Dragosani había «vuelto a la escuela» durante tres meses para pulir su inglés. Ahora, a fines de julio, había regresado a Rumania, o mejor dicho a Valaquia, que era para él su tierra natal. La tazón por la que estaba allí era muy simple: a pesar de las amenazas que hiciera la última vez que vino, era consciente de que había pasado un año, y de que la antigua criatura enterrada le había advertido de que no tenía más de un año de plazo. Dragosani no comprendía qué había querido decir con eso, pero de algo estaba seguro: no iba a dejar que Thibor expirara por un descuido de su parte. Aunque si tal extinción era inminente, el vampiro estaría más deseoso de compartir sus secretos con Dragosani a cambio de la prolongación de su vida de no-muerto.
Como ya era tarde cuando llegó a Bucarest, Dragosani se detuvo a comprar un par de pollos vivos en una cesta de mimbre. Los dejó en el suelo de la parte trasera del Volga, cubiertos con una manta liviana. Se hospedó en una granja a orillas del Olt, y tías dejar las maletas en su habitación, salió de inmediato y se dirigió en su coche hacia las boscosas colinas en forma de cruz.
Llegó con las últimas luces del atardecer al límite del círculo de tierra impía bajo los oscuros pinos, y contempló una vez más la tumba en ruinas y la negra tierra donde las retorcidas raíces parecían nudos de serpientes petrificadas.
Después de pasar Bucarest, Dragosani había intentado infructuosamente comunicarse con Thibor; a pesar de que se había concentrado en despertar la mente del viejo demonio de su sueño de siglos, no había obtenido respuesta. Tal vez, después de todo, había tardado demasiado. ¿Cuánto tiempo puede permanecer un vampiro, no muerto y enterrado, sin recibir atención alguna? Dragosani, a pesar de sus conversaciones con la criatura, y de la información que había recibido de Ladislau Giresci, sabía muy poco acerca de los wamphyri. Thibor le había dicho que ése era un conocimiento prohibido a los mortales, y que debía esperar a pertenecer a la fraternidad. ¿Conque prohibido? ¡El nigromante ya se encargaría de averiguarlo todo!
—Thibor, ¿estás ahí? —susurró Dragosani en la penumbra. Sus ojos, acostumbrados a la oscuridad, penetraron en el negro miasma del lugar—. Thibor, he regresado, y te traigo regalos.
A sus pies estaban los pollos, con las patas atadas y acurrucados en la cesta; pero ninguna presencia invisible agitó las sombras, no hubo dedos de telaraña que rozaran su pelo, ni ávidos hocicos invisibles que olfatearan su esencia. El lugar estaba seco, árido, muerto. Las ramas se quebraban de sólo tocarlas y allí donde Dragosani posaba sus pies se levantaba una nubécula de polvo.
—Thibor —Dragosani lo intentó otra vez—. Me dijiste un año; el año ha pasado y yo he vuelto. ¿Es demasiado tarde? Te he traído sangre, viejo dragón, para calentar tus venas y devolverte las fuerzas.
Nada.
Dragosani comenzó a alarmarse. Algo estaba mal. La vieja criatura enterrada había estado siempre aquí. Era el genius loci. Sin él, el lugar no era nada, las colinas cruciformes estaban vacías. ¿Y los sueños de Dragosani? ¿Habían desaparecido para siempre los conocimientos que pensaba adquirir del vampiro?
Durante un instante lo invadieron la desesperación, la ira, la frustración, pero luego…
Los pollos se agitaron en la cesta, y uno de ellos cloqueó, inquieto. Una brisa siniestra agitó las ramas por encima de la cabeza de Dragosani. El sol se puso detrás de las distantes colinas. Y algo vigiló al nigromante entre la penumbra, el polvo y las quebradizas ramas. No había nada, pero Dragosani se sentía mirado. Nada había cambiado, pero parecía como si el lugar respirase.
Respiraba, sí, pero con un aliento corrompido que a Dragosani no le gustó nada. Se sentía amenazado, como si el peligro fuera mayor que nunca. Cogió la cesta y retrocedió unos pasos, fuera del círculo impío, hasta que sintió junto a su espalda la rugosa corteza de un gran árbol casi tan antiguo como el claro. Se sintió más seguro, menos indefenso, con el grueso tronco cubriéndole las espaldas. La repentina sequedad de su garganta desapareció, y tragó saliva antes de volver a hablar.
—Thibor, sé que estás ahí. Si decides ignorarme, tú te lo pierdes, viejo demonio.
El viento sacudió otra vez las ramas, y un susurro penetró en la mente del nigromante.
¿Dragosaaaniiii? ¿Eres tú? ¡Ahhhh!
—Sí, soy yo —respondió enseguida—. He venido a traerte vida, viejo demonio… o a renovar tu no-muerte.
Demasiado tarde, Dragosani, demasiado tarde. Ha llegado mi hora y debo responder al llamado de la oscura tierra. Incluso yo, Thibor Ferenczy, de la estirpe de los wamphyri. Mis privaciones han sido muchas y mi llama se hizo muy débil, y ahora es apenas un destello. ¿Qué puedes hacer tú ahora por mí, hijo? Me temo que nada. Todo ha terminado…
—¡No, no puedo creerlo! Te he traído vida, sangre fresca. Y mañana traeré más. En pocos días estarás otra vez vigoroso. ¿Por qué no me dijiste que las cosas habían llegado al límite? ¡Yo estaba seguro de que me engañabas! ¿Cómo podía creerte, si siempre me habías mentido?
Tal vez ése fue mi error —respondió después de un instante la criatura enterrada—, pero si mi propio padre y mi hermano me odiaban, ¿por qué habría de fiarme de mi hijo? Y de un hijo por procuración, por decirlo así. No eres carne de mi carne, Dragosani. Claro está que nos hicimos promesas, pero eran demasiadas para creer que pudieran cumplirse. Pero tú has prosperado algo, gracias a tu conocimiento de la nigromancia, y yo al menos he probado una vez más la sangre, por vil que ésta fuera. Así pues, que haya paz entre nosotros. Estoy demasiado débil para que nada me inquiete…
Dragosani se adelantó un paso.
—¡No! —dijo otra vez—. Todavía tienes que enseñarme cosas, los secretos de los wamphyri…
¿No se había estremecido el suelo bajo sus pies? ¿Estaban las presencias invisibles un poco más cerca? Dragosani retrocedió contra el árbol.
La voz en su mente suspiró. Era el suspiro de alguien fatigado de las cosas terrenas, de alguien impaciente por sumirse en el olvido. Y Dragosani olvidó que se trataba del mentiroso suspiro de un vampiro.
¡Ah, Dragosani, Dragosani! No has aprendido nada. ¿No te dije que la sabiduría de los wamphyri le está vedada a los mortales? ¿No te dije que para conocer hay que convertirse en uno de ellos, y que no hay otro camino? Vete, hijo mío, y déjame librado a mi destino. ¿Por qué habría de darte el poder de regir el mundo mientras yo, entenado aquí, me convierto en polvo? ¿Es eso justo?
Dragosani estaba desesperado.
—Acepta entonces la sangre que te he traído, la tierna carne. Recupera tus fuerzas. Yo aceptaré tus condiciones. Si tengo que convertirme en un wamphyri para aprender todos sus secretos, que así sea —mintió Dragosani—. Pero sin ti no puedo hacerlo.
La criatura enterrada permaneció un instante en silencio mientras Dragosani, ansioso, esperaba. Tuvo la sensación de que la tierra había vuelto a temblar, aunque casi imperceptiblemente, bajo sus pies. Pero sin duda sólo era su imaginación, el saber que un ser antiguo y malvado, corrompido y no-muerto yacía allí, enterrado. A su espalda el árbol parecía sólido como una roca, y Dragosani no sospechó que su tronco estaba ahuecado por la carcoma. Pero lo estaba, y algo comenzó a filtrarse desde la tierra al carcomido tronco.
En otras circunstancias, Dragosani quizás habría percibido el movimiento, pero en ese preciso instante Thibor volvió a hablarle y distrajo su atención.
¿Has dicho que tenías un regalo para mí?
La inmaterial voz del vampiro sonaba interesada, y Dragosani vislumbró un rayo de esperanza.
—Sí, sí. Aquí, a mis pies. Carne fresca, sangre.
Cogió una de las aves y le apretó la garganta de tal modo que sus chillidos cesaron de inmediato. Y un segundo después cogió una navaja de brillante acero que llevaba en el bolsillo y le cortó el pescuezo. Saltó un chorro de sangre, y unas plumas revolotearon y cayeron lentamente a tierra cuando Dragosani arrojó el cadáver del pollo hacia adelante.
El mantillo de hojas que cubría el suelo absorbió la sangre como una esponja absorbe el agua, pero detrás de Dragosani un seudópodo de putrefacción se deslizó rápidamente por el interior del árbol hueco y su extremo, de un blanco leproso, encontró el agujero que había dejado una rama seca y caída, y asomó al exterior por encima de la cabeza de Dragosani, a menos de cuarenta centímetros. La punta del tentáculo latía, brillaba con una extraña vida propia, con la urgencia fetal de una especie extranjera.
Dragosani cogió el segundo pollo por el cogote, y se adelantó dos pasos, hasta el mismo límite de la zona «segura».
—Y hay más, Thibor. Aquí, en mi mano. Demuéstrame un poco de confianza, un poco de fe, y háblame de los poderes que tendré cuando me convierta en alguien como tú.
Yo… yo siento la roja sangre que empapa el suelo, hijo, y es buena. Pero sigo creyendo que has venido demasiado tarde. No te echaré la culpa. Reñimos, y yo tengo la culpa tanto como tú, de modo que olvidemos el pasado. Sí, y no terminaré sin darte antes una pequeña muestra de lo que he llegado a sentir por ti, sin compartir un pequeño secreto.
—Estoy esperando —dijo, impaciente, Dragosani—. Sigue.
En el comienzo —dijo la criatura enterrada—, todas las criaturas eran iguales. Los vampiros originales eran seres naturales, como los primeros hombres, y así como el hombre vivía de las criaturas inferiores que lo rodeaban, también lo hacía el vampiro. Ambos, como ves, éramos de alguna manera parásitos. Todos los seres vivos lo son. Pero mientras el hombre mataba a las criaturas de las que se alimentaba, el vampiro era más bondadoso: él simplemente hacía de ellos sus huéspedes. No morían, sino que se convertían en no-muertos. De esta manera un vampiro no es menos natural que la lamprea, la sanguijuela o incluso el humilde mosquito; excepto que su huésped vive, se vuelve casi inmortal, y no es consumido como sucede habitualmente en la posesión parasitaria. Pero a medida que el hombre evolucionó hasta convertirse en el huésped perfecto, también evolucionó el vampiro, y cuando el hombre se convirtió en la criatura que dominaba a todas las demás, el vampiro compartió ese poder.
—Simbiosis —dijo Dragosani.
Puedo leer el significado de esa palabra en tu mente —dijo Thibor—, y lo que has dicho es correcto, salvo que el vampiro aprendió muy pronto a no delatar su presencia. Porque, junto con la evolución, se produjo un cambio singular: antes el vampiro podía vivir separado de su huésped; ahora, dependía de él por completo. De la misma manera que la lamprea glutinosa muere sin un pez huésped, el vampiro necesita a su huésped para existir. Pero los hombres, cuando descubrían a un vampiro dentro de uno de los de su especie, lo mataban. Y lo que es peor, aprendieron a matar al ser superior que se alojaba en el ser humano.
Pero no era éste el único problema de los vampiros. Cuando se trata de corregir sus errores, la naturaleza es muy extraña, y absolutamente despiadada. Ella no había planeado la inmortalidad para ninguna de sus criaturas. Nada de lo que la naturaleza crea puede vivir eternamente. Con todo, había una criatura que parecía desafiar esta ley inflexible, una criatura que, salvo accidente, podía sobrevivir de modo indefinido. Y, furiosa, la naturaleza descargó su ira en los wamphyri. Y a medida que pasaron los siglos, y la tierra vivió todas sus edades hasta llegar al presente, mis ancestros vampiros fueron presa de una debilidad. Se desarrolló en ellos de generación en generación, con el paso del tiempo. En una constricción de la naturaleza, y era ésta: puesto que los vampiros raramente mueren, ella les permitiría nacer con igual —y escasísima— frecuencia.
—Y ésa es la razón de que seáis una raza que se extingue.
Sólo podemos reproducirnos una vez en la vida, por larga que esa vida sea.
—¡Pero si sois tan potentes! Puedo ver que el problema no radica en vuestros machos. ¿Son estériles vuestras hembras? Quiero decir, ¿tienen sólo una oportunidad de procrear?
¿Nuestros «machos», Dragosani? —resonó la voz en la mente de Dragosani, con un matiz irónico que no había aparecido hasta ese momento—. ¿Nuestras «hembras»?…
Y el nigromante retrocedió una vez más hasta apoyarse en el árbol.
—¿Qué dices?
¡Machos y hembras! ¡No, Dragosani! Si la naturaleza nos hubiera abrumado con ese problema, hace tiempo que ya nos habríamos extinguido.
—¡Pero tú eres un macho! Sé que lo eres.
Lo era mi huésped humano.
Dragosani tenía los ojos muy abiertos en la oscuridad. Algo en su interior le decía que huyera. Pero… ¿de qué? Sabía que la criatura enterrada no podría, o no se atrevería, a hacerle daño.
—Entonces… ¿eres una hembra?
Creí haberme explicado claramente. No soy ni una ni otra cosa.
Dragosani no estaba seguro de la palabra adecuada para describir aquello.
—¿Eres un hermafrodita?
No.
—¡Asexuado, entonces! ¡Agámico!
Una gota perlada comenzó a formarse en el pálido y pulsátil extremo del leproso tentáculo, que asomaba por el agujero del árbol, arriba de la cabeza de Dragosani. A medida que crecía tomaba la forma de una pera, colgaba, comenzó a temblar. Arriba de la gota se formó un ojo carmesí, sin párpado, de mirada fija y obsesiva.
—Entonces, ¿cómo se explica tu lujuria, la noche que poseímos a la chica?
La lujuria no era mía, Dragosani; era tuya.
—¿Y todas las mujeres que has poseído en el cuerpo de tu vida?
La energía era mía; la lujuria, de mi huésped.
—Pero…
¡Ahhhh!—la voz en la mente de Dragosani dejó paso a un largo quejido—. ¡Hijo mío, hijo mío, ya estoy al borde del fin! todo… está… por terminar.
El nigromante, asustado, avanzó una vez más hacia el límite del círculo. ¡La voz era tan débil, tan llena de dolor y desesperación!
—¿Qué sucede? ¡Mira, aquí hay más comida! ¡Tómala!
Dragosani cortó el cuello del segundo pollo y arrojó su cadáver estremecido al suelo. La sangre roja fue absorbida por la tierra. La criatura enterrada bebió a grandes tragos.
Dragosani esperó, y al poco, oyó un «¡Ahhh!»
Pero ahora, al nigromante se le erizaron los pelos. De repente, percibía un gran vigor en el vampiro, y una astucia aún mayor. Retrocedió rápidamente… y en ese mismo instante, la gotita perlada arriba de su cabeza se volvió roja y cayó.
Fue a parar a la parte de atrás del cuello de Dragosani, justo debajo del cuello de la camisa. Él la sintió. Podría haber sido una gota de rocío caída del árbol, excepto que allí todo estaba muy seco, o bien el excremento de un pájaro, si alguna vez hubiera visto un pájaro en aquel lugar. La mano de Dragosani fue inmediatamente al cuello para limpiar lo que fuera… y no encontró nada. El huevo del vampiro no necesitaba oviscapto. Rápido como el mercurio había penetrado directamente a través de la piel, y ahora exploraba la columna vertebral de Dragosani.
Un instante después Dragosani sintió el dolor y con paso inseguro se apartó del árbol. Se dio cuenta de que había penetrado en lo que él consideraba la zona de peligro, pero siguió hacia adelante, impulsado por el dolor, cada vez más intenso. Esta vez fue incapaz de dominarse; huyó del círculo, chocando a ciegas con los troncos de los árboles que se interponían en su camino; tropezó y cayó. Y el dolor no lo abandonaba, el dolor en el cráneo, la presión en la columna, el fuego que le corroía las venas como un ácido.
Lo invadió el pánico, el mayor pánico de toda su vida. Se sintió morir; sintió que ese ataque, cualquiera fuera su causa, seguramente lo estaba matando. Era como si le estallaran todos los órganos internos, como si su cerebro ardiera.
En su interior, la simiente del vampiro había hallado un lugar de reposo en la cavidad del pecho. Acabó con la explotación y se dispuso a dormir. Sus ideas y venidas iniciales habían sido como los espásticos puntapiés de un recién nacido, pero ahora que estaba abrigado y a salvo, sólo deseaba descansar.
El agónico dolor abandonó a Dragosani en un instante, y fue tan grande su alivio que su organismo perdió el equilibro. Se desvaneció, abrumado por el intenso placer de la ausencia de dolor.
Harry Keogh dormía desparramado en la cama; el sudor le pegaba el pelo a la frente y sus brazos y piernas se sacudían en movimientos espasmódicos, en respuesta a un sueño que de alguna manera era algo más que un sueño. Su madre había sido una persona dotada de poderes paranormales, una médium bastante conocida, y la muerte no sólo no la había cambiado, sino que había mejorado su talento. A menudo, en el curso de los años, había visitado a Harry mientras éste dormía, tal como lo visitaba ahora.
Harry soñaba que era verano y estaban juntos en un jardín, el de su casa de Bonnyrigg. El río corría más allá de la cerca, entre orillas cubiertas de verde hierba. Era un sueño de agudos contrastes y vivos colores. Su madre era otra vez joven, una chica apenas, y él podría haber sido su joven amante, antes que su hijo. Pero en el sueño la relación entre ellos era muy clara y ella, como siempre, estaba preocupada por él.
—Harry, tu plan es peligroso y no resultará —dijo ella—. Además, ¿no te das cuenta de lo que estás haciendo? Si sale bien, será un asesinato, Harry. ¡Y tú no serás… no serás mejor que él!
Ella volvió la cabeza de dorados cabellos y sus ojos azules miraron, temerosos, hacia la casa.
La casa era una mancha oscura contra un cielo tan azul que hería los ojos. Se alzaba como un bloque de tinta congelada contra un fondo verde y azul, como recién volcada en un libro ilustrado para niños. No brillaba ninguna luz en ella, y nada escapaba a su doloroso, insondable vacío, como en los agujeros negros interestelares. Era negra a causa de quien la habitaba, tan negra como el hombre que vivía allí.
Harry hizo un gesto negativo con la cabeza y con un gran esfuerzo de voluntad apartó sus ojos de la casa.
—No será un asesinato —respondió—. ¡Será justicia! Ha conseguido escapar durante quince años. Yo era un niño, poco mas que un crío de pecho cuando él te arrancó de mi lado. Su crimen ha quedado impune hasta el presente. Ahora soy un hombre, pero ¿seguiré siéndolo si dejo las cosas como están?
—Harry, ¿no ves que la venganza no cambiará nada? No se subsana un error cometiendo otro.
Se sentaron en la hierba y ella lo abrazó y le acarició el pelo. Cuando Harry era un niño eso le encantaba. Harry miró otra vez la casa oscura como la tinta y se estremeció; después apartó rápidamente la mirada.
—No se trata sólo de que quiera vengarte, madre —dijo—. ¡Quiero saber por qué lo hizo! ¿Por qué te asesinó? Eras joven y hermosa, una mujer acaudalada y de talento. Tendría que haberte adorado, y sin embargo te mató. Te hundió y te retuvo bajo el hielo, y cuando estabas demasiado agotada para luchar, dejó que la corriente te arrastrara. Te mató con la misma frialdad que si fueras un gatito no deseado, el deforme de la carnada. Te arrancó la vida como quien arranca hierbajos el jardín, pero él era la mala hierba, y tú una rosa. ¿Qué lo movió a hacerlo? ¿Por qué?
Ella frunció la frente e hizo un gesto negativo con la dorada cabeza.
—No lo sé, Harry. Nunca lo he sabido.
—Tengo que descubrirlo. Y no puedo averiguarlo mientras él esté vivo, porque nunca confesará su crimen. De modo que tendré que hacerlo después de que muera. Los muertos nunca me niegan nada. Y eso significa… que tengo que matarlo. Y lo haré a mi manera.
—Es una manera muy terrible, Harry —ahora le tocó a ella estremecerse—. Lo sé.
Él asintió con una mirada helada en sus ojos.
—Sí, sé que lo sabes… y por eso debo hacerlo de esa manera.
Ella sintió otra vez miedo, y se abrazó a Harry.
—¿Y si algo sale mal? Si sé que tú estás bien, puedo descansar en paz, Harry. Pero si te sucediera algo…
—No me sucederá nada. Todo saldrá tal como lo he planeado. —Harry besó la frente de su madre, pero ella se aferró a él.
—Es un hombre inteligente, Harry. Ese Viktor Shukshin es muy listo, y malvado. Yo a veces lo percibía, y me fascinaba. ¿Qué era yo, después de todo, sino una jovencita? Y él… él era magnético. El alma rusa, que yo también sentía en mí; la obsesiva oscuridad de su mente, el magnetismo y la maldad. Éramos polos opuestos, y nos atraíamos. Yo sé que al principio lo amaba, a pesar de que percibía la negrura de su corazón. En cuanto a por qué me asesinó…
—¿Sí?
Ella hizo de nuevo un gesto negativo con la cabeza, los ojos azules empañados por el recuerdo.
—Había algo en él. Una especie de locura, algo innombrable que él no podía dominar. Eso lo sé, pero qué era exactamente… —y una vez más hizo un gesto negativo.
—Eso es lo que tengo que averiguar —repitió Harry—, porque yo tampoco podré descansar hasta que no lo haya descubierto.
—Shhh —lo hizo callar ella de repente, apretándolo con más fuerza—. Mira…
Harry miró. Una pequeña mancha de tinta se había desprendido de la gran masa de la casa. Tenía forma humana, y avanzó por el sendero del jardín; miraba aquí y allá y se retorcía las manos en un gesto de preocupación. En la parte de la mancha negra correspondiente a la cabeza brillaban dos óvalos plateados, ojos que condujeron a su dueño hasta la valla del fondo del jardín. Harry y su madre se acurrucaron juntos, pero por el momento el fantasma de Shukshin no les prestó atención. Llegó hasta donde estaban ellos, olfateó como si sospechara algo, igual que un perro, y siguió adelante. Se detuvo junto a la valla, se apoyó en ella, y durante unos instantes contempló la perezosa corriente.
—Sé lo que piensa —susurró Harry.
—¡Shhh! —volvió a hacerle callar su madre—. Viktor Shukshin puede percibir cosas. Siempre ha podido…
La mancha de tinta emprendió el regreso, deteniéndose de vez en cuando para olfatear de aquella manera tan extraña. Cuando estuvo cerca de la pareja, la cosa-Shukshin pareció mirar a través de ellos con sus ojos de plata. Después parpadeó y continuó hacia la casa, retorciéndose las manos como antes. Cuando se fundió con la casa, resonó el golpe de una puerta, y luego el eco.
El sonido se repitió en la cabeza de Harry, retumbó metamorfoseándose del portazo original a una serie de golpes: ¡Rat-tat-tat! ¡Rat-tat-tat!
—Tienes que irte —dijo su madre—. Ten cuidado, Harry. ¡Mi pobrecito Harry!
Harry se despertó en su apartamento. Por la inclinación de los rayos del sol que entraban por la ventana supo que eran las últimas horas de la tarde. Había dormido cerca de tres horas, más de lo que deseaba. Se sobresaltó cuando oyó que seguían los golpes en la puerta. ¡Rat-tat-tat!
¿Quién podía ser? ¿Brenda? No, no la esperaba. Si bien era sábado, la joven trabajaba horas extra, arreglando el pelo de las damas elegantes de Harden. ¿Quién, pues, llamaba a la puerta?
¡Rat-tat-tat! Con insistencia.
Harry bajó de la cama con movimientos lentos y fue hacia la puerta. Tenía el pelo revuelto y los ojos llenos de sueño. Rara vez llamaban a su puerta, y a él le gustaba que así fuera. Esto era una intrusión, algo con lo que había que vérselas rápidamente y con decisión. Se subió la cremallera de los pantalones, se puso una camisa, y… y volvieron a llamar.
Afuera, sir Keenan Gormley esperaba; sabía que Harry Keogh estaba en casa. Lo supo cuando se acercaba por la calle, lo había percibido mientras subía las escaleras. Los poderes de percepción extrasensoriales de Keogh estaban impresos en el aire del lugar como una huella digital sobre un cristal. Porque Gormley estaba dotado de la misma facultad que Shukshin y Borowitz: también él era un «observador». Gormley sabía instintivamente cuándo estaba en presencia de un PES, y el aura PES de Keogh era la más poderosa que había percibido nunca, de modo que mientras esperaba ante la puerta se sentía como si estuviera cerca de un gran generador.
Harry Keogh abrió la puerta.
Gormley lo había visto antes, pero nunca desde tan cerca. Durante las últimas tres semanas, en que se había alojado en casa de Jack Harmon, ambos habían seguido a Keogh de vez en cuando; habían vigilado atentamente al joven, aunque con discreción. En dos ocasiones los había acompañado George Hannant, y Gormley no había necesitado mucho tiempo para convencerse, como los otros dos, de que Keogh era realmente muy especial. Era evidente que Hannant y Harmon tenían razón: era un nigroscopio. Tenía el poder de relacionarse de manera inteligente con los muertos. Durante las pasadas tres semanas, Gormley había pensado mucho en el extraño talento de Keogh, y había decidido que le gustaría enormemente tenerlo bajo su control. Ahora debía encontrar la manera de que Keogh aceptara la idea.
Harry Keogh, parpadeando para borrar de sus ojos los últimos restos de sueño, miró de arriba abajo a su visitante. Tenía la intención de mostrarse brusco con el que llamaba a la puerta, fuera quien fuese, ver qué quería y acabar con aquello lo antes posible, pero una sola mirada fue suficiente para darse cuenta de que Gormley no se marcharía. El hombre tenía un aire modesto y sin pretensiones, pero también dejaba traslucir una enorme inteligencia, y esto, unido a una sonrisa encantadora y a su mano tendida, formaban una combinación irresistible.
—¿Harry Keogh? —preguntó Gormley, sabiendo, claro está, que era él, y luego extendió un poco más la mano para forzar a Harry a que se la estrechara—. Soy sir Keenan Gormley. Usted no me conoce, pero yo he oído hablar de usted. En realidad, debo decir que lo sé prácticamente todo acerca de usted.
El vestíbulo estaba pobremente iluminado y Harry no distinguía muy bien las facciones de su interlocutor. Por último estrechó brevemente la mano del hombre, y se hizo a un lado para que entrara al apartamento. El contacto con Gormley, aunque fugaz, le dijo muchas cosas. La mano de sir Keenan era firme pero flexible, su apretón de manos, frío pero honesto; no prometía nada, pero tampoco amenazaba. Era la mano de alguien que podía llegar a ser su amigo. Salvo que…
—¿Lo sabe todo sobre mí? —Harry no estaba seguro de que aquella frase le gustara—. Bueno, no creo que sea mucho. No soy una persona interesante.
—No estoy de acuerdo —dijo Gormley—. Usted es excesivamente modesto.
Keogh inspeccionó a su visitante a la luz de las ventanas. Podía tener cualquier edad entre cincuenta y sesenta años, pero probablemente estaba más cerca de la segunda cifra. Sus ojos verdes eran levemente opacos y la piel de su cara estaba cubierta por pequeñas arrugas. Tenía una cabeza grande, de frente despejada, y cabellos grises y bien peinados. Medía poco más de un metro setenta y cinco centímetros, y su bien cortada chaqueta no alcanzaba a disimular del todo unos hombros levemente caídos. Sir Keenan Gormley no estaba en la flor de la juventud ni mucho menos, pero Harry Keogh pensó que aún tenía unos cuantos años por delante.
—¿Cómo debo dirigirme a usted? —preguntó; era la primera vez que hablaba con un «sir».
—Llámeme Keenan, puesto que vamos a ser amigos.
—¿Está seguro? Quiero decir, de que vamos a ser amigos. Debo advertirle que no tengo muchos.
—Creo que es algo inevitable —dijo Gormley con una sonrisa—. Tenemos muchas cosas en común. De todas formas, he oído decir que usted tiene muchísimos amigos.
—Pues ha oído mal —respondió Harry, con el gesto ceñudo—. Puedo contar a mis verdaderos amigos con los dedos de una mano.
Gormley pensó que era mejor que fuera directamente al grano. Además, quería ver la reacción de Keogh ante algo que no se esperaba. Aquello podía constituir la prueba definitiva.
—Ésos son los amigos que están vivos —dijo con calma, y la sonrisa se borró gradualmente de su rostro—. Pero creo que los otros son muy numerosos.
Fue como si le hubiera dado a Harry con una granada. El joven se había preguntado muchas veces cómo se sentiría si alguien le hablaba de esta manera, y ahora lo supo. Se sentía enfermo.
Harry se tambaleó, encontró una desvencijada silla de mimbre y se dejó caer en ella. Se estremeció, pálido como un muerto, tragó saliva y miró a Gormley con la expresión de un animal acosado.
—No sé de qué habla… —comenzó por fin a decir con voz que parecía un granizo, pero Gormley le interrumpió.
—¡Sí que lo sabe, Harry! Sabe muy bien de qué estoy hablando. Usted es un Higroscopio. ¡Y probablemente sea el único nigroscopio verdadero en todo el mundo!
—¡Usted está loco! —exclamó desesperado Harry—. Viene a mi casa y me acusa de… de cosas raras. ¿Un nigroscopio? ¡Eso no existe! Todo el mundo sabe que no se puede… que no se puede…
Se sentía atrapado, y no pudo acabar la frase.
—¿Qué es lo que no se puede, Harry? ¿Hablar con los muertos? Pero usted lo hace, ¿verdad?
Un sudor frío mojó la frente de Harry. Luchó por respirar. Estaba atrapado y lo sabía. Atrapado como un demonio necrófago con un corazón chorreando sangre en las manos, atrapado como el violador iluminado por la linterna de un policía, jadeante entre las piernas de su víctima. Nunca había pensado que cometía un delito —jamás había hecho daño a nadie—, pero ahora…
Gormley se adelantó, lo cogió por los hombros y lo sacudió.
—¡Basta, hombre! Parece un chiquillo al que han sorprendido masturbándose. Usted no está enfermo, Harry. Lo que hace no es una enfermedad ni un delito. ¡Usted tiene un don!
—Es algo secreto —protestó débilmente Harry—. Yo… yo no les hago daño. Eso es algo que no haría jamás. Sin mí, ellos no tendrían con quién hablar. ¡Están tan solos!
Harry hablaba atropelladamente, convencido de que estaba en apuros, e intentando zafarse del asunto con su cháchara. Pero Gormley no quería de ninguna manera ganarse su antipatía.
—Está bien, hijo, está bien. Tómeselo con calma, nadie lo acusa de nada.
—¡Pero es un secreto! —insistió Harry, ahora enfadado—. O lo era. Pero ahora, si la gente lo sabe…
—No lo sabrán.
—¡Pero lo sabe usted!
—Mi trabajo consiste en enterarme de estas cosas. Vuelvo a decírselo, hijo; usted no está en dificultades, al menos en lo que a mí respecta.
Gormley era tan convincente, tan tranquilo… ¿Era un amigo, un verdadero amigo, o era otra cosa? Harry no podía dominar su pánico, la conmoción de saber que alguien más estaba enterado. La cabeza le daba vueltas. ¿Podía confiar en este hombre? ¿Se atrevería a confiar en alguien? ¿Y si Gormley pretendía acabar con sus actividades como nigroscopio? ¿Qué sucedería entonces con sus planes para vengarse de Viktor Shukshin? ¡Nada debía impedir la venganza!
Proyectó su mente con desesperación, y estableció contacto con un estafador que estaba enterrado en el cementerio de Kesington.
Gormley percibió el poder que en ese instante emanaba de Harry, una energía pura que no se parecía a nada que él hubiera experimentado antes, y que le puso los pelos de punta y aceleró de modo alarmante los latidos de su corazón. ¡Aquí estaba! Esto era el talento del nigroscopio en acción. Gormley estaba tan seguro de ello como de su propia existencia.
Harry, sentado en su silla, se había replegado en una masa compacta, encogido. Antes había estado pálido como la nieve y sudando a mares, pero ahora…
Se irguió en la silla y mostró los dientes en una sonrisa feroz, echó la cabeza hacia atrás y las gotas de sudor volaron a su alrededor. Se desenroscó como una serpiente, y el pánico lo abandonó en un segundo. Su mano no temblaba cuando se apartó el pelo húmedo de la frente. El color volvió rápidamente a su rostro.
—Bien, eso es todo —dijo sonriendo—. La entrevista ha terminado.
—¿Cómo? —Gormley estaba asombrado ante la transformación.
—De eso se trataba, ¿no? De una entrevista. Usted vino para averiguar cosas sobre Harry Keogh, el escritor. Alguien le habló del argumento del relato que estoy escribiendo, aunque nadie debería conocerlo, dicho sea de paso, y usted me lo soltó de improviso para ver mi reacción. Es un relato de terror, y usted oyó decir que yo siempre vivo en la realidad las fantasías que escribo. De modo que cuando «vivo» el personaje del nigroscopio —éste es un neologismo que yo mismo he inventado— lo hago con gran poder de convicción. Soy un buen actor, ¿no es verdad? Bueno, usted ha tenido un espectáculo gratis y yo me he divertido, y ahora damos la entrevista por terminada. —La sonrisa se borró bruscamente de su cara, y en su lugar apareció una expresión de amargo sarcasmo—. Ya sabe dónde está la puerta, Keenan…
Gormley sacudió lentamente la cabeza en un gesto de negación. Al principio se había quedado atónito, pero luego su instinto recuperó el dominio de la situación. Y su instinto le dijo lo que estaba sucediendo.
—Eso ha estado muy bien —dijo—, pero no lo bastante como para engañarme. ¿Con quién está hablando, Harry? O, mejor dicho, ¿quién habla por medio de usted?
Durante un instante los ojos de Harry mantuvieron su mirada desafiante, pero luego Gormley percibió otra vez el fluir de la extraña energía cuando el joven rompió el contacto con su listo, muerto y desconocido amigo. El rostro de Harry cambió visiblemente; desapareció la ironía y el joven fue otra vez el de siempre. Pero retuvo algo de la tranquilidad de los instantes previos; el pánico había pasado.
—¿Qué quiere saber? —preguntó con voz fría e inexpresiva.
—Todo —respondió de inmediato Gormley.
—Pero usted dijo que ya lo sabía.
—Pero quiero que me lo cuente usted. Sé que no puede explicarme cómo lo hace, y ciertamente no quiero saber por qué lo hace. Digamos que usted descubrió que tenía una habilidad que podía utilizar para mejorar su vida. Es comprensible. No, yo quiero los hechos. El alcance de su talento, por ejemplo, y sus limitaciones. Hasta hace unos minutos ignoraba que pudiera ejercerlo a distancia. Quiero saber de qué habla, y qué cosas les interesan a ellos. ¿Lo consideran un intruso, o se alegran de hablar con usted? Como ya le he dicho, quiero saberlo todo.
—Si ni hablo, ¿me veré en… en dificultades?
—¡No se trata de eso! No, al menos por el momento.
Harry sonrió con amargura.
—¿Vamos a ser «amigos», entonces?
Gormley cogió una silla y se sentó frente al joven.
—Harry, nadie sabrá nada de usted, se lo prometo. Sí, vamos a ser amigos, porque nos necesitamos mutuamente y porque otros nos necesitan a ambos. Ya sé, usted probablemente piensa que no me necesita, ¡Qué yo soy lo que menos necesita en la vida! Pero esto es sólo por ahora. En el futuro tendrá necesidad de mí, se lo puedo asegurar.
—¿Y por qué me necesita usted? —preguntó Harry, no del todo convencido—. Además, antes de que le cuente nada, antes de que ni siquiera admita que lo que usted dice es cierto, será mejor que me diga una o dos cosas.
Gormley esperaba algo por el estilo. Hizo un gesto de asentimiento, miró a Harry a los ojos, y respiró hondo.
—Muy bien. Lo haré. Usted ya sabe quién soy, de modo que ahora le diré qué hago, y en qué consiste mi trabajo. Y algo que es aún más importante, le hablaré de la gente que trabaja conmigo.
Gormley le habló a Harry de la Organización E británica, y también le contó todo lo que sabía —que no era mucho— de las organizaciones equivalentes de los americanos, los franceses, los rusos y los chinos. Le contó lo de los telépatas que podían hablar unos con otros de un extremo al otro del mundo, sin teléfono, sólo con la mente. Habló también de la precognición, la habilidad de penetrar en el futuro y hablar de acontecimientos que aún no han sucedido; sobre la telequinesis y la psicoquinesis, y los hombres que pueden mover objetos sólidos con la fuerza de su voluntad, y sin recurrir a la fuerza física. Le habló de la «videncia» y de un hombre que conocía, y que podía decir qué estaba sucediendo en cualquier lugar del mundo en ese preciso instante; sobre la cura por imposición de manos, y de un «médico» que tenía el supremo poder de la vida en sus manos y hacía desaparecer cualquier enfermedad. Gormley le dio detalles sobre todas las personas dotadas de percepción extrasensorial que tenía bajo su mando, y le dijo que en la organización había también un lugar para Harry. Y le habló con tanta comprensión, claridad y convicción que Harry se dio cuenta de que le decía la verdad.
—De modo que ya ve, Harry, usted no es monstruo. Puede que su talento sea único, pero hay otras personas que también tienen poderes especiales. Su abuela los tenía, y se los transmitió a su madre. Ella, a su vez, se los ha pasado a usted, y sólo Dios sabe de qué serán capaces sus propios hijos, Harry Keogh.
Después de un largo rato, y cuando había sido capaz de asimilar la información recibida, Harry dijo:
—Entonces, ¿quiere que trabaje para usted?
—Para decirlo en pocas palabras, sí.
—¿Y si me niego?
—Harry, yo lo he encontrado. Soy un «observador»; no tengo talento extrasensorial, pero puedo ver a alguien que lo tiene a dos kilómetros de distancia. Esa es la única habilidad fuera de lo normal que poseo. Pero hay otros como yo, lo sé con seguridad. Y uno de ellos es el director de la organización rusa. Yo he venido a verlo y he puesto mis cartas sobre la mesa. Le he hablado de cosas sobre las que hubiera debido guardar silencio; lo he hecho porque quiero que confíe en mí, y porque pienso que puedo confiar en usted. De mí, no tiene nada que temer, Harry, pero no puedo decir lo mismo de los del otro lado.
—¿Quiere decir… que tal vez ellos también me encuentren?
—Esa gente progresa día a día, Harry, igual que nosotros. Tienen al menos un agente en Inglaterra. No lo conozco, pero lo he sentido cerca de mí. Sé que me miraba, me vigilaba. Es probable que sea también un «observador». Lo que quiero decirle es lo siguiente: yo lo he encontrado, de modo que ellos también pueden hacerlo. Y la diferencia es que con ellos no podrá elegir.
—¿Y con usted puedo hacerlo?
—Claro que sí. Se une a nosotros, o no se une. La decisión la debe tomar usted, Harry. Tómese un tiempo para pensarlo. Pero que no sea muy largo. Como le dije, lo necesitamos. Cuanto antes mejor.
Harry pensó en Viktor Shukshin. Él no podía saberlo, pero Shukshin era el hombre que Gormley había «sentido» que lo vigilaba.
—Antes de tomar una decisión tengo que hacer algunas cosas —dijo Harry.
—Claro. Lo comprendo.
—Puede que me lleve algún tiempo, unos cinco meses, quizá…
—Si no hay más remedio… —asintió Gormley.
—No, no lo hay. —Harry sonrió por primera vez sincera, tímidamente—. ¡Necesito tomar algo! ¿Quiere un café?
—Sí, muchas gracias. —Gormley le devolvió la sonrisa—. Y mientras lo bebemos, ¿por qué no me habla de usted mismo?
Harry sintió como si le quitaran un gran peso de encima.
—Sí —asintió—. Creo que lo haré.
Harry Keogh terminó su novela quince días después y comenzó a «prepararse» para Viktor Shukshin. Un anticipo sobre el libro le proporcionó el dinero necesario para vivir los próximos cinco o seis meses, hasta que llevara a cabo su cometido.
El primer paso fue ingresar en un grupo de fanáticos de la natación, que se bañaban en el mar del Norte un mínimo de dos veces por semana durante todo el año, incluyendo los días de Navidad y Año Nuevo. Eran conocidos porque en ocasiones rompían el hielo en el embalse de Harden y se sumergían, en un espectáculo a beneficio de la Fundación Británica contra las Enfermedades del Corazón. Brenda, que era una joven muy sensata, excepto en lo que concernía a Harry, pensó que estaba loco.
—Está muy bien en el verano, Harry —le había dicho una noche, cuando estaban acostados y desnudos en el apartamento del joven—, pero ¿qué harás cuando comience a hacer frío? No puedo imaginarte rompiendo el hielo para nadar. ¿Y a qué viene esta repentina locura por la natación?
—Es simplemente una manera de mantenerme en forma —le había dicho él mientras la besaba en los pechos—. ¿No quieres que esté fuerte y sano?
—A veces, creo que estas demasiado sano —respondió Brenda, mientras la erección de él se hacía más pronunciada bajo sus caricias.
De hecho, Brenda era entonces más feliz que en los tres años anteriores. Harry se mostraba mucho más abierto, menos melancólico, más activo y divertido. Su repentino interés por los deportes no se limitaba sólo a la natación. También iba a clases de defensa personal y practicaba judo en un pequeño club de Hardepool. Después de una semana, el entrenador había dicho que tenía un talento «natural» para este deporte, y que esperaba verlo llegar muy lejos. El hombre no sabía, claro está, que Harry tenía otro entrenador, un antiguo campeón de judo del ejército, que ahora había transferido todas sus habilidades a Harry.
En cuanto a la natación, Harry se había considerado siempre un buen nadador, pero al principio todos los demás del grupo lo aventajaban. Esto fue así hasta que el joven consiguió un nadador olímpico que había muerto en un accidente de coche en 1960, hecho que constaba en la lápida del cementerio de St. Mary, en Stockton. Harry fue recibido con entusiasmo por el fallecido deportista —aunque su plan fue aceptado con reservas—, y el nuevo amigo del joven se unió con gran aplomo a la diversión y los juegos.
Pero incluso con esta ayuda, había que superar el aspecto físico del asunto. La mente del nadador profesional podía resolver los problemas técnicos de Harry, pero no podía hacer nada con respecto a su escasa musculatura; sólo la práctica le permitiría solucionar este problema. A pesar de todo esto, sin embargo, Harry progresaba rápidamente.
En septiembre se dedicó por entero a nadar por debajo de la superficie del agua; controlaba constantemente cuánto tiempo podía nadar sin salir a respirar. La primera vez que hizo dos largos completos sin salir a respirar fue un día muy especial para Harry; en la piscina todos habían dejado de nadar para observarlo. Esto sucedió en la piscina pública de Seaton Carew, y cuando terminó, uno de los monitores se acercó a preguntarle cuál era su secreto. Harry se encogió de hombros y respondió:
—Es una cuestión mental. Fuerza de voluntad, creo.
Esto era verdad, pero Harry no dijo que, si bien la voluntad era suya, la mente no lo era por entero…
Cuando terminó octubre, Harry disminuyó la frecuencia y la intensidad de su entrenamiento de judo. Sus progresos habían sido demasiado rápidos, y los profesores del club estaban un poco recelosos. Con todo, sabía que ahora podía defenderse solo perfectamente, incluso sin la ayuda del sargento Graham Lane. En esa misma época comenzó a patinar sobre hielo, la última disciplina que le faltaba dominar.
Brenda, que era buena patinadora, estaba atónita. Había intentado muchas veces convencer a Harry para que la acompañara a la pista de patinaje de Durham, pero él se había negado. Eso no era raro; la muchacha conocía en parte cómo había muerto su madre. Brenda, sin embargo, pensaba que él debía enfrentarse a sus temores. Ella no sabía que el temor no era solamente de Harry, sino también de su madre. Al final, no obstante, Mary Keogh acabó por entrar en razón e incluso ayudó a su hijo.
Al principio estaba aterrorizada —el hielo, la memoria, el horror de su muerte, siempre presente—, pero al poco rato ya disfrutaba patinando tanto como cuando estaba viva. Disfrutaba por intermedio de Harry, y él, a su vez, se beneficiaba de su maestría en este deporte. Muy pronto pudo bailar y ejecutar complicadas piruetas con Brenda, a lo largo de la pista, con gran asombro por parte de la muchacha.
—Hay algo de lo que estoy segura, Harry Keogh —dijo Brenda, jadeante, mientras bailaban por la pista helada y su aliento ascendía como nubecitas en el frío aire—. Contigo una nunca se aburre. ¡Vaya, si después de todo eres un atleta!
Y en ese instante Harry se dio cuenta de que realmente hubiera podido serlo, si no fuera porque debía ocuparse de cosas más importantes.
Y luego, en la primera semana de noviembre, cuando comenzaba el invierno, su madre había dejado caer una bomba…
Harry se sentía mejor que nunca, capaz de enfrentarse con el mundo entero, cuando una noche ella lo visitó en sueños. Cuando estaba despierto y deseaba hablar con su madre, Harry siempre podía comunicarse con ella. Pero cuando dormía, era distinto. Ella tenía entonces acceso directo. Habitualmente, respetaba la intimidad de su hijo, pero en esta ocasión debía hablar con él de inmediato. Lo que tenía que decirle no podía esperar.
—¿Harry? —dijo ella metiéndose en el sueño del joven, y él la vio en medio de un neblinoso cementerio de lápidas altas como casas—. ¿Podemos hablar? ¿No te molesta?
—No, mamá, claro que no —respondió él—. ¿Qué sucede?
Ella lo cogió del brazo, y con la seguridad de que estaba comunicándose con él, expresó en un verdadero torrente de palabras toda su ansiedad y su miedo.
—Harry, he hablado con los otros. Me han dicho que corres un terrible peligro. Hay peligro en Shukshin, y si lo destruyes, hay peligro incluso más allá de él. ¡Harry, Harry, estoy terriblemente inquieta por ti!
—¿Peligro en mi padrastro? —Harry abrazó a su madre, en un esfuerzo por tranquilizarla—. Claro que lo hay, eso lo hemos sabido siempre. ¿Pero más allá de él? ¿Y con qué «otros» has estado hablando, mamá? No te entiendo.
Ella se apartó de él, y comenzó a enfadarse.
—¡Sí que me entiendes! —lo acusó—. Y si no me entiendes, es porque no quieres. ¿De quién crees que te viene tu talento, Harry, si no es de mí? ¡Yo hablaba con los muertos mucho antes de que tú nacieras! Claro está que no lo hacía tan bien como tú, pero hablaba. Todo lo que conseguía eran impresiones confusas, ecos, recuerdos que aún no se habían desvanecido, mientras que tú te comunicas realmente con ellos, aprendes de ellos, los invitas a entrar en ti. Pero ahora las cosas son diferentes. He tenido quince años para practicar mi arte, Harry, y lo hago mucho mejor que cuando estaba viva. Era absolutamente necesario que practicara, Harry, por tu propio bien. Si no ¿cómo podía cuidarte?
El volvió a abrazarla, y la miró a los ojos.
—No te enfades conmigo, mamá, no es necesario. Pero dime con quiénes has hablado.
—Con gente como yo, personas que cuando vivían eran médiums. Algunos llevan muertos poco tiempo en la escala del tiempo, como yo, pero otros yacen enterrados desde hace muchos, muchísimos años. Antaño eran llamados brujas y hechiceros… y a veces cosas peores. Muchos murieron por esa razón. Y es con ellos con quienes he hablado…
Aun estando dormido, Harry encontró aquello escalofriante: muertos que hablaban con otros muertos, comunicándose de tumba a tumba, juzgando los acontecimientos del mundo de los vivos, que habían abandonado para siempre. Se estremeció, y confió en que su madre no lo hubiera advertido.
—¿Y qué te han dicho?
—Te conocen, Harry, o al menos han oído hablar de ti. Tú eres el que ofrece su amistad a los muertos. Gracias a ti, los muertos tenemos un futuro. Gracias a ti, algunos de nosotros tenemos la oportunidad de terminar lo que dejamos inconcluso cuando vivíamos. Te consideran un héroe, Harry, y ellos también se preocupan por ti. Sin ti, no tienen ninguna esperanza. Ellos… ellos te imploran que renuncies a tu obsesión, a la venganza.
La expresión de Harry se hizo más dura.
—No puedo, mamá. Shukshin te mató, te puso en el lugar que ocupas ahora.
—Harry, no se está tan mal aquí. No estoy sola, ¿sabes?
—No lograrás convencerme, mamá. Sólo lo dices por mi propia seguridad, y lo único que consigues es que te quiera y te eche de menos terriblemente. La vida es un don, y Shukshin te la robó. Sé que no es bueno lo que estoy haciendo, pero tampoco es injusto. Y después, todo será diferente. Tengo planes. He heredado mi talento de ti, y cuando esto termine lo usaré para el bien. Te lo prometo.
—¿Pero antes te vengarás de Viktor?
—Debo hacerlo.
—¿Es tu última palabra?
—Sí.
Ella se desprendió de sus brazos, con un gesto de tristeza, y se alejó unos pasos.
—Les dije que ésa sería tu respuesta. Está bien, Harry, no discutiré más contigo. Ahora me iré, y dejaré que hagas lo que tienes que hacer. Pero hay algo que debes saber: tendrás dos advertencias, y no serán agradables. Una proviene de los otros, y la hallarás en este sueño. La otra te espera en el mundo de los vivos. Dos advertencias, Harry, y si no atiendes a ellas, será bajo tu propia responsabilidad.
La madre de Harry comenzó a alejarse entre las altas tumbas. La niebla que flotaba muy baja en el suelo le cubría los tobillos. Él intentó seguirla pero no pudo; la materia invisible de que están hechos los sueños se interpuso entre ambos. Los pies del joven parecían soldados a los guijarros que cubrían los senderos del cementerio.
—¿Advertencias? ¿Qué upo de advertencias?
—Sigue aquel sendero —señaló ella—, y encontrarás la primera. La otra vendrá de alguien en quien deberías confiar. Ambas son augurios de tu futuro.
—El futuro es incierto, madre —le dijo Harry al fantasma envuelto en niebla que se alejaba—. ¡Nadie puede verlo con claridad! ¡Nadie lo conoce con seguridad!
—Llámalo entonces tu futuro probable —respondió ella—. El tuyo, y también el de otras dos personas. De alguien que amas, y de alguien que solicitó tu ayuda.
Harry no estaba seguro de haber oído bien.
—¿Qué dices? —gritó lo más fuerte que pudo—. ¡Explícate, mamá!
Pero la voz de su madre, su figura y su mente ya se habían fundido con el brumoso remolino del sueño, y ella se había marchado.
Harry miró hacia donde había señalado su madre.
Las lápidas marchaban como piezas de un dominó gigante. Eran siniestras, aterradoras, y también lo era el sendero que había señalado la madre de Harry. En cuanto a las «advertencias», tal vez sería mejor que las ignorara. Quizá no debía seguir ese sendero. Pero no era necesario que caminara; su sueño lo llevaba por él.
Harry se deslizó sin oponer resistencia por el sendero de grava, entre hileras de tumbas imponentes, llevado por una fuerza onírica que no podía rechazar.
Tres lápidas más, pero éstas eran más siniestras que todas las otras juntas. Harry se deslizó por el espacio vacío hasta ellas, y cuando se acercó al lugar donde se alzaban altas como torres, la fuerza onírica lo depositó en el suelo y le devolvió la voluntad. Harry miró las lápidas, y la niebla que las velaba se desvaneció lentamente. Y el joven leyó la advertencia que los «otros» de que le hablara su madre le habían dejado grabada en la piedra.
La primera lápida decía:
BRENDA COWELL
NACIÓ EN 1958
MORIRÁ MUY PRONTO AL DAR A LUZ
AMÓ Y FUE AMADA CON ARDOR
En la segunda se leía:
SIR KEENAN GORMLEY
NACIÓ EN 1915
SUFRIRÁ PRONTO UNA MUERTE DOLOROSA
ESTUVO SIEMPRE AL SERVICIO DE SU PATRIA
Y en la tercera, decía:
HARRY KEOGH
NACIÓ EN 1957
LOS MUERTOS LO LLORARÁN
Harry abrió la boca y gritó su rechazo: «¡No!» Retrocedió alejándose de las ominosas lápidas, tropezó, abrió los brazos para amortiguar el golpe de la caída y… golpeó con la mano la mesilla de noche. Durante un instante permaneció inmóvil, despierto, el corazón le latía aceleradamente y luego se sobresaltó por segunda vez cuando sonó el teléfono.
Era Keenan Gormley. Harry se dejó caer en una silla, sin soltar el auricular.
—¡Ah, es usted! —dijo.
—¿Esperaba una llamada de otra persona, Harry? —preguntó su interlocutor, con tono muy serio.
—No, pero estaba durmiendo. Y el ruido del teléfono me ha sobresaltado.
—Lo siento, pero el tiempo pasa muy rápido y…
—Sí —respondió impulsivamente Harry.
—¿Cómo? ¿Ha dicho que sí? —se sorprendió Gormley.
—Quiero decir que sí, que acepto trabajar en su organización. Iré a verlo y hablaremos del asunto.
Harry llevaba ya algún tiempo pensando sobre la proposición de Gormley, tal como le había prometido, pero en realidad había sido el sueño —que era más que un sueño— lo que lo hizo decidirse. Su madre le había dicho que había alguien en quien debía confiar, alguien que había solicitado su ayuda. ¿Quién podía ser sino Gormley? Hasta este momento, había estado muy indeciso con respecto a la posibilidad de formar parte del grupo de personas con poderes extrasensoriales que dirigía Gormley. Pero, si había alguna manera de cambiar lo que Mary Keogh había llamado su «probable» futuro, el suyo, el de Brenda y el de Gormley, entonces…
—¡Eso es maravilloso, Harry! —La emoción de Gormley era evidente—. ¿Cuándo vendrá? ¡Tengo que mostrarle tantas cosas… y hay tanto que hacer! Además, hay una cantidad de personas que debe conocer.
—Todavía no puedo —Harry intentó poner los frenos—. Pero iré pronto, en cuanto pueda.
—¿Y cuándo podrá? —Gormley parecía decepcionado.
—Pronto —repitió Harry—. Cuando haya terminado lo que tengo que hacer.
—Muy bien —dijo Gormley, un tanto abatido—, entonces tendremos que esperarlo. Pero… por favor, Harry, no se demore mucho.
—No, le prometo que no lo haré.
Nada más colgar el auricular, el teléfono sonó de nuevo. Harry lo cogió.
—¿Harry? —preguntó Brenda con voz tímida.
—¿Brenda? Escucha, cariño —dijo Harry antes de que ella hablara—. Creo… quiero decir, me gustaría… estoy tratando de pedirte que… ¡Qué diablos!, ¿por qué no nos casamos?
—¡Oh, Harry! —suspiró ella, y él advirtió que era un suspiro de alivio—. ¡Me alegro tanto de que lo dijeras antes… antes de que…!
—Casémonos enseguida —la interrumpió él, e hizo un esfuerzo para hablar con calma, porque en su mente estaban grabadas las palabras que había leído sobre la lápida de Brenda en el transcurso del sueño.
—Precisamente por eso te llamaba —dijo la joven—. Y me alegro de que me lo hayas pedido, Harry. Porque me parece que no nos queda otra salida…
Y Harry no se sorprendió ante sus palabras.