Giresci llevaba una cadena de oro que le cruzaba el chaleco. Ahora sacó del bolsillo de la izquierda un reloj de plata que no hacía juego con la antigua cadena, luego repitió la operación con el bolsillo de la derecha, donde guardaba el medallón del que había hablado antes, y sostuvo en alto las joyas para que Dragosani las examinara.
Éste contuvo el aliento, y sin hacer caso del reloj ni de la cadena, cogió el medallón y lo miró con suma atención. En una cara del disco vio una estilizada cruz heráldica que sólo podía ser la de los Caballeros de San Juan de Jerusalén, pero que había sido rayada una y otra vez con un instrumento cortante que la había mutilado por completo; en la otra cara…
Dragosani, de alguna manera, se lo había esperado. Grabado de manera primitiva, en bajorrelieve, un triple motivo: el demonio, el murciélago y el dragón. Dragosani conocía muy bien aquel emblema, y la pregunta que provocó en él le sorprendió incluso más que a Giresci:
—¿Ha localizado esto?
—¿Quiere decir si he averiguado el significado heráldico del grabado? Lo he intentado. Evidentemente, tiene un significado, pero hasta ahora no he podido descubrir el origen de este escudo. Puedo decirle algo sobre el simbolismo, en la historia local, del dragón y del murciélago; en cuanto a la figura del demonio… es algo bastante oscuro. Claro está que le puedo decir lo que yo pienso sobre el bajorrelieve del medallón, pero son conjeturas personales, sin nada que las sus…
—No —lo interrumpió Dragosani—. No era eso lo que yo quería decir. Conozco muy bien esa imagen. Yo le preguntaba por el hombre, o la criatura, que le dio el medallón. ¿Pudo reconstruir su historia?
Dragosani miró a Giresci, esperando ansioso la respuesta, aunque sin saber por qué había hecho aquella pregunta. Había sido un acto casi involuntario, las palabras le habían salido de la boca, como si hubieran estado esperando que algo las disparara.
Giresci indicó con un gesto que había comprendido la pregunta; luego cogió el medallón, la cadena y el reloj.
—Es extraño, lo sé —dijo—, pero después de una experiencia como la mía, lo normal sería mantenerse alejado de cualquier cosa que estuviera relacionada con ella, ¿no le parece? Uno no esperaría que algo así lo impulsara a emprender un trabajo de años y años de investigación y búsqueda. Pero eso es precisamente lo que hice, y el mejor punto para comenzar esa investigación, y usted también parece haberse dado cuenta, era el nombre, la familia y la historia de la criatura que yo había destruido aquella noche. Ante todo, su nombre: se llamaba Faethor Ferenczy.
—¿Ferenczy? —repitió Dragosani, paladeando casi la palabra.
Se inclinó hacia adelante; sus manos apretaban con fuerza la mesa. Estaba seguro de que aquel nombre significaba algo para él. Pero ¿qué?
—¿Y su familia? —preguntó.
—¿Cómo dice? —Giresci parecía sorprendido—. ¿No encuentra raro el nombre? El apellido es bastante vulgar, eso ya lo sé; es de origen húngaro. ¿Pero Faethor?
—¿Por qué le parece raro?
—Sólo lo he encontrado en otra ocasión: un principillo del siglo IX de nombre Khorvaty. Y su apellido también era muy parecido, Ferrenzig.
«Ferenczy. Ferrenzig —pensó Dragosani—. Uno y el mismo».
Pero de inmediato se contuvo. ¿Por qué habría de sacar una conclusión tan precipitada? Sin embargo, al mismo tiempo sabía que no se había precipitado a sacar una conclusión, que había sabido desde siempre que el wamphyri tenía una doble identidad. ¿Identidad doble? Quizás aquello también era una idea fruto del apresuramiento. Él sólo había querido decir que los nombres eran los mismos, no los hombres —o el hombre— que los habían llevado. ¿O acaso habría querido decir más que eso? Si era así, había llegado a una conclusión demencial: que los dos Faethors, el príncipe khorvacio del siglo IX y el moderno hacendado rumano, debían de ser el mismo hombre, y uno solo. Esta conclusión debería ser considerada demencial, pero Dragosani sabía, porque se lo había dicho la antigua criatura enterrada, que el concepto de la longevidad vampírica de los no-muertos no era insensato.
—¿Y qué más averiguó? —preguntó Dragosani, rompiendo por fin el silencio—. ¿Qué sabe de su familia? Quiero decir, ¿hubo algún miembro superviviente? ¿Y de su historia, aparte de esa incomprobable vinculación con el príncipe khorvacio?
Giresci frunció el entrecejo y se rascó la cabeza.
—Es muy frustrante hablar con usted —gruñó—. Todo el tiempo tengo la impresión de que usted conoce casi todas las respuestas, de que tal vez sabe incluso más que yo. Es como si sólo me usara para confirmar sus propias opiniones… —Giresci hizo una pausa, y como Dragosani no dijo nada, continuó—: De todas formas, por lo que he podido averiguar, Faethor Ferenczy fue el último de su linaje. No le ha sobrevivido ningún miembro de su familia.
—¡Entonces está equivocado! —replicó Dragosani, pero de inmediato se mordió el labio y, bajando la voz, se retractó—: Quiero decir… que usted no puede estar seguro de eso.
Giresci quedó desconcertado.
—Otra vez sabe más que yo, ¿no? —El hombre había bebido sin parar el whisky de Dragosani, pero no parecía haberle afectado. Volvió a llenar las copas antes de seguir hablando—. Ahora, permítame que le diga exactamente lo que descubrí acerca de este Ferenczy.
»Cuando comencé mis investigaciones, la guerra ya había terminado. Con respecto a mi manutención, no podía quejarme. Tenía mi propia casa, esta misma, y me «indemnizaron» por la pierna que perdí. Eso, más una pequeña pensión de invalidez, me permitía vivir sin problemas. No tenía para lujos, pero no iba a morirme de hambre, ni a carecer de techo. Mi esposa, bueno, había sido otra víctima de la guerra. No habíamos tenido hijos y yo no volví a casarme.
»Supongo que me dediqué por entero a investigar la leyenda del vampiro porque no tenía otra cosa que hacer, o al menos nada que deseara hacer. Y esto me atrajo como un imán monstruoso…
»Está bien, no quiero aburrirlo; le he explicado esto para darle una visión completa del asunto. Como usted sabe, mis investigaciones comenzaron con Faethor Ferenczy. Regresé al lugar donde habían sucedido las cosas, hablé con la gente que lo había conocido. Casi todo el vecindario estaba en ruinas, pero había unas pocas casas que aún permanecían en pie. La casa de Ferenczy era como una concha vacía, ennegrecida por dentro y por fuera, sin nada que me pudiera dar una pista sobre la naturaleza del hombre o ser que la había habitado.
»De todas formas, varias instituciones me habían dado su nombre: el correo, el registro de la propiedad, la lista de personas muertas o desaparecidas, el registro de bajas de guerra, etc. Pero aparte de estas instituciones oficiales, nadie parecía haberlo conocido personalmente. Más tarde encontré a una anciana que vivía aún en la zona, la viuda Luorni. La mujer había trabajado como asistenta en casa de Ferenczy quince años antes de la guerra. Iba a limpiar y ordenar la casa dos veces a la semana. Este arreglo duró diez años o más, hasta que la mujer decidió abandonar el trabajo. No me dijo la razón, pero era evidente que el problema había sido el mismo Ferenczy, algo en él que ella había ido advirtiendo en el curso del tiempo, y que por último ya no pudo soportar. Nunca mencionó su nombre sin santiguarse. Aun así, conseguí que me contara algunas cosas bastante interesantes sobre Ferenczy. Se las resumo:
»En su casa no había espejos. Sé que no tengo que explicarle el significado de esto…
»La viuda Luorni nunca vio a su patrón fuera de la casa durante el día; en verdad, no lo vio nunca fuera, a excepción de dos ocasiones, y ambas por la noche, en que salió al jardín.
»Ella nunca guisó para él, ni lo vio comer. Nunca. Él tenía una cocina, pero la anciana nunca lo vio utilizarla, y si alguna vez lo hizo, la limpiaría él mismo.
»No tenía esposa, ni familia ni amigos. Recibía muy pocas cartas, y a menudo pasaba varias semanas fuera de casa. No tenía ningún trabajo, y al parecer, tampoco trabajaba en su casa, pero siempre tenía dinero, y en abundancia. Cuando investigué no pude encontrar ninguna cuenta de banco a su nombre. En resumen: Ferenczy era un hombre muy extraño, muy reservado y muy solitario.
»Pero eso no es todo, y el resto es aún más raro. Una mañana, cuando fue a la casa a limpiar, la mujer se encontró allí con la policía. Tres hermanos, una conocida banda de ladrones que operaba en la zona de Moreni —unos delincuentes que la policía llevaba años intentando atrapar— habían sido detenidos en la casa. Al parecer, habían entrado durante la madrugada, pensando que la casa estaba vacía. ¡Una equivocación que les costaría muy cara!
»Según las declaraciones que hicieron después a la policía, Ferenczy arrastraba a uno de ellos al sótano, y obligaba a los otros dos a acompañarlo cuando distrajo su atención la llegada de un grupo de jinetes. Recuerde, en aquellos días la policía local aún utilizaba caballos en las regiones más aisladas. En efecto, se trataba de las fuerzas del orden, puestas sobre aviso de que había merodeadores en la zona. Eran los hermanos, claro está. ¡Y nunca hubo delincuentes más satisfechos de que los pusieran en manos de la ley!
»Eran tres desalmados, sin duda; pero Faethor Ferenczy los había vencido fácilmente. Todos tenían el brazo derecho y la pierna izquierda quebrados, y el responsable era el dueño de la casa. ¡Dragosani, piense qué fuerza debe de haber tenido! La policía le estaba demasiado agradecida como para profundizar en lo sucedido, dijo la viuda Luorni; después de todo, Ferenczy había defendido su vida y su propiedad. Pero para la viuda, que estaba presente cuando se llevaron a los hermanos, era evidente que su patrón los había aterrorizado.
»Por otra parte, ya le he dicho que Ferenczy se llevaba a los cautivos al sótano. ¿Para qué? ¿Para que no escaparan hasta que llegara la policía? Quizá…
—O tal vez para guardarlos, como en una despensa, hasta que… ¿los utilizara? —dijo Dragosani.
Giresci hizo un gesto afirmativo.
—¡Exactamente! De todas formas, después de aquel episodio la viuda dejó de trabajar para Ferenczy.
—Me sorprende que la dejara marchar. Quiero decir, ella debe de haber sospechado algo. Usted dijo que estaba decepcionada con su trabajo, que con el paso del tiempo se había dado cuenta de que había algo en su patrón que no podía soportar. ¿No le preocupó a él lo que ella pudiera decir?
—¡Ah! —respondió Giresci—. Ha olvidado algo, Dragosani. ¿Recuerda cómo él me dominó, con los ojos y con la mente, la noche del bombardeo, cuando murió?
—Hipnotismo —dijo de inmediato Dragosani.
—Sí —asintió Giresci con una sonrisa inexorable—. Es una de las muchas artes del vampiro. Ferenczy se limitó a ordenarle que, mientras él viviera, ella mantuviera la boca cerrada. Mientras él viviera, ella olvidaría todo lo que sabía de él, olvidaría incluso que había visto en él algo siniestro.
—Ya lo veo —dijo Dragosani.
—Y su poder era tan grande —continuó Giresci—, que ella realmente olvidó hasta el momento en que yo comencé a hacerle preguntas sobre su antiguo patrón, muchos años más tarde. Y entonces Ferenczy ya estaba muerto.
La manera de ser de Giresci comenzaba a irritar a Dragosani. El aire de satisfacción consigo mismo del hombre, su suficiencia y el buen concepto que parecía tener sobre sus dotes de detective.
—Pero todo esto, claro está, no son más que suposiciones —dijo al fin el nigromante—. No sabe nada con certeza.
—¡Claro que sí! —respondió el otro enseguida—. Lo sé por la viuda. No quiero que me entienda mal: no estoy diciendo que ella me dijera todo esto, no. No nos sentamos a cotillear, ni nada por el estilo. En realidad, tuve que pasar mucho tiempo con ella y preguntarle repetidas veces sobre Ferenczy hasta conseguir esta información. Él ya estaba muerto y su poder había desaparecido, es verdad, pero una pequeña parte aún permanecía activa, ¿lo ve?
Dragosani se quedó pensativo; sus ojos se entrecerraron. De repente se sintió amenazado por el hombre que tenía frente a él. Este Ladislau Giresci era demasiado listo. Dragosani se sentía ofendido por él, y se preguntó por qué. Le resultaba difícil comprender sus propios sentimientos, esa repentina emoción. Ese lugar era demasiado cerrado, le producía claustrofobia; tenía que ser eso. Sacudió la cabeza, se irguió en la silla, e intentó concentrarse.
—Supongo que la viuda ya ha muerto…
—Sí, hace años.
—En ese caso, ¿nosotros somos los únicos que sabemos algo de Faethor Ferenczy?
Giresci miró a Dragosani. La voz de éste había bajado tanto que era poco más que un gruñido bastante siniestro. Algo le pasaba. A pesar de la mirada de interrogación de Giresci, volvió a sacudirse, pestañeando rápidamente.
—Sí, así es —respondió Giresci y frunció el entrecejo—. No he hablado con nadie de esto en… en no sé cuántos años. No hubiera servido de nada, pues nadie me habría creído. Pero ¿se encuentra bien, amigo? ¿Hay algo que le preocupa?
—¿A mí? —preguntó Dragosani se inclinó hacia adelante, como si algo lo empujara hacia Giresci; se obligó a sentarse muy derecho en la silla—. No, claro que no. Sólo tengo un poco de sueño. Debe de ser la comida, la excelente comida que usted me ha dado. Además, he recorrido un largo camino en los últimos días. Sí, es eso; estoy fatigado.
—¿Está seguro?
—Sí, completamente seguro. Pero siga, Giresci, no se detenga ahora. Por favor, cuénteme más cosas sobre Ferenczy y sus antepasados. Sobre los Ferrenzig y los wamphyri en general. Cuénteme todo lo que sabe, o que sospecha. Cuéntemelo todo.
—¿Todo? Eso nos llevaría una semana, o más.
—Puedo disponer de una semana —respondió Dragosani.
—¡Vaya, creo que habla en serio!
—Efectivamente.
—Dragosani, sin duda usted es un joven muy agradable, y es un placer poder hablar con alguien interesado en el tema, y que lo conoce. ¿Qué le hace pensar, sin embargo, que tengo ganas de pasarme una semana entera hablando? A mi edad, el tiempo es algo muy valioso. ¿O acaso piensa que poseo la misma clase de longevidad que Ferenczy?
Dragosani sonrió, pero apenas. Se contuvo cuando estaba a punto de decir «puede hablar conmigo aquí, o en Moscú». No era necesario, todavía no. Además, si se llevaba al hombre a Moscú, Borowitz se enteraría de su gran secreto, cómo había llegado a ser nigromante.
—Bueno, al menos concédame una o dos horas más —cedió Dragosani—. Y puesto que la ha mencionado, podemos comenzar por la longevidad de Ferenczy.
Giresci rió.
—De acuerdo. Además, aún queda whisky. —Se sirvió otra copa, se arrellanó en su asiento, y después de pensar un instante, continuó—: Sí, la longevidad de Ferenczy, la casi inmortalidad del vampiro. Le contaré algo más de lo que me dijo la viuda Luorni. Cuando ella era una niña, su abuela recordaba a un Ferenczy que vivía en la misma casa. Y a la abuela de la viuda, su propia abuela también le había hablado de un Ferenczy. Sin embargo, eso no tiene nada de raro. El hijo sucede al padre, y así por generaciones. Aquí hay muchas familias boyardas cuyos apellidos son muy antiguos. Lo raro es que, según la viuda, nunca hubo mujeres Ferenczy. ¿Y cómo transmite un hombre su apellido a sus descendientes, si no se casa?
—Y, por supuesto, usted investigó al asunto —dijo Dragosani.
—Lo hice. Me fue difícil consultar los registros, pues casi todos habían sido destruidos durante la guerra. Pero no había duda de que la casa había pertenecido desde antiguo a los Ferenczy, y nunca hubo una mujer entre ellos. Una familia de célibes, al parecer.
Dragosani se sintió de repente insultado, aunque no entendía por qué se sentía ofendido. O tal vez era sólo su inteligencia la que se sentía insultada.
—¿Célibes? —dijo con malhumor—. No, no lo creo.
Giresci hizo un gesto de asentimiento. En verdad, él también estaba enterado de la rapaz naturaleza de los wamphyri.
—No, claro que no —dijo, de acuerdo con Dragosani—. ¿Un vampiro célibe? ¡Ridículo! La codicia es la fuerza que mueve al vampiro. Codicia de poder, de carne, de sangre. Pero escuche esto:
»En mil ochocientos cuarenta un tal Bela Ferenczy se puso en camino, a través de los Cárpatos meridionales, para ir a visitar a un primo que vivía en las montañas de la frontera norte austro-húngara. Esto está bien documentado; en verdad, el viejo Bela parece que se ocupó de manera especial de que la gente se enterara de que se marchaba a visitar a su pariente. Instaló a un hombre en su casa para que la cuidara mientras él estaba fuera, por cierto, no un hombre del lugar, sino un gitano; alquiló un coche con cochero incluido para la primera parte del viaje, hizo las reservas para los correspondientes enlaces en los puertos más altos, y completó todos los preparativos que en aquellos tiempos eran necesarios para viajar por esas regiones. Además, hizo correr la voz en la zona de que aquél era un viaje de despedida. En el último año Bela había envejecido mucho, de modo que todos aceptaron que viajaba para despedirse de sus parientes lejanos.
»Haga memoria, en aquella época éramos aún Moldavia-Valaquia. En Europa la revolución industrial estaba en su apogeo; en todas partes lo estaba, menos aquí. Nosotros, aislados como siempre, estábamos atrasados. Todavía faltaba más de una década para que se construyera la línea férrea Lemberg-Galatz. Las noticias viajaban con suma lentitud, y era muy difícil mantener archivos y registros. Le digo esto para destacar que, en este caso, hubo buenas comunicaciones y han quedado documentos.
—¿De qué caso me habla? —preguntó Dragosani.
—El caso de la repentina muerte de Bela Ferenczy cuando su coche cayó a un precipicio a causa de una avalancha en uno de los puertos más altos. La noticia del accidente llegó muy rápido aquí; el gitano que cuidaba de la casa del anciano llevó el testamento sellado de Ferenczy al secretario del registro civil; se hizo público sin demora, y se supo que la casa Ferenczy y las tierras eran para un «primo», un tal Giorg, quien al parecer ya estaba enterado de la situación y de su calidad de heredero.
—Y, claro está, tiempo después llegó Giorg Ferenczy y tomó posesión de sus propiedades. Era, o lo parecía, mucho más joven que Bela, pero el parecido familiar era evidente —aventuró Dragosani.
—¡Exactamente! —exclamó Giresci—. Ha seguido mi razonamiento. Después de vivir aquí cincuenta años, período en el que un hombre normalmente envejecería, Bela había decidido que ya era hora de que «muriese» y dejara el lugar a su «heredero».
—¿Y después de Giorg?
—Faethor, claro está. —Giresci se rascó la barbilla, pensativo—. A menudo me he preguntado qué habría sucedido si yo no lo hubiera matado la noche del bombardeo, si hubiera sobrevivido. ¿Habría reaparecido después de la guerra con la identidad de otro Ferenczy, para reconstruir la casa y continuar como antes? Pienso que la respuesta es sí, probablemente sí. Los wamphyri rara vez abandonan su territorio.
—Así pues, ¿usted está convencido de que Bela, Giorg y Faethor eran uno y el mismo?
—Por supuesto. Creía que eso ya había quedado claro. ¿Acaso no me lo dijo él mismo, cuando se jactó de su intervención en las batallas de Silistria y Constantinopla? Y antes de Bela fueron Grigor, Karl, Peter y Stefan, y el Señor sabe cuántos otros, hasta llegar a Faethor Ferrenzig, el príncipe, y probablemente hubo otros antes que él. Éste era su territorio, ¿no se da cuenta? Su dominio. Y en los viejos tiempos, cuando los wamphyri eran príncipes o boyardos, defendían lo que era suyo con verdadera ferocidad. Por eso se unió a la cuarta cruzada, para mantener a sus antiguos y a sus futuros enemigos fuera de sus tierras. Sus tierras, ¿lo comprende? No importa qué rey, o gobierno, o sistema esté en el poder, el vampiro considera que el lugar donde está su hogar le pertenece. Luchó para protegerse y para proteger su monstruosa herencia; no por una banda de canallas extranjeros venidos de Occidente. Usted ha visto la cruz de los cruzados mutilada en el reverso de mi medallón. Cuando ellos lo deshonraron, él se burló de los cruzados, les escupió a la cara.
—¿Y ha conseguido usted investigar su nombre hasta tiempos tan remotos? Quiero decir, ¿hasta el año mil doscientos cuatro, en Constantinopla? —dijo Dragosani con una voz en la que se percibía su respeto y temor, y acaso envidia, por el vampiro.
Giresci lo miró con la cabeza un poco ladeada.
—Y su historia, Dragosani, ¿cómo es?
—Muy poco brillante. Vulgar, creo.
—¡Mmmm! Bueno, hay muchos apellidos que provienen de la cuarta cruzada, pero le costaría encontrar un Ferenczy o un Ferrenzig entre ellos. Sin embargo, él estuvo allí, puede estar seguro. ¿Qué cómo lo sé? Bien, usted está hablando con quien es, probablemente, la máxima autoridad en ese particular baño de sangre, y he descubierto cosas que estoy seguro han pasado inadvertidas a otros historiadores. Claro está que yo tenía una ventaja: sabía qué buscaba: mis objetivos eran específicos, pero en el proceso de seguir la pista del vampiro he cubierto un terreno muy basto. Hombre, podría escribir un libro sobre la cuarta cruzada, al menos desde Hungría a Constantinopla. ¡Señor, aquello tiene que haber sido un infierno! ¡Qué batalla! Y tenga la seguridad que allí donde la lucha era más encarnizada, estaba este hombre y la horda de energúmenos que mandaba. El también estuvo cuando cayó la ciudad, cuando él y su banda de mercenarios enloquecidos se entregaron al saqueo y al pillaje, sin que nadie pudiera controlarlos. Sí, y sus excesos se extendieron como un cáncer; todo el ejército se unió a ellos. Violaron, robaron y asesinaron durante tres largos días…
»El papa Inocencio III, que había organizado la cruzada, horrorizado ante el giro que había tomado, no pudo recuperar el mando. Los cruzados se habían comprometido a rescatar los Santos Lugares, pero Inocencio y su nuncio fueron obligados a eximirlos de ese voto. El papa se lavó las manos ante el asunto, pero mediante comunicados secretos ejerció el escaso poder que aún le quedaba, ordenando que aquellos directamente responsables de "graves actos de excesiva y perversa crueldad" no debían recibir "gloria ni ricas recompensas" debido a su barbarie, y que no se "mencionaran sus nombres, ni se les ofreciera respeto o consideración".
»Bueno, no fue necesario buscar muy lejos para encontrar un chivo expiatorio; cierto "valaco reclutado en Zara" cumplía con todos los requisitos. Y no era un inocente. Al principio los cruzados lo habían honrado y ascendido; puede que, secretamente, lo envidiaran o le temieran, pero entonces lo despojaron de todas sus condecoraciones y lo degradaron, y su nombre fue borrado de todos los documentos. Él, en venganza, se burló de ellos por su hipocresía, y después de estropear el emblema de la campaña, la cruz de su medallón, regresó con sus hombres a su tierra, orgulloso y feroz bajo el estandarte del demonio, el murciélago y el dragón.
Dragosani se mordió el labio un instante antes de decir:
—Supongamos que todo esto es verdad, o que al menos se basa en la verdad. Aun así, hay varias preguntas importantes que todavía no tienen respuesta.
—¿Por ejemplo?
—Ferenczy era un vampiro, y no hay vampiro sin víctimas. Cuando tiene hambre mata con la misma indiferencia que un zorro mata gallinas, y es igualmente implacable. No obstante, su historial está limpio. ¿Cómo pudo vivir siglos en la región sin despertar la más mínima sospecha? Recuerde, Ladislau Giresci, que la sangre es vida. ¿No hubo ningún caso de vampirismo?
—¿Cerca de Ploiesti? No, que yo sepa, no. Yo no he descubierto ninguno en los documentos que he estudiado. —Giresci sonrió con severidad, y se inclinó hacia adelante—. Si usted fuera un vampiro, Dragosani, ¿buscaría a sus víctimas en la puerta de su casa?
—No, supongo que no —respondió Dragosani con la frente ceñuda—. ¿Y dónde, pues?
—Al norte, mi amigo, en los Cárpatos meridionales. ¿Dónde sino en los Alpes de Transilvania, en los que al parecer tienen su origen todas las historias de vampiros? Slanic y Sinaia en las estribaciones, Brasov y Sácele después de pasar el puerto. Y todas estas poblaciones están a menos de ochenta kilómetros de la casa de Ferenczy, y la gente las evita a causa de su terrible reputación.
—¿Incluso en nuestros días? —Dragosani fingió sorpresa, pero recordaba lo que le había dicho Maura Kinkovsi al respecto hacía tres años.
—Las historias resisten el paso del tiempo, Dragosani, sobre todo si son de terror. Los montañeses no quieren correr ningún riesgo. Si alguien muere joven, y no hay una razón clara y evidente, el cadáver no se librará de la estaca. En cuanto a historias de vampirismo modernas, la última niña que murió a causa de la mordedura de un vampiro era de Slanic, y esto ocurrió en el invierno de mil novecientos cuarenta y tres. Y la enterraron con una estaca en el corazón, como habían hecho antes con muchos otros inocentes. Sólo ese año hubo en los pueblos de los alrededores once casos.
—¿Dice que fue en mil novecientos cuarenta y tres?
Giresci asintió con la cabeza.
—Sí, y ya veo que usted ha establecido la relación. Tiene razón, eso sucedió pocos meses antes de la muerte de Ferenczi. Ella fue su última víctima, o al menos la última de la que tenemos noticia. Claro que, a causa de la guerra, él debe de haberse cuidado mucho menos; era mucho más fácil deshacerse de las víctimas. Puede que matara a muchísima gente de la que no sabemos nada, gente que simplemente desapareció durante los ataques aéreos que hubo por los alrededores, y créame que fueron muchos. —Giresci hizo una pausa—. ¿Alguna otra pregunta?
—Usted dijo que todas esas poblaciones estaban en las montañas, a unos ochenta kilómetros de Ploiesti. Es una región muy accidentada, con colinas de más de setecientos metros. ¿Cómo se las arreglaba Ferenczy? ¿Se convertía en un murciélago y volaba hacia sus cotos de caza?
—La tradición dice que los vampiros tienen ese poder. Pueden convertirse en murciélagos, lobos, fantasmas, e incluso en pulgas, mosquitos y arañas. Pero yo pienso que no es verdad. No he encontrado ninguna prueba de que así sea. Pero usted quiere saber cómo llegaba hasta sus víctimas. No lo sé con seguridad. Tengo una hipótesis, pero no puedo probarla.
—¿Cuál es su hipótesis? —preguntó Dragosani, y esperó con cierta ansiedad la respuesta de Giresci. Él sabía la respuesta, o creía saberla, pero ahora le interesaba descubrir el alcance de la inteligencia de Giresci. Y el peligro que esta inteligencia representaba. ¿Qué? Dragosani se obligó una vez más a sentarse derecho en la silla. ¿Qué le sucedía? ¿Qué diablos andaba mal en sus procesos mentales?
—Un vampiro —respondió el otro con lentitud, formulando con cuidado sus pensamientos— no es humano. Lo que vi la noche de la muerte de Ferenczy me convenció de esto. ¿Qué es, entonces? Es una criatura extraña, un cohabitante del cuerpo y la mente humana. Es, en el mejor de los casos, simbiótico, una criatura gesta/t, y en el peor, un parásito, una horrible lamprea.
«¡Correcto!», pensó Dragosani de inmediato, pero no dijo nada en voz alta. Se sentía mareado y confuso. Sabía a ciencia cierta que Giresci estaba en lo cierto en su juicio sobre el vampiro, pero ¿cómo lo había sabido? Y mientras se preguntaba qué le estaba pasando, Dragosani se oyó preguntar:
—Pero ¿no es una criatura sobrenatural? Tiene que serlo, para hacer lo que hace y lograr que no lo descubran en tanto tiempo.
—No es sobrenatural, no —dijo Giresci—. ¡Sobrehumano! ¡Hipnótico, magnético! Una criatura de ilusiones, no un mago pero sí un gran ilusionista. ¡No un murciélago, pero sí silencioso como un murciélago! ¡No un lobo, sólo rápido como un lobo! No es una pulga, sino un monstruo con el apetito de sangre de una pulga… a una escala sin precedentes. Ésa es mi idea del vampiro, Dragosani. ¿Y qué son ochenta kilómetros para una criatura semejante? El saludable paseo de una tarde. Él sería capaz de impulsar su cascarón humano a esfuerzos inimaginables…
«Es cierto, todo es cierto», estuvo de acuerdo Dragosani, pero sólo mentalmente; en voz alta dijo:
—Usted dijo que ese apellido, Ferenczy, es muy común. ¿Por qué, siendo tan inteligente, y teniendo en cuenta los resultados obtenidos con su investigación, no ha seguido el rastro de otros Ferenczy? Usted ha dicho que los vampiros son territoriales, y que esta región perteneció a Faethor. Tienen que haber existido otros territorios… y señores que ejercían su dominio sobre ellos… o lo ejercen.
Su voz era áspera como una lima. Y una vez mas, Giresci pareció desconcertado.
—¡Otra vez se me ha adelantado! —respondió finalmente el anciano—. Es usted muy agudo, Dragosani, muy astuto. Si Faethor Ferenczy, sin ayuda alguna, tuvo bajo su férula durante setecientos años a Moldavia y a la Transilvania oriental, ¿qué sucedió con el resto de Rumania? ¿Es eso lo que quiere decir?
—Rumania, Hungría, Grecia… y todos los lugares donde viven los vampiros.
—¿Dónde viven? ¡Dios no lo quiera, Dragosani!
—Bueno, como usted quiera —replicó Dragosani—. Donde vivían, pues.
Giresci se apartó un poco de Dragosani.
—A finales de la década de mil novecientos veinte, en los Alpes, fue destruido un castillo Ferenczy por una explosión. Fue atribuida a una acumulación de gas metano en las bodegas y mazmorras. Era un lugar de mala fama y nadie lo echó de menos. El dueño, según los indicios, desapareció junto con el castillo. Era un barón, o conde, o algo por el estilo. Se llamaba Janos Ferenczy. ¿Pero documentación sobre lo sucedido, registros, historia? ¡Olvídese! Esa página en la historia ha sido borrada con más cuidado que la intervención de Faethor en la cuarta cruzada. Lo que para mí, claro está, lo hace aún más sospechoso.
—Y tiene usted razón —concedió Dragosani—. ¿De modo que una explosión se llevó al viejo Janos al infierno? ¡Muy bien! ¿Y ha investigado otros vampiros, Ladislau Giresci? Vamos, cuéntemelo: ¿no hubo ningún Ferenczy que pagara por sus crímenes y fuera ajusticiado cuando estaba en su apogeo? ¿Qué me puede contar de los Cárpatos occidentales, digamos más allá del Oltul?
—¿Cómo? Pero esa zona debería serle familiar, Dragosani —respondió Giresci—. Usted nació allí, después de todo. Y con todo lo que usted sabe, y su inteligencia, y también el fuerte interés que siente por los vampiros, sin duda ha hecho ya sus propias investigaciones y búsquedas.
—¡Claro que sí! ¡Claro que sí! —afirmó Dragosani—. Hace quinientos años, hubo en el oeste una de estas criaturas. Mató a miles de turcos, y fue ajusticiado por su entusiasmo «perverso».
—¡Muy bien! —Giresci golpeó la mesa con el puño; el anciano no parecía notar el cambio experimentado por su huésped—. Sí, está en lo cierto. Se llamaba Thibor, y era un poderoso boyardo, que fue finalmente destruido por los Vlad. Tenía grandes poderes sobre sus seguidores cíngaros —demasiado poder— y los príncipes le temían y estaban celosos de él. Además, es probable que sospecharan que era un wamphyri. Solamente nosotros, los hombres modernos y sofisticados, no creemos en esas cosas. Los primitivos y los bárbaros son, a su manera, más sabios.
—¿Y qué más sabe de ese vampiro? —gruñó Dragosani.
—No mucho. —Giresci bebió más whisky; su mirada era algo turbia, y su aliento apestaba a alcohol—. O al menos, todavía no sé mucho. Él es mi próximo proyecto de investigación. Sé que fue ejecutado…
—Asesinado —lo interrumpió Dragosani.
—Asesinado, pues, al oeste del río, más abajo de lonesti, y que le clavaron una estaca y lo enterraron en un lugar secreto, pero…
—¿Thibor fue decapitado, también?
—No he encontrado ningún documento que lo pruebe. Yo…
—¡No lo fue! —susurró Dragosani con los dientes apretados—. Lo ataron con cadenas de hierro y de plata, le atravesaron el corazón con una estaca y lo enterraron. Pero no le cortaron la cabeza y usted, mejor que nadie, debería saber lo que eso significa. No estaba muerto. Estaba no-muerto. ¡Aún lo está!
Giresci se esforzó por mantenerse erguido en la silla. Por fin había advertido que algo no estaba bien. Sus ojos habían tenido una mirada un poco vidriosa, pero ahora volvían a ver con normalidad. Vio la mueca en el rostro de Dragosani y comenzó a temblar.
—Este lugar está demasiado oscuro —farfulló—. Demasiado cerrado. —Y extendió una mano temblorosa para abrir una de las contraventanas.
El sol entró de inmediato en la habitación.
Dragosani, que se había levantado, estaba inclinado hacia adelante, como al acecho. Su mano cogió la muñeca de Giresci con dedos que parecían bandas de acero. Su apretón era feroz.
—¿Con que su próximo proyecto, viejo tonto?, y si lo hubiera encontrado, si hubiera descubierto la tumba del vampiro, ¿qué habría hecho? El viejo Faethor se lo enseñó, ¿no es verdad? ¿Y usted lo habría hecho otra vez, Ladislau Giresci?
—¿Qué dice? ¿Está loco? —Giresci se echó hacia atrás, y sin proponérselo arrastró la mano y el brazo del hombre más joven bajo los rayos del sol; Dragosani lo soltó al instante y retrocedió a la zona más sombría de la habitación. Había sentido la luz del sol sobre su brazo como si fuera un ácido, y en ese momento había comprendido.
—¡Thibor! —dijo, escupiendo la palabra como si tuviera sabor a bilis—. ¡Tú!
—¡Pero hombre, usted está enfermo! —Giresci intentaba ponerse de pie.
—¡Tú, viejo bastardo, demonio, criatura enterrada! ¡Querías usarme! —Dragosani parecía delirar, hablar consigo mismo, pero en lo profundo de su mente, en el umbral de la conciencia, algo rió con malevolencia y se replegó.
—¡Usted necesita un médico! —exclamó Giresci—. ¡Tiene que ver a un psiquiatra!
Dragosani no le hizo caso. Ahora lo comprendía todo. Fue hasta la mesita donde había dejado su pistola y la metió en la pistolera que llevaba en el sobaco. Ya salía de la habitación cuando se detuvo y regresó junto a Giresci. Éste se encogió de miedo.
—¡Usted sabe demasiado! —balbuceó el viejo—. ¡Demasiado! No sé quién es, pero…
—Escúcheme —ordenó Dragosani.
—Ni siquiera sé qué es usted, Dragosani. Yo…
Dragosani lo golpeó con el dorso de la mano y lo hirió en la boca. La cabeza del viejo se sacudió en su descarnado cuello.
—¡Escúcheme, le digo!
Cuando Giresci volvió a mirar a Dragosani, sus ojos, muy abiertos a causa de la impresión, estaban llenos de lágrimas.
—Lo… lo escucho.
—Dos cosas —puntualizó Dragosani—. La primera: no hablará con nadie sobre Faethor Ferenczy, ni sobre lo que ha descubierto acerca de él. La segunda: no volverá a mencionar el nombre de Thibor Ferenczy, ni intentará saber más cosas acerca de él. ¿Entendido?
Giresci asintió, y en los segundos que siguieron abrió aún más grandes los ojos.
—¿Es… es usted?
Dragosani soltó una risa estridente.
—¿Yo? ¡Hombre, si yo fuera Thibor, usted ya estaría muerto! No, pero lo conozco, y ahora él lo conoce a usted. —Se dirigió hacia la puerta, y allí se detuvo y miró a Giresci por encima del hombro—. Es posible que vuelva a tener noticias mías. Hasta entonces, Giresci. Y recuerde muy bien lo que le he dicho.
Cuando salió de la casa a la luz del día, Dragosani dio un respingo y apretó los dientes, pero el sol no le hizo daño. Aun así, pensó que nunca más volvería a sentirse cómodo bajo sus rayos. No era Dragosani sino Thibor el que había sentido el dolor producido por la luz en casa de Giresci. Thibor, el viejo demonio enterrado, que en ese momento había tenido una influencia mayor en él; lo había dominado. Pero Dragosani, no obstante saber que las cosas habían sucedido de esa manera, se sintió mucho mejor cuando subió al coche, donde el sol ya no daba directamente sobre él. El interior del Volga estaba caliente como un horno, pero aquel calor no tenía nada de sobrenatural. Dragosani bajó las ventanillas, puso el coche en marcha, y se dirigió a la ruta principal; la temperatura bajó y pudo respirar con más facilidad.
Sólo entonces Dragosani penetró en su propia mente para desenterrar aquella especie de sanguijuela que se escondía allí. Sabía que si Thibor podía llegar hasta él, un movimiento inverso también era posible.
—Sí, viejo demonio, ahora conozco tu nombre —dijo—. Eras tú, Thibor, quien en casa de Giresci guiaba mi lengua, y me hacía formular las preguntas. ¿Verdad que eras tú?
Durante un momento no hubo respuesta. Después:
No voy a negarlo, Dragosani. Pero seamos sensatos: no hice nada para esconder mi presencia. Y nadie resultó perjudicado. Yo simplemente…
—¡Estabas probando tu poder! —replicó Dragosani—. Intentaste usurpar mi mente. Lo has intentado durante los últimos tres años, y habrías tenido éxito si yo no hubiera estado tan lejos. Ahora lo veo todo claro.
¿Qué? ¿Me acusas? Dragosani, recuerda que fuiste tú quien vino a mí la última vez. Me invitaste libre, voluntariamente, a penetrar en tu mente. Me pediste ayuda con esa mujer, y yo te la di de buen grado.
—¡Estabas demasiado deseoso de ayudarme! —dijo Dragosani con amargura—. Le hice daño a esa chica. O se lo hiciste tú mediante mi cuerpo. Tu lujuria en mi cuerpo… apenas si pude dominarlo. ¡Podría haberla matado!
Gozaste. (Un susurro malicioso.)
—¡No, gozaste tú! Yo simplemente me dejé llevar. Bueno, quizás ella se lo merecía, pero yo no me merezco que te introduzcas en mi mente como un ladrón para robar mis pensamientos. Y tu lujuria permanece en mi cuerpo. Tú sin duda sabías que iba a ser así. Mi invitación no era permanente, viejo dragón. De todas formas, he aprendido la lección. No me puedo fiar de ti. Jamás. Eres un traidor.
¿Qué? La voz en la cabeza de Dragosani sonó burlona. ¿Yo, un traidor? Dragosani, soy tu padre…
—¡Padre de mentiras! —respondió Dragosani.
¿Cómo te he mentido?
—Me has mentido de muchas maneras. Hace tres años estabas débil y yo te llevé comida. Te devolví un poco de tu fuerza. Te burlaste de la sangre de cerdo y dijiste que sólo era buena para vigorizar la tierra. ¡Mentira! Te dio vigor a ti, te dio la fuerza suficiente como para que ahora, tres años más tarde y a plena luz, tu mente pudiera alcanzar la mía. Bueno, ya no volveré a alimentarte. Además, me dijiste que la luz del sol solamente te irritaba. Otra mentira, he percibido cómo te quemaba. ¿Y cuántas mentiras más me has contado? No, Thibor, todo lo que tú haces es para tu propia conveniencia. Lo había sospechado, pero ahora lo sé con certeza.
¿Y qué harás al respecto? (¿Advirtió Dragosani un temblor de miedo en la voz mental? ¿Estaba inquieta la criatura enterrada?)
—Nada —respondió.
¿Nada? (Alivio.)
—Nada en absoluto. Quizá cometí un error al querer ser como tú, al desear ser un wamphyri. Puede que ahora me marche de aquí, y esta vez no regresaré, y deje que los años se encarguen de ti. Tal vez le he dado a tus viejos huesos un poco de carne, algo de vida, pero los siglos se encargarán de quitártela, estoy seguro.
¡No, Dragosani! (Ahora había miedo verdadero, pánico.) Escucha: yo no estaba probando mi poder, no estaba probando nada. ¿Recuerdas que te conté que yo no era único, que incluso ahora existían otros miembros de la especie de los wamphyri? Te dije que había esperado durante siglos que vinieran a liberarme, o a vengar lo que me habían hecho, y que nunca llegaron. ¿Lo recuerdas?
—Sí, ¿y qué tiene eso que ver?
¿No lo ves? Si nuestros papeles se invirtieran, ¿podrías resistir tú? Me diste la oportunidad de averiguar lo que había sucedido con los otros, de saber qué había sido de ellos. El viejo Faethor, mi padre, muerto por fin. Y Janos, un hermano que siempre me odió, voló con los gases de lo que guardaba en sus mazmorras. ¡Ay, muertos los dos, y me alegro! ¿Por qué? ¿Acaso no dejaron durante quinientos años que me pudriera en la tierra? Claro que me oyeron llamarlos durante todas esas terribles noches, puedes estar seguro. Pero no acudieron a liberarme, no. ¿De modo que Ladislau Giresci se cree un gran investigador de vampiros? ¡Ya le habría enseñado yo a encontrarlos, a seguir la pista de esos dos que me dejaron por los siglos de los siglos entre la suciedad y los gusanos! Pero ahora ya se han ido, y con ellos también se ha ido mi venganza…
Dragosani sonrió con amargura.
—No puedo menos que preguntarme, Thibor, por qué te abandonaron a tu destino. Tu propio padre, por ejemplo, Faethor Ferenczy. ¿Quién podría conocerte mejor que él? ¿Y por qué te odiaba tanto tu hermano Janos? Uno nunca termina de conocerte, ¿verdad, Thibor? ¿Qué eras, una oveja negra entre los vampiros? Parece imposible, pero ¿por qué no? Tú mismo has mencionado más de una vez tus excesos. Y yo los he podido experimentar personalmente. ¿Te remuerde alguna vez la conciencia por las cosas que has hecho? ¿O los wamphyri no tenéis conciencia?
Das demasiada importancia a cosas que no la tienen, Dragosani.
—¿Sí? Yo no pienso lo mismo. Estoy empezando a conocerte, Thibor. Cuando no mientes, tratas de oscurecer la verdad. Es tu manera de ser, no sabes ser de otro modo.
El vampiro estaba furioso.
Te complaces insultándome porque sabes que no puedo atacarte. Explícate, ¿cómo he oscurecido la verdad?
—¿No has dicho que yo te «di» la oportunidad de descubrir qué había sido de tus parientes? De hecho, la oportunidad te la fabricaste tú. Cuando salí de Moscú no pensaba ir a la biblioteca de Pitesti, Thibor, pero tú pusiste ese pensamiento en mi cabeza, ¿no? Y cuando te enteraste de la existencia de Ladislau Giresci, me impulsaste a ir a verlo. ¿O no fue así?
Escucha, Dragosani…
—No, escucha tú. Me has utilizado. Me has usado de la manera en que los vampiros de las novelas populares usan a sus vasallos humanos, igual que usaste a tus siervos cíngaros hace quinientos años. Pero yo no soy tu siervo, Thibor Ferenczy, y ése ha sido tu gran error. Un error del que te arrepentirás.
¡Dragosani!
—No quiero oír ni una palabra más, viejo dragón, de tu lengua viperina. Sólo puedes hacer una cosa por mí: ¡irte de mi mente!
La mente de Dragosani estaba ya plenamente desarrollada, entrenada y aguda como uno de sus escalpelos. Insensibilizada por la nigromancia que el vampiro le había enseñado, su filo era rápido y mortal. Cuando estaba en acción, la diferencia en agudeza que había entre ella y la mente de un hombre normal era la misma que entre la mente de ese hombre y la de un débil mental.
Pero ¿cuán fuerte era? Dragosani la puso ahora a prueba. Cerró su mente, arrojando fuera de ella al monstruo, empujándolo para que se fuera.
¡Ingrato!, lo acusó Thibor mientras retrocedía. Pero no creas que esto acaba aquí. Un día me necesitarás, y entonces volverás. Pero no esperes demasiado tiempo, Dragosani. A lo sumo un año; si esperas más, será mejor que abandones toda esperanza de adquirir los conocimientos del wamphyri, porque será demasiado tarde. Un año, hijo mío, no más que un año. Estaré esperándote, y quizá para entonces… te… habré… perdonado… Dragosaaniiii…
Ya se había marchado.
Dragosani se distendió, respiró profundamente, y de pronto se sintió exhausto. No había sido fácil exorcizar a Thibor. El vampiro había resistido, pero Dragosani fue más fuerte. Aunque el verdadero problema no había sido echarlo; lo realmente difícil sería mantenerlo fuera de su mente. Claro que, pensándolo bien, quizá no fuera así. Ahora que sabía que Thibor era capaz de introducirse sigilosamente en su ser, estaría alerta, esperando al viejo demonio.
En cuanto a sus vacaciones rumanas, habían terminado antes de empezar. Dragosani soltó un taco, apretó furioso los frenos, dio la media vuelta con el coche y emprendió el regreso por el mismo camino por el que había venido. Estaba cansado, pero dormiría más tarde. Ahora, todo lo que quería era poner distancia entre su persona y la vieja criatura enterrada.
Dragosani se detuvo afuera de Bucarest a cargar gasolina e intentó despertar a Thibor. Aún era de día, pero obtuvo una débil respuesta, un temblor en la mente que resonaba como un féretro y se retorcía como los gusanos de una tumba. En Braida, al atardecer, probó de nuevo. La presencia se hizo más vigorosa a medida que caía la noche. Thibor estaba allí, y quizás habría respondido si Dragosani le hubiera dado la ocasión. No lo hizo; cerró su mente y siguió conduciendo. En Reñí, después de pasar la aduana, bajó sus defensas y literalmente invitó a Thibor a que entrara. Era noche cerrada, pero el susurro en la mente de Dragosani fue muy débil, como si llegara desde millones de kilómetros de distancia.
¡Dragosaaaniiii! ¡Cobarde! Has huido de mí, de una vieja criatura atrapada en la tierra.
—No soy un cobarde. Y no huyo, sino que me voy adonde no puedas alcanzarme. Y si de todos modos consigues hacerlo, la próxima vez me daré cuenta. Ya ves, Thibor, tú me necesitas más que yo a ti. Ahora, vuelve a tu tumba, y medita. Puede que algún día vuelva, o puede que no. Pero si vuelvo, tendrás que aceptar mis condiciones.
Dragosani (el susurro era tenue, pero apremiante), yo…
—Adiós, Thibor.
Y el susurro mental de Thibor Ferenczy quedó atrás, devorado por kilómetros y kilómetros de distancia, y poco después Dragosani se sintió lo bastante seguro como para hacer una parada y dormir.
Y soñar sus propios sueños.