Harry Keogh estaba a kilómetros de distancia, sus pensamientos perdidos en las nubes que flotaban como copos de algodón en el líquido azul del cielo de verano. Harry, las manos detrás de la cabeza y una brizna de hierba entre los dientes, no había dicho una palabra desde que hicieran el amor. Las gaviotas gritaban y se sumergían en busca de peces entre las olas, y sus plañideras canciones llegaban hasta los jóvenes traídas por la brisa que soplaba del mar y acariciaba la hierba de las dunas.
También los suaves movimientos de la mano de Brenda eran como una caricia, aunque la muchacha no atraía en este instante toda la atención de su carne. Dentro de poco rato puede que la deseara de nuevo, pero si esto no sucedía, no tendría importancia. De hecho, a ella le gustaba él cuando estaba como ahora: silencioso, al borde del sueño, cuando su habitual rareza parecía haberlo abandonado. Harry era realmente extraño, pero eso era parte de su atractivo. Era una de las razones que hacían que lo amara. Y Brenda a veces imaginaba que él también la quería. Con Harry, era muy difícil saberlo. Nada era fácil con él.
—Harry —dijo, mientras le hacía cosquillas en el pecho—. ¿Hay alguien en casa?
—Mmmmm —fue la respuesta, y la brizna de hierba que tenía entre los dientes se movió.
Brenda sabía que él no la ignoraba, simplemente estaba en otro lugar. Al menos una parte de Harry se hallaba lejos de allí, en un sitio completamente distinto. Brenda había intentado una y otra vez averiguar algo acerca de ese lugar, pero hasta el momento Harry no le había dicho nada.
La muchacha se sentó, se abrochó la blusa y se arregló la falda, sacudiendo la arena que se había metido entre los pliegues.
—Harry, arréglate. Hay gente en la playa, y si vienen hacia aquí nos verán.
—Mmmmm —repitió él.
Brenda le arregló ella misma la ropa, luego se acurrucó junto a él y le besó la frente. Luego le dio un tironcito de oreja y le preguntó:
—¿Qué piensas, Harry? ¿Adónde te has ido?
—No te gustaría saberlo —respondió él—. Ese lugar no siempre es agradable. Yo ya me he acostumbrado a él, pero a ti no te gustaría.
—Me gustará si tú estás allí.
Él volvió el rostro para mirarla, y su expresión se hizo muy adusta. Brenda pensó que Harry a veces tenía un aspecto muy serio; en verdad, no sólo a veces, sino casi todo el tiempo. Él hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No, no te gustaría aunque yo estuviera contigo; odiarías ese lugar.
—No si estuviéramos juntos.
—En ese lugar no se puede estar con nadie —le dijo Harry, y eso era lo más cerca de la verdad que había estado nunca hablando de ese tema—. Allí hay que estar completamente solo.
Ella quería saber más.
—Harry, yo…
—De todos modos, ahora estamos aquí —la interrumpió él—. Estamos aquí y hemos hecho el amor.
Brenda sabía que si insistía, sólo lograría que él se retrajera aún más en sí mismo, y cambió de tema.
—Me has hecho el amor —dijo— ochocientas once veces.
—Yo antes hacía eso —dijo él.
Brenda se quedó cortada. Al cabo de un instante dijo:
—¿Qué es lo que hacías?
—Contar las cosas. Lo contaba todo, los azulejos en un lavabo, por ejemplo, mientras estaba sentado en el retrete.
La muchacha suspiró, irritada.
—¡Harry, yo hablaba de hacer el amor! A veces creo que eres el chico menos romántico del mundo.
—En este momento no soy nada romántico, te lo he dado todo a ti.
Aquello estaba mejor, al menos Harry había salido de su «ramalazo morboso». Así calificaba Brenda el estado de ánimo de Harry cuando lo veía distraído y extraño: presa del «ramalazo morboso». La jovencita sonrió divertida; se sentía feliz de que él estuviera de buen humor.
—¡Ochocientos once veces en sólo tres años! Es muchísimo. ¿Sabes cuánto hace que salimos?
—Desde que éramos niños —respondió Harry.
Los ojos del joven estaban de nuevo fijos en el cielo, y Brenda se dio cuenta de que sólo atendía a medias a lo que ella decía. Había algo más en su mente, suspendido en el límite de su conciencia. Conociendo a Harry tan bien como lo conocía, ella percibía que aquello estaba allí. Quizás algún día sabría de qué se trataba. Por ahora sólo sabía que era algo que iba y venía, y que en esta ocasión parecía demorar más en marcharse.
—Sí, pero ¿cuánto tiempo? —insistió Brenda.
Él la miró con un rostro sin expresión.
—¿Cuánto tiempo? No sé, cuatro o cinco años, creo.
—Seis —dijo ella—. Desde que tú tenías doce años y yo once. A los doce años me llevaste al cine y me cogiste la mano.
—Ahí tienes —dijo él, y tras hacer un esfuerzo regresó a la tierra—. ¡Y tú que me acusabas de no ser romántico!
—Ya —dijo ella—. Pero estoy segura de que no recuerdas la película que vimos. Era Psicosis, y no sé cuál de los dos tenía más miedo.
—Yo —sonrió él.
—Y después, cuando tenías trece años, hicimos una merienda a la orilla del río. Después de comer hicimos un rato el tonto, y tú me tocaste la pierna por debajo de la falda. Yo me enfadé, y tú fingiste que había sido sin querer. Pero a la semana siguiente lo hiciste otra vez, y yo no te hablé durante quince días.
—¡Vaya, si ahora tuviera esa suerte! —suspiró Harry—. De todos modos, regresaste muy pronto a pedirme más.
—Y luego tú comenzaste a ir al instituto en Hartlepool, y ya no nos vimos mucho. El invierno fue muy largo. Pero el verano siguiente fue muy bueno para nosotros. Conseguimos una caseta en la playa de Crimdon y nos fuimos a nadar. Y después, en la caseta, cuando me secabas la espalda, me tocaste.
—Y tú me tocaste a mí —le recordó él.
—Y tú querías que me acostara contigo.
—Y tú te negaste.
—Hasta el año siguiente. ¡Harry, ni siquiera había cumplido los quince años! ¡Eso fue terrible!
—No nos fue tan mal. No, tal como yo lo recuerdo —dijo con una sonrisa—. ¿Te acuerdas de la primera vez?
—¡Claro que me acuerdo!
—¡Vaya lío! Era como abrir una cerradura con un papel secante mojado.
Brenda se rió.
—Pero mejoraste muy rápido, sin embargo —dijo—. Siempre me pregunté dónde habías aprendido todo eso. Creo que lo que en realidad quería saber es si alguien te lo había enseñado.
Harry la había escuchado con una sonrisa, pero de repente se puso muy serio.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó con brusquedad.
—Si lo habías aprendido con otra chica, sólo eso. —Brenda se sorprendió ante el brusco cambio de humor—. ¿Qué has pensado que quería decir?
—¿Otra chica? —Harry aún tenía el rostro ceñudo, pero su expresión cambió: primero a una sonrisa triste, luego divertida, y finalmente una carcajada—. ¡Otra chica! —repitió con una risa estrepitosa—. ¿Cuándo, a los once años?
Brenda, aliviada, rió con él.
—Eres divertido —dijo.
—¿Sabes que tengo la sensación de que la gente me ha dicho eso toda la vida, que soy divertido? Y en realidad no lo soy. Dios sabe que a veces quisiera aprender a serlo, saber divertirme y hacer bromas. Pero es como si no tuviera tiempo, como si no lo hubiera tenido nunca. ¿No has tenido en algunas ocasiones la sensación de que si no te ríes pronto estallarás? A mí me sucede, te lo puedo jurar.
Ella hizo un gesto de desaliento.
—A veces pienso que nunca te comprenderé. Y otras creo que tú no quieres que lo haga. —Brenda suspiró—. Me gustaría que me quisieras tanto como yo a ti.
Él se puso de pie, la ayudó a levantarse y la besó en la frente; era su manera de cambiar de tema.
—Ven, vayamos caminando por la playa hasta Hartlepool. Puedes tomar el autobús a Harden allí.
—¡Pero nos llevará todo el día!
—Nos detendremos a tomar un café en la playa de Crimdon —dijo Harry—. Luego podemos nadar un rato en la playa de arena que queda un poco más allá. Y después iremos a mi casa. Puedes quedarte hasta la noche si quieres… a menos que tengas otros planes.
—No, no los tengo. Tú lo sabes… pero…
—¿Pero qué?
De repente, Brenda se sintió acongojada, ansiosa.
—Harry, ¿qué va a ser de nosotros?
—¿Qué quieres decir?
—¿Me quieres?
—Creo que sí.
—¿Pero no estás seguro de ello? Quiero decir, yo sé que te quiero.
Comenzaron a caminar por las dunas, acercándose a la zona de arenas húmedas, donde el mar se retiraba. En el agua había algunos nadadores, pero no demasiados; la playa estaba sucia con los detritos de las minas de carbón del norte, un problema que había comenzado hacía un cuarto de siglo y se había agravado con el tiempo. Unos camiones negros se arrastraban con dificultad junto al borde del mar, mientras varios equipos de hombres recogían con palas los trozos de carbón que había dejado la marea como si fuera oro negro. Pocos kilómetros más al sur, la playa estaba algo más limpia; pero hasta Seaton Carew el carbón y los depósitos de escoria arruinaban las arenas blancas. Y todavía más al sur la contaminación era mucho más escasa, pero como las minas estaban poco menos que agotadas, muy pronto la naturaleza se encargaría de que las cosas volvieran a su cauce. Aun así, pasaría bastante tiempo hasta que las playas recuperaran su anterior belleza, y tal vez no lo consiguieran nunca.
—Sí —respondió al fin Harry—. Creo que te quiero. Mejor dicho, sé que te quiero. Sólo que tengo muchas cosas en la cabeza. ¿Tú piensas que no te demuestro mi afecto? No sé qué querrías que te dijera, y no tengo tiempo para pensar cosas bonitas y decírtelas.
Ella lo cogió muy fuerte del brazo, y se apretó más contra él mientras caminaban.
—No tienes que decirme nada. Pero me entristecería tanto que lo nuestro se terminara…
—¿Y por qué habría de terminar?
—No lo sé, pero me preocupa. Me parece que lo nuestro no va a ninguna parte. Mis padres también están preocupados…
—Ya —asintió él, taciturno—. Te refieres al matrimonio, ¿verdad?
—No, no exactamente —suspiró Brenda—. Ya sé lo que piensas de eso, que es muy pronto, y somos demasiado jóvenes. Estoy de acuerdo contigo. Y creo que mi padre y mi madre piensan como nosotros. Sé que a ti te gusta mucho estar solo; y es verdad que somos muy jóvenes.
—Siempre dices eso, pero acabamos dándole vueltas al mismo tema.
Brenda parecía abatida.
—Es… es por tu forma de ser; nunca sé qué piensas. Si tan sólo me dijeras qué es lo que te preocupa tanto. Sé que hay algo, pero tú no me dices nada.
Pareció como si Harry fuera a hablar, pero luego cambió de idea. Brenda contuvo el aliento, y luego dejó escapar el aire cuando fue evidente que él se había arrepentido. La joven probó otra táctica.
—Sé que no es a causa de la escritura, porque eras así mucho antes de que empezaras a escribir. En realidad, eres así desde que te conozco. Si tan sólo…
—¡Brenda! —la interrumpió él, y luego la abrazó y la obligó a detener la marcha.
Harry estaba sin aliento, parecía incapaz de hablar, de decir lo que quería expresar. Brenda se asustó.
—¿Qué pasa, Harry?
Él tragó saliva, respiró hondo y comenzó a caminar de nuevo. Ella lo alcanzó y lo cogió de la mano.
—¿Harry?
El se dirigió a ella sin mirarla.
—Brenda…, quiero… quiero hablar contigo.
—¡Pero si yo también quiero que lo hagas!
Harry volvió a detenerse, abrazó a la chica, y miró hacia el mar por encima de su hombro.
—Se trata de un asunto raro…
Ella tomó la iniciativa; se soltó del brazo, y cogiéndolo otra vez de la mano, lo condujo por la playa.
—Muy bien. Caminemos, tú hablas y yo escucho. ¿Qué es un asunto raro? Pues no me importa. Y yo ya he dicho todo lo que tenía que decir. Ahora te toca a ti.
Él hizo un gesto afirmativo con la cabeza, la miró de reojo, tosió para aclararse la garganta y dijo:
—Brenda, ¿te has preguntado alguna vez qué piensan las personas cuando están muertas? ¿Cuáles son sus pensamientos, mientras yacen en sus tumbas?
La joven sintió que se le ponía la piel de gallina. A pesar del calor del sol, se sintió helada hasta la médula ante la voz completamente desprovista de emoción de Harry, y lo que acababa de decir.
—¿Qué si alguna vez me he preguntado…?
—Ya te he dicho que era un asunto raro —le recordó él.
Brenda no supo qué decirle, qué contestarle. Se estremeció involuntariamente. ¡No era posible que Harry hablara en serio! O acaso esto era algo que pensaba escribir. Seguro que era eso, un cuento que estaba escribiendo.
Brenda se sintió decepcionada. ¡Nada más que un cuento! Por otro lado, quizá se había equivocado al no pensar que la literatura era el origen de su melancolía. Puede que Harry fuera así porque no tenía a nadie con quien hablar. Todo el mundo sabía que era un muchacho precoz; escribía con brillantez, y su obra era propia de un escritor maduro. ¿Era por eso, pues? ¿Simplemente porque el chico tenía demasiadas cosas dentro de sí, y no encontraba la manera de desahogarse?
—Harry —habló Brenda—, deberías haberme dicho que tus cambios de humor obedecían a tu trabajo literario.
—¿A mi trabajo literario? —preguntó con expresión de desconcierto.
—Eso que me has contado es un cuento que estás escribiendo —dijo ella—. ¿No es así?
Él comenzó a hacer un gesto negativo con la cabeza, pero lo cambió enseguida por uno de afirmación. Y luego, con una sonrisa, dijo:
—Sí, lo has adivinado. Es un cuento muy extraño, y no consigo terminar de escribirlo. Si pudiera hablar de él…
—Puedes hablar conmigo.
—Muy bien, hablemos entonces. Puede que eso me dé nuevas ideas, o me permita ver al menos qué no funciona en las que tengo.
Siguieron caminando cogidos de la mano.
—Bueno —dijo ella, y tras pensar con la frente ceñuda durante unos instantes, prosiguió—: Pensamientos felices.
—¿Cómo?
—Creo que los muertos en sus tumbas tienen pensamientos felices. Eso sería el equivalente del paraíso.
—La gente que en vida fue desdichada no piensa nada —dijo él como si hablara de un hecho cotidiano—. En general, se alegran de haberse librado de todo lo que los atormentaba.
—¡Ah! Quieres decir que vas a establecer diferentes categorías de difuntos; no todos van a ser iguales, o a tener los mismos pensamientos.
Harry asintió.
—Exacto. ¿Por qué tendrían que pensar lo mismo? No lo hacían cuando estaban vivos, ¿no? Algunos son felices, y no tienen nada de qué quejarse, pero hay otros que yacen enfermos de odio, porque saben que los que los mataron siguen viviendo, y no han sido castigados.
—¡Harry, qué idea más horrible! ¿Qué clase de cuento estás escribiendo, una historia de fantasmas?
Él se humedeció los labios y volvió a afirmar con la cabeza.
—Sí, algo por el estilo. Es sobre un hombre que desde la tumba puede hablar con la gente. Puede oírlos en su cabeza, y sabe lo que piensan. Sí, y puede hablar con ellos.
—Sigo pensando que es horrible —dijo Brenda—. Pero es una buena idea. ¿Y los muertos realmente hablan con él? ¿Y por qué?
—Porque están muy solos. Mira, no hay nadie como este hombre. Al parecer, y por lo que él ha podido averiguar, es el único que puede hacer eso. Ellos no tienen a nadie más con quien hablar.
—¿Y él no se vuelve loco? Quiero decir, con todas esas voces martilleando en su cabeza al mismo tiempo, intentando llamar la atención.
Harry sonrió con ironía.
—No, no sucede de esa manera —dijo—. Normalmente ellos están en su tumba, y piensan. El cuerpo se pudre, ya sabes, y con el tiempo se convierte en polvo. Pero la mente permanece. No me preguntes cómo; es algo que no intentaré explicar. Sucede simplemente que la mente es el centro rector consciente y subconsciente de una persona, y cuando ésta muere la mente continúa, pero sólo en el nivel subconsciente. Es como si la persona estuviera durmiendo, y en cierto sentido lo está. Sólo que nunca volverá a despertar. De modo que el nigroscopio sólo habla con aquellos con quienes desea hacerlo.
—¿El nigroscopio?
—Es el nombre que le he dado; es un hombre que ve en la mente de los muertos…
—Ya veo —dijo Brenda, con una expresión muy seria—. Sí, me parece que ahora lo entiendo. La gente que fue feliz yace en la tumba recordando los buenos tiempos, y sus pensamientos son felices. Y la gente desdichada, simplemente se apaga.
—Sí, algo por el estilo. La gente maliciosa piensa cosas malas, y los asesinos tiene pensamientos criminales, y así sucede con todos: cada uno tiene su propio infierno particular, si quieres decirlo así. Pero esto sucede con la gente ordinaria, con pensamientos ordinarios. Sus pensamientos tienen un nivel bajo. Digamos que en vida eran muy mundanos. No lo digo despectivamente; no eran muy inteligentes, eso es todo. Pero también hay gente extraordinaria: personas creativas, grandes pensadores, arquitectos, matemáticos, escritores, verdaderos intelectuales. ¿Y qué supones que hacen?
Brenda lo miró, intentando adivinar sus pensamientos. Luego se detuvo para recoger un guijarro pulido por el mar. Y después dijo:
—Supongo que continúan con lo que hacían. Si eran grandes pensadores cuando estaban vivos, pues deben seguir con sus ideas.
—¡En efecto! —dijo Harry con énfasis—. Eso es precisamente lo que hacen. Los ingenieros continúan construyendo sus puentes… en sus cabezas. Hermosas, aéreas construcciones que cruzan el océano. Los músicos componen bellas canciones y melodías. Los matemáticos desarrollan teorías abstractas y las perfeccionan hasta que son tan claras que un niño podría comprenderlas, pero tan sorprendentes que contienen los secretos del universo. Ellos mejoran lo que hacían cuando estaban vivos. Llevan sus ideas a los límites de la perfección, completan todas las teorías y obras inconclusas que no alcanzaron a pensar en vida. Y no hay nada que los distraiga, no hay interferencias del exterior, nada que los moleste, los confunda o los preocupe.
—Tal como lo cuentas, suena muy bien. ¿Pero crees realmente que las cosas suceden así?
—Claro que sí —respondió él muy seguro, y enseguida intentó rectificar lo que había dicho—: Bueno, al menos en mi cuento. Yo nunca podría saberlo si en la realidad también fueran de esa manera.
—Es verdad, soy una tonta —dijo ella—. La realidad no es así, claro. Pero no entiendo por qué esos muertos van a querer hablar con tu… con ese nigroscopio. ¿No crees que él representa una distracción, que los molesta, que interrumpe sus grandes pensamientos y teorías?
—No —dijo Harry con un gesto negativo—. Al contrario. Es a causa de la naturaleza humana, ¿sabes? ¿De qué sirve hacer algo maravilloso si no puedes contárselo a nadie, o mostrar lo que has hecho? Por eso los muertos disfrutan hablando con el nigroscopio. Él puede apreciar su genio. ¡Es el único que puede hacerlo! Además, simpatiza con ellos, quiere saber acerca de sus maravillosos descubrimientos; de sus fantásticos inventos, que no serán inventados en el mundo real hasta dentro de cientos de años.
Brenda, de repente, vio algo en lo que Harry había dicho.
—¡Pero es una idea maravillosa, Harry! Y no es nada retorcida, o morbosa, como he creído al principio. El nigroscopio podría inventar en la realidad lo que han pensado los muertos en sus tumbas. Podría construir sus puentes, componer su música, escribir sus obras maestras. ¿Y sucederá así? En tu cuento, quiero decir…
Él dio vuelta la cara y miró hacia el mar. Después dijo:
—Sí, creo que sí. Aún no lo tengo bien pensado…
Caminaron un rato en silencio, y poco después llegaron a Crimdon, donde se detuvieron a tomar un café en una pequeña cafetería junto a la playa.
Harry dormía en su cama, desnudo por completo, las sábanas a un lado. La tarde era muy calurosa y el sol, que ya se ponía, aún derramaba su fuego dorado a través de las ventanas del pequeño apartamento. Cuando Brenda advirtió la película de sudor que humedecía la frente de Harry, corrió las cortinas para que no entrara el sol. Cuando su cara quedó en la sombra, él murmuró algo en sueños, pero Brenda no alcanzó a entenderlo. Mientras se vestía en silencio, la joven rememoró los acontecimientos del día, y recordó también otras épocas de su vida. Su memoria, desbocada, recorrió los años que habían transcurrido desde que conociera a Harry…
Hoy había sido un buen día; Harry al menos había hablado con ella sobre… bueno, sobre cosas que le concernían. Se había abierto un poco, se había desahogado. Y después de la larga charla acerca del cuento dio la impresión de sentirse más cómodo consigo mismo, casi feliz. A Brenda le_ resultaba imposible imaginar qué podría hacerlo feliz del todo. Él decía que era porque «tenía muchas cosas en la cabeza». ¿Qué cosas? ¿Su oficio de escritor? Quizá. Pero ella nunca lo había visto realmente feliz. O si lo fue, nunca lo había demostrado…
Pero se estaba desviando del asunto principal. Brenda volvió a los acontecimientos del día.
Después de Crimdon caminaron un kilómetro y medio hasta una parte de la playa mucho menos concurrida, y se bañaron en ropa interior. Desde lejos no se notaba, y parecía que llevaban bañador. Jugaron un rato en el agua, y después llegó un vagabundo de los que recorren las playas en busca de objetos perdidos. Ya era hora de irse. Se vistieron antes de que el viejo estuviera muy cerca y emprendieron el último tramo de la caminata. En Hartlepool cogieron un autobús que los llevó desde el casco antiguo hasta la parte nueva de la ciudad, y los dejó prácticamente en la puerta de la casa victoriana de tres plantas donde Harry tenía un apartamento. Brenda preparó bocadillos, y después se ducharon e hicieron el amor. Había sido un rato delicioso, con sus cuerpos calientes por el sol de la playa y un leve regusto de sal. A Brenda le gustaba más Harry en verano, cuando no estaba tan blanco y su delgado cuerpo parecía más musculoso.
No es que fuera flaco o esmirriado; Harry era perfectamente capaz de cuidar de sí mismo, y no aceptaba que nadie lo humillara. Brenda lo había visto enfrentarse a matones dos veces, y en ambas ocasiones habían sido éstos quienes se habían retirado a curarse los morados. La muchacha se enorgullecía en secreto de que las dos veces se había peleado por ella. Harry no hacía caso de las pullas que le dirigían; las ignoraba, o las atribuía a la incultura de los gamberros. Pero no toleraba insultos o insinuaciones desuñados a Brenda, o a él cuando estaban juntos. En esas ocasiones parecía transformarse en otra persona, alguien mucho más duro, rápido y hábil. Brenda, con todo, estaba desconcertada por este dominio de la defensa personal; era una de las muchas cosas en las que Harry era un experto sin que nadie supiera cómo había adquirido los conocimientos necesarios.
Pues lo mismo sucedía con su experiencia en el amor, o su pericia como escritor.
Harry tenía dieciséis años cuando hicieron el amor por primera vez, pero había deseado hacerlo desde mucho tiempo antes. Y tal como ella había señalado en la playa, él se había convertido muy pronto en un experto. Brenda, que lo ignoraba todo sobre el tema, había creído que el amor se podía hacer de una sola manera, pero descubrió que el repertorio sexual de Harry parecía inagotable. Era cierto que la muchacha se había preguntado a menudo si alguien habría instruido a Harry. Por último había decidido que todo se debía a la precocidad del jovencito. Por alguna razón inexplicable, Harry sobresalía en determinadas actividades, para las que sin duda tenía un talento natural, y no necesitaba enseñanza previa.
Su literatura, por ejemplo.
Harry reconoció en una ocasión que su inglés solía ser muy malo; había estado a punto de no poder proseguir sus estudios en la Escuela de Artes y Oficios porque fracasó en el examen de inglés. No podía decirse, sin embargo, que ahora sucediera lo mismo. Tal vez Harry se había dedicado de manera especial a estudiar lengua, pero ¿cuándo lo había hecho? Brenda nunca lo había visto hacerlo; en verdad, daba la impresión de que el muchacho nunca estudiaba nada. No obstante, a los dieciocho años era un escritor tan prolífico que publicaba bajo cuatro seudónimos. Por el momento sólo había publicado cuentos —aunque tres por semana, como mínimo—, pero Brenda sabía que estaba trabajando en una novela.
Su vieja máquina de escribir estaba en una mesita cerca de la ventana. En una ocasión Brenda había llegado sin previo aviso y Harry estaba trabajando. Ésta fue una de las raras ocasiones en que Brenda lo vio escribir. Mientras subía las escaleras, la muchacha oyó el ruido intermitente de las teclas de la máquina de escribir, y tras cruzar en silencio el pequeño vestíbulo, se asomó por la puerta. Harry estaba abstraído en sus pensamientos, sonreía —e incluso parecía hablar consigo mismo, según Brenda—, la cabeza apoyada en la barbilla. Luego se irguió, escribió unas pocas líneas más con dos dedos, hizo una pausa para hacer un gesto de asentimiento con la cabeza y se sonrió otra vez, y miró luego por la ventana hacia la calle.
Brenda llamó entonces a la puerta, Harry se sobresaltó y ella entró en la habitación. Él la saludó e hizo a un lado los papeles, pero la joven alcanzó a ver, antes de que él apartara las hojas, el título de su trabajo: Diario de un libertino del siglo XVII.
Más tarde, Brenda se preguntó qué podía saber Harry del siglo XVII; él, que sabía poquísimo de historia, y siempre había sido un pésimo alumno en esta materia. Y también se preguntó por el origen de su conocimiento sobre libertinos…
La muchacha ya había terminado de vestirse y fue en puntillas hasta el espejo de la pared a ponerse un poco de maquillaje. Esto hizo que pasara junto a la mesa de Harry, y volvió a mirar la máquina de escribir, y la hoja de papel que había en ella. Era evidente que él trabajaba todavía en su novela. La hoja estaba numerada p. 213 y en el margen superior, a la izquierda, decía Diario de un libertino… etc.
Brenda enderezó un poco la hoja y leyó lo que había escrito en ella… o más bien, comenzó a leerlo. Después, ruborizada, desvió la mirada hacia la ventana. Aquello era algo serio: muy bien escrito, muy elegante, y notablemente cachondo. De reojo, volvió a mirar la página. A Brenda le encantaban las novelas de aventuras del siglo XVII y el estilo de Harry era perfecto… pero esto no era una novela de aventuras, sino francamente pornográfica.
En ese instante, Brenda advirtió por primera vez lo que se veía por la ventana: era el viejo cementerio al otro lado de la calle. Tenía más de cuatrocientos años de antigüedad, con senderos de guijarros, frondosos castaños de Indias y macizos de flores. Las inscripciones en las lápidas de las tumbas estaban poco menos que borradas por la acción del tiempo. Brenda se extrañó que Harry hubiera elegido ese apartamento; había otros mejores para alquilar en distintos barrios de la ciudad, pero él le había dicho que «le gustaba la vista». Y ahora Brenda se daba cuenta de cuál era la vista a la que él se había referido. ¡Muy bonita en verano, por cierto, pero de todos modos no dejaba de ser un cementerio!
Harry volvió a murmurar algo en sueños y se dio la vuelta en la cama. Brenda fue hasta donde estaba acostado el joven y lo cubrió hasta la cintura con la sábana. Ahora que no le daba el sol, él comenzó a temblar ligeramente. De todos modos, Brenda pensó que tendría que despertarlo pronto, ya era hora de que ella se marchara. Sus padres, cuando no sabían dónde se encontraba, preferían que regresara antes del anochecer. Pero no se iría sin preparar un poco de café. Cuando se disponía a cruzar la habitación hacia la cocina, Harry habló de nuevo, y en esta ocasión sus palabras fueron muy claras:
—No te preocupes, mamá. Ahora soy mayor y puedo cuidarme. Puedes descansar en paz… —Harry hizo una pausa, y pareció como si, aún dormido, estuviera escuchando; luego continuó—: No, mamá, ya te lo he dicho. Él no me hizo daño, no tenía ninguna razón para ello. De todos modos, me fui a vivir con los tíos. Ellos me cuidaron. Ahora ya soy mayor y muy pronto, tal vez cuando sepas que estoy bien, podrás descansar en paz.
Otra pausa, luego un breve período de escucha, y siguió:
—Pero ¿por qué no puedes, mamá?
Después, un farfulleo incoherente, y:
—¡No puedo! Demasiado lejos. Sé que tratas de decirme algo pero… sólo un susurro, mamá. Oigo algo de lo que dices… pero no todo, y no acabo de entenderlo. Quizá si fuera a verte, si fuera donde tú estás…
Harry parecía inquieto y sudaba en abundancia, a pesar de los temblores. Brenda comenzó a preocuparse. ¿No tendría fiebre? En el hoyuelo en mitad del labio superior se acumulaba el sudor; caía en gruesas gotas por su frente y le humedecía el pelo; las manos del chico se sacudían y retorcían debajo de la sábana.
La muchacha extendió la mano y lo tocó.
—¿Harry?
—¡Qué! —dijo él, despertándose de golpe con los ojos muy abiertos, la mirada fija, y todo el cuerpo rígido como una barra de hierro—. ¿Quién…?
—¡Harry, Harry, soy yo! Tenías una pesadilla —dijo Brenda y lo rodeó con sus brazos. Él la dejó hacer, se acurrucó junto a ella y luego la abrazó—. Soñabas con tu madre, Harry. Ya pasó todo. Suéltame, y te haré un café.
Brenda lo abrazó con fuerza durante un instante más, y luego se soltó suavemente y se puso de pie. Harry, con los ojos todavía muy abiertos, la siguió con la mirada mientras ella se dirigía a la precaria cocina.
—¿Soñaba con mi madre? —preguntó.
Brenda asintió mientras echaba café soluble en las tazas. Después llenó de agua el hervidor eléctrico y lo enchufó.
—Sí, la llamabas mamá y hablabas con ella.
Él se sentó en la cama y se alisó el cabello con los dedos con aire distraído.
—¿Y qué más he dicho?
—Muy poco más. Le explicabas que ahora eras mayor y que podía descansar en paz. No era más que una pesadilla, Harry.
Cuando Brenda terminó de preparar el café, Harry ya se había vestido. No volvieron a mencionar la pesadilla mientras bebían, y más tarde él la acompañó hasta la parada de autobuses de Harden, donde esperaron en silencio hasta que llegó el vehículo. Antes de que Brenda subiera, Harry la besó en la mejilla y se despidió.
—Hasta pronto.
—¿Nos vemos mañana? —preguntó ella.
—No, durante la semana. Ya iré a tu casa. Adiós, querida.
Brenda se sentó en la última fila de asientos y miró a Harry por el cristal trasero del autobús. Cuando el vehículo comenzó a dar la vuelta, Harry se marchó en dirección opuesta a su apartamento. Brenda se preguntó adonde iría, y lo siguió con la mirada todo el tiempo que pudo. Lo último que vio de él fue cuando entraba por las puertas del cementerio, con los últimos rayos del sol iluminándole el cabello.
Después el autobús giró en otra dirección, y Harry desapareció de la vista.
Harry no fue a ver a Brenda en toda la semana, y el trabajo de la muchacha en la peluquería de señoras de Harden comenzó a resentirse. Cuando llegó el jueves Brenda estaba realmente preocupada; el viernes por la noche lloró y su padre dijo que aquel chico le estaba tomando el pelo.
—Ese tipo es verdaderamente extraño —declaró el padre de Brenda—, y nuestra hija se debe de haber vuelto tonta.
Después de aquellas palabras, no quiso saber nada de que ella fuese a Hartlepool esa noche.
—Jamás una noche de viernes, querida, cuando todos los hombres han cobrado y se gastan la paga en cerveza. Puedes ir a ver al pasmado ese de Harry mañana.
Mañana parecía no llegar nunca, y Brenda apenas si durmió esa noche, pero el sábado, muy temprano, cogió un autobús que iba a la ciudad y se dirigió al apartamento de Harry. Tenía su propia llave y entró sin llamar, pero él no estaba. En la máquina de escribir había una hoja con fecha del día anterior y un mensaje:
»Brenda:
»Me he ido a pasar el fin de semana a Edimburgo. Tengo que ver a algunas personas allí. Estaré de vuelta el lunes a más tardar, y te veré ese mismo día. Te lo prometo. Perdóname por no haber ido a verte durante la semana, pero tenía demasiadas cosas en la cabeza, y te hubieras aburrido mucho.
»Te quiero,
»Harry.
Las dos últimas palabras significaban mucho para Brenda, de modo que se sintió con fuerzas para perdonarle el resto de la carta. Además, no faltaba demasiado para el lunes. Pero ¿por qué habría ido Harry a Edimburgo? Allí vivía su padrastro, pero no lo había visto desde que era un niño. ¿Tendría quizás otros parientes de los que Brenda no sabía nada? Tal vez. Acaso parientes de su madre, aunque ella se había ahogado cuando Harry era poco más que un niño de pecho.
Había muerto ahogada, sí, pero Harry había hablado con ella en su pesadilla…
Brenda se reprendió a sí misma. Algunas de sus ideas eran casi tan morbosas como las de Harry. ¡Cementerios, y muerte, y gusanos! No, él seguramente no iba a visitar la tumba de su madre, porque nunca habían encontrado su cadáver. No había ninguna tumba para visitar.
Esta idea no mejoró el estado de ánimo de Brenda. Por el contrario, la movió a hacer algo que en otras circunstancias ni siquiera se le hubiese ocurrido. Revisó con minucia los manuscritos de Harry e inspeccionó cada uno de los cuentos, completo o a medio escribir. En verdad, no sabía qué era lo que buscaba, pero cuando terminó sabía qué era lo que no había encontrado.
Ninguno de los cuentos trataba de un nigroscopio.
Puede que Harry aún no hubiera comenzado a escribirlo.
O que fuera un mentiroso… O…
O que lo que la preocupaba fuese algo completamente distinto.
Mientras Brenda Cowell, de pie e iluminada por un rayo de sol matinal, meditaba sobre las rarezas del hombre que amaba, a doscientos kilómetros de distancia Harry Keogh estaba bajo el mismo sol, a orillas de un lento río escocés, contemplando la gran casa que se alzaba en la otra orilla en medio de un descuidado jardín. Hubo una época en que ese jardín lucía espléndido, pero eso sucedió hacía ya muchos años, y Harry no podía recordarlo. Él era entonces un niño pequeño, y había muchas cosas que no podía recordar. Pero se acordaba de su madre. En lo profundo de su subconsciente nunca la había olvidado… y ella no lo había olvidado a él. Su madre todavía estaba preocupada por él.
Harry contempló la casa durante largo rato, y luego miró el río. Sus aguas corrían lentas, frescas, e incitaban a darse un chapuzón. La orilla estaba cubierta de hierba, con algunos juncos; las aguas eran verdes y profundas, y de vez en cuando, el fondo, cubierto de guijarros, estaba más cerca de la superficie y se hacía visible. Y en aquel lugar, oculto entre dos piedras musgosas, había… un anillo.
Un anillo de hombre. Una ágata engarzada en una gruesa montura de oro. Harry trastabilló al borde del río. Se dejó caer deliberadamente para no acabar en el agua. Brillaba el sol pero él tenía frío. El cielo azul onduló, se convirtió en una gris y líquida superficie de agua medio congelada.
Estaba bajo el agua, e intentaba salir a la superficie a través de un agujero en el hielo.
Después vio un rostro a través del hielo, sus labios arqueados en las comisuras en una mueca… o una sonrisa. Las manos se hundieron en el agua, lo sostuvieron debajo, y una de ellas llevaba el anillo. ¡El anillo de ágata, en el anular de la mano derecha! Y Harry arañaba esas manos, desgarraba esa piel y la carne en su frenesí. El anillo se soltó, descendió en espiral a las heladas profundidades. La sangre de las manos desgarradas tino de rujo el agua…, rojo contra el negro de la agonía de Harry.
¡No, no era su agonía, era la de su madre!
Él / ella se hundió; la corriente los arrastró por debajo del hielo, a los tumbos. ¿Y quién cuidará ahora de Harry, del pobre pequeño Harry?
La pesadilla se alejó, el borbotear del agua helada se desvaneció de su mente, y Harry luchó por respirar mientras sus dedos se hundían crispados en la hierba de la orilla. Después adoptó una posición fetal, y vomitó. Era aquí. Había sucedido aquí. Este era el lugar donde había muerto su madre. Donde había sido asesinada. ¡Aquí!
Pero… ¿dónde estaba ella ahora?
Harry se dejó llevar por sus pies, y caminó por la orilla río abajo. En un lugar donde el curso se estrechaba cruzó un puentecillo de madera y continuó por la otra orilla. Las cercas de los jardines llegaban aquí casi hasta el borde del río, de modo que caminó por un angosto sendero entre las vallas y los juncos y el agua. Poco rato después llegó a un lugar donde el agua había erosionado la orilla y la valla colgaba sobre el agua. Aquí acababa el sendero, pero Harry supo que no necesitaba ir más lejos. Ella yacía en ese lugar.
Si alguien lo hubiese mirado desde la orilla opuesta, habría visto el comienzo de algo muy extraño. Harry se sentó con los pies colgando sobre el río, apoyó la barbilla en las manos y miró fijamente el agua. Y unos minutos más tarde, si alguien hubiese estado lo bastante cerca, habría visto algo aún más extraño: de los ojos del joven, que no pestañeaban, caía incesante un torrente de lágrimas que aumentaba con su caudal el del río.
Y por primera vez en su vida de adulto, Harry Keogh se reunió con su madre, habló con ella «cara a cara» y pudo verificar la sospecha que sus pesadillas y los mensajes de ella habían alimentado durante largos años. Y mientras hablaban él lloraba; lágrimas de tristeza, y algunas de alegría al principio; después de remordimiento y frustración, porque había tenido que esperar tanto tiempo este día; y después, de helada cólera, cuando entendió todo lo que había sucedido. Por último, Harry le dijo a su madre lo que pensaba hacer.
Y en ese instante el observador, si hubiera existido, habría visto lo más extraño de todo. Porque cuando Mary Keogh se enteró de los planes de su hijo, se asustó aún más por él, le comunicó sus temores y le hizo prometer que no haría nada precipitado. Él no podía negarse a sus súplicas, y le respondió con un gesto afirmativo. Ella no le creyó, y lo llamó cuando él se puso de pie y se alejó. Y por un instante —una fracción de segundo— pareció como si el fondo del río se sacudiera, hiciera temblar el agua y provocara ondas concéntricas. Después, las aguas se serenaron otra vez.
Harry no vio esto porque ya se alejaba rumbo al pequeño puente, de vuelta al lugar donde el crimen había tenido lugar años antes, donde su amable madre había sido asesinada.
Encontró un rincón donde los juncos crecían en abundancia y eran muy altos, se aseguró de que estaba solo, se quitó la ropa hasta quedar en calzoncillos y se metió en el río. Después se sumergió, buceando, y fue hacia el medio, donde la corriente era más fuerte. Pero incluso allí las aguas eran muy tranquilas y lentas, y después de bucear unos veinte minutos encontró lo que buscaba entre las piedras del fondo. Estaba a pocos centímetros del lugar en el que había pensado desde el principio que lo encontraría, ennegrecido y viscoso, pero indudablemente era un anillo. El oro brilló nada más frotarlo, y el ágata «ojo de gato» aún tenía la misma mirada helada de siempre. En realidad, Harry nunca había visto el anillo —al menos, no de manera consciente— pero lo reconoció enseguida. Le era familiar. Y tampoco le pareció extraño que hubiera sabido dónde buscar. Lo raro habría sido no encontrarlo.
Terminó de limpiarlo en la orilla y se lo puso en el índice de la mano derecha. Le iba un poco holgado, pero no tanto como para que pudiera perderlo. Le dio vueltas pensativo, tratando de descifrar qué le transmitía. Incluso bajo el sol estaba helado, helado como el día en que su dueño lo perdió.
Luego Harry se vistió y se dirigió a Bonnyrigg. Desde allí cogería un autobús hasta Edimburgo, donde tomaría el primer tren que saliera para Hartlepool. Por el momento, no tenía más nada que hacer aquí.
Ahora que había encontrado a su madre podía volver a hablar con ella, aunque se fuera muy lejos, y también podría calmar sus temores y darle un poco de la paz que ella había buscado durante mucho tiempo. Dentro de poco ya no tendría que preocuparse por el pequeño Harry.
Pero antes de abandonar el lugar se detuvo a mirar una vez más la gran casa que se alzaba en la otra orilla del río; contempló sus antiguos tejados a dos aguas y el descuidado jardín durante unos instantes que le parecieron muy, muy largos. Harry sabía que su padrastro aún vivía y trabajaba allí. Sí, y muy pronto iría a visitarlo.
Pero antes tenía muchas cosas que hacer. Viktor Shukshin era un asesino, un hombre peligroso, y Harry debía ser muy prudente. Pretendía que su padrastro pagara por el asesinato de su madre, que recibiera el castigo merecido. No tenía sentido denunciar al hombre sin tener pruebas. No, Harry tenía que tenderle una trampa, con un cebo irresistible. Pero no había prisa, el tiempo estaba de su parte. El tiempo le permitiría aprender muchas cosas. Porque, ¿de qué le servía ser un Higroscopio si no utilizaba su don? Aún no sabía qué haría con su talento después de que hubiera vengado la muerte de su madre. Pero ya llegaría el momento de pensar en eso, sería lo que debiera ser.
Sus maestros lo estaban esperando, y eran los mejores del mundo. Sí, y ahora sabían muchas más cosas que cuando estaban vivos.