Dragosani estuvo de regreso en el château Bronnitsy al día siguiente por la tarde, y se encontró con que Borowitz estaba ausente. Su secretario le dijo que Natasha Borowitz había muerto hacía dos días. Gregor Borowitz la estaba velando en su dacha, y no quería que lo molestaran. Dragosani, no obstante, le telefoneó.
—¡Ah, Boris! —dijo el anciano, su voz era suave por primera vez en mucho tiempo—. De modo que ha vuelto.
—Gregor, le acompaño en el sentimiento —dijo Dragosani, con una fórmula de cortesía que le resultaba incomprensible—. Pero pensé que le gustaría saber que conseguí lo que usted quería. Más de lo que usted quería, en realidad. Shukshin y Gormley están muertos, y yo lo he averiguado todo.
—Muy bien —dijo su interlocutor, con voz desprovista de emoción—. Pero ahora no me hable de muertes, Dragosani. Me quedaré en la dacha una semana más. Y después… pasará un tiempo antes de que pueda ser el mismo de siempre. Yo quería a esta mujer, aunque fuera una malhumorada y una discutidora. Dicen que tenía un tumor en la cabeza. Creció de repente. Pero tuvo una muerte muy dulce. La echo de menos terriblemente. ¡Esta mujer nunca supo guardar un secreto! Y yo encontraba esto muy agradable.
—Lo siento mucho —dijo Dragosani.
Borowitz pareció olvidar por un momento su duelo.
—Tómese un descanso —dijo—. Y póngamelo todo por escrito. Quiero el informe en una semana, o diez días. Y bien hecho.
La mano de Dragosani se crispó sobre el teléfono.
—Un descanso me vendrá de maravillas —respondió—. Quizá vaya a visitar a un viejo amigo. Gregor, ¿puedo llevar conmigo a Max Batu? El también ha realizado muy bien su tarea.
—Sí, claro que sí. Y no me molesten más, por ahora. Adiós, Dragosani.
Y eso fue todo.
Dragosani no simpatizaba con Batu, pero tenía sus proyectos con respecto al mongol. Además, el hombre era un pasable compañero de viaje: hablaba poco, no se metía en los asuntos de los demás, y sus necesidades eran escasas. Sentía un desmedido amor por el slivovitz, pero eso no era un problema. El mongol podía beber hasta que el licor le salía por las orejas, pero parecía sobrio. Y las apariencias eran todo lo que importaba.
Estaban en mitad del invierno y por esa razón viajaron en tren. Fue un viaje con numerosas escalas, y tardaron un día y medio en llegar a Galatz. Dragosani alquiló allí un coche con cadenas para la nieve, lo que le devolvió parte de la autonomía que tanto le agradaba. Finalmente, cuando habían pasado dos días desde la partida y se hallaban en las habitaciones que Dragosani había alquilado en una pequeña aldea, cerca de Valeni, el nigromante se cansó del silencio de Batu y le preguntó:
—Max, ¿no quiere saber qué hemos venido a hacer a este lugar? ¿No le interesa averiguar por qué lo he traído?
—En verdad, no —respondió el mongol de cara de luna llena—. Supongo que ya lo descubriré cuando usted esté preparado. Pero, me da igual. Creo que me gusta viajar; tal vez el camarada general me enviará a realizar otros trabajos al extranjero.
Dragosani pensó: «No, Max, usted no hará más trabajos que los que yo le ordene». Pero en voz alta sólo dijo:
—Puede que sí.
Cuando terminaron de cenar ya era de noche, y entonces Dragosani le dio a Batu el primer indicio de lo que se avecinaba.
—Es una noche espléndida, Max. Brillan las estrellas y no hay una sola nube, Vamos a dar un paseo; hay alguien con quien quiero hablar.
De camino a las colinas cruciformes pasaron junto a un prado donde las ovejas se habían agrupado en un ángulo acondicionado especialmente para ellas con paja. Había una delgada capa de nieve, pero la temperatura no era muy baja. Dragosani detuvo el coche.
—Mi amigo estará sediento —dijo—, pero no le gusta el slivoritz. Lo correcto, sin embargo, es llevarle algo para beber.
Bajaron del coche y Dragosani se metió en el prado, dispersando a las ovejas.
—Ésa, Max —indicó Dragosani cuando uno de los animales se acercó a la valla donde estaba apoyado el mongol—. No la mate; atúrdala solamente, si puede.
Y Max podía. Se agachó, y su rostro se contorsionó cuando miró a la oveja a través de los barrotes de la cerca. Dragosani miró hacia otro lado cuando el animal, una hermosa hembra, lanzó un agudo chillido de terror. Volvió a mirar a tiempo para ver caer al animal convertido en un tembloroso montón de lana.
Juntos metieron al animal en el maletero y siguieron viaje. Después de un rato, Batu dijo:
—Camarada, estaba pensando que su amigo debe de tener apetitos muy raros.
—Así es, Max.
Y luego Dragosani le explicó a Batu lo que iba a encontrar cuando llegaran a destino.
Batu estuvo pensativo unos minutos antes de volver a hablar.
—Camarada Dragosani, sé que usted es un hombre extraño, lo somos los dos, en verdad, pero ahora me siento inclinado a pensar que además está loco.
Dragosani rió con una risa que más parecía el aullido de un perro.
—¿Quiere decir que no cree en vampiros, Max?
—Sí que creo —respondió el otro—. Y creo en lo que usted me ha contado. No quise decir que usted está loco por creer en ellos, sino por querer desenterrar a esa criatura.
—Ya veremos qué pasa —dijo Dragosani con más seriedad—. Una cosa más, Max: vea lo que vea, y oiga lo que oiga, no se meta. No quiero que él sepa que usted está conmigo. Al menos por ahora. ¿Entiende lo que le digo? Usted tiene que permanecer al margen. Se estará tan callado y tan quieto que hasta yo olvidaré que está allí.
—Como usted quiera —respondió Batu—. Pero usted dice que él lee en su mente. Tal vez ya sabe que estoy con usted.
—No, porque cuando intenta meterse dentro de mí puedo percibirlo, y sé cómo dejarlo fuera. De todas formas, estará muy débil y no podrá luchar conmigo, ni siquiera mentalmente. No, Thibor Ferenczy no tiene idea de que estoy aquí, Max, y se alegrará tanto cuando yo le hable que no pensará en jugarme una mala pasada.
—Si usted lo dice… —respondió Batu, con un encogimiento de hombros.
—Ahora bien, usted dijo que yo debía de estar loco. Nada de eso, Max. Pero este vampiro sabe cosas que sólo están al alcance de los no-muertos, secretos que yo quiero conocer. Y lo conseguiré, sea como sea. Sobre todo ahora, que tengo que vérmelas con ese tal Harry Keogh. Hasta el momento Thibor me ha frustrado, pero en esta ocasión no podrá. Y si tengo que resucitarlo para obtener esos secretos… pues lo haré.
—¿Y sabe cómo? Quiero decir, cómo resucitarlo.
—Todavía no. Pero él mismo me lo dirá, Max. De eso puede estar seguro.
Ya habían llegado. Dragosani aparcó a un costado del camino, bajo los árboles, y juntos caminaron penosamente a la fría luz de las estrellas, por el sendero que marcaba la huella del antiguo cortafuegos, compartiendo entre ambos el peso de la inquieta oveja.
Cuando se aproximaban al claro, Dragosani se echó el animal al hombro y susurró:
—Usted se queda aquí, Max. Puede acercarse un poco más, si quiere, y mirar, pero recuerde, manténgase al margen.
El mongol asintió, se acercó unos pocos pasos más y luego se agazapó, arrebujado en su abrigo. Y Dragosani fue solo hasta el lugar donde se hallaba la tumba de la criatura enterrada.
Se detuvo en el borde del círculo, pero un poco más lejos que la última vez.
—¿Y ahora qué, viejo dragón? —murmuró, mientras dejaba caer a la asustada y medio muerta oveja a sus pies—. ¿Qué harás ahora que me has convertido en un vampiro? —Dragosani habló en voz muy baja, para que Max Batu no pudiera oírlo; cuando hablaba con el vampiro le resultaba más cómodo pronunciar las palabras que limitarse a pensarlas.
¡Ahhh!, llegó el susurro mental, débil como el aliento de alguien a quien despiertan de un sueño profundísimo. ¿Eres tú, Dragosani? ¡Ah, de modo que lo has adivinado!
—No tuve que esforzarme mucho, Thibor. En pocos meses me he transformado en un hombre distinto. Y no todo en mí es humano.
¿Y no hay cólera? ¿No estás furioso, Dragosani? ¡Vaya, si parece que esta vez te acercas casi con humildad! Me pregunto por qué.
—Tú sabes por qué, viejo dragón. Quiero que me libres de esto.
Ah, no (la monstruosa cabeza hizo un gesto de negación en la mente de Dragosani), desgraciadamente, no. Es imposible. Ahora, tú y él son uno, Dragosani. ¿Acaso no te llamé «hijo» desde el comienzo? Me parece muy apropiado que mi verdadero hijo crezca ahora dentro de ti.
Dragosani no podía permitirse el lujo de enfurecerse. Todavía no.
—¿Tu hijo? ¿Esta cosa que has puesto dentro de mí? ¿Hijo, dices? ¿Otra mentira, viejo demonio? ¿Quién fue el que me dijo que tu especie no tiene sexo?
Dragosani, me parece que tú nunca escuchas, suspiró el vampiro. Eres tú, su huésped, quien ha determinado su sexo. A medida que él crece y se convierte en una parte tuya, tú te vuelves como él. Al final es una sola criatura, un solo ser.
—¿Pero con su mente?
Con la tuya… pero sutilmente alterada. Tu mente y también tu cuerpo, pero ambos habrán cambiado algo. Tus apetitos serán… ¿cómo decirlo?, más acuciantes. Tus necesidades… diferentes. Escucha: como hombre, tus deseos, tus pasiones y tus cóleras tenían los límites propios de la naturaleza humana. Pero si eres un wamphyri… ¿de qué serviría ese gran motor en una carrocería de carne débil y huesos frágiles? Sería… como un tigre con corazón de ratón.
Esto era, aproximadamente, lo que Dragosani había esperado del vampiro. Pero antes de tomar una decisión definitiva, irrevocable tal vez, hizo un último intento, profirió una última amenaza.
—Entonces, tendré que ir y ponerme en manos de los médicos. En la actualidad son muy diferentes de los que tú conociste, Thibor. Les diré que llevo en mí un vampiro. Me examinarán, descubrirán a la criatura y me la amputarán. Tienen instrumentos que tú ni siquiera puedes imaginar. Y cuando lo hayan separado de mí, lo abrirán, lo estudiarán, descubrirán su naturaleza. Y querrán saber cómo y por qué llegó hasta mí. Se lo diré. Les hablaré de los wamphyri. Se reirán de mí, claro, me tacharán de loco, pero no serán capaces de hallar otra explicación. Y entonces yo los conduciré hasta aquí y les indicaré dónde estás. Ése será el fin. De ti, de tu hijo y de toda la leyenda. Y dondequiera que estén los wamphyri, los hombres los buscarán y los destruirán.
¡Muy bien dicho, Dragosani! Thibor se mostró sarcástico. ¡Bravo!
Dragosani esperó, y después de un momento:
—¿Eso es todo lo que tienes que decir?
Sí. Yo no hablo con tontos.
—¡Explícate!
La voz en su mente sonó ahora extremadamente fría e iracunda, una ira controlada, pero real y aterradora.
Boris Dragosani, eres un hombre vanidoso, egoísta y estúpido, dijo Thibor Ferenczy. No haces otra cosa que exigir siempre «.dime esto», «muéstrame aquello» o «explícate». Yo era un verdadero poder en la tierra siglos antes de que tú nacieras, e incluso eso no habría sucedido de no ser por mí. ¡Y tengo que yacer aquí, y dejar que me utilices! Bien, todo eso está por terminar. Me explicaré, como exiges, pero será la última vez. Porque después… después será el momento para discutir y negociar como es debido. Estoy cansado de yacer aquí, inerte, como bien lo sabes, Dragosani, y tú tienes el poder de sacarme de este lugar. ¡Esa es la única razón por la que he sido paciente contigo! Pero ahora mi paciencia se ha acabado. Veamos primero la evaluación que haces de tu situación.
Dices que te pondrás en manos de los médicos. Bien, ya debe de ser posible distinguir al vampiro que hay en ti. Está allí, es un organismo físico y tangible que existe en una suerte de simbiosis contigo. Y simbiosis es una palabra que tú me has enseñado, Dragosani. ¿Pero amputarlo? ¿Exorcizarlo? Por hábiles que sean tus médicos, no podrán hacerlo. ¿Pueden quitarlo de las circunvalaciones de tu cerebro? ¿Del líquido de tu médula espinal? ¿De tus vísceras, de tu corazón incluso? Aunque tú fueras lo bastante tonto como para dejar que lo intentaran, el vampiro te mataría antes. Te corroería la médula, te envenenaría el cerebro. Sin duda te habrás dado cuenta ya de que somos tenaces. ¿O acaso has pensado que el instinto de supervivencia sólo era humano? ¡Supervivencia, ja, tú no conoces el significado de la palabra!
Dragosani se quedó callado.
Tú y yo nos hemos hecho promesas —continuó por fin la criatura enterrada—. Yo he cumplido con mi parte del trato. ¿No crees que ha llegado el momento de que cumplas tú también?
—¿Trato? ¿Qué trato? —Dragosani estaba desconcertado—. ¿Estás de broma? ¿Qué trato?
¿Lo has olvidado? Tú querías los secretos de los wamphyri. Muy bien, son tuyos. Ahora eres un wamphyri. Y a medida que él crezca dentro de ti, tendrás su sabiduría. Él tiene habilidades que aprenderéis juntos.
—¿Qué? —Dragosani estaba indignado—. ¿De modo que mi fecundación por un vampiro, con un vampiro, era tu parte del trato? ¡Qué trato más desventajoso es ése! Yo quería conocimiento y lo quería de inmediato, Thibor, para mí mismo. No deseaba la sabiduría en tanto fruto putrefacto y venenoso de una alianza contra natura con una maldita criatura parásita.
¿Te atreves a desdeñar mi huevo? El wamphyri no tiene más que un desove, una nueva vida que transmitir a través de los siglos, y yo te he dado la mía…
—¡No te comportes conmigo como un padre orgulloso, Thibor Ferenczy! —se enfureció Dragosani—. No trates siquiera de insinuar que te he ofendido. Quiero deshacerme de esta cosa bastarda que hay en mí. ¿Me dices que tú te preocupas por ella, que te importa? Yo sé que vosotros los vampiros os odiáis los unos a los otros aún más de lo que os odian los hombres.
La criatura enterrada supo que Dragosani lo había calado.
—Es hora de discutir y negociar como es debido —dijo con frialdad.
—¡Al diablo con las negociaciones, quiero librarme de eso! —rugió Dragosani—. Dime cómo… y te resucitaré.
Se hizo el silencio durante unos minutos. Luego…
No puedes hacer nada; tampoco pueden tus médicos. Sólo yo puedo abortar lo que puse en ti.
—Hazlo, entonces.
¿Qué dices? ¿Qué lo haga aquí, enterrado? ¡Imposible! Resucítame… y lo haré.
Ahora era Dragosani quien debía meditar sobre la proposición del vampiro… o al menos debía hacer como que meditaba. Y por fin dijo:
—De acuerdo. ¿Qué debo hacer?
Ante todo, ¿lo haces por tu propia voluntad?
—¡Sabes muy bien que no! —respondió con desprecio Dragosani—. Lo hago para librarme de este monstruo que hay en mí.
—Pero ¿por tu propia voluntad? —insistió Thibor.
—¡Sí, maldito seas!
Bien. Primero, aquí en la tierra hay cadenas. Las utilizaron para atarme, pero ahora han desaparecido los tejidos que ellas sujetaban. Debes saber, Dragosani, que hay compuestos químicos que los wamphyri no toleramos. Plata y hierro en la proporción correcta nos paralizan. Aunque gran parte del hierro ha desaparecido a causa de la herrumbre, su esencia permanece en el suelo. Y también hay plata. En primer lugar, debes cavar y quitarme las cadenas de plata.
—¡Pero no tengo herramientas!
Tienes tus manos.
—¿Quieres que cave con mis manos? ¿Ya qué profundidad?
A ninguna, sólo en la superficie. A lo largo de los siglos he conseguido llevar esas cadenas a la superficie, con la esperanza de que alguien las encontraría y se las llevaría, tentado por su valor. ¿La plata es todavía un metal precioso, Dragosani?
—Más que nunca.
Entonces, cógelas con mi bendición. Vamos, cava.
—Pero… —Dragosani no quería que el otro pensara que intentaba evadirse del asunto, pero aún había que arreglar ciertas cosas—, ¿cuánto tiempo me llevará? Todo el proceso, quiero decir. ¿Y qué más tendré que hacer?
Empezamos esta noche —dijo el vampiro— y terminaremos mañana.
—¿Y no podré desenterrarte hasta mañana? —preguntó Dragosani, intentando que su alivio no fuera evidente.
No, no podrás hasta mañana. Estoy demasiado débil, Dragosani. Pero observo que me has traído un regalo. Eso está muy bien. Restaurará un tanto mis fuerzas… y después de que me quites las cadenas…
—Muy bien —dijo el nigromante—. ¿Por dónde empiezo a cavar?
Acércate, hijo mío. Ven al centro mismo del lugar. ¡Aquí, aquí! Ahora ya puedes cavar…
A Dragosani se le puso la piel de gallina cuando se arrodilló y comenzó a remover la tierra y el martillo con los dedos. Un sudor helado le mojó la frente, aunque no a causa del esfuerzo, sino porque recordó la última vez que había estado en el claro, y lo que había sucedido entonces. El vampiro percibió su recelo y su risa sombría resonó en la mente de Dragosani.
¿De modo que me temes, Dragosani? ¿Después de todas tus jactancias y bravatas? ¡No es posible! ¡Qué un hombre de sangre joven y valiente, como tú, le tema al viejo Thibor Ferenczy, que no es más que una pobre criatura no-muerta y enterrada! ¡Qué vergüenza, hijo mío!
Dragosani había removido casi toda la tierra de la superficie y la había amontonado a un costado, y ahora estaba excavando a una profundidad de quince o dieciséis centímetros. Ya había llegado a la tierra más dura de la tumba propiamente dicha. Pero cuando metió otra vez los dedos en aquel suelo extrañamente fértil, tocó algo duro, algo que tintineó sordamente. Redobló sus esfuerzos y descubrió los primeros eslabones de plata maciza… y muy grandes. Los eslabones tenían por lo menos cinco centímetros de largo y estaban forjados con barras de plata de al menos dos centímetros y medio de espesor.
—¿Cuánto… cuánto más hay de esto? —preguntó atónito.
—Lo bastante como para mantenerme enterrado hasta el día de hoy, Dragosani —fue la respuesta.
Las palabras del vampiro, a pesar de ser simples y espontáneas, contenían de todas formas un matiz de amenaza que le ponía a Dragosani los pelos de punta. La voz mental de Thibor había borboteado como cola hirviente, colmada con toda la maldad de la tumba. Dragosani era un nigromante —y se consideraba a sí mismo un monstruo—, pero comparado con el viejo demonio enterrado se sentía inocente como un crío.
Cogió una gran cuerda de eslabones de plata, se puso de pie y con una fuerza que le asombró incluso a él, arrancó las cadenas de la tierra. Salieron destrozando el suelo, que se abrió en pequeñas erupciones de terrones y polvo y estremecieron incluso las raíces de los árboles que habían crecido en aquellos largos siglos hasta ocultar el lugar y esconder su secreto. Dragosani hizo tres viajes arrastrando las cadenas fuera del círculo de raíces, losas rotas y tierra removida. Calculó que allí había al menos doscientos cincuenta o trescientos kilos de plata. En el mundo occidental sería un hombre rico, pero en Moscú…, en Moscú serían diez años en las minas de sal de Siberia. En la URSS no había tesoros encontrados, sólo robados.
Por otra parte, ¿de qué le serviría un tesoro? De nada, no era más que el medio para conseguir un fin. El no podría gozar del fruto de sus esfuerzos como otros hombres, pero un día, muy pronto, disfrutaría cuando otros hombres se arrastraran a sus pies, y los gobernantes de todo el mundo vinieran a rendirle pleitesía en la corte del Gran Hiperestado de Valaquia. En eso pensaba Dragosani cuando arrastraba la última de las cadenas, la dejaba con las otras, y contemplaba, jadeante, la tierra hendida y revuelta del lugar secreto.
Y lanzó un bufido mofándose de sí mismo cuando recordó la época en que no hubiera podido ver nada en la oscuridad del lugar, incluso con sus ojos de gato. ¡Pero ahora le parecía tan claro como el mediodía! Ésa era otra prueba de que había un vampiro dentro de él, viviendo a costa de su cuerpo del mismo modo que más adelante intentaría aprovecharse de su mente. Y en cuanto a la promesa de Thibor de abortar la criatura, Dragosani sabía que no valía un puñado de polvo de la tumba. Bueno, si debía vivir con aquella sanguijuela, lo haría, pero él sería el amo y no la bestia que llevaba dentro. Ya encontraría la manera de dominarla.
Y estos pensamientos los guardó para sí.
Por fin había terminado y las cadenas de plata formaban un gran círculo alrededor de la superficie excavada.
—Ya está —le dijo a la criatura enterrada—. He terminado; ya no hay nada que te retenga ahí abajo, Thibor Ferenczy.
Lo has hecho muy bien, Dragosani, y estoy satisfecho. Pero ahora debo alimentarme y descansar. No es cosa fácil regresar de la tumba. Dame tu ofrenda, por favor, y confió en que me dejarás disfrutarla a solas. Necesitaré otra igual mañana por la noche, para poder ponerme de pie junto a ti bajo las estrellas. Entonces, y sólo entonces, serás libre…
Dragosani le dio una patada a la oveja, que comenzó de inmediato a moverse. Él la atrapó entre sus piernas en el instante en que el animal se ponía en pie, y le echó la cabeza para atrás. La navaja que Dragosani empuñaba abrió limpiamente el cuello de la bestezuela, y una fracción de segundo más tarde un chorro de sangre penetró en el oscuro e impío suelo. Dragosani cogió luego al animal, tal como se cogen los gatos, por la piel del cuello y el lomo, y lo arrojó al centro del círculo. Cayó con un ruido sordo, volvió a ponerse de pie, y en ese instante pareció darse cuenta por primera vez de que estaba herida, de que eso era el final. La oveja ensangrentada cayó de costado; pataleaba espasmódicamente mientras el último soplo de vida la abandonaba.
Dragosani retrocedió, y cuando ya se había alejado unos pasos oyó en su mente el profundo suspiro de placer del vampiro, de ansia monstruosa.
¡Ahhh! No puedo decir que sea un plato digno de un gourmet, Dragosani, pero sin duda es nutritivo. Te demostraré mi agradecimiento, hijo, pero eso puede esperar hasta mañana. Vete ahora, porque estoy cansado y hambriento, y la soledad es una droga cuya adicción aún no he logrado vencer…
Dragosani no necesitaba que se lo pidiera dos veces. Se alejó de la tumba abierta, de la forma agazapada y retorcida en el centro del círculo. Pero cuando se retiraba sus ojos estaban atentos al menor signo de la nueva libertad del vampiro, de su recobrada movilidad. Sí, ahora Thibor Ferenczy podía moverse; el nigromante lo sentía bajo sus pies, podía percibirlo estirándose; casi podía oír el chasquido de los músculos correosos y el crujido de los viejos huesos mientras se empapaban en sangre y perdían algo de su fragilidad.
Luego…
El cadáver de la oveja comenzó a hundirse, a desmoronarse sobre sí mismo. Era como si una especie de succión sísmica absorbiera al animal, como si la tierra fuera una boca que chupara. Algo se movió debajo de la bestia muerta, pero Dragosani no alcanzó a ver qué era. Retrocedió, retrocedió hasta dar con un árbol, y entonces lo rodeó, puso el grueso tronco entre su persona y lo que sucedía. Pero no podía quitar los ojos del cadáver de la oveja.
El animal era grande y con la lana larga y espesa, pero mientras Dragosani lo miraba su volumen parecía disminuir. El nigromante intentó comunicarse con la criatura enterrada, pero se encontró con un ansia tan bestial que enseguida retiró su mente. Y la oveja se encogía, se replegaba sobre sí misma, menguaba cada vez más.
Y mientras el animal era devorado, el frío suelo que lo rodeaba comenzó a humear, se alzó una niebla maloliente, que se volvió más y más densa y tendió un tupido velo sobre el resto de lo que acontecía. Era como si la tierra sudara, o como si algo que estaba allí abajo, y que no había respirado en mucho, muchísimo tiempo, lo hiciera por fin.
Ya era suficiente. Dragosani se volvió y se dirigió deprisa a reunirse con Max Batu. Se puso un dedo en los labios para indicarle que no hablara, y le hizo señas para que lo siguiera. Descendieron rápidamente por la huella del cortafuegos y regresaron al coche.
A hora más temprana ese mismo día, y a más de mil kilómetros de allí, Harry Keogh, de pie junto a la tumba de August Ferdinand Mobius (nacido en 1790, muerto el 26 de septiembre de 1868), decidió que ese día había sido muy malo para las ciencias matemáticas, un día realmente malo. O, más específicamente, un mal día para la topología y la astronomía. El día en cuestión era el de la muerte de Mobius, claro está.
Más temprano hubo otros visitantes, unos estudiantes de Alemania Oriental, de pelo largo y pobremente vestidos, pero respetuosos. Y estaba bien que lo fueran, pensó Harry. Él también sentía respeto, reverencia incluso, ante semejante hombre. De todas formas Harry, que no quería parecer demasiado raro, esperó hasta encontrarse solo. Además, tenía que pensar cuál era la mejor manera de dirigirse a Mobius. El que yacía allí no era una persona como todas, sino un pensador que había iluminado nuevos caminos para la ciencia.
Harry había decidido abordarlo sin rodeos; se sentó y dejó que sus pensamientos se pusieran en contacto con los del muerto. La calma descendió sobre Harry, y en sus ojos apareció una extraña mirada vidriosa. A pesar del frío, una fina capa de sudor brillaba sobre su frente. Y poco a poco fue tomando conciencia de que Mobius —o lo que quedaba de él— estaba allí. ¡Y activo!
Fórmulas, tablas de figuras, distancias astronómicas y no euclidianas, configuraciones de Riemann golpearon contra la conciencia de Harry como latidos de enormes ordenadores vivientes. Pero… ¿todo eso en una sola mente? ¿Una mente que trataba todos esos pensamientos de manera prácticamente simultánea? Y entonces Harry comprendió que Mobius estaba trabajando en un tema determinado, pasando una tras otras las páginas de la memoria y el conocimiento mientras intentaba relacionar los elementos de un rompecabezas demasiado complejo para la comprensión de Harry… o para la de cualquier otro ser humano vivo. Todo eso estaba muy bien, pero podía continuar durante muchos días. Y Harry no tenía tanto tiempo.
—¿Señor? ¿Puedo interrumpirlo? Me llamo Harry Keogh, y he venido desde muy lejos para verlo.
El fantasmal flujo de figuras y de fórmulas cesó de repente, como si hubieran desconectado un ordenador.
—¿Eh? ¿Cómo? ¿Quién?
—Harry Keogh, señor. Soy inglés.
Hubo una breve pausa antes de que el otro contestara.
—¿Inglés? ¡Por mí, como si fuera árabe! Le diré lo que es usted: una molestia. ¿Y qué significa esto? ¡No estoy acostumbrado a esta clase de cosas!
—Soy un necroscopio. —Harry intentó explicarlo lo mejor posible—. Puedo hablar con los muertos.
—¿Con los muertos? Sí, yo he pensado en los muertos, y hace tiempo he llegado a la conclusión de que yo era uno de ellos. Usted, obviamente, puede hablar conmigo. Bueno, eso nos sucede a todos. Quiero decir la muerte. E incluso tiene sus ventajas. La intimidad, por un lado… o al menos así lo pensaba hasta hoy. ¿Un necroscopio, dice? ¿Una nueva ciencia?
Harry sonrió.
—Bueno, supongo que podría decirse que sí. Sólo que, al parecer, soy yo el único que la practica. Los espiritistas no hacen exactamente lo mismo.
—¡Ya lo creo que no! Una pandilla de impostores. Bien, ¿en qué puedo servirle, Harry Keogh? Supongo que tiene una razón para molestarme. Y espero que sea buena.
—La mejor del mundo —respondió Harry—. Estoy en persecución de un malhechor, de un asesino. Sé quién es, pero no sé cómo llevarlo ante la justicia. Todo lo que tengo es una pista que me señala lo que tal vez debería hacer, y aquí es donde entra usted en escena.
—¿De modo que persigue a un asesino? ¿Desperdicia un talento como el suyo en eso? Muchacho, usted debería estar hablando con Euclides, con Aristóteles o con Pitágoras. No, al último déjelo fuera, no conseguiría sacarle nada, con su maldita hermandad pitagórica secreta. Me asombra que nos haya transmitido su teorema. De todas formas, ¿cuál es la pista esa que mencionó?
Harry le mostró una proyección mental de la banda de Mobius.
—Es esto —le explicó—, es lo que une el futuro de mi presa y el mío.
Mobius pareció interesado.
—¿Topología en una dimensión temporal? Eso nos plantea una serie de cuestiones interesantes. ¿Está hablando de sus futuros probables o de los reales? ¿Ha hablado con Gauss? Él es el especialista en probabilidad. También en topología, claro está. Gauss era un maestro cuando yo todavía era un estudiante. ¡Claro que un estudiante brillante!
—Real —dijo Harry—. Nuestros futuros reales.
—Pero eso significa, en primer lugar, presuponer que usted conoce algo de su futuro. ¿La precognición es otro de sus talentos, Harry? —preguntó con ironía Mobius.
—No, pero tengo amigos que de vez en cuando entrevén el futuro con tanta certeza como yo…
—¡Bobadas! —lo interrumpió Mobius—. Son todos unos zólneristas.
—… hablo con los muertos —terminó Harry.
Su interlocutor permaneció un instante en silencio. Luego:
—Es probable que sea un insensatez… pero le creo. Al menos creo que usted cree sinceramente en todo esto, y pienso que lo han engañado. Pero no sé cómo mi confianza en usted puede ayudarlo en su búsqueda.
—Tampoco lo sé yo —respondió desalentado Harry—. Salvo que… ¿Y la banda de Mobius? Quiero decir, es el único indicio que tengo. ¿No puede al menos explicármela? Después de todo, usted es su inventor, ¿y quién podría saber más acerca de ella?
—No, ellos le dieron mi nombre. ¿Inventarla? ¡Eso es ridículo! Yo simplemente reparé en ella, eso es todo. En cuanto a poder explicársela: en otra época eso hubiera sido la cosa más sencilla; ahora, sin embargo…
Harry esperó.
—¿En qué año estamos?
El repentino cambio de tema sorprendió a Harry.
—Mil novecientos setenta y siete —respondió.
—¿De verdad? —Mobius estaba asombrado—. ¿Ha pasado tanto tiempo? Vaya, vaya. Como puede ver, Harry, he estado muerto durante más de cien años. ¿Pero usted cree que he permanecido ocioso? ¡Nada de eso! Números, muchacho, números; son la solución a todos los grandes enigmas del universo. El espacio y su curvatura y categorías y propiedades; propiedades que, me figuro, aún no han sido siquiera imaginadas en el mundo de los vivos. Pero yo no tengo que imaginar, o hacer hipótesis, porque yo sé. Pero explicarlo… eso ya es otra cosa. ¿Usted es matemático, Harry?
—Sé un poco de matemáticas.
—¿Y de astronomía?
Harry, de mala gana, hizo un gesto negativo.
—¿Y cuál es su capacidad para comprender la ciencia… Es decir, la CIENCIA con mayúsculas? ¿Para comprender el universo físico, material y conjetural?
Harry dijo otra vez que no con un gesto.
—¿Puede entender algo de esto? —y un torrente de símbolos, ecuaciones y cálculos relampaguearon en la pantalla de la mente de Harry, cada uno de ellos más complejo que el precedente.
Algunos de ellos le resultaban familiares a Harry de sus conversaciones con James George Hannant, y otros los conocía por pura intuición, pero la mayoría le eran extraños por completo.
—Todo es… es bastante difícil —dijo por fin.
—En efecto. Pero usted tiene intuición… sí, pienso que es fuertemente intuitivo. Creo que yo podría instruirlo, Harry.
—¿Enseñarme matemáticas, dice? ¿Transmitirme sus trabajos de toda una vida, y de cien años más después de la muerte? ¿Quién dice bobadas ahora? ¡Eso me llevaría tanto tiempo como a usted! De paso, ¿qué es un zollnerista?
—J. K. F. Zollner fue un matemático y astrónomo, ¡Dios nos ayude!, que vivió unos años más que yo. Era también espiritista y estaba chiflado. Para él los números eran «mágicos». ¿Yo he dicho que usted era un zollnerista? ¡Un error imperdonable! Debe disculparme. En realidad, él no estaba tan equivocado. Sólo su topología era errónea. Zollner intentó dar primacía al universo no físico, o mental, sobre el físico. Y eso no resulta. El espacio-tiempo es una constante tan fija e inmutable como Pi.
—Eso no deja mucho lugar para la metafísica —dijo Harry, con la certeza de que había cometido un error al consultar a Mobius.
—Ningún lugar, absolutamente ninguno —acordó Mobius.
—¿Y la telepatía?
—Bobadas.
—¿Qué es, entonces, lo que estoy haciendo en este instante?
Mobius se quedó desconcertado.
—Necroscopia —dijo por fin—, o al menos eso es lo que me ha dicho.
—¡Eso es escaparse por la tangente! ¿Y qué me dice de la videncia, de la capacidad para ver por medio de la mente acontecimientos que ocurren incluso a gran distancia?
—En el mundo físico es imposible. Usted perpetuaría los errores de Zollner.
—Pero yo sé que esas cosas son posibles —lo contradijo Harry—. Y sé donde hay gente que las hace. No lo hacen continuamente, ni les resulta muy fácil, y con frecuencia no son muy precisos, aunque en ocasiones sí. Es una nueva ciencia, y requiere intuición.
Después de otra pausa, Mobius dijo:
—De nuevo me siento inclinado a creerle. ¿Qué necesidad tendría de mentirme? El conocimiento del hombre se incrementa de modo constante. Y, después de todo, yo puedo hacer lo que usted dice. Claro que yo ya no pertenezco al mundo físico…
A Harry le dio vueltas la cabeza.
—¿Usted puede hacerlo? ¿Me está diciendo que puede «ver» acontecimientos distantes?
—Los veo, sí, pero no en una bola de cristal. Y, en sentido estricto, no están distantes. La distancia es relativa. Yo voy allí. Voy allí donde está previsto que ocurrirán aquellos acontecimientos que deseo contemplar.
—Pero… ¿adónde va? ¿Y cómo?
—El «cómo» es lo más difícil —dijo Mobius—. Dónde es mucho más fácil. Harry, cuando vivía, yo no era sólo matemático, además era astrónomo. Después de mi muerte, me he limitado a las matemáticas. Pero la astronomía estaba en mí, era parte de mí, y no me dejaba en paz. Y todo llega para aquellos que saben esperar. A medida que pasaba el tiempo, comencé a percibir que las estrellas brillaban para mí tanto de día como de noche. Tuve conciencia de su peso, o de su masa, si usted quiere, de la gran distancia a que se encontraban, y de las distancias entre ellas. Muy pronto supe más sobre ellas de lo que había sabido en toda mi vida, y entonces decidí ir a verlas por mí mismo. Cuando usted vino, estaba calculando la magnitud de una nova que muy pronto acontecerá en Andrómeda, y allí estaré para ver cómo sucede. ¿Por qué no? Soy incorpóreo. Las leyes de la física universal no me atañen.
—Pero usted acaba de negar la metafísica —protestó Harry—. ¡Y ahora me dice que puede teletransportarse a las estrellas!
—¿Y quién habla de teletransporte? No, nada físico se mueve. Tal como le he dicho, Harry, yo no soy un ente físico. Puede que exista lo que llaman «universo metafísico», pero lo real no se impone sobre lo irreal, ni lo irreal sobre lo real.
—O al menos eso era lo que usted creía hasta que me conoció —dijo Harry, sus extraños ojos más abiertos que de costumbre, su voz llena de asombro y reverencia, porque de repente una nueva estrella brillaba en su mente, pero con un brillo superior al de cualquier nova en la mente de Mobius.
—¿Qué es eso?
—¿Usted dice que no hay punto de contacto entre lo físico y lo metafísico? ¿Es ése su argumento?
—¡Exactamente!
—Pero yo soy un ser físico, y usted puramente mental, y nos hemos encontrado.
Harry percibió el asombro del otro.
—¡Increíble! Me parece que he pasado por alto algo evidente.
Harry se aprovechó de su ventaja.
—Usted usa la banda para ir a las estrellas, ¿no es verdad?
—¿La banda? Bueno, sí, uso una variante, pero…
—¿Y usted me ha llamado zollnerista?
Mobius no supo qué decir, pero un momento después:
—Me parece que mis argumentos ya no son válidos.
—¡Usted se teletransporta! —dijo Harry—. Usted teletransporta su mente. ¡Usted es un vidente, señor! Ése es su talento. Incluso cuando estaba vivo podía ver cosas para las que otros estaban ciegos. La banda es un ejemplo perfecto. Bien, la videncia sería un arma maravillosa, pero quiero llevar las cosas un paso más allá. Quiero forzar, y lo digo en sentido estricto, mi ser físico en el universo metafísico.
—¡Por favor, Harry, no tan aprisa! —protestó Mobius—. Yo necesito…
—Señor, usted se ofreció a instruirme. Bien, lo acepto, pero enséñeme sólo lo absolutamente necesario. Deje que mi instinto, mi intuición, haga el resto. Mi mente es una pizarra, y usted tiene la tiza en la mano. Enséñeme, pues… ¡Enséñeme cómo viajar por su banda de Mobius!
Ya era otra vez de noche y Dragosani había regresado a las colinas cruciformes. Llevaba a la espalda una segunda oveja que había atontado de una pedrada. Había tenido un día muy activo, pero sin duda recogería el fruto de sus esfuerzos. Max Batu había tenido oportunidad de mostrar una vez más el poder de su ojo maligno, en esta ocasión con un tal Ladislau Giresci; alguien encontraría al viejo en su domicilio, donde vivía solo, muerto de un «ataque al corazón», claro.
Pero ése no había sido el único trabajo de Max, porque hacía más o menos una hora Dragosani había enviado al mongol en una misión de fundamental importancia. Esto quería decir que el nigromante estaba solo cuando se acercó a la tumba del vampiro y envió sus pensamientos por delante para penetrar la helada oscuridad.
—¿Estás durmiendo, Thibor? He vuelto, tal como habíamos quedado. Brillan las estrellas, la noche está muy fría y la luna comienza a subir tras las colinas. Ha llegado la hora, Thibor… para los dos.
Y después de un instante:
¡Ahhh…, Dragosaaaniiii! Sí, supongo que dormía. Pero con un sueño magnífico, Dragosani. El sueño de los no-muertos. Y he tenido sueños grandiosos, Dragosani… de imperios y conquistas. Por una vez mi dura cama fue suave como los pechos de una amante, y estos viejos huesos no eran pesados sino ágiles como los de un chico cuando va al encuentro de su novia. Ha sido un sueño grandioso, sí, pero nada más que un sueño.
Dragosani percibió algo que muy bien podía ser abatimiento. Alarmado por el desarrollo de su plan, preguntó:
—¿Sucede algo malo?
Al contrario. Todo va bien, hijo mío, sólo que me temo que pueda llevar más tiempo del que yo había pensado. Me he fortificado con tu ofrenda de ayer, e incluso he engordado un poco. Pero aún así el suelo es duro y las sales de la tierra han vuelto rígidos a estos viejos tendones míos…
Y luego, con voz algo más vivaz:
¿Y te has acordado de traerme otro pequeño tributo, Dragosani? Espero que no demasiado pequeño. Quizás algo parecido a mi última comida…
El nigromante le respondió acercándose al límite del círculo y arrojando al suelo la oveja que llevaba al hombro.
—No lo he olvidado —dijo luego—. Pero dime qué quieres realmente, viejo dragón. ¿Por qué llevará más tiempo del que habías pensado?
Dragosani estaba decepcionado. Su plan dependía de que consiguiera resucitar al vampiro esa misma noche.
¿No tienes comprensión, Dragosani? Entre los hombres que me seguían cuando era un guerrero, algunos sufrían heridas tan severas que debían guardar cama. Algunos se recuperaban. Pero después de haber pasado meses acostados, a menudo estaban muy débiles y llenos de dolores y males. Imagínate lo que sucede conmigo, después de haber yacido durante más de quinientos años. Pero ya veremos… Mientras hablo, crece mi deseo de resucitar… y tal vez pueda hacerlo, después de otro tentempié.
Dragosani hizo un gesto que indicaba que había comprendido, cogió una pequeña y afilada hoz que llevaba en el bolsillo, le quitó la funda y se inclinó hacia la oveja.
¡Espera! —dijo el vampiro—. Como supones, ésta puede ser una ocasión decisiva para ambos. ¡Una ocasión de enorme trascendencia! Por mi parte, creo que debemos tratarla con el respeto que merece.
El nigromante arrugó la frente.
—¿Qué quieres decir?
Estarás de acuerdo conmigo, hijo mío, en que hasta ahora no me he andado con ceremonias. No me he quejado cuando me has arrojado la comida, como si fuera un cerdo. Pero debes saber, Dragosani, que yo también he comido en mesas. ¡Y hasta he cenado con príncipes! Sí, y volveré a hacerlo, y tú quizás estarás sentado a mi derecha. ¿No se me debe, entonces, un trato más cortés? ¿O deberé recordarte siempre como el hombre que me arrojaba la comida como se arrojan bellotas a los cerdos en una pocilga?
—Es un poco tarde para esa clase de detalles, ¿no crees, Thibor? —Dragosani se preguntó qué tramaba el vampiro—. ¿Qué quieres, en verdad?
Thibor percibió al instante su recelo.
¿Qué? ¿Aún desconfías de mí? Bueno, supongo que tienes tus razones. La mía fue la supervivencia. Pero ¿no hemos convenido acaso que cuando yo resucite quitaré mi semilla de tu cuerpo? Y en ese momento, ¿no estarás por entero en mis manos? Me parece una insensatez, Dragosani, que confíes en mí cuando esté vivo, y no cuando aún permanezco en la tumba. Si quisiera, sería capaz de hacerte más daño de pie que enterrado. Además, si estuviera en mis planes causarte daño, ¿quién me serviría de guía en ese nuevo mundo en el que voy a vivir? Tú serás mi mentor, Dragosani, y yo, el tuyo.
—Todavía no me has dicho qué quieres.
El vampiro suspiró.
Dragosani, me veo obligado a reconocer una pequeña debilidad personal. En el pasado te he acusado de ser un tanto vanidoso, y ahora debo confesarte que también yo lo soy. Sí, y me gustaría celebrar mi renacimiento de una manera más digna. Trae la oveja, hijo, y deposítala ante mí. Pero que esta última vez sea como un auténtico tributo: como un sacrificio ritual ante alguien muy poderoso, y no bellotas y paja para engordar a los cerdos. Déjame que coma de una fuente, Dragosani, y no de un pesebre.
«Viejo bastardo», pensó Dragosani, aunque cuidándose de no revelarle sus pensamientos. Así que él iba a ser el siervo del vampiro, ¿no? ¿Otro idiota, encadenado y siguiéndolo como si fuera un perro? «¡Ah, pero yo también tengo algo que decirte, mi viejo, viejísimo amigo!», pensó Dragosani para sí mismo. «Disfruta esto, Thibor Ferenczy, porque ésta será la última vez que un hombre preste un servicio a un ser como tú».
—¿Quieres que te traiga la oveja como si fuera una ofrenda?
¿Es demasiado pedir?
El nigromante se encogió de hombros. En ese momento, nada era demasiado. Dentro de poco, sería él quien pediría. Dejó el cuchillo y cogió la oveja. La llevó hasta el centro del círculo y la depositó donde había yacido la ofrenda de la noche pasada. Luego volvió a coger su pequeña hoz.
El claro había permanecido hasta ese instante en calma, como la tumba que era, pero Dragosani percibió ahora una turbulencia. Era como si de repente se tensaran unos músculos, el silencioso zarpazo de un gato sobre un ratón, la formación de saliva sobre la lengua de un camaleón antes del ataque. Con prisa, estremecido de horror ante lo desconocido, Dragosani echó hacia atrás la cabeza del animal para degollarla. Y entonces…
—Eso no es necesario, hijo mío —dijo Thibor Ferenczy.
Dragosani hubiera saltado fuera del círculo, porque en ese instante supo que la criatura enterrada estaba harta de cerditos y ovejas. Pero lo supo demasiado tarde. Había hecho un mínimo movimiento para enderezarse cuando un tentáculo fálico brotó del suelo, desgarró sus ropas como un cuchillo y penetró en su cuerpo. ¡Y cómo habría deseado entonces poder saltar para librarse de él, aunque la herida lo matara! Habría saltado, pero no podía. El seudópodo se ramificó dentro de él y penetró en todos los conductos inferiores de su cuerpo, lo llenó y luego lo atrajo como a un pez arrastrado mediante un anzuelo.
Dragosani fue aplastado contra la oscura y búlleme tierra, y después de eso ya ni siquiera pudo pensar en huir. Porque entonces comenzó el dolor, el tormento, la agonía final…
Sus intestinos se derretían, sus vísceras estaban ardiendo, estaba sentado sobre un manantial de ácido. Y entre tanto Thibor Ferenczy aullaba su triunfo y se mofaba de Dragosani con la respuesta —la verdadera respuesta— a la pregunta que se había hecho el nigromante durante todos esos años.
¿Por qué me odiaban, hijo mío? ¿Por qué me odiaban mis propios parientes y amigos? ¿Por qué todos los vampiros odian a los de su especie? La respuesta es muy simple, Dragosani. La sangre es vida. La sangre de un cerdo nos satisface si no hay nada mejor para alimentarnos, y también la de las aves y las ovejas, pero la sangre del hombre es mucho mejor, como descubrirás muy pronto por ti mismo. Pero por encima de todo está el verdadero néctar de la vida, el que sólo puede ser bebido en las venas de otro vampiro.
Dragosani ardía en un doble infierno; se sentía desgarrado por dentro; el parásito que llevaba en su interior se adhería a él en su agonía, mientras el apéndice de Thibor absorbía su esencia. Ese terrible tentáculo, sin embargo, no le causaba un daño real. Era protoplásmico, se amoldaba a los órganos sin herirlos, penetraba sin abrir orificios. Incluso sus espinosas ramificaciones no abrían heridas, porque estaban hechas para retener sin desgarrar. La agonía radicaba en su estar allí, en el contacto con los nervios, los músculos y los órganos, en su avance por todos los conductos del violado cuerpo de Dragosani. Si un médico demente hubiera inyectado una solución de ácido en sus venas no le habría dolido tanto… Pero esto, no obstante, no iba a matarlo. Podía matar, ciertamente, pero no en esta ocasión.
Dragosani, en su tormento, no podía saberlo. Y gritaba:
—¡Acaba… conmigo… de una vez! ¡Maldito sea tu negro corazón, mentiroso y más que mentiroso! ¡Mátame…, Thibor! ¡Por favor…, termina con este suplicio…, te lo ruego!
Permaneció en la oscuridad, bajo los árboles, entre las losas rotas y las ruinas de la antigua tumba, y el horror le carcomió la mente como una rata que devorara su cerebro. Alguien había puesto en marcha una trituradora de carne dentro de su cuerpo y estaba convirtiendo sus entrañas en gusanos rojos que se retorcían. Se sacudió espasmódicamente y cayó de lado. La agonía hizo que se levantara otra vez, sólo para caer de nuevo. Y así siguió; caía, se levantaba, se retorcía y gritaba mientras Thibor Ferenczy se alimentaba.
Me has dado fuerzas, Dragosani. La sangre de las bestias me ha devuelto el vigor, pero la verdadera vida está en la sangre de un semejante, aunque sólo sea la sangre inmadura y débil de ese hijo que ahora farfulla dentro de ti. Él se debilita por su pérdida, y tú a causa del dolor. ¿Pero matarlo, y matarte a ti? ¡Nada de eso! ¿Por qué privarme de mil banquetes futuros? Saldremos juntos al mundo, Dragosani, y tú serás mi esclavo hasta el momento en que puedas abandonarme. Y para entonces ya no necesitarás preguntar por qué los vampiros sólo están unidos por el odio.
El vampiro estaba saciado. El tentáculo salió de Dragosani y desapareció dentro de la tierra. Su retirada fue, si esto es posible, aún peor que la penetración: como una espada al rojo vivo que alguien arrancase brutalmente de su cuerpo.
Dragosani gritó, un aullido que reverberó como el grito de una criatura salvaje en las frías y crueles colinas cruciformes. ¿Pero acaso no le había dicho Thibor que a Vlad el Empalador le habían puesto ese nombre por él? Dragosani ahora comprendía perfectamente por qué.
El nigromante intentó ponerse de pie pero no pudo. Sus piernas eran de gelatina, su cerebro una sopa de ácido en la olla de su cráneo. Rodó sobre sí mismo, salió del manchado círculo, y trató otra vez de levantarse. Imposible. No era suficiente con querer hacerlo. Yació allí inmóvil, recuperando sus fuerzas y su presencia de ánimo. El vampiro había hablado de odio, y tenía razón. Era odio lo que mantenía a Dragosani consciente. Odio y nada más que odio. El suyo, y el de la criatura que llevaba en su interior. Ambos habían sido destrozados.
Por fin consiguió ponerse de costado y miró con odio la negra tierra que ahora humeaba como si de ella se alzaran los vapores del infierno. Aparecieron grietas sobre la superficie que Dragosani había despejado. La tierra se hinchó primero, y luego comenzó a abrirse. Algo empujaba desde abajo. Y entonces…
Un ser increíble hizo su aparición.
Dragosani abrió la boca en una involuntaria mueca de terror y de odio. Ésta era la criatura enterrada. Con ella había hablado, discutido y la había maldecido una y otra vez. Esto era Thibor Ferenczy, la no-muerta encarnación de su propio estandarte del murciélago-demonio-dragón. ¡Peor aún, Dragosani estaba condenado a ser igual, una condena que él mismo se había buscado!
Las gruesas orejas de la criatura estaban pegadas a su cabeza, pero eran puntiagudas y ligeramente más largas que el cráneo, y parecían cuernos. Su nariz era chata, arrugada y con circunvoluciones, como la de un gran murciélago. La piel era escamosa y los ojos rojos como los de un dragón. ¡Y era muy grande! Las manos, que aparecían ahora y desgarraban el suelo eran enormes, con uñas que sobresalían unos tres centímetros más allá de la punta de los dedos.
Dragosani consiguió vencer su terror y se puso de pie, justo en el momento en que el vampiro volvía su lobuna cabeza y le dirigía una monstruosa mirada. Sus ojos se abrieron muy grandes y su luz escarlata iluminó a Dragosani cuando Thibor dijo:
—Yo… puedo… verte… —con una voz tan perversa y extraña como los mensajes mentales que había enviado desde la tumba.
Pero esta afirmación no parecía de ninguna manera amenazadora; era más bien como si el hecho de poder ver —y en particular de ver a Dragosani— le produjera una mezcla de alivio e incredulidad. Pero fuera lo que fuese, el nigromante se encogió de miedo. Y en ese mismo momento…
—¡Hola, criatura salida de la tierra! —dijo Max Batu, que salió de su escondite.
Thibor Ferenczy volvió la cabeza en dirección a la voz del mongol. Cuando vio a Batu sus grandes mandíbulas se abrieron y emitió una especie de silbido por entre sus grandes dientes que chorreaban baba. Y Batu, sin demora, tras mirar aquel rostro, apuntó y disparó la ballesta de Ladislau Giresci. El cuadrillo de palosanto tenía un grosor de dos centímetros y punta de acero. Salió disparado de la ballesta, penetró casi a quemarropa en el pecho del vampiro y lo traspasó.
Thibor lanzó un aullido e intentó meterse de nuevo en la tierra humeante, pero el cuadrillo se trabó en los bordes del agujero y no le permitió hundirse, a la vez que desgarraba su carne grisácea. Chilló entonces por segunda vez, un grito lleno de desesperación, y se sacudió, atravesado por el cuadrillo, mientras maldecía y la baba caía de su horrible boca.
Batu acudió enseguida junto a Dragosani, lo sostuvo y le entregó una hoz cuya hoja, recién afilada, resplandecía. El nigromante la cogió, se desprendió de Batu y avanzó tambaleante hacia el monstruo, que seguía revolviéndose, atrapado con medio cuerpo dentro de la tumba, y el otro medio afuera.
—La última vez que te enterraron —dijo Dragosani—, cometieron un grave error, Thibor Ferenczy. —Los músculos de su cuello y brazo se tensaron cuando alzó la hoz—. ¡Olvidaron cortar tu maldita cabeza!
El monstruo intentó arrancarse la saeta que lo atravesaba, y dirigió a Dragosani una mirada que éste no acabó de comprender. Había miedo en ella, sí, pero sobre todo asombro, como si la bestia no acabara de creer en este súbito revés de la suerte.
—¡Espera! —graznó cuando Dragosani se le aproximó, y el áspero bajo de su voz parecía el eco de innumerables ramas rotas durante una avalancha—. ¿No te das cuenta? ¡Soy yo!
Pero Dragosani no esperó. Él sabía quién era el monstruo, y qué era; sabía que la única manera de heredar sus poderes y sus conocimientos era ésta: como nigromante. Sí, y lo irónico del asunto era que Thibor mismo le había concedido ese don.
—¡Muere, criatura bastarda! —gritó, y la hoz pareció un relámpago de acero cuando Dragosani cortó la cabeza del monstruo.
La horrible cabeza cayó al suelo y rodó. Pero mientras rodaba alcanzó a gritar «¡Tonto! ¡Maldito tonto!» y luego se quedó quieta. Los ojos de color púrpura se cerraron. La boca se abrió por última vez, escupió un borbotón de baba y sangre, y susurró con voz apenas audible: «Tonto»…
Dragosani, por toda respuesta, alzó otra vez la hoz y partió la cabeza en dos, como si hubiera sido un gran melón demasiado maduro. Dentro del cráneo, el cerebro era una masa espesa y blanda con un núcleo que se agitaba. Eran, en realidad, dos cerebros: uno humano, ya marchito, y otro extraño, el del vampiro. Dragosani, sin pausa y sin miedo, a sabiendas de lo que hacía, hundió las manos en las dos mitades de la cabeza y dejó que sus dedos temblorosos tocaran los fluidos malolientes y la pulpa. Todos los secretos y la sabiduría de los wamphyri estaban allí, esperando a que él los investigara.
¡Sí! ¡Sí!
Los cerebros se estaban pudriendo, cayendo en la natural decadencia y corrupción de siglos, pero el talento nigromántico de Dragosani le permitía rastrear los secretos del monstruo no-muerto (aunque ahora sí estaba completamente muerto) en los líquidos de su corrompido cerebro. Pálido como la muerte, con un brillo obsceno en los ojos, Dragosani se llevó el revoltijo a la cara… ¡pero ya era demasiado tarde!
Ante sus ojos furiosos, el cerebro se pudrió por completo, se deshizo en humo, en pequeños regueros de polvo que se deslizaron entre sus dedos. Hasta el deformado cráneo se hizo polvo en las manos de Dragosani.
Con un grito de angustia, y balanceando salvajemente los brazos como un molino de viento enloquecido, Dragosani se dio la vuelta y se arrojó de cabeza sobre el cuerpo sin cabeza del vampiro, que todavía estaba en posición vertical, a medias dentro de la tumba. El cuello cortado comenzaba a deshacerse en humo, hundiéndose dentro del escamoso pecho, que a su vez comenzaba a desmoronarse dentro del tronco oculto por la tierra. Y cuando el nigromante hundió la mano y parte del brazo en aquel agujero, dentro de la pudrición y la fetidez, la tierra arrojó una gran nube de vapores tóxicos y se desmoronó sobre el cadáver, ahora casi líquido.
Dragosani aulló como un poseso y sacó el brazo del tremedal, luego se arrastró lejos del agujero mientras la tierra poco a poco recobraba la calma. Se detuvo en el borde del círculo con la cabeza baja y los hombros encorvados en un gesto de abatimiento, y descargó su frustración en largos y estremecedores sollozos.
Max Batu, estupefacto, profundamente conmovido por todo lo que había presenciado, contempló durante unos minutos al nigromante y luego se adelantó lentamente. Se agachó junto a Dragosani y le puso una mano en el hombro.
—Camarada Dragosani —dijo en voz muy baja, poco más que un susurro—. ¿Ya ha terminado todo?
Dragosani dejó de sollozar, y con la cabeza aún baja reflexionó sobre lo que le había preguntado Batu: ¿Había terminado todo? Había concluido para Thibor Ferenczy, sí, pero comenzaba para el nuevo vampiro, la criatura aún inmadura simbióticamente alojada en su cuerpo. Proveerían mutuamente a sus necesidades (aunque fuera de mala gana), aprenderían el uno del otro, se convertirían en un solo ser. Había aún una pregunta sin respuesta: ¿quién, a la larga, dominaría al otro?
En un enfrentamiento con un hombre ordinario el vencedor sería, no cabía duda, el vampiro. Siempre. Pero Dragosani no tenía nada de ordinario. Poseía el poder de acumular sabiduría, de incrementar sus talentos. Y tal vez, en el curso de este aprendizaje, en su continuo acumular secretos y nuevos y extraños poderes, encontraría la manera de librarse del parásito. Pero hasta entonces…
—No, Max Batu —respondió—, aún no ha terminado.
—¿Y qué debo hacer? —El pequeño mongol deseaba ayudar—. ¿En qué puedo servirte? ¿Qué necesitas?
Dragosani continuó mirando fijamente la oscura tierra. ¿Cómo podía ayudarlo Batu? ¿Cuáles eran las necesidades del nigromante? Dos preguntas muy interesantes.
El dolor y la frustración se extinguieron en Dragosani. Tenía mucho que hacer, y estaba perdiendo el tiempo. Había acudido a este lugar para adquirir nuevos poderes para enfrentarse a la amenaza que suponían Harry Keogh y la Organización E británica.
Los secretos de Thibor estaban ahora fuera de su alcance, muertos y desaparecidos para siempre como el vampiro, pero eso no era el final de la cuestión. Aunque se sentía débil y maltrecho, sabía que sus heridas curarían. Quizás el dolor había marcado su mente y su alma (si es que todavía la tenía), pero eran marcas que con el tiempo se desvanecerían. No, no había sufrido ningún daño permanente. No, sólo había sido… vaciado.
Vaciado, sí. La criatura que moraba en su interior estaba necesitada y Dragosani sabía lo que necesitaba. Sintió la mano de Batu en su hombro y le pareció percibir el fluir de la sangre en las venas del mongol. Y luego Dragosani vio la afilada y curva hoja del instrumento quirúrgico que había llevado para degollar a la oveja. Estaba muy cerca de su mano, y relucía plateada contra la tierra negra.
Bueno, había pensado hacerlo algún día. Lo haría antes de lo planeado, eso era todo.
—Necesito dos cosas de usted, Max —dijo Dragosani, y alzó la vista.
Max Batu ahogó una exclamación y su boca se abrió en un gesto de sorpresa. Los ojos del nigromante estaban rojos como los del demonio que Batu había matado. El mongol los vio, vio algo más que brilló plateado en la noche, y después… la oscuridad definitiva.