¡Ahhh! ¡Dragosaaniiii!
Las presencias invisibles estaban allí, como siempre, surgiendo de todas partes, fantasmas cuyos dedos rozaban la cara de Dragosani como si quisieran comprobar quién era, asegurarse de su identidad. Dragosani se estremeció y dijo:
—Sí, soy yo. Y te he traído un obsequio.
¿De veras? ¿Y qué me pedirás a cambio?
Dragosani estaba impaciente, y no hizo ningún esfuerzo por disimularlo.
—El obsequio es… un pequeño tributo. Te lo daré más tarde, antes de irme. Pero ahora…, he hablado contigo muchas veces en este lugar, viejo dragón, y en realidad nunca me has dicho nada. No quiero decir que me hayas decepcionado, o engañado, sino que he aprendido muy poco de ti. Quizá fue culpa mía; puede que no te hiciera las preguntas apropiadas, y si así fue, quiero corregir eso. Sabes cosas que yo quiero conocer. Hace tiempo tuviste… poderes. Y sospecho que has conservado muchos de esos poderes, de los que yo no sé nada.
¿Poderes? Claro, sí… muchos poderes. Grandes poderes…
—Quiero el secreto de esos poderes, de esas facultades. Quiero poseer las facultades. Quiero saber todo lo que tú sabías, y todo lo que sabes ahora.
Resumiendo, quieres ser… ¡wamphyr!
Dragosani no pudo evitar estremecerse ante la palabra, y ante la manera en que fue pronunciada en su mente. Incluso él, Dragosani, el nigromante, el que examinaba a los muertos, percibió el temor reverencial que inspiraba, como si la palabra misma pudiera comunicar la horrible naturaleza del ser —o los seres— que nombraba.
—Wamphyr… —repitió Dragosani, y luego siguió hablando—: En Rumania siempre hubo leyendas, y en los últimos cien años se han extendido al extranjero. Viejo demonio, sé desde hace años lo que eres. Aquí te llaman vampir, y en el mundo occidental, vampiro. Allí, eres un personaje de los cuentos que se cuentan por la noche al amor de la lumbre, para atemorizar a los niños y que se vayan a la cama, y conmover a las imaginaciones enfermizas. Pero ahora quiero saber qué eres realmente. Quiero separar los hechos de la ficción, quiero conocer el origen de la leyenda sin las mentiras.
Percibió en su mente un encogimiento de hombros.
Entonces, repito, quieres ser wamphyr. No hay otra manera de conocer todo eso.
—Pero tú tienes una historia —insistió Dragosani—. Ya sé que has estado enterrado aquí quinientos años, pero ¿qué me dices de los quinientos años antes de que murieras?
¿De que muriera? Yo no he muerto. Podrían haberme asesinado, pues estaba dentro de sus posibilidades, pero decidieron no hacerlo. Eligieron para mí un castigo mucho más grande. Simplemente me enterraron aquí, no-muerto. Pero dejemos eso de lado… ¿Quieres conocer mi historia?
—Sí.
Es larga, y sangrienta. Llevará tiempo.
—Tenemos mucho, mucho tiempo —respondió Dragosani, pero percibió cierta inquietud, frustración en las presencias invisibles. Era como si algo le advirtiera que no forzara su suerte. La criatura no-muerta no soportaba que la apremiaran.
Pero por último pronunció en su mente:
Puedo contarte parte de mi historia, sí. Puedo decirte lo que hice, pero no cómo lo hice. No con palabras. El conocer mis orígenes, mis raíces, no te ayudará a ser un wamphyr, ni a comprenderlos. Yo no puedo explicarte cómo llegar a ser un wamphyr, así como un pez no puede explicar la manera de ser pez, o un pájaro la de ser pájaro. Si intentaras ser un pez, te ahogarías. Lánzate desde un acantilado, como un pájaro, y te estrellarás contra el suelo. Y si es imposible aprender a ser una criatura tan simple como éstas, ¿cómo podría ser posible aprender a ser wamphyr?
—¿No puedo aprender nada de ti, entonces? —Dragosani comenzaba a ponerse furioso—. ¿No puedo conocer tus facultades? No te creo. Me enseñaste a hablar con los muertos. ¿Por qué, entonces, no puedes enseñarme todo lo demás?
¡Ah, no! Estás equivocado, Dragosani. Te enseñé a ser un nigromante, que es un talento propio de los hombres. Es un arte que los hombres han olvidado, pero la nigromancia es tan antigua como la raza humana. En cuanto a los que hablan con los muertos, eso ya es otra cosa. Muy pocos hombres han aprendido a hacerlo.
—¡Pero yo hablo contigo!
No, hijo mío. Yo te hablo a ti. Porque eres uno de los míos. Y recuerda que yo no estoy muerto. Soy un no-muerto. Ni siquiera yo podría hablar con los muertos. Examinarlos, sí, pero no hablar con ellos. La diferencia está en la manera de abordarlos, en que nos acepten, y en su deseo de hablar. En cuanto a la nigromancia, el cadáver no desea revelar sus secretos, el nigromante extrae la información como si fuera un torturador, como un dentista que arranca un diente sano.
De repente, Dragosani sintió que la conversación daba vueltas y más vueltas.
—¡Basta! —exclamó—. ¡Me estás confundiendo deliberadamente!
Estoy respondiendo a tus preguntas como mejor sé.
—Muy bien. Entonces no me digas cómo ser un wamphyr, pero dime qué es un wamphyr. Cuéntame tu historia. Dime qué has hecho cuando vivías, aunque no me digas cómo lo has hecho. Háblame de tus orígenes…
Después de un instante:
Como quieras. Pero antes…, antes dime lo que sabes, o lo que crees que sabes, de los wamphyri. Cuéntame esos «mitos», esas «historias de viejas» que has oído, puesto que pareces ser una autoridad en la materia. Y luego separaremos las mentiras de k leyenda, como dices tú.
Dragosani suspiró, se recostó contra un bloque de piedra y encendió otro cigarrillo. Todavía tenía la sensación de que intentaban confundirlo, pero al parecer no podía hacer nada al respecto. Ahora estaba oscuro, pero sus ojos se habían acostumbrado a la penumbra. Podía percibir cada una de las retorcidas raíces, y de las grietas en las losas y bloques de piedra. El cerdito, que estaba a sus pies, lanzó un bufido y volvió a quedarse inmóvil.
—Avanzaremos muy lentamente —gruñó.
Un encogimiento de hombros mental.
—Muy bien, comencemos con esto: un vampiro es un ser de las tinieblas, fiel súbdito de Satán.
¡Ja, ja, ja! En nuestras leyendas, Shaitan fue el primero de los wamphyri. Seres de las tinieblas, pues sí, en tanto la oscuridad es nuestro elemento. Somos… diferentes. Pero hay un dicho: de noche, todos los gatos son pardos. De noche, nuestras diferencias no son tan grandes, o no parecen serlo, al menos. Y antes de que me lo preguntes, déjame decirte algo: a causa de nuestra inclinación por la oscuridad, el sol nos es perjudicial.
—¿Perjudicial? ¡Podría destruiros, convertiros en polvo!
¿Cómo? ¡Eso es un mito! No, no puede hacernos nada tan terrible, pero la luz del sol, aun la más débil, nos daña de la misma manera que el sol ardiente daña a los hombres.
—Teméis la cruz, el símbolo del cristianismo.
Odio la cruz. Para mí, es el símbolo de todas las mentiras, de todas las traiciones, ¿Pero temerla? No…
—¿Me estás diciendo que si empuñan una cruz contra ti, una cruz consagrada, tu carne no arderá?
Quizás arda de odio, un instante antes de que yo mate al que sostiene la cruz.
Dragosani suspiró hondo.
—¿No me mientes?
Tus dudas me ofenden, y ponen a prueba mi paciencia, Dragosani.
Dragosani maldijo entre dientes, y siguió:
—No arrojas sombra. No te reflejas en los espejos ni en el agua.
¡Ah!, un concepto erróneo, aunque el error tiene su razón de ser. El reflejo que produzco no es siempre el mismo, y mi sombra no siempre coincide con mi forma.
Dragosani frunció el entrecejo. (Recordaba el tentáculo leproso, veinte años atrás.)
—¿Quieres decir que eres fluido, no sólido? ¿Qué puedes cambiar de forma?
No he dicho eso.
—Entonces, explícame lo que has dicho.
Ahora le tocó suspirar al viejo ser en el suelo.
¿No respetarás ningún misterio, Dragosani'? No, estoy seguro de que no…
Pero ahora Dragosani estaba pensando por sí mismo.
—Creo que esto puede responder a dos preguntas —dijo, mientras el otro cavilaba—. Tu habilidad para convertirte en un murciélago o en un lobo, por ejemplo. Eso también es parte de la leyenda. ¿Eres capaz de cambiar de forma?
Dragosani percibió el regocijo del otro.
No, pero puedo parecer una criatura con semejante facultad. De hecho, no hay nadie que pueda cambiar de forma, que yo haya visto, al menos.
Y entonces… pareció como si el viejo ser hubiera tomado una decisión.
Muy bien, te lo diré. ¿Qué sabes del poder del hipnotismo?
—¿Hipnotismo? —repitió Dragosani, que aún no comprendía. Pero un instante después quedó boquiabierto cuando, en un relámpago de comprensión, la verdad apareció ante sus ojos—. ¡Hipnotismo colectivo! ¡Ése era tu truco!
Así es. Pero el hipnotismo puede engañar a la mente, no a los espejos. Y aunque yo parezca ser un aleteante murciélago, o un ágil lobo, mi sombra continúa siendo la de un hombre. ¡Ah, la mística se desvanece, Dragosani! ¿No lo crees así?
Dragosani recordó una vez más el leproso tentáculo, pero no dijo nada. Dragosani estaba convencido desde hacía tiempo que las criaturas muertas (o no-muertas) que hablaban en la mente de los hombres podían además ser maestras en el arte del engaño. De todas formas, él tenía más preguntas:
—No puedes cruzar una corriente de agua, pues te ahogas.
¡Ejem! Creo que también tengo una explicación para esa creencia. Cuando vivía, yo era un mercenario voivoda. ¡Y por cierto que no cruzaba nunca una corriente de agua! Ésa era mi estrategia. Cuando el invasor se acercaba, yo esperaba a que él cruzara el agua, y lo masacraba en mi ribera. Puede que allí se haya originado la leyenda, en las orillas del Dunarea, del Motrul y del Siretul. Y yo he visto a esos ríos correr rojos de sangre, Dragosani…
Mientras el otro ofrecía esta explicación, Dragosani se preparaba para la gran cuestión. Y ahora, sin hacer una pausa, la planteó:
—¡Tú bebes la sangre de los vivos! Es un deseo que te posee y te domina. Sin sangre mueres. Tu naturaleza malvada exige que te alimentes de las vidas de otros. La sangre es la vida.
¡Ridículo! La maldad, o el mal, no es más que una disposición de la mente. Si aceptas el mal, debes aceptar el bien. Quizá yo no esté muy al corriente de lo que sucede en tu mundo, Dragosani, pero en el mío el bien brillaba por su ausencia. Y con respecto a beber sangre, ¿tú no comes carne? ¿Y bebes vino? ¡Claro que lo haces! Devoras la carne de las bestias y bebes la sangre de las uvas. ¿Es eso malo? Muéstrame una criatura viva que no devore a otras criaturas inferiores a ella, pero igualmente vivas. Esta leyenda se origina en las crueldades que cometí, que no niego, y en la sangre que derramé en el curso de mi vida. ¿Por qué fui cruel? Pensaba que si mis enemigos me creían un monstruo, se mostrarían menos dispuestos a atacarme. Y así fue cómo me convertí en un monstruo. ¿Y quién puede decir que me he equivocado, si mi leyenda se ha vuelto aún más terrorífica con el paso del tiempo, y ha durado tanto?
—Eso no responde a mi pregunta. Yo…
Y yo… estoy muy cansado. ¿Sabes cuánto me cuesta esta especie de inquisición? ¿Crees que yo soy uno de tus cadáveres, Dragosani? ¿Un sujeto susceptible de ser examinado por un nigromante?
Cuando oyó estas palabras, Dragosani tuvo una ocurrencia que apartó de inmediato de su mente.
—Una última pregunta —dijo con tono sombrío.
De acuerdo, si no puedes evitarla…
—La leyenda dice que la mordedura de un vampiro vuelve vampiros a los hombres. Si tú bebieras mi sangre, ¿me convertiría yo en lo que tú eres, en un no-muerto?
Hubo un largo silencio, en el que Dragosani percibió cierta confusión, la búsqueda de una respuesta. Y finalmente:
Hace mucho, mucho tiempo, cuando el mundo era joven, los bosques estaban poblados por diversas especies de criaturas, y también por grandes murciélagos. La enfermedad los destruyó —una horrible enfermedad que sólo los atacaba a ellos—, pero algunos aprendieron a vivir con su dolencia. En mis días existía una especie que chupaba la sangre de otros animales, y también la de los hombres. Como los murciélagos eran portadores de la enfermedad, la transmitían a aquellos a quienes mordían, y se vio que sus víctimas manifestaban ciertos síntomas que…
—¡Basta! —exclamó Dragosani—. Tú te refieres a los murciélagos vampiros, una especie que aún existe en América del Sur y América Central. La enfermedad es la rabia. Pero… no veo la relación.
La criatura en el suelo decidió ignorar el escepticismo de su interlocutor.
¿América?, preguntó.
—Un continente nuevo —explicó Dragosani—. En tus tiempos aún no lo habían descubierto. Es muy grande, muy rico y muy, muy poderoso.
¿De verdad? Deberás describirme este nuevo mundo con más detalle, pero en otra ocasión. Ahora… ahora estoy fatigado y…
—¡No tan rápido! —exclamó Dragosani, que se daba cuenta de que la conversación había vuelto a perder el rumbo—. ¿Quietes decir que si me muerdes no me convertiré en un vampiro? ¿Intentas convencerme de que la leyenda carece de fundamento, con excepción de esa supuesta relación con los murciélagos vampiros? ¡No te creo, viejo demonio! No, porque los murciélagos fueron llamados «vampiros» por ti, y no al revés.
Otra pausa, aunque no lo bastante larga como para que el otro tuviera tiempo de meditar su respuesta, y Dragosani continuó:
—Me has preguntado si yo deseaba pertenecer a los wamphyri. ¿Y de qué otra manera podrías hacerme wamphyr? ¿Acaso podrían «concederme» la condición de tal, como a ti en una ocasión se te otorgó la Orden del Dragón? ¡Ja! ¡Basta de mentiras, viejo demonio! Quiero saber la verdad. Y si realmente eres mi «padre», ¿por qué no me la dices? ¿De qué tienes miedo?
Dragosani sintió la desaprobación de las presencias invisibles; percibió que se alejaban de él. La voz que resonaba en su mente parecía ahora extremadamente fatigada y acusadora.
Me has prometido un obsequio, un pequeño tributo, y sólo me has traído fatiga y tormento. Soy una chispa que se debilita, hijo mío, un rescoldo que se extingue. Has mantenido viva la llama temblorosa, ¿por qué habrías de apagarla ahora? Déjame dormir si no quieres… que… me… agote… por completo…, Dragosaaniiii…
Dragosani apretó los labios, se tragó la frustración que sentía, y cogió al cerdito por las patas traseras. Se puso en pie de un salto, cogió una navaja y la abrió. La hoja relució, afilada como una cuchilla de afeitar.
—¡Tu obsequio! —exclamó con brusquedad.
El cerdito lanzó un chillido y luchó para soltarse. Dragosani le abrió de un solo tajo la garganta, y dejó caer el chorro de sangre sobre la oscura tierra. De inmediato se levantó un viento que suspiró entre los pinos con una voz semejante a la de la criatura que yacía enterrada: ¡Ahhhh!
Dragosani arrojó el cadáver del cerdito entre unas nudosas raíces, dio unos pasos hacia atrás, sacó un pañuelo y se limpió las manos. Las presencias invisibles se deslizaron hacia adelante.
—¡Atrás! —las increpó Dragosani, y se giró para irse—. ¡Atrás, fantasmas de hombres! ¡Es para él, no para vosotros!
Dragosani descendió entre los pinos en medio de la más completa oscuridad, pero sus pasos eran tan seguros como los de un gato. A su manera, también él era una criatura nocturna. Pero estaba vivo. Y mientras pensaba en la vida, la muerte y la no-muerte, una helada sonrisa apareció en su rostro. Y sonriendo en la oscuridad, recordó una pregunta que no había formulado: ¿Cómo se puede matar a un vampiro? ¿Cómo matarlo bien muerto?
No, no le había hecho esa pregunta a la criatura que yacía enterrada; no era algo que se pudiera preguntar en un lugar como éste, y en las horas oscuras. Porque, ¿quién podía prever la reacción de aquella cosa? La pregunta podía ser muy peligrosa.
Además, Dragosani creía conocer la respuesta.
El día siguiente era jueves. Dragosani había pasado una mala noche y se despertó temprano. Miró por la ventana y vio a Ilse Kinkovsi que daba de comer a las gallinas. Ella vio sus movimientos en la ventana por el rabillo del ojo, y alzó el rostro.
Dragosani había abierto las ventanas de par en par y llenaba sus pulmones con el aire de la mañana. Apoyado en el alféizar, inclinado hacia la luz, su tez era blanca como la nieve. Ilse le miró el pecho desnudo. Cuando respiraba profundamente, como ahora, los músculos bajo sus brazos, que se extendían en forma de V hacia la espalda, parecían hincharse como globos. Este tipo no era lo que parecía. Ilse sospechó que Dragosani podía ser muy fuerte.
—¡Buen día! —lo saludó.
Él le respondió con una leve inclinación de cabeza, y cuando la miró supo por qué había dormido tan mal. Ilse era la razón…
—¿Le sienta bien? —le preguntó ella, tras pasarse la lengua por los labios para dejarlos brillantes.
—¿Cómo dice? —preguntó él de nuevo a la defensiva, y de inmediato se maldijo por dentro por comportarse como un niño. ¡Sí, él, Dragosani!
—Digo que si le sienta bien el aire en la piel. ¿Le agrada? Pero ¡qué pálido está usted, Herr Dragosani! ¡Le vendría bien un poco de sol!
—Puede… puede que tenga razón —tartamudeó él y se retiró de la ventana para vestirse.
Mientras se vestía, dando furiosos tirones a las ropas, pensó:
«Mujeres, hembras, sexo… ¡Qué horrible! ¿Pero lo es, de verdad? ¡Tan poco natural, en todo caso! ¡Y tan… tan necesario! ¿Será eso lo que me falta?»
Bueno, había una manera de averiguarlo. Esta noche. Tendría que ser esta noche, porque mañana llegaban los ingleses. Dragosani se decidió y fue hacia la ventana.
Ilse continuaba alimentando a las gallinas. Cuando oyó carraspear a Dragosani miró hacia arriba y vio que se estaba abotonando la camisa y que la miraba. Sus ojos se encontraron durante un instante; luego, con voz insegura, él dijo:
—Ilse, ¿todavía hace mucho frío? Quiero decir, por las noches…
Ella frunció el entrecejo y se preguntó qué querría decir él realmente.
—¿Frío? No, si ya estamos en verano.
—Si es así, creo que esta noche dejaré la ventana abierta. Y también las cortinas.
La frente de Ilse se distendió. La joven echó hacia atrás la cabeza y rió.
—Eso es muy saludable —respondió al cabo de un instante—. Estoy segura de que le sentará muy bien.
Dragosani, de repente muy avergonzado, volvió a apartarse de la ventana, la cerró y terminó de vestirse. Por un momento lamentó lo que había hecho —esa cita tan fácil, que en verdad parecía preparada especialmente para él—, pero luego decidió no preocuparse más por el asunto. Ya no podía volverse atrás. Lo que tuviera que ser, sería. Y, de todos modos, ya era tiempo e que perdiera la virginidad.
¡Perder la virginidad! Esa frase lo hacía parecer una jovencita. Pero tenía algo conmovedoramente ingenuo, muy distinto de la grosera franqueza de las palabras utilizadas por su maestro no-muerto. ¿Qué había dicho el viejo demonio enterrado aquella vez? «Un cachorro que nunca ha desvirgado a una hembra…»
Sí, ésa era la frase… y se había referido al padre de Dragosani. A su verdadero padre. Y entonces yo me introduje en su mente… y le ofrecí la noche a los jóvenes amantes.
Se introdujo en la mente de él para mostrarle cómo hacerlo.
Dragosani se sobresaltó cuando un guijarro golpeó su ventana. Había estado sentado en la cama, completamente abstraído en sus pensamientos. Se puso de pie y abrió una vez más la ventana. Era Ilse.
—¿Tomará el desayuno en su habitación, Herr Dragosani —preguntó la joven—, o bajará a comer con nosotros?
El énfasis que Ilse puso «en su habitación» era inconfundible, pero Dragosani decidió ignorar la insinuación. No, antes tenía que hablar con el viejo dragón.
—Bajaré a desayunar —respondió, y entrecerró pensativo los ojos cuando vio la expresión de desilusión que apareció de inmediato en la cara de Ilse.
Sí, claro que sí. Con esta mujer necesitaría ayuda. Al menos esta vez, la primera para él. Ella sabía perfectamente qué hacía, y él no sabía nada de nada. Pero… el wamphyr lo sabía todo. Y Dragosani sospechaba que había ciertos secretos que incluso a aquel ser viejo y malvado no le importaría divulgar. No, de ningún modo…
El problema sexual de Dragosani o, mejor dicho, la inhibición psíquica que hasta el momento había impedido su desarrollo en esta área, había sido implantada en la pubertad, en la época de la vida en que otros chicos roban los primeros besos y exploran por vez primera los suaves cuerpos con dedos calientes, temblorosos, inexpertos. Había sucedido durante su tercer año en Bucarest, cuando Boris estudiaba en un internado.
El chico tenía entonces trece años y esperaba ansioso las vacaciones de verano. Pero llegó una carta de su padre en la que le decía que no fuera a casa. Había una peste en la granja; estaban sacrificando a los animales, no permitían las visitas y ni siquiera Boris sería autorizado a entrar en la propiedad. La fiebre era muy contagiosa y las personas podían llevar el agente en los pies, en los zapatos; toda la zona en cuarenta kilómetros a la redonda estaba en cuarentena.
Esto era un verdadero desastre pero no tenía por qué arruinar las vacaciones de Boris. El chico tenía una «tía» en Bucarest, la hermana menor de su padre adoptivo, y podía quedarse en su casa. Esto era mejor que nada; al menos tendría un lugar adonde ir y no se quedaría encerrado solo en el viejo edificio del colegio, donde hubiera tenido que hacerse la comida en una pequeña cocina.
La tía Hildegard era una joven viuda que tenía dos hijas, Anna y Katrina, algo mayores que Boris —un año, poco más o menos—, y vivían en una casa de madera grande y desvencijada de la calle Budesti. Aunque parezca raro, nunca se había hablado mucho de ellas en casa de Boris, y él sólo las había visto en las poco frecuentes visitas que hacían a la campiña rumana. La tía siempre le había parecido muy cariñosa, demasiado quizás, y sus primas eran como todas las jovencitas, remilgadas y llenas de pequeños secretos, aunque tal vez se insinuaba en ellas una peculiar sensualidad, impropia de su edad. Con todo, no había en ellas nada sospechoso, o especialmente extraño. Aun así, Boris tenía la impresión, por la actitud de su padre hacia ellas, de que su tía era algo así como la oveja negra de la familia, o al menos una dama con un terrible secreto.
En las tres semanas que Boris pasó con su tía y sus precoces hijas, durante las vacaciones de verano, el muchacho descubrió más cosas de las que hubiera deseado sobre la «rareza» de sus parientes, y sobre el sexo y la perversidad de las mujeres en general. Esta experiencia había hecho que rechazara, hasta la fecha, toda relación con el sexo opuesto. Su tía, para decirlo sin rodeos, era pura y simplemente una ninfómana. La reciente muerte de su marido la había liberado de toda atadura, y la mujer había dejado que su obsesión sexual la dominara por completo. Sus hijas, al parecer, seguían fielmente sus pasos. Incluso cuando su marido estaba vivo, la tía de Boris había sido famosa por sus amantes. Los rumores sobre sus aventuras habían llegado hasta su hermano, que vivía en el campo, y de ahí la frialdad y la desaprobación con que la trataba el padre de Boris. El hombre no era un santurrón, pero pensaba que su hermana era poco menos que una puta.
Con todo, su hermano no podía conocer el punto al que habían llegado sus excesos, puesto que prácticamente no tenía relación con ella. Si lo hubiera sabido habría organizado de otra manera las vacaciones del muchacho. Claro que su hijo adoptivo era poco más que un niño, y él pensó que se vería libre de las viciosas costumbres de la mujer.
Boris ignoraba todo esto, pero muy pronto se enteraría de todo.
Para empezar, no había cerraduras en ninguna de las puertas interiores de la casa de su tía. No las había en los dormitorios, ni en el cuarto de baño, ni tan siquiera en los aseos. La tía Hildegard le explicó que en su casa no había lugares privados —donde pudieran realizarse las necesidades más íntimas—, y que no toleraba los secretos de ninguna clase. Esto hizo que a Boris le resultara todavía más difícil comprender las cosas que se decían al oído, o las miradas cómplices que a menudo se dirigían madre e hijas cuando él estaba presente.
En cuanto a la intimidad, o la soledad, no eran en absoluto necesarias en un lugar donde nada estaba prohibido, y todo era aceptado. Cuando preguntó sobre las ideas filosóficas de su tía, le dijeron que ésa era una «casa natural», donde el cuerpo humano y sus funciones eran cosas naturales que nos habían sido dadas para «explorarlas, descubrirlas, comprenderlas y disfrutarlas plenamente, sin restricciones convencionales». A condición de que respetara la casa y la propiedad de su anfitriona, era bienvenido y todo le estaba permitido, pero de la misma manera debía respetar el comportamiento «natural» de las residentes en la casa, cuyas costumbres eran muy libres y carentes de restricciones. En cuanto a la filosofía como tal: había muy poco amor en el mundo y demasiado odio; si se pudiera saciar los deseos del cuerpo y los ruegos del espíritu, si fuera posible satisfacerlos en la placentera violencia de los abrazos y no en la guerra, el mundo sería un lugar mucho mejor. Tal vez Boris no comprendiera de inmediato estas creencias, pero su tía estaba segura de que lo haría dentro de muy poco tiempo…
La primera noche, después de una cena temprana, Boris se había retirado a leer a su habitación. Se había traído algunos libros del colegio, pero al pie de las escaleras que llevaban a su dormitorio había una pequeña habitación donde su tía había dispuesto su «biblioteca». Boris entró, y encontró los estantes llenos de libros eróticos, y sobre perversiones y aberraciones sexuales. Algunos de estos libros le parecieron tan fascinantes que se llevó varios de los ejemplares ilustrados a su habitación. Nunca había visto nada igual, aunque la biblioteca de su colegio era bastante completa.
Una vez en su dormitorio, Boris se había dedicado por entero a uno de los libros (que pretendía ser «objetivo», pero a Boris le pareció completamente irreal, y supuso que era una obra de ficción, o una parodia; le era imposible imaginar, además, cómo se las habían arreglado para hacer algunas de las fotografías que lo ilustraban) y, como le sucedería a cualquier chico de su edad, se excitó muy pronto. La masturbación no le era algo desconocido —como la mayoría de los jóvenes, recurría a ella de vez en cuando—, pero en la casa de su tía no se sentía lo bastante seguro, o aislado, como para hacerlo. Para evitar sentirse aún más frustrado decidió devolver los libros a la biblioteca.
Un poco antes, mientras leía, había oído que un coche llegaba a la puerta, y un visitante era recibido en la casa, evidentemente una persona amiga de su tía, y no le había prestado atención. Pero cuando bajó a dejar los libros en la biblioteca oyó risas, los sonidos de una actividad física, y una alegre algarabía que venían del salón principal —cuando le habían hecho conocer esta habitación, Boris había admirado los espejos que cubrían todas las paredes, e incluso el techo, algo que le había parecido muy curioso—, y fue a ver qué sucedía. La puerta estaba entreabierta, y cuando se acercó Boris oyó una gutural voz masculina, cuyo dueño al parecer estaba haciendo algo que le exigía un gran esfuerzo, y las voces enronquecidas y apremiantes de su tía y sus primas. Fue en ese instante que Boris comenzó a sospechar que en el salón tenía lugar algo realmente fuera de lo común. Boris se detuvo junto a la puerta para mirar por la hendidura, y lo que vio lo dejó paralizado. El libro que había estado leyendo, lejos de ser algo «fantástico», como él había supuesto, no era nada comparado con esto. El hombre, un desconocido para Boris, tenía la cara marcada de viruelas y con una espesa barba, era barrigón y velludo; tenía un rostro repulsivo y un cuerpo casi deforme. Y estaba desnudo. Boris, sin embargo, no podía saber que era un sátiro, y que para las mujeres de la casa aquello compensaba con creces su fealdad y la malformación de su cuerpo.
Boris veía el interior del salón reflejado en un espejo que revestía la puerta, de modo que no veía la escena directamente, ni por completo, pero lo que veía era más que suficiente. Las tres mujeres se turnaban con su compañero de juegos, lo incitaban a que se superara a sí mismo, y lo estimulaban con sus manos, bocas y cuerpos en un frenesí de exceso sexual.
El hombre estaba echado de espaldas en un diván mientras Anna, la más joven de las hermanas, montada sobre su cuerpo, cabalgaba con vigorosos movimientos. Cuando subía, dejaba ver el largo y grueso miembro masculino, reluciente con los líquidos de los palpitantes cuerpos femeninos. En cada breve aparición de esa resbaladiza pértiga de carne, Boris podía ver la pequeña y casi frágil mano de Katrina, rodeando el miembro allí donde los dos cuerpos chocaban, y ocupada en él con no menos intensidad que el saltarín cuerpo de su hermana. En cuanto a la madre de las muchachas, «tía» Hildegard, una mujer de unos treinta y cuatro años, estaba arrodillada en la cabecera del diván y agitaba sus grandes pechos sobre la afiebrada cara del hombre, de manera que sus pezones se introducían en la abierta boca de él. De tanto en tanto, y al parecer arrastrada por el vigor de su éxtasis, Hildegard se estiraba y empujaba el pubis contra la lengua y los labios temblorosos del hombre.
Las mujeres no estaban completamente desnudas pero las ropas que vestían, prendas blancas y sueltas con aberturas que permitían acariciar sus pechos y nalgas, eran más obscenas que la desnudez total.
Pero lo que dejó a Boris pasmado, clavado al suelo sin poder moverse, fue que los cuatro partícipes parecieran tan comprometidos, tan absortos; y que no sólo disfrutaran de los beneficios de su parte en la escena, cualquiera que fuese que les hubiese tocado interpretar, sino también de las cabriolas de los otros.
Pero Boris comenzó a comprender aquello mientras los cuatro cambiaban de lugar y de posición ante sus ojos, e iniciaban una nueva serie de esforzados ejercicios —en esta ocasión el hombre montaba a su tía como si fuese un horrible perro, y sus primas interpretaban papeles menos importantes—. Aquí no se descuidaba a nadie; todos tenían la oportunidad de ser el agresor, y todos se satisfacían plenamente. Aunque, para los enfebrecidos ojos de Boris, todo lo que se hacía era igualmente horrible.
En cualquier caso, aunque Boris creía que ahora comprendía algo de lo que veía, lo que no podía creer era que estuviera realmente viéndolo. Y lo más increíble de todo era el personaje central, el hombre, aquella horrible máquina de eyacular.
Boris recordaba lo agotado que se sentía siempre después de masturbarse. ¿Cómo se sentiría, entonces, el peludo animal de la habitación de los espejos? Parecía regar semen casi sin interrupción, y gemía de placer con cada nueva emisión, pero esto no parecía fatigarlo, sino que aumentaba su frenesí. ¡Seguramente se desplomaría en cualquier momento!
Finalmente Boris consiguió recuperar el uso de sus piernas, y retrocedía en silencio cuando oyó que su tía, como si le hubiese leído el pensamiento, decía:
—¡Vosotras dos, ya basta! ¡No acabemos tan rápido con Dmitri! ¿Por qué no vais a jugar con Boris? Pero con suavidad, o le daréis miedo. Pobre corderito, parece ser de los que se asustan fácilmente. ¡Es tan libidinoso como una lechuga!
Eso había bastado para que Boris huyera desesperado a su habitación, se quitara las ropas en un santiamén y se metiera en la cama. Permaneció acostado, encogido de miedo —sabía que la puerta no estaba cerrada, que no tenía llave—, esperando…, esperando algo que ni siquiera se atrevía a imaginar. Si hubiera estado sólo con una prima, con una chica normal, puede que las cosas habrían sido diferentes. Quizás se habría producido una tímida, gradual iniciación al sexo —al sexo normal— en la que el propio Boris habría tomado la iniciativa.
Los sueños y las fantasías de Boris al respecto habían sido hasta el momento completamente normales. Hasta había fantaseado que se hallaba sólo con su tía, y que ella le estrechaba contra sus suaves pechos, contra su blanco cuerpo. Estos ensueños no le habían parecido al chico especialmente repugnantes y vergonzosos. No, antes no lo eran.
¡Pero ahora había visto! La inocencia de sus fantasías se había perdido para siempre. ¿Cómo podía ser ahora el sexo normal y saludable? ¿Es que acaso existía semejante cosa? El había visto, sí.
Había visto en el salón de esta casa tres mujeres (no podía pensar ahora en sus primas como muchachas) copulando con una bestia al parecer incansable. Había visto la estaca de carne lujuriosa de la bestia. ¿Y cómo podía él compararse con eso? Después de eso, ¿cómo podía existir como macho? ¿Una ramita comparada con un tronco? ¿Y tendría que participar en esa clase de orgías, como una pequeña liebre entre una jauría de perros? ¡Si la sola idea de tener algún contacto con la bestia lo enfermaba!
Éstos eran sus pensamientos cuando sus primas vinieron a buscarlo. Boris estaba envuelto en las sábanas y mantas de la cama, absolutamente inmóvil, sin respirar casi. Oyó que entraban, e hizo un esfuerzo para contener sus nervios cuando Anna, con una risita, le preguntó:
—Boris, ¿estás despierto?
—¿Estás despierto? ¿Sí? —Katrina también parecía ansiosa por saberlo.
—No, creo que no —dijo Anna, con tono de decepción.
—Pero… ¡si la luz está encendida!
—¿Boris? (El peso de Anna sobre la cama, junto a él.) ¿Estás seguro de que duermes?
Boris, fingiendo dormir, se dio la vuelta, hizo como que refunfuñaba en sueños, y dijo:
—¿Qué pasa? Marchaos, estoy cansado.
Eso fue un error. Las muchachas rieron, sus voces aún enronquecidas y llenas de lujuria.
—¿No quieres jugar con nosotras, Boris? —preguntó Katrina—. Descubre tu cabeza, al menos. Tenemos algo… (más risitas), ¡tenemos que mostrarte algo!
Boris no podía respirar. Se había envuelto tan apretadamente en las mantas que no tenía aire. Tendría que destaparse, lo quisiera o no.
—Por favor, marchaos y dejadme dormir.
—Boris —dijo Anna, y él tuvo la visión de sus delicadas manos en el vientre de la bestia, sacudiendo hacia arriba y abajo la rosada estaca—. Si apagamos la luz, ¿saldrás de debajo de las mantas?
Por un momento, apenas por un brevísimo momento, pan respirar, sólo el tiempo suficiente como para llenar los pulmones de aire.
—Sí —dijo Boris medio sofocado.
Luego oyó el «clic» del interruptor y sintió que Anna se ponía de pie, y retiraba el peso de su cuerpo de la cama.
—¡Mira, ya está apagada!
Un instante después, Boris descubrió que lo estaba, cuando sacó la cabeza en la oscuridad, respiró ávidamente… ¡y estuvo a punto de vomitar!
Y la luz, entre risitas que venían del otro lado de la habitación, se encendió otra vez. Boris no podía decir cuál de sus primas había sido, pero una de ellas estaba de pie junto a la cama, con su suelta túnica sobre la cabeza de Boris, como una tienda de campaña. El rancio olor de su cuerpo había golpeado la cara de Boris, y el jovencito vio la oscura V del pubis de su prima rociada con una sarta de perladas gotas de semen. No había mucha luz debajo de la túnica, pero la suficiente como para que Boris viera, cuando ella deliberadamente arqueó las piernas, la hendidura de la V, que al chico le pareció una ávida sonrisa vertical.
—¡Ahí tienes! —recordaba Boris que dijo una voz ronca, entre carcajadas—. ¿No te dijimos que teníamos algo para mostrarte?
Y ésas fueron las últimas palabras que se pronunciaron porque de repente, Boris, fuera de sí de pánico y odio, comenzó a golpear a sus primas. Más tarde recordó muy poco de lo acontecido —sólo que las risitas se volvieron gritos, y que le dolían los puños y los despellejados nudillos de los dedos—, pero sí recordaba muy bien que al día siguiente sus torturadoras se mantuvieron a una prudente distancia. Las dos muchachas tenían cardenales azules: Arma, además, el labio partido, y Katrina un ojo amoratado. Quizá su tía tuviera en parte razón al compararlo con una lechuga, pero Boris no andaba escaso de fiereza y obstinación.
Ese día había sido una pesadilla. Boris, agotado después de una noche de vigilia, tras hacerse fuerte en su habitación y no hacer caso a las súplicas para que saliera, tuvo que soportar la ira de su tía y las acusaciones que le dirigían sus primas; a prudente distancia, eso sí.
La tía Hildegard no le dio de comer, haciéndolo pasar hambre como castigo, y juró que se quejaría ante el padre de Boris si el chico no recuperaba el juicio de inmediato. Hildegard quería decir con esto que Boris debía salir de la habitación, hablar con ella, pedir disculpas a sus primas y hacer como que nada había sucedido. Pero Boris no atendió a razones y permaneció en su habitación, salvo ocasionales visitas al lavabo. El chico había decidido que antes del anochecer huiría de la casa y regresaría a Bucarest.
Este plan sólo tenía un inconveniente: su padre, tarde o temprano, se enteraría, y querría saber por qué se había ido de casa de su tía. A Boris le sería imposible contárselo. Su padre no era un hombre con quien fuera fácil hablar, y lo sucedido era simplemente increíble. Y aun suponiendo que su padre adoptivo le creyera, ¿no surgirían dudas sobre la participación de Boris en el asunto? Sobre su participación activa, y quizá voluntaria…
Había también otras dificultades. Boris no tenía dinero, y lo hablan arreglado para que se quedara en el colegio. Y fue por estas razones que cuando llegó la tarde y las amenazas de su tía se convirtieron en súplicas, el muchacho retiró la cama y la cómoda de detrás de la puerta y permitió que Hildegard lo condujera a la planta baja.
La mujer dijo que sentía mucho que sus hijas lo hubiesen molestado la noche anterior, y él se hubiera asustado tanto. No comprendía qué habían hecho ellas para que él reaccionara con semejante violencia. De todos modos, aquello ya había pasado y Boris tenía que esforzarse por olvidarlo. Si su hermano se enteraba de lo sucedido —fuera esto lo que fuese— habría problemas entre ellos. Él siempre le había echado la culpa de todo a ella.
Boris, sin decir palabra, había estado de acuerdo con su tía. Claro que habría problemas, sobre todo si mencionaba a la bestia. Pero su tía ignoraba que él los había visto, y era mejor que siguiera en su ignorancia. De otra manera, toda la comedia fracasaría. Por otra parte, el sátiro ya no estaba en la casa, y Boris esperaba que no volvería. La tía Hildegard dio de comer a Boris y más tarde el muchacho oyó que la mujer le decía a sus hijas que lo dejaran en paz, que él no era para ellas y que había que llevar aquel asunto con mucho cuidado. Aquello parecía el fin del episodio, y Boris se había sentido agradecido.
Hasta que aquella noche…
Boris, agotado, dormía en su cama, que había atravesado contra la puerta. No había puesto también la cómoda, pues pensó que bastaba con la cama y el peso de su propio cuerpo. Pero no había sido suficiente. A eso de las tres de la mañana lo despertó un movimiento irregular, intermitente, y oyó la voz de su tía que lo incitaba a seguir durmiendo. La mujer hablaba de manera confusa y respiraba pesadamente; había bebido y estaba desnuda, cosa que Boris descubrió cuando extendió la mano en la oscuridad. Esto hizo que se despertara por completo, consciente de que la insaciable mujer pretendía meterse en la cama con él. Y de inmediato, como una mano fría que se posara en su frente afiebrada, lo había invadido una serena cólera que reemplazó por completo al miedo que había sentido antes.
—Tía Hildegard —dijo Boris mientras se sentaba a oscuras en la cama, y giraba la cabeza para no percibir el aliento alcohólico de la mujer—, enciende la luz, por favor.
—¡Ah, querido muchacho! Estás despierto y quieres verme. Pero… estaba acostada, Boris, y no llevo nada encima. ¡Hace tanto calor estas noches de verano! Me levanté a beber un poco de agua y debo de haber entrado por error en tu habitación —y mientras decía esto, sus pechos rozaron la cara de Boris.
El muchacho apretó los labios y volvió a girar el rostro. Después repitió:
—Enciende la luz.
—¡Eres un pícaro, Boris! —protestó ella corno si fuera una jovencita, y al mismo tiempo apretó el interruptor.
La mujer estaba completamente desnuda, de pie en el lugar donde había apartado la cama para entrar a la habitación. Y sonreía, embriagada, lo que le daba un aire depravado y estúpido a la vez. Se dirigió hacia Boris y le tendió los brazos.
Y entonces vio que él estaba completamente vestido, y con una extraña expresión en el rostro. Hildegard se cubrió la boca con la mano y musitó:
—Boris, yo…
—Tía —Boris, sentado en el borde de la cama, se había puesto los zapatos—, saldrás de esta habitación ahora mismo, y no volverás a entrar. Si no sales, me iré yo, y si la puerta de calle está cerrada, romperé una ventana. Después le contaré a mí padre todo lo que hacéis en esta casa y…
—¿Lo que hacemos? —dijo ella mientras intentaba cogerle la mano con una expresión preocupada en el rostro.
—Sí, le contaré que vienen hombres a follar contigo y con mis primas…, como esos toros que mi padre trae a la granja para cubrir a las vacas.
—¡Pero… pero tú… has estado mirándonos! —La mujer retrocedió tambaleándose, los ojos muy abiertos en el rostro repentinamente pálido.
—¡Fuera! —le había ordenado entonces Boris, con desprecio, en sus ojos la mirada fulminante que desde ese día utilizaría en sus tratos con las mujeres, y había intentado empujarla.
La mujer, enfurecida, le escupió.
—¿De modo que eres de ésos? ¿Ya te han follado los chicos más grandes en tu colegio? Te gustan más ellos que las mujeres, ¿verdad?
Boris, que se había situado junto a la ventana, cogió una silla.
—¡Fuera, rápido! —le espetó—. O me voy ahora mismo. Y no sólo se lo contaré a mi padre; se lo diré también a todos los policías que encuentre camino a Bucarest. Y también les hablaré de la biblioteca que tienes, llena de libros verdes: con eso ya habría bastante como para que pasaras una temporada en la cárcel, y de tus hijas, que son poco más que unas niñas, y peor que putas…
—¿Putas, mis hijas? —lo interrumpió ella con tal furia que Boris pensó que se le echaría encima.
—Pero que por mucho que se esfuercen, nunca serán tan pervertidas y corruptas como tú —terminó el muchacho.
Ella entonces se echó a llorar, y permitió que él la sacara de la habitación sin ofrecer resistencia.
Después, Boris durmió profundamente durante el resto de la noche, sin que nadie lo molestara.
Y eso fue realmente el final. Al día siguiente, a mediodía, cuando Boris estaba almorzando solo, su padre adoptivo vino a llevárselo a casa. El problema con los animales ya había pasado; gracias a Dios, no había sido tan serio como creyeron en un principio. Boris nunca se había alegrado tanto de ver a alguien, y tuvo que hacer un esfuerzo para disimularlo. Mientras el muchacho hacía la maleta, tía Hildegard pasó media hora, al parecer cordial, con su hermano, quien preguntó por sus sobrinas, que no estaban presentes. Después se despidieron, y Boris y su padre adoptivo partieron rumbo al campo.
Cuando estaban por subir al coche, la tía Hildegard había conseguido que sus ojos se encontraran con los de Boris. Su mirada, durante un segundo, fue implorante. Los ojos de Hildegard le rogaron que callara. Boris, en respuesta, le había dirigido una mirada más terrible que cualquier burla o amenaza, una mirada que expresaba lo que pensaba de ella mejor que mil palabras.
Boris, de todos modos, nunca habló con nadie de la horrible visita. Y nunca lo haría; ni siquiera con la criatura que yacía enterrada.
La criatura enterrada…, el viejo demonio…, el wamphyr. Cuando Dragosani llegó al claro donde se hallaba la tumba, con otro cochinillo en un saco, poco antes del atardecer, el wamphyr lo estaba esperando. ¿Qué otra cosa podía hacer, sino esperar? Estaba despierto y furioso. Y cuando el borde del sol tocó el borde del mundo, y el lejano horizonte tomó el color de la sangre, la criatura fue la primera en hablar:
¿Dragosani? ¡Siento tu olor, Dragosani! ¿Has venido a atormentarme? ¿Más preguntas, más pedidos? ¿Quieres robar mis secretos, Dragosani? ¿Poco apoco, hasta que no quede nada de mi? ¿Y entonces, qué? ¿Con qué me recompensarás? ¿Con la sangre de un cerdito? ¡Ah, ya veo que si! ¡Otro cerdito para alguien que se bañó en sangre de hombres, de vírgenes, de ejércitos!
—La sangre es siempre sangre, viejo dragón —respondió Dragosani—. Y ya veo que la que bebiste anoche te ha sentado bien, y hoy estás más ágil.
¿Qué yo bebí? (¿El desprecio que se advertía era auténtico, o fingido?) La bebió la tierra, Dragosani; no estos viejos huesos.
—No te creo.
No me importa. Vete, déjame en paz, tú me deshonras. No tengo nada para ti, y no quiero nada de ti. No quiero hablar. ¡Márchate!
Dragosani sonrió.
—Sí, te he traído otro cerdo. Para ti o para la tierra, como quieras. Pero hay algo más, algo menos común. Aunque…
La vieja criatura estaba interesada, intrigada.
—¿Aunque…?
Dragosani se encogió de hombros.
—Quizás ha pasado demasiado tiempo. Quizá no puedas hacerlo. Puede que sea imposible incluso para ti. Después de todo, tú no eres más que una criatura muerta. —Y antes de que el otro pudiera protestar, añadió—: O, si insistes, no-muerta.
Insisto… ¿Te estás burlando de mí, Dragosani? ¿Qué me traes esta noche? ¿Qué me darás? ¿Qué… qué me propones?
—Quizá más de lo que podemos darnos el uno al otro.
Sigue.
Dragosani le dijo lo que pensaba, qué era lo que deseaba compartir.
¿Y harás un trato conmigo? ¿Qué me pedirás por… compartir eso conmigo?
Dragosani casi podía percibir cómo el otro se relamía.
—Conocimiento —respondió de inmediato—. Sólo soy un hombre, y el conocimiento que tengo de las mujeres es el de un hombre —mintió—, y… —Se interrumpió, confundido, porque la vieja criatura se estaba riendo; había sido un error mentirle.
Ah, ¿sí? ¿Conoces a las mujeres como un hombre, Dragosani? ¿Un conocimiento «completo»?
—No…, no he tenido tiempo —farfulló Dragosani—. El trabajo…, los estudios…, no se presentó la ocasión.
¿Tiempo? ¿Estudios? ¿Ocasión? Dragosani, no eres un niño. Yo tenía once años cuando desgarré mi primer himen, hace mil unos. Después de eso, ¿qué me importaba que fueran vírgenes o putas? Las poseí de todas las maneras, y siempre quería más. ¿Y tú?, ¿No?, ¿o has probado? ¿No te has empapado en el sudor, los líquidos y la caliente sangre de una mujer? ¿Ni siquiera una? ¡Y dices que yo soy una criatura muerta!
El viejo se rió de manera estruendosa, ofensiva, obscena. ¡Aquello eran tan increíblemente ridículo! La risa siguió y siguió, se convirtió en un diluvio, en una marea, en un rugiente océano de risa en la cabeza de Dragosani; un océano que amenazaba con ahogarlo.
—¡Maldito seas! —Dragosani se puso de pie, pisoteó la tierra, la escupió—. ¡Maldito seas! —repitió, y amenazó a las rotas losas de la tumba con el puño apretado—. ¡Maldito, maldito, maldito seas!
La vieja criatura se quedó un instante callada, ocupando la mente de Dragosani como una babosa de pesadilla.
Yo ya estoy maldito, hijo mío. Maldito y condenado —dijo al cabo de un momento—. Y también lo estás tú…
Dragosani sacó el cuchillo y cogió al aturdido cochinillo.
¡Espera!¡No seas tan impaciente, Dragosani! No me he negado. Pero dime, si has permanecido casto como un monje durante iodos estos años, ¿por qué ahora?
Dragosani reflexionó un instante, y decidió que sería mejor que dijera la verdad. De todos modos, era probable que el viejo demonio hubiera leído sus pensamientos.
—Es esa mujer. Me saca de quicio, me provoca, exhibe su cuerpo.
¡Ah, sí, ya conozco a las de su clase!
—Además, creo que piensa que yo he estado con hombres… o al menos se pregunta si no será así.
¿cómo los turcos? —La respuesta mental de la antigua criatura fue cortante, con un toque de odio—. ¡Eso es un insulto!
—Es lo que yo pienso —asintió Dragosani—. ¿Lo harás, entonces?
St no me equivoco, estás invitándome a que entre en tu mente esta noche, cuando esa mujer vaya a visitarte.
—Sí —contestó Dragosani.
¿Y haces esa invitación por voluntad propia?
Dragosani sintió recelo.
—Sólo por esta vez —respondió—. No será algo definitivo.
No seas presumido, Dragosani —rió el otro—. Tengo, o tendré, mi propio cuerpo, y no será enclenque como el tuyo.
—¿Y puedes hacerlo? ¿Y yo aprenderé de ti?
¡Claro que puedo, hijo mío! ¿Te has olvidado del pichón? ¿Y acaso no aprendiste algo en aquella ocasión? ¿Quién hizo de ti un nigromante, Dragosani? Sí, y esta vez aprenderás mucho.
—Si es así, no quiero nada más de ti… al menos por ahora.
Dragosani comenzó a alejarse de la tumba, colina abajo, lejos de aquel lugar de horror secular. Y…
¿Y el cochinillo? —preguntó la espesa y pegajosa voz en su mente—. Es para la tierra, Dragosani, para la tierra.
Dragosani entrecerró los ojos en la profunda y agitada oscuridad.
—Es verdad, lo había olvidado —dijo con tono no desprovisto de sarcasmo—. El cochinillo. Para la tierra, claro está…
Regresó deprisa, cortó la garganta del animal y arrojó al suelo el rosado cadáver. Y luego, sin mirar hacia atrás, se alejó en silencio.
Cuando bajaba la pendiente vio algo extraño atrapado entre las raíces de un árbol, que le habían impedido seguir rodando, y se inclinó para recogerlo. Eran los restos de la ofrenda de la noche anterior, una bola de piel rosada y huesos destrozados, reseca y arrugada como si fuera de cartón. Un escarabajo buscaba en vano algún resto comestible. Dragosani la dejó caer, y la bola rodó por la pendiente hasta desaparecer de la vista.
—Ah, sí —pensó Dragosani, pero de inmediato, cauteloso, mantuvo a raya sus pensamientos—. Sí. Para la tierra. Solamente para la tierra…
Dragosani regresó a la propiedad de los Kinkovsi a tiempo para cenar con la familia. Por última vez, aunque él no podía adivinarlo. Durante la comida Ilse pareció muy poco interesada en él. Mejor, porque Dragosani se sentía tenso, con los nervios de punta. No estaba seguro de haber hecho lo que debía; el viejo demonio enterrado no era ningún tonto, y había dejado bien claro que Dragosani lo invitaba voluntariamente. A medida que se acercaba la hora, su antiguo rechazo por el sexo se hacía más patente, pero al mismo tiempo su cuerpo estaba ansioso de que lo liberaran, después de tantos años de represión sexual. Por primera vez desde que llegara, la comida le parecía sosa, y la cerveza aguada y desabrida.
Más tarde, en su habitación, fantaseó y se paseó como una fiera enjaulada, mas furioso consigo mismo e impaciente a medida que pasaban las horas. Por cuarta o quinta vez desde la cena, cogió la media docena de libros sobre vampirismo que había traído, leyó los trozos mas pertinentes, y volvió a guardarlos en una maleta, donde nadie podía verlos. Según la leyenda, nunca se debe aceptar la invitación de un vampiro, ni tampoco invitarlo a hacer nada. En estas invitaciones es sumamente importante la voluntad consciente de la víctima. Significa, en efecto, que fue decisión suya convertirse en víctima. La voluntad era como una barrera en la mente de la víctima que el vampiro no deseaba, e incluso no podía vencer sin la ayuda de la propia víctima. O tal vez era una barrera psicológica que debía superar la víctima: para poder convertirse en víctima, primero debía creer…
En el caso de Dragosani, lo que estaba en cuestión era la profundidad de su fe. Él sabía que la criatura enterrada estaba allí, de modo que creía en ella. Pero no conocía la magnitud del poder que podía ejercer en el exterior. Y quizá más importante, puesto que la había invitado: no conocía los límites de su propia resistencia, ni siquiera si podría ofrecer alguna. O si querría resistir… De todos modos, muy pronto lo averiguaría. La hora entre la medianoche y la una de la mañana pasó con una lentitud increíble, y a medida que se acercaba el momento de la verdad, Dragosani comenzó a desear que Ilse se lo pensara mejor y no acudiera a la cita. Quizá ya estaba profundamente dormida, y no pensaba ir a reunirse con él. Tal vez no era más que un juego que jugaba con todos los huéspedes de su padre… para hacer que se sintieran unos tontos. En verdad, la joven quizá sentía hacia los hombres lo mismo que Dragosani, hasta hoy, había sentido por las mujeres.
Dragosani pensó media docena de veces que la muchacha le estaba tomando el pelo, y en cada ocasión se dirigió a la ventana para cerrarla y correr las cortinas. Pero a último momento siempre hubo algo que le detuvo, y Dragosani, después de reprocharse su torpeza en estos asuntos, había vuelto a sentarse en la cama, en la habitación a oscuras.
Ahora, cuando faltaban dos minutos para la hora, Dragosani se dijo una vez más que era un payaso, corrió de nuevo hacia la ventana y estaba a punto de cerrarla de un golpe cuando… Una figura se deslizaba silenciosa, como una sombra entre sombras, por el corral de la granja, iluminado por la luna. Y la ventana del dormitorio de Ilse Kinkovsi estaba abierta, y parecía sonreírle a Dragosani como si fuera el mismo rostro de la muchacha. ¡Ilse venía!
¡Dios, cómo necesitaba Dragosani al antiguo ser, ahora mismo! ¡Lo necesitaba, pero no lo quería! Pero ¿lo necesitaría, realmente? ¿Se atrevería a arreglárselas por su cuenta, sin la criatura?
El júbilo y el terror luchaban en Dragosani, y el primero fue vencido prácticamente al primer asalto. Un terror producido no sólo por la cita —o el propósito de ésta— sino por la duda sobre su propia habilidad para llevar a cabo ese propósito. Dragosani ya era un hombre, pero en esta clase de asuntos continuaba siendo un niño. La única carne que había conocido, y en cuyos secretos había ahondado, estaba muerta, fría, y carecía de deseos. ¡Pero ésta estaba viva, y caliente, y demasiado anhelante!
El asco invadió su cuerpo como un torrente. En aquella ocasión él era un niño, sólo un niño… las imágenes llenaron su mente en un desfile bestial, imágenes que creía olvidadas… la visita a casa de su tía… sus primas… la bestia, que ahora sabía no había sido más que un hombre en celo. ¡Dios, aquello había sido una pesadilla!
¿Volvería a repetirse todo? ¿Y él tendría que ser la bestia lujuriosa y esclavizada?
¡Imposible! ¡Él nunca podría!
Oyó crujir una escalera en las entrañas de la casa de huéspedes, fue hacia la ventana y miró con ojos desesperados la noche. Otro crujido, más cercano, hizo que fuera a toda prisa hacia el interruptor de la luz. ¡Ella estaba fuera, en el descanso, y venía hacia su puerta!
Una ráfaga de viento entró gimiendo a la habitación, agitó las cortinas, penetró en el corazón de Dragosani. Y en un instante desaparecieron todos los temores, todas las dudas. Dragosani se alejó de la zona iluminada por la luna y esperó con ansia en la oscuridad.
La puerta se abrió en silencio y la muchacha entró. La luz de la luna hacía que la delgada prenda de vestir gris que llevaba pareciera casi transparente. La muchacha cerró la puerta y fue hada la cama.
—¿Herr Dragosani? —dijo, con voz apenas temblorosa.
—Estoy aquí —respondió él desde la oscuridad.
Ella lo oyó pero no miró en su dirección.
—De modo que yo… estaba equivocada con respecto a usted —dijo ella, y levantó los brazos y se quitó la tenue prenda de vestir.
Sus pechos y sus nalgas parecían de mármol bajo la caricia de la luna.
—Sí —susurró él, y se adelantó.
—Pues bien —ahora fue ella quien se volvió hacia él—, aquí me tiene.
La joven permaneció de pie como una estatua de leche, mirándolo sin ninguna inocencia. Él fue hacia ella, una silueta oscura, y la abrazó. A la luz del día ella había pensado que sus ojos eran un poco descoloridos, de un azul muy suave, casi femenino, pero ahora…
La noche le sentaba bien a Dragosani. En la oscuridad sus ojos eran salvajes, como los de un gran lobo. Y sólo cuando él la arrastró hacia la cama comenzó a sentirse insegura. ¡Ese hombre tenía una fuerza terrible!
—Yo estaba completamente equivocada con respecto a ti —dijo ella.
¡Ahhh!, respondió Dragosani.
A la mañana siguiente Dragosani pidió el desayuno temprano. Lo tomó en su habitación, y Hzak Kinkovsi pensó que el joven parecía más activo y enérgico que nunca. El aire del campo debía de sentarle muy bien. Ilse, por otra parte, no era tan afortunada.
Dragosani no necesitó preguntar por ella: el padre de la muchacha estaba ansioso por hablar, y se lo contó todo mientras le servía el desayuno.
—Mi Ilse es una buena chica, muy fuerte. O tendría que serlo, pero desde su operación… —y concluyó la frase con un encogimiento de hombros.
—¿Qué operación? —Dragosani trató de no parecer demasiado interesado.
—Fue hace seis años. Cáncer. Muy malo para una chica joven. En la matriz, de modo que se la quitaron. La operación fue bien, y ella está viva. Pero éste es un país de campesinos. Los hombres quieren mujeres que les den hijos, ¿sabe? De modo que Ilse será una solterona. Aunque quizá se marchará y conseguirá un trabajo en la ciudad. Allí no es tan importante tener hijos fuertes…
Eso lo explicaba todo.
—Ya veo —asintió Dragosani. Y luego, con cautela—: Pero esta mañana…
—Algunos días no se encuentra del todo bien. No le sucede a menudo, pero hoy realmente no tiene fuerzas para nada. Cuando está así, se queda en su habitación por un día o dos. Con las cortinas bajas, la habitación a oscuras, bien abrigada en la cama y temblando. Igual que cuando era una niñita y estaba enferma. Dice que no quiere que llame a un médico pero… pero me preocupa.
—No lo haga —dijo Dragosani—. Quiero decir, no tiene por qué preocuparse.
—¿Qué dice? —Kinkovsi parecía sorprendido.
—Ilse ya es una mujer hecha, y sabe lo que le conviene. Descanso, tranquilidad, una agradable habitación en penumbra. Eso es todo lo que yo necesito cuando no me encuentro del todo bien.
—Hmmmm… bueno, tal vez tenga razón. Pero me preocupa. Además, tenemos muchísimo trabajo. Hoy llegan los ingleses.
—¿Sí? —Dragosani se alegró de que el otro hubiera cambiado el tema de la conversación—. Entonces, tal vez los conoceré esta noche.
Kinkovsi asintió, pero su expresión era triste. Cogió la bandeja vacía.
—Es muy difícil; yo sé muy poco inglés. Y lo que sé, lo he aprendido de los turistas.
—Yo hablo inglés —dijo Dragosani—. Me las arreglo bastante bien.
—¿Sí? Qué bien, al menos podrán hablar con alguien. De todos modos, traen dinero… y el dinero habla, ¿no cree? —dijo Kinkovsi con una risilla—. Buen provecho, Herr Dragosani.
—Gracias.
Kinkovsi se alejó gruñendo entre dientes, y bajó las escaleras. Mas tarde, cuando Dragosani salió, Hzak y Maura estaban preparando las habitaciones de la planta baja para los turistas ingleses.
Dragosani llegó a Pitesti antes de mediodía. No sabía muy bien por qué se había dirigido a la ciudad, aunque recordaba que allí había una biblioteca pequeña, pero muy completa. Nunca sabremos si habría ido a la biblioteca, ni qué libros habría consultado allí si lo hubiera hecho. La pregunta ni siquiera fue formulada. La policía local dio antes con él.
Al principio, Dragosani se asustó e imaginó toda clase de cosas (la peor de todas, que lo habían vigilado y seguido, y que habían descubierto su secreto, todo lo que concernía al viejo demonio enterrado), pero se tranquilizó cuando descubrió lo que sucedía. Gregor Borowitz había intentado localizarlo desde el día en que él abandonó Moscú, y por fin lo había conseguido. Lo raro era que no hubieran detenido a Dragosani en la frontera, cuando entró a Rumania por Reni. La policía local había seguido sus pasos hasta lonestasi; desde allí a casa de los Kinkovsi, y al final lo habían encontrado en Pitesti. En verdad, habían seguido a su coche Volga: no había muchos en Rumania, y menos con matrícula de Moscú.
El policía a cargo del patrullero que lo había detenido se disculpó por los inconvenientes que hubieran podido causarle, y le dio un «recado», el número de teléfono de Borowitz en Moscú, una línea privada que muy pocos conocían. Dragosani fue enseguida a la comisaría, y desde allí llamó a Borowitz.
Al otro lado de la línea, Borowitz no se anduvo con rodeos.
—Dragosani, regrese tan pronto como pueda.
—¿Qué sucede?
—Un funcionario de la embajada americana ha sufrido un accidente mientras visitaba el país. El coche está destrozado, y el hombre murió. Aún no lo hemos identificado, oficialmente, al menos, pero tendremos que hacerlo muy pronto. Y los americanos reclamarán el cadáver. Quiero que usted lo examine antes de que lo entreguemos… y que utilice todo su talento.
—¿Por qué? ¿Tan importante es ese hombre?
—Desde hace tiempo sospechamos que, junto con dos o tres más, es un espía de la CÍA. Tenemos que saber si pertenecía a una organización de espionaje. ¿Vendrá usted lo más rápido posible?
—Sí, me pondré en camino de inmediato.
Dragosani regresó a la propiedad de los Kinkovsi, metió sus cosas en el coche, le pagó al posadero y le dio una generosa propina; agradeció a Hzak y a Maura su hospitalidad, y aceptó bocadillos, un termo con café y una botella del vino del lugar. Pero a pesar de los regalos de despedida, era evidente que Hzak aún desconfiaba de Dragosani.
—Usted me dijo que trabajaba en una empresa de pompas fúnebres —protestó—, pero la policía se rió de mí cuando se lo mencioné. Dijeron que usted es un hombre muy importante en Moscú. Me parece una vergüenza que un hombre importante le tome el pelo a un compatriota, a un humilde campesino.
—Lo siento, amigo —le dijo Dragosani—. Es verdad, soy un hombre importante y mi trabajo es algo muy especial… y muy fatigoso. Cuando vuelvo a mi tierra quiero olvidarlo; por eso digo que soy un empleado de pompas fúnebres. Por favor, perdóneme.
Con aquello bastó; Hzak Kinkovsi sonrió y se dieron la mano. Después Dragosani subió al coche.
Ilse, oculta tras las cortinas de su ventana, lo miró alejarse y suspiró con alivio. No era probable que fuera a conocer a otro hombre como él, y era mejor así, pero…
Sus cardenales eran muy visibles, pero pronto se borrarían, y de todos modos siempre podría decir que había sufrido un mareo, y había tropezado y caído. Sí, los cardenales iban a desaparecer, pero nunca se borraría el recuerdo de la ocasión en que se los había hecho.
Ilse volvió a suspirar… y se estremeció de placer.