Verano de 1975
Habían pasado tres años desde la última visita de Dragosani a su tierra natal, y faltaba uno para que se cumpliera la promesa del viejo ser enterrado. Dentro de un año le revelaría sus secretos a Dragosani, los secretos del wamphyri; Dragosani, a cambio, lo devolvería a la vida o, mejor dicho, a una renovada no-muerte, le permitiría que volviera una vez más a andar sobre la tierra.
En esos tres años el nigromante se había hecho más y más fuerte en la organización, y ahora su posición como mano derecha de Gregor Borowitz era prácticamente inexpugnable. Cuando el anciano se fuera, Dragosani lo reemplazaría. Y después, con toda la organización de la Percepción Extrasensorial Soviética a sus órdenes, y todo el conocimiento del wamphyri en sus manos y en su mente, las posibilidades que se le abrían eran infinitas.
Quizá podría realizarse lo que antaño pareció un sueño imposible, y la antigua Valaquia volvería a ser una gran nación, la más grande de rodas. ¿Por qué no, si Dragosani señalaba el camino? Un simple morral puede hacer pocas cosas en el breve período de la vida humana, pero un inmortal puede hacerlo todo, puede conseguirlo todo. Y con esta idea en la mente, volvió a formularse una pregunta que ya se había hecho en otras ocasiones: si era verdad que la longevidad significaba poder, y la inmortalidad el poder absoluto, ¿por qué habían fracasado los wamphyri? ¿Por qué no eran los vampiros los soberanos de este mundo?
A Dragosani se le había ocurrido hacía tiempo una respuesta, pero no podía decir si era correcta.
Los hombres aborrecen la idea misma del vampiro. En la actualidad, si los hombres creyeran en ellos —y les fueran dadas pruebas irrefutables de contaminación vampírica—, buscarían a las criaturas y las destruirían. Esto ha ocurrido así desde que el mundo es mundo, desde los tiempos en que los hombres realmente creían en la existencia de los vampiros, y esto ha limitado las posibilidades de estos seres. Un vampiro no se atreve a revelar su condición, no debe ser visto como diferente, como extraño. Debe dominar sus pasiones, sus deseos, su natural avidez por el poder que él sabe que podría alcanzar con sus dores malignas. Porque tener poder, ya sea político, financiero, o de cualquier clase, significa ser examinado de cerca por los demás, y esto es lo que el vampiro teme por encima de todas las cosas. Si fuese examinado prolongada y cuidadosamente, podría ser descubierto y destruido.
Pero si un hombre tuviera las habilidades de un vampiro —un hombre vivo, no una criatura no-muerta—, no tendría estas limitaciones. No tendría nada que esconder, excepto su oscura sabiduría, y podría conseguirlo prácticamente todo.
Ésta era la razón por la que Dragosani había viajado una vez más a Rumania. Era consciente de que sus obligaciones lo habían mantenido lejos durante demasiado tiempo y quería hablar con el viejo demonio, ofrecerle pequeños favores y aprender todo lo que tuviera que aprender antes del próximo verano, la fecha señalada.
La fecha señalada, sí, cuando todos los secretos del vampiro estarían expuestos ante él, tan reveladores como un cadáver destripado.
Habían pasado tres años desde la última vez que estuvo aquí, y habían sido años muy activos. Durante aquel período Gregor Borowitz había exigido el máximo de todos los miembros de la PES, incluido el nigromante. El general tenía que asegurarse, en el plazo de cuatro años que le había dado Leónidas Brezhnev, que su organización era indispensable. Y ahora el primer ministro había comprobado que realmente lo era. Además, era el más secreto de los servicios secretos, y el más independiente. Y eso era precisamente lo que quería Gregor Borowitz.
Gracias a las advertencias de Borowitz, Brezhnev había estado preparado para la caída de Richard Nixon, el presidente norteamericano con el que tan bien se había entendido. Watergate hubiera podido poner en peligro el cargo de otro primer ministro ruso, pero Brezhnev no sólo había salido indemne, sino que hasta había conseguido beneficiarse con la crisis del gobierno estadounidense. Y esto, gracias a las predicciones de Borowitz o, mejor dicho, de Igor Vlady.
—Es una pena que Nixon no tuviera a alguien como usted —le había dicho Brezhnev a Borowitz.
El primer ministro soviético ocupaba ahora una posición ventajosa —cosa que también había sido predicha— en sus negociaciones con el reemplazante de Nixon. Brezhnev, además, sabiendo de antemano que los políticos con los que tendrían que enfrentarse en el futuro serían de la línea dura, firmó antes de la caída de Nixon un acuerdo con los EE UU sobre satélites. Por otra parte, teniendo en cuenta que Norteamérica estaba mucho más adelantada en materia de tecnología espacial, el primer ministro soviético también se había apresurado a poner su firma en el proyecto de cooperación más importante con vistas a la distensión: una empresa espacial conjunta, Skylab, en la que aún continuaban trabajando.
El primer ministro soviético había tomado estas decisiones y muchas otras —entre ellas la expulsión de numerosos disidentes y la «repatriación» de los judíos— teniendo en cuenta las sugerencias o las predicciones hechas por la sección PES de los servicios secretos. Hasta el momento, estas decisiones no habían hecho sino afirmar su posición como líder indiscutible del gobierno y del partido. Y todo gracias a Borowitz y su sección, de modo que Brezhnev había cumplido de buena gana lo pactado en 1971 con el general.
Así pues, en la medida en que Brezhnev y su régimen prosperaron, prosperó también Gregor Borowitz y con él Boris Dragosani, cuya lealtad a la sección parecía incuestionable. Y de hecho lo era… por el momento.
Gregor Borowitz se había asegurado la permanencia de su sección y ascendió en la estima de Leónidas Brezhnev, pero sus relaciones con Yuri Andrópov se deterioraron en la misma proporción. No era una guerra abierta, pero entre bambalinas Andrópov estaba tan celoso como siempre, y continuaba con sus intrigas. Dragosani sabía que Borowitz vigilaba muy de cerca a Andrópov, pero el nigromante ignoraba que el general también lo vigilaba a él. Claro está que Dragosani no era vigilado por otros funcionarios de la sección ni nada por el estilo, pero había algo en su actitud que inquietaba a su superior. Dragosani siempre había sido arrogante, desobediente incluso, y Borowitz había aceptado esto, y hasta se había divertido en ocasiones. Pero lo que lo inquietaba era otra cosa. Borowitz sospechaba que podía ser ambición; eso estaba bien, siempre que el nigromante no se volviera ambicioso en exceso.
Dragosani también había observado un cambio en sí mismo. A pesar de que una de sus inhibiciones más antiguas, su mayor obsesión, había desaparecido, se había vuelto aún más frío, si esto era posible, con los miembros del sexo opuesto. Cuando poseía a una mujer siempre lo hacía brutalmente, con muy poco o ningún amor en el acto, que no era más que una descarga de sus necesidades físicas. Con respecto a la ambición, a veces controlaba a duras penas su frustración, y le resultaba difícil esperar el día en que pudiera deshacerse de Borowitz. El general era un viejo inútil, estaba chocho y era un estorbo. No era así, claro está, pero la energía de Dragosani era tanta, y tan grandes su empuje y la fortaleza de su carácter que veía de este modo a Borowitz. Y había otra razón por la que había vuelto a Rumania: para pedir consejo a la criatura enterrada. Porque Dragosani finalmente había aceptado al vampiro como una especie de figura paterna. ¿Con qué otro podría hablar, en el más absoluto secreto, de sus ambiciones y sus frustraciones? ¿Con quién, sino con el viejo dragón? Con nadie. En algún sentido el vampiro era corno un oráculo… aunque en otro no lo era. Dragosani, a diferencia de lo que sucede con un oráculo, nunca podía estar seguro de la validez de sus afirmaciones. Y esto significaba que, a pesar de que se había sentido impulsado a volver a Rumania, tenía que ser prudente en sus tratos con la criatura enterrada.
Éstos eran algunos de los pensamientos que cruzaron por su mente mientras conducía desde Bucarest hacia Pitesti; y cuando su Volga pasó junto a un poste que señalaba que la ciudad se encontraba a dieciséis kilómetros, Dragosani recordó que tres años antes viajaba rumbo a Pitesti cuando Borowitz lo llamó a Moscú. Era extraño, pero desde ese día no había vuelto a pensar en la biblioteca de Pitesti, pero ahora sintió deseos de visitarla. Aún sabía muy pocas cosas sobre el vampirismo y los no-muertos, y este conocimiento, al provenir del mismo vampiro, era dudoso. Y la biblioteca de Pitesti era famosa por su abundante material sobre las leyendas y tradiciones del lugar.
Dragosani la recordaba de sus años de instituto en Bucarest. En el colegio a menudo habían solicitado en préstamo antiguos documentos y crónicas relacionados con Valaquia y Rumania, porque durante la Segunda Guerra Mundial habían puesto a salvo en Pitesti abundante material histórico que antes se hallaba en Bucarest y en Ploiesti. En el caso de Ploiesti había sido un acierto, porque esta ciudad había sufrido algunos de los peores bombardeos de la guerra. En todo caso, gran parte del material no había sido devuelto a sus museos y bibliotecas de origen, y permanecía en Pitesti. Dragosani recordaba que dieciocho o diecinueve años antes aún estaba allí.
Así pues, la vieja criatura enterrada tendría que esperar un poco más el regreso de Dragosani. Primero iría a la biblioteca en Pitesti, más tarde comería en la ciudad y sólo entonces se dirigiría a la tierra que lo vio nacer.
Dragosani llegó a las once de la mañana a la biblioteca, se presentó al bibliotecario de turno y le pidió ver todos los documentos relacionados con las familias boyardas, tierras, batallas, monumentos, ruinas y camposantos, y las crónicas y anales de las regiones de Valaquia y Moldavia de mediados del siglo XV. El bibliotecario parecía amable y deseoso de ayudar a Dragosani, pese a que sonrió ante el pedido de éste, como si lo divirtiera. Cuando el hombre lo condujo a la habitación donde se guardaban los antiguos documentos, el mismo Dragosani pudo advertir el aspecto divertido del asunto.
El salón era enorme, y en las estantería había libros y documentos suficientes como para llenar varios camiones del ejército… y todos estaban relacionados con la investigación que quería llevar a cabo.
—Pero… ¿no están catalogados? —preguntó.
—Claro que sí, señor —respondió el bibliotecario, y le entregó un montón de catálogos cuya lectura, si Dragosani hubiese estado dispuesto a emprender esta tarea, le habría llevado varios días.
—¡Pero me llevaría un año o más examinar todo esto! —se quejó por último Dragosani.
—Otros lo han hecho, fundamentalmente para catalogarlos, y les ha llevado veinte años. Pero ésa no es la única dificultad. Aun si usted tuviera todo ese tiempo, no podría examinarlos. Las autoridades han decidido dividir el material: una parte vuelve a Bucarest, otra irá a Budapest, y Moscú ha solicitado también algunos documentos. Los envíos se efectuarán dentro de los próximos tres meses.
—Tiene usted razón —dijo Dragosani—. No tengo más que unos pocos días para dedicar a esto, no años ni meses. Me pregunto si habrá alguna manera de limitar el campo de mi investigación.
—También está la cuestión de la lengua —dijo el bibliotecario—. ¿Quiere ver usted los documentos escritos en turco? ¿En húngaro? ¿O en alemán? ¿Su interés concierne al área de cultura eslava, otomana, o cristiana? ¿Tiene algún punto específico de referencia? El material que hay aquí tiene, como mínimo, trescientos años de antigüedad, pero hay documentos de hace siete siglos, o incluso anteriores. Estoy seguro de que usted sabe que, en el lapso que pretende investigar, estas regiones han tenido épocas de cambios casi constantes. Tenemos aquí documentos sobre los conquistadores extranjeros, sí, pero también sobre aquellos que los expulsaron. ¿Puede usted comprender los textos de estas obras? Después de todo, tienen más de cinco siglos de antigüedad. Si usted puede descifrarlos, es realmente un erudito. Yo no tengo la certeza de comprenderlos, al menos con un razonable grado de exactitud, y eso que he estudiado para poder leerlos.
Y luego, al ver la expresión de impotencia de Dragosani, el hombre había añadido:
—Tal vez si pudiera ser más concreto, señor…
Dragosani no vio razón para responder con una evasiva.
—Estoy interesado en el mito del vampiro, que parece tener su origen aquí: en Transilvania, Moldavia, Valaquia, y, por lo que se sabe, data del siglo XV.
El bibliotecario retrocedió un paso y dejó de sonreír. De repente, parecía desconfiar.
—¿No será usted un turista?
—No, soy rumano, aunque vivo y trabajo en Moscú. ¿Pero qué tiene que ver eso con mi solicitud?
El bibliotecario, tres o cuatro años menor que Dragosani y evidentemente impresionado por su aspecto cosmopolita, se quedó pensativo. Se mordió los labios, frunció el entrecejo y no abrió la boca durante un largo rato. Pero por último dijo:
—Si echa un vistazo a esos catálogos, verá que casi todos están escritos a mano, y con la misma letra. Ya le he dicho que llevaron veinte años de trabajo. Bueno, el hombre que lo realizó aún vive, y se domicilia en Titu, no muy lejos de aquí. Queda a unos treinta kilómetros, yendo hacia Bucarest.
—Conozco el lugar —respondió Dragosani—. He pasado por allí hace media hora. ¿Cree que ese hombre puede ayudarme?
—Si quiere hacerlo, sí.
Las palabras del bibliotecario sonaban un tanto enigmáticas.
—¿Por qué dice eso?
El hombre pareció inseguro y desvió la vista un instante.
—Hace dos o tres años cometí un error. Le envié una pareja de «investigadores» americanos. No quiso saber nada de ellos y los echó. Es un tanto excéntrico, ¿sabe? Desde entonces me he vuelto más prudente. Comprenda usted, tenemos muchos pedidos de esta clase. Al parecer, en Occidente hay toda una industria alrededor de Drácula. El señor Giresci quiere evitar cualquier relación con esta explotación mercantil. De paso, ése es su nombre: Ladislau Giresci.
—¿Me está diciendo que ese hombre es un experto en vampirismo? —preguntó Dragosani, con renovado interés—. ¿Quiere decir que ha estudiado las leyendas, que ha investigado su historia en estos documentos durante veinte años?
—Bueno, sí, eso es lo que quería decirle. Para él es una afición, o tal vez una obsesión. Pero en lo que atañe a la biblioteca, una obsesión muy útil.
—¡Entonces tengo que ir a verlo! Me ahorrará muchísimo tiempo y trabajo.
El bibliotecario se encogió de hombros.
—Bueno, yo puedo darle su dirección, e indicarle cómo llegar a su casa pero… él decidirá si quiere recibirlo. Puede que una botella de whisky le facilite las cosas. Es un gran bebedor de whisky, cuando puede pagarlo. Pero escocés, no ese brebaje infame que hacen en Bulgaria.
—Déme su dirección —dijo Dragosani—. Me recibirá. Se lo garantizo.
Dragosani encontró el lugar tal como le había dicho el bibliotecario, camino a Bucarest, a un kilómetro y medio de Titu. La casa de Ladislau Giresci, situada en una urbanización de casas de madera de dos plantas, en una zona arbolada, destacaba por su relativo aislamiento. Todas las casas tenían jardines, o unos metros de terreno que la separaban de sus vecinos, pero la vivienda de Giresci estaba bastante lejos de las otras, en el límite del caserío, perdida entre los pinos y la maleza.
Los descuidados setos invadían el camino adoquinado que llevaba a la casa, y las hierbas crecían entre los adoquines. Los jardines estaban descuidados y la tierra parecía regresar poco a poco a su original estado salvaje; la casa estaba corroída por la carcoma y tenía un aspecto de abandono casi absoluto. Las otras casas de la urbanización parecían, en comparación, en buen estado y sus jardines bien cuidados. Algún pequeño esfuerzo, no obstante, había sido hecho para mantener y reparar la propiedad, porque en el frente habían reemplazado algunas de las tablas en peor estado por otras nuevas, pero aun la reparación más reciente debía de tener al menos cinco años de antigüedad. El sendero desde el portal del jardín hasta la puerta del frente también estaba invadido por la maleza, pero Dragosani no se desanimó y golpeó con los nudillos en la madera desconchada.
Llevaba en la mano una bolsa de red que contenía una botella de whisky que había comprado en Pitesti, una barra de pan, un trozo de queso y un poco de fruta. La comida era para él (su almuerzo, si no había otra cosa) y la botella, tal como le habían aconsejado, para Giresci. Si es que estaba en casa. Dragosani esperó, y comenzó a pensar que esto era improbable, pero tras llamar otra vez, con mas fuerza, oyó que algo se movía en el interior de la casa.
La persona que por fin abrió la puerta era un hombre de unos sesenta años de edad y tan frágil como una flor puesta a secar entre las páginas de un libro. Tenía los cabellos blancos —no grises sino blancos, como una corona de nieve sobre la colina de la frente— y su tez era aún más pálida que la de Dragosani, y resplandecía como si le hubieran sacado brillo. Tenía la pierna derecha de madera, no una moderna prótesis sino una vieja pata de palo, pero parecía bastante ágil a pesar de su minusvalía. Tenía la espalda un poco encorvada y se tocaba un hombro como si le doliese cuando se movía, pero sus ojos pardos tenían una mirada penetrante y segura, y cuando le preguntó a Dragosani qué se le ofrecía, su aliento era limpio y saludable.
—Usted no me conoce, señor Giresci —dijo Dragosani—, pero yo he oído hablar de usted, y lo que decían me ha fascinado. Yo soy, en cierto modo, un historiador, y me interesa especialmente la antigua Valaquia. Y me han dicho que nadie conoce la historia de esa región mejor que usted.
Giresci miró a su visitante de arriba abajo.
—Bueno, algunos profesores de la universidad de Bucarest cuestionarían esa afirmación, pero yo no he de hacerlo.
El hombre permaneció en la entrada, bloqueando el paso al interior de la casa, pero Dragosani observó que sus ojos volvían a mirar la bolsa de red y la botella.
—Whisky —dijo Dragosani—. Me gusta mucho, y es muy difícil de encontrar en Moscú. ¿No querrá beber una copa conmigo… mientras hablamos?
—¿Y quién le ha dicho que vamos a hablar? —le espetó con voz que parecía un ladrido, aunque sus ojos regresaron a la botella, y luego preguntó con un tono menos áspero—: ¿Ha dicho que es escocés?
—Claro. Es el único whisky que merece ese nombre y…
—¿Cómo dijo que se llamaba, joven? —lo interrumpió Giresci; aún bloqueaba la entrada, pero en su mirada había una expresión de interés.
—Dragosani. Boris Dragosani. He nacido en esta comarca.
—¿Y por esa razón le interesa su historia? No estoy del todo convencido. —Sus ojos, después de haberlo estudiado sin reparos, adquirieron una expresión de desconfianza—. ¿No representará usted a algunos extranjeros? ¿Americanos, por ejemplo?
Dragosani sonrió.
—Nada de eso. Por lo que sé, usted ha tenido problemas con los extranjeros. No quiero mentirle, Ladislau Giresci, pero a mí me interesa lo mismo que a ellos. El bibliotecario de Pitesti me dio su dirección.
—¿Sí? Ese hombre sabe muy bien a quiénes recibo y a quiénes no, de modo que usted debe de tener buenas referencias. Pero ahora dígame usted mismo, y sin ocultarme nada, qué es lo que le interesa.
—De acuerdo —respondió Dragosani, que no veía razón alguna para andarse con rodeos—. Quiero información acerca de los vampiros.
El otro lo miró fijo, pero no pareció sorprenderse.
—¿Quiere decir sobre Drácula?
—No, sobre los verdaderos vampiros. El vampir de la leyenda transilvana, el culto del wamphyri.
Cuando oyó esto, Giresci dio un respingo, hizo una mueca de dolor cuando movió el hombro enfermo, se inclinó luego un poco hacia adelante y cogió a Dragosani del brazo.
—¿De modo que el wamphyri? Sí, puede que hable con usted. Sí, y me gustaría mucho beber una copa de whisky. Pero primero dígame algo. Usted dijo que quería información sobre el vampiro verdadero, sobre su leyenda. ¿Está seguro de que no se refiere al mito? Dragosani, ¿usted cree en los vampiros?
Dragosani lo miró. Giresci esperaba ansioso su respuesta. Y algo le dijo a Dragosani que lo había convencido.
—Sí —respondió al cabo de un instante—. Creo en ellos.
El otro hizo un gesto afirmativo con la cabeza, y se hizo a un lado para dejarlo entrar.
—En ese caso, será mejor que entre, señor Dragosani. Pase, pase, y hablaremos.
A pesar del aspecto de abandono que tenía la casa desde el exterior, por dentro estaba muy limpia y ordenada, sobre todo considerando que era la vivienda de un anciano minusválido que vivía solo. Dragosani se sintió agradablemente sorprendido por el sentido del orden que advirtió mientras seguía a su anfitrión por habitaciones de paredes recubiertas por paneles de roble y suelos de pino pulidos y recubiertos por alfombras tejidas según la antigua tradición eslava. La casa, aunque rústica, era en cierto sentido tibia y acogedora. Pero sólo en cierto sentido, porque la debilidad de Giresci, su afición u obsesión, estaba presente en cada una de las habitaciones. Impregnaba la atmósfera de la vivienda de la misma manera que las momias egipcias de un museo nos hacen imaginar enseguida las dunas del desierto y nos sugieren antiguos misterios. Pero aquí la imagen que los objetos evocaban era de ásperos puertos de montaña y fiero orgullo, de planicies heladas y dolorosa soledad, de una serie interminable de guerras y sangre e increíbles crueldades. Las habitaciones de la casa eran la antigua Rumania. Esto era Valaquia.
En las paredes de una de las habitaciones colgaban antiguas armas, espadas, fragmentos de armadura. Aquí había un arcabuz de comienzos del siglo XVI, allí una pica con púas de aspecto temible. La negra bala de un pequeño cañón turco mantenía abierta una puerta (Giresci la había encontrado en un antiguo campo de batalla cercano a las ruinas de una antigua fortaleza en las afueras de Tirgoviste) y un par de vistosas cimitarras turcas decoraban la pared encima de la chimenea. Había tremendas hachas, mazas y mayales, y una maltrecha coraza con el peto abierto de un hachazo de arriba abajo. En la pared del pasillo que separaba el salón de la cocina y los dormitorios colgaban retratos de los infames príncipes Vlad y árboles genealógicos de las familias boyardas. Había también blasones y escudos de armas, planos de intrincadas batallas, dibujos hechos por el mismo Giresci de fortificaciones, túmulos, terraplenes, castillos en ruinas y torreones.
¡Y libros! Estantes y estantes llenos de libros, muchos de ellos deteriorados —y algunos muy valiosos—, pero todos rescatados por Giresci a lo largo de los años: comprados en ferias, librerías de viejo y tiendas de antigüedades, o a familias de la antaño poderosa aristocracia arruinadas en la actualidad. La casa era un pequeño museo, y Giresci su único encargado y director.
—El arcabuz debe de valer una pequeña fortuna —observó Dragosani.
—Es posible que un coleccionista o un museo pagaran mucho por él —respondió su anfitrión—, pero nunca me interesó averiguar el precio de las cosas. ¿Qué le parece esto como arma? —y le tendió una ballesta.
Dragosani la cogió, la sopesó y frunció el entrecejo. El arma era bastante moderna, pesada, puede que tan certera como un rifle, e igualmente mortífera. Llamaba la atención que su cuadrillo fuese de madera, seguramente palosanto, con una punta de acero. Además, estaba cargada.
—Por cierto, no tiene mucho que ver con el resto de su material.
Giresci sonrió, mostrando unos dientes grandes y potentes.
—Sí lo tiene. Mi otro «material», como usted lo llama, nos habla de lo que fue, y que aún puede volver a ser. La ballesta es la respuesta a eso. Un disuasorio. El arma contra lo que puede ser.
Dragosani asintió.
—Una estaca de madera clavada en el corazón, ¿no? ¿Y realmente cazaría a un vampiro con esta ballesta?
Giresci sonrió de nuevo e hizo un gesto negativo.
—No haría semejante tontería —dijo—. Sólo un loco trataría de atrapar a un vampiro. Yo no estoy loco, no soy más que un excéntrico. ¿Cazar a un vampiro? ¡Jamás! Pero ¿y si un vampiro decide perseguirme? Si quiere, llámelo protección. De todos modos, me siento más tranquilo con la ballesta en mi casa.
—Pero ¿por qué teme algo así? Quiero decir… estoy de acuerdo con usted en que estas criaturas han existido, y es posible que todavía existan, pero ¿por qué habrían de tomarse el trabajo de perseguirlo a usted?
—Si usted fuera un agente secreto —dijo Giresci, y Dragosani se sonrió para sus adentros—, ¿le gustaría que alguien que no pertenece a su organización conociera todos sus asuntos, sus secretos? ¿Se sentiría seguro? Claro que no. ¿Y cómo cree que se sentirían los wamphyri? En la actualidad, pienso que el riesgo es probablemente muy pequeño, pero hace veinte años, cuando compré la ballesta, no estaba tan seguro de que así fuera. Había descubierto cosas que ya nunca olvidaría. Esas criaturas eran reales, y yo sabía mucho acerca de ellas. Y cuanto más investigaba su leyenda, su historia, más monstruosas me parecían. En aquella época las pesadillas no me dejaban dormir. Supongo que comprar la ballesta fue como silbar en la oscuridad: no alejaría a las fuerzas oscuras, pero al menos les haría saber que no les tenía miedo.
—¿Aunque sí lo tuviera?
La aguda mirada de Giresci se volvió introspectiva.
—Claro que tenía miedo —respondió por fin—. ¿Cómo no habría de tenerlo? Estaba en Rumania, a la sombra de esas montañas, en esta casa donde había acumulado y estudiado las pruebas. Sí, tenía miedo, pero ahora…
—¿Ahora, qué?
El otro puso cara de decepción.
—Bueno, todavía estoy vivo, y han pasado muchos años. No me ha sucedido nada, ¿no lo ve? Así pues… en la actualidad creo que, después de todo, es probable que se hayan extinguido. Existieron, claro que sí, y yo lo sé mejor que nadie, pero es posible que los últimos de ellos se hayan ido para siempre. Así lo espero, de todos modos. ¿Y usted, Dragosani? ¿Qué opina usted?
Dragosani le devolvió la ballesta.
—Opino que debe conservar su ballesta, Ladislau Giresci. Y mantenerla lista para disparar. Y también opino que tiene que tener cuidado con la gente que invita a su casa.
Dragosani metió la mano en el bolsillo para buscar un paquete de cigarrillos y se quedó inmóvil cuando Giresci le apuntó con la ballesta al corazón desde una distancia de dos metros, y quitó el dispositivo de seguridad.
—Soy muy cuidadoso —respondió el otro, mirándolo a los ojos—. Al parecer, usted y yo sabemos muchas cosas. Yo sé por qué creo, pero ¿y usted?
—¿Yo? —Dragosani cogió, dentro de su chaqueta, la pistola reglamentaria, y la sacó lentamente de la pistolera que llevaba en el sobaco.
—Dice ser un extranjero que investiga una leyenda, pero ¡sabe tantas cosas!
Dragosani se encogió de hombros y comenzó a girar la pistola para apuntar a Giresci mientras se volvía ligeramente hacia la derecha. Tal vez Giresci estaba loco. Era una pena. Y también lo era tener que hacer un agujero en el tejido de su chaqueta, y la pólvora dejaría marcas en el forro pero…
Giresci echó el seguro a la ballesta y la depositó con cuidado sobre una mesita.
—Se enfrenta usted con demasiada tranquilidad a la estaca de madera como para ser un vampiro —rió Giresci—. Además, ¿sabe usted que la ballesta tiene fuerza suficiente como para que la estaca penetre en un hombre, pero sin traspasarlo? No serviría de nada si no quedara alojada en el cuerpo. Sólo cuando la criatura queda así inmovilizada y… —Los ojos del hombre se abrieron como platos, y se quedó mudo, aunque con la boca abierta.
Dragosani, pálido como la muerte, sacó la pistola, le colocó el seguro y la dejó en la mesa, junto a la ballesta.
—Esta pistola tiene fuerza suficiente como para sacarle el corazón por la espalda. Además, vi los espejos en el pasillo, y vi cómo los miraba cuando yo pasaba frente a ellos. Pensé que eran demasiados espejos. Y el crucifijo en la puerta, y sin duda lleva otro colgado del cuello. Aunque no le servirían de nada, claro está. Bueno, ¿soy un vampiro, pues?
—No sé qué es usted —respondió el otro—, pero no es un vampiro, no. Después de todo, llegó a la luz del sol. Pero píenselo: viene un hombre a buscarme porque desea información sobre los wamphyri; un hombre que conoce ese nombre, wamphyri, algo que sucede con muy pocas personas en el mundo. ¿No actuaría usted con cautela en una situación semejante?
Dragosani respiró hondo y se relajó un poco.
—¡Su cautela estuvo a punto de costarle la vida! —le soltó a bocajarro—. Antes de que sigamos hablando, ¿tiene algún otro truco guardado en la manga?
La risa de Giresci fue trémula.
—No, no, creo que ahora nos entendemos —dijo luego—. Pero veamos qué otras cosas tiene usted en la bolsa. —Giresci cogió la bolsa de red y condujo a Dragosani hasta una mesa que había junto a una ventana—. Aquí está más fresco, hay más sombra —explicó.
—El whisky es para usted —dijo Dragosani—. Lo demás es mi almuerzo, aunque ahora no sé si tengo ganas de comer. ¡Esa ballesta me ha quitado el apetito!
—¡No se preocupe, comerá! ¿Qué? ¿Queso para el almuerzo? No, nada de eso. Tengo unas perdices en el horno, y ya deben de estar a punto. He utilizado una receta de cocina griega. Whisky como aperitivo; pan para acompañar la salsa de las perdices, y el queso a los postres. Será un almuerzo excelente. Y mientras comemos, le contaré mi historia, Dragosani.
El hombre más joven permitió que el otro lo apaciguara, aceptó un vaso que Giresci sacó de un antiguo armario de roble, y dejó que le sirviera una generosa dosis de whisky. Giresci fue luego un momento a la cocina, y Dragosani comenzó a percibir el olor de la carne asada. Giresci había dicho la verdad, aquello olía delicioso. El dueño de la casa regresó unos minutos después con una fuente humeante, y le señaló a Dragosani el cajón donde estaban los platos. Después sirvió un par de perdices en el plato de su invitado, y una sola en el suyo. Había también patatas asadas, y también aquí Dragosani obtuvo la parte del león.
Impresionado por la generosidad de Giresci, dijo:
—Esto no me parece justo.
—Yo me bebo su whisky —replicó el otro—, de modo que usted puede comerse mis perdices. Además, desde esa ventana puedo cazar todas las que quiera. Es muy fácil conseguir perdices, y mucho más difícil hacerse con un poco de whisky. Créame, salgo ganando con nuestro intercambio.
Empezaron a comer, y Giresci comenzó a contar su historia entre bocado y bocado.
—Fue durante la guerra —comenzó—. Cuando era niño sufrí una herida en la espalda y el hombro que acabó con mis posibilidades de alistarme en el ejército. Pero yo quería servir a mi patria, y me enrolé en la Defensa Civil. ¡Defensa Civil, ja, ja! Ploiesti ardió noche tras noche. Simplemente ardió. ¿Cómo se defiende uno cuando llueven bombas del cielo?
»Así pues, yo iba de un lado para otro con cientos de personas más, sacando cuerpos de los edificios en llamas, o derrumbados. Algunos estaban vivos, pero la mayoría eran cadáveres, y otros habría sido mejor que lo fueran. Pero es sorprendente lo rápido que uno se acostumbra a todo. Yo era muy joven y me acostumbré a aquello aún más rápidamente. Cuando se es joven, se tiene una gran capacidad de adaptación. Al final, la sangre, el dolor y la muerte no parecían tener mucha importancia, ni para mí, ni para los otros que hacían el mismo trabajo. Había que hacerlo porque estaba allí, del mismo modo que uno sube a una montaña. Claro que aquélla era un montaña de la que nunca veríamos la cima. De manera que seguíamos con nuestro trabajo, yendo de aquí para allá. ¡Yo, de aquí para allá! ¿Puede imaginárselo? Claro que entonces tenía las dos piernas.
»Pero hubo una noche peor que las otras. Quiero decir, todas las noches eran malas, pero aquélla fue… —Giresci hizo un gesto con la cabeza, incapaz de encontrar las palabras para describirlo.
—En las afueras de Ploiesti, en dirección a Bucarest, había muchas casas antiguas. Habían sido las viviendas de la aristocracia cuando realmente había mucha aristocracia. La mayoría de ellas estaban en mal estado, pues la gente no tenía dinero para mantenerlas. Claro está que sus dueños todavía contaban con un poco de dinero y algunas tierras, pero no sumaban grandes fortunas. Apenas para sobrevivir, para mantenerse, decayendo gradualmente, como sus viejas casas. Y aquella noche, las bombas cayeron justo allí.
»Yo conducía una ambulancia, en realidad, un camión de tres toneladas convenido en ambulancia, entre la ciudad y los suburbios, donde habían instalado un par de hospitales en dos de las casas más grandes. Hasta entonces los bombardeos habían ocurrido en el centro de la ciudad. De todos modos, cuando cayeron las bombas me hicieron saltar del camino. Pensé que me había llegado la hora. Sucedió así:
»Un minuto antes yo conducía mi ambulancia, las viejas casas de los ricos a mi derecha, el cielo al este y al sur, enrojecido por los incendios… y al minuto siguiente estalló el infierno, como si la explosión viniera del mismo centro de la tierra. Gracias a Dios la ambulancia estaba vacía; habíamos dejado media docena de heridos graves en uno de los hospitales improvisados y volvíamos a Ploiesti mi acompañante y yo. El camión traqueteaba sobre las viejas calles adoquinadas, con escombros amontonados en las esquinas. Y entonces cayeron las bombas.
«Llegaron del lado de las casas de los ricos, estallaron como demonios enloquecidos, y todo voló por los aires entre explosiones de luz cegadora y chorros de fuego rojo y amarillo. Habría sido un espectáculo hermosísimo si no llevase aparejados muerte y destrucción. Y avanzaban, sí, incontenibles, como soldados gigantescos. La primera estalló a poco menos de trescientos metros, detrás de las mansiones: un ruido sordo y un resplandor repentino, una erupción de fuego y lodo, y la tierra tembló bajo las ruedas del camión. La segunda explotó a unos doscientos metros, y lanzó tierra y árboles en llamas por encima de los techos. A ciento cincuenta metros otra, y la bola de fuego fue más alta que los viejos muros de piedra, más alta que las mismas casas. Y la tierra se sacudía con más fuerza a cada estallido, y éstos eran más y más próximos. Después, la casa que tenía a la derecha, un poco retirada del camino, pareció saltar sobre sus cimientos. Y supe dónde caería la próxima bomba. ¡Caería sobre la casa! ¿Y la bomba siguiente a ésa?»
»Mi suposición era casi acertada. Durante medio segundo la casa fue iluminada por detrás por una luz tan brillante que pareció penetrar en las piedras e hizo que el antiguo edificio pareciera un gran esqueleto. En la planta baja, junto a las grandes ventanas, se vio una silueta que sacudía los brazos, víctima de una terrible ira. Después, cuando se desvaneció el resplandor de esa bomba y llovieron polvo y escombros sobre la tierra, la bomba siguiente cayó sobre la casa.
»Y allí empezó el infierno. El techo voló a causa de la explosión, se desmoronaron las paredes en medio del humo y las llamaradas, el camino por donde iba mi camión pareció enroscarse sobre sí mismo como una serpiente herida mientras llovían los adoquines sobre mi parabrisas. Y después de eso… ¡todo daba vueltas, y estaba ardiendo!
»La ambulancia fue como un juguete en manos de un niño enfurecido, que la hubiera cogido para hacerla girar y luego la hubiera arrojado a un lado del camino. Sólo estuve inconsciente por un par de segundos, tal vez menos, quizá solo fue conmoción y náusea, pero cuando recuperé el sentido me arrastré fuera del vehículo en llamas. Me salvé por unos segundos, y luego… ¡BOOM!
»En cuanto a mi compañero, el hombre que iba conmigo en el camión, ni siquiera sabía su nombre. Y si lo sabía, nunca he podido recordarlo. Lo había conocido aquella misma noche, y al poco rato le decía adiós en medio de un holocausto. Lo único que recuerdo es que tenía la nariz aguileña. Cuando salí del camión no lo había visto; si todavía estaba en el vehículo, aquél fue su final. De todas formas, nunca volví a verlo…
»Pero el bombardeo seguía, y yo temblaba, espantado, aturdido y vulnerable. Usted sabe qué vulnerables somos cuando hemos perdido a alguien, aunque fuera un desconocido.
»Entonces miré hacia la casa que había sufrido el impacto antes de que la bomba estallara en el camino, frente a mí. Aunque parezca mentira, no se había desmoronado del todo. La planta baja, de ventanas saledizas, aún estaba en pie. Ya sin ventanas, claro está, sólo las paredes. Y todo estaba en llamas.
»Y en ese instante recordé la figura, con los brazos alzados en un gesto de furia, que había visto a contraluz junto a la ventana. Puesto que la habitación no se había desmoronado, ¿no estaría también allí la persona aquélla? Fue algo instintivo, mi trabajo, la montaña interminable que había que trepar y trepar… Corrí hacia la casa. Tal vez era también instinto de conservación, porque si ya había caído una bomba sobre la casa era improbable que cayera otra. Estaría más seguro allí hasta que terminara el ataque aéreo. En mi aturdimiento no tuve en cuenta que la casa estaba ardiendo, y que el incendio sería como un faro para el siguiente grupo de aviones.
»Llegué a la casa sin sufrir ningún daño, entré por las destrozadas ventanas a lo que había sido una biblioteca, y encontré al hombre enfurecido… o lo que quedaba de él. Debería haber encontrado un cadáver, pero aquello era otra cosa. Quiero decir, con las heridas que había sufrido debería haber estado muerto. Pero no lo estaba, era un no-muerto.
»Dragosani, yo no sé cuánto sabe usted acerca de los wamphyri. Si sabe mucho, no se sorprenderá ante lo que voy a contarle. Pero yo entonces lo ignoraba todo acerca de ellos, y lo que vi, lo que oí, la experiencia toda, fue para mí terrorífica. Claro está que usted no es el primero que oye esta historia; la conté después —o más bien la tartamudeé— y la he vuelto a contar en varias ocasiones. Sin embargo, cada vez lo hago con menos ganas porque sé que sólo encontraré escepticismo, la más completa incredulidad. De todos modos, como aquélla fue la sacudida que inició mi búsqueda, mi obsesión, podríamos decir, continúa siendo el recuerdo más vivido, más importante de toda mi vida, y debo hablar de él. A pesar de que he reducido drásticamente mi audiencia en los últimos años, sigo teniendo la necesidad de hablar de aquello. Dragosani, usted será el primero que la escucha en siete años. El último fue un americano que después quería rescribirla y publicarla en una revista sensacionalista como «una historia verdadera». Tuve que hacerle abandonar la idea a punta de pistola. Por razones obvias no quiero atraer la atención sobre mi persona, que es precisamente lo que él hubiera conseguido de seguir adelante con su plan.
»Pero veo que usted se impacienta, de modo que seguiré con lo sucedido aquella noche:
»Al principio, cuando entré en la habitación sólo vi escombros y cosas destrozadas. No esperaba encontrar nada; nada vivo, en todo caso. El techo se estaba hundiendo en uno de los costados; una de las paredes también estaba agrietada y a punto de desmoronarse; las estanterías de libros se habían caído y los libros estaban dispersos por toda la habitación; algunos ardían y contribuían a la humareda y al caos general. El áspero, sofocante olor de la bomba impregnaba el aire. Y entonces oí el gemido.
»Hay gemidos y gemidos, Dragosani. Están los gemidos de los hombres exhaustos y a punto de desplomarse, los vitales gemidos de las mujeres cuando dan a luz, los de los seres vivos cuando están por morir. Y están los gemidos de los no-muertos. Yo entonces no los conocía; ésos eran para mí gemidos de agonía. ¡Pero qué agonía, qué eternidad de dolor!
»Venían desde detrás de una vieja mesa tumbada cerca de las ventanas por donde yo había entrado. Me abrí paso entre los escombros y tiré de la mesa hasta que conseguí retirarla de la pared y enderezarla sobre sus cortas patas. Y allí, junto al pesado rodapié y oculto antes por la mesa, yacía un hombre. Bueno, lo que yo di por sentado que era un hombre, puesto que entonces no tenía razón alguna para pensar que pudiera ser otra cosa. Usted juzgará por sí mismo, pero por ahora llamémosle «hombre».
»Sus rasgos eran majestuosos; habría sido bello si la agonía no hubiera desfigurado su rostro. Era alto, un hombre grande y muy fuerte. ¡Dios mío, tiene que haber sido tan fuerte! Eso fue lo que pensé cuando vi sus heridas. Ningún hombre podía sufrir heridas como aquéllas y seguir vivo. Si así ocurría, es que no era un hombre.
»El techo era de vigas ennegrecidas por el tiempo, algo muy común en ese tipo de casas. En el lugar donde había comenzado a hundirse se había roto una viga y al descender, la punta —una afilada astilla de pino— había atravesado el pecho del hombre y lo había clavado a las tablas del suelo. El hombre yacía empalado como una mariposa atravesada por un alfiler. Esto ya hubiera sido más que suficiente para causarle la muerte, pero aún había más.
»La explosión —tiene que haber sido eso, las bombas a veces hacen cosas muy raras— le había cortado las ropas en la mitad del cuerpo como con una gran navaja. Estaba desnudo desde la ingle hasta las costillas, pero no sólo las ropas habían sido cortadas. Su vientre, tembloroso, una masa de nervios destruidos y cortados, estaba abierto en dos grandes colgajos de carne, con todas las vísceras al descubierto. Dragosani, tenía ante mis horrorizados ojos sus tripas, palpitantes, pero no eran lo que yo había esperado, no eran las entrañas de un hombre corriente.
»Ya veo las preguntas escritas en su rostro. ¿Qué está diciendo este hombre?, se pregunta usted. Las entrañas son entrañas y las tripas, tripas. Tuberías viscosas, caños retorcidos y conductos humeantes; trozos de carne roja, amarilla y púrpura con formas extrañas; salchichas con circunvoluciones y vejigas. Sí, había todas esas cosas dentro del abdomen desgarrado, pero había algo más.
Dragosani escuchaba, absorto, casi sin respirar, pero aunque toda su atención estaba concentrada en la historia de Giresci, su rostro no mostraba verdadera emoción ni horror. Y Giresci lo advirtió.
—Mi joven amigo —dijo—, veo que también usted es un hombre muy fuerte, porque muchos se hubieran puesto pálidos, o hubieran vomitado al escuchar lo que acabo de contarle. Y todavía hay mucho más para contar. Veamos cómo soporta el resto…
»Le he dicho que había algo más en la cavidad abdominal de aquel cuerpo. Lo vislumbré cuando lo vi allí clavado, pero pensé que mis ojos me engañaban. De todas formas, nos vimos al mismo tiempo, y después de que nuestros ojos se encontraran por primera vez, la cosa que había dentro de él pareció replegarse y desaparecer detrás de las vísceras. Aunque… podía ser que aquello sólo fuera algo que yo había imaginado, ¿no? Bueno, ¿y cómo era aquello que yo había creído ver? Imagínese un pulpo o una babosa. Pero grande, con tentáculos alrededor de todos los órganos habituales y el centro en la región del corazón, o detrás de él. Sí, imagínese un gran tumor, pero móvil, sensible.
»Estaba allí, no estaba. Yo lo había imaginado. Pero no había nada imaginario en la agonía de ese hombre, en sus horribles heridas, en el hecho de que sólo un milagro —o muchos— lo había mantenido vivo. Aunque sólo tenía ante sí unos pocos minutos de vida, o quizá sólo segundos. Sin duda, estaba acabado.
»¡Pero estaba consciente! Consciente, trate de imaginárselo. Y si puede, trate de imaginar también su tortura. Yo podía, y cuando me habló, estuve a punto de desmayarme. Era inconcebible que ese hombre pudiera pensar. No obstante, no había perdido el dominio de sí mismo. Su nuez de Adán se sacudió, y él susurró:
»—Sáquela. Quite la viga. Retírela de mi cuerpo.
»Yo volví en mí, me quité la chaqueta y cubrí con ella su abdomen reventado. Lo hice más por mí que por él, ¿me entiende? No podría haber hecho nada con esas entrañas al descubierto. Después cogí la viga.
»—No le servirá de nada —le dije, muy nervioso—. ¡Esto lo matará! Aunque pudiera quitarla, y no es seguro que pueda, usted moriría de inmediato. Es mi obligación decírselo.
»Él se las arregló para hacer un gesto afirmativo.
»—Inténtelo, de todas formas —boqueó.
»Y lo intenté. ¡Era imposible! Tres hombres no podrían haberla movido. Después de traspasarle, se había clavado profundamente en el suelo. La moví un poco, y cuando lo hice se desprendieron trozos de techo y la pared crujió. Y lo que es peor, en la depresión de su pecho, donde se había clavado la viga, se acumuló un charco de sangre.
»El hombre comenzó a gemir, puso los ojos en blanco, y su cuerpo se sacudió bajo mi chaqueta como si alguien le hubiera enviado una descarga eléctrica. Y sus pies golpeaban el suelo en convulsiones de dolor. Pero ¿puede usted creer que mientras todo esto sucedía sus manos temblorosas se agarraron al poste astillado, y él intentó ayudarme con todas sus fuerzas?
»Aquello era inútil, y los dos lo sabíamos. Le dije:
»—Si pudiera quitar la viga, la casa se desmoronaría encima de usted. Mire, aquí tengo cloroformo. Puedo dormirlo de manera que no sienta dolor. Pero tengo que decirle la verdad. No volverá a despertar.
»—¡No, drogas no! —boqueó de inmediato—. No…, el cloroformo no me hace efecto. De todas formas, tengo que estar despierto, dominar la situación. Vaya a buscar ayuda; más hombres. ¡Rápido!
»—¡Si no hay nadie! —protesté—. Y si queda alguien, estará demasiado ocupado salvando su propia vida, su familia, su propiedad. ¡Han bombardeado intensamente toda la zona! —Y mientras hablaba, volvió a oírse el zumbar de los aviones y, a la distancia, el estruendo de otras explosiones.
»—¡Usted puede hacerlo! —insistió—. Sé que puede. Encontrará ayuda y volverá. Le pagaré bien, créame. Y yo no moriré. Resistiré hasta que vuelva. Usted…, usted es mi última posibilidad. ¡No puede negarse!
»Estaba desesperado, y era comprensible.
»Pero ahora era mi turno de conocer la agonía, la agonía de la frustración, de la más completa impotencia. Ese hombre valiente y fuerte, condenado a morir en ese lugar. Miré a mi alrededor y supe que no tendría tiempo de buscar a nadie, supe que no había nada que hacer.
»Sus ojos siguieron a los míos y el hombre vio las llamas que asomaban por las ventanas destrozadas. El humo se hacía más espeso a cada instante a medida que los libros comenzaban a arder. Después el fuego se extendió a los estantes caídos y a los muebles. El humo ascendía en volutas hasta el techo medio hundido, que volvió a crujir mientras llovían polvo y trozos de escayola.
»—¡Voy… voy a abrasarme! —dijo con voz entrecortada. Durante un instante miró las llamas con ojos llenos de miedo, pero luego apareció en ellos una extraña mirada de tranquila resignación—. Todo… todo ha terminado.
»Intenté cogerle la mano, pero se desprendió, y murmuró una vez más:
»—Terminado. Después de tantos siglos…
»—Ya había terminado antes —le dije—. Sus heridas…, no podría haber sobrevivido. —Yo estaba ansioso por hacer más fáciles sus últimos minutos—. Su dolor ha sido tan grande que ha pasado del límite de lo soportable, y ahora no siente nada. Eso es algo que debe agradecer.
»Me miraba, y me di cuenta de que lo hacía con desprecio.
»—¿Mis heridas? ¿El dolor? —repitió—. ¡Ja! —rió, y su carcajada fue amarga como un limón verde, llena de acidez y desprecio—. ¡Dolor fue el que sentí cuando penetró por el visor de mi yelmo, me rompió el puente de la nariz, y siguió hasta golpear la parte de atrás de mi cráneo! ¡Eso fue dolor! —refunfuñó—. Dolor, sí, porque parte de mi ser, de mi ser real, había sido herido. Eso fue en Silistria, donde aplastamos a los otomanos. Amigo, conozco el dolor, ¡vaya si lo conozco! El dolor y yo nos conocemos desde hace mucho, mucho tiempo. En mil doscientos cuatro, en Constantinopla, fue el fuego griego. Yo me había unido a la Cuarta Cruzada en Zara, como mercenario, y fui quemado cuando alcanzábamos la victoria. Ah, pero se lo hicimos pagar. Durante tres días saqueamos, violamos, asesinamos. Y yo, en mi agonía, medio consumido por el fuego, quemado casi hasta el corazón, fui el asesino más despiadado. La carne humana se había consumido, pero el wamphyri seguía viviendo. Y ahora esto, clavado al suelo y paralizado, esperando a las llamas que me encontrarán y acabarán con todo. El fuego griego al final se extinguió, pero éste no lo hará. No sé nada del dolor y la agonía de los humanos, y me tiene sin cuidado. ¿Pero el dolor del wamphyri? Empalado, ardiendo, consumiéndose en el fuego, desvaneciéndose capa a capa. ¡No, no puede ser!
»Ésas fueron sus palabras, las recuerdo muy bien. Pensé que despotricaba, medio delirante. ¿Sería tal vez un historiador? Era un hombre culto, sin duda. Pero las llamas se acercaban y el calor era intolerable. No podía quedarme con él, pero tampoco podía abandonarlo, al menos mientras estuviera consciente. Cogí un trozo de algodón y un pequeño frasco de cloroformo y…
»Adivinó mi propósito, y de un golpe hizo caer el frasco de mi mano. Su contenido se desparramó y en un instante ardió en llamas azules.
»—¡Imbécil! —susurró—. Sólo conseguiría adormecer la parte humana.
»El calor se hacía insoportable y pequeñas lenguas de fuego lamían el zócalo de la pared, Yo apenas podía respirar.
»—¿Por qué no muere? —grite, incapaz de separarme de él—. ¡Por el amor de Dios, muera de una vez!
»—¿Dios? —dijo burlándose abiertamente de mí—. Aunque creyera en él no habría paz para mí. Amigo mío, en vuestro paraíso no hay lugar para mí.
»En el suelo, entre los escombros y otros objetos caídos de la mesa, había un abrecartas. Un lado de la hoja era especialmente afilado. Lo cogí y me acerqué al hombre. Mi objetivo era su garganta; de oreja a oreja. Fue como si él me hubiera leído el pensamiento.
»—No bastará —me dijo—. Tiene que cortar toda la cabeza.
»—¿Cómo? —le pregunté—. ¿Qué está diciendo?
»Me miró fijamente.
»—Acérquese —me ordenó.
»No podía desobedecerle. Me incliné sobre él, lo miré, esgrimí el abrecartas. Él me lo quitó y lo arrojó lejos.
»—Hará las cosas a mi manera —dijo—. Es la única segura.
»No podía apartar mis ojos de los suyos. ¡Eran magnéticos! Si él no hubiera dicho nada y se hubiera limitado a retenerme con la mirada, yo habría permanecido a su lado y me habría abrasado con él. Lo supe en ese instante, y lo sé ahora. Estaba paralizado, herido, abierto en dos como un pez destripado, pero aún tenía el poder.
»—Vaya a la cocina —me ordenó—. Busque una cuchilla de cortar carne, la más grande. Vaya ahora mismo.
»Sus palabras me sacaron de la inmovilidad, pero sus ojos siguieron clavados en mi mente. No, no eran sus ojos, era su espíritu. Fui a la cocina, entre el humo y las llamas, y regresé. Le mostré la cuchilla y él hizo un gesto de satisfacción. La habitación era un horno, y mis ropas comenzaban a humear. Las puntas de mis cabellos estaban chamuscadas.
»—Su recompensa —dijo.
»—No quiero ninguna recompensa.
»—Pero yo quiero ofrecerle una. Quiero que usted sepa a quién ha destruido esta noche. Mi camisa…, abra el cuello de mi camisa.
»Hice lo que me pedía, y cuando estaba inclinado sobre él tuve la impresión, durante un instante, de que en la entreabierta caverna de su boca se movía más de una lengua. ¡Su aliento era hediondo! Hubiera dado vuelta la cara, pero sus ojos me retenían. Y cuando terminé, encontré un pesado medallón de oro que colgaba de una cadena alrededor de su cuello. Abrí el cierre, cogí la joya y la guardé en mi bolsillo.
»—Ya está —suspiró—. Mi deuda está saldada. Acabe ahora.
»Alcé la cuchilla con mano temblorosa, pero…
»—¡Aguarde! —me dijo—. Escuche, tengo la tentación de matarlo. Es lo que usted llamaría instinto de conservación, que en los wamphyri es muy poderoso. Pero sé que no es más que una ilusión. La muerte que usted me ofrece será rápida y misericordiosa; las llamas, por el contrario, serían lentas e insoportables. Pero aun así, puede que intente atacarlo antes de que me mate, o en el instante mismo en que me dé muerte. Y entonces, ambos sufriríamos una muerte horrible. Por consiguiente… demore el ataque hasta que yo cierre los ojos, y entonces hágalo tan raído y vigorosamente como pueda, y huya. Golpee… y ponga distancia entre nosotros. ¿Ha entendido?
»Asentí. Él cerró los ojos. Yo ataqué.
»En el instante en que la recta y afilada hoja de la cuchilla cortó su cuello —antes de que lo hubiese cortado de lado a lado, y la cabeza se hubiera separado del tronco—, abrió los ojos. Pero él me había advertido, y yo había tomado nota. Cuando su cabeza cayó, suelta, y la sangre brotó de su cuello, yo salté hacia atrás. La cabeza rebotó, rodó y cayó entre los libros en llamas. Pero, Dios me ayude, ¡juro que mientras rodaba, esos ojos horribles me miraban, desde todos los ángulos, con una mirada acusadora! ¡Y la boca, ay, esa boca, y lo que había dentro, esa lengua hundida, que se retorcía y estremecía sobre labios que en un instante pasaron del escarlata al blanco de la muerte!
»Y algo más sucedía, tan malo o peor que lo anterior: la cabeza misma había cambiado. La piel parecía haberse estirado sobre el cráneo, que a su vez se había alargado, como el de un mastín o el de un lobo. Los feroces ojos, antes oscuros, se habían vuelto color sangre. Los dientes de la mandíbula superior se habían clavado en el labio inferior, y habían atrapado allí a la lengua bífida, y los grandes incisivos eran curvados y agudos como agujas.
»Es la verdad. Yo lo vi. ¡Lo vi! Pero sólo en ese momento, antes de que toda la cabeza comenzara a descomponerse rápidamente. Era el calor; debía de ser que la piel se ampollaba, y la carne y la grasa se derretían, pero el inmenso horror de aquello hizo que me alejara a los tumbos. A los tumbos, sí, y luego a grandes zancadas, lejos de esa cabeza extraña y en descomposición, pero también lejos del cadáver decapitado… en el cual había comenzado ahora el más horrible tumulto. Un tumulto… y un colapso. ¡Dios mío, sí! ¡Oh, sí…!
»¿Recuerda que yo había cubierto sus vísceras con mi chaqueta? Una fuerza invisible sacudía ahora la chaqueta desde abajo, la desgarró y arrojó los dos trozos hacia el techo. De inmediato, y dando latigazos en el aire, un tentáculo de carne leprosa salió del estómago, retorciéndose en un horrible paroxismo. El tentáculo azotó el aire de la habitación como si fuera un látigo demoníaco, y serpenteó entre el humo y las llamas como si buscara algo.
»Cuando el tentáculo cayó al suelo y comenzó un examen espástico pero sistemático de la habitación, retrocediendo sólo ante las llamas, yo me subí a un sillón y me acurruqué allí, paralizado de terror. Y desde ese lugar de observación, ligeramente elevado, vi cómo lo que quedaba del cadáver se desmoronaba convirtiéndose primero en materia putrefacta, luego en huesos cuando la carne se desprendió, y finalmente en polvo ante mis ojos. Y mientras esto sucedía el tentáculo adquiría un color plomizo, se encogía, se replegaba hacia el lugar donde había estado el cuerpo que lo albergara, hacia el polvo y los últimos fragmentos de huesos centenarios…
»Y todo eso, compréndalo usted, sucedió en unos segundos, en mucho menos tiempo del necesario para contarlo. De modo que hasta el día de hoy no puedo jurar que lo vi. Sólo puedo afirmar que creo haberlo visto.
»De todas formas, en ese instante el techo se hundió y me arrojó de la silla; toda la zona de la habitación donde había tenido lugar aquel horror estalló en llamas y no dejó ver lo que quedaba de él. Pero mientras me arrastraba lejos de allí —y no me pregunte cómo salí de allí al aire de la noche, porque eso ha desapareado para siempre de mi memoria—, resonó en aquel infierno un prolongado grito de agonía, el lamento más terrible, más lastimoso, más salvajemente colérico que he oído nunca, y que espero no oír nunca más.
»Y después… los cielos llovieron bombas una vez más, y no me enteré de nada más hasta que recuperé el conocimiento en un hospital de campaña. Había perdido una pierna y, según me dijeron después, la razón, o parte de ella. Neurosis de guerra, claro está, y cuando advertí que era inútil intentar convencerlos de que no era así, decidí dejar las cosas como estaban. El cuerpo y la mente sólo eran víctimas del bombardeo…
»Pero cuando me dieron el alta, entre mis pertenencias encontré algo que cuenta la verdadera historia, y que todavía conservo.