Primavera de 1976
Viktor Shukshin estaba al borde de la bancarrota. Había derrochado la herencia de Mary Keogh-Snaith en diversos negocios fracasados; las contribuciones municipales que debía pagar por la gran casa cerca de Bonnyrigg eran altas, y el dinero que ganaba con sus clases particulares no le alcanzaba para vivir. Podría haber vendido la casa, pero estaba en tal estado de abandono que no hubiera obtenido mucho por ella. Además, la casa le permitía vivir retirado del mundo, algo que le era necesario. Si alquilara algunas de las habitaciones, se resentiría su intimidad. Por otra parte, no tenía el dinero necesario para poner las habitaciones en condiciones de ser alquiladas.
Poseía otras habilidades, además de su talento lingüístico, y en los últimos meses había hecho varios viajes a Londres para verificar y ampliar cierta información que había adquirido en los años que llevaba en las Islas Británicas, información que valdría una buena cantidad de dinero para ciertos partidos extranjeros muy interesados.
En resumen: Viktor Shukshin era un espía; al menos, esto era lo que había pretendido Gregor Borowitz cuando lo hizo salir de la URSS en 1957. En aquella época se produjo un endurecimiento de las relaciones Este-Oeste, y también de la política de Rusia con respecto a sus disidentes. Así pues, Shukshin no tuvo dificultades para entrar en Gran Bretaña «camuflado» de refugiado político.
Posteriormente, tras conocer a Mary Keogh y casarse con ella, Shukshin se encontró en tan buena posición económica que no cumplió las promesas hechas a su jefe soviético, y obtuvo la ciudadanía británica. Pero no había olvidado la razón de su venida a Gran Bretaña, y con vistas a asegurar su futuro, se preocupó por copiar información que a la larga pudiera ser útil a su madre patria. No hacía mucho tiempo, sin embargo, que había comenzado a darse cuenta de que estaba en una excelente posición. Si los soviéticos no le pagaban el precio que él solicitaba por la información, podía amenazarlos con contar a los británicos todo lo que sabía sobre cierta organización rusa.
Ésta era la razón por la que Shukshin había escrito, en esa brillante mañana de mayo, una carta en código a un corresponsal en Berlín —que no había tenido noticias de él en quince años, y ya no esperaba tenerlas—, quien a su vez enviaría la carta a Gregor Borowitz en Moscú. La carta ya estaba en el correo, y Shukshin acababa de regresar en su desvencijado Ford de la oficina de correos de Bonnyrigg.
Pero cuando cruzaba el puente de piedra que daba al camino de entrada Shukshin se sintió poseído por una extraña agitación que enseguida reconoció como producida por una antigua y peculiar energía que hizo correr un escalofrío por su espalda y erizó sus cabellos como la electricidad estática. Un joven delgado, de abrigo y bufanda, estaba de pie en el puente, apoyado sobre el parapeto, contemplando el lento paso del agua. El joven alzó la cabeza cuando pasó el coche de Shukshin, y sus ojos parecieron horadar la carrocería del coche y tocaron a Shukshin con su fría mirada. El ruso supo de inmediato que el forastero estaba dotado con poderes de percepción que excedían los de un hombre normal. Lo supo con absoluta certeza, porque también él poseía facultades extraordinarias. Shukshin era un «observador»; su talento consistía en el inmediato reconocimiento de las personas dotadas con poderes de percepción extrasensorial.
Por lo que se refiere a la identidad del joven, y el significado de su presencia allí en ese instante, había varias posibilidades. Podía tratarse de una coincidencia, de un encuentro accidental; no sería la primera ni la última vez que Shukshin tropezaba con una persona de estas características. Pero la percepción extrasensorial abarcaba una amplia gama de colores e intensidades, y ésta era muy intensa y color escarlata: una nube roja en la mente de Shukshin. La presencia del joven también podía ser intencionada: puede que lo hubieran enviado. La organización británica también debía de contar con «observadores», y tal vez habían descubierto a Shukshin, y lo vigilaban. Esta idea, teniendo en cuenta sus recientes viajes a Londres y lo que había descubierto acerca de la organización británica de espionaje mediante percepción extrasensorial, no era nada descabellada, y de repente sintió pánico. Pánico, y algo más, algo que debía dominar. Algo que hizo que sus ojos brillaran cuando pensó en lo fácil que habría sido maniobrar con el coche y aplastar al desconocido contra el parapeto. La emoción que sentía era odio, el mismo odio profundo y abismal que siempre había sentido hacia todos aquellos dotados de poderes paranormales.
Poco a poco la ira que sentía se fue desvaneciendo y Shukshin se miró las manos. Se había aferrado con tal fuerza a los bordes de la mesa que las puntas de los dedos estaban pálidas. Soltó la mesa y se reclinó en el asiento, respirando profundamente. Siempre sucedía lo mismo, pero había aprendido a controlar casi por entero sus emociones. Casi. ¡Si tan sólo no hubiera enviado la carta a Borowitz! Quizás había cometido una grave equivocación. Tal vez debería haber ofrecido sus servicios a los británicos. Puede que aún estuviera a tiempo de hacerlo, si actuaba sin demora. Antes de que pudieran investigarlo en profundidad…
Éstos eran su estado de ánimo y sus pensamientos cuando llamaron a la puerta. Como se sentía culpable, sufrió un fuerte sobresalto.
El estudio de Shukshin estaba en la parte de atrás de la planta baja, y tenía grandes ventanas que daban a un pequeño patio. Se puso de pie y se dirigió, por salones y pasillos, hacia el frente de la casa. Cuando estaba a mitad de camino, otro timbrazo sacudió sus tensos nervios.
—¡Ya voy! ¡Ya voy! —gritó.
Pero aminoró el paso e hizo un alto en el interior del pórtico acristalado. Distinguió a través de los opacos cristales una figura que reconoció de inmediato: era el joven del puente.
Shukshin supo que era él por dos vías: una era la de la simple observación, y podía ser errónea. La otra era más segura, tanto como una impresión digital: sintió otra vez la conmoción provocada por un peculiar campo energético y el calor del odio instintivo que sentía por los hombres dotados de percepción extrasensorial. Una oleada de emoción y de pánico despertó otra vez en él, e hizo un esfuerzo para dominarse antes de abrir la puerta. Bien, se había preguntado quién era el extranjero, ¿no es verdad? Pues ahora parecía que la incógnita se despejaría en muy poco tiempo. De una manera o de otra descubriría qué era lo que pasaba.
Shukshin abrió la puerta…
—¿Cómo está usted? —dijo Harry Keogh con una sonrisa, y le tendió la mano—. Usted debe de ser Viktor Shukshin, y me han dicho que es profesor de alemán y de ruso.
Shukshin no cogió la mano de Keogh y se quedó mirándolo fijo. Harry le devolvió la mirada. Aún sonreía, pero se le puso la piel de gallina; sabía que el hombre que tenía delante era el asesino de su madre. Apartó ese pensamiento; por el momento sólo quería mirar al extranjero al que pretendía destruir, y aprender todo lo que pudiera acerca de él.
El ruso tenía alrededor de cuarenta y cinco años, pero parecía por lo menos diez años más viejo. Tenía barriga y abundantes canas en su cabello oscuro; las patillas se le prolongaban en una barba puntiaguda que enmarcaba una boca de labios carnosos; tenía los ojos enrojecidos y muy hundidos. Su rostro era pálido y surcado por las arrugas. No parecía gozar de buena salud, pero Keogh sospechaba que era peligrosamente fuerte. Además, sus manos eran muy grandes y su espalda ancha, a pesar de que estaba levemente encorvado. Erguido, debía de tener un poco más de un metro ochenta de estatura. En conjunto, la suya era una figura imponente, si bien grotesca. Y —como recordó una vez más Keogh— era un asesino cuya sangre era fría como el hielo.
—Usted enseña idiomas, ¿no es verdad?
Algo parecido a una sonrisa apareció en el rostro de Shukshin y un tic nervioso hizo estremecer uno de los ángulos de su boca.
—En efecto —respondió; su voz era suave y profunda, y retenía un leve acento extranjero—. Supongo que alguien le ha dado mi nombre. ¿Quién me ha recomendado?
—No, no ha sido precisamente así —respondió Keogh—. He visto su anuncio en los periódicos. Nadie me ha enviado.
—¡Ah! —Shukshin era prudente—. ¿Y quiere que yo le dé clases? Perdone si me muestro algo lento, pero en la actualidad nadie parece muy interesado en estudiar idiomas. Yo sólo tengo uno o dos alumnos fijos. Claro que tampoco tengo tiempo para tomar a nadie más. Además, cobro bastante. Pero ¿no aprendió lo suficiente en la escuela?
—Escuela, no. Instituto —lo corrigió Keogh—. Es la historia de siempre. Cuando me lo enseñaban gratis, no tenía tiempo, y ahora debo pagar para aprender. Me propongo viajar mucho ¿sabe?, y pensé que…
—¿Y quiere mejorar su alemán?
—Y mi ruso.
En la mente de Shukshin sonó una alarma. Todo era falso, y él lo sabía. Además, había algo más en ese joven, aparte de su talento paranormal. Shukshin tuvo la extraña sensación de que lo conocía.
—Usted es un caso único —dijo por fin—. En la actualidad no hay muchos ingleses que quieran ir a Rusia, y menos que deseen aprender la lengua de ese país. ¿Irá por negocios o…?
—Sólo por placer —lo interrumpió Keogh—. ¿Puedo pasar?
Shukshin no quería que entrara a la casa y habría preferido cerrarle la puerta en las narices. Pero tenía que averiguar quién era y qué quería el joven en realidad, de modo que se hizo a un lado y Keogh entró. La puerta, que se cerró a sus espaldas, le pareció la tapa de un féretro. Casi podía percibir la hostilidad del ruso, su odio. Pero ¿por qué lo odiaba Shukshin, si ni siquiera lo conocía?
—No recuerdo si me ha dicho su nombre —dijo el ruso, mientras se dirigían a su estudio.
Keogh estaba preparado para esto. Esperó un instante, y siguió al otro en silencio hasta que llegaron al estudio, una habitación donde la luz entraba a raudales por las grandes ventanas. Y entonces dijo:
—Mi nombre es Harry, Harry Keogh…, padrastro.
Shukshin, que estaba a punto de sentarse a su mesa, se quedó inmóvil durante un instante, como si se hubiera vuelto de piedra, y después se volvió para mirar a su visitante. Keogh había esperado una reacción, pero no tan espectacular. El rostro del hombre estaba blanco como una máscara de escayola, enmarcada por las negras patillas y la barba. Los labios de Shukshin temblaban en una mezcla de miedo, impresión y… ¿rabia?
—¿Qué? —dijo Shukshin con voz de repente ronca—. ¿Qué dice? ¿Harry Keogh? ¿Qué es esto, una broma pesada?
Pero lo miró con más atención, y se dio cuenta por qué había pensado que lo conocía de antes. Entonces sólo era un niño, pero sus facciones eran las mismas. Sí, y eran también las de su madre.
En verdad, ahora que sabía quién era, el parecido era notable.
Y el joven, además, parecía poseer algo del salvaje don de su madre.
¡El don de su madre! El joven tenía dotes paranormales, era médium, lo había heredado de su madre. ¡Era eso! Shukshin podía percibir en él los ecos del don de su madre.
—¿Se encuentra bien, padrastro? —preguntó Keogh, fingiendo preocupación.
Le ofreció la mano, pero el otro la rechazó; fue tambaleándose hasta la silla que había junto a su mesa de trabajo y se dejó caer en ella.
—Ha sido una impresión muy fuerte —dijo—. Quiero decir, verte aquí, después de tanto tiempo… —Shukshin consiguió recuperar el dominio de sí mismo, suspiró aliviado y poco a poco se fue tranquilizando—. Una impresión muy fuerte —repitió.
—No quería asustarte —mintió Keogh—. Pensé que te gustaría verme, saber que he salido adelante en la vida. Además, me pareció que había llegado el momento de que te conociera. Después de todo, eres el único vínculo que tengo con el pasado, con mi infancia, con… con mi madre.
—¿Tu madre?
Shukshin se puso inmediatamente a la defensiva. Su cara había recuperado el color a medida que se iba tranquilizando. Resultaba evidente que no había sido descubierto por la organización británica de espionaje PES, y sus temores eran infundados. Keogh simplemente había ido a visitarlo, en un regreso a sus orígenes. El joven estaba interesado en su pasado. Pero si de verdad era así…
—¿Qué era todo eso de aprender alemán y ruso? —preguntó con tono brusco—. ¿Era necesario, en realidad, montar ese número sólo para verme?
Keogh se encogió de hombros.
—Sí, reconozco que todo era una estratagema para conseguir verte —explicó—, pero lo hice sin mala intención. Sólo quería ver si me reconocerías antes de que yo te dijera quién era. —Harry continuó sonriendo. Shukshin había recobrado el dominio de sí mismo, pero la ira le afeaba el rostro. Parecía un buen momento para dejar caer la segunda bomba—. De todas formas, hablo alemán y ruso mejor que tú, padrastro. A decir verdad, podría darte clases.
Shukshin se enorgullecía de su dominio de ambas lenguas. No podía creer lo que oía. ¿Qué decía este chico, que podía darle clases? ¿Estaba loco? ¡Shukshin había enseñado idiomas antes de que Harry Keogh naciera! El orgullo del ruso primó sobre sus confusas emociones y sobre el odio que provocaba en él toda persona dotada de percepción extrasensorial.
—¡Ja! ¡Eso es ridículo! Yo soy ruso. A los diecisiete años me gradué con honores en mi lengua materna, y obtuve mi diploma de alemán antes de cumplir los veinte. No sé de dónde sacas esas ideas tan raras, Harry Keogh, pero no me parecen muy sensatas. ¿De verdad crees que un par de cursos en el bachillerato pueden compararse con el trabajo de toda una vida? ¿O lo dices adrede para fastidiarme?
Keogh continuó sonriendo, pero ahora era una sonrisa con aristas duras. Se sentó frente a Shukshin, que lo miraba con desdén, y llegó con su mente hasta uno de sus viejos amigos, Klaus Grunbaum, un antiguo prisionero de guerra que se había casado con una joven inglesa y después de la guerra se había establecido en Hartlepool. Grunbaum había muerto de un infarto en 1955 y estaba enterrado en el cementerio de Grayfields Estate. No tenía la menor importancia que estuviera a unos doscientos cincuenta kilómetros de donde se hallaba Harry. Grunbaum le respondió, habló con él —y por medio de él— en un alemán rápido y perfecto. Se dirigió a Shukshin, sin dejar de mirarlo a los ojos.
—¿Qué te parece mi alemán, padrastro? Sin duda reconocerás que éste es el acento de Hamburgo. —Harry hizo una pausa, y cambió su acento (el de Grunbaum)—. O quizá prefieras el Hoch Deutsch, el acento de las élites refinadas que las masas tratan de imitar. ¿O prefieres que hable de manera aún más inteligente, como un filósofo quizá? ¿Eso te convencería?
—Muy listo —reconoció Shukshin con una sonrisa sarcástica; había abierto mucho los ojos mientras Harry hablaba, pero ahora volvió a entrecerrarlos—. Una demostración muy hábil de alemán dialectal, sí, y muy bien hablado. ¡Pero cualquiera puede memorizar en media hora una cuantas frases! El ruso ya es otra cosa.
La expresión de Keogh se endureció todavía más. Le dio las gracias a Klaus Grunbaum y dirigió su mente hacia otra parte, hacia un cementerio en Edimburgo. No hacía mucho lo había visitado para pasar un rato con su abuela rusa, muerta antes de que él naciera. Ahora volvió a encontrarse con ella, la utilizó para hablar con su padrastro en la lengua materna de éste. Harry comenzó a hablar sirviéndose del perfecto dominio del ruso de su abuela, e incluso de la mente de la mujer; pronunció una diatriba sobre «el fracaso del sistema represivo comunista», y sólo se calló cuando varios minutos más tarde Shukshin exclamó:
—¿Qué es esto, Harry? ¿Más tonterías aprendidas de memoria? ¿Qué te propones con todos estos trucos? —A pesar de esta bravata, el corazón de Shukshin latía un poco más acelerado de lo normal. El muchacho hablaba como… como alguien que él había conocido. Como alguien que había odiado.
Cuando Keogh le respondió, lo hizo utilizando todavía el ruso de su abuela, pero ahora hablaba desde su propia mente:
—Y esto, ¿podría aprenderlo de memoria? ¿Eres tan ciego que no puedes ver la verdad aunque la tengas frente a ti? Soy un hombre de talento, padre. Mucho más de lo que tú podrías imaginar. Tengo aún más talento del que poseía mi pobre madre…
Shukshin se puso de pie y se apoyó en la mesa; el odio brotó de él, y pareció llegar hasta Keogh de manera casi física, como una ola.
—Muy bien —respondió en ruso—. De modo que eres un cabrón bastante listo. ¿Y qué? Has mencionado dos veces a tu madre, Keogh. ¿Qué quieres decir con eso? Parece como si quisieras amenazarme.
Harry continuó hablando en el idioma de Shukshin.
—¿Amenazarte? Pero ¿por qué, padrastro? Yo sólo he venido a verte, y a pedirte un favor.
—¿Qué? ¿Tratas de hacerme quedar como un tonto y luego tienes el descaro de pedir favores? ¿Qué quieres de mí?
Ya era hora de que dejara caer la tercera bomba. Keogh también se puso de pie.
—Me contaron que a mi madre le encantaba patinar —dijo, en perfecto ruso—. El río pasa muy cerca del jardín. Me gustaría volver a visitarte en invierno. Quizás entonces estarás menos nervioso, y podremos hablar con más tranquilidad. Puede que traiga mis patines y vaya al río helado, como lo hacía mi madre; allí abajo, donde termina el jardín.
Shukshin, otra vez pálido como un muerto, se tambaleó y se sostuvo cogiéndose al borde de la mesa. Después sus ojos relampaguearon de odio, y mostró los dientes en una mueca de furia. Ya no podía contener su ira, su odio. Debía golpear a este cachorro arrogante, tenía que tumbarlo. Tenía que… tenía que…
Cuando Shukshin comenzó a avanzar hacia él, Harry advirtió el peligro y retrocedió hacia la puerta del estudio. Pero todavía no había terminado. Metió la mano en el bolsillo del abrigo y sacó algo.
—Te ha traído un regalo —dijo, esta vez en inglés—. Un recuerdo de los viejos tiempos, de cuando yo era pequeño. Algo que te pertenece.
—¡Fuera! —rugió Shukshin—. Vete antes de que te haga pedazos. ¡Tú y tus malditas insinuaciones! ¿De modo que quieres volver a visitarme en invierno? ¡Te lo prohíbo! ¡No quiero saber nada de ti, impertinente! ¡Vete a molestar a otro! ¡Vete, antes de que…!
—No te preocupes —respondió Harry—. Ya me voy…, pero antes, coge esto —y le arrojó algo; después se dio la vuelta, salió por la puerta y desapareció de la vista de Shukshin.
Shukshin cogió instintivamente lo que Harry le había arrojado, y lo miró durante un segundo. Después, la cabeza le dio vueltas y cayó de rodillas. Se quedó mirando durante mucho rato el objeto que tenía en la mano, y ni siquiera dejó de hacerlo cuando oyó que se cerraba la puerta principal.
El oro del anillo brillaba como si fuera nuevo y el ágata «ojo de gato» le dirigía una mirada fría y especuladora, como si tuviera vida propia…
Visto desde el aire, el château Bronnitsy no parecía haber cambiado mucho desde los viejos tiempos. Nadie supondría, al verlo, que allí tenía su sede la mejor organización de espionaje mediante percepción extrasensorial (PES), la Organización E dirigida por Gregor Borowitz. Y nadie supondría tampoco que el château era algo más que un antiguo edificio medio en ruinas. Pero era eso precisamente lo que Borowitz quería, y el general se felicitó a sí mismo mientras su helicóptero sobrevolaba las torres y tejados rumbo al minúsculo helipuerto, que consistía en una plazoleta de cemento adornada con un círculo verde, situada entre unos cobertizos y el edificio principal.
«Cobertizos», sí, pues eso era lo que parecían desde el aire, antiguas cuadras y graneros abandonados, que con el tiempo habían ido deteriorándose hasta parecer montículos de mampostería esparcidos alrededor del château. Y así era como lo había dispuesto Borowitz. En realidad, eran fortificaciones, nidos de ametralladoras absolutamente funcionales y eficientes, capaces de cubrir con sus disparos todo el descampado situado entre el château y la muralla exterior. En esta misma muralla habían sido construidos otros fortines, y con sólo apretar un interruptor la parte exterior quedaba instantáneamente convertida en una barrera electrizada.
La Organización E, la más importante después de la base espacial de Baikonur, ocupaba una de las instalaciones mejor fortificadas de la URSS. Competía con ventaja con la estación atómica y de investigación del plasma de Gargetya, perdida en los Urales, y cuyo principal mérito era su aislamiento, pero había una aspecto en el que superaba tanto a Baikonur como a Gargetya: la organización de Borowitz era realmente secreta. Además de sus subordinados, sólo un puñado de hombres sospechaba la existencia del château en su forma actual, y de éstos, solamente tres o cuatro sabían que era la sede de la Organización E. Uno de estos hombres era el primer ministro, que había visitado a Borowitz en el château en varias ocasiones. Otro, y mucho menos conforme con el hecho, era Yuri Andrópov, que no lo había visitado nunca y nunca lo haría, al menos invitado por Borowitz.
El helicóptero aterrizó y el rotor giró mas lentamente; Borowitz abrió la puerta y sacó las piernas. Uno de los hombres encargados de la vigilancia se metió bajo las aspas, que aún giraban, y se dispuso a ayudarle a bajar. Borowitz, sujetándose el sombrero con la mano, permitió que lo ayudaran a descender del helicóptero y lo condujeran hasta la parte del château donde en otra época se hallaba el patio. En la actualidad estaba techado y dividido en amplios laboratorios e invernaderos donde los empleados de la organización podían estudiar y poner en práctica sus peculiares talentos con comodidad y en las condiciones y medio ambiente más convenientes para su trabajo.
Borowitz se había despertado tarde, y por eso había llamado al helicóptero de la organización para que lo fuera a buscar a su dacha. Aun así, llegaba con una hora de retraso a la reunión con Dragosani. Mientras cruzaba los patios, entraba al château y subía los dos tramos de escaleras de piedra que llevaban a su despacho en la torre, sonrió con expresión lobuna al pensar que Dragosani lo estaba esperando. El nigromante era un fanático de la puntualidad y seguramente estaba furioso. Mejor: su mente y su lengua serían más agudas que nunca, y prepararían el terreno para que Borowitz le bajase los humos. Eso les venía muy bien a todos, de vez en cuando, y Borowitz era un maestro haciéndolo.
Borowitz, que se había quitado el sombrero y la chaqueta por el camino, llegó finalmente al rellano del segundo piso y a la pequeña antesala que servía de despacho a su secretario. Y allí estaba Dragosani, con el rostro ceñudo y paseándose a grandes zancadas. El nigromante no alteró su expresión cuando su jefe pasó en dirección a su despacho y lo saludó con un alegre «¡Buenos días!». Borowitz cerró la puerta con el pie después de pasar, colgó el sombrero y la chaqueta, y se rascó la barbilla mientras pensaba la mejor manera de dar las malas noticias. Porque en verdad eran muy malas, y el humor de Borowitz era mucho peor de lo que su expresión permitía sospechar. Pero cualquiera que lo conociera bien sabía que cuando el director de la Organización E llegaba de buen humor, el peligro era mortal.
El despacho de Borowitz era muy amplio, con grandes ventanas que permitían ver incluso los bosques lejanos. Los cristales, dato está, eran a prueba de balas. El suelo de piedra estaba cubierto por una gruesa alfombra, quemada aquí y allá por los cigarros de Borowitz, y su escritorio, una sólida construcción de roble, estaba en un ángulo donde gozaba de la protección de las gruesas paredes y de la luz que entraba por las ventanas.
Borowitz se sentó ante su mesa, suspiró y encendió un cigarrillo antes de apretar un botón en su interfono y decir:
—Ya puede pasar, Boris. Pero antes de entrar, sea buen chico y deje su cara de malhumor fuera.
Dragosani entró, cerró la puerta con más fuerza de la necesaria y se dirigió con pasos de gato a la mesa de Borowitz. Había dejado fuera la «cara de malhumor», pero en su lugar había una expresión fría e insolente.
—Bueno —dijo—, ya estoy aquí.
—Ya lo veo, Boris, y creo que antes le he dicho «buenos días» —dijo Borowitz, que ahora no sonreía.
—¿Puedo sentarme? —preguntó Dragosani.
—No, no puede —gruñó Borowitz—. Y tampoco puede pasearse por el despacho, porque me molesta. Lo único que puede hacer es quedarse de pie donde está… y escucharme.
A Dragosani nunca le habían hablado de esa manera. Se quedó atónito. Parecía como si lo hubieran abofeteado.
—Gregor, yo… —comenzó a decir.
—¿Conque Gregor? —rugió Borowitz—. Agente Dragosani, ésta es una reunión de trabajo, no una visita de cortesía. Reserve las familiaridades para sus amigos, si es que con su mal genio le queda alguno; no para sus superiores. Aún la falta mucho para hacerse cargo de la organización, y si no se aclara con respecto a algunos pormenores básicos, puede que nunca esté al frente de ella.
Dragosani, que siempre estaba pálido, ahora se puso lívido.
—Yo… no entiendo. ¿Acaso he hecho algo?
—¿Qué si ha hecho algo? —Ahora era Borowitz quien fruncía el entrecejo—. Según su hoja de servicios, muy poca cosa… al menos en los últimos seis meses. Pero eso es algo que vamos a corregir. De todas formas, creo que es mejor que se siente. Tengo mucho de qué hablar, y todo es importante. Traiga una silla.
Dragosani se mordió el labio e hizo lo que le ordenaban.
Borowitz lo miró fijo, jugó con un lápiz, y por fin habló.
—Creo que ya no somos únicos.
Dragosani esperó sin decir nada.
—No, no lo somos —continuó Borowitz—. Claro está que sé desde hace tiempo que los americanos han estado coqueteando con la idea de utilizar la percepción extrasensorial como un arma más para el espionaje, pero eso es todo, un coqueteo. Les parece una idea «astuta». Para los americanos, todo es «astuto». Peto en este campo, no tienen dirección ni propósito definidos. No se lo toman realmente en serio, no tienen agentes que trabajen en este terreno; juegan con esto de la misma manera que jugaban con el radar antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial… ¡y mire de qué les sirvió! En resumen, aún no creen del todo en la percepción extrasensorial, lo que nos permite llevarles una gran ventaja. Y eso no está nada mal.
—Todo esto no es nuevo para mí —dijo Dragosani, desconcertado—. Ya sé que vamos delante de los americanos.
Borowitz lo ignoró.
—Lo mismo puede decirse de los chinos. Tienen algunas mentes muy despiertas en Pekín, pero no las utilizan bien. ¿Se da cuenta? El pueblo que inventó la acupuntura tiene dudas sobre la eficacia de la percepción extrasensorial. Están trabados por el mismo tipo de bloqueo mental que nosotros teníamos hace cuarenta años: si no es un tractor, no funcionará.
Dragosani no dijo nada. Había advertido que Borowitz llegaría al meollo de la cuestión a su propio paso.
—Y luego están los franceses y los alemanes occidentales. Aunque parezca raro, están progresando mucho. En Moscú tenemos algunos de sus «perceptores extrasensoriales», agentes de campo que trabajan fuera de las embajadas. Van a fiestas y a actos para ver sí pueden recoger alguna información. Y de vez en cuando les proporcionamos alguna cosa, material que de todas maneras hubiera sido obtenido por sus servicios de inteligencia ortodoxos. Lo hacemos para mantenerlos en funciones. Pero cuando se trata de asuntos serios, entonces les entregamos basura, lo que hace mella en su credibilidad y nos ayuda, por consiguiente, a mantener nuestra ventaja.
Borowitz ya estaba aburrido de jugar con el lápiz; lo dejó, levantó la cabeza y miró a Dragosani a los ojos. Los ojos del general tenían un brillo sombrío.
—Claro está —continuó por fin—, que tenemos una ventaja enorme. ¡Estoy yo, Gregor Borowitz! Quiero decir que la Organización E sólo tiene que rendirme cuentas a mí. No hay políticos que miren por encima de mi hombro, ni policías autómatas que espíen a mis espías, ni oficiales de tres al cuarto que inspeccionen mis gastos. A diferencia de los americanos, yo sé que la percepción extrasensorial es el futuro de los servicios de inteligencia. Y he perfeccionado nuestra organización hasta convertirla en una arma efectiva y admirablemente certera, algo que no han hecho los jefes de las organizaciones de espionaje del resto del mundo. Y a raíz de nuestros triunfos en este campo, yo había comenzado a creer que estábamos tan adelantados que nadie podría alcanzarnos. Pensaba que éramos únicos. Y lo seríamos, Dragosani, lo seríamos, si no fuera por los británicos. Olvídese de los americanos y de los chinos, de los alemanes y de los franceses; con ellos nuestra ciencia está todavía en pañales. Pero los británicos son otra cosa, algo completamente distinto…
Salvo lo último, todo lo anterior era cosa sabida para Dragosani. Era evidente que Borowitz había recibido de alguna de sus fuentes información concerniente a los ingleses que le había parecido muy inquietante. El nigromante rara vez tenía noticias del resto del aparato de Borowitz, y se sintió muy interesado. Se inclinó hacia adelante y dijo:
—¿Qué sucede con los ingleses? ¿Por qué está tan preocupado? Creía que estaban a kilómetros de distancia, como todos los demás.
—También yo lo creía —asintió Borowitz, con expresión sombría—, pero no es así. Y eso significa que sé mucho menos de ellos de lo que pensaba. Y eso, a la vez, significa que quizás estén realmente más adelantados. Y si de verdad son tan buenos, ¿cuánto saben de nosotros? Incluso una pequeña cantidad de información sobre nosotros les daría ventaja. Si hubiera una Tercera Guerra Mundial, Dragosani, y usted fuera un miembro de los servicios de inteligencia británicos que conociera la existencia del château Bronnitsy, ¿dónde aconsejaría a sus fuerzas aéreas que dejaran caer las primeras bombas? ¿Hacia dónde dirigiría su primer misil?
Dragosani encontró esto bastante exagerado, y se sintió obligado a responder.
—Es imposible que conozcan mucho acerca de nosotros. Yo trabajo para usted, y sé muy poco. Y se supone que le sucederé como director de la organización…
Borowitz parecía haber recuperado algo de su buen humor. Sonrió, aunque con cierta ironía, y se puso de pie.
—Venga —dijo—. Podemos hablar mientras caminamos. Usted y yo iremos a ver lo que tenemos aquí, en este viejo lugar. Vamos a mirar de cerca este núcleo, este cerebro niño que tenemos. Porque aún es un niño, puede estar seguro de eso. Un niño, sí, pero también el futuro cerebro que guiará los músculos de la madre Rusia.
Y el robusto director de la Organización E, con las mangas de la camisa aleteando, salió a toda prisa del despacho. Dragosani, pegado a sus talones, tenía que ir casi al trote para no quedarse atrás.
Se dirigieron a la parte más antigua del château, lo que Borowitz llamaba los «talleres». Era una zona de seguridad total, y cada uno de los operarios era vigilado y asistido en su trabajo por un hombre del mismo rango dentro de la organización. Podía parecer similar a lo que en el mundo occidental se llama sistema de «equipo», pero en el château se utilizaba para asegurar que ningún agente pudiera ser el único receptor de una información. Y era el modo que tenía Borowitz de asegurarse de que él, personalmente, recibiría toda la información considerada importante…
Habían desaparecido los candados, los guardias y los hombres de la KGB. No había nadie de la banda de Andrópov, y los mismos agentes de Borowitz se turnaban en los trabajos de seguridad interna. Las puertas de las celdas PES se cerraban y abrían con un sistema electrónico activado mediante códigos contenidos en tarjetas de plástico. Y sólo había una tarjeta maestra, que, claro está, se hallaba en poder de Borowitz.
En un pasillo iluminado por azules lámparas fluorescentes, Borowitz introdujo la tarjeta en la ranura y Dragosani lo siguió al interior de una habitación donde se veían monitores de ordenadores y mapas murales, y había estantes y estantes llenos de mapas y atlas, cartas de navegación, detallados planos de las ciudades y puertos más importantes del mundo, y una pantalla en la que continuamente aparecía información meteorológica actualizada de todo el mundo. El lugar muy bien hubiera podido ser la antesala de un observatorio, o la sala de control de un pequeño aeropuerto, pero no era ninguna de las dos cosas. Dragosani ya había estado allí, y sabía exactamente lo que había en la sala, pero aun así continuaba fascinándolo.
En la habitación se encontraban dos agentes que se pusieron de pie cuando entró Borowitz; éste les hizo una seña para que continuaran con su trabajo y se quedó mirándolos mientras ellos ocupaban sus lugares en la mesa principal. Los hombres habían desplegado ante ellos una compleja carta de navegación del Mediterráneo, sobre la cual habían colocado cuatro pequeños discos de colores, dos verdes y dos azules. Los verdes estaban en el mar Tirreno, muy cerca el uno del otro, a medio camino entre Nápoles y Palermo. Uno de los discos azules estaba en aguas profundas, a unos quinientos kilómetros al este de Malta; el otro en el mar Jónico, a la altura del golfo de Tarente. Los dos agentes, bajo la atenta mirada de Borowitz y de Dragosani, continuaron con su «trabajo», sentados a la mesa; con la barbilla apoyada en las manos, miraban los discos situados sobre la carta de navegación.
—¿Conoce el código de colores? —preguntó Borowitz en voz muy baja.
Dragosani hizo un gesto negativo.
—Verde para los franceses, azul para los americanos. ¿Sabe lo que están haciendo?
—Sitúan en la carta a los submarinos, y trazan su derrotero —respondió Dragosani bajando la voz.
—A los submarinos atómicos —lo corrigió Borowitz—. Una parte de las llamadas «armas nucleares disuasorias» de Occidente. ¿Y sabe cómo lo hacen?
Dragosani hizo otra vez un gesto de negación y aventuró una hipótesis.
—Telepatía, supongo.
Borowitz alzó sus pobladas cejas.
—¿Así de simple? ¿Así que usted es un experto en telepatía, Dragosani? ¿Es una de sus muchas habilidades?
«Sí, viejo cabrón —hubiera querido decirle Dragosani—. Sí, y si quisiera ahora mismo me comunicaría con un telépata que te haría caer de espaldas. Y no necesito "seguir su derrotero", porque sé que no va a ninguna parte.» Pero en voz alta sólo dijo:
—Sé tanto de telepatía como ellos de nigromancia. No podría sentarme como ellos, contemplar las cartas de navegación, y decirle a usted dónde están o a dónde se dirigen los submarinos asesinos. Pero ellos tampoco pueden abrir el cadáver de un agente enemigo y chupar sus secretos de entre sus tripas. Cada uno tiene sus habilidades y sus méritos, camarada general.
Mientras Dragosani hablaba, uno de los agentes dio un respingo, se puso de pie y fue hasta una pantalla donde se veía una perspectiva aérea del Mediterráneo obtenida mediante uno de los satélites soviéticos. Italia estaba cubierta de nubes y el Egeo estaba brumoso, pero el resto de la fotografía presentaba cielos despejados. El agente manipuló un teclado que había en la base de la pantalla, y un círculo luminoso verde que indicaba la situación del submarino al este de Malta comenzó a parpadear. El agente apretó otras teclas, y Borowitz dijo:
—Ese submarino gabacho ha cambiado de derrotero. Nuestro agente está introduciendo las coordenadas del nuevo rumbo en el ordenador. El hombre no es muy exacto, pero de todos modos tendremos la confirmación de nuestros satélites en una hora, aproximadamente. El caso es que tuvimos la información primero. Estos hombres son dos de nuestros mejores agentes.
—Pero sólo uno de ellos advirtió el cambio de rumbo —comentó Dragosani—. ¿Qué pasó con el otro?
—¿Ve como no lo sabe todo, Dragosani? El que advirtió el cambio no es telépata. Sólo es un «sensitivo»… sensible a la actividad nuclear. Conoce la situación de todas las centrales nucleares y depósitos de residuos radiactivos, de todas las bombas atómicas, misiles y depósitos de proyectiles, y de todos los submarinos atómicos del mundo… con una sola e importante excepción. Y ya hablaré de eso dentro de un minuto. Pero en la mente de ese hombre hay un mapa «nuclear» del mundo, que él puede leer con tanta precisión como el de las calles de Moscú. Y si algo se mueve en su mapa, es un submarino, o los americanos que cambian sus misiles de lugar. Y si algo comenzara a moverse muy rápidamente hacia nosotros… —Borowitz hizo una pausa efectista, y continuó después de un instante—: el telépata es el otro. Ahora él se concentrará sólo en ese submarino, verá si puede introducirse en la mente de sus navegantes, y si hay algún error en el derrotero que su compañero ha trazado en la pantalla, intentará corregirlo. Esos dos agentes van mejorando día a día. La práctica los volverá infalibles.
Si Dragosani estaba impresionado, su expresión no lo dejó traslucir. Borowitz soltó un bufido y se dirigió hacia la puerta.
—Continuemos —dijo—. Vamos a ver algo más.
Dragosani lo siguió al pasillo.
—¿Qué sucede, camarada general? —preguntó—. ¿Por qué me instruye con tanto detalle?
Borowitz se volvió para mirarlo.
—Si usted conoce plenamente lo que tenemos aquí, Dragosani, estará en mejores condiciones para valorar la organización que ellos quizá tengan en Inglaterra. Y subrayo el «quizá». O lo subrayaba hasta hoy…
De repente, el general cogió a Dragosani por los brazos, impidiéndole moverse, mientras decía:
—Dragosani, en los últimos dieciocho meses no hemos visto ningún submarino británico Polaris en esas pantallas. No sabemos a donde van ni lo que hacen. Tienen una buena barrera protectora, y por eso nuestros satélites no pueden detectarlos. Pero ¿por qué tampoco puede nuestro sensitivo, o nuestros telépatas?
Dragosani se encogió de hombros, pero no de una manera que pudiera ser ofensiva. También él estaba verdaderamente perplejo, como su superior.
—Dígamelo usted —replicó.
Borowitz lo soltó.
—¿Y si los británicos tienen en su Organización E agentes PES que pueden anular a nuestros muchachos de la misma manera que se puede interferir un teléfono?
—¿Usted piensa que quizá sucede algo así?
—Pues sí, lo creo. Eso explicaría muchas cosas. En cuanto a por qué de repente comencé a preocuparme por todo esto, debo decirle que he recibido una carta de un viejo amigo que está en Inglaterra. Cuando volvamos arriba se lo contaré con todo detalle, pero ahora déjeme que le presente a un nuevo miembro de nuestro pequeño equipo. Creo que lo encontrará muy interesante.
Dragosani suspiró para sus adentros. Su jefe llegaría por fin al meollo del asunto, el nigromante lo sabía, pero también sabía que Borowitz era sumamente retorcido en todo lo que hacía… Así pues, lo mejor era tranquilizarse, sufrir en silencio, y dejar que las cosas sucedieran al ritmo que les marcaba Borowitz.
Dragosani siguió al general a una celda bastante más grande que la última que habían visitado. Hacía poco más de una semana aquello había sido una despensa, pero en la actualidad habían cambiado unas cuantas cosas. Para empezar, la habitación era mucho más ventilada y clara que antes; en el muro más lejano habían construido ventanas que daban al exterior del château. También habían instalado un buen sistema de aire acondicionado. En un costado, en una especie de antecámara, había instalado una especie de sala de operaciones, similar a las utilizadas por los veterinarios. En los muros de ambas habitaciones había estanterías de metal con hileras de pequeñas agujas que alojaban ratones blancos y ratas, pájaros, y hasta un par de hurones.
Un hombre de poco más de un metro sesenta, vestido con una blusa blanca, iba de jaula en jaula, riendo y hablando con los animales, y tocándolos a través de los barrotes con sus cortos dedos. Cuando Dragosani y Borowitz entraron en la habitación, se volvió para mirarlos. El hombre tenía los ojos rasgados, y la tez de un moreno levemente amarillento. Tenía una fuerte mandíbula, pero aun así se las arreglaba para parecer jovial; cuando sonrió, toda la cara se le llenó de arrugas y sus ojos verdes chispearon como iluminados por una luz interior. Se inclinó en una reverencia, primero ante Borowitz y luego ante Dragosani, y cuando lo hizo, el anillo de cabello castaño y volandero que rodeaba la tonsura de la parte superior de su cabeza pareció un halo que se hubiera deslizado levemente de la posición correcta. Dragosani pensó que aquel individuo tenía algo monástico; le hubieran sentado muy bien una sandalias y una sotana.
—Dragosani —dijo Borowitz—, le presento a Max Batu, que dice descender de los grandes kanes.
Dragosani le tendió la mano.
—Un mongol —dijo—. Supongo que todos descienden de los kanes.
—En mi caso puedo demostrarlo, camarada Dragosani —dijo Batu con voz suave como la seda—. Los kanes tuvieron muchos hijos bastardos. Para evitar las disputas por el poder, concedieron a esos hijos ilegítimos riqueza, pero no posición, poder o rango. Y sin rango no podían aspirar al trono. Tampoco se les permitía casarse. Y si de todas maneras se las arreglaban para tener descendientes, éstos sufrían las mismas limitaciones. Y estas normas fueron obedecidas de generación en generación. Cuando yo nací los mongoles aún obedecían las antiguas leyes. Mi abuelo era bastardo, también mi padre, y yo. Cuando tenga un hijo, él también será un bastardo. Sí, pero hay más cosas en mi linaje. Entre los bastardos de los kanes hubo grandes shamanes. Esos viejos magos eran muy sabios, y podían hacer muchas cosas —Batu se encogió de hombros—. Yo no soy muy sabio, aunque me han dicho que soy más inteligente que otros de mi raza, pero hay ciertas cosas que puedo hacer…
—Max tiene un cociente intelectual muy alto —dijo Borowitz con su sonrisa lobuna—. Fue educado en Omsk, luego decidió abandonar la civilización y volvió a Mongolia a apacentar cabras. Pero tuvo una discusión con un vecino celoso, y lo mató.
—Me acusó de hechizar a sus cabras —explicó Batu— para que murieran. Es cierto que podría haberlo hecho, pero no lo hice. Se lo dije, pero me acusó de ser un mentiroso. Y eso, en mi tierra, es un insulto muy serio, de modo que lo maté.
Dragosani se contuvo para no sonreír. No podía imaginarse a ese tipejo matando a nadie.
—Sí —dijo Borowitz—. Yo he leído acerca del asunto y me interesaron las características del asesinato; el método utilizado por Max.
—¿Su método? —Dragosani estaba divirtiéndose mucho— ¿Amenazó a su vecino, y éste se murió de risa? ¿Fue así como sucedió?
—No, camarada Dragosani —respondió Batu, con una sonrisa que permitía ver sus dientes amarillos como el marfil—, no sucedió de esa manera. Pero su sugerencia es muy, muy divertida.
—Max puede hacer mal de ojo, Boris —dijo Borowitz. El uso del nombre propio habitualmente era una advertencia para Dragosani de que algo desagradable estaba por suceder. En la mente de Dragosani sonó un timbre de alarma, pero no fue lo bastante fuerte.
—¿Mal de ojo? —preguntó Dragosani, haciendo un esfuerzo por parecer serio, y hasta arrugó el entrecejo mirando al pequeño mongol.
—En efecto —dijo Borowitz—. Puede hacerlo con esos ojos verdes que tiene. ¿Ha visto alguna vez un verde así, Boris? Son puro veneno, créame. Yo intervine en el juicio, claro está. Max no fue sentenciado, y en cambio vino con nosotros. A su manera, es tan único como usted. —Borowitz se dirigió al mongol—: ¿Puede hacerle una demostración al camarada Dragosani?
—Con mucho gusto —respondió Batu.
El mongol miró a Dragosani; Borowitz tenía razón, sus ojos eran absolutamente peculiares, profundos, como si estuvieran hechos de una materia sólida. Como si no hubiera en ellos nada humano, y estuvieran hechos de puro jade. Y ahora el timbre de alarma sonó un poco más fuerte.
—Camarada Dragosani, por favor, observe las ratas blancas —pidió Batu, y señaló con su cono dedo una jaula que contenía una pareja de ratas—. Son felices, y tienen motivos para ello. Ésta, a la izquierda, es feliz porque está bien alimentada y tiene un compañero. Él lo es por las mismas razones, y porque acaba de copular con la hembra. ¿Ve cómo está echado, un poco cansado?
Dragosani miró primero la jaula y luego a Borowitz, alzando las cejas en un gesto de interrogación.
—¡Mire! —rugió Borowitz, atento a lo que estaba por suceder.
—Primero atraemos su atención —dijo Batu, y de inmediato se agazapó en una posición grotesca, semejante a una gigantesca rana. La rata macho se puso de inmediato de pie, los ojos rosados muy abiertos por el miedo. Saltó hacia los barrotes de la jaula, y se quedó pegado a ellos, mirando a Batu—. Y ahora —dijo el mongol—, ahora a matar.
Batu estaba más encogido, casi como un luchador japonés antes del ataque. Dragosani, que se hallaba a un costado, vio que su expresión cambiaba. Su ojo derecho sobresalió hasta salirse casi de la órbita; los labios se crisparon en un gruñido animal, de pura bestialidad; las fosas nasales se abrieron como negras cavernas y los tendones del cuello sobresalieron, tensos. ¡Y la rata chilló!
Fue un chillido casi humano de terror y agonía, y el animal vibró contra los barrotes como sacudido por una corriente eléctrica. Luego se soltó, tembló, y cayó de espaldas en el suelo de la jaula. Allí se quedó completamente inmóvil; la sangre brotó de los ángulos de sus ojos, rosados y vidriosos. La rata estaba muerta. Dragosani lo supo sin necesidad de examinarla más detenidamente. La hembra corrió hacia el cadáver de su compañero y lo olfateó, después miró indecisa a los tres seres humanos.
Dragosani no sabía cómo o por qué había muerto la rata macho. Las palabras que salieron de sus labios fueron más una pregunta que una afirmación, o una acusación.
—Tiene… tiene que haber algún truco.
Borowitz había esperado algo así; era típico de Dragosani saltar antes de mirar, y dirigirse a los demás con la misma sutileza de un elefante en una cacharrería. El jefe de la Organización E retrocedió unos pasos cuando Batu, todavía agazapado, giró para mirar al nigromante. El mongol sonreía cuando preguntó:
—¿Un truco, dice?
—Quería decir… —comenzó Dragosani.
—Eso es casi lo mismo que llamarme mentiroso —dijo Batu, y su rostro sufrió otra vez una monstruosa transformación.
Dragosani tenía ahora frente a sí lo que Borowitz había llamado «mal de ojo». Y, sin la menor duda, era malvado. Fue como si la sangre de Dragosani se le congelara en las venas. Sintió que sus músculos se ponían rígidos, como si los invadiera el rigor mortis. El corazón le dio un fuerte salto en el pecho, y el dolor que esto le provocó lo hizo gemir y tambalear. Pero los reflejos del nigromante eran veloces como el relámpago.
Mientras retrocedía dando tumbos hasta apoyarse contra la pared, Dragosani metió la mano en el interior de la chaqueta y sacó su pistola. Ahora sabía —o al menos creía—, que este hombre podía matarlo. Y la supervivencia ocupaba el primer lugar en la mente de Dragosani. Era muy simple, tenía que matar al mongol antes de que éste lo matara a él.
Borowitz se interpuso entre los dos hombres.
—¡Ya es suficiente! —exclamó—. ¡Dragosani, guarde esa pistola!
—¡Ese bastardo estuvo a punto de matarme! —jadeó Dragosani, y su cuerpo se estremeció en una reacción nerviosa.
Dragosani intentó apartar a Borowitz de la línea de fuego, pero el general parecía de piedra.
—He dicho que ya es suficiente —repitió—. ¿Es que va a matar a su compañero?
—¿Mi qué? —Dragosani no podía creer lo que oía—. ¿Compañero? Yo no necesito un compañero. ¿Qué clase de compañero? ¿Es una broma?
Borowitz extendió la mano y, con cautela, cogió la pistola de Dragosani.
—Démela —dijo—. Y ahora podemos volver a mi despacho. —Cuando salían, el aturdido Dragosani delante, Borowitz se volvió hacia el mongol y le dijo—: Gracias, Max.
—No hay de qué —respondió el otro con la cara otra vez risueña. Batu volvió a inclinarse en una reverencia mientras Borowitz cerraba la puerta.
Cuando salieron al corredor, Dragosani estaba furioso. Se apoderó de su pistola y la colocó en la funda.
—¡Usted y su maldito sentido del humor! —gruñó—. ¡Hombre, estuve a punto de morir!
—No, no lo estuvo. —Borowitz estaba tan imperturbable como siempre—. No estuvo ni siquiera cerca de morir. Si tuviera el corazón débil, eso lo habría matado, como mató al vecino. O si usted fuera viejo y enfermo. Pero es joven y muy fuerte. No, yo sabía que no podía matarlo. Él mismo me dijo que no podía matar a un hombre vigoroso. Al mongol le cuesta mucho hacer esto; tanto, que si intentara matarlo a usted, moriría él. De modo que ya ve, yo tenía confianza en su fortaleza.
—¿Usted tenía fe en mi fortaleza? ¡Loco sádico! ¿Qué habría sucedido si se hubiera equivocado?
—Pero no me he equivocado —dijo Borowitz, y regresó por donde habían venido.
Dragosani no quería que lo apaciguaran. Aún se sentía afectado, y le temblaban las rodillas. Mientras seguía a Borowitz con pasos inseguros, dijo:
—¡Lo que ocurrió allí estaba preparado, y usted me llevó deliberadamente!
El director de la organización se volvió y señaló con su dedo directamente al pecho de Dragosani; su sonrisa era tan feroz que más parecía una mueca.
—Pero ahora usted cree, ¿no es verdad? Ahora lo ha visto y lo ha sentido. ¡Ahora conoce lo que él puede hacer! Ya no piensa que se trate de un truco. Se trata de una habilidad nueva, Dragosani, algo nunca visto. ¿Y quién sabe qué otras habilidades paranormales hay en el resto del mundo?
—Pero ¿por qué permitió, mejor dicho, por qué hizo que me enfrentara a una cosa semejante? No tiene sentido.
Borowitz le dio la espalda y apretó el paso.
—Tiene mucho, muchísimo sentido. Es práctica, Dragosani, y como le digo siempre…
—Ya sé, la práctica nos permite alcanzar la perfección. Pero en este caso, ¿práctica para qué?
—¡Ojalá lo supiera! —respondió Borowitz mirándolo por encima del hombro—. ¿Quién sabe con qué tendrá que enfrentarse en… en Inglaterra?
—¿Qué dice? —preguntó Dragosani estupefacto—. ¿Inglaterra? ¿Qué pasa con Inglaterra? Y todavía no me ha aclarado qué quería decir con eso de que Batu es mi compañero. Gregor, no entiendo nada.
Habían llegado a las oficinas de Borowitz. El director de la organización cruzó la antesala y se volvió justo cuando estaba por pasar el umbral de su despacho privado. Quedaron frente a frente, y Dragosani le dirigió una mirada acusadora.
—¿Qué se guarda en la manga, camarada?
—¿De modo que sigue acusando a la gente de hacer trucos, Boris? ¿Cuándo aprenderá la lección a la primera? Yo no necesito utilizar estratagemas, amigo. Yo doy órdenes, y usted las obedece. Y mi próxima orden es que irá a la escuela por unos meses para mejorar su inglés. No sólo la lengua, sino su conocimiento de todo el sistema. De ese modo, estará en condiciones de ocupar un puesto en la embajada en aquel país. También Max irá a la escuela con usted, y sospecho que es de los que aprenden rápido. Y después, tras algunos preparativos, un pequeño viaje…
—¿A Inglaterra?
—Exacto. Irá con su compañero. En Inglaterra se encuentra un hombre llamado Keenan Gormley. Es un antiguo miembro del MI5. Sir Keen Gormley. En la actualidad es el director de la Organización E inglesa. Quiero que muera. Es un trabajo para Max, ya que Gormley tiene un corazón débil. Después de eso…
Ahora Dragosani lo veía todo muy claro.
—Quiere que yo lo «interrogue» —dijo—. Quiere que me apodere de todos sus secretos, que me entere de todo lo que concierne a la Organización E británica, hasta el último detalle.
—Esta vez lo ha entendido a la primera —aprobó Borowitz—. Y ése es su trabajo, Boris. Usted es el nigromante, el inquisidor de los muertos. Para eso se le paga…
Y antes de que Dragosani pudiera contestarle, Borowitz le cerró la puerta en las narices.
Una noche de sábado, a comienzos del verano de 1976, sir Keenan Gormley leía en el despacho de su casa de South Kensington, con una copa al alcance de la mano, cuando sonó el teléfono. Sir Gormley lo oyó, y un momento más tarde oyó la voz de su esposa que le decía: «¡Cariño, es para ti!».
«¡Ya voy!», respondió él, hizo a un lado el libro con un suspiro, y fue a atender la llamada. Cuando cogió el teléfono de la mano de su esposa, ésta le sonrió y volvió a su propia lectura. Gormley llevó el teléfono hasta un sillón de mimbre y se sentó frente a las abiertas puertas de cristal que daban a un gran jardín interior.
—Aquí Gormley —dijo.
—¿Sir Keenan? Soy Harmon, Jack Harmon, de Hartlepool. ¿Cómo lo ha tratado el mundo durante todos estos años?
—¡Jack! ¿Cómo está? ¡Dios mío, ha pasado tanto tiempo! Debe de hacer doce años que no nos vemos.
—Trece —fue la respuesta—. La última vez que hablamos fue en la cena que le dieron cuando usted se fue de… bueno, ya sabe de dónde, y eso fue en el año mil novecientos sesenta y tres.
—¡Trece años! —repitió Gormley, asombrado—. ¡Cómo pasa el tiempo!
—¡Ya lo creo! Pero veo que la jubilación no ha acabado con usted.
Gormley rió con ironía.
—Bueno, sólo estoy jubilado a medias, y creo que usted lo sabe. Aún hago algunas cosas en la ciudad. Y usted, ¿tan valiente como siempre? Si mal no recuerdo, lo habían designado director de la Escuela de Artes y Oficios de Hartlepool.
—Así es. Y todavía estoy allí. Como director, ¡y le aseguro que Birmania era más fácil!
Gormley rió.
—Me alegro mucho de tener noticias suyas, Jack, y de que siga bien. ¿Qué puedo hacer por usted?
Harmon hizo una pausa antes de responder.
—En verdad, me siento un poco tonto llamándolo. La última semana estuve varias veces a punto de hacerlo, pero a último momento lo dejaba. ¡Es un asunto tan extraño!
Gormley se sintió interesado de inmediato. Desde hacía unos años se ocupaba de «asuntos extraños». Su propio don le decía que algo nuevo estaba por aparecer en escena, y que probablemente era algo importante.
—Siga, Jack. Y no se preocupe; jamás lo tomaré por un tonto. Sé que es una persona muy sensata.
—Sí, pero… es muy difícil hablar de esto. Quiero decir, es algo que he visto con mis propios ojos, y sin embargo…
—Jack —dijo Gormley, con paciencia—, ¿recuerda la noche de la cena, que después estuvimos hablando largo rato? Yo había bebido bastante, demasiado quizás, y recuerdo que hablé más de lo que debía. Pero usted parecía estar situado en un lugar privilegiado, quiero decir, como director de una escuela…
—¡Pero si es precisamente a raíz de aquella conversación que lo he llamado! ¿Cómo pudo adivinarlo?
—Llámele intuición —respondió Gormley con una risita—. Pero adelante.
—Bueno, usted dijo que muchos chicos pasarían por mis clases, y que debía mantener los ojos bien abiertos para descubrir si alguno era… muy especial.
Gormley se pasó la lengua por los labios y dijo:
—Sea bueno y espere un momento, Jack. —Luego llamó a su esposa y le pidió—: Jackie, por favor, sírveme una copa. —Gormley se dirigió de nuevo al teléfono—: Lo siento, Jack, pero necesito una copa. Volviendo a lo nuestro, ha encontrado un chico que es un poco diferente, ¿no?
—¿Sólo un poco? Harry Keogh es enteramente diferente, le doy mi palabra. Francamente, no sé qué pensar de él.
—Bien, cuéntemelo todo, y veamos qué pienso yo.
—Harry Keogh es un tipo extrañísimo —comenzó Harmon—. Quien primero me llamó la atención sobre él fue un profesor de la escuela primaria de Harden, en la costa. Según él, Harry Keogh era un «matemático instintivo». De hecho, era prácticamente un genio. Se le hizo un examen y lo aprobó. ¡Lo hizo en un santiamén! Ingresó entonces en la Escuela de Artes y Oficios, pero su inglés era terrible. Yo solía regañarlo a causa de eso…
»De todas formas, cuando hablé con el profesor de Harden, un tipo joven, llamado George Hannant, tuve la sensación de que Keogh no le era simpático. Quizás esto es un poco fuerte, y sólo era que Keogh lo hacía sentir incómodo. Bueno, hace poco he vuelto a hablar con Hannant, y todo el asunto salió a la luz. Y con esto quiero decir que lo que observó Hannant hace cinco años concuerda perfectamente con lo visto por mí. También Hannant, en aquella época, creía que Harry Keogh… que él…
—¿Cuál es el talento del chico? —lo urgió Gormley.
—¿Talento? ¡Dios mío, yo no le daría ese nombre!
—¿Qué, entonces?
—Déjeme que se lo explique a mí. No es que no esté seguro de mis conclusiones, pero antes debo hablarle de las pruebas. Le he contado que el inglés de Keogh era muy deficiente, y que yo solía regañarlo para que estudiara. Bueno, mejoró con rapidez. Hace dos años, antes de graduarse en la escuela, vendió su primer cuento. Desde entonces ha publicado dos libros. ¡Se han vendido en todos los países de habla inglesa! Es un poco desalentador, por así decirlo. Yo he intentado publicar mis cuentos durante treinta años. Y Keogh, que todavía no tiene diecinueve…
—¿Es eso lo que le preocupa? —lo interrumpió Gormley—. ¿Qué sea un escritor famoso siendo tan joven?
—¿Cómo? ¡No, por Dios! Me alegro mucho por él. O al menos, me alegraba. No me preocuparía si… si no escribiera sus cuentos del modo que lo hace…
—¿De qué modo?
—Keogh tiene…, bueno, tiene colaboradores.
Hubo algo en el tono de Harmon al pronunciar la última palabra que hizo que a Gormley se le erizaran los pelos.
—Pero muchos escritores los tienen. Supongo que a los dieciocho años necesita que alguien corrija lo que escribe, y cosas por el estilo…
—No, no —dijo su interlocutor, y en su voz se percibía una aspereza que indicaba que quería decir algo francamente, pero no sabía cómo hacerlo—. No es eso lo que quería decir. En realidad, no necesita que nadie corrija sus cuentos, son verdaderas joyas. Yo mismo le pasé a máquina los primeros, porque él no tenía máquina de escribir. E incluso le pasé algunos cuando ya tenía la máquina, para que aprendiera como debía presentar un original. Desde entonces lo ha hecho todo él… hasta hace muy poco. Su última obra, que acaba de terminar, es una novela. La ha titulado Diario de un libertino del siglo XVII.
Gormley no pudo evitar reírse.
—Así que también es sexualmente precoz, ¿no?
—En efecto, creo que lo es. De todas formas, he trabajado con él en la novela; es decir, la he ordenado en capítulos, y se la he corregido un poco. La historia, y la utilización que hace Keogh del lenguaje del siglo XVII, están muy bien, pero su ortografía sigue siendo muy mala y en este libro su escritura es repetitiva e inconexa. Aunque, puedo asegurarle, ganará muchísimo dinero con él.
Ahora fue Gormley quien frunció el entrecejo.
—¿Cómo puede ser que escriba cuentos como «joyas», y que su novela sea repetitiva e inconexa? No parece lógico.
—En el caso Keogh, nada es lógico. La novela es diferente de los cuentos por una razón muy simple: el colaborador que lo ayudaba con los cuentos era un escritor que sabía lo que hacía, en tanto que el de la novela sólo es un libertino del siglo XVII.
—¿Cómo dice? —Gormley estaba atónito—. No le comprendo.
—No, me figuro que no. ¡Y ojalá yo tampoco lo entendiera! Escuche: hace unos treinta años vivió, y murió, en Hartlepool un famoso escritor de cuentos. Su verdadero nombre no tiene importancia, porque publicaba bajo tres o cuatro seudónimos. Keogh usa seudónimos muy parecidos a los originales.
—¿Qué «originales»? Todavía no comprendo…
—En cuanto al libertino del siglo XVII, era el hijo de un conde. Fue muy famoso en estas tierras entre el año mil seiscientos sesenta y el mil seiscientos setenta y dos. Finalmente, un marido ofendido lo mató. No era escritor, pero tenía una colorida imaginación. Esos dos hombres… son los colaboradores de Keogh.
Gormley tenía ahora la piel de gallina.
—Siga —dijo.
—He hablado con la novia de Keogh —continuó Harmon—. Es una buena chica, y lo adora. Y no quiere oír ni una palabra en contra de su novio. Pero en una conversación se le escapó que él tiene una idea sobre alguien llamado nigroscopio. Le habló de eso como si fuera ficción, una creación de su imaginación. Un nigroscopio, le dijo, es alguien que…
—Puede leer los pensamientos de los muertos, ¿verdad? —interrumpió Gormley.
—Sí —respondió su interlocutor con un suspiro de alivio—. Exacto.
—Una especie de médium de los espíritus.
—¿Cómo? ¡Ah!, sí, supongo que se podría decir eso. Pero un médium verdadero, Keenan, un hombre que realmente habla con los muertos. ¡Algo monstruoso! Lo he visto con mis propios ojos, sentado en el cementerio y escribiendo.
—¿Ha hablado de esto con alguien más? —La voz de Gormley se hizo severa—. ¿Conoce Keogh sus sospechas?
—No.
—Entonces, no diga ni una palabra de esto a nadie. ¿Me entiende?
—Sí, pero…
—Sin peros, Jack. Su descubrimiento puede ser muy importante, y me alegro de que haya llamado. Pero esto no puede ser divulgado. Hay gente que podría utilizarlo con malos fines.
—¿Me cree, entonces? —El alivio del otro era perceptible, incluso por teléfono—. Quiero decir, ¿es posible una cosa tan horrible?
—Jack, cada día que pasa estoy menos seguro de qué cosas son posibles, y cuáles imposibles. De todos modos, comprendo su inquietud. En cuanto a que sea una cosa horrible, por ahora prefiero no opinar. Si usted está en lo cieno, ese Harry Keogh posee un talento increíble. ¡Piense en lo útil que podría sernos!
—Me estremezco de sólo pensarlo.
—¿Cómo? ¿Y es usted un director de escuela? ¡Qué vergüenza!
—Lo siento, pero no estoy seguro de que…
—¿Pero no le gustaría tener la ocasión de hablar con los grandes maestros, teóricos y científicos de todos los tiempos? ¿Con Einstein, Newton, Da Vinci o Aristóteles?
—¡Dios mío! —La voz al otro lado de la línea parecía sofocada por la emoción—. ¡Pero eso es absolutamente imposible!
—De acuerdo, Jack, usted siga pensando así, y olvídese por completo de nuestra conversación.
—Pero usted…
—¿De acuerdo, Jack?
—Muy bien. ¿Y qué intenta usted…?
—Jack, yo trabajo para una organización muy peculiar, con un grupo de gente muy extraña. Y ya he hablado demasiado otra vez. Pero me ocuparé de este caso, le doy mi palabra. Y usted tiene que prometerme que no hablará del asunto con nadie.
—De acuerdo, si es lo que desea.
—Y gracias por llamarme.
—¡No hay de qué! Yo…
—Adiós, Jack. Ya nos llamaremos.
—Adiós.
Gormley, pensativo, colgó el teléfono.