Capítulo trece

El jueves por la mañana Harry volvió al río, al lugar donde su madre yacía otra vez entre el lodo y las algas. Pero ahora eran dos los muertos que descansaban allí, y él no quería hablar con su madre sino con Viktor Shukshin. Harry cogió un cojín del coche y lo llevó hasta la orilla del río; allí lo puso sobre la nieve y luego se sentó. Un poco más abajo, donde había abierto el agujero para escapar, el agua había vuelto a congelarse y luego la nieve se había acumulado sobre el hielo, de modo que sólo se advertía una marca muy tenue.

Después de permanecer un rato sentado en silencio, Harry dijo:

—Padrastro, ¿me oyes?

—Sí —le respondieron tras unos instantes—. Sí, te oigo, Harry Keogh. ¡Te oigo, y percibo tu presencia! ¿Por qué no te marchas y me dejas en paz?

—¡Ten cuidado, padrastro! Puede que la mía sea la única voz que oigas en toda la eternidad. Si me marcho y te dejo en paz, ¿con quién hablarás?

—¿De modo que ése es tu talento, Harry? Hablas con los muertos. ¡No eres más que un agitador de cadáveres! Bueno, quiero que sepas que eso me hace daño, del mismo modo que me hiere todo tipo de poder extrasensorial. Pero anoche, por primera vez en muchos años, me he tendido en mi helada cama y he dormido profundamente, sin sufrimiento. Dices que si no hablo contigo, nadie me hablará. Mejor, no quiero que nadie me hable. Sólo quiero paz.

—¿Qué significa que te hago daño? ¿Cómo puede ser que mi mera presencia haga daño a nadie?

Shukshin se lo explicó.

—¿Y por eso mataste a mi madre?

—Sí, y por la misma razón intenté matarte a ti. Pero en tu caso, además, hubiera contribuido a salvar mi vida.

Y Shukshin le habló a Harry de Batu y Dragosani, los hombres que Borowitz había enviado para que lo mataran. Pero el joven no se dio por satisfecho. Quería saberlo todo, desde el comienzo hasta el presente.

—Dímelo todo —dijo—. Si me lo cuentas todo, prometo que te dejaré en paz.

Y Shukshin se lo contó todo.

Le habló de Borowitz y del château Bronnitsy; de los PES rusos, que trabajaban para conquistar el mundo mediante la percepción extrasensorial, en su refugio secreto en el corazón de Rusia. Shukshin le contó a Harry que Borowitz lo había enviado a Inglaterra para localizar y matar a los PES británicos, y cómo él había desertado y se había convertido en ciudadano británico. Y también le habló de la maldición que lo perseguía: la gente dotada de poderes extrasensoriales le atacaba los nervios y hacía que se volviera loco. Y Harry por último comprendió, y quizás habría sentido compasión por Shukshin de no haber sido por la muerte de su madre.

El relato de Shukshin hizo que Harry pensara en sir Keenan Gormley y en la Organización E británica. El joven recordó que había prometido ir a ver a Gormley y considerar la posibilidad de unirse a su grupo una vez hubiera terminado con lo que tenía entre manos. Bien, ahora todo había acabado, y Harry supo con certeza que tenía que ir a ver a Gormley. Porque Viktor Shukshin no era el único culpable, había otros mucho peores que él. Por ejemplo, el que lo había enviado en su mortífera misión. Si Shukshin no hubiera venido a Inglaterra, la madre de Harry estaría viva.

Harry estaba satisfecho por fin. Hasta ahora su vida no parecía colmada, no tenía un objetivo claro —su única ambición había sido matar a Shukshin— pero ahora sabía que su misión era mucho más importante, y de repente se sintió insignificante ante la magnitud de la tarea que lo aguardaba.

—Está bien, padrastro —dijo por fin—. Ahora me iré y descansarás en paz. Pero es una paz que no mereces. No puedo perdonarte, y nunca lo haré.

—No quiero tu perdón, Harry Keogh, sólo deseo que me prometas que no me molestarás más —le respondió Shukshin—. Y ya me lo has prometido. De modo que ve a que te maten, y déjame tranquilo…

Harry, entumecido por la posición, se puso de pie con movimientos torpes. Le dolían todos los huesos del cuerpo y también la cabeza, y sentía que todas sus fuerzas lo habían abandonado. Era algo en parte físico, pero sobre todo emocional. Era la calma que sigue a la tormenta, y aunque todavía no lo sabía, era también el adormecimiento que precedía a la tormenta aún mayor.

Pero ahora se puso en pie, dejó el cojín donde estaba y se dirigió al coche. Detrás de él pero también en su interior, una voz le dijo:

—Adiós, Harry —y no era la voz de Shukshin.

—Adiós, mamá —respondió Harry—. Gracias, muchas gradas. Siempre te querré.

—Y yo siempre te querré a ti, hijo mío.

—¿Qué es esto? Keogh, ¿qué es esto? —la voz mental de Shukshin sonaba horrorizada—. Yo vi que tú la hacías levantar, pero…

Harry no respondió; dejó que Mary Keogh lo hiciera por él.

—Hola, Viktor. No, estás equivocado. No fue Harry quien me hizo levantar. Lo hice yo sola, por amor, que es algo que tú no puedes comprender. Pero ahora todo ha terminado, y no volveré a hacerlo. Ahora mi Harry tiene otras personas que se preocupan por él. Yo yaceré aquí, solitaria en el fango. Aunque tal vez ahora ya no estaré tan sola…

—¡Keogh! —lo llamó Shukshin, desesperado—. Me prometiste… me dijiste que tú eras el único que podía hablar conmigo. Pero ella me está hablando… ¡Y me hace más daño que nadie!

Harry siguió caminando.

—Vamos, vamos, Viktor —oyó la respuesta de su madre, como si ella se dirigiera a un niño pequeño—. Eso no te servirá de nada. ¿Dices que quieres paz y silencio? ¡Pero la paz y el silencio te aburrirán muy pronto, Viktor!

—¡Keogh! —la voz de Shukshin era ahora un tenue aullido mental—. Keogh, tienes que sacarme de aquí. Diles dónde pueden encontrar mi cuerpo…, diles lo que quieras, ¡pero no me dejes aquí con ella!

—En verdad, Viktor —continuó implacable Mary Keogh—, creo que disfrutaré mucho charlando contigo. ¡Estas tan cerca mío que no me cuesta ningún esfuerzo!

—¡Keogh, maldito bastardo! ¡Vuelve! ¡Por favor…, vuelve!

Pero Harry siguió su camino.

Harry llegó aproximadamente a las trece y treinta a Hartlepool. Los caminos eran una pesadilla, en su mayoría completamente cubiertos de hielo, y conducir le produjo una gran tensión nerviosa. Esto hizo que se sintiera aún más fatigado, y cuando llegó a casa apenas si tenía fuerzas para subir las escaleras.

Brenda, con quien llevaba ocho semanas casado, lo esperaba en el piso, que había sufrido una fantástica e inexplicable metamorfosis desde que la joven se mudara a vivir con Harry, tras la ceremonia en el registro civil. Brenda estaba embarazada de tres meses, pero ya se le notaba; se la veía floreciente. También Harry había estado en muy buen estado físico la última vez que ella lo vio, pero ahora…

Harry a duras penas consiguió saludarla con un beso en la mejilla, y luego se quedó dormido antes de que su cabeza tocara la almohada.

El joven había estado tres días fuera, realizando algunas investigaciones para un nuevo libro que estaba planeando escribir; esto era lo que sabía Brenda, aunque él nunca le había dicho de qué trataría la obra. Bueno, Harry era así y ella ya debería haberse acostumbrado. ¡Pero nunca podría habituarse a que apareciera como si hubiera pasado tres días en un campo de concentración!

Harry durmió toda la tarde, y como parecía afiebrado, Brenda llamó al médico, que vino a las ocho. Harry no se levantó y lo recibió en la cama; el médico pensó que tal vez era neumonía, aunque los síntomas no coincidían exactamente con los de esa enfermedad. Dejó unas píldoras, y su número de teléfono, y le dijo a Brenda que si Harry empeoraba durante la noche, si respiraba con dificultad o comenzaba a toser, o la temperatura subía mucho, lo llamara enseguida.

Pero Harry no empeoró durante la noche, y por la mañana tomó su desayuno, después del cual tuvo con Brenda una de sus peculiares conversaciones, que ella encontró más deprimente y enfermiza que cualquiera de las que había tenido antes, incluso en sus peores épocas. Después de escucharlo un rato, y cuando él comenzó a hablar de hacer testamento dejándoselo todo a ella, o al futuro hijo de ambos en caso de que ella estuviera incapacitada para hacer uso de la herencia, Brenda decidió que aquello era demasiado, y se rió a carcajadas.

—Harry —le dijo cogiéndole las manos—. ¿Qué es todo esto? Sé que has estado enfermo, que todavía no te sientes del todo bien, y cuando tú estás así te parece que ha llegado el fin del mundo, pero hace menos de dos meses que nos hemos casado, y hablas como si pensaras que estarás muerto antes de la primavera. Sí, y que yo moriré muy poco tiempo después. ¡Nunca he oído tantas tonterías juntas! Hace apenas una semana nadabas, luchabas, patinabas, y estabas lleno de vida. ¿Qué te sucede ahora?

Harry decidió entonces que no podía contestar con evasivas. Después de todo, ella era su esposa, y tenía derecho a saberlo todo. La hizo sentar entonces a su lado y se lo contó todo, exceptuando el sueño de las tumbas y, claro está, la muerte de Viktor Shukshin. Explicó todo su entrenamiento deportivo y gimnástico de los meses pasados como un medio para asegurar su buena forma, necesaria en su futuro trabajo, que por cierto podía ser peligroso. Esto lo llevó a hablar de la organización PES británica, aunque no lo hizo en profundidad. Era suficiente con que ella supiera que él no era la única persona dotada de talentos extraños; que en efecto había muchos más, y que había también potencias extranjeras enfrentadas al mundo libre, y dispuestas a utilizar estos talentos de percepción extrasensorial en esa lucha. Parte del trabajo de Harry dentro de la organización era asegurar que estas potencias extranjeras fracasaran; su talento como necroscopio sería utilizado como arma contra ellas. El futuro, por consiguiente, era en el mejor de los casos incierto. Su charla sobre testamentos y cosas semejantes había sido simplemente una manifestación de esta inseguridad: él creía que era mejor estar preparado para cualquier eventualidad.

Harry, mientras le decía todas estas cosas a Brenda, se preguntaba si no estaría cometiendo un error, si no hubiera sido mejor que ella continuara sin saber nada. Y se preguntó también sobre sus propios motivos. ¿Se lo contaba porque deseaba prepararla para… para lo que pudiera pasar? ¿O ella tenía razón, y era simplemente porque se sentía deprimido y quería compartir el peso de todo aquello con alguien?

¿O era que se sentía culpable? Él tenía ahora un camino a seguir, y debía continuar. La caza no había terminado; Shukshin no había sido más que un paso en la dirección correcta. ¿Acaso sentía que Brenda estaba en peligro porque él había elegido ese camino? El epitafio del sueño —y la advertencia de su madre— no habían dicho que Brenda fuera a morir como consecuencia de algo que Harry estuviera por hacer. Él la había preñado, sí, y nacería un niño, pero ¿qué influencia podía tener lo que Harry decidiera hacer ahora en el hecho físico del parto? Con todo, una persistente voz en lo más recóndito de su mente le decía que sí, que podía influir.

Así pues, parecía que el motivo de que se lo contara todo era fundamentalmente que se sentía culpable, y también que necesitaba decírselo a alguien, confiar en un amigo. El problema era que estaba confiándose a la persona a quien ponía en peligro, lo que aumentaba el sentimiento de culpa fuera de toda proporción.

Todo era muy confuso y abstruso, e intentar comprenderlo lo fatigaba enormemente, de modo que cuando terminó de hablar Harry se recostó en la cama y dejó que Brenda meditara sobre lo dicho.

Brenda, sin embargo, lo aceptó todo como si no se tratara de algo especial, e incluso parecía aliviada.

—Harry —le explicó inmediatamente después—, sé que no soy tan inteligente como tú, pero tampoco soy estúpida. Sabía que algo pasaba desde que me contaste aquella historia sobre el necroscopio. Me di cuenta de que eso no era todo, de que querías seguir hablando pero tenías miedo. Además, el señor Hannant me ha preguntado en Harden por ti en varias ocasiones. Y por su modo de hablar, yo advertí que él también pensaba que en ti había algo extraño…

—¿Hannant? ¿Qué te dijo? —preguntó receloso Harry.

—¡Oh, nada que pueda inquietarte! En verdad, creo que te tiene un poco de miedo, Harry. Te he escuchado hablar con tu difunta madre en sueños, y me di cuenta de que era una conversación verdadera. ¡Y había tantas otras cosas! Lo que escribías, por ejemplo. ¿Cómo llegaste a ser tan repentinamente un brillante escritor? He leído tus cuentos, Harry, y no tienen nada que ver contigo. ¡Son maravillosos, claro, pero tú no lo eres! Quiero decir que eres una persona como todas, Harry. Yo te quiero, pero no soy una tonta. ¿Y la práctica de natación, de patinaje, de judo? ¿Has pensado que yo creía que eras un superhombre? Te aseguro que no me cuesta nada creer que eres un necroscopio. Me alegra que finalmente me hayas dicho la verdad, Harry. Es un alivio…

Harry no podía creer lo que oía. ¡Y pensar que algunos dudaban del sentido común de las mujeres! Por último dijo:

—Pero no te lo he dicho todo, cariño.

—Eso ya lo sé —respondió Brenda—. ¡Claro que no me lo has dicho! Si vas a trabajar para tu patria, habrá muchas cosas que deberás mantener en secreto, incluso conmigo. Lo comprendo, Harry.

Harry se sintió como si le hubieran quitado un enorme peso de encima. Respiró muy hondo, volvió a recostarse en la cama, la cabeza hundida en la almohada.

—Brenda, todavía estoy muy cansado —bostezó—. Ahora déjame dormir, cariño. Mañana tengo que ir a Londres.

—De acuerdo, amor mío —dijo inclinándose para besarlo en la frente—. Y no te preocupes, no te pediré que me cuentes nada.

Harry durmió sin interrupción hasta la tarde; luego se levantó y comió. Hacia las ocho salieron a dar un paseo, y regresaron cuando Brenda comenzó a tener frío. Corrieron a casa, se dieron una ducha caliente, hicieron el amor y después durmieron profundamente toda la noche.

Aquél fue el día en que Harry hizo menos cosas en toda su vida. Más tarde, lo recordaría como la ocasión en que peor había malgastado el tiempo.

Sir Keenan Gormley iba pensativo cuando dejó la sede de la Organización PES, descendió en el ascensor hasta el pequeño vestíbulo y salió al frío de la noche londinense. En los últimos tiempos tenía varios motivos de preocupación, y uno de ellos era Harry Keogh. El joven aún no se había comunicado con Gormley, y éste, con cada día que pasaba, sentía que el tiempo le pesaba como trozos de plomo. Eran las nueve de la noche cuando Gormley se dirigió a la estación de metro Westminster; en ese instante Harry Keogh, a trescientos sesenta kilómetros de distancia, hacía el amor con su esposa antes de disponerse a dormir.

Gormley tenía otros dos motivos de preocupación: uno era su subjefe, Alec Kyle, que preguntaba continuamente por el estado de salud de su superior. Esto no habría sido inquietante, si no fuera porque Alec Kyle era un vidente de gran talento, un hombre cuya especialidad era predecir el futuro. La preocupación de Kyle por la salud de Gormley había sido muy evidente en los últimos diez días, a pesar de que el subjefe había intentado disimularla. Por esta razón Gormley no le había preguntado nada, pero de todos modos aquello lo inquietaba.

Y también estaba el otro asunto, el importante. En las últimas seis o siete semanas, Gormley había percibido en al menos doce ocasiones que había PES cerca de él. Nunca se había encontrado con ninguno cara a cara, ni había sido capaz de individualizar a nadie, pero sabía que estaban allí. Había dos, como mínimo.

La sensación era tan fuerte que podía reconocerlos como reconocía a sus propios hombres, pero éstos no eran de los suyos. Sus auras eran extrañas. Y siempre lo habían vigilado desde la seguridad que les proporcionaba una multitud, en lugares muy transitados, nunca en un sitio donde Gormley pudiera asociar un rostro a sus sensaciones. El director de la organización británica se preguntaba durante cuánto tiempo seguirían vigilándolo, y si eso era todo lo que harían. Cuando Gormley llegó a la estación de metro y bajó las escaleras, palmeó el bulto de su Browning de 9 mm. Esto lo reconfortaba. No había en el mundo ningún PES invulnerable a las balas; Gormley, al menos, no conocía ninguno.

Había pocas personas en la plataforma y aún menos en el vagón del metro. Gormley cogió un ejemplar del Daily Ato que alguien había dejado. Comprobó, un tanto alarmado, que los titulares le resultaban muy extraños. ¿Se había alejado tanto de la realidad? Sí, posiblemente sí. Su trabajo le exigía un gran esfuerzo, y casi todo su tiempo; ésta era la tercera noche seguida que trabajaba hasta tarde. Ya ni siquiera recordaba cuándo había sido la última vez que se había sentado a leer un libro de un tirón, o que había recibido amigos en su casa. Quizá Kyle tenía razón al preocuparse por él, aunque sólo en el aspecto personal, no laboral. Tal vez debía tomarse unas vacaciones, y dejar a su subjefe al frente de la organización. Dios sabía que, tarde o temprano, tendría que hacerlo. Y él se había prometido a sí mismo que se tomaría un descanso tan pronto como hubiera introducido al joven Harry Keogh en el grupo.

Keogh… Gormley había pensado mucho en él, y en las múltiples maneras en que podía ser aprovechado su talento. Claro que por ahora eso no era más que un proyecto, pero de todos modos fascinante. En el momento en que Gormley comenzaba a darle vueltas en su cabeza a todo aquello, el tren llegó a St. James y sir Keenan sólo tuvo ojos para un par de piernas increíbles en minifalda que pasaron directamente frente a sus ojos y descendieron a la estación del metro. ¡Era un milagro que tan encantadora criatura no se muriera de frío, pensó, y eso sí que sería una pérdida!

Gormley se rió de sí mismo y de sus pensamientos. Su mujer, bendita sea, siempre se quejaba de eso, de que los ojos se le iban detrás de las chicas. Bueno, puede que su corazón no estuviera del todo bien, pero el resto de su cuerpo funcionaba a la perfección. ¡Y si tuviera treinta años menos, no se habría contentado sólo con mirar a aquella jovencita!

Tosió, volvió a concentrarse en el periódico e intentó ponerse al día con las noticias del mundo. A la mitad de la segunda columna, sin embargo, comenzó a perder todo interés. Aquello, comparado con su trabajo, era realmente aburrido. El suyo era un mundo de videntes, telépatas, y ahora, un necroscopio. De nuevo estaba pensando en Harry Keogh.

Gormley y Kyle solían practicar un juego de asociación de palabras. A veces, esto servía para que Kyle desarrollara sus videncias, le abría una ventana hacia el futuro. El talento del subjefe, por lo general, operaba con independencia de sus pensamientos conscientes; habitualmente «soñaba» sus predicciones. Si intentaba hacerlas de forma consciente, no obtenía ningún resultado. Pero si uno lo cogía desprevenido…

Habían jugado pocos días antes. Gormley estaba pensando en Keogh y había entrado en el despacho de Kyle. Cuando vio que ti PES estaba sentado allí, sonrió y dijo:

—¿Jugamos?

—Adelante —dijo Kyle, que lo había entendido de inmediato.

—Es un nombre —le advirtió Gormley, y Kyle asintió con la cabeza.

—Estoy preparado —respondió, y se irguió en su silla.

Gormley dio unos pasos por el despacho, luego se volvió, miró al otro y dijo:

—Harry Keogh.

—Mobius —respondió Kyle de inmediato.

—¿Matemáticas? —Gormley arrugó la frente.

—¡Espacio-tiempo!

Kyle se puso muy pálido, en su cara apareció una expresión de temor y Gormley se dio cuenta de que el vidente había encontrado algo. Le dijo una última palabra:

—¡Necroscopio!

—¡Nigromante! —respondió Kyle de inmediato.

—¿Cómo? ¿Nigromante? —repitió Gormley, pero Kyle aún no había terminado.

—¡Vampiro! —gritó luego, y comenzó a ponerse de pie; después, tembloroso, sacudiendo la cabeza, dijo—: Ya… ya es suficiente, señor. Lo que he visto, fuera lo que fuese, ha desaparecido.

Y eso había sido todo.

Gormley volvió al presente. Miró a su alrededor y vio que ya habían pasado la estación Victoria y que el tren estaba casi vacío. Ya se hallaban a medio camino de Sloane Square. Y entonces sintió que lo invadía una extraña depresión. Tenía la sensación de que algo estaba mal, pero no hubiera podido decir qué era. Tal vez fuera simplemente que el tren estaba vacío, lo que a esa hora era bastante extraño, y que echaba de menos el bullicio de la vida, y el contacto con otros seres humanos. Pero Gormley no creía que ésa fuera la explicación. Más tarde, cuando el tren llegó a la estación, supo que todo se debía a sus poderes de percepción extrasensorial, que se habían puesto en acción.

Las puertas se abrieron y una pareja de mediana edad descendió del tren, pero antes de que volvieran a cerrarse subieron dos hombres, y su aura de PES descendió sobre Gormley como una ola de agua helada. Sí, y ahora podía unir dos rostros a sus sensaciones de los días pasados.

Dragosani y Batu se sentaron frente a su presa y la miraron fríamente, sin expresión alguna en sus rostros. Gormley pensó que eran una pareja muy extraña y, al menos en apariencia, escasamente compatibles. El individuo más alto se inclinó hacia adelante, y a Gormley sus ojos hundidos le recordaron a Harry Keogh. Sí, en cierto sentido eran como los ojos de Keogh; probablemente se parecían en el color de la inteligencia. Y eso era algo especialmente extraño, porque uno tenía la impresión de que los ojos de una cara como la de ese hombre tenían que ser salvajes, e incluso de color rojo, y que la inteligencia que se advertía en ellos era más propia de una bestia que de un ser humano.

—Sir Keenan, usted sabe lo que somos —dijo el extranjero con una voz tan profunda como oscura, y sin intentar disimular su acento ruso—, aunque no conozca nuestra identidad. Y nosotros sabemos qué y quién es usted. Por consiguiente, sería una tontería que nos quedáramos aquí sentados, fingiendo no saber nada los unos de los otros. ¿No está de acuerdo?

—Su lógica es aplastante —asintió Gormley, y se imaginó que la sangre comenzaba a enfriársele en las venas.

—Entonces, continuemos siendo razonables —dijo Dragosani—. Si lo quisiéramos muerto, ya lo estaría. No nos han faltado las oportunidades, y usted lo sabe. Así pues, cuando bajemos del tren en South Kensington, no intente correr, no haga escándalo ni intente llamar la atención. Si lo hace, nos veremos obligados a matarlo, y eso sería una desgracia que no beneficiaría a nadie. ¿Lo ha comprendido bien? ¿Está de acuerdo?

Gormley, que se esforzó por permanecer en calma, alzó una ceja y dijo:

—Usted está muy seguro de sí mismo, señor…

—Dragosani —respondió el otro—. Boris Dragosani. Sí, estoy muy seguro de mí mismo. Y lo mismo le sucede a mi amigo aquí presente, Max Batu.

—Déjeme terminar. Iba a decir, considerando que es un extranjero —continuó Gormley—. Tengo la impresión de que me van a secuestrar. Pero ¿está seguro de que conoce bien mis costumbres, de que no se le ha pasado nada por alto? ¿Algo que su lógica no ha tenido en cuenta?

Gormley, nervioso, cogió un mechero del bolsillo de la chaqueta, lo puso sobre sus rodillas y se palpó los bolsillos como si buscara un paquete de cigarrillos, hasta que finalmente hizo un gesto como si fuera a meter la mano en el bolsillo interior del abrigo.

—¡No! —le advirtió Dragosani, que con movimientos muy veloces sacó su revólver, provisto de silenciador, y apuntó directamente a la cara de Gormley—. No, no se nos ha pasado nada por alto. ¿Puede ocuparse de esto, Max?

Batu se levantó y fue a sentarse junto a Gormley, cogió la mano que éste tenía metida dentro del abrigo, le obligó con suavidad a sacarla y luego cogió la Browning que sir Keenan sostenía con dedos temblorosos. La pistola tenía puesto el seguro. Batu vació el cargador, se guardó los proyectiles y le devolvió la automática a Gormley.

—Nada, absolutamente nada —continuó Dragosani—. Pero quiero advertirle que éste ha sido el último error que le permitiremos cometer.

Dragosani guardó el revólver y entrecruzó sus delgados dedos sobre el regazo; su postura era muy poco natural. Gormley pensó que el hombre tenía un aspecto retorcido, felino casi, y bastante afeminado. El inglés no sabía qué pensar de él.

—Un solo gesto heroico más —continuó Dragosani—, y su muerte será inmediata.

Gormley sabía que no estaba mintiendo; guardó cuidadosamente la automática en su cartuchera, y dijo:

—¿Qué quieren de mí?

—Queremos hablar con usted —respondió Dragosani—. Yo quiero… quiero hacerle algunas preguntas.

—Otros ya me han interrogado antes —respondió Gormley con una sonrisa forzada—. Supongo que serán preguntas muy agudas.

Ahora le tocó sonreír a Dragosani, y fue algo realmente horrible. Gormley sintió repulsión física. La boca de aquel hombre se abría como la de un mastín, y sus dientes alargados brillaban, blancos y afilados.

—No, sir Keenan, no habrá luces que lo cieguen ante sus ojos, si es eso lo que quiere decir —dijo Dragosani—. Tampoco drogas, tenazas para arrancarle las uñas o una manguera para llenarle el vientre de agua. No, nada de eso. Pero usted me dirá todo lo que yo quiero saber, puede estar seguro.

El tren estaba llegando a la estación South Kensington, y comenzó a aminorar la marcha. A Gormley el corazón le dio un salto en el pecho. ¡Tan cerca de casa, y sin embargo tan lejos! Dragosani tenía un abrigo liviano doblado sobre el brazo. Dejó que la punta de su arma asomara por un instante entre los pliegues, y le recordó a su prisionero:

—Nada de heroísmos.

En el andén había un puñado de gente, jóvenes en su mayoría, y una pareja de vagabundos con una botella entre ambos. Aunque Gormley buscara ayuda, no le sería fácil encontrarla allí.

—Salga de la estación por el camino que toma todas las noches —le dijo Dragosani, a su lado.

El corazón de Gormley latía aceleradamente. Sir Keenan sabía que si iba con esos hombres, todo habría terminado para él. Tenía más experiencia en ese campo que los dos agentes extranjeros. Cuando Dragosani le había dicho su nombre y el de su compañero, era lo mismo que decir: «Pero no le servirá de nada saberlos, porque no tendrá tiempo de contárselos a nadie». Tenía que huir, pero ¿cómo hacerlo?

Salieron del metro por Pelham Street y luego fueron por Brompton Road hasta Queen's Gate.

—Yo cruzo aquí, en el semáforo —dijo Gormley, pero cuando llegaron a la zona de aparcamiento, en el centro, la mano de Dragosani apretó con más fuerza el brazo de su prisionero.

—Nuestro coche está aquí —dijo, y condujo a Gormley hacia la derecha, y a lo largo de una hilera de coches aparcados hasta llegar a un Ford igual a otros muchos.

Dragosani había comprado el coche de segunda mano (aunque sospechaba que era de décima) y al contado, sin que le pidieran papeles ni le hicieran preguntas. Sería utilizado solamente durante la estancia de él y de Batu en Inglaterra, y luego lo encontrarían incendiado en algún camino poco transitado. Pero fue entonces, cuando se acercaban al coche, que Gormley pensó que había llegado su oportunidad.

Un coche de la policía aparcó a menos de veinte metros, y un agente descendió y comenzó a inspeccionar las puertas de los coches aparcados. Gormley supuso que era una inspección de rutina, aunque en lo que a él le concernía, más parecía un milagro.

Dragosani sintió una repentina tensión en Gormley, y adivinó sus movimientos antes de que los hiciera. Batu, que había abierto las puertas trasera y delantera del lado donde estaban, comenzaba a darse la vuelta para mirarlos cuando su compañero le susurró:

—¡Ahora, Max!

Batu no estaba preparado, pero se agachó de inmediato en su posición de ataque y su rostro de luna llena sufrió una metamorfosis monstruosa. Dragosani, que tenía agarrado a Gormley, desvió la vista en el último momento. Gormley había abierto la boca para pedir ayuda, pero sólo emitió una especie de graznido. Vio la cara de Batu recortada contra la oscuridad, un ojo semejante a una ranura amarilla, el otro redondo, verde y latiendo como si estuviera lleno de un pus movedizo. Algo se deslizó desde el rostro de Batu hacia Gormley, rápido como el golpe de un cuchillo mental, y su filo localizó el espíritu de sir Keenan, su alma, y la partió en dos. No se oía más ruido que el de los escasos coches que pasaban por la calle, pero Gormley escuchó el cacofónico tañir de una gran campana rota que resonaba en su interior, y supo que se trataba de su corazón.

Éste debería haber sido el final de todo, pero no fue así. Gormley, arrojado hacia atrás por la conmoción provocada por el terrible poder de Batu, golpeó ruidosamente contra el costado de un coche aparcado detrás del Ford. El agente de policía se volvió para averiguar qué sucedía mientras su compañero bajaba del patrullero. Otro vehículo, un Porsche, frenó con estrépito, y sus faros iluminaron las tres figuras, recortándolas contra la oscuridad. Un segundo después un joven bajó del Porsche, y con rostro preocupado sostuvo a Gormley para que no cayera.

—¡Tío! —dijo mirando a los ojos desorbitados de Gormley, y su tez azulada—. ¡Dios mío, tiene que ser su corazón!

Los dos policías se dieron prisa para ver lo que pasaba.

Dragosani estaba poco menos que paralizado por el cambio en la situación. Todo comenzaba a complicarse. Hizo un esfuerzo para recuperar el dominio de sí mismo y le susurró a Max Batu:

—¡Deprisa! ¡Al coche! —Y luego se volvió hacia el recién llegado; los policías ya estaban junto a ellos, y ofrecían su ayuda.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó un agente.

Dragosani reaccionó rápidamente.

—Vi que este hombre se tambaleaba —dijo—, pensé que estaba borracho, pero de todos modos me ofrecí a ayudarlo, y le pregunté si podía hacer algo por él. Murmuró algo sobre su corazón… Iba a llevarlo a un hospital cuando llegó este caballero y…

—Soy Arthur Banks —intervino el aludido—. Éste es sir Keenan Gormley, mi tío. Iba a encontrarme con él en la estación cuando lo vi con estos dos hombres. Pero éste no es el momento ni el lugar para explicaciones. Mi tío sufre del corazón, y tenemos que llevarlo a un hospital. ¡Y de inmediato!

Los dos policías se pusieron en acción. Uno le dijo a Dragosani:

—¿Nos llamará más tarde, señor? Así podemos averiguar uno o dos detalles más. Gracias. —Después ayudó a Banks a subir a su tío al Porsche mientras el conductor del patrullero corría al coche y encendía la luz azul. Luego, cuando Banks arrancó y dio la media vuelta con el Porsche, el agente le gritó:

—¡Síganos, señor! ¡Estaremos en el hospital en un momento!

Un instante más tarde se sentó en el patrullero junto al conductor, y la sirena comenzó a sonar incesante. Dragosani, oscilando entre el estupor y la incredulidad, vio alejarse a los dos coches. Se quedó mirándolos hasta que desaparecieron de la vista y luego, lentamente, subió al Ford y, temblando de ira, se sentó junto a Batu. Un momento después Dragosani cerró la puerta con tal fuerza que por poco se queda con el tirador en la mano.

—¡Maldito sea! —gruñó—. ¡Malditos sean los británicos, sir Keenan Gormley, su sobrino y esos policías tan amables! ¡Maldito sea todo!

—Las cosas no van bien —estuvo de acuerdo Batu.

—¡Y maldito sea usted también! —dijo Dragosani—. ¡Usted y su maldito mal de ojo! ¡No ha matado a sir Gormley!

—Sé muy bien lo que hago —respondió con tranquilidad Batu—. Y lo he matado. Lo he percibido, fue como aplastar una cucaracha.

Dragosani puso el coche en marcha.

—¡Le digo que me ha mirado! Yo lo he visto. Y hablará…

—No —dijo Batu meneando la cabeza—. No tendrá fuerzas para hablar, camarada, Gormley es hombre muerto, le doy mi palabra. Es hombre muerto ahora mismo.

Y en el Porsche, Gormley balbució una sola palabra: «Dragosani», que no significaba nada para su horrorizado sobrino, y se derrumbó en el asiento. Un hilo de saliva le caía por la comisura de la boca.

Max Batu tenía razón: llegó muerto al hospital.

Al día siguiente, Harry Keogh llegó a la casa de Gormley, en South Kensington, aproximadamente a las tres de la tarde. Arthur Banks, entre tanto, había estado muy ocupado. Parecía que todo hubiera ocurrido hace un año, pero en realidad había sido sólo el día anterior que él y su esposa, la hija de Gormley, habían venido desde Chichester para una visita relámpago. Después del ataque al corazón sufrido por su tío, el mundo entero parecía haberse vuelto loco, espantosamente loco.

Primero había sido el mal trago de tener que llamar a su tía Jacqueline Gormley desde el hospital, para contarle lo sucedido; luego, ella había sufrido una crisis nerviosa y su hija había tenido que consolarla y cuidarla durante toda la noche, que su madre había pasado dando vueltas por la casa y buscando a su esposo. Esa mañana Jacqueline se había quedado en la casa hasta que trajeron a sir Keenan de la morgue del hospital. El empresario de pompas fúnebres había hecho un buen trabajo, pero aun así el rostro de Gormley aparecía crispado en un rictus horrible. Los preparativos para el funeral se hicieron deprisa, y atendiendo a la voluntad expresa de Gormley: lo cremarían al día siguiente, y hasta entonces, la capilla ardiente se montaría en su casa. Jackie, sin embargo, no podía quedarse allí, con el aspecto que tenía su marido. ¡Si no parecía sir Gormley! Así pues, la llevaron a casa de su hermano, en el otro extremo de Londres. También Banks tuvo que ocuparse de esto, y finalmente había llevado a su esposa hasta la estación de Waterloo, para que pudiera volver a Chichester con los niños. Ella estaría de vuelta para el funeral, y hasta ese momento él estaba solo en la casa, o mejor dicho, en compañía de su difunto tío. La tía Jackie le había hecho prometer que no dejaría solo a sir Keenan y, claro está, él no había podido negarse.

Pero cuando regresó a la casa después de acompañar a su esposa a coger el tren a Chichester…

Aquello había sido lo peor de todo. Había sido… algo insensato, vampírico, increíble. Y aunque ya habían pasado quince minutos, Banks todavía se sentía enfermo, tembloroso, atontado de horror, cuando Harry Keogh llamó a la puerta. Banks, tambaleándose, fue a abrirle.

—Soy Harry Keogh —dijo el joven que se hallaba en el umbral—. Sir Keenan Gormley me pidió que viniera a verlo…

—¡Ayúdeme! —susurró Banks, como si apenas tuviera aliento para hablar—. ¡Por Dios, ayúdeme!

Harry lo miró atónito y lo sostuvo para que no se desplomara.

—¿Qué pasa? Ésta es la casa de sir Keenan Gormley, ¿verdad?

El otro dijo que sí con la cabeza. Banks se estaba volviendo verde, y en cualquier momento vomitaría de nuevo.

—Pase. Él está en el salón. Pero no vaya allí. Tengo… tengo que llamar a la policía. ¡Alguien tiene que hacerlo!

Las rodillas de Banks comenzaron a doblarse y Harry pensó que iba a caerse. Antes de que esto sucediera lo empujó hacia atrás, hasta sentarlo en una silla en el vestíbulo. Luego se arrodilló junto a él y lo sacudió.

—¿Qué le ha sucedido a sir Keenan?

Harry lo supo antes de que Banks le respondiera.

Pronto morirá entre sufrimientos. Fue, por sobre todas las cosas, un patriota.

Banks miró a Harry.

—Usted… ¿Usted trabajaba para él?

—Iba a comenzar muy pronto.

Banks tuvo una arcada, se levantó de un salto y fue dando tumbos hasta una pequeña habitación a un costado del vestíbulo.

—Murió anoche —consiguió decir Banks—. De un ataque al corazón. Iban a incinerarlo mañana, pero ahora… —El hombre abrió la puerta de la habitación y un olor a vómito invadió el vestíbulo; la estancia era un gran lavabo, y era evidente que Banks ya lo había utilizado antes.

Harry volvió la cara y respiró una bocanada de aire puro antes de cerrar la puerta de entrada, que aún estaba abierta. Luego dejó a Banks, que continuaba sacudido por las arcadas, y se dirigió al salón. Y allí vio con sus propios ojos lo que tanto había perturbado a Banks.

Y lo que había sucedido con sir Keenan Gormley.

Según Banks, había muerto de un ataque al corazón. Un solo vistazo le bastó a Harry para saber que sí, que había sido un ataque aunque era mejor no pensar de qué clase. Luchó contra las náuseas que lo invadieron y volvió junto a Banks, que todavía estaba inclinado sobre el inodoro.

—Cuando pueda, llame a la policía —le dijo Harry—. Y también a la oficina de sir Keenan, si hay alguien de guardia. Estoy seguro de que querrán saber… esto que ha pasado. Yo me quedaré con usted, y con él, un rato.

—Gracias —balbució Banks sin alzar la cabeza—. Lamento que me vea en este estado, pero cuando he entrado y lo he hallado así…

—Lo comprendo —dijo Harry.

—Me pondré bien en un minuto. Ya estoy un poco mejor.

—De acuerdo.

Harry volvió a la otra habitación. Lo miró todo, comenzó a catalogar el horror, y luego se detuvo. Lo que hizo que se detuviera fue esto: una silla estilo Reina Ana, con patas como garras de animales, estaba tumbada en el suelo. Una de las patas de madera estaba rota justo debajo del asiento. Incrustado en el pie de madera se veía un diente, y otro, arrancado, estaba en el suelo. Habían abierto por la fuerza la boca del cadáver, y ahora parecía un agujero negro en el rostro contorsionado en una mueca inmóvil.

Harry se desplomó en una silla —ésta sin restos de nadie— y cerró los ojos, imaginándose el aspecto de la habitación antes del horror. Sir Keenan en su féretro de roble, con una mortaja negra; las velas aromáticas ardiendo en la cabecera y los pies. Y luego, mientras yacía solitario, la… la invasión.

Pero ¿por qué?

—¿Por qué, Keenan? —preguntó.

—¡No! ¡Váyase! —fue la inmediata respuesta, y era tal la fuerza del temor que expresaba, que Harry se echó hacia atrás en la silla—. ¡Dragosani, es usted un monstruo! ¡Tenga piedad, por el amor de Dios!

—¿Dragosani? —Harry intentó calmar a Gormley con un toque de sus dedos mentales—. Yo no soy Dragosani, Keenan. Soy Harry Keogh.

—¿Harry? ¿Harry Keogh? —y luego un suspiro de alivio—. ¡Gracias a Dios! ¿Gracias a Dios es usted, Harry…, y no él?

—¿Esto lo hizo Dragosani? —dijo Harry, rechinando los dientes—. Pero ¿por qué? ¿Está loco? Solamente alguien completamente loco podría…

—No —lo interrumpió Gormley con una categórica negación—. ¡Claro que está loco, sí, pero es astuto como un zorro! Y su talento es… ¡es algo horrible!

Y Keogh, de repente, creyó saber la respuesta a todo aquello.

—¡Dragosani vino aquí después de que usted murió! —dijo atónito—. ¡Es un necroscopio, como yo!

—No, de ningún modo —negó otra vez Gormley—. Él no es como usted, Harry. Yo estoy hablándole porque quiero. Todos nosotros hablamos con usted, porque nos proporciona paz, tibieza. Usted es nuestro contacto con lo que soñábamos en vida, y que ahora se ha desvanecido. Usted es nuestra oportunidad, nuestra última oportunidad, de que algo nuestro permanezca, e incluso sea transmitido a otros. Usted, Harry, es una luz en la oscuridad. Dragosani, en cambio…

—¿Cuál es su don?

—La nigromancia… ¡algo muy diferente de lo que usted posee!

Harry miró una vez más a su alrededor, pero el horror volvió a sobrecogerlo y cerró los ojos.

—¡Pero esto es obra de un monstruo necrófago!

—Sí, Dragosani es eso, y quizás algo peor. —Gormley se estremeció, y Harry sintió el estremecimiento de terror absoluto que sacudió el espíritu de su interlocutor—. Él… él no habla, Harry, ni siquiera hace preguntas. Simplemente extiende las manos y coge, roba. No se puede ocultar nada; Dragosani encuentra las respuestas en nuestra sangre, en nuestras entrañas, en la médula. Los muertos no sienten dolor, Harry, o al menos así debería ser. Pero eso también es parte de su talento. Cuando Boris Dragosani trabaja, nos hace sentir dolor. Yo sentí los cuchillos, sus manos, sus uñas que me desgarraban. Percibí cada cosa que él me hizo, ¡y todo fue terrible! Antes de que pasara un minuto se lo hubiera contado todo, pero él no trabaja así, no es ése su arte. ¿Cómo podría estar seguro de que yo diría la verdad? Pero de esta manera él sabe con certeza que es la verdad. Está escrita en la piel y en los músculos, en ligamentos, tendones y glóbulos. Él puede leerla en los fluidos cerebrales, en las mucosidades del ojo y el oído, en la textura de los tejidos muertos.

Harry mantuvo los ojos cerrados, e hizo un gesto de negación con la cabeza. Se sentía enfermo, mareado y totalmente desorientado, como si todo esto le estuviera sucediendo a otra persona. Por fin dijo:

—Esto no puede, no debe volver a suceder. Hay que impedir que Dragosani siga con esto. Hay que acabar con él. ¡Yo tengo que acabar con él, pero no puedo hacerlo solo!

—Sí, Harry, hay que impedir que siga operando. Y más ahora que lo sabe todo. Se apoderó de mis secretos; conoce nuestros puntos fuertes y nuestras debilidades. Y todo eso es información que él puede utilizar. Él y su jefe, Gregor Borowitz. Y es posible que usted sea el único que pueda impedir que siga actuando.

Harry oyó a Banks en el teléfono del vestíbulo. Quedaba poco tiempo y Gormley tenía que decirle muchas cosas.

—Escuche, Keenan. Tenemos que darnos prisa. Me quedaré un rato más con usted, y luego me iré a un hotel. Pero si ahora me quedo aquí, la policía querrá hablar conmigo. De todos modos, iré a buscar un hotel y podremos hablar hasta… —se dio cuenta de lo que había estado a punto de decir y se tragó las palabras no dichas, pero pensadas.

—Hasta que yo sea incinerado, sí —dijo Gormley, y Harry se lo imaginó haciendo un gesto de comprensión—. Tendría que haber sido pronto, pero ahora probablemente lo postergarán.

—Me comunicaré con usted —dijo Harry—. Todavía tengo que enterarme de muchas cosas. Sobre nuestra organización, sobre la de ellos, y sobre lo que debo hacer para encontrarlos. Muchas cosas.

—¿Conoce a Batu? —El miedo de Gormley fue de nuevo evidente—. Es el pequeño mongol, Harry, ¿sabe algo de él?

—Sé que es uno de ellos, pero…

—Es un aojador, ¡puede matar con una mirada! Él me produjo el ataque al corazón. Max Batu me mató, Harry. Su rostro y su ojo maligno generan un veneno mental. Su poder corroe como el ácido, derrite el cerebro y el corazón. Él me asesinó…

—Entonces, también tendré que ajustar cuentas con él —respondió Harry con el tono de voz de alguien que ya ha tomado una decisión.

—Pero sea prudente, Harry.

—Lo seré.

—Creo que todas las respuesta están en usted mismo, muchacho, y Dios sabe cuánto le rezo para que las encuentre. Pero quiero advertirle algo: cuando Dragosani estaba… ocupándose de mí, percibí algo más en él, algo que no era su necromancia. Harry, en ese hombre hay un demonio más viejo que el mundo, y mientras él esté en la tierra, nadie está a salvo. Ni siquiera las personas que creen que pueden dominarlo.

—Estaré alerta —respondió Harry—. Y encontraré las respuestas, Keenan; con su ayuda las encontraré todas. Con la ayuda que usted me dará mientras siga en esta casa.

—He pensado en eso, Harry —dijo el otro—. Y, ¿sabe usted?, no creo que la incineración sea el final. Quiero decir, esto no soy yo. Lo que usted ve era yo, pero también lo era un niño nacido en Sudáfrica, y el joven que se alistó en el ejército británico cuando tenía diecisiete años, y el director de la Organización E británica durante trece años. Ahora, todos ellos se han ido, y después de mi pira funeraria, también se habrá ido esta parte mía. Pero yo aún estaré aquí, en algún lugar.

—Así lo espero —dijo Harry, y luego abrió los ojos y se puso de pie, pero evitó mirar a su alrededor.

—Vaya a buscar un hotel, entonces —dijo Gormley—, y vuelva a visitarme tan pronto como pueda. Cuanto antes empecemos, mejor. Y después… quiero decir, cuando todo esto llegue a su fin, si es que alguna vez llega…

—¿Sí?

—Bueno, sería agradable que viniera de vez en cuando a hablar conmigo. Si no me equivoco, es la única persona que puede hacerlo. Y usted sabe que siempre será bienvenido.

Una hora más tarde, Harry se encerró en su habitación, en un hotel barato, y se comunicó otra vez con Gormley. Y le fue muy fácil hacerlo, como sucedía siempre cuando ya había estado en contacto con alguien. El antiguo director de la Organización E lo estaba esperando, y ya tenía organizada la información que debía pasarle en un orden de prioridades. Comenzaron con la propia Organización E —una detallada descripción de su funcionamiento y de las personas que trabajaban en ella— y siguieron por las razones por las cuales era mejor que Harry no hablara todavía con el subdirector de la organización, ni intentara entrar en ella.

—Sería una innecesaria pérdida de tiempo —explicó Gormley—. Oh, claro está que habría algunos beneficios. Por empezar, usted tendría dinero para cubrir todos los gastos necesarios, pero al mismo tiempo ellos querrían examinarlo con minucia. Y, claro está, estarán ansiosos por probar su talento. Sobre todo ahora que yo he muerto, y cuando salga a relucir lo que han hecho con mi cadáver…

—¿Cree que sospecharían de mí?

—¿De un necroscopio? ¡Por supuesto! Yo tengo un expediente con sus datos, pero está incompleto, y en verdad yo soy el único que podría haber respondido por usted. Así que ya lo ve, cuando nuestra organización le hubiera dado por fin el visto bueno, los otros ya le llevarían una gran ventaja. El tiempo es fundamental, Harry, y no debemos perderlo. De modo que le propongo lo siguiente: no intente, por el momento, unirse a la Organización E, y trabaje por cuenta propia. Después de todo, los únicos que saben algo de usted son Dragosani y Batu. El problema es que Dragosani lo sabe todo sobre usted porque obtuvo la información de mí. Lo que debemos preguntarnos es: ¿por qué Borowitz envió a esos dos a Inglaterra? ¿Y por qué precisamente ahora? ¿Qué está preparando? ¿O sólo está estirando un poco sus tentáculos? Borowitz ha tenido antes agentes en este país, pero no eran más que buscadores de información. Eran enemigos, y nos espiaban, pero no eran asesinos. Así pues, ¿qué ha sucedido para que Borowitz haya decidido pasar de la guerra fría a la caliente?

Harry le habló de Shukshin, y le dijo lo que pensaba de todo aquello.

Cuando Gormley respondió, sus pensamientos eran considerablemente irónicos.

—De modo que, al fin y al cabo, trabaja para nosotros desde hace tiempo. ¡Qué pena que yo no me enterara de todo esto cuando fui a verlo! Podríamos haber hecho el trabajo mucho más rápido. Harry, puede que Shukshin fuera muy importante para usted, pero no era de ninguna manera un pez gordo. Y tal vez hasta habríamos podido utilizarlo.

—Yo lo quería para mí —dijo Harry, con violencia contenida—. ¡Lo quería fuera de la circulación para siempre! De todas formas, no sabía que hubiera una relación entre él y los PES rusos. Lo descubrí después de matarlo. Pero lo hecho, hecho está, y ahora debemos seguir adelante. De modo que usted quiere que trabaje por mi cuenta. Pero hay un problema: no sé nada acerca del trabajo de un agente. Sólo sé qué quiero hacer: tengo que matar a Dragosani, a Batu y a Borowitz. Ésas son mis prioridades, pero ni siquiera sé cómo empezar.

Gormley parecía comprender el problema.

—Ésa es la diferencia entre el espionaje convencional, y el que se realiza mediante percepción extrasensorial, PES. Todos conocemos los trucos y artilugios del primero, la necesidad de clandestinidad, las trampas que es necesario hacer. Pero ninguno de nosotros sabe mucho acerca del segundo. Uno hace lo que su talento le sugiere, y hay que encontrar la mejor manera de utilizarlo. Eso es todo lo que podemos hacer. Para algunos de nosotros es fácil; nuestro talento es reducido, y no podemos pasar ciertos límites muy claros. Yo soy uno de ésos. Puedo descubrir a un PES a un kilómetro de distancia, pero ahí acaba todo. En su caso, sin embargo…

Harry comenzaba a sentirse frustrado. El trabajo que debía realizar parecía inmenso, imposible. Él no era más que un hombre, con una sola mente, y un talento que apenas comenzaba a madurar. ¿Qué podría hacer?

Gormley percibió de inmediato su estado de ánimo.

—Harry, no me ha escuchado. Le he dicho que tiene que descubrir la mejor manera de utilizar su talento. Hasta ahora no lo ha hecho. Seamos francos, ¿cuáles son sus logros?

—¡He hablado con los muertos! —replicó bruscamente Harry—. Eso es lo que yo hago, soy un necroscopio.

Gormley era muy paciente.

—Harry, usted no ha hecho más que arañar la superficie. Ha escrito los cuentos que un muerto no pudo terminar. Ha utilizado las fórmulas que un matemático no pudo desarrollar en vida. Los muertos le han enseñado a conducir, a hablar ruso y alemán. Han hecho que nadara mejor, que fuera un luchador competente, y una o dos cosas más. Pero usted, personalmente, ¿qué valor le adjudica a todo eso?

—¡Ninguno! —respondió Harry tras pensarlo un instante.

—Muy bien, ningún valor. Porque usted se ha equivocado al elegir a sus interlocutores. Ha dejado que su talento lo guiara, en lugar de guiarlo usted. Sé que los ejemplos que voy a darle no son muy buenos, pero usted es como un hipnotizador que sólo puede hipnotizarse a sí mismo, o un vidente que predice su propia muerte para el día siguiente. Usted tiene un talento absolutamente original, pero no intenta nada nuevo. El problema radica en que es un autodidacta. Así pues, en cierto sentido usted es un ignorante, como un salvaje en un banquete, hartándose de comida pero sin saborearla. Y que no puede reconocer las cosas buenas a causa de sus condimentos. Si no me equivoco, usted tuvo la respuesta al alcance de sus manos cuando era un niño, pero su mente no consiguió ver todas las posibilidades. De todas formas, ahora es un hombre, y las posibilidades deberían hacerse evidentes. ¡No para mí, sino para usted! Se trata de su talento, y debe aprender a utilizarlo plenamente. Eso es todo…

Harry se dio cuenta de que lo que Gormley decía tenía sentido.

—Sí, pero ¿por dónde comienzo? —preguntó desesperado.

—Tengo algo que quizá le dé una pista —dijo Gormley, con cautela para no parecer demasiado optimista—. Es el resultado de un juego que solíamos jugar con Alec Kyle, el subdirector de la organización. No lo mencioné antes porque tal vez no sirva para nada, pero si llegara a ser un punto de partida…

—Siga —lo apremió Harry.

Y Gormley dibujó mentalmente esta figura:

—¿Qué diablos es eso? —Harry no parecía muy contento.

—Es una banda de Mobius —explicó Gormley—. Recibe el nombre de su inventor, un matemático alemán llamado August Ferdinand Mobius. Coja una cinta delgada de papel, tuérzala una media vuelta y una los extremos. Una superficie de dos dimensiones se vuelve unidimensional. Me han dicho que de aquí se pueden inferir muchas cosas, aunque yo no lo sé porque no soy matemático.

Harry aún estaba desconcertado, pero no por el principio sino por su posible aplicación.

—¿Y se supone que esto tiene algo que ver conmigo?

—Con su futuro, probablemente con su futuro inmediato. —Gormley se mostraba impreciso deliberadamente—. Le he dicho que tal vez no le sirviera de nada. De todas formas, le contaré lo que sucedió.

Gormley le explicó el juego de asociación de palabras que practicaban él y Kyle.

—De modo que yo comencé con su nombre, «Harry Keogh», y Kyle respondió «Mobius». Yo entonces dije: «¿Matemáticas?», y él respondió: «Espacio-tiempo».

—¿Espacio-tiempo? —Harry sintió que su interés se despertaba—. Eso sí que tiene mucho que ver con la banda de Mobius. Me parece que esa banda sólo es el diagrama de un espacio alabeado, y espacio y tiempo están inextricablemente unidos.

—¿Sí? —dijo Gormley, y Harry pudo ver mentalmente su expresión de sorpresa—. ¿Ése es un pensamiento original, Harry, o ha contado con ayuda… del exterior?

La pregunta le dio a Harry una idea.

—Espere un poco; no conozco a su Mobius, pero sí a otro matemático.

Harry se puso en contacto con James Gordon Hannant en el cementerio de Harden y le mostró la banda.

—Lo siento, Harry, no puedo ayudarle —dijo Hannant—. Mis investigaciones han tomado una dirección muy diferente. Nunca me interesaron las curvas. Eso quiere decir que mis matemáticas eran, son, muy prácticas. Pero usted ya lo sabe, claro. Todo lo que pueda ser resuelto sobre el papel, probablemente yo puedo hacerlo. Soy más visual, si usted quiere, que Mobius. Gran parte de su material estaba en la mente, era abstracto, teórico. Ahora, que si él y Einstein hubieran podido reunirse, ¡entonces sí que habría ocurrido algo grande!

—¡Pero tengo que averiguar de qué va esto! —exclamó desesperado Harry—. ¿No puede sugerirme nada?

Hannant percibió la urgencia de Harry, y con su estilo poco emotivo, calculador, le respondió:

—Harry, la solución a su problema es evidente. ¿Por qué no consulta al propio Mobius? Después de todo, usted es el único que puede hacerlo…

Harry, repentinamente entusiasmado, regresó junto a Gormley.

—Bien —le dijo—. Al menos, ahora sé por donde comenzar. ¿Y qué otra cosa apareció en su juego con Kyle?

—Después de que él me respondiera «espacio-tiempo» probé con «necroscopio», y él inmediatamente contestó «nigromante».

Harry permaneció un instante en silencio, y luego dijo:

—Parece que estaba leyendo mi futuro junto con el suyo, Keenan.

—Supongo que sí —respondió Gormley—. Pero entonces dijo algo que me tiene intrigado desde ese momento. Quiero decir, si suponemos que todo lo dicho está relacionado de algún modo, ¿qué diablos tiene que ver con todo eso la palabra «vampiro»?

Harry sintió un escalofrío, y tras unos segundos, dijo:

—Keenan, ¿podemos dejarlo aquí? Volveré con usted tan pronto pueda, pero ahora tengo que hacer una o dos cosas. Quiero llamar a mi esposa y buscar una biblioteca para consultar algunas cosas. Y quiero ir a ver a Mobius, de modo que probablemente sacaré un billete de avión para Alemania ¡Y estoy hambriento! Además, quiero reflexionar un poco… solo, quiero decir.

—Lo comprendo, Harry, y estaré esperándolo cuando quiera empezar de nuevo. Pero atienda primero a sus necesidades que, claro está, son mucho mayores que las mías. Vaya pues con los vivos, hijo, que los muertos tenemos mucho tiempo.

—Además, quiero hablar con otra persona, pero por ahora ése será mi secreto.

Gormley se sintió de repente inquieto por Harry.

—No cometa ninguna imprudencia, Harry. Quiero decir que…

—Usted ha dicho que yo debía hacer las cosas solo, a mi manera —le recordó Harry.

El joven sintió el gesto de asentimiento de Gormley.

—Tiene razón, hijo. Confiemos en que hará las cosas bien, eso es todo.

Y Harry sólo podía estar de acuerdo con esta expresión de deseos.

A última hora de la tarde, en la embajada rusa, Dragosani y Batu habían terminado de hacer las maletas y se alegraban de antemano pensando que a la mañana siguiente volarían a Rusia. Dragosani aún no había comenzado a escribir su informe; éste no era el lugar más adecuado para ese tipo de tarea. ¡Hubiera sido como escribirle una carta directamente a Yuri Andrópov!

Los dos agentes rusos tenían habitaciones intercomunicadas, y un solo teléfono para ambos, que estaba en la que ocupaba Batu. El nigromante acababa de tenderse en la cama, y estaba absorto en sus extraños, oscuros pensamientos cuando oyó el teléfono en la habitación de Batu. Un instante después el pequeño mongol llamó a la puerta que comunicaba ambas habitaciones.

—Es para usted —dijo—. La centralita. Dicen algo de una llamada del exterior.

Dragosani se puso de pie y se dirigió a la habitación de Batu. Éste, sentado en su cama, sonrió.

—¡Vaya, camarada! ¿De modo que tiene amigos en Londres? Parece que alguien lo conoce.

Dragosani lo miró, iracundo, y le arrancó el teléfono de las manos.

—¿Centralita? Habla Dragosani. ¿Qué sucede?

—Camarada, hay una llamada para usted —fue la respuesta, dicha por una voz de mujer nasal e inexpresiva.

—No puede ser. Usted debe de haberse equivocado. Nadie me conoce en esta ciudad.

—Dice que usted querrá hablar con él —dijo la telefonista—. Se llama Harry Keogh.

—¿Keogh? ¡Ah, sí! Sí, lo conozco, déme con él.

—Muy bien. Recuerde, camarada, que los teléfonos no son seguros.

Se oyó un «clic», después un zumbido, y por fin una voz joven, pero extrañamente dura.

—Dragosani, ¿es usted? —Aquella voz no correspondía al rostro demacrado e inexpresivo que lo había mirado desde la orilla del río helado en Escocia.

—Sí, soy Dragosani. ¿Qué quiere, Harry Keogh?

—Lo quiero a usted, nigromante —respondió la fría y dura voz—. Lo quiero a usted, y lo tendré.

Los labios de Dragosani dejaron al descubierto sus dientes en un silencioso rugido. Su interlocutor era listo, atrevido, impetuoso…, peligroso, en suma.

—No sé quién es usted —masculló Dragosani—, pero evidentemente está loco. Hable claro, o cuelgue el teléfono y déjeme en paz.

—La explicación es muy simple, «camarada». —La voz se había endurecido aún más—. Sé lo que le hizo a sir Keenan. Era mi amigo. Y será ojo por ojo, Dragosani, y diente por diente. Yo hago así las cosas, y usted lo ha visto. De modo que puede considerarse hombre muerto.

—¿Sí? —rió Dragosani, sarcástico—. Así que hombre muerto. Y usted le resulta muy simpático a los muertos, ¿verdad, Harry?

—Lo que usted vio en casa de Shukshin no era nada, «camarada» —dijo la voz helada—. No sabe de la misa la mitad. Ni siquiera Gormley lo sabía todo.

—¡Fanfarronea, Harry! —respondió Dragosani—. He visto lo que puede hacer, y no me da miedo. La muerte es mi amiga. Ella me lo dice todo.

—Me alegro —dijo la voz—, porque muy pronto estará hablando con ella, pero frente a frente. De modo que usted sabe lo que yo puedo hacer, ¿no? Bien, pues entreténgase pensando que la próxima vez se lo haré a usted.

—¿Me desafía, Harry? —La voz de Dragosani era peligrosamente baja, cargada de amenaza.

—Sí, es un desafío, y el ganador se lo lleva todo.

La sangre valaca de Dragosani se encendió.

—Pero ¿dónde? Yo estoy fuera de su alcance. Y mañana habrá medio mundo entre nosotros.

—Sí, ya sé que se escapa —dijo Harry con desprecio—. Pero lo encontraré, y pronto. A usted, a Batu y a Borowitz.

Los labios de Dragosani volvieron a contraerse en una mueca feroz.

—Quizá deberíamos vernos, Harry. Pero ¿dónde? ¿Y cuándo?

—Lo sabrá cuando llegue la hora —dijo la voz—. Y debo advertirle algo más: para usted será aún peor que para Gormley.

De repente, el hielo de la voz de Keogh pareció llenar las venas de Dragosani. Se estremeció, hizo un esfuerzo por dominarse, y dijo:

—Muy bien, Keogh. Estaré esperándolo, donde quiera y cuando quiera.

—Y el ganador se lo lleva todo —volvió a decir la voz.

Se oyó después un débil «clic», y luego el sonido de la línea vacía. Dragosani se quedó mirando el teléfono durante un momento, y luego colgó de un golpe.

—¡Lo haré! —dijo con tono áspero—. ¡Puede estar seguro, Harry Keogh, de que me lo llevaré todo!