampiro! —dijo Harry.
—Y yo no quiero que lo condene. —La voz abandonó su tristeza y se volvió áspera, abandonando su pena como una serpiente se desprende de su piel—. ¡Quiero que lo mate! ¡Quiero muerto a ese mentiroso, farsante y estafador! ¡Muerto como un perro, muerto como yo! Y sé que morirá, sé que usted lo matará, pero sólo si yo lo ayudo. ¿Quiere que… que hagamos un trato?
—¡No lo haga, Harry! —le aconsejó la pitonisa de Endor—. El mismo Satán se queda pequeño al lado de un vampiro en cuanto a mentiras y engaños.
—No hago tratos —respondió Harry aceptando el consejo.
—¡Pero es tan poco lo que yo quiero! —protestó Thibor con voz quejosa.
—¿Qué es?
—Tan sólo que me prometa que de vez en cuando, cuando tenga tiempo, hablará conmigo. Porque no hay nadie tan solitario como yo ahora, Harry Keogh.
—Muy bien, se lo prometo.
El ex vampiro suspiró aliviado.
—Gracias. Ahora sé por qué los muertos lo aman. Tiene que saber una cosa, Harry: Dragosani lleva en su interior un vampiro. La criatura aún es inmadura, pero crece deprisa y aprende todavía más rápido. ¿Sabe usted cómo matar a un vampiro?
—¿Una estaca de madera?
—Eso sólo sirve para inmovilizarlo. Pero después debe decapitarlo.
—Lo recordaré —dijo Harry, y se pasó nervioso la lengua por los labios resecos.
—Y recuerde también su promesa —dijo Thibor, su voz desvaneciéndose en la nada.
Durante un instante reinó el silencio, y Harry meditó sobre la monstruosa naturaleza de esa criatura compuesta contra la que debía combatir. Luego resonó en el silencio la voz del tercer y último delator.
—Harry Keogh —gruñó el último visitante—, usted no me conoce, pero quizá sir Keenan Gormley le habló de mí. Yo era Gregor Borowitz, pero ya no existo. Dragosani me mató con el ojo maligno de Max Batu. ¡He muerto a traición en la flor de la vida!
—Usted también quiere vengarse —dijo Harry—. ¿No tiene amigos Dragosani? ¿Ni uno solo?
—Sí, me tenía a mí. Yo había hecho proyectos para Dragosani, grandes proyectos. Pero el bastardo había hecho sus propios planes, y yo no era parte de ellos. Me mató para robarme todos mis conocimientos sobre la Organización E, así él puede controlar mi creación. Pero creo que las cosas van aún más lejos. Pienso que Dragosani lo quiere todo. Y quiero decir, literalmente, todo lo que existe bajo el sol. Y si vive, con el tiempo podría conseguirlo.
—¿Con el tiempo?
Harry percibió en su mente que Borowitz se estremecía.
—Dragosani aún no ha terminado conmigo. Mi cuerpo yace en mi ducha, donde él lo dejó, pero tarde o temprano le entregarán mi cadáver, y entonces hará conmigo lo que hizo con Max Batu. Yo no quiero eso, Harry; no quiero que ese canalla meta sus manos en mis entrañas en busca de mis secretos.
Borowitz transmitió algo de su horror a Harry, pero aun así éste no podía sentir piedad por el general.
—Comprendo sus motivos —dijo—, pero si él no lo hubiera matado, lo habría hecho yo. Por mi madre, por Keenan Gormley, y por todos aquellos a quienes hizo daño.
—Sí, claro, si usted hubiera podido me habría matado —observó Borowitz sin rencor—. Harry Keogh, antes de ser un intrigante fui un soldado. Yo comprendo el honor, no soy Dragosani. Y es por todo esto que deseo ayudarlo.
—Acepto sus razones —respondió Harry—. ¿Cómo puede ayudarme?
—Puedo decirle todo lo que sé sobre el château Bronnitsy: la disposición de las oficinas y laboratorios, la gente que trabaja en el lugar. Mire, aquí está todo —y el general rápidamente comunicó a Harry todo lo que sabía del lugar y de los PES que trabajaban allí—. Y después puedo hablarle a usted de otra cosa, de algo que usted, con su especial talento, sabrá utilizar. Le he dicho que antes he sido soldado, y mi conocimiento del arte de la guerra era enorme. Había estudiado la historia de las artes bélicas desde los comienzos del hombre; había analizado sus guerras en todo el planeta, y conocía a la perfección todos los campos de batalla. Me pregunta cómo puedo ayudarle. Bien, escuche y se lo diré.
Harry escuchó, y sus extraños ojos estaban cada vez más abiertos y una sonrisa sombría apareció en su rostro. Hasta ahora se había sentido abrumado, pero ahora le quitaban una pesada carga de encima. Comenzaba a vislumbrar que, después de todo, tenía una posibilidad. Borowitz terminó por fin.
—Bueno, nosotros éramos enemigos —dijo Harry—, aunque nunca nos conocimos personalmente. Pero se lo agradezco. Usted, claro está, sabe que, además de destruir a Dragosani, también intentaré acabar con su organización.
—No la destruirá más de lo que la hubiera destruido él —gruñó Borowitz—. Y ahora tengo que irme. Deseo encontrar a otra persona, si es posible… —Y también la voz del general se desvaneció en el silencio.
Harry miró el áspero territorio que lo rodeaba y vio que el sol estaba muy bajo en el horizonte. Los milanos daban vueltas en el cielo mientras el día se deslizaba con lentitud hacia la noche. Y Harry se quedó sentado allí un largo rato, con la barbilla en las manos, pensativo.
—Todos quieren ayudarme —dijo por fin.
—Porque usted les trae esperanza —le respondió la pitonisa de Endor—. Los muertos han permanecido mudos en sus tumbas durante siglos, desde el comienzo de sus tumbas. Pero ahora se revuelven, se buscan los unos a los otros, hablan entre sí de la manera que usted les ha enseñado. Han encontrado un paladín. Pídales lo que quiera, Harry Keogh, y ellos se lo darán…
Harry se puso de pie, miró a su alrededor y sintió que el frío de la tarde comenzaba a penetrarlo.
—No veo ninguna razón para quedarme aquí más tiempo —dijo—. En cuanto a usted, anciana señora, no sé cómo agradecerle.
—Ya me han dado las gracias, y mucho —respondió la pitonisa—. Me lo han agradecido millones de muertos.
—Sí, y ahora iré a hablar con algunos de ellos.
—Vaya, pues —respondió ella—. El futuro lo espera, así como espera a todos los hombres.
Harry no dijo nada más; después hizo aparecer las puertas de Mobius, eligió una y entró por ella.
Ante todo fue a hablar con su madre, y encontró sin dificultad el camino; después con el «Sargento» Graham Lane, en Harden, y de paso visitó la tumba de James Gordon Hannant. Más tarde se dirigió al Jardín de Reposo, en Kensington, donde habían dispersado las cenizas de Keenan Gormley —Gormley permanecía allí—, y por último a la dacha de Gregor Borowitz, en Zhukovka. Pasó de diez a quince minutos en cada lugar, excepto en el último. Una cosa era hablar con hombres muertos y enterrados, y otra muy distinta hacerlo con un cadáver cuyos ojos vidriosos chorreaban pus.
En todo caso, cuando Harry terminó sabía muy bien lo que tenía que hacer y cómo arreglarse con las complejidades del continuo de Mobius; ahora le quedaba solamente un lugar al que ir. Pero antes cogió una escopeta de la pared y se llenó los bolsillos con los proyectiles que sacó de un cajón.
Eran exactamente las seis y media de la tarde, hora de Europa Oriental, cuando Harry se dirigió, banda de Mobius mediante, desde Zhukovka al château Bronnitsy. En el camino se dio cuenta de que alguien iba en la banda con él, supo que no estaba solo en el continuo de Mobius.
—¿Quién es? —preguntó Harry, con sus pensamientos puestos en la oscuridad final de la jornada.
—Sólo un hombre muerto —dijo una voz irónica y sin ningún humor—. Cuando estaba vivo leía el futuro, pero hube de morir para comprender y percibir toda la magnitud de mi talento. Aunque parezca extraño, en su «ahora» yo aún estoy vivo, pero estaré muerto dentro de poco tiempo.
—No comprendo —contestó Harry.
—No esperaba que lo comprendiera enseguida. Estoy aquí para explicárselo. Me llamó Igor Vlady y trabajaba para Borowitz. Cometí el error de leer mi propio futuro, mi propia muerte. Eso sucederá dentro de dos días, en su tiempo, claro está, y será Boris Dragosani quien ordenará que me maten. Pero después de morir continuaré explorando mi propio potencial. Lo que hice en vida, lo haré aún mejor después de muerto. Si quería, podía ver hacia atrás hasta el comienzo del tiempo, o ir hacia adelante hasta el final, si es que el tiempo tiene comienzo y final. Pero, por supuesto, no lo tiene; todo es parte del continuo de Mobius, una torsión infinita que contiene todo el espacio y el tiempo. Déjeme mostrárselo.
E Igor Vlady le mostró a Harry las puertas del futuro y del pasado, y Harry permaneció de pie en sus umbrales y contempló el tiempo que había sido y el tiempo que vendría. Sin embargo, no podía entender lo que veía. Porque más allá de la puerta del tiempo futuro todo era un caos de millones de líneas de luz azul, y una de esas líneas partía desde el propio Harry, pasaba la puerta y se extendía hacia el futuro. Algo similar ocurría más allá de la puerta del tiempo pasado: la misma luz azul salía de él y se desvanecía en el pasado —su pasado— junto con otros millones de luces. Y era tal el brillo deslumbrante de todos esos «hilos de vida», que Harry se sintió poco menos que cegado.
—Pero de usted no emana una línea de luz —le dijo a Igor Vlady—, ¿por qué?
—Porque mi luz se ha extinguido. Ahora soy como Mobius, mente pura. Y así como el espacio no tiene secretos para él, el tiempo no los tiene para mí.
Harry pensó un instante en lo que había dicho Vlady, y luego dijo:
—Quisiera ver otra vez el hilo de mi vida.
Y otra vez estuvo en el umbral de la puerta del futuro. Miró el brillante horno azul del futuro y vio relucir el hilo de su vida como una cinta de neón que se curvaba hacia el tiempo que vendría. Pero mientras la contemplaba, el final del hilo de su vida estuvo ante sus ojos y entonces le pareció que la azul luz vital no emanaba de su cuerpo, sino que fluía hacia él. ¡El hilo era absorbido por Harry a medida que se acercaba a su propio fin! Y ahora ese fin era claramente visible, y se acercaba a él como un meteoro disparado desde el futuro.
Harry, aterrorizado por lo desconocido, se apartó de la puerta del futuro y se encontró de nuevo en la oscuridad.
—¿Voy a morir? —preguntó luego—. ¿Es eso lo que quiere decirme, lo que me está mostrando?
—Sí y no —respondió la mente de Igor Vlady, que podía viajar a través del tiempo.
Y Harry Keogh, una vez más, no consiguió entender lo que le decían.
—Estoy por pasar por una puerta de Mobius rumbo al château Bronnitsy —dijo Harry—, y quiero saber si voy a morir allí. La pitonisa de Endor me dijo que perdería «algo» de mí mismo. Ahora he visto el final del hilo de mi vida. —Harry tuvo un nervioso estremecimiento mental—. Me parece que ya no puedo más…
Percibió un gesto de asentimiento del otro.
—Pero si usted utilizara la puerta del tiempo futuro —dijo Vlady—, podría ir más allá del final de su hilo… ¡Podría ir a donde empieza de nuevo!
—¿Me está diciendo que voy a vivir otra vez? —preguntó Harry, perplejo.
—Hay un segundo hilo que también es usted, Harry. Ya está vivo, pero carece de mente.
Y Vlady explicó el significado de sus palabras: había leído el futuro de Harry de la misma manera que en una ocasión consultó el de Boris Dragosani. Harry tenía un futuro, pero Dragosani sólo pasado. Y ahora Harry tenía todas las respuestas.
—Estoy en deuda con usted —le dijo a Vlady.
—No, no me debe nada —respondió Vlady.
—Pero usted vino a mí en el momento preciso —insistió Harry, sin darse muy bien cuenta de lo que decía.
—El tiempo es relativo —respondió el otro encogiéndose de hombros y con una risita—. Lo que será, ha sido.
—Gracias, de todas formas —dijo Harry, y cruzó la puerta hacia el château Bronnitsy.
A las seis y treinta y un minuto de la tarde el teléfono sobresaltó a Dragosani.
Afuera estaba oscuro, y la nieve que caía hacía que la oscuridad pareciera aún más profunda. Los reflectores de la muralla y de las torres barrían el terreno entre los edificios principales y la muralla que rodeaba al château. Las luces habían estado encendidas toda la tarde, pero ahora sus rayos parecían opacos y grises, como si no pudieran penetrar las densas tinieblas.
A Dragosani lo irritaba que la visibilidad fuese tan pobre, pero las defensas del château no dependían sólo de la visión humana. Los más sofisticados artefactos de detección habían sido instalados en lugares estratégicos, e incluso había un cerco de minas activadas por la presencia humana más allá de los nidos de ametralladoras de los cobertizos.
Pero nada de esto le daba a Dragosani una verdadera sensación de seguridad; las predicciones de Igor Vlady no habían hecho caso de las medidas de protección. En todo caso, la llamada telefónica no había sido hecha desde los puestos de guardia o desde la muralla: todos los hombres que ocupaban estas posiciones estaban equipados con radios. Así pues, la llamada era externa, o venía de una de las dependencias del palacio.
Dragosani cogió el teléfono y dijo, cortante:
—¿Quién es?
—Soy Félix Krakovitch —respondió una voz temblorosa—, estoy en mi laboratorio. ¡Camarada Dragosani… hay… hay algo!
Dragosani conocía al hombre, un vidente con un talento reducido, sin punto de comparación con el de Igor Vlady, pero al que no podía ignorarse, y menos en una noche como ésta.
—¿Algo? —A Dragosani le temblaron las aletas de la nariz; el hombre había subrayado de manera extraña la palabra—. ¡Explíquese, Krakovitch! ¿Qué sucede exactamente?
—No lo sé, camarada. Es algo que viene. Algo terrible. Está aquí. ¡Ahora está aquí!
—¿Qué significa «aquí»? —rugió Dragosani—. ¿Dónde?
—En la nieve, afuera. Belov también lo siente.
—¿Belov? —Karl Belov era un telépata, y muy bueno en las distancias cortas. Borowitz lo había utilizado a menudo en las fiestas de las embajadas extranjeras, para recoger información de las mentes de los invitados—. ¿Está Belov con usted? Dígale que se ponga.
Belov era asmático. Su voz era siempre suave, y como tenía dificultades al respirar, se expresaba con frases cortas. Que ahora lo eran aún más.
—Belov está en lo cierto —dijo jadeante—. Hay una mente allí, una mente poderosa.
¡Tenía que ser Keogh!
—¿Sólo una? —Los labios de Dragosani se abrieron en una mueca que dejó al descubierto las blancas dagas de los dientes. Sus ojos rojizos parecieron iluminarse desde adentro. No sabía decir cómo había logrado Keogh llegar hasta el château, pero si estaba solo era hombre muerto. ¡Y al diablo con las predicciones del traidor de Vlady!
Al otro lado de la línea, Belov respiraba con dificultad y se esforzaba por recuperar el habla.
—¿Y bien? —se impacientó Dragosani.
—No… no estoy seguro —respondió Belov—. Pensé que sólo era una, pero ahora…
—¿Ahora qué? —gritó Dragosani—. ¡Maldita sea! ¿Estoy rodeado de idiotas? ¿Qué sucede, Belov? ¿Qué pasa allí?
—Él… está llamando —jadeó Belov en el teléfono—. Es… es una especie de telépata, y está llamando.
—¿A quién? ¿A usted?
—No; no es a mí. Está llamando a… a otros. ¡Dios mío, comienzan a responderle!
—¿Quién le responde? —gritó Dragosani—. ¿Qué le sucede, Belov? ¿Hay traidores en el château?
Se oyó un ruido al otro lado de la línea —un gemido suave y un golpe— y luego habló Krakovitch.
—Camarada, Belov se ha desmayado.
Dragosani no podía creer lo que oía.
—¿Qué? ¿Qué diablos…?
Las luces comenzaban a parpadear en el panel que señalaba las llamadas de radio, y que Dragosani había traído a su despacho desde la celda de control del oficial de guardia. Varios hombres, equipados con auriculares, intentaban comunicarse con él desde sus puestos de defensa. En la habitación vecina Yul Galenski, el secretario de Borowitz, estaba sentado detrás de su mesa y se retorcía nervioso escuchando los gritos furiosos de Dragosani. Y ahora el nigromante lo llamaba a él.
—Galenski, ¿está sordo? ¡Venga, que necesito ayuda!
En ese momento llegó el oficial de guardia. Traía varias ametralladoras Kalashnikov. Cuando vio que Galenski se ponía de pie, le dijo:
—Siéntese. Iré yo.
Sin detenerse a llamar a la puerta entró en la habitación vecina, y se detuvo en seco, atónito, cuando vio a Dragosani agazapado junto al panel de luces parpadeantes. El nigromante se había quitado las gafas oscuras. Gruñía sordamente mirando la radio, y se parecía más a una bestia medio enloquecida que a un hombre.
El oficial de guardia, que todavía miraba atónito el rostro del nigromante y sus horribles ojos, dejó caer las armas en una silla. Dragosani le dijo en ese instante:
—¡Deje de mirarme con esa cara! —El nigromante alargó una de sus grandes manos, cogió al oficial de guardia del hombro y lo arrastró hacia la radio—. ¿Sabe manejar este maldito aparato?
—Sí, Dragosani —dijo tragando saliva el oficial de guardia—. Quieren comunicarse con usted.
—¡Eso ya lo sé, idiota! —respondió Dragosani—. Hable con ellos. Averigüe qué quieren.
El oficial de guardia se sentó frente a la radio. Cogió el auricular, apretó algunos botones y dijo:
—Aquí Cero. Contesten todas las señales de llamada. Corto.
Las respuestas llegaron de inmediato, y en sucesión numérica.
—Aquí señal Uno. Recepción correcta. Paso.
—Dos. Recepción correcta. Paso.
—Tres. Recepción correcta. Paso. —Y así hasta la señal de llamada número quince.
Las voces se oían a la distancia, y había algunos ruidos parásitos, pero aparte de eso los hombres parecían excesivamente tensos, las voces tenían un matiz de pánico apenas controlado.
—Cero a señal de llamada Uno. Envíe su mensaje —dijo el oficial de guardia.
—Uno: ¡Hay cosas en la nieve! —llegó de inmediato el mensaje, la voz de Uno llena de contenida emoción—. ¡Están rodeando mi puesto! Solicito permiso para abrir fuego. Paso.
—Cero a Uno: ¡Espere! —replicó el oficial de guardia, y miró a Dragosani.
El nigromante tenía los ojos rojizos muy abiertos, como coágulos de sangre en su rostro inhumano.
—¡No! —rugió—. Primero quiero saber a qué nos enfrentamos. Dígale que no abra fuego y me haga un comentario en directo de lo que suceda.
El oficial de guardia, muy pálido, asintió. Transmitió luego la orden de Dragosani y para sus adentros se alegró de no estar en un nido de ametralladoras en la nieve. Aunque quizás eso no era peor que estar encerrado con el demente de Dragosani.
—¡Cero, aquí Uno! —La voz de Uno sonaba ahora al borde de la histeria—. ¡Salen de la nieve, y se acercan formando un semicírculo! ¡Dentro de un instante estarán en la zona minada! Pero se mueven muy, muy lentamente. ¡Ya está! ¡Uno de ellos ha pisado una mina! Lo ha destrozado, pero los demás siguen acercándose. Son muy delgados, están vestidos con harapos, y no hacen ningún ruido. Algunos… algunos llevan espadas.
—Cero a Uno: Usted se refiere a ellos como si fueran algo raro. ¿No son hombres, acaso?
—¿Hombres? No sé si son hombres —respondió Uno con una voz completamente histérica—. Tal vez lo sean… o lo hayan sido antes. ¡Creo que me estoy volviendo loco! ¡Esto es increíble! —El hombre hizo un esfuerzo por dominarse—. Cero… estoy solo y son muchísimos. Pido permiso para abrir fuego. ¡Se lo ruego! Debo protegerme…
Mientras Dragosani miraba el mapa mural para localizar la posición de Uno, una espuma blanca comenzó a aparecer en las comisuras de su boca. El hombre estaba en un nido de ametralladoras situado directamente debajo de la torre de mando, pero a unos cincuenta metros del château. Dragosani podía ver, entre los remolinos de nieve, las oscuras siluetas de los cobertizos, pero aún no había señales de los desconocidos invasores. Miró otra vez por la ventana de cristales blindados, y precisamente en ese instante una llamarada naranja iluminó brevemente los cobertizos y se oyó la sorda explosión de otra mina.
El oficial de guardia miró a Dragosani, y esperó sus órdenes.
—Dígale que describa a esas… a esas criaturas —dijo Dragosani, con voz áspera.
Pero antes de que el oficial de guardia pudiera obedecer, hubo otra llamada en la radio.
—¡Cero, habla Once! Esos bastardos están en todas partes. ¡Si no abrimos fuego ahora nos aplastarán! ¿Quiere saber qué son? Se lo diré: ¡son muertos!
De modo que era eso. Dragosani se lo había temido. Keogh estaba allí, y convocaba a los muertos. Pero ¿a qué muertos?
—Dígales que disparen. —Dragosani emitió las palabras salpicando espuma a su alrededor—. ¡Qué maten a esos bastardos, sean lo que sean!
El oficial de guardia transmitió las órdenes, pero ya se oían sordas explosiones en todas partes, acompañadas por el tableteo de las ametralladoras. Los defensores habían decidido actuar por iniciativa propia, y empezaron a disparar, casi a quemarropa, contra un ejército de zombis que avanzaban inexorablemente en medio de la nieve.
Gregor Borowitz no había mentido. Conocía muy bien la historia de las artes de la guerra, sobre todo de su tierra natal. En 1579 Moscú fue saqueada por los tártaros de Crimea. Hubo discusiones sobre el reparto del botín; un heredero de los Khan desafió la autoridad de sus superiores; él y su grupo de trescientos jinetes fueron despojados de su parte en el botín y de casi todas sus armas, y expulsados de la ciudad. Deshonrados, se dirigieron hacia el sur, buscándose el sustento como podían. Llovía torrencialmente y quedaron encerrados sin poder salir en un pantanoso triángulo de bosque donde los ríos se habían desbordado. Un regimiento de quinientos guerreros rusos que venían a socorrer a la asediada ciudad los encontró en medio de la lluvia y exterminó hasta el último tártaro. Sus cadáveres se hundieron en el cieno, y nunca volvieron a ser vistos… hasta el día de hoy.
Harry no tuvo que esforzarse por convencerlos; parecían estar esperándolo, preparados para levantarse de la dura tierra en la que habían yacido durante cuatro siglos. Hueso a hueso, harapo a harapo, habían salido de la tumba, algunos con las herrumbradas armas del pasado, y a las órdenes de Harry habían avanzado sobre el château Bronnitsy.
Harry había salido del continuo de Mobius dentro de la muralla que encerraba los terrenos del château; los defensores de la muralla, que miraban hacia afuera, no lo habían visto, y tampoco habían visto a su ejército de muertos. Además, las ametralladoras de los puestos de guardia de la muralla apuntaban en la dirección equivocada, y todo esto, combinado con la noche y la nieve, le daba a Harry una excelente cobertura.
Pero había también cables trampa, y otros mecanismos de detección, y faltaba cruzar el campo de minas y luego el círculo interior de nidos de ametralladora.
Para Harry estos obstáculos no representaban un problema; ni siquiera eran obstáculos, puesto que podía salir de este universo y volver un minuto más tarde dentro de la habitación del château que más le conviniera. Pero antes quería ver cómo se las arreglaba su ejército: quería que los defensores del château estuvieran completamente ocupados en defender sus propias vidas, y no la de Boris Dragosani.
De momento, estaba acostado boca abajo en una suave hondonada, escondido detrás de una criatura de huesos y cuero, sin cabeza, que hacía un momento había marchado delante de él hacia el nido de ametralladoras del cobertizo donde señal de llamada Uno y su compañero disparaban ráfagas de ametralladora contra el muro de muertos que lentamente avanzaba hacia ellos. Una gran parte del ejército de Harry —aproximadamente la mitad de los trescientos que lo componían— había salido de la tierra en este sector, y las minas estaban causando una gran cantidad de bajas. Y ahora las ametralladoras asestaban al ejército de Harry golpes terribles.
Harry decidió tomar el nido de ametralladoras. Abrió la escopeta de Borowitz y deslizó los cartuchos por la doble abertura.
—Lléveme con usted —suplicó el tártaro que lo escudaba—. Yo he ayudado a saquear una ciudad, y esto no es más que un château.
La metralla de una mina le había volado al tártaro parte del cráneo, pero al parecer no le importaba. Aún sostenía ante sí un enorme escudo de hierro y bronce, y con él y con sus propios huesos protegía a Harry.
—No —dijo Harry—. Allí no hay mucho espacio, y tendré que entrar y hacerlo todo muy rápido. Pero le agradecería que me permitiera usar su escudo.
—Cójalo —dijo el cadáver, y soltó la pesada placa que sostenía con desconchados dedos de hueso—. Espero que le sea útil.
Una mina estalló a la derecha; durante un instante su luz volvió la nieve de color naranja, y el estruendo hizo temblar la tierra. Harry vio a la luz del estallido un arco de figuras esqueléticas que estaban cada vez más cerca del nido de ametralladoras; pero también lo vieron los hombres que ocupaban el puesto de defensa. Las balas de ametralladora rasgaban el aire, dispersando los restos de los tártaros, y pasaban peligrosamente cerca de Harry. El antiguo escudo era pesado pero estaba corroído por la herrumbre; Harry sabía que no detendría un impacto directo.
—¡Vaya ahora! —le urgió la criatura muerta y sin cabeza, mientras se ponía de pie y se preparaba para seguir su avance—. ¡Mate a algunos en mi nombre!
Harry miró el nido de ametralladoras pero entre los copos de nieve, fijó su situación en su mente, y luego se introdujo de costado por una puerta de Mobius… y de allí al interior del nido de ametralladoras.
Allí no había tiempo para reflexionar y muy poco espacio para moverse. Lo que por fuera parecía un viejo establo era en verdad un nido de placas de acero y bloques de hormigón, atiborrado de armas y brillantes cinturones de municiones. Por las mirillas y los orificios de salida de las ametralladoras se filtraba una luz grisácea; el interior de la pequeña fortaleza olía a sudor y a cordita, y señal de llamada Uno y su compañero tosían y farfullaban palabras poco menos que incomprensibles mientras disparaban febrilmente sus armas.
Harry salió en el pequeño espacio detrás de los dos hombres y dejó caer el pesado escudo al suelo mientras alzaba la escopeta para apuntarlos. Cuando oyeron el ruido del escudo al golpear contra el suelo, los dos rusos se dieron la vuelta en sus sillas giratorias de acero. Vieron a un joven de rostro pálido que les apuntaba con una escopeta, los ojos muy brillantes y los labios apretados en un gesto de determinación.
—¿Quién es usted? —preguntó atónito Uno, que parecía un extraño ser de otro planeta con su uniforme, los audífonos que llevaba puestos y sus ojos saltones.
—¿Cómo…? —empezó a decir su compañero, mientras completaba automáticamente la tarea de recargar la ametralladora.
Después señal de llamada Uno trató de desenfundar una pistola mientras su compañero, maldiciendo, trataba de ponerse de pie.
Harry no sintió compasión por los hombres. Era su vida, o la de ellos. Y allí donde se dirigían, había muchos dispuestos a darles la bienvenida… Apretó el gatillo: una vez para Uno, otra para su compañero, y los envió a los brazos de la muerte. El hedor de la sangre fresca se mezcló con el olor a cordita, a sudor y a miedo que ya impregnaba el lugar, e hizo lagrimear a Harry. Parpadeó furioso, volvió a cargar la escopeta y encontró otra puerta de Mobius.
En el siguiente nido de ametralladora sucedió lo mismo, y también en el que vino después. En total, fueron seis. Harry acabó con todos en menos de dos minutos.
En el último, cuando ya había terminado, encontró la caótica mente de uno de los defensores recién muertos y lo tranquilizó.
—Ya todo ha terminado para usted —dijo—, pero el causante de todo esto sigue vivo. Si no fuera por él, usted estaría esta noche en casa con su familia. Y yo con la mía. Ahora dígame, ¿dónde está Dragosani?
—En el despacho de Borowitz, en la torre —dijo el otro—. Ha instalado allí la sala de mando. Habrá otros hombres con él.
—Ya lo suponía —respondió Harry, mirando el rostro destrozado, irreconocible del ruso—. Gracias.
Ahora sólo le quedaba hacer una cosa, y Harry hubiera querido que alguien lo ayudara en la tarea.
Abrió las abrazaderas de acero que sujetaban la ametralladora a la base giratoria, cogió el arma y la arrojó contra el duro suelo; luego la recogió y volvió a tirarla. Después de tres o cuatro golpes contra el suelo de hormigón, la madera del mango se astilló a lo largo, y Harry pudo coger una estaca con una punta aguzada y una base plana.
Buscó en sus bolsillos y encontró un solo cartucho; apretó los dientes y cargó la escopeta con el único proyectil que le quedaba. Tendría que arreglárselas con lo que tenía. Abrió la puerta del nido de ametralladoras y salió a la intemperie. A poca distancia, y apenas velado por la nieve que caía sin cesar, el château resplandecía con todas sus luces encendidas y los reflectores hendían la noche con sus rayos móviles, buscando al enemigo. El ejército de Harry —o lo que quedaba de él— ya estaba junto a los muros del château, y se oía incesante el tableteo de las ametralladoras. Los defensores que quedaban trataban de matar a hombres ya muertos, y la tarea se les hacía cuesta arriba.
Harry miró a su alrededor y vio un grupo de recién llegados que avanzaban por la nieve, lenta pero inexorablemente, hacia el asediado château. Eran figuras horripilantes, espantapájaros que pasaban a su lado, con un crujir de huesos, y animados por una monstruosa energía. Pero Harry no tenía miedo a la muerte. Detuvo a dos de los combatientes, un par de cadáveres momificados un poco menos deteriorados que el resto, y le ofreció a uno de ellos la estaca de madera.
—Para Dragosani —dijo.
El otro tártaro llevaba una gran espada de hoja curva y herrumbrosa; Harry supuso que en su día la habría usado con efectos devastadores. Pues bien, ahora la usaría otra vez. El joven señaló la espada y dijo:
—También eso es para Dragosani. Para el vampiro que hay en él.
Y después abrió una puerta de Mobius y condujo a sus dos marchitos compañeros por ella.
En el château Bronnitsy reinaba el caos casi desde el principio. El edificio principal había sido construido hacía doscientos treinta años sobre un antiguo campo de batalla; el palacio, por otra parte, era el mausoleo de una docena de los más valientes guerreros tártaros. Y, debido al suelo de turba, los cadáveres eran verdaderas momias, y no esqueletos en los que la carne había desaparecido.
Dragosani, además, había ordenado que levantaran las grandes losas de piedra y los suelos de madera para buscar signos de sabotaje. Así pues, tras la llamada de Harry, los tártaros habían encontrado escasos obstáculos para emerger de sus tumbas centenarias y rondaban por los pasillos, los laboratorios y los invernaderos del château. Y dondequiera que habían encontrado PES o defensores, habían acabado con ellos sin más.
Todo lo que quedaba ahora eran los puestos de defensa construidos en los muros del château, y debido a su situación, los hombres que los ocupaban no tenían ningún medio de escape, no podían salir de ellos. Sólo se podían entrar a estos puestos de defensa desde el interior del château porque no tenían puertas exteriores. La voz de uno de estos hombres atrapado en su minúscula fortaleza informó a Dragosani de lo sucedido sin ahorrarle ninguno de los horribles detalles.
—¡Camarada, esto es una locura, una absoluta locura! —se quejaba la voz en la radio de Dragosani, bloqueando todas las otras llamadas… si es que quedaba alguien que quisiera o pudiera llamar—. ¡Son… son zombis, hombres muertos! ¿Y cómo matar a cadáveres? Se acercan… y mi artillero dispara, y los destroza en pedazos… y los pedazos siguen avanzando. Afuera, una pila de huesos y restos se mueve y forma un muro contra el muro del château. Troncos, piernas, brazos, manos… hasta los trozos más pequeños se unen a los otros. Muy pronto penetrarán por las troneras, ¿qué haremos entonces?
Dragosani dejó escapar un gruñido más animal que nunca, y sacudió su puño en dirección a la noche y la espesa nieve que caía más allá de las ventanas del palacio.
—¡Keogh! —gritó furioso—. Sé que está ahí, Keogh. Si va a venir, hágalo, y terminemos de una vez.
—¡También están dentro del château! —sollozó la voz en la radio—. Estamos atrapados aquí. Mi artillero se ha vuelto loco. Desvaría mientras dispara la ametralladora. He cerrado la puerta blindada, pero algo sigue golpeándola e intenta entrar. Sé qué es, lo he visto: consiguió meter una mano antes de que yo cerrara la puerta de un golpe… y ahora esa mano me agarra la pierna e intenta trepar. La aparto a golpes, pero siempre vuelve. ¿Lo ve? ¡Otra vez, otra vez! —y la voz se volvió una risa enloquecida que se desvaneció en un estallido de ruidos parásitos.
Y de pronto, y casi simultáneamente con los ruidos de la radio, Yul Galenski gritó aterrorizado en la antesala.
—¡Las escaleras! ¡Suben por las escaleras! —Su voz era aguda como la de una jovencita; Yul no había luchado nunca, él era un secretario, un administrativo. Además, ¿quién había experimentado antes una lucha como ésta?
El oficial de guardia, que hasta ese momento había permanecido de pie junto a la ventana, cogió un fusil y corrió hacia donde estaba Galenski; desde allí retrocedió hasta el rellano. En el trayecto cogió también de la mesa de Dragosani varias granadas. «Ése al menos es un hombre», pensó Dragosani.
Después se oyó el aullido de horror del oficial de guardia, sus maldiciones, el tableteo del fusil ametrallador y luego las explosiones de las granadas que arrojó escaleras abajo. Y después, tras el estruendo de los explosivos, se oyó el último mensaje de uno de los hombres en los puestos de defensa.
—¡No! ¡No! ¡Santa Madre de Dios! ¡Mi artillero se ha pegado un tiro, y ahora ellos entran por las troneras! ¡Son manos sin brazos…, cabezas sin cuerpos! Creo que tendré que seguir a mi artillero, que ahora ya se ha librado de esto. ¡Y ahora esos… esos restos… están junto a las granadas! ¡No, dejen eso!
Después se oyó el inconfundible ruido de una granada al ser armada, más gritos y ruidos caóticos y por último una gran explosión a la que siguió el silencio.
Ahora la radio no dejaba oír más que los ruidos parásitos. Y de repente, el château Bronnitsy pareció muy tranquilo…
Pero era una tranquilidad que no podía durar. Cuando el oficial de guardia volvía desde el rellano al despacho de Galenski, Harry Keogh y sus compañeros tártaros salieron del continuo de Mobius. Súbitamente aparecieron allí, en la antesala, como por arte de magia.
El oficial de guardia oyó el chillido de terror de Galenski, se volvió, y vio lo que había visto el secretario: un joven de expresión severa, tiznado por el humo y escoltado por dos momias amenazadoras, envueltas en jirones de cuero negro que dejaban ver sus blancos huesos. La sola visión de esos dos seres estuvo a punto de paralizarlo, pero se rehizo y decidió defender su vida.
Con los labios contraídos en una mueca de miedo y desesperación, el oficial de guardia musitó algo entre dientes y alzó su fusil… pero le dieron un empujón y lo arrojaron al rellano; su rostro se convirtió en una masa sanguinolenta cuando Harry disparó a quemarropa el último cartucho que le quedaba.
Inmediatamente después los compañeros de Harry se interesaron por Galenski, que tartamudeaba de modo rastrero en un rincón detrás de su mesa, y Harry penetró en lo que antaño fuera el despacho privado de Borowitz. Dragosani, que estaba arrojando de su mesa la extinta radio, se volvió y lo vio. Sus grandes mandíbulas se abrieron en un gesto de sorpresa; lo señaló con una mano temblorosa y emitió un sonido similar al silbido de una serpiente, mientras sus ojos rojizos parecían llamear. Y durante un instante los dos hombres permanecieron inmóviles, frente a frente.
Ambos habían sufrido cambios notables, pero las diferencias visibles en Dragosani parecían el resultado de una completa metamorfosis. Harry lo reconoció a duras penas. En cuanto a Harry, poco quedaba en él de su antigua personalidad, de su identidad anterior. El joven había heredado grandes y múltiples talentos, y ahora era más que un homo Sapiens. En verdad, ambos hombres eran ahora seres extraños, y en ese fugaz momento, mientras se miraban, los dos lo percibieron. Y luego…
Dragosani vio la escopeta en manos de Harry y ardió en odio; el nigromante no podía saber que estaba descargada y esperaba oír un disparo en cualquier momento: se lanzó entonces hacia la mesa de Borowitz y buscó una ametralladora. Harry cogió la escopeta por el cañón, se adelantó y golpeó con la culata la cabeza del nigromante mientras éste se inclinaba sobre el escritorio. Dragosani salió despedido hacia atrás, y la ametralladora cayó al suelo alfombrado. El nigromante chocó contra una pared y durante un instante se quedó allí con los brazos y las piernas extendidos, pero luego se agazapó en una posición defensiva. Y entonces vio que la escopeta de Harry estaba rota donde el cargador se unía a los cañones, y que el joven miraba con frenesí a su alrededor en busca de otra arma. Dragosani comprendió enseguida que la ventaja era suya, pues él no necesitaba armas fabricadas por los hombres para acabar con Harry Keogh.
Los gritos de Galenski en la antesala cesaron de repente. Harry retrocedió hacia la puerta, que estaba medio abierta, pero Dragosani no pensaba dejarlo marchar. Avanzó de un salto, lo cogió por el hombro, y lo retuvo sin esfuerzo.
Harry, hipnotizado por el horror de aquella cara, descubrió que le resultaba imposible desviar los ojos. Jadeó en busca de aire, y se sintió aplastado por el horrible poder de aquella criatura.
—¡Sí, jadea! —gruñó Dragosani—. ¡Jadea como un perro, Harry Keogh, y muere también como un perro! —y lanzó una carcajada como jamás había oído el joven.
El nigromante, sin soltar a su víctima, se encogió aún más sobre sí mismo y sus mandíbulas se abrieron. Los afilados dientes chorreaban una saliva espesa como légamo y algo que no era una lengua se movía dentro de aquella boca enorme. La nariz de Dragosani pareció aplastarse contra su rostro, y su forma era a cada instante más parecida a la de un murciélago. Un ojo escarlata sobresalía de forma monstruosa mientras el otro se entrecerró hasta parecer una estrecha hendidura. Harry se sintió como si mirase el interior del infierno, y no pudo apartar los ojos.
Dragosani, que se sabía triunfador, arrojó finalmente su horroroso rayo mental… y en ese preciso instante la puerta que había detrás de Harry se abrió de par en par y el impulso hizo que Harry se soltara de las garras del nigromante. El joven cayó al suelo, y la criatura que entraba en la sala recibió de lleno el rayo de Dragosani. Y el nigromante, cuando vio quién había entrado, recordó la advertencia de Max Batu: nunca se debe maldecir a los muertos, porque no pueden morir dos veces.
El rayo fue desviado, reflejado, y lanzado sobre el propio Dragosani. En la historia que le había contado Batu, un hombre se había secado tras un ataque semejante, pero lo que le sucedió a Dragosani no fue tan horrible… o acaso fue peor.
Pareció como si una mano gigantesca lo hubiera levantado y arrojado al otro lado de la sala. Cuando golpeó contra la mesa se le rompieron los huesos de las piernas y siguió girando como un trompo llevado por su propio impulso. Lo detuvo la pared, y esta vez cayó al suelo. Consiguió sentarse trabajosamente, y no dejaba de aullar con una voz que sonaba como una tiza gigantesca que rascaba una pizarra. Sus piernas rotas estaban caídas en el suelo como si fueran de goma, y agitaba los brazos de modo espástico en el aire delante de su cara, como si no pudiera verlos.
Ciego, sí, porque su propio rayo lo había golpeado precisamente en los ojos.
Harry salió de detrás de la puerta, y no pudo contener un respingo cuando vio al nigromante. Parecía como si los ojos de Dragosani hubiesen estallado desde el interior. Eran como cráteres abiertos en el rostro de Dragosani, con hebras de cartílago rojo que colgaban por sus demacradas mejillas. Harry supo entonces que aquello había terminado, y el horror de lo sucedido lo sobrecogió. Se dio la vuelta, y vio a sus guardaespaldas esperando.
—Acaben con eso —les dijo, y ellos avanzaron hacia el monstruo caído.
Dragosani estaba completamente ciego, y por consiguiente, también lo estaba el vampiro, que veía por sus ojos. Pero a pesar de que la criatura era aún inmadura, sus extraños sentidos estaban lo bastante desarrollados como para que percibiera la inexorable cercanía del olvido total y definitivo. Sintió la estaca que sostenían las manos momificadas, supo que alguien alzaba una espada herrumbrada. Dragosani ahora ya no era mas que una cáscara arruinada, y no le servía de nada el vampiro. Y como si lo hubieran exorcizado, salió cual espíritu maligno del cuerpo del nigromante.
Dragosani dejó de gritar, se ahogó y se clavó las uñas en la garganta. Sus mandíbulas se abrieron en toda su extensión, y de su boca salió sangre y espuma, mientras él sacudía con frenesí su monstruosa cabeza. Todo su cuerpo se sacudió en movimientos convulsivos, comenzó a vibrar como si lo embargara un dolor mayor que el producido por los ojos reventados y los huesos rotos. Cualquier otra persona habría muerto allí mismo, pero Dragosani no era una persona corriente.
Su cuello se hinchó y su rostro gris se volvió primero púrpura y luego azul. El vampiro se retiró del cerebro de Dragosani, se desenroscó y abandonó sus órganos internos, se desprendió de los nervios y de la médula espinal. Y formó púas, que utilizó para arrastrarse por el interior de la garganta del nigromante y salir al exterior. Dragosani, tosiendo, expulsó entre sangre y moco a la criatura, que parecía que nunca acababa de salir. Después, quedó enroscada como una babosa gigantesca sobre el pecho de Dragosani, y su cabeza plana se movía como la de una cobra, roja con la sangre de su huésped.
La estaca atravesó el cuerpo palpitante del vampiro y el de Dragosani, guiada por manos que perdían pequeños trozos de hueso mientras clavaban al monstruo en su lugar. Y un solo golpe de la espada del segundo tártaro completó el trabajo, y separó la chata y horrible cabeza del cuerpo que se agitaba como un látigo enloquecido.
Dragosani yacía vacío, torturado, y casi inconsciente, los brazos caídos a los costados. Pero cuando Harry Keogh dijo «Y ahora, acaben con él», la mano del nigromante encontró la ametralladora que había caído antes sobre la alfombra. Alguna pequeña zona del cerebro ardiente de Dragosani había reconocido la voz de Keogh, y aunque sabía que se estaba muriendo, su malvada y vengativa naturaleza actuó por última vez. Sí, se estaba muriendo, pero no moriría solo. La ametralladora escupió una ráfaga continua de obscenas palabras mecánicas, hasta que su vocabulario y su cargador se agotaron… lo que sucedió quizá medio segundo después de que la antigua espada de un tártaro partiera en dos la monstruosa cabeza de Dragosani.
¡Dolor! Un dolor punzante. Y muerte. Para los dos.
Harry, casi dividido en dos por los disparos, encontró una puerta de Mobius y cayó por ella. Pero no tenía sentido llevar su destrozado cuerpo con él; eso ya estaba acabado. La mente lo era todo. Y Harry, en el instante en que entraba en el continuo de Mobius, cogió —mentalmente— y arrastró consigo a la mente del nigromante. Ahora el dolor había terminado para ambos, y el primer pensamiento de Dragosani fue:
—¿Dónde estoy?
—Donde yo quiero que esté —le respondió Harry.
El joven encontró la puerta del tiempo pasado y la abrió. Una fina línea de luz roja emanaba de la mente de Dragosani y se hundía en el brillo azul. Era la huella de su vampírico pasado.
—Síguela —ordenó Harry, y expulsó a Dragosani por la puerta.
El nigromante cayó en el pasado, se aferró al hilo luminoso de la vida que fue, y fue arrastrado mas y más atrás. Y ya no pudo abandonar aquel hilo escarlata aun queriéndolo, porque era él mismo.
Harry contempló cómo la hebra escarlata se enrollaba sobre sí misma y arrastraba a Dragosani y luego buscó y encontró la puerta del futuro. En algún lugar del porvenir el hilo roto de su vida continuaba, empezaba de nuevo. Sólo tenía que encontrarlo.
Y Harry se arrojó en el azul infinito del mañana…
La entrevista final
Alec Kyle miró su reloj. Eran las dieciséis horas quince minutos, y ya llevaba quince minutos de retraso para su importantísima reunión con las autoridades del gobierno. Pero el tiempo, a pesar de ser relativo, había pasado, y Kyle se sentía exhausto; tenía una gruesa pila de papeles frente a él, se sentía entumecido y le dolían la mano, la muñeca y el brazo derechos. No podía escribir una palabra más.
—Me he perdido la reunión —dijo, y apenas reconoció su propia voz.
Las palabras resonaban como un seco graznido. Intentó reír, y el resultado fue más parecido a una tos.
—Además, creo que he perdido un kilo. No me he movido de esta silla en siete horas, pero parece como si me hubiera pasado el día practicando algún deporte. El traje me queda grande. ¡Y está sucio!
El espectro asintió con la cabeza.
—Lo sé —dijo—, y le pido disculpas. He sometido a un duro esfuerzo a su cuerpo y a su mente. ¿No cree, sin embargo, que valía la pena?
—¿Y me lo pregunta? —esta vez Kyle consiguió reír—. La Organización E soviética está destruida…
—Lo estará dentro de una semana —lo corrigió su interlocutor.
—… Y usted me pregunta si valía la pena. ¡Claro que sí! —dijo Kyle, pero de inmediato una expresión de abatimiento oscureció su rostro—. Aunque yo he faltado a la reunión, y era importante.
—En realidad, no —le respondió el espectro—. De todas formas, usted no se la perdió. O mejor dicho, usted sí, pero yo no.
Kyle frunció el entrecejo, desconcertado.
—No comprendo.
—El tiempo —comenzó a decir el espectro, y Kyle terminó la frase por él:
—¡Es relativo! —exclamó, y abrió la boca asombrado.
El espectro sonrió.
—En la banda de Mobius hay una puerta para todos los tiempos. Yo estoy aquí, pero también estoy allí. Ellos podrían haberle hecho pasar a usted un mal rato, pero no pueden hacer lo mismo conmigo. La obra de Gormley —y también de usted, y mía— continúa. Usted tendrá toda la ayuda que necesite, y no habrá problemas.
Kyle cerró lentamente la boca, e hizo un esfuerzo para serenarse… La cabeza le daba vueltas, y se sentía más cansado que nunca.
—Supongo que ahora se marchará —dijo—, pero me gustaría preguntarle una o dos cosas. Sé quién es usted, pero…
—¿Sí?
—¿Dónde está usted ahora? ¿Cuál es su base? ¿Me está hablando desde el continuo de Mobius, o por medio de él? Harry, ¿dónde está usted?
El espectro volvió a sonreír con paciencia.
—Debería preguntar «¿Quién es usted»? Y yo le respondería: todavía soy Harry Keogh. Harry Keogh hijo.
Kyle volvió a abrir la boca. Estaba en las notas, pero hasta ahora no había caído en la cuenta. Ahora todas las piezas del rompecabezas coincidían.
—Pero Brenda, quiero decir, su esposa, debía morir. Habían predicho su muerte. Y nadie puede eludir o cambiar el futuro; usted mismo me ha demostrado que es imposible.
Harry hizo un gesto afirmativo.
—Ella morirá —dijo—. Morirá dando a luz, pero la muerte no la aceptará.
—¿Cómo puede ser? —Kyle no comprendía nada.
—La muerte es un lugar más allá del cuerpo —dijo Harry—. Los muertos tienen su propia existencia. Algunos de ellos lo sabían, pero la mayoría lo ignoraba. Ahora lo saben. Eso no cambiará nada en el mundo de los vivos, pero significa mucho para los muertos. Ellos, por otra parte, saben que la vida es un don precioso. Lo saben porque la han perdido. Si Brenda muere, mi vida estará en peligro. Y los muertos no pueden permitirlo. Tienen una gran deuda conmigo.
—¿Ellos no la aceptarán? ¿Me está diciendo que le devolverán la vida cuando muera?
—En resumen, sí. En el otro mundo hay talentos muy brillantes, Alec, millones y millones. Y pueden hacer casi todo lo que se propongan. En cuanto a mi propio epitafio, sólo era el producto del pesimismo de mi madre, y de su deseo de protegerme.
El contorno del espectro se hizo más brillante, y parecía como si la luz que entraba por las ventanas lo atravesara con más facilidad.
—Y ahora, creo que ha llegado el momento de que…
—¡Espere! —dijo Kyle, poniéndose de pie—. Por favor, espere. Una sola cosa más.
—Yo pensaba que ya se lo había explicado todo —dijo Harry, arqueando sus fantasmales cejas—. Y si algo ha quedado poco claro, usted sin duda lo descubrirá por sí mismo.
Kyle estuvo de acuerdo.
—Creo que sí. Excepto el porqué. ¿Por qué se tomó el trabajo de regresar a contármelo?
—Es muy simple —dijo Harry—. Yo seré mi hijo. Pero él tendrá su propia personalidad, será él mismo. No sé cuánto de mi ser real llegará hasta él. Puede que en algunas ocasiones él, nosotros, necesite que se lo recuerden. Hay algo seguro, con todo: ¡será un chico de talento!
Y Kyle por fin entendió.
—Usted quiere que yo, mejor dicho, que nosotros, los de la organización, lo cuidemos, ¿verdad?
—Así es —respondió Harry Keogh y comenzó a desvanecerse; ahora brillaba con un extraño resplandor azul, como compuesto de millones de partículas de neón.
—Usted cuidará de él hasta que él esté preparado para cuidar de usted, de todos ustedes. ¿Lo hará?
Kyle salió a trompicones de atrás de su mesa y le tendió los brazos a la espectral criatura, que se desvanecía rápidamente.
—¡Sí, lo haremos! ¡Claro que sí!
—Eso es todo lo que pido —dijo Harry—, y también que cuide de su madre.
El resplandor azul se convirtió en una neblina, se concentró después en una sola línea vertical, un tubo de luz azul que de inmediato se redujo a un enceguecedor punto de fuego azul a la altura de los ojos y desapareció. Y Kyle supo que Keogh se había marchado para nacer.
—¡Lo haremos, Harry! —exclamó con voz ronca, y sintió que las lágrimas le corrían por las mejillas. No sabía por qué lloraba.
—Lo haremos… ¿Harry?