Moscú, un viernes por la tarde, en el piso de Dragosani en la calle Pushkin.
Cuando Dragosani entró por fin en su piso y se sirvió un vaso de whisky ya comenzaba a oscurecer. Los trenes en los que regresó de Rumania habían sido horriblemente lentos, y la ausencia de Batu hizo que el viaje le pareciera mucho más largo. La ausencia de Batu, sí, y la creciente sensación de apremio, de que estaba siendo empujado hacia un colosal enfrentamiento. El tiempo pasaba deprisa y todavía tenía muchas cosas que hacer. Estaba exhausto, pero no podía descansar. Un instinto lo incitaba a seguir, le advertía que no se detuviera en su trayectoria.
Después de un segundo whisky, y cuando ya se sintió un poco mejor, Dragosani telefoneó al château Bronnitsy y se cercioró de que Borowitz todavía estaba de duelo en su dacha de Zhukovka. Después pidió hablar con Igor Vlady, pero éste ya se había marchado a su casa. Dragosani lo llamó entonces allí, y le preguntó si podía ir a verlo. El otro le dijo enseguida que sí.
Vlady vivía en un pequeño piso propiedad del Estado, no muy lejos del domicilio de Dragosani, pero éste de todas formas cogió el coche. Antes de que transcurrieran diez minutos estaba sentado en el saloncito de Vlady con un vaso de vodka en la mano.
—¿Y bien, camarada? —preguntó Vlady cuando terminaron con los consabidos saludos y demás preliminares—. ¿En qué puedo servirlo?
Vlady contempló con curiosidad, con una mirada especulativa, los grandes anteojos oscuros de Dragosani y sus demacradas facciones.
Dragosani hizo un gesto afirmativo con la cabeza, como si de manera silenciosa confirmara algo, y dijo:
—Veo que me estaba esperando.
—Sí, se me ocurrió que era probable que nos viéramos —respondió con cautela Vlady.
Dragosani se decidió a ir directo al grano. Si Vlady no daba las respuestas apropiadas, lo mataría. A la larga, era probable que lo matara de todos modos.
—Muy bien, aquí estoy —dijo—. Y ahora, dígame, ¿qué va a pasar?
Vlady era un hombre pequeño y moreno y, por lo general, era como un libro abierto. Ahora alzó una ceja, adoptó una expresión levemente sorprendida y preguntó:
—¿Qué va a pasar con qué, o con quién?
—Mire, dejémonos de rodeos. Usted sabe perfectamente por qué he venido. Por eso le pagan, por su habilidad para ver las cosas por anticipado. Así que le repito la pregunta: ¿qué va a pasar?
Vlady, ceñudo, preguntó:
—¿Quiere decir con Borowitz?
—Para empezar, sí.
El rostro de Vlady se volvió extrañamente imperturbable, casi frío.
—Morirá —dijo sin emoción alguna—. Mañana, alrededor de mediodía, de un ataque al corazón. Sólo que… —se interrumpió, con cara de preocupación.
—¿Qué?
—Un ataque al corazón —repitió Vlady, encogido de hombros.
Dragosani hizo un gesto de asentimiento, suspiró y se distendió un poco.
—Sí —dijo—. Así será. ¿Y qué sucederá conmigo… y con usted?
—Nunca me leo el futuro —dijo Vlady—. Me tienta hacerlo, claro está, pero es muy frustrante conocer el futuro y no poder cambiarlo. Da miedo, además. En cuanto al suyo… es un poco extraño.
A Dragosani esto no le gustó nada.
—¿Qué tiene de extraño? —preguntó; eso podía ser algo muy importante.
Vlady cogió los vasos y sirvió más vodka.
—Ante todo, seamos sinceros el uno con el otro —dijo—. Camarada, yo no soy su rival. No tengo ninguna ambición con respecto a la Organización E. Absolutamente ninguna. Sé que Borowitz había pensado en mí, junto con usted, como su sucesor, pero no me interesa. Creo que usted debería saberlo.
—¿Y se hará a un lado para hacerme un favor?
—No le hago un favor a nadie —dijo el otro—, simplemente no quiero el puesto. Yuri Andrópov no descansará hasta hacernos polvo, aunque tenga que dedicar a eso toda su vida. La verdad, me gustaría no tener nada que ver con la organización. ¿Sabía usted que soy arquitecto, Dragosani? Y me gustaría más estar leyendo los planos de un edificio antes que el futuro.
—¿Y por qué me cuenta esto? —preguntó Dragosani, con curiosidad—. No tiene que ver con nada.
—Sí, tiene que ver con mi vida. Y yo quiero vivir, Dragosani. Como puede ver, sé que el ataque al corazón de Borowitz está relacionado con usted. Y si usted puede atacar al general y vencerlo, ¿qué posibilidad tengo yo? No soy valiente, Dragosani, y tampoco estúpido. La Organización E es toda suya…
Dragosani se inclinó hacia adelante. Sus ojos eran aguijones de luz roja que traspasaban los cristales oscuros de las gafas.
—Pero su trabajo consiste en informar a Borowitz de esta clase de cosas, Igor —dijo con voz ronca—. Sobre todo si le conciernen a él. ¿Me está diciendo que no le ha dicho nada? ¿O acaso él ya sabe que yo… estoy implicado en esto?
Vlady hizo un gesto negativo y se irguió en el asiento. Durante un instante se sintió casi hipnotizado por Dragosani. La mirada del hombre era como la de una serpiente. ¿O quizá como la de un lobo? En todo caso, no enteramente humana.
—No sé por qué le he contado todo esto —dijo por fin—. Por lo que sé, lo puede haber enviado el mismo Borowitz.
—Si así fuera, ¿usted no lo sabría? —preguntó Dragosani—. ¿Acaso no lo habría visto, gracias a su talento?
—¡No puedo verlo todo! —replicó Vlady.
—De acuerdo. No, no me envió Borowitz. Y ahora dígame la verdad. ¿Sabe el general que morirá mañana? Y si lo sabe, ¿sospecha que yo seré el causante de su muerte? Respóndame, estoy esperando.
Vlady se mordió los labios e hizo un gesto negativo.
—No, no lo sabe —murmuró.
—¿Por qué no se lo ha dicho?
—Por dos razones. La primera, aunque lo supiera no podría cambiar nada. Y la segunda, odio al viejo bastardo. Tengo una novia y quiero casarme. Lo he deseado durante diez años, pero Borowitz dice que no. Me necesita totalmente concentrado en mi trabajo, y según él, demasiado sexo arruinaría mi talento. Maldito sea el bastardo, me raciona las relaciones con mi novia.
Dragosani se echó hacia atrás en el asiento y soltó la risa. Vlady vio su enorme boca abierta, y sus afilados dientes, y una vez más tuvo la sensación de que estaba hablando con un extraño animal y no con un hombre.
—¡Típico de Borowitz! —dijo Dragosani cuando por fin dejó de reír—. Bien, Igor, creo que ya puede hacer planes para la boda. Sí, podrá casarse cuando lo desee.
—Pero usted querrá que siga en la organización, ¿verdad? —dijo Igor, y no parecía entusiasmado ante la perspectiva.
—Por supuesto —respondió Dragosani—. Usted es demasiado valioso para trabajar como arquitecto. ¿Pero la organización? Eso no es más que un comienzo; en la vida hay cosas más importantes. Cuando todo esto termine, yo subiré como la espuma. Y usted conmigo.
Vlady le respondió con una mirada enigmática. Y Dragosani, de repente, tuvo la seguridad de que le ocultaba algo.
—Usted iba a decirme qué había visto en mi futuro —le recordó—. No sería mala idea que lo hiciera ahora, puesto que hemos terminado con Borowitz. Me parece que dijo que había visto algo… extraño.
—Sí, extraño —estuvo de acuerdo Vlady—. Claro que puedo equivocarme. De todas formas, mañana lo sabrá —dijo, y tuvo un nervioso estremecimiento al ver la expresión de Dragosani.
—¿Qué significa que mañana lo sabré? —preguntó el nigromante mientras se ponía lentamente de pie—. ¿Me ha entretenido para hacerme perder el tiempo, para confundirme con trivialidades, sabiendo que mañana me sucederá alguna cosa? ¿A qué hora? ¿Y dónde?
—Mañana por la noche, y en el château —respondió Vlady—. Será algo importante, pero no sé nada más.
Dragosani comenzó a pasearse por la habitación, e intentó encontrar pistas de aquello en su propia mente.
—¿Será la KGB? ¿Es posible que encuentren tan rápido el cadáver de Borowitz? No lo creo. Y aunque lo hicieran, ¿por qué habrían de sospechar de la organización? ¿O de mí? Después de todo sólo habrá sido un ataque al corazón. Eso le puede suceder a cualquiera. ¿O es alguien que pertenece a la organización? ¿Tal vez usted, Igor, que se lo ha pensado mejor? —Vlady se apresuró a hacer un gesto negativo—. ¿Será un sabotaje? —Dragosani continuó paseándose—. Y si lo es, ¿de qué tipo? —Dragosani hizo un furioso gesto de negación—. No, no puede ser. ¡Maldito sea, Igor, usted sabe más de lo que dice! ¿Qué es exactamente lo que ha visto?
—¡Usted no comprende! —gritó Vlady—. ¡Hombre, no soy sobrehumano, no puedo ver con exactitud todo el tiempo!
Era verdad, y Dragosani lo sabía. La voz de Vlady indicaba que estaba exasperado; él también deseaba tener una respuesta.
—En ocasiones las cosas son muy confusas, como aquella vez que Andrei Ustinov recibió su merecido. Yo sabía que aquella noche habría jaleo y se lo advertí a Borowitz, pero me era imposible saber quién estaría implicado. Ahora me ocurre lo mismo. Mañana habrá dificultades, y serán grandes. Usted estará en medio del asunto. El problema vendrá de fuera y será grande… realmente grande. De eso estoy seguro, pero no sé nada más.
—Eso no es todo —dijo Dragosani con tono siniestro—. Aún no sé a qué se refería cuando dijo que mi futuro era «extraño». ¿Por qué elude esa cuestión? ¿Estaré en peligro?
—Sí —dijo Vlady—, pero no sólo usted. Todos los del château estarán en peligro.
—¡Maldito sea, hombre! —Dragosani golpeó la mesa con el puño—. Según sus palabras, se diría que todos vamos a morir.
Vlady se puso pálido. Dio vuelta la cara, pero Dragosani se inclinó, lo cogió de las mejillas con una de sus grandes manos y lo obligó a mirarlo a los ojos.
—¿Está seguro de que me lo ha dicho todo? —preguntó masticando las palabras—. ¿No puede intentar explicarme qué quería decir cuando utilizó la palabra «extraño»? ¿Acaso ha visto que moriré mañana?
Vlady se soltó y empujó hacia atrás la silla para alejarse de Dragosani. Las blancas marcas dejadas por la presión de los dedos comenzaron a desvanecerse de sus mejillas, y en su lugar aparecieron otras de color rosado. Era indudable que Dragosani era capaz de matar. Vlady debía intentar satisfacer sus demandas.
—Escúcheme —dijo— y trataré de explicárselo como mejor pueda. Después… después usted deberá decidir qué hacer con esta información.
»Cuando miro a un hombre, cuando intento "ver" su futuro, habitualmente percibo una línea recta de color azul que se extiende hacia adelante. Es como una línea trazada sobre una hoja de papel de arriba abajo. Si quiere, llámela la línea de la vida. Su longitud me permite calcular la duración de la vida del hombre. De las anormalidades y desviaciones puedo deducir algunos de los acontecimientos futuros y cómo le afectarán. La línea de Borowitz termina mañana. Al final hay un rizo que indica un problema físico: el ataque al corazón. Sé que usted estará implicado porque su línea de la vida cruza la de Borowitz, ¡y continúa sola hacia adelante!
—Sí, pero ¿por cuánto tiempo? —preguntó Dragosani—. ¿Qué sucederá mañana por la noche, Igor? ¿Es ése el final de mi línea?
Vlady se estremeció.
—Su línea es completamente diferente —respondió por fin—. No sé cómo interpretarla. Hace seis meses Borowitz me pidió que la leyera semanalmente y le pasara la información. Lo intenté, pero fue imposible. Usted tenía tantas desviaciones en la línea de su vida, Dragosani, que no pude decirle nada. Había rizos y vueltas que jamás había visto. Además, a medida que pasaban los meses, lo que había comenzado como una línea única comenzó a dividirse y se abrió en dos líneas paralelas. La nueva no era azul sino roja, otra cosa que tampoco había visto nunca. En cuanto a la línea original, la más antigua, poco a poco también se volvió roja. Usted es… como dos gemelos unidos, Dragosani. No encuentro otra manera de explicarlo. Y mañana…
—¿Sí?
—Mañana por la noche una de sus líneas termina.
«¡La mitad de mí morirá! —pensó Dragosani—. Pero ¿qué mitad?».
Y en voz alta preguntó:
—¿La roja o la azul?
—La roja.
¡Morirá el vampiro! Dragosani sintió que su esperanza renacía, pero sofocó la alegría que sentía en lo más profundo de su ser.
—¿Y qué sucede con la otra línea?
Vlady hizo un gesto de incertidumbre, como si no encontrara la manera de explicarlo.
—Eso es lo más raro de todo. Se trata de algo que simplemente no puedo explicar. La otra línea pierde su color rojo y forma un rizo, se dobla hacia atrás y se une con la primera en el punto exacto en que comenzaron a dividirse.
Dragosani se reclinó en el asiento y cogió su vodka. Lo que Vlady le había dicho no era satisfactorio pero era mejor que nada.
—He sido muy duro con usted, Igor —dijo—, y lo siento. Puedo ver que se ha esforzado por mí, y se lo agradezco. Pero me ha dicho que lo de mañana será algo grande, y puedo deducir que probablemente ha leído el futuro de las otras personas que estarán en el château. De manera que quiero saber cuan grande será el asunto.
Vlady se mordió el labio.
—Camarada, la respuesta no le agradará —le advirtió.
—Dígamela, de todas formas.
—Será una destrucción casi total. Una fuerza, un poder, descenderá sobre el château Bronnitsy, y traerá la devastación.
¡Keogh! Sólo podía ser Harry Keogh. No existía otra amenaza…
Dragosani se puso de pie, cogió su abrigo y se dirigió a la puerta.
—Ahora tengo que irme, Igor —dijo—, y le estoy muy agradecido. No olvidaré lo que ha hecho por mí, créame. Y si ve algo nuevo, le agradecería que…
—¡Por supuesto! —dijo Vlady, y respiró aliviado; lo acompañó hasta la puerta y en el momento en que Dragosani salía, le preguntó—: ¿Qué le pasó a Max Batu, camarada?
Era una pregunta peligrosa, pero tenía que hacerla.
Dragosani se detuvo un paso más allá del umbral, y se dio la vuelta.
—¿Max? Ah, ya lo sabe, entonces. Bueno, fue un accidente.
—Ya —dijo Vlady, e hizo que sí con la cabeza—. Era lo que yo suponía…
Cuando se quedó solo, Vlady acabó la botella de vodka y se quedó meditando hasta muy tarde. Pero cuando un reloj dio la medianoche el vidente se puso en pie y decidió transgredir su propia regla. Lanzó de prisa su mente hacia el futuro, siguió su propia línea de la vida hasta su inevitable final. Sería dentro de tres días, y acababa con un violento, desgarrado garabato.
Vlady comenzó luego a empaquetar unas pocas cosas y a prepararse para huir. Lo que ocupaba el primer lugar en su mente era el pensamiento de que una vez muerto Borowitz, Dragosani iba a ser el director de la Organización E, o al menos de lo que quedara de ella. Podían decir lo que quisieran de Gregor Borowitz, pero al menos era humano. En cuanto a Dragosani… Vlady sabía que nunca podría trabajar a sus órdenes. Muy bien pudiera suceder que Dragosani muriese mañana por la noche. Pero ¿qué pasaría si no ocurría? La línea del nigromante era tan confusa, tan extraña… No, Vlady sólo podía hacer una cosa: debía intentar evitar lo inevitable.
Y a casi mil seiscientos kilómetros de allí, en una oscura atalaya sobre el muro de Berlín, una ametralladora esperaba a Igor Vlady. Él no lo sabía, pero su futuro y el del arma ya se dirigían hacia un punto común. Se encontrarían exactamente a las diez horas y treinta y dos minutos de la noche, dentro de tres días.
Dragosani se dirigió a su piso. Desde allí llamó al château Bronnitsy y pidió hablar con el oficial de guardia. Le dio el nombre y la descripción de Harry Keogh para que los transmitiera enseguida a todos los aeropuertos y puestos fronterizos de la URSS, junto con la información de que Keogh era un espía de Occidente y debía ser inmediatamente arrestado, o muerto si oponía resistencia. La KGB se enteraría de esto, claro está, pero a Dragosani no le importaba. Si ellos cogían a Keogh vivo, no sabrían qué hacer con él, y tarde o temprano caería en manos de Dragosani. Y si lo mataban… ése sería el final del asunto.
En cuanto a las predicciones de Vlady, Dragosani creía en ellas, pero no de manera absoluta. Vlady insistía en que no se podía cambiar el futuro, pero Dragosani opinaba lo contrario. Sólo uno de ellos tenía razón, pero hasta mañana por la noche no sabrían cuál de los dos. En todo caso, el jaleo pronosticado en el château Bronnitsy quizá no tuviera nada que ver con Harry Keogh; así pues, todo debía continuar tal como lo había planeado.
Después de transmitir la información al château, Dragosani bebió otra copa —una bien grande esta vez, algo poco habitual en él— y por último se acostó. Estaba agotado, y durmió hasta bien entrada la mañana…
A las once y cuarenta aparcó su Volga en un bosquecillo junto a la carretera principal, a unos ochocientos metros de la dacha más cercana, se subió el cuello del abrigo y se dirigió a pie a Zhukovka. Justo antes de mediodía se desvió por una huella cubierta de nieve y se internó en una zona boscosa paralela al curso del río, hasta llegar a la dacha de Borowitz. Con una sonrisa implacable recorrió deprisa el sendero empedrado que llevaba a la puerta y llamó. Mientras esperaba, olfateó el olor a humo de leña que se percibía en el aire helado. Los finos pelos de su nariz crepitaron, pero los carámbanos medio derretidos que colgaban del techo de la dacha le indicaron que la temperatura ya estaba subiendo. La nieve se derretiría muy pronto y las huellas de Dragosani se borrarían; no habría nada que lo relacionara con este lugar.
Se oyó un ruido de pasos lentos que venía del interior, y la puerta se abrió apenas. Pálido, despeinado y con los ojos enrojecidos, Borowitz se asomó parpadeante a la luz del día.
—¿Dragosani? —dijo con el gesto ceñudo—. ¿No le dije que no me molestaran? Yo…
—Camarada general —lo interrumpió Dragosani—, es un asunto de verdadera urgencia…
Borowitz se hizo a un lado y abrió la puerta de par en par.
—Entre, entre —rezongó, pero sin su acostumbrada ferocidad.
El general estaba solo en la dacha desde hacía una semana; ya no parecía un hombre vigoroso. Su dolor era verdadero, y lo había convertido en un anciano fatigado. Todo lo cual era muy conveniente para los fines de Dragosani.
Entró en la casa y siguió a Borowitz por un corto pasillo y después de atravesar una arcada con cortinas entraron a un saloncito donde yacía amortajada Natasha Borowitz. La mujer había sido una campesina de aspecto agradable, pero muerta parecía fea y vulgar. Semejaba una vela gruesa y mal hecha, la cera del rostro arrugada y la mecha de los cabellos opaca y desgreñada. Borowitz le acarició el rostro rígido e inclinó la cabeza, pero no pudo ocultar una lágrima que brilló en la comisura de su ojo.
Luego condujo a Dragosani a un salón comedor que éste ya conocía y le ofreció un asiento cerca de una ventana, la única que estaba abierta de todas las de la dacha. Dragosani, con una silenciosa inclinación de cabeza, rehusó sentarse y miró a Borowitz, que se dejó caer pesadamente en un sillón.
—Prefiero quedarme de pie —dijo el nigromante—. Esto no nos llevará mucho tiempo.
—¿Una visita relámpago? —gruñó Borowitz sin demostrar ningún interés—. Podría haber esperado, Dragosani. Mañana se llevarán para siempre a mi Natasha, y después volveré a Moscú y al château Bronnitsy. ¿Qué es eso tan urgente que lo trae por aquí? Me dijo que su viaje a Inglaterra había sido un éxito.
—Lo fue, pero ha sucedido algo desde entonces…
—¿Sí?
—Camarada general —dijo Dragosani—, Gregor, no quiero que me haga preguntas, sólo que me diga algo. ¿Recuerda una conversación que tuvimos hace tiempo, sobre el futuro de la Organización E? Usted dijo que algún día iba a decidir quién lo sucedería en el cargo cuando se retirase. Y dijo que lo decidiría entre Igor Vlady y yo.
Borowitz lo miró con cara adusta y expresión de incredulidad.
—¡De modo que por eso está aquí! —gruñó—. Conque era un asunto de la máxima urgencia, ¿no? ¿Se piensa que ya estoy listo para dejarle el camino libre? ¿O acaso cree que ya es hora de que me jubile? Ahora que Natasha ha muerto, debería desaparecer por el foro, ¿verdad?
El general se irguió en su asiento, y en sus ojos apareció algo del fuego al que Dragosani estaba acostumbrado. Pero en esta ocasión, Dragosani no se inclinó, respetuoso, ante su jefe.
—Le dije que no debería hacerme preguntas —le recordó—. Ahora soy yo quien exige respuestas, Gregor. Dígame, ¿ya ha decidido quién lo reemplazará? Y si lo ha hecho, ¿ha comunicado esta decisión a alguien?
Borowitz estaba asombrado y ofendido.
—¿Cómo se atreve? —preguntó iracundo—. Dragosani, creo que usted olvida quién soy yo… y quién es usted. Y al parecer, también ha olvidado, o ha decidido ignorar el hecho, de que estoy de duelo. ¡Es usted odioso, Dragosani! Y en respuesta a sus preguntas, le diré que no, no he comunicado a nadie ni he dejado escrito nada, porque no hay nada que comunicar ni que escribir. Yo continuaré dirigiendo la Organización E por mucho tiempo, puedo asegurárselo. Además, si decidiera elegir un sucesor, usted no tiene desde este momento la menor posibilidad de serlo. —El general se puso de pie, estremecido de furia—. ¡Y ahora mueva su maldito culo y váyase de aquí antes de que…!
Dragosani se quitó las grandes gafas oscuras que llevaba puestas.
Borowitz lo miró a la cara y se quedó consternado ante la metamorfosis que había sufrido. Ese hombre que estaba ante él no parecía Dragosani. ¡Y esos ojos, esos increíbles ojos escarlata!
—Voy a jubilarlo, Gregor —musitó Dragosani—, pero después de tantos años de trabajo no se irá con las manos vacías. —Dragosani se agazapó, y sus hombros y espalda parecieron encorvarse con una grotesca vida propia.
—¿Qué me va a jubilar, dice? —Borowitz intentó retroceder pero el sillón se lo impidió—. ¿Usted me va a jubilar?
Dragosani asintió, abrió sus grandes mandíbulas y sonrió, exhibiendo unos colmillos que parecían guadañas.
—Tenemos un regalo de despedida para usted, Gregor.
—¿Tenemos? ¿Usted y quién más? —graznó Borowitz.
—Yo y Max Batu —respondió Dragosani, y en el instante siguiente Borowitz tuvo el infierno ante sí.
Después, fue como si un mulo le hubiera dado una coz en el pecho. Voló hacia atrás, los brazos muy abiertos, golpeó contra el muro y cayó. Sobre él cayeron algunos pequeños estantes y retratos que había colgados de la pared. Borowitz se llevó las manos al pecho, luchó para controlar sus piernas, que parecían de goma, e intentó levantarse. Respiraba con dificultad y sentía el corazón destrozado; se daba cuenta de lo que Dragosani le había hecho, aunque no sabía cómo.
Por fin se puso de pie.
—¡Dragosani! —exclamó, y tendió sus temblorosas manos hacia el nigromante—. ¡Drago…
Y Dragosani lanzó contra él su saeta psíquica, una y otra vez.
El primer golpe lanzó a Borowitz contra el sofá, aplastado como una mosca. Consiguió levantarse de nuevo, para terminar la última palabra que pronunciaría en vida, y la segunda saeta le dio de lleno.
—… sani!
Todo había acabado. El antiguo jefe de la Organización E estaba completamente muerto, y su cadáver mostraba todos los síntomas de un ataque al corazón.
—¡Perfecto! —aprobó Dragosani.
Miró a su alrededor. La puerta de un armario estaba abierta, y dentro se veía una vieja máquina de escribir, papel, sobres y otros efectos de escritorio. Dragosani sacó la máquina y la colocó sobre una mesa, puso una hoja de papel en blanco y escribió trabajosamente:
«Me encuentro mal. Creo que es el corazón. La muerte de Natasha me ha afectado mucho. Creo que estoy acabado. Como aún no había designado a mi sucesor, lo hago ahora. El único hombre en quien se puede confiar para que continúe mi obra es Boris Dragosani. Es absolutamente leal a la URSS y al jefe del Partido».
»Temo que mi final esté muy cerca, y quisiera también que mi cadáver fuera entregado a Dragosani. Él conoce mis deseos al respecto…
Dragosani sonrió mientras deslizaba dos o tres interlineados hacia arriba la hoja de papel. Releyó la nota, cogió una pluma e, imitando la letra de Borowitz, firmó «G. B.» al final de la última línea. Luego limpió con un pañuelo el teclado de la máquina y la llevó hasta el sofá. Se sentó junto al muerto, le cogió las manos y apoyó suavemente sus dedos durante unos segundos sobre las teclas de la máquina. Y todo el tiempo Borowitz parecía mirarlo con sus saltones ojos sin vida.
—Ya está todo hecho, Gregor —dijo Dragosani mientras llevaba la máquina de vuelta a la mesa—. Ahora me voy, pero no me despediré de ti. Nos encontraremos de nuevo después de que te descubran muerto. La cita es en el château Bronnitsy, y me entregarás todos tus secretos, Gregor Borowitz.
Eran las doce y veinticinco de la mañana cuando Dragosani salió de la dacha y se dirigió a su coche.
Como era sábado, había menos gente de la habitual en el château Bronnitsy, pero los guardias apostados en la muralla exterior inspeccionaron concienzudamente a Dragosani y comunicaron su llegada al interior del château. El oficial de guardia lo estaba esperando en el edificio principal. Vestido con el mono gris cruzado por una banda amarilla en diagonal, que constituía el uniforme del château, se adelantó a saludar a Dragosani.
—¡Buenas noticias, camarada! —dijo mientras acompañaba a Dragosani hacia el edificio, y le abría la puerta para que pasara—. Tenemos noticias del agente británico, de ese tal Harry Keogh.
Dragosani enseguida lo cogió por el hombro, con un apretón inesperadamente vigoroso. El otro se desprendió y miró con curiosidad a Dragosani.
—¿Qué sucede, camarada? ¿Pasa algo malo?
—Si hemos capturado a Keogh, no —gruñó Dragosani—. Pero no fue usted con quien hablé anoche.
—No, camarada. Mi compañero terminó su turno, pero he leído su informe. Y yo estaba aquí esta mañana cuando llegaron las noticias de Keogh.
Dragosani miró de cerca a su interlocutor. Era delgado y de hombros encorvados, un tipejo insignificante, y sin embargo convencido de su importancia. No era un PES; el oficial de guardia era un simple empleado del château. Un administrativo eficiente, pero un poco pomposo —demasiado presumido y pagado de sí mismo— para el gusto de Dragosani.
—Venga conmigo —dijo fríamente—. Podrá contarme lo de Keogh por el camino.
Dragosani, seguido por el oficial de guardia, recorrió los pasillos del château y por último subió las escaleras que llevaban a las oficinas privadas de Borowitz. El oficial, que lo seguía a duras penas, le pidió:
—¡Camarada, vaya un poco más despacio, o me quedaré sin aliento y no podré contarle nada!
Dragosani continuó sin aminorar el paso.
—¿Qué sucede con Keogh? —preguntó por encima del hombro—. ¿Dónde está? ¿Quién lo tiene? ¿Lo traerán al château?
—No lo «tiene» nadie, camarada —jadeó el oficial—. Sabemos dónde está, nada más. Se encuentra en Alemania del Este, en Leipzig. Entró por Checkpoint Charlie, en Berlín, con una visa de turista. En ningún momento intentó esconder su identidad. Es muy extraño. Está en Leipzig desde hace tres o cuatro días. Parece que ha pasado casi todo el tiempo en un cementerio. Es evidente que esperaba a un contacto.
Dragosani se detuvo y miró al otro con desprecio.
—¿Evidente, dijo usted? Camarada, permítame decirle que con ese tipo nada es evidente. Ahora venga a mi despacho, que le daré instrucciones.
Un instante después el oficial de guardia siguió a Dragosani a la antesala del despacho de Borowitz.
—¿Su despacho? —se asombró el oficial.
El secretario de Borowitz, un joven de gruesas gafas y prematura calvicie, estaba sentado a su mesa y alzó la vista, sorprendido. Dragosani le señaló con el pulgar la puerta abierta y le dijo:
—Usted, ¡fuera! Espere afuera; llamaré cuando lo necesite.
—¿Cómo? —El hombre, estupefacto, se puso de pie—. Camarada Dragosani, esto no puede ser. Yo…
Dragosani se inclinó, lo cogió por la mejilla y lo arrastró por encima de la mesa, volcando plumas, lápices y papeles. El secretario, entre quejidos, salió despedido por la puerta abierta y Dragosani, antes de soltarlo, le dio un puntapié en el trasero.
—¡Proteste ante Gregor Borowitz cuando lo vea! —le dijo con tono cortante—. Hasta entonces, obedezca mis órdenes o lo haré fusilar.
Dragosani continuó hacia el despacho de Borowitz, con el asustado oficial de guardia pegado a sus talones. Sin detenerse a pensarlo, Dragosani se sentó en la silla de Borowitz, tras el escritorio, y miró fijamente al oficial de guardia.
—Dígame, ¿quién vigila a Keogh?
El hombre, completamente intimidado, comenzó a hablar tartamudeando:
—Yo…yo…nosotros…la GREPO —consiguió decir por fin—. Lo vigila la Grenzpolizei, la policía alemana de fronteras.
—Sí, sí, ya sé quién es la GREPO —dijo ceñudo Dragosani—. Está bien. Me han dicho que son muy eficientes. Preste atención, éstas son mis órdenes, de parte de Borowitz. Deben apresar a Keogh, si es posible vivo. Eso es lo que ordené anoche, y odio repetir las cosas.
—Pero no tienen de qué acusarlo, camarada Dragosani —explicó el oficial de guardia—. No está en las listas de personas buscadas, y hasta el momento no ha hecho nada malo.
—Se lo acusa… se lo acusa de asesinato —dijo Dragosani—. Mató a uno de nuestros agentes en Inglaterra. De todas formas, lo apresarán. Y si esto es muy difícil, ordeno que lo maten. Y también ordené esto anoche.
El oficial de guardia se sintió acusado, e intentó disculparse.
—Pero esos policías son alemanes, camarada. Y hay alemanes que todavía creen que se gobiernan a sí mismos. ¿Comprende lo que quiero decir?
—No —dijo Dragosani—. No lo comprendo. Utilice el teléfono de la habitación vecina y llame al cuartel general de la Grenzpolizei en Berlín. Yo hablaré con ellos.
El oficial de guardia se quedó mirándolo con la boca abierta.
—¡Ahora! —gritó Dragosani. Y cuando el hombre salía le dijo—: Y dígale a ese bobalicón de afuera que entre.
Cuando el secretario de Borowitz entró, Dragosani dijo:
—Siéntese y escuche. Hasta que vuelva el camarada general, el jefe soy yo. ¿Qué sabe sobre el funcionamiento de este lugar?
—Lo sé casi todo, camarada Dragosani —respondió el otro, todavía pálido y atemorizado, y cubriéndose la mejilla con una mano—. El camarada general delegaba muchas cosas en mí.
—¿Recursos humanos?
—¿Qué quiere saber, camarada Drag…?
—¡Termine con eso! —lo interrumpió Dragosani—. Basta de «camarada». Llámeme Dragosani.
—Sí, Dragosani.
—¿Con qué recursos humanos contamos en este momento?
—¿Aquí, en el château? ¿Ahora mismo? Un pequeño grupo de PES y tal vez una docena de guardias de seguridad.
—¿Hay algún sistema de llamadas?
—¡Claro, Dragosani!
—¡Muy bien! Quiero que haya en el château al menos treinta hombres. Y los quiero antes de las cinco de la tarde. Tienen que estar aquí nuestros mejores telépatas y clarividentes, incluido Igor Vlady. ¿Puede encargarse de esto? ¿Podemos reunir a estos hombres para las cinco de la tarde?
El otro asintió enseguida.
—Sí, Dragosani. Estoy seguro de que sí. Faltan más de tres horas.
—Manos a la obra, pues.
Cuando Dragosani se quedó solo se sentó en su silla y puso los pies sobre la mesa. Pensó en lo que estaba haciendo. Si los alemanes orientales apresaban a Keogh, especialmente si lo mataban —en cuyo caso Dragosani debería asegurarse de que el cadáver le fuera entregado a él, personalmente— quedaba eliminada la posibilidad de que fuese la causa del anunciado disturbio. En todo caso, era muy difícil que Keogh pudiera llegar al château desde Leipzig en tan pocas horas. Dragosani quizá debería concentrarse en alguna otra posibilidad. Pero ¿cuál? ¿Sabotaje? ¿Empezaba a alentarse finalmente la guerra fría entre las Organizaciones E? ¿Habría encendido el asesinato de sir Keenan Gormley una mecha de combustión lenta, preparada desde hacía largo tiempo? ¿Pero qué podía dañar el château? El lugar era una fortaleza impenetrable. ¡Ni cincuenta Keoghs podrían pasar la muralla!
Dragosani, cada vez más tenso y furioso consigo mismo, se impuso no pensar más en Keogh. No, sin duda la amenaza venía de otra parte. Pensó un poco más en las fortificaciones del château.
Dragosani nunca había entendido del todo la necesidad de fortificar el château, pero ahora se alegraba de que estuviera tan bien defendido. Claro está que el viejo Borowitz había sido un soldado mucho antes de crear la Organización E; era un experto estratega y sin duda tenía sus razones para insistir en este grado de seguridad. ¿Pero aquí, a dos pasos de Moscú? ¿Qué había temido Borowitz? ¿Una sublevación? ¿Problemas con la KGB, quizás? ¿O era simplemente una obsesión del viejo guerrero, un resabio de sus días de combates políticos y militares?
Claro que ésta no era la única plaza fortificada de la URSS. Los centros de investigación espacial, las estaciones de investigación nuclear y plasmática, y los laboratorios para la fabricación de armas químicas y biológicas eran todos lugares de máxima seguridad, prácticamente inexpugnables.
Dragosani soltó un bufido. ¡Cómo le habría gustado tener aquí a Borowitz, en su quirófano del piso de abajo, estirado sobre una mesa de acero con las tripas colgando y todos sus secretos al descubierto! Pero ya llegaría ese momento… ¡cuándo por fin encontraran el cadáver del viejo bastardo!
—Camarada Dragosani —la voz del oficial de guardia que lo llamaba desde la habitación vecina lo arrancó de sus pensamientos—. Tengo aquí a los cuarteles generales de la GREPO. Le comunico con ellos.
—Muy bien —dijo Dragosani—, y hay algo más que puede hacer mientras yo hablo por teléfono. Quiero que revisen el château de arriba abajo. Sobre todo los sótanos. Tengo entendido que abajo hay habitaciones en las que nadie ha entrado. Quiero una inspección exhaustiva de todo el château. Busquen bombas, artefactos incendiarios, cualquier cosa que parezca sospechosa. Y quiero que lo hagan tantos hombres como sea posible, especialmente PES. ¿Entendido?
—Sí, camarada.
—Muy bien, y ahora déjeme hablar con los malditos alemanes.
Eran las tres y quince minutos de la tarde en Leipzig, y en el cementerio de la ciudad hacía un frío poco menos que ártico.
Harry Keogh, con el cuello del abrigo alzado y un termo de café sobre las rodillas (vacío desde hacía rato), estaba sentado junto a la tumba de August Ferdinand Mobius y había perdido las esperanzas. Había tratado de aplicar sus dotes PES —su talento «metafísico»— a las igualmente conjeturales propiedades del espacio-tiempo modificado y de la topología cuatridimensional, pero había fracasado. La intuición le decía que era posible, que en efecto podía conseguir que una banda de Mobius se deslizara de forma oblicua en el tiempo, pero la mecánica de la cosa eran bloques grandes como montañas que sencillamente no podía trepar. Su conocimiento intuitivo de las matemáticas y de la geometría no euclidiana no era suficiente. Se sentía como un hombre a quien han dado la ecuación E = mc2 y luego le piden que la pruebe mediante la producción de una explosión atómica… ¡pero sólo con la mente! ¿Cómo convertir números incorpóreos, matemática pura, en hechos físicos? No basta con saber que una casa necesita diez mil ladrillos; no se puede construir una casa de números, se necesitan los ladrillos. A Mobius le era muy fácil enviar su mente incorpórea más allá de las estrellas más lejanas, pero Harry Keogh era un hombre físico tridimensional de carne y hueso. Supongamos, de todas formas, que tenía éxito y descubría cómo teletransportarse desde un hipotético punto A a un hipotético punto B sin cubrir físicamente el espacio que media entre ambos, ¿qué haría entonces? ¿Adónde iría, y cómo sabría que había llegado? ¡Eso parecía tan peligroso como lanzarse desde un acantilado para demostrar la ley de la gravedad!
Desde hacía días este problema había ocupado casi por entero sus pensamientos. Había comido y bebido y dormido, sí, y atendido a todas sus necesidades naturales, pero nada más. Y el problema continuaba sin resolver; el espacio-tiempo continuaba sin torcerse para él, las ecuaciones seguían siendo oscuros garabatos insondables en las manoseadas páginas de su mente. La ambición de imponer su ser físico dentro de una estructura metafísica era digna de encomio, ciertamente, ¿pero cómo realizarla?
—Usted necesita un estímulo, Harry —dijo Mobius, introduciéndose en los pensamientos del joven por decimoquinta vez en ese día—. Personalmente, creo que eso es todo lo que le falta. Al fin y al cabo, la necesidad es la madre del invento. Usted sabe qué quiere hacer, y yo creo que tiene lo que hace falta, la habilidad intuitiva necesaria, aunque todavía no haya encontrado la solución… ¡pero no tiene una buena razón que lo motive! Eso es todo lo que necesita ahora, el aguijón adecuado, el estímulo que lo llevará a dar el último paso.
Harry asintió con su mente.
—Es posible que tenga razón —dijo—. Sé que lo haré; sólo que yo… Es algo parecido a dejar de fumar; uno puede y no puede. Y a veces uno puede hacerlo cuando ya es demasiado tarde, cuando está muriendo de cáncer. ¡Pero yo no quiero esperar tanto! Quiero decir, tengo todas las nociones de matemáticas, toda la teoría, tengo la intuición, pero no tengo la necesidad. Aún no la tengo. O el estímulo, si prefiere darle ese nombre. Permítame que le cuente cómo me siento:
»Estoy sentado en una habitación bien iluminada, que tiene una ventana y una puerta. Miro por la ventana y afuera está oscuro. Lo estará siempre. No la oscuridad de la noche, sino algo más profundo que nunca se acaba. Es la oscuridad de los espacios entre los espacios. Sé que en algún lugar hay otras habitaciones; mi problema es que no sé hacia dónde dirigirme. Si salgo por esa puerta la oscuridad me rodeará, seré parte de ella. Puede que no sea capaz de regresar, aquí o a cualquier otro lugar de la tierra. No se trata tanto de que no pueda ir, sino más bien de que no quiero pensar sobre lo que encontraré allí. Tengo la sensación de que el viaje será una extensión de las otras cosas que puedo hacer, pero una extensión que no he probado nunca. Soy como un polluelo en el huevo, ¡y romperé el cascarón cuando ya no me quede más remedio!
—¿Con quién está hablando, señor Keogh? —preguntó una voz que no era la de Mobius; una voz fría e inexpresiva, aunque llena de curiosidad.
—¿Qué dice? —Harry Keogh, sobresaltado, alzó la vista.
Los hombres eran dos, y era evidente quiénes y qué eran. Harry los habría reconocido al primer vistazo aun sin saber nada de espionaje, o de los conflictos políticos entre el Este y el Oeste. La presencia de los dos individuos le dio más frío que el viento helado que barría el desierto cementerio y levantaba hojas muertas y trozos de papel por entre las tumbas.
Uno era muy alto y el otro bajo, pero sus abrigos gris verdosos, los sombreros de ala baja y las gafas de fina montura eran tan iguales que les daban la apariencia de gemelos. En todo caso, eran gemelos en sus inclinaciones, sus pensamientos y sus mezquinas ambiciones. Su atuendo delataba lo que eran sin posibilidad de error: policías, probablemente de los servicios secretos.
—¿Qué dice? —preguntó Harry de nuevo, y se puso de pie—. Creo que estaba hablando otra vez conmigo mismo. Lo siento, pero lo hago siempre; es un hábito que tengo.
—¿De modo que hablaba consigo mismo? —repitió el hombre más alto, e hizo un gesto negativo con la cabeza—. No, no lo creo. —Hablaba con un fuerte acento, y sus labios muy finos se curvaron en una sonrisa cruel—. Creo que hablaba con otra persona, posiblemente un espía como usted.
Harry dio uno o dos pasos para alejarse de los hombres.
—Realmente no sé de qué… —comenzó a decir.
—¿Dónde está su radio, señor Keogh? —dijo el hombre bajo; luego se adelantó y pateó la tierra de la tumba donde había estado sentado Harry—. ¿Está enterrada aquí? ¿Así que se pasa los días hablando consigo mismo? ¡Debe de pensar que somos tontos!
—Escúcheme —farfulló Harry, todavía retrocediendo—, ustedes se han confundido de persona. ¿Yo, un espía? ¡Eso es una locura! Soy un turista, eso es todo.
—¿Sí? ¿Un turista, en pleno invierno? ¿Un turista que se sienta todos los días en la misma tumba a hablar consigo mismo? Podría inventar algo mejor, señor Keogh. Sabemos de buena fuente que usted es un agente británico, y también un asesino. Y ahora, acompáñenos, por favor.
¡No vaya con ellos, Harry! —dijo la voz de Keenan Gormley en la mente de Harry—. ¡Corra, hombre, corra!
—¿Qué? —se asombró Harry—. ¿Keenan? ¿Pero cómo…?
¡Harry! ¡Querido Harry! —clamó su madre—. ¡Por favor, sé prudente!
—¿Qué? —repitió Harry, que continuaba retrocediendo para alejarse de los hombres.
El bajito sacó unas esposas y dijo:
—Le aconsejo que no se resista, señor Keogh. Somos oficiales del servicio de contraespionaje de la Grenzpolizei, y…
¡Pégale, Harry! —le urgió Granara Sargento Lane en su oído interno—. Ya has calado a esos dos; sabes cómo vencerlos. Ataca antes de que lo hagan ellos. Pero ten cuidado, están armados. Cuando el más bajo se adelantó tres pasos con las esposas, Harry adoptó una postura defensiva. El alto gritó:
—¿Qué es esto? ¿Nos está amenazando? ¡Harry Keogh, debería saber que nos han ordenado que lo llevemos con nosotros vivo o muerto!
El hombre bajo hizo ademán de poner las esposas en las muñecas de Harry; en el último instante, el joven las hizo a un lado violentamente, se volvió a medias y atacó al otro lanzándole una patada que le dio en el pecho, le quebró algunas costillas y lo arrojó contra su compañero. El agente, aullando de dolor, cayó al suelo.
¡No puedes ganar, Harry! —insistió Gormley—. ¡No podrás de esta manera!
Tiene razón —intervino James Gordon Hannant—. Ésta es tu última oportunidad, Harry, y tienes que aprovecharla. Aunque venzas a estos dos, habrá otros. No puedes hacerlo así, Harry. Tienes que utilizar tu talento. Es más grande de lo que tú crees. Yo no te enseñé nada de matemáticas; simplemente te enseñé a utilizar lo que tú ya sabías. Pero tu potencial continúa sin ser explotado. Hombre, tú conoces fórmulas que yo ni siquiera había soñado. En una ocasión le dijiste algo parecido a mi hijo, ¿recuerdas?
Harry se acordaba.
De repente, extrañas ecuaciones destellaron en la pantalla de su mente. Se abrieron puertas donde antes no las había. Su mente metafísica se expandió y se apoderó del mundo físico, ansiosa por doblegarlo a su antojo. Harry oía al agente caído gritar de furia y dolor, vio al hombre alto cuando sacaba un feo revólver de cañón recortado, pero las puertas de la dimensión espacio-tiempo de Mobius estaban impresas por encima de la imagen del mundo real, al alcance de Harry, y sus oscuros umbrales parecían llamarlo.
—¡Eso es, Harry! ¡Cualquiera le servirá! —gritó Mobius.
—No sé adonde ir —le respondió Harry.
—¡Buena suerte, Harry! —gritaron Gormley, Hannant y Lane, casi al unísono.
El revólver que esgrimía el agente más alto escupió fuego y plomo. Harry se volvió, sintió un aliento cálido contra su nuca y alguien lo cogió furioso por el cuello del abrigo. El joven tironeó, se revolvió, dio puntapiés y sintió una profunda satisfacción cuando su pie se estrelló contra la cara y el hombro del agente más alto. El hombre cayó, y su revólver golpeó contra el duro suelo. El policía, maldiciendo y escupiendo sangre y dientes, se arrastró, cogió el arma con las dos manos y se agazapó, preparándose a atacar de nuevo.
Harry vio por el rabillo del ojo una puerta en la banda de Mobius. Estaba tan cerca que si extendía la mano podría tocarla. El hombre alto gruñó algo incomprensible y apuntó el arma en dirección a Harry. Harry se la hizo saltar de un golpe, cogió al hombre por el brazo, tiró de él hasta que perdió el equilibrio y lo lanzó… por la puerta abierta.
¡El agente alemán ya no estaba allí! El eco de un horrible aullido que se desvanecía llegó desde ninguna parte. Era el grito de los condenados, la queja de un alma perdida para siempre en la oscuridad definitiva.
Harry oyó el grito y se estremeció… pero sólo por un brevísimo instante. Y de inmediato, cubriendo los últimos ecos del aullido, se oyeron voces que daban órdenes. Un grupo de hombres se acercaba, escondiéndose de tumba en tumba, dispuestos a rodearlo. Harry supo que si iba utilizar las puertas, tenía que hacerlo ahora mismo. El agente herido sostenía un revólver con manos que temblaban como gelatina. Sus ojos estaban muy abiertos en una expresión de asombro ante lo que había visto. El hombre no sabía si se atrevería a apretar el gatillo para matar a Harry.
Harry no le dio tiempo para que se lo pensara. Le hizo saltar el revólver de un puntapié, hizo luego un alto de una décima de segundo y dejó que las pantallas de su mente exhibieran una vez más la fantástica fórmula. Los atacantes se acercaban; una bala golpeó el mármol de la tumba y saltaron unas chispas.
Sobre el mármol de la tumba de Mobius flotaba impresa una puerta. Harry pensó que era muy conveniente, y se zambulló en ella de cabeza.
El agente germano oriental herido lo vio irse, desaparecer dentro de la tumba.
Los demás hombres llegaron todos juntos, las armas preparadas para disparar. Los agentes se detuvieron en seco, miraron a su alrededor con ojos fríos y experimentados. El agente herido les señaló la tumba. El hombre yacía allí, con las costillas rotas, el rostro muy pálido, y señalaba en silencio la tumba de Mobius. Estupefacto, no atinaba a decir una sola palabra.
El viento helado continuaba ululando.
Dragosani recibió las malas noticias a las cuatro y cuarenta y cinco de la tarde. Harry Keogh estaba vivo; no habían conseguido apresarlo y se había escapado. Había empleado medios desconocidos para huir, o, en todo caso, los relatos al respecto eran tan confusos que no se podía sacar nada en limpio. Pero un agente había desaparecido, otro estaba herido de gravedad y los alemanes del Este estaban furiosos y querían saber con quién, o con qué, tenían que enfrentarse. Bueno, que protestaran e hicieran preguntas. También Dragosani habría querido saber con qué tenía que enfrentarse él.
De todas formas, ahora el problema era suyo, y el tiempo se le echaba encima. Ya no había duda de que Keogh iba hacia allí, y esa misma noche. ¿Cómo? ¿Quién podía decirlo? ¿Y cuándo, exactamente? Era imposible responder a estas preguntas. Sólo una cosa era segura para Dragosani: la venida de Keogh. ¡Pero un solo hombre, lanzándose a luchar contra un pequeño ejército! Una tarea imposible, claro está, pero Dragosani sabía de la existencia de muchas cosas que los hombres vulgares consideraban imposibles…
Entretanto, el sistema de llamadas de emergencia del château había funcionado bien. Dragosani tenía todos los hombres que había solicitado, e incluso media docena más. Habían apostado ametralladoras en la muralla, en los cobertizos y en los blocaos fortificados construidos en los contrafuertes del château. Los PES «trabajaban» en los laboratorios, en el ambiente que más convenía a sus diversas habilidades y talentos, y Dragosani había instalado su cuartel general y centro de operaciones en las oficinas de Borowitz.
El château estaba siendo registrado de arriba abajo de acuerdo a sus órdenes, pero cuando Dragosani se enteró de que Keogh había escapado, ordenó que se suspendiera el registro. Ahora sabía cuál sería el origen del conflicto. Para entonces se habían explorado exhaustivamente las bóvedas y criptas del château, se habían levantado y roto suelos de madera y losas de piedra centenarias, y sus cimientos habían quedado prácticamente al descubierto. Tres docenas de hombres pueden causar grandes destrozos en tres horas, en especial si les han dicho que sus vidas quizá dependan de eso.
Pero a Dragosani lo que más lo enfurecía era pensar que todo esto se hacía por un solo hombre, por Harry Keogh, y que habían predicho que él seria la causa del caos y la destrucción. Eso significaba que Keogh poseía un inmenso poder destructivo. Pero ¿en qué consistía? Dragosani sabía que era un necroscopio, y también había visto a una muerta levantarse del lecho de un río y acudir en su ayuda. La muerta, sin embargo, era su madre y el episodio tuvo lugar en Escocia, a miles de kilómetros de distancia. Aquí no había nadie que pudiera luchar por Keogh.
Claro está que si Dragosani estaba tan inquieto, siempre podía marcharse del lugar (habían predicho que el conflicto sería en el château Bronnitsy, y únicamente allí), pero eso no convenía a sus intereses. No sólo quedaría como un cobarde, sino que entonces no se cumpliría la predicción de Vlady de que el vampiro que había en su interior moriría esa noche. Y Boris Dragosani deseaba por encima de todas las cosas que ese augurio se cumpliera.
En cuanto a Vlady, los hombres encargados de la llamada de emergencia habían encontrado una nota en su casa que explicaba su ausencia. Estaba dirigida a su novia, y le decía que muy pronto la mandaría buscar desde Occidente. Dragosani, con gran satisfacción, había enviado la descripción del traidor a todos los puestos por donde podía intentar salir del país. Sus órdenes eran no darle cuartel, y matarlo allí donde lo vieran, para salvaguardar la seguridad de la URSS.
De modo que Vlady podía considerarse acabado. Con todo… ¿habría corrido mejor suerte quedándose en el château? Dragosani se preguntaba esto, y también si Vlady habría huido aterrorizado por él, o por alguna otra cosa.
Algo que su clarividencia le había permitido ver en el próximo, muy próximo futuro.