Capítulo doce

Era mediados de diciembre de 1976. Tras uno de los veranos más largos y cálidos de que se tenía memoria, la naturaleza estaba intentando igualar el marcador, y el invierno prometía ser muy severo.

Boris Dragosani y Max Batu iban a Inglaterra desde un lugar mucho más frío, pero el clima, para ellos, no era un factor a tener en cuenta en sus planes. Si acaso, les sentaba bien: hacía juego con la frialdad de sus corazones, con las heladas características de su misión. Que no era nada más ni nada menos que un asesinato.

Dragosani había tenido malos pensamientos durante todo el vuelo, que los rígidos asientos de Aeroflot no hacían demasiado cómodo. Algunas de las ideas que cruzaron por la mente de Dragosani estaban llenas de ira, otras de miedo o al menos de temor, pero todas eran igualmente enfermizas, malsanas. Los pensamientos iracundos concernían a Gregor Borowitz, en primer lugar por haberlo enviado en esta misión; y el miedo aparecía en su mente cuando recordaba a Thibor Ferenczy, la criatura enterrada.

Dragosani, adormecido por el envolvente ruido de los motores y el continuo zumbido de los acondicionadores de aire, se reclinó en su asiento y repasó en su mente los detalles de su última visita a las colinas cruciformes…

Pensó en la historia de Thibor: en la naturaleza simbiótica del verdadero vampiro, y recordó su propia agonía, la huida llena de dolor antes de que un piadoso olvido descendiera sobre él cuando bajaba por la ladera. Allí precisamente había despertado al recuperar el conocimiento al amanecer; echado bajo los árboles, al borde del cortafuegos. Y una vez más había abreviado la visita a su tierra natal y había regresado directamente a Moscú, donde se había puesto en manos del mejor médico que pudo hallar. Había sido una completa pérdida de tiempo, pues su salud, al parecer, era excelente.

Las radiografías no revelaron nada inquietante; los análisis de sangre y de orina eran un ciento por ciento normales; la tensión sanguínea, el pulso y la respiración eran perfectos. ¿Había sufrido alguna vez de migrañas o de asma? No. Entonces probablemente había sido la altura. ¿Había tenido alguna molestia en los senos frontales? No. ¿Quizás había estado trabajando excesivamente? No, en absoluto. ¿Tenía alguna idea sobre cuál podía ser la causa del problema? No, no se le ocurría nada.

Sí, pero no podía soportar pensar en eso, y no podía hablar del asunto bajo ninguna circunstancia.

El médico le había recetado un analgésico, por si los dolores volvían a aparecer, y eso había sido todo. Dragosani debería haberse dado por satisfecho, pero no lo estaba. Ni mucho menos…

Había intentado comunicarse con Thibor a distancia. Tal vez el viejo demonio conocía la respuesta; incluso una de sus mentiras podría ponerlo sobre la pista, pero no logró nada. Si Thibor lo oía, había decidido no responder.

Dragosani escudriñó por enésima vez los acontecimientos anteriores al terrible dolor, su huida, el desvanecimiento. Algo había caído desde arriba sobre su cuello. ¿Lluvia? No, la noche había sido muy seca. ¿Una hoja, acaso un trocito de corteza? No, porque había sentido algo húmedo. ¿El excremento de un pájaro, entonces? No, porque cuando se pasó la mano por el cuello la retiró limpia.

Algo había caído sobre la parte superior de su columna vertebral, y unos instantes más tarde había sentido que le retorcían y estrujaban la columna y el cerebro. Algo desconocido, pero… ¿qué? Dragosani sospechaba que lo sabía, pero no osaba pensar en eso. Claro está que había invadido sus sueños, y le había proporcionado largas noches de pesadillas, sueños que se repetían y que luego, durante el día, no podía recordar, aunque sabía que habían sido terribles.

El asunto se había convertido en una obsesión, y en muchas ocasiones no podía pensar en otra cosa. Su obsesión no sólo se refería a lo que había sucedido, sino también a lo que el vampiro le estaba diciendo cuando sucedió. Y también a ciertos cambios que había notado en sí mismo desde que ocurrió aquello.

Cambios fisiológicos inexplicables. Y si había una explicación, Dragosani todavía no estaba preparado para aceptarla.

—Dragosani, muchacho —le había dicho Borowitz hacía menos de una semana—, está envejeciendo antes de tiempo. ¿Es que lo hago trabajar demasiado, o tal vez demasiado poco? Sí, es probable que sea lo segundo: no lo mantengo a usted lo bastante ocupado. ¿Cuándo ensangrentó por última vez sus delicados dedos? Hace un mes, ¿verdad? Sí, con ese agente doble francés. ¡Pero mírese, hombre! ¡Se está quedando calvo, y se le están poniendo las encías como las de un viejo! Y esa palidez, y esas mejillas descarnadas. Si parece anémico… Puede que la excursión a Inglaterra le siente bien…

Borowitz intentaba irritarlo para que se sublevara. Dragosani lo sabía, pero en esta ocasión no se atrevió a morder el anzuelo. Sólo conseguiría llamar más la atención, y eso era lo que menos deseaba. Además, Borowitz estaba más en lo cierto de lo que él mismo suponía.

Daba la impresión de que las entradas de su pelo se hacían más amplias, pero no era así. Dragosani tenía una pequeña mancha de nacimiento en el cuero cabelludo, cerca del nacimiento del pelo, y le servía para comprobar que no se estaba quedando calvo. La posición de la mancha con respecto a la línea de nacimiento del pelo no había cambiado en diez años; por consiguiente, su pelo no se estaba cayendo. El cambio se había producido en el cráneo, que parecía haberse alargado hacia atrás. Y lo mismo sucedía con sus encías; no era que se hubiesen encogido, como había sugerido Borowitz, sino que sus dientes habían crecido. Sobre todo los incisivos, tanto de la mandíbula superior como de la inferior.

En cuanto a la anemia, eso era ridículo. Estaba pálido, pero no débil; de hecho, se sentía más fuerte, más lleno de vitalidad que nunca. Al menos físicamente. Su palidez era probable que fuera consecuencia de su creciente fotofobia, porque en la actualidad no soportaba la luz diurna, e incluso al atardecer salía con gafas oscuras.

Físicamente estaba bien, sí, salvo por sus sueños, sus miedos innombrables, sus obsesiones…, por sus neurosis, en suma.

¡Estaba neurótico, eso era todo!

A Dragosani le disgustó reconocerlo, aunque sólo fuera ante sí mismo.

De una cosa estaba seguro: cualquiera fuese el resultado de su misión en Gran Bretaña, cuando terminara regresaría a Rumania. Allí había cosas que tenía que resolver. Thibor Ferenczy se había salido con la suya durante demasiado tiempo.

Junto a Dragosani, ocupando dos asientos y con el apoyabrazos intermedio levantado para que cupiera todo su volumen, Max Batu rió.

—Camarada Dragosani —susurró el regordete mongol—. Se supone que yo soy el que hago mal de ojo. ¿O quizás ha olvidado cuáles son nuestros papeles?

—¿Por qué dice eso? —preguntó Dragosani, que había dado un respingo en el asiento cuando Batu comenzó a hablar.

—Ignoro en qué pensaba, amigo mío, pero estoy seguro de que no augura nada bueno para alguien —explicó Batu—. ¡Su expresión era feroz!

—Ya —respondió Dragosani, tranquilizándose un poco—. Bueno, Max, mis pensamientos son cosa mía, y no le atañen en absoluto.

—Camarada, usted es un tipo frío —dijo Batu—. Los dos lo somos, creo, pero incluso a mí me hace estremecer. Su frío me penetra mientras estoy sentado aquí. —La sonrisa se desvaneció lentamente de su rostro—. ¿Lo he ofendido?

—Me molesta su charla —gruñó Dragosani.

—Puede que sea molesta —respondió el otro con un encogimiento de hombros—, pero debemos charlar. Se supone que usted me informará, atará todos los cabos que dejó sueltos Gregor Borowitz. Sería una buena idea que lo hiciera ahora. Aquí no nos oye nadie, ni siquiera la KGB ha sido capaz de instalar micrófonos en Aeroflot. Dentro de una hora llegaremos a Londres, y mantener una conversación como la nuestra en la embajada puede resultar difícil.

—Tiene razón —reconoció de mala gana Dragosani—. Muy bien, déjeme que le muestre todas las piezas juntas, así tendrá una visión de la totalidad.

»A Borowitz se le ocurrió la idea de la Organización E hace veinticinco años. En aquella época un grupo de científicos "marginales" comenzó a interesarse en la parapsicología, algo por entonces muy mal visto en la URSS. Borowitz, a pesar de su formación militar y de sus aspiraciones mundanas, ha estado siempre interesado en la percepción extrasensorial. La gente que posee talentos extraños lo atrajo siempre; de hecho, él mismo era un "observador", pero no se había dado cuenta. Cuando por fin advirtió que poseía este don peculiar, presentó su candidatura para la dirección de nuestra escuela de espionaje PES. En sus comienzos no era más que una escuela, sin aplicaciones prácticas sobre el terreno. La KGB no estaba interesada; la percepción extrasensorial era algo demasiado esotérico para ellos.

»De todas formas, como su período de servicio activo en el ejército llegaba a su fin, y tenía muy buenos enchufes —y no hablemos de su nada despreciable talento—, Borowitz consiguió el puesto.

»Pocos años más tarde, y en circunstancias muy peculiares, Borowitz encontró otro observador. Sucedió de esta manera: una joven telépata, una de las pocas mujeres del equipo del general, cuyo talento comenzaba a florecer, fue brutalmente asesinada. Acusaron de cometer el crimen a su novio, un tal Viktor Shukshin. La defensa argumentó que Shukshin creía que la chica estaba poseída por el demonio. El podía percibirlo en ella. A Borowitz, claro está, esto le pareció muy interesante. Realizó diversas pruebas con Shukshin, y descubrió que era un observador. Más que eso, el aura de las personas dotadas de percepción extrasensorial perturbaba a Shukshin, le hacía perder el control de sus actos y lo empujaba a cometer actos homicidas, por lo general dirigidos contra la persona dotada de estos poderes. Por una parte, Shukshin se sentía atraído por los PES, pero por otra, se veía arrastrado a destruirlos.

»Borowitz salvó a Shukshin de las minas de sal, de la misma manera que lo salvó a usted, Max, y lo tomó bajo su protección. El general pensó que podría curar a Shukshin de sus tendencias homicidas pero preservando su talento de observador. En el caso de Shukshin, sin embargo, los lavados de cerebro no resultaron. E incluso parecieron agravar el problema. Pero Gregor Borowitz odia el despilfarro y buscó la manera de utilizar las tendencias homicidas de Shukshin.

»En aquella época los americanos estaban muy interesados en la percepción extrasensorial como arma; hace muy poco han vuelto a utilizarla, aunque en mucho menor grado que nosotros. En Inglaterra, sin embargo, ya existía un rudimentario grupo PES, y los británicos estaban mucho más dispuestos a estudiar seriamente y utilizar los fenómenos paranormales. De modo que Shukshiu pasó una larga temporada en la escuela de espías de Moscú y por último lo enviaron a Gran Bretaña. Iba como desertor, una cobertura perfecta.

—¿Lo enviaron para matar a los ingleses dotados de percepción extrasensorial?

—Ésa era la idea. Tenía que encontrarlos, comunicar sus actividades, y cuando la tensión psíquica fuera demasiado grande y ya no pudiera soportarla, matarlos. Pero después de pasar unos meses en Inglaterra, Viktor Shukshin desertó de verdad.

—¿Se pasó a los británicos?

—No. A Inglaterra en general, a su sistema político, a la seguridad que le ofrecía. A Shukshin, su patria no le importaba un comino, y ahora tenía un nuevo país, y una identidad poco menos que nueva también. No iba a cometer dos veces el mismo error. En Rusia había estado a punto de ser condenado a cadena perpetua por asesinato. ¿Debería hacer lo mismo en Inglaterra? Aquí podía llevar una vida decente, comenzar de nuevo. Conocía a la perfección la lengua rusa, la inglesa y la alemana, y hablaba bastante bien una media docena más de idiomas. No, no se pasó a nadie, simplemente desertó de la URSS, eligió la libertad.

—Usted habla como si aprobara el sistema capitalista de los ingleses —sonrió el mongol.

—No se preocupe por mi lealtad, Max —dijo con voz áspera Dragosani—. No encontrará un hombre más leal que yo. ¡A Rumania! ¡A Valaquia!

—Es bueno saberlo —dijo el mongol—. Me gustaría poder afirmar lo mismo, pero soy mongol, y mis lealtades son otras. En realidad, sólo soy leal a Max Batu.

—En ese caso, se parece bastante a Shukshin. Yo me imagino que él pensaba lo mismo. De todas formas, con el paso del tiempo, sus informes fueron más y más escasos, y finalmente desapareció de la vista. Fue una situación difícil para Borowitz, pero no podía hacer nada para remediarla. Puesto que Shukshin era un desertor, se le había concedido asilo político, y Borowitz no podía solicitar que lo devolvieran a Rusia. Todo lo que podía hacer era vigilarlo, y saber qué hacía.

—¿Temía que se uniera a los agentes PES británicos?

—No, en verdad, no. Shukshin era un psicótico, ¿recuerda? De todos modos, Borowitz no pensaba dejar nada al azar, y por fin acabó por dar con él. El proyecto de Shukshin era muy simple: se consiguió un trabajo en Edimburgo, compró una pequeña casita de pescadores en un lugar llamado Dunbar, y solicitó la ciudadanía británica. Veía a muy poca gente y llevaba una vida normal. O al menos, es lo que intentó.

—¿No lo consiguió?

—Sólo por un tiempo. Pero luego se casó con una joven descendiente de rusos. Era una médium, auténtica, no una impostora y, como es natural, su talento fue para Shukshin como un imán. Quizás intentó resistírsele, pero no lo logró. Se casó con ella, y la mató. Al menos eso es lo que piensa Gregor Borowitz. Y después de eso… nada.

—¿Y su crimen quedó impune?

—El veredicto fue muerte por accidente. Murió ahogada. Borowitz sabe más del asunto que yo. Pero los detalles no importan. Shukshin heredó la fortuna de su esposa, y su casa. Todavía vive allí…

—Y nosotros vamos a matarlo —dijo Batu—. ¿Me puede decir por qué?

—Si hubiera continuado con su vida tranquila, y nos hubiera dejado en paz, no habría tenido problemas. Por el momento, al menos, porque supongo que Borowitz al final le habría dado su merecido. Pero la suerte de Shukshin cambió, Max. Está en una mala situación económica. Y eso ha causado la perdición de muchos antes que él. Y ahora, después de tanto tiempo, ha decidido chantajeamos. Y es una amenaza para Borowitz, para toda la Organización E.

—¿Puede un individuo constituir una amenaza para una poderosa organización? —preguntó Batu, nada convencido.

—El equivalente británico de nuestra organización es una fuerza muy eficaz. No sabemos cuánto, pero puede que incluso sean mejores que nosotros. Sabemos muy poco de ellos, lo que ya es una mala señal. Podría significar que son lo bastante astutos como para tener una cobertura total, una seguridad del ciento por ciento. Y si son tan listos…

—La incógnita es cuánto saben de nosotros, ¿verdad?

—En efecto. —Dragosani miró con más respeto— a su compañero. Puede que sepan incluso que viajamos en este avión, y es posible incluso que conozcan el objetivo de nuestra misión. ¡No lo permita Dios!

Batu sonrió con su cara de luna llena.

—Yo no creo en ningún dios —dijo—. Sólo creo en el demonio. Entonces, ¿el camarada general piensa que Shukshin, si no lo hacemos callar antes, hablará con los británicos?

—Sí. Ha amenazado con hacerlo. Quiere dinero, o le dirá a la Organización E británica todo lo que sabe de nosotros. Claro que, después de tanto tiempo pasado fuera de Rusia, no es mucho, pero Gregor Borowitz piensa que hasta una migaja de información sobre nosotros ya es demasiado.

Max Batu se quedó pensativo unos instantes.

—Pero si Shukshin habla, estará denunciándose a sí mismo. Tendrá que admitir que vino a Inglaterra como agente FES de la URSS, ¿no es verdad?

Dragosani hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No, no tiene por qué delatarse. Puede escribir una carta anónima, Max. O llamar por teléfono sin decir quién es. Y aunque han pasado veinte años, Shukshin sabe cosas que Borowitz desea que permanezcan en secreto. Hay dos datos que pueden tener un valor enorme para los agentes PES británicos: el primero, la situación del château Bronnitsy; el segundo, que el camarada general Gregor Borowitz es el director de la organización rusa de espionaje PES. Ésa es la amenaza de Shukshin, y por esa razón debe morir.

—Con todo, su muerte no es nuestro principal objetivo.

Dragosani se quedó un instante en silencio, y luego dijo:

—No, nuestro objetivo principal es la muerte de otra persona, de alguien mucho más importante. Se trata de sir Keenan Gormley, el director de la organización británica de espionaje PES. Su muerte… y todos sus conocimientos, ésos son nuestros objetivos principales. Borowitz quiere que ambos mueran, y que yo me entere de todos sus secretos. Usted matará a Gormley mediante su especial poder, y yo lo examinaré utilizando el mío. Pero antes, habremos matado a Viktor Shukshin, a quien yo también examinaré. En verdad, Shukshin no nos traerá ningún problema: vive en un lugar aislado y solitario, y allí realizaremos nuestro trabajo.

—¿Y usted puede realmente apoderarse de todos sus secretos? Quiero decir, ¿después de muertos? —Batu parecía tener ciertas dudas.

—Sí, de verdad puedo hacerlo, y con más certeza que un torturador a quien se los dieran vivos. Yo robo sus secretos más íntimos; los extraigo de su sangre, de su médula, de sus huesos solitarios y helados.

Una azafata regordeta apareció al final del pasillo central. «Por favor, abrochen sus cinturones», entonó como un robot, y los pasajeros, con gestos igualmente robóticos, la obedecieron.

—¿Y cuáles son sus limitaciones? —preguntó Batu—. Se lo pregunto por curiosidad enfermiza, nada más.

—¿Limitaciones? ¿Qué quiere decir?

—¿Qué sucede si un hombre lleva muerto una semana, por ejemplo?

—No importa —respondió Dragosani encogiéndose de hombros.

—¿Y si está muerto desde hace un siglo?

—¿Y es una momia reseca? Borowitz también se preguntó lo mismo, e hicimos la experiencia. Para mí fue igual. Los muertos no pueden tener secretos con un nigromante.

—Ya, pero si se trata de un cadáver en estado de putrefacción —insistió Batu—, alguien que lleva un mes o dos muerto, debe de ser algo horrible…

—Lo es, pero ya estoy habituado. No me preocupa que me dé asco, sino el peligro. Como usted sabe, los muertos son portadores de todo tipo de enfermedades. Tengo que ser muy cuidadoso. No es un trabajo saludable.

Batu hizo un gesto de repulsión, y Dragosani advirtió que se había estremecido levemente.

Las luces de Londres brillaban en el oscuro horizonte nocturno. La ciudad era un resplandor brumoso más allá de las pequeñas ventanillas circulares.

—¿Y usted? —preguntó Dragosani—. ¿Su talento tiene limitaciones, Max?

El mongol se encogió de hombros.

—Lo que yo hago también tiene sus riesgos. Se necesita mucha energía; me deja sin fuerzas, me debilita. Y, como usted sabe, sólo es efectivo con los enfermos o los débiles. Se supone que mi poder también tiene otros inconvenientes, pero tal vez no sea más que una leyenda. Claro está que yo no trataré de averiguar si es verdad o mentira.

—¿Cómo es eso?

—En mi país se cuenta una historia muy antigua, de hace más de mil años. Había un hombre que podía hacer mal de ojo; era un malvado y usaba su don para aterrorizar a todo el país. Iba con sus bandidos a los pueblos, saqueaba y violaba, y luego escapaba sin sufrir daño alguno, pues nadie se atrevía a levantar una mano contra él. Pero en una aldea vivía un anciano que dijo que él sabía cómo enfrentarse a este hombre. Cuando la banda de ladrones iba acercándose al pueblo, los aldeanos cogieron los cadáveres de sus deudos, los pusieron de pie en las murallas y los armaron con lanzas. Llegaron los bandidos, y su jefe vio, en la penumbra, que la aldea estaba custodiada. Aojó a los guardianes de las murallas, pero los muertos no pueden volver a morir. El hechizo rebotó y golpeó al que lo había producido. ¡El hombre se encogió hasta cobrar el tamaño de un cochinillo asado!

A Dragosani le gustó el cuento.

—¿Y la moraleja? —preguntó.

—¿No es evidente? Nunca se debe maldecir a los muertos, porque no tienen nada que perder. En una discusión, al final ellos siempre ganan…

Dragosani pensó en Thibor Ferenczy.

»¿Y qué sucede con los no-muertos? —se preguntó—. ¿Ellos también ganan? Sí es así, ya es hora de que alguien cambie las reglas del juego…»

Los esperaba un hombre de la embajada, que los hizo pasar la aduana, y el equipaje de los viajeros fue llevado como por arte de magia a un Mercedes negro con matrícula diplomática. Además del acompañante de mirada glacial, había también un chofer, silencioso y vestido de uniforme. Camino a la embajada, el hombre que los había ido a buscar iba en el asiento delantero, junto al conductor, con el brazo sobre el asiento de éste y medio vuelto hacia la parte de atrás, para hablar con los recién llegados. Intentaba parecer amable e interesado, pero no engañó a Dragosani ni por un segundo.

—¿Es su primer viaje a Londres, camaradas? Les parecerá una ciudad muy interesante, ya verán. Decadente, claro está, y llena de idiotas, pero aun así, interesante. Yo… yo no he tenido tiempo de averiguar qué los trae por aquí. ¿Estarán mucho tiempo?

—Hasta que regresemos —respondió Dragosani.

—¡Ah, muy bien! —respondió el otro con una sonrisa forzada—. Debe disculparme, camarada, pero para algunos de nosotros la curiosidad es… es un modo de vida. ¿Lo comprende?

—Sí, lo comprendo. Usted es de la KGB.

La expresión de la delgada cara del hombre se congeló.

—No usamos esa palabra fuera de la embajada.

—¿Y qué palabra utilizan? —dijo con ironía Max Batu—. ¿Comemierdas?

—¿Cómo? —El rostro del acompañante estaba lívido.

—Los negocios míos y de mi amigo no son de su incumbencia —dijo Dragosani con voz serena—. Tenemos autoridad total. Quiero que lo entienda bien, autoridad absoluta. Cualquier interferencia le reportará grandes problemas. Si necesitamos su ayuda, se la pediremos. Entretanto, queremos que nos deje en paz.

El acompañante respiró hondo.

—Habitualmente la gente no me habla en ese tono —dijo.

—Claro está que si usted insiste en estorbar —continuó Dragosani sin cambiar el tono de voz—, siempre me queda el recurso de romperle un brazo. Eso lo mantendrá lejos de nosotros por dos o tres semanas.

—¿Me está amenazando? —preguntó el otro, incrédulo.

—No, le estoy haciendo una promesa.

Pero Dragosani sabía que así no iba a ninguna parte. El hombre era un típico autómata de la KGB. El nigromante suspiró y dijo:

—Mire, si le hemos sido asignados, lo siento por usted. Su trabajo es imposible y peligroso, además. No puedo decirle nada más. Estamos en Inglaterra para probar un arma secreta. Y ahora, basta de preguntas.

—¿Un arma secreta? —repitió el otro con los ojos como platos—. ¡Ah! ¿Y de qué arma se trata?

La sonrisa de Dragosani fue sombría. Bueno, después de todo, se lo había advertido a ese tonto.

—Max —dijo—. ¿Qué le parece una pequeña demostración?

Poco tiempo después llegaron a la embajada. Dragosani y Batu bajaron del coche y cogieron sus cosas del maletero. Ellos mismos se ocuparon de su equipaje.

El conductor, por su parte, dedicó toda su atención al acompañante. La última vez que lo vieron se alejaba tambaleándose, apoyado en el brazo del chofer. Se dio la vuelta para mirarlos sólo una vez —con los ojos muy abiertos, y una expresión de temor dedicada especialmente a Max Batu— antes de desaparecer en el interior del sombrío e imponente edificio. Y ya nunca más volvieron a verlo.

Y, claro está, tampoco volvió a molestarlos.

Era el segundo miércoles de enero de 1977. Desde hacía quince días Viktor Shukshin tenía la sensación de que algo terrible se aproximaba, y su depresión sólo se había aliviado ligeramente cuando llegó la carta certificada de Gregor Borowitz con mil libras en billetes grandes. A decir verdad, a Shukshin le preocupaba que Borowitz se hubiera rendido tan fácilmente, y no intentara contrarrestar las amenazas que él le hiciera con otras peores.

Hoy había sido un día especialmente malo: el cielo estaba cubierto y era probable que nevara; el río se había congelado, y estaba cubierto por una gruesa capa de hielo gris; la gran casa estaba muy fría y soplaban corrientes de aire que parecían seguir a Shukshin donde quiera que fuese. Y por primera vez —o al menos, ésta era la primera vez que lo advertía— un ominoso silencio reinaba en todas panes y los ruidos parecían amortiguados por la nieve, aunque todavía era muy escasa la que había caído. El «tic tac» del gran reloj de pie resonaba pesado y sordo, y todo contribuía a que Shukshin tuviera los nervios de punta. Era como si la casa contuviera el aliento y esperase a que algo sucediera.

Y ese «algo» ocurrió a las dos y media de la tarde, cuando Shukshin acababa de servirse un vaso de vodka helado y se había sentado en su estudio, frente a la estufa eléctrica, a contemplar melancólico el jardín, que parecía de blanco cristal. El estridente sonido del teléfono estremeció los nervios de Shukshin.

Con el corazón latiéndole en el pecho, el hombre dejó la bebida, cogió el auricular y dijo:

—Aquí Shukshin.

—¿Padrastro? —Harry Keogh parecía hablar desde muy cerca—. Habla Harry. Estoy en Edimburgo, en casa de unos amigos. ¿Cómo estás?

Shukshin hizo un esfuerzo por contener la ira que lo invadió. De modo que era eso; el maldito engendro, dotado de percepción extrasensorial estaba cerca, y enviaba su aura psíquica a torturar el sensible espíritu de Shukshin. Desnudó los dientes en una mueca feroz y miró furioso el teléfono que tenía en la mano, luchando con el impulso de maldecir y soltar tacos.

—¿Eres tú, Harry? ¿Y estás en Edimburgo? ¡Qué amable eres, acordándote de mí! ¡Maldito bastardo! ¡Tu aura de mutante me está dañando!

—¡Pero se te oye muy bien! —Harry parecía sorprendido—. La última vez que nos vimos no estabas…

—Sí, es verdad —lo interrumpió Shukshin—. En aquella época no estaba muy bien, pero ahora me siento mucho mejor. ¿Puedo servirte en algo? ¡Podría comerme tu corazón, pequeño monstruo!

—Bueno, he pensado que, si no te importa, podría ir a visitarte. Quizá podríamos hablar de mi madre. Además, he traído mis patines, y si el río ya se ha helado podría patinar un poco. Sólo estaré unos pocos días más, sabes, y…

—¡No! —replicó de inmediato Shukshin, y enseguida se contuvo.

¿Por qué no acabar de una vez con aquello? ¿Por qué no librarse ahora y para siempre de esa sombra del pasado? Por mucho que sospechara Keogh —o que supiera—, y aunque hubiera encontrado el anillo de Shukshin, que el ruso creía había perdido en el río, y cualquiera fuese el lazo psíquico que unía al joven con su madre muerta, ¿por qué no acabar con todo eso aquí y ahora? El sentido común no tenía la menor posibilidad de triunfar ante la sed de sangre que invadió a Shukshin.

—¿Padrastro?

—Quería decir… Harry, me temo que aún no estoy muy bien de los nervios. Ya sabes, vivo aquí, completamente solo, y no estoy acostumbrado a tener compañía. Claro está que te recibiré con mucho gusto, y el río está perfecto para patinar, pero no sé qué haría con una casa llena de jóvenes, Harry.

—¡Oh, no, padrastro, no se preocupe! No pienso ir con nadie, ni se me había ocurrido. Mis amigos ni siquiera conocen que tengo un pariente en esta región. No, sólo me gustaría volver a visitar la casa, e ir al río. Quisiera patinar donde lo hacía mi madre, eso es todo.

¡Otra vez con eso! El bastardo seguramente sabía algo, o al menos lo sospechaba. ¿De modo que quería patinar? Y en el río, donde había patinado su madre. El rostro de Shukshin se contorsionó en una mueca malévola.

—Bien, en ese caso… ¿cuándo vendrás?

—¿Te parece bien dentro de dos horas?

—Muy bien —respondió Shukshin—. Entonces, te espero entre las cuatro y media y las cinco. Hasta entonces, Harry.

Y Shukshin colgó el teléfono antes de que un gruñido de odio bestial escapara de su garganta y traicionara sus verdaderos sentimientos.

Harry Keogh no estaba en Edimburgo, sino mucho más cerca. En realidad, estaba en el vestíbulo del hotel de Bonnyrigg donde se había alojado los últimos días. Después de hablar con Shukshin por teléfono se puso el abrigo y se dirigió a su coche, un viejo Morris que había comprado especialmente para este viaje. Había aprobado a la primera el examen para obtener el carnet de conducir, o quizá debamos decir que lo había aprobado por él un hombre que yacía en el cementerio de Seaton Carew, y que en vida había sido profesor en una autoescuela.

Harry se dirigió por las rutas heladas hacia la cima de una colina desde la cual se veía la casa de su padrastro, situada a unos cuatrocientos metros; el joven aparcó allí el coche, y se apeó del vehículo. El lugar estaba desierto; el paisaje era oscuro y melancólico. Harry, temblando de frío, se dirigió con sus prismáticos hacia un grupo de árboles que se destacaban oscuros contra el cielo. Se ocultó detrás de uno de los troncos, apuntó los anteojos hacia la casa y esperó durante uno o dos minutos.

Shukshin salió de la casa por las puertas de su estudio que daban al patio, cruzó luego deprisa el jardín y salió después por una puerta situada en el muro que daba al río. Llevaba en la mano un pico…

Harry respiró hondo, y luego exhaló el aire lentamente. Shukshin se abrió paso entre la maleza y las zarzas hasta la orilla del río. Se agachó con cuidado en el hielo, lo probó, saltó una y otra vez en distintos lugares como para comprobar su espesor y resistencia. Luego miró a su alrededor. El lugar estaba completamente desierto.

Caminó hasta el centro de la helada extensión, volvió a hacer sus comprobaciones, y una vez más pareció satisfecho. Harry miraba fascinado la escena, esa pintura monocroma que tenía la sensación de haber visto antes, y los actos de Shukshin, que estaba absolutamente seguro había realizado ya otra vez.

Porque la figura que enfocaban los anteojos se agachó, cogió el pico y marcó con él un amplio círculo sobre la superficie de hielo. Y luego, con la pasión y la fuerza de un loco, fue abriendo pequeños agujeros en el perímetro del círculo, de manera que en pocos minutos un gran disco de unos tres metros de diámetro flotaba suelto, rodeado por la compacta masa de hielo del río. Y luego, el toque final:

Shukshin, tras detenerse una vez más a mirar a su alrededor, limpió los bordes del círculo de los trozos de hielo resultantes de su trabajo con el pico. El agua volvería a congelarse, claro está, pero durante varias horas —al menos hasta la mañana siguiente— sería peligroso patinar en aquel lugar. Shukshin había tendido su trampa, pero no sabía que su víctima lo había visto.

Harry apenas si podía controlar ahora el temblor que agitaba todo su cuerpo, y que tenía muy poco que ver con la temperatura reinante. No, su causa era la condición mental de la figura agachada en el hielo. Los anteojos no eran lo bastante poderosos como para que Harry la viera con todo detalle, pero el joven estaba seguro de que había visto la horrible expresión que desfiguraba la cara de Shukshin mientras picaba el hielo. Era el rostro de un lunático, que por alguna razón deseaba desesperadamente matar a Harry, de la misma manera que había deseado con desesperación —y lo había logrado— quitarle la vida a la madre del joven.

Harry quería saber por qué, y no descansaría hasta conseguir una respuesta. Y sólo había una manera de obtenerla.

Viktor Shukshin se sentía física y mentalmente fatigado, pero sabía que su trabajo aún no había terminado, y regresó a la casa. Una vez en el patio, arrastró el pico por las losas heladas y luego lo dejó caer antes de entrar a su estudio. Con la cabeza baja y los brazos colgando a los costados, Shukshin avanzó dos pasos… y se quedó completamente inmóvil.

¿Qué pasaba? ¿Keogh ya había llegado? Toda la casa parecía llena de fuerzas extrañas, impregnada de un aura FES; la atmósfera vibraba con una energía peculiar.

Shukshin, instantáneamente alerta, percibió un movimiento: las puertas que comunicaban el patio y el estudio se cerraron tras él. Se dio la vuelta, observó, y completamente desconcertado, preguntó, ahogándose con las palabras:

—¿Quiénes son? ¿Qué quieren?

En su estudio había dos hombres; lo habían estado esperando, y uno de ellos le apuntaba con un revólver. Shukshin reconoció el arma; era rusa, y la utilizaban los servicios secretos de aquel país; también reconoció las miradas heladas e inexpresivas de los hombres, y sintió que el hado comenzaba a cerrar su puño sobre él. Pero en algún sentido esto no era algo totalmente inesperado. Había pensado que un día quizá recibiría una visita de esta clase. ¡Pero que fuera precisamente hoy!

—Siéntese, camarada —dijo el hombre más alto, con una voz que sonó áspera como una lima sobre los tensos nervios de Shukshin.

Max Batu le acercó una silla y Shukshin se desplomó en ella. Batu se situó a su espalda, y Dragosani enfrente. El aura PES envolvía ahora a Shukshin, como si su mente nadara en bilis. ¡Claro que sí, estos dos venían del château Bronnitsy!

El rostro del chantajista estaba desfigurado, los ojos hundidos profundamente en sus cuencas. Batu miró a Dragosani por encima de la cabeza de Shukshin, y dijo con una sonrisa:

—¡Camarada Dragosani, hasta hoy, yo pensaba que usted era la persona que tenía peor cara!

—¡Agentes PES! —dijo Shukshin como si escupiera las palabras—. Hombres de Borowitz. ¿Qué quieren de mí?

—Tiene motivos para tener mala cara, Max —dijo Dragosani con voz profunda—. Es un traidor, un chantajista, y posiblemente un asesino…

Dio la impresión de que Shukshin se iba a poner en pie de un salto, y Batu apoyó sus pesadas manos sobre sus hombros.

—Les he preguntado qué quieren de mí —volvió a decir Shukshin.

—Su vida —respondió Dragosani. Cogió un silenciador del bolsillo, lo puso en el cañón de su revólver, dio un paso hacia adelante y lo apoyó contra la frente de Shukshin—. Solamente su vida —repitió.

Shukshin se dio cuenta de que Max Batu, que estaba detrás, se había hecho a un lado, y supo que lo iban a matar.

—¡Esperen! —graznó—. Van a cometer un error, y a Borowitz no le gustará nada. Sé muchas cosas sobre los británicos, y sólo le he dado unos pocos detalles a Borowitz, pero es mucho más lo que me he reservado. Además, y a mi manera, todavía trabajo para ustedes. ¡Si ahora mismo estaba en medio de un trabajo! Sí, precisamente ahora.

—¿Y de qué trabajo se trata? —preguntó Dragosani.

No había sido su intención matar a Shukshin; sólo quería atemorizarlo. La reacción de Max, al apartarse de la línea de fuego, era algo natural. Por otra parte, no era conveniente para un nigromante que el sujeto de sus investigaciones hubiera muerto a causa del disparo de un arma de fuego. Dragosani había planeado para Shukshin una muerte mucho más interesante.

Cuando le hubiera sacado todo lo que pudiera de esta manera, un simple interrogatorio, lo llevaría al cuarto de baño y lo ataría. Después lo pondría en la bañera, medio llena de agua fría, y con uno de sus bisturís le haría dos profundos cortes en las muñecas para abrirle las venas. Y mientras Shukshin yacía en el agua, que estaría cada vez más roja a medida que la vida se le escapaba, Dragosani volvería a interrogarlo. Le prometería que si lo decía todo, le vendarían las heridas y lo soltarían. Dragosani le mostraría vendas y esparadrapo. Pero, claro está, Shukshin tendría muy poco tiempo para responder; el agua estaría cada vez más roja y espesa, hasta que por fin el ruso yaciera en una sopa púrpura y helada. También le dirían que si Shukshin continuaba intentando chantajear a Borowitz, ellos, Batu y Dragosani, volverían para acabar definitivamente con él. Pero la verdad era que no pensaban marcharse sin terminar aquel trabajo, allí y entonces.

Pero aun así Shukshin quizá se guardara alguna información. Algo que tal vez no consideraba importante, que había olvidado, o demasiado condenatorio para hablar de ello. Como, por ejemplo, que desde hacía tiempo trabajaba para los británicos…

Pero, dijera lo que dijese, su destino no cambiaría. Cuando estuviera muerto, lavarían su cadáver, lo sacarían de la bañera y Dragosani continuaría el interrogatorio.

Dragosani apartó el revólver de la frente de Shukshin, y se sentó frente al hombre.

—Estoy esperando —dijo—. ¿Qué trabajo?

Shukshin tragó saliva y se esforzó para que su temor —y su odio por los horribles poderes de percepción extrasensorial de aquellos hombres— retrocediera a un remoto rincón de su mente.

El miedo continuaba allí, no desaparecería, pero por ahora tenía que tratar de ignorarlo. Su vida pendía de un hilo y él lo sabía. Debía poner en orden sus pensamientos, mentir como no había mentido nunca antes. Algo de lo que iba a decir, con todo, era verdad, y al menos de eso podría hablar con absoluta convicción.

—¿Sabe que soy un observador?

—Claro, por eso Borowitz lo envió a este país, para encontrar a la gente dotada de PES y matarla. Al parecer, no ha tenido mucho éxito.

Dragosani hablaba con evidente sarcasmo. Pero Shukshin decidió ignorarlo.

—Cuando he entrado hace unos minutos, en el instante mismo en que he penetrado en la habitación, he sabido que estaban aquí. Era como si pudiera sentir el sabor de su presencia. Ustedes son PES muy poderosos, ambos. Usted, sobre todo —dijo Shukshin, mirando a Dragosani—. En usted hay un talento inmenso, monstruoso. ¡Me… me hace daño!

—Sí, Borowitz también me habló de eso —respondió secamente Dragosani—. Pero sé todo lo que hay que saber sobre los observadores, Shukshin, de modo que déjese de rodeos y vaya al grano.

—No estaba dando rodeos. Intentaba hablarle del hombre que voy a matar hoy.

Dragosani y Batu se miraron, y luego Batu se dirigió a Shukshin, desde su posición a espaldas del ruso, y le preguntó:

—¿Estaba por matar a un PES británico? ¿Por qué? ¿Y quién es?

—Era mi manera de congraciarme nuevamente con Borowitz —mintió Shukshin—. Se llama Harry Keogh y es mi hijastro. Heredó su talento, no sé específicamente de qué es capaz, de su madre. Hace dieciséis años también la maté a ella… —Shukshin continuaba mirando a Dragosani—. Ella me fascinaba… ¡y me sacaba de quicio! ¿Usted aludía a ella cuando dijo que yo posiblemente era un asesino? Quite el «posiblemente», pues la maté. Esa mujer, como todos los PES, me hacía daño. ¡Su talento me desquiciaba!

—La mujer no nos interesa —lo interrumpió, brusco, Dragosani—. ¿Qué pasa con ese Keogh?

—De eso intentaba hablarle. Con ustedes dos, a pesar del poderoso talento que poseen, he tenido que entrar en la casa para percibir que estaban aquí. Pero con Harry Keogh…

—¿Sí?

—Él es diferente. ¡Su talento… es inmenso! Sé que lo es. Cuanto más grande es el talento, más daño me hace. De modo que no deseo matarlo sólo por complacer a Borowitz, sino por mí mismo.

Dragosani estaba interesado. Si Harry Keogh era tan poderoso, quería saber más cosas de él. Además, si era miembro de la Organización E británica, sería como matar dos pájaros con una sola piedra. Pero su creciente interés hizo que olvidara preguntarle a Shukshin lo más importante: ¿pertenecía Keogh a la Organización E británica?

—Creo que, después de todo, podremos complacerlo —dijo por fin Dragosani—. Es muy bueno poder entenderse con los viejos amigos. —Dragosani dejó de apuntar con su revólver a Shukshin—. Dígame exactamente cuándo pensaba matar a ese hombre, y cómo.

Shukshin se lo contó todo.

Cuando Shukshin regresó a la casa, Harry volvió al coche y rué hasta el pie de la colina, en dirección a Bonnyrigg. Aparcó fuera de la carretera, y luego siguió a pie, a través de un prado, hasta el río. La zona no le resultaba familiar, y todo le pareció aún más desconocido cuando comenzaron a caer los primeros copos de nieve. El paisaje adquirió el velado aspecto de una pintura impresionista.

Harry emprendió el camino río arriba. El lugar de descanso de su madre estaba allí, aunque no podía señalar el lugar con precisión. Ésa era una de las razones por las que había regresado, para averiguar exactamente dónde estaba ella, y poder así encontrarla siempre, en cualquier circunstancia. Caminando sobre las aguas heladas, su mente se puso en contacto con la de su madre.

—Mamá, ¿me oyes?

—¿Eres tú, Harry? —le respondió ella enseguida—. ¡Qué cerca estás! —Y de inmediato, el recelo, el miedo que sentía por su hijo—. ¡Harry! ¿Lo harás… lo harás hoy?

—Sí, madre. Será hoy. Pero no me crees más problemas de los que ya tengo. Necesito tu ayuda, no discutir contigo. Nada debe perturbar mi mente.

—¡Oh, Harry, Harry! ¿Qué puedo decirte? Soy tu madre, ¿cómo no preocuparme por ti?

—Entonces ayúdame. No digas nada, quédate callada. Quiero ver si puedo hallarte a ciegas…

—¿A ciegas? Yo no…

—¡Mamá, por favor!

Ella se quedó en silencio, pero Harry podía percibir su inquietud, semejante al caminar inquieto de alguien amado en una pequeña habitación. El joven siguió caminando, cerró los ojos y fue hacia su madre. Cien metros, quizás algo más, y supo que había llegado al lugar que buscaba. Se detuvo y abrió los ojos. Estaba en la curva del río, en un lugar donde la orilla había sido socavada por las aguas. Su madre estaba allí, bajo el hielo grueso y blanco que le servía de lápida. Ahora sabía que siempre podría encontrarla.

—Estoy aquí, mamá —dijo agachándose en el hielo; después apartó una capa de nieve con los pies, y miró el pesado martillo que llevaba en la enguantada mano.

Cuando comenzó a golpear el hielo, ella dijo:

—Ahora lo veo claro, Harry. Me has menudo —le reprochó—. Piensas que, después de todo, habrá problemas.

—No, mamá, no lo creo. Ahora soy mucho más vigoroso en todos los sentidos. Pero sería un tonto si no me cubriera las espaldas ante cualquier problema que pueda presentarse.

Aquí, cerca de la orilla, el hielo era un poco más grueso. Harry empezó a transpirar, pero muy pronto consiguió abrir un agujero de unos noventa centímetros de diámetro. Quitó los trozos de hielo sueltos que flotaban en la zona que había despejado y se puso de pie. Allí abajo el agua se arremolinaba, oscura. Y debajo del agua, debajo del frío lodo y los sedimentos…

Ahora que ya estaba todo hecho, Harry debía marcharse, y deprisa. Estaba sudado, y no le convenía coger frío. Además, la nevada comenzaba a hacerse más espesa. Y junto con la nieve había llegado la temprana oscuridad del atardecer invernal. Tenía tiempo de tomar un coñac en el hotel, y después, sería ya la hora de su confrontación con Viktor Shukshin.

—Harry, te quiero mucho, hijo mío. ¡Qué tengas suerte! —le dijo su madre mientras él cruzaba el prado y se dirigía al coche.

Una hora más tarde, Dragosani y Batu estaban apostados detrás de un macizo de jóvenes coníferas, a la orilla del río y a unos veinte o veinticinco metros de la casa de Shukshin. Aún no hacía media hora que estaban allí, pero el frío comenzaba a traspasar sus abrigos. Para combatirlo, Batu había comenzado a balancear rítmicamente sus brazos, y Dragosani acababa de encender un cigarrillo cuando finalmente la luz amarilla que había encima de la puerta del patio de Shukshin se encendió. Era la señal que esperaban, e indicaba que el escenario del crimen ya estaba preparado. Dos hombres salieron de la casa.

En realidad, y teniendo en cuenta la hora, aún no era de noche, pero la oscuridad invernal hacía que lo pareciera. Si no hubiera sido por la luna, que comenzaba a salir, y por las primeras estrellas, la visibilidad habría sido mala. Las nubes, que una hora antes eran muy densas, se habían alejado, y no había caído más nieve, pero hacia el oeste el cielo estaba cubierto, y el viento soplaba desde esa dirección. Esa noche iba a nevar, y mucho. Pero por el momento las estrellas iluminaban la escena con su luz suave y fría, y la luna convertía el río helado en una cinta de plata.

Cuando los dos hombres que habían salido de la casa se dirigieron hacia el río, Dragosani dio una última calada al cigarrillo, haciendo pantalla con las manos para que no se viera el resplandor, y luego lo arrojó al suelo y lo apagó con el taco del zapato. Batu dejó de flexionar los brazos, y los dos, inmóviles como estatuas, observaron la obra que se representaba ante ellos.

Cuando llegaron a la orilla del río, las dos figuras se quitaron los abrigos, los dejaron en el suelo y se agacharon para ponerse los patines. Intercambiaron algunas palabras, pero hablaban en voz baja, y el viento no dejaba oír lo que decían. Pero Dragosani advirtió que la voz de Shukshin sonaba agresiva y amenazadora, y se preguntó por qué Keogh no se asustaba, o al menos mostraba sentir algún recelo. Pero no, la voz del joven sonaba serena y despreocupada, y él y Shukshin comenzaron a deslizarse sobre sus patines.

Al principio iban de un lado a otro juntos, casi a la par, pero luego la figura más delgada tomó la delantera, y patinando con bastante habilidad cobró velocidad y se dirigió río arriba hacia el lugar donde estaban escondidos los observadores. Dragosani y Batu se agacharon un poco más, pero en el último momento, y antes de llegar a donde estaban ellos, Keogh describió una amplia curva y cambió de dirección, yendo hacia el lado opuesto.

Shukshin, que iba detrás de Harry, casi se había detenido cuando el joven emprendió su rápida carrera. El ruso se deslizaba con menos seguridad, y comparado con Harry, parecía incluso torpe, pero cuando Keogh vino hacia él, se dio la vuelta para patinar en la misma dirección. Lo hizo para estorbar al otro. Keogh se inclinó en un slalom, y sus patines levantaron una nube de hielo y nieve cuando pasó a poquísimos centímetros de Shukshin; después se inclinó hacia el otro lado en un ángulo similar al del slalom para no perder el equilibrio y seguir la carrera. Sus patines arañaron el hielo a menos de treinta centímetros del círculo que Shukshin había ahuecado horas antes, y que el frágil hielo recién formado disimulaba.

Shukshin iba tan cerca de Harry que él también tuvo que desviarse bruscamente para no caer en su propia trampa.

—¡Ten cuidado, padrastro! —le gritó Harry por encima del hombro—. Casi choco contigo.

Dragosani y Batu lo oyeron, y Batu dijo:

—El jovencito tiene suerte… por el momento.

Dragosani, por su parte, no estaba tan seguro de que la suerte tuviera algo que ver con el desarrollo de los acontecimientos.

Shukshin no sabía cuál era el talento específico de Keogh. Quizás era un telépata, y tenía el poder de leer los pensamientos de su padrastro.

—Me parece que las cosas se le ponen difíciles a nuestro chantajista —observó Dragosani.

Shukshin se había detenido, y observaba a Keogh que continuaba patinando. Los hombros del ruso y su pecho se alzaban y caían de manera espasmódica, y su cuerpo se estremecía como si sufriera un dolor intenso, o una gran perturbación emocional.

—¡Por aquí, Harry, por aquí! Creo que eres demasiado bueno para mí, y no puedo seguirte.

Keogh dio la vuelta y comenzó a describir círculos alrededor de Shukshin. Y con cada vuelta sus patines estaban más cerca de la catástrofe. Shukshin extendió los brazos y Harry lo cogió de las manos y lo hizo girar sobre sí mismo.

—¡Y ahora, el coup de gráce! —le dijo muy bajo Max Batu a Dragosani.

De repente, Shukshin dejó de dar vueltas, y pareció que tropezaba y caía contra Keogh. Éste torció el cuerpo para evitarlo; aún tenían las manos entrelazadas. Uno de los patines de Keogh se hundió en una capa de nieve en polvo y se deslizó en la ranura del disco mortal cavada por Shukshin. El joven se paró bruscamente, y sólo las manos de Shukshin, que lo cogían por las muñecas, impidieron que cayera sobre el frágil disco de hielo.

Shukshin soltó entonces una carcajada enloquecida, y soltó a Keogh dándole un empujón… ¡un empujón hacia la muerte!

Pero Keogh se aferró a las mangas de la chaqueta de Shukshin, y lo arrastró consigo. Shukshin perdió el equilibrio y cayó hacia adelante; Keogh se dobló hacia un costado y lo arrojó sobre su cadera… pero cuando soltó a Shukshin, el ruso se agarró a él. Con un grito de furia, Shukshin cayó dentro de su propio círculo y arrastró a Keogh.

Los dos hombres cayeron juntos en un nudo, y enseguida el hielo comenzó a resquebrajarse bajo sus cuerpos. El borde del círculo se acabó de quebrar con una serie de ruidos como disparos, y saltaron chorros negros de agua cuando el mismo disco se rompió en dos mitades. Shukshin lanzó un grito de horror —un aullido extraño y enloquecido, como el de una bestia herida— cuando el semicírculo de hielo que los sostenía se dio la vuelta y los arrojó a las heladas y revueltas aguas.

—¡Deprisa, Max! —urgió Dragosani a su compañero—. No podemos dejar que mueran los dos —y salió de su escondite tras las coníferas, mientras Batu lo seguía.

—¿Ya quién prefiere salvar? —preguntó Batu cuando saltaron sobre la helada superficie del río.

—A Keogh —respondió Dragosani sin dudar ni un segundo—, si es posible. Seguro que sabe más sobre la organización británica que Shukshin. Y tiene un talento especial, aunque no sepamos todavía cuál es.

Mientras hablaba, a Dragosani se le ocurrió una idea fantástica, algo que nunca se le había pasado por la cabeza hasta ese momento. Si había sido capaz de «aprende» nigromancia de la criatura no-muerta, y apoderarse así de los secretos de los muertos, ¿no podría también apoderarse de sus talentos? En el château Bronnitsy todos los agentes eran compañeros, que trabajaban del mismo lado y con un objetivo común, pero en Inglaterra los PES eran enemigos. ¿Por qué no robar el todavía desconocido talento de Keogh y utilizarlo para sus propios fines?

Cuando Batu y Dragosani se acercaron al agujero en el río, oyeron gemidos y gritos sofocados, pero cuando con cautela se aproximaron al borde mismo, sólo se oía el borboteo del agua que corría por debajo del hielo. Durante un instante una mano chorreante intentó aferrarse al borde de hielo, pero antes de que pudieran cogerla el agua ya la había tragado.

—¡Por aquí! —gritó Dragosani—. ¡Siga la corriente del río!

—¿Cree que tenemos alguna posibilidad de salvarlo? —preguntó Batu, que, evidentemente, no pensaba que fuera posible.

—Quizá —respondió Dragosani.

Y bajo la luna silenciosa, los dos hombres corrieron sobre el hielo tan aprisa como pudieron.

Debajo del hielo, y arrastrado por la corriente, Harry Keogh consiguió quitarse la chaqueta. Llevaba bajo la camisa un traje de goma isotérmico, pero aun así el frío era terrible. Seguro que acabaría con Shukshin, que no tenía protección alguna.

Harry comenzó a nadar; mantenía la cabeza de costado, con la cara contra el hielo, y encontró algunos lugares donde había pequeñas bolsas de aire. Harry nadó hacia su madre, siguiendo la corriente de angustiados pensamientos de ella tal como lo había hecho dos horas antes con los ojos cerrados. Con una diferencia: entonces no le había faltado el aire, ni había tenido tanto frío.

El pánico hizo presa en él durante un instante, pero lo alejó de su mente. Su madre estaba cerca… ¡y allí iba! Comenzó a nadar con renovado vigor, y algo le cogió los pies, se agarró a sus piernas. ¡Shukshin! El río los arrastraba en tándem, y la ley de gravedad los mantenía pegados el uno al otro.

Harry nadó aún con mayor desesperación, con los brazos, con una sola pierna. Nadó como nunca lo había hecho antes, los pulmones a punto de estallar, el corazón como una gran campana que repicaba en su pecho. Y Shukshin aferrado a su cuerpo, sus manos como las pinzas de un gran cangrejo que quisiera hacerlo pedazos.

Pero ya no podía nadar más; el agua era la negra sangre de un monstruoso gigante en cuyas venas habían inyectado a Harry, y Shukshin era un anticuerpo empeñado en destruirlo.

—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Ayúdame! —gritó mentalmente Harry mientras intentaba respirar, pero sólo conseguía aspirar agua helada que le llenó la boca y la nariz.

—¡Harry! —respondió ella de inmediato, muy cerca, y su voz sonó frenética en la mente del joven—. ¡Harry, estás aquí!

Harry dio de patadas, golpeó furioso con sus pies a Shukshin y se lanzó hacia arriba; su cabeza y su espalda chocaron con la cubierta de hielo que, gracias a Dios, se rompió en pequeños trozos y le permitió salir a respirar.

Y de repente el agua se aquietó, y los pies de Harry tocaron el fondo lodoso del río, que allí tenía un metro y medio de profundidad. Harry supo entonces que lo había conseguido. Hizo acopio de sus últimas fuerzas, se cogió de las raíces que sobresalían del terraplén y comenzó a trepar la empinada ribera.

A su lado el agua se arremolinó y borboteó como agitada por una perturbación interior. Harry se volvió y una expresión de terror apareció en su rostro cuando la enloquecida cara de Shukshin salió a la superficie, tosiendo y escupiendo agua. El demente lo vio y aullando de furia le echó las manos al cuello, unas manos que parecían garfios de acero.

Harry le pegó un rodillazo en la ingle; se quebraron algunos huesos, pero Shukshin no lo soltó, y babeante, siguió arrastrándolo inexorablemente hacia abajo. Durante un instante Harry pensó que quería morderlo, destrozarlo como si fuera un perro rabioso. El joven luchó con Shukshin, le golpeó una y otra vez la cara con los puños, pero todo era inútil. El demente iba a ganar. Harry ya no podía resistir más…

Trató de sujetarse otra vez a las raíces de la orilla, pero las manos de Shukshin en la garganta le impedían respirar, le estaban quitando la vida.

—Mamá —llamó Harry en silencio—. Tenías razón, debería haberte escuchado. Lo siento, mamá.

—¡No! —gritó ella, negando la derrota—. ¡No! —Shukshin la había asesinado, pero ella no iba a permitir que hiciera lo mismo con su hijo.

Y el agua, más turbia que nunca, borboteó y se arremolinó otra vez.

Dragosani se detuvo a menos de cuatro metros de la escena, cogió a Batu e hizo que él también se parara. Y ambos, jadeando, contemplaron boquiabiertos la escena. Dos hombres habían caído por un agujero, habían sido arrastrados por la corriente bajo el hielo, habían salido a la superficie metros más lejos, y hasta hace un instante luchaban junto a la orilla. Pero ahora había tres figuras en el agua, y la tercera era más terrible que cualquier cosa que Dragosani pudiera haber imaginado o visto en sus más horribles pesadillas.

No era un ser viviente, pero tenía la autoridad, la movilidad de la vida. Y tenía un propósito. Se agarró a Shukshin, lo envolvió con sus brazos de lodo y huesos, acercó su calavera a la cara del ruso. No tenía ojos, pero un resplandor pútrido iluminaba las cuencas vacías en un remedo de visión. Y Shukshin, que antes había aullado y reído como un demente, ahora se volvió total y completamente loco.

Aullaba sin cesar mientras luchaba con la horrible criatura, y eran los aullidos más demenciales que Dragosani y Batu habían oído jamás. Al final, justamente cuando aquel horror lo arrastró hacia abajo, los petrificados espectadores pudieron comprender lo que Shukshin decía.

—¡Tú no! —balbuceaba—. ¡Por Dios, no, tú no!

Y luego desapareció, y con él desapareció también la criatura de lodo, huesos, algas y muerte.

Y Harry Keogh pudo trepar en paz la orilla del río.

Batu quizás hubiera ido a su encuentro sin detenerse a pensarlo, pero Dragosani aún lo tenía cogido del brazo. Batu comenzó a adoptar su característica postura de ataque, medio agachado, pero Dragosani lo contuvo.

—No, Max —murmuró Dragosani—, es mejor que seamos prudentes. Hemos visto una muestra de lo que es capaz de hacer, pero no sabemos si posee otros talentos.

Batu comprendió, se tranquilizó y adoptó una postura normal. Harry Keogh, en la orilla, advirtió la presencia de los dos hombres. Se dio la vuelta y los miró; durante un instante pareció que iba a hablarles, pero no dijo nada. Los tres se miraron, y luego Keogh volvió la vista hacia el pozo de aguas negras. «Gracias, mamá», fue lo único que dijo.

Dragosani y Batu lo vieron darse la vuelta, dar unos pasos inseguros y luego salir corriendo hacia la casa de Shukshin. Lo miraron marchar y no intentaron seguirlo. No, todavía no. Cuando el joven hubo desaparecido de la vista, Batu susurró:

—Eso que salió del agua, camarada Dragosani, no era humano; es imposible que lo fuera. ¿Qué era, pues?

—No lo sé con seguridad —respondió Dragosani, que creía saber qué era aquella criatura, pero no deseaba comprometerse—. Pero antes fue un ser humano. Lo único seguro es que cuando Keogh necesitó ayuda, ese ser se la prestó. Ése es su talento, Max: los muertos responden a su llamada.

Dragosani se volvió para mirar a Batu, los ojos muy oscuros hundidos en sus órbitas.

—Ellos responden a su llamada, Max. Y los muertos son mucho más numerosos que los vivos.