Capítulo cinco

Ilse Kinkovsi llevó a Dragosani sin más demora a la buhardilla, le mostró el cuarto de baño que, de manera sorprendente, era en verdad muy moderno, y se dispuso a marcharse. Las habitaciones eran muy bonitas: paredes encaladas, vigas antiguas de roble, armarios y estantes de madera barnizada. Dragosani comenzó a sentirse más contento. Y ahora que la muchacha se mostraba más distante, él comenzó a sentir cierta simpatía hacia ella, o mejor dicho, hacia toda la familia Kinkovsi. Después de la hospitalidad con que lo habían recibido padre e hija, sería una torpeza que cenara solo en la habitación.

—Ilse —la llamó en un impulso—, quiero decir, señorita Kinkovsi, he cambiado de parecer. Me gustaría cenar en la granja. En verdad, yo pasé mi infancia en una granja, y no será algo nuevo para mí. Y trataré de no molestarlos. Así que… ¿a qué hora cenamos?

Ella se volvió mientras bajaba la escalera y le dijo:

—En cuanto usted se haya lavado y baje. Lo estaremos esperando. —En su rostro no había ahora ninguna sonrisa.

—¡Ah, entonces bajo en dos minutos! ¡Gracias!

Mientras los pasos de la joven en la escalera se alejaban hasta desaparecer en el silencio, Dragosani se quitó rápidamente la camisa, abrió una de las maletas y encontró todo lo necesario para afeitarse, toalla, pantalones limpios y planchados y calcetines también limpios. Diez minutos más tarde bajó deprisa las escaleras, salió de la casa de huéspedes y encontró a Kinkovsi esperándolo en la puerta de la casa de labranza.

—¡Perdón, perdón! ¡He venido tan aprisa como he podido!

—No tiene importancia —dijo el otro y le cogió la mano—. Bienvenido a mi casa. Entre, por favor. Cenaremos enseguida.

Adentro uno se sentía un poco claustrofóbico. Las habitaciones eran amplias pero de techos bajos, estaban pintadas en tonos oscuros y la decoración era de estilo «rumano antiguo». Una vez en el comedor, Dragosani se encontró sentado frente a una ventana, en uno de los lados de una enorme mesa cuadrada que podría haber acomodado a una docena de comensales. La iluminación era tan escasa que el rostro de Ilse —que después de ayudar a servir a su madre se había sentado en el lado opuesto— era apenas una vaga silueta en penumbras. A la derecha de Dragosani se sentaron Hzak Kinkovsi y su esposa —esta última cuando acabó con sus tareas—, y a la izquierda los dos hijos varones del granjero, dos chicos de unos doce y dieciséis años de edad, más o menos. Una familia campesina como tantas.

La comida era simple, abundante y merecedora de que se le hicieran todos los honores. Dragosani expresó su aprobación e Ilse sonrió mientras Maura, su madre, muy satisfecha por los elogios, decía:

—Pensé que vendría hambriento. ¡Es un viaje tan largo! ¿Cuántas horas tardó desde Moscú?

—¡Muchas, pero me detuve para comer! —respondió sonriente Dragosani. Y luego, recordando el viaje, continuó hablando con una expresión de desagrado en el rostro—: Hice dos comidas, y las dos fueron malas y muy caras. Después dormí un par de horas en el coche, a la salida de Kiev. Y vine por la ruta de Galatz, Bucarest y Pitesti, para evitar los puertos de montaña.

—Es un camino muy largo —observó Hzak Kinkovsi—, mil seiscientos kilómetros.

—Eso, si yo fuera un pájaro y volara en línea recta —respondió Dragosani—. ¡Pero no lo soy! Según el cuentakilómetros de mi coche, son más de dos mil kilómetros.

—¡Y sólo para estudiar la historia local! —exclamó el granjero, meneando la cabeza.

Ya habían terminado la cena. El viejo campesino (no era viejo en realidad; su piel no estaba marchita por los años sino curtida por el trabajo a la intemperie), se echó hacia atrás en su silla a fumar una pipa de cerámica llena de perfumado tabaco. Dragosani encendió un cigarrillo Rothmans; Borowitz le había comprado un paquete de doscientos en una tienda de Moscú que sólo podía frecuentar la élite del partido. Los dos chicos se fueron a terminar con los trabajos del día y las mujeres se retiraron a lavar los platos.

La observación de Kinkovsi sobre la «historia local» había sorprendido al principio a Dragosani, pero luego recordó que ésa era la razón que había dado para justificar su presencia en el lugar. Aspiró el humo de su cigarrillo, y se preguntó cuan lejos podía llegar con sus explicaciones. Por un lado, se suponía que era un empresario de pompas fúnebres, y tal vez no llamara la atención que sus inclinaciones fuesen un tanto morbosas.

—Sí, podemos decir que se trata de la historia local, pero en ese caso también podría haber ido a Hungría, o haberme quedado en Moldavia, o cruzado los Alpes hasta Gradea. O haber ido a Yugoslavia, o incluso haber llegado por el este a un lugar tan lejano como Mongolia. Todas estas regiones tienen algo en común que me interesa, pero ésta me atrae más que ninguna, porque aquí está el lugar donde nací.

—¿Y qué es lo que tienen en común que le interesa? ¿Las montañas? ¿O quizá las batallas? ¡Dios sabe la de guerras que ha conocido mi país!

Kinkovsi no había entablado esta conversación por cortesía, sino porque estaba realmente interesado. Escanció un poco más del vino de la hacienda —hecho con las uvas del lugar, y de una excelente calidad— en la copa de Dragosani y volvió a llenar la suya.

—Creo que las montañas son parte de eso —dijo el hombre más joven—. Y en este lugar del mundo, también las batallas. Pero la leyenda en su totalidad es mucho más antigua que cualquier historia que podamos recordar. Es posible que sea tan vieja como las mismas montañas. Es algo muy misterioso… y muy horrible.

Dragosani se inclinó hacia adelante y miró fijamente los lacrimosos ojos de Kinkovsi.

—¡Bueno, no me mantenga en suspenso! ¿Cuál es su misteriosa pasión, esa búsqueda tan antigua?

El vino era muy fuerte, y disipó casi por completo la habitual cautela de Dragosani. Afuera el sol se había puesto y la penumbra parecía envolverlo todo en una capa de humo azul. Desde la cocina llegaba el tintinear de los platos y un apagado rumor de voces. En otra habitación se oía el grave tic tac de un reloj. Era el escenario perfecto. Y esos campesinos, tan supersticiosos…

Dragosani no pudo resistirlo.

—La leyenda de la que hablo —dijo lentamente, pronunciando con claridad las palabras— es la del vampiro.

Kinkovsi, atónito, no dijo nada durante un instante. Y luego se echó atrás en la silla y se echó a reír estrepitosamente, palmeándose los muslos.

—¡Ja, el vampiro! Tendría que haberlo adivinado. Cada año son más las personas como usted, y todos buscan a Drácula.

Dragosani se quedó pasmado. Por cierto que no era ésta la reacción que había esperado encontrar.

—¿Las personas como yo? ¿Cada año? Me parece que no entiendo…

—Ahora que se han levantado un poco las restricciones, que han abierto un poco su precioso telón de acero, vienen de América, de Inglaterra y de Francia, y hasta hay unos pocos de Alemania. La mayoría son turistas curiosos, pero también hay profesores y académicos. Y todos vienen en busca de esa «leyenda», de esa mentirosa leyenda. ¡Les he tomado el pelo a tantos, en esta misma habitación, fingiendo que tengo miedo de ese… de ese Drácula! ¡Si serán tontos! Todos, hasta los «campesinos ignorantes» como yo, saben que esa criatura es un personaje de una novela que escribió un inglés muy listo a principios de siglo. Sí, y no hace más de un mes pusieron una película con ese título en el cine del pueblo. Usted no puede engañarme, Dragosani. No me sorprendería nada descubrir que usted es el guía del grupo de ingleses que estoy esperando. Llegarán el viernes. Y también ellos están buscando a ese vampiro tan malo.

—¿Académicos, dice usted? —Dragosani hizo lo posible para disimular su confusión—. ¿Sabios?

Kinkovsi se puso de pie y encendió la lámpara eléctrica que colgaba del techo, en el centro de la habitación. Chupó con fuerza la pipa, que volvió a encenderse.

—Académicos, sí. Profesores de Colonia, Bucarest o París. Han venido en los últimos tres años, todos armados con libretas, fotocopias de mapas antiguos y de documentos, cámaras fotográficas, libros de notas y… ¡y toda clase de cosas!

Dragosani ya se había recuperado.

—Y también con libretas de cheques, ¿no es verdad? —dijo Dragosani con una sonrisa forzada.

Kinkovsi lanzó otra carcajada.

—¡Claro que sí! También con dinero. He oído decir que en los puertos de las montañas las tiendas de los pueblos venden pequeños frascos llenos de tierra del castillo de Drácula. ¡Por Dios! ¿No es increíble? Pronto le tocará el turno a Frankenstein. Lo he visto en una película y es realmente terrorífico.

Dragosani comenzó a encolerizarse. De manera ilógica, sentía que también él era el blanco de las bromas de Kinkovsi. Así que el bobalicón no creía en vampiros; le hacían morir de risa, eran como el Yeti, o el monstruo del lago Ness: atracciones para turistas surgidas de antiguos mitos y de cuentos de viejas…

Y entonces y allí mismo, Dragosani se juró que…

—¿Por qué tanta charla sobre monstruos? —Maura Kinkovsi vino de la cocina secándose las manos en el delantal—. ¡Ten cuidado, Hzak, y no tientes al demonio! También usted, Herr Dragosani. Hay cosas en los lugares remotos que la gente no comprende.

—¿Qué lugares remotos, mujer? —preguntó riendo su marido—. Aquí tienes a un hombre que ha venido desde Moscú en poco más de un día, un viaje que antes hubiera llevado una semana, y aún más, y tú hablas de lugares remotos, aislados. ¡Los lugares remotos y solitarios ya no existen!

«Sí que existen —pensó Dragosani—. Su tumba es un lugar terriblemente solitario. Lo he percibido en ellos; he sentido una soledad que ellos mismos ignoran… hasta que el contacto conmigo los despierte…»

—Sabes lo que quiero decir —replicó con brusquedad la mujer de Kinkovsi—. Se dice que en las montañas todavía hay pueblos en los que clavan una estaca en el corazón de la gente que muere muy joven, o sin causa aparente, para estar seguros de que no volverán. Y a nadie le parece mal. —Esto último lo dijo mirando a Dragosani—. Es sólo una costumbre, como quitarse el sombrero cuando pasa un cortejo fúnebre.

También Ilse hizo su aparición, e intervino en la charla.

—¿Usted también es un cazador de vampiros, Herr Dragosani? ¡Son gente tan enfermiza y tenebrosa! ¡Usted no puede ser uno de ellos!

—No, claro que no. —La sonrisa forzada de Dragosani parecía ahora congelada en su rostro—. Estaba bromeando con su padre, eso es todo. Pero me parece que al final fue él quien me ha tomado el pelo a mí.

Dragosani se puso de pie.

—¿Ya se va a dormir? —preguntó Kinkovsi, evidentemente decepcionado—. Claro, aún debe de estar cansado. Es una lástima, pensaba que seguiríamos charlando. Bueno, no importa, tengo aún muchas cosas que hacer. Quizá podamos hablar mañana.

—¡Claro que sí! Ya tendremos tiempo de charlar —dijo Dragosani mientras el dueño de casa lo acompañaba hasta la puerta.

—Ilse —dijo Kinkovsi—, coge una linterna y acompaña al señor hasta la casa de huéspedes. Esta media luz, cuando uno no conoce el camino, es peor que la noche cerrada.

La joven hizo lo que le había pedido su padre y guió a Dragosani a través del patio de la hacienda hasta la puerta de la casa de huéspedes. Allí encendió las luces de las escalera, y antes de darle las buenas noches, le dijo:

Herr Dragosani, hay un timbre junto a su cama. Llame si necesita algo durante la noche. La pena es que seguramente despertará también a mis padres. Quizá sería mejor que descorriera a medias las cortinas de su ventana. Yo puedo verlas desde la ventana de mi habitación…

—¿Cómo? —dijo Dragosani, que fingió ser lento de entendederas—. ¿En medio de la noche?

Pero Ilse Kinkovsi dejó bastante claro lo que quería significar.

—No duermo muy bien —respondió—. Mi habitación está en la planta baja. Me gusta abrir la ventana para que entre el aire de la noche. A veces salgo por allí y camino a la luz de la luna; habitualmente a eso de la una de la mañana.

Dragosani hizo un gesto de asentimiento pero no dijo nada. La joven estaba muy cerca de él. Antes de que ella pudiera aclarar aún más la situación, Dragosani se volvió y corrió escaleras arriba. Sintió los ojos burlones de Ilse en su espalda hasta que giró por la curva del primer rellano.

Cuando llegó a su habitación, Dragosani cerró rápidamente las cortinas de la ventana, deshizo las maletas y llenó la bañera. Había un calentador a gas, y el agua humeaba invitante. Dragosani echó sales de baño y se desnudó.

Se quedó un rato en la bañera, disfrutando de la tibieza del agua y de los pequeños remolinos que se hacían cuando movía los brazos. Al cabo de poco tiempo comenzó a sentirse soñoliento, y el agua se enfrió. Dragosani terminó de bañarse y se preparó para acostarse.

No eran más que las diez de la noche cuando se metió entre las sábanas, pero uno o dos minutos más tarde ya estaba profundamente dormido.

Antes de la medianoche se despertó, vio una banda vertical de luz de luna que penetraba en la habitación por un pequeño espado entre las cortinas, que no estaban completamente corridas. Dragosani recordó las palabras de Ilse Kinkovsi, se levantó, cogió un imperdible, cerró las cortinas y las sujetó firmemente. Durante un instante —y quizá más de un instante— deseó que aquello pudiera ser de otra manera pero… pero era imposible.

No odiaba a las mujeres, ni le inspiraban temor, era simplemente que no las comprendía, y con tantas cosas que hacer —tantas otras cosas que conocer, e intentar comprender— no podía perder el tiempo en desconocidos y dudosos placeres. Al menos, esto es lo que se dijo. Y, de todos modos, sus necesidades eran distintas de las de los otros hombres, y sus emociones menos fugaces. Excepto cuando necesitaba que lo fueran. Pero lo que había perdido en vulgar sensualidad, lo había ganado en una rara sensibilidad. Aunque esto parecería una paradoja a cualquiera que conociera su trabajo.

En cuanto a esas otras cosas que deseaba conocer, o al menos intentar comprender, eran legión. Borowitz estaba contento con él tal como era, pero Dragosani no estaba satisfecho de sí mismo. Sentía que su talento era todavía unidimensional, que carecía de verdadera profundidad. Muy bien, él le daría una auténtica profundidad, unas profundidades no exploradas en quinientos años. Allí afuera, en la oscuridad de la noche, había alguien que poseía secretos únicos, que en vida había conjurado hechizos monstruosos y que incluso ahora, muerto, era inmortal. Para Dragosani, allí estaba la fuente de todo conocimiento. Sólo cuando hubiera bebido de esas aguas hasta agotarlas podría dedicarle tiempo a los demás aspectos de su «educación».

Ya era medianoche, la hora bruja. Dragosani se preguntó qué alcance tendrían los sueños del durmiente, si llegarían más allá de los límites del claro, si podrían encontrarse a mitad del camino. La luna llena estaba muy alta en el cielo y brillaban las estrellas; en lo alto de las montañas aullaban los lobos mientras acechaban a sus presas, tal como lo habían hecho hacía quinientos años. Todos los auspicios le eran favorables.

Se acostó nuevamente, e inmóvil en el lecho se imaginó la tumba en ruinas donde las raíces se extendían como tentáculos fósiles y los árboles se inclinaban para proteger su secreto. Se la imaginó, y dijo mentalmente:

—Antiguo ser, he vuelto. Te traigo esperanza a cambio de conocimiento. Es el tercer año, y sólo quedan cuatro. ¿Cómo te van las cosas a ti?

Afuera, en la noche, un viento sopló desde las montañas. Los árboles susurraron mientras sus ramas se inclinaban y Dragosani oyó un suspiro detrás de las vigas del techo, sobre su cabeza. Pero el viento se calmó tan repentinamente como había comenzado, y en su lugar:

¡Ahhh, Dragosani! ¿Eres tú, hijo mío? ¿Has vuelto a buscarme en mi soledad, Dragosaaaani?

—¿Y quién otro podría ser, viejo demonio? Sí, soy Dragosani. Me he vuelto más fuerte, me he convertido en un pequeño poder en el mundo. ¡Pero quiero más! Tú tienes los secretos definitivos del poder, por eso he regresado y por eso seguiré viniendo hasta que… hasta que…

Cuatro años más, Dragosani. Y entonces…, entonces te sentirás a mi derecha y yo te enseñaré muchas cosas. Cuatro años, Dragosani. Cuatro años. ¡Aaahhh!

—Cuatro años que serán muy largos para mí, viejo dragón, porque debo despertar cada mañana y dormir cada noche y contar las horas que pasan. Y el tiempo es lento. Aunque quizá no lo sea para ti… ¿Cómo ha sido para ti este último año, antiguo ser?

Hubiera sido un instante brevísimo, fugaz, ya pasado, si tú no me hubieras molestado, Dragosani. Pero has despertado mis ansias. Yo yacía en mi tumba, y durante cincuenta años odié y deseé vengarme de los que me pusieron aquí, Y durante cincuenta años más sólo deseé estar levantado y entregado a mis ocupaciones, que son vencer a mis enemigos. Y luego, luego pensé: mis asesinos ya no existen. No son más que huesos en sus tumbas, o polvo que flota en el viento. Y en otros cien años… ¿no habrá sucedido lo mismo con los hijos de mis enemigos? ¡Ah, bien puedo hacerme esa pregunta! ¿Qué fue de las legiones que en el pasado vinieron a luchar a estas montañas y se encontraron con los padres de mis padres que las esperaban? ¿Qué fue del Lombardo, y del Búlgaro, del Avaro y del Turco? ¡Ah, que valiente luchador fue en su época el Turco! Era mi enemigo, pero ya no lo es más, Y así pasaron quinientos años, como un soplo, porque yo estaba olvidando mis glorias del mismo modo que un anciano olvida su infancia. Y ya casi había olvidado. Y ya casi había sido olvidado. ¿Y qué habría sido de mí entonces, cuando no hubiera quedado más que una palabra en un libro, y luego el libro mismo se hubiera hecho polvo? Entonces seguramente no habría tenido ninguna razón de ser. Y quizá me hubiera alegrado de que así fuera. Y entonces llegaste tú, nada más que un niño, pero un niño cuyo… nombre… era… Draaagosaaaaniiii

Cuando la voz se debilitó el viento sopló otra vez, y ambos parecieron fundirse y desaparecer juntos. Dragosani pensó en lo que debía hacer, y se estremeció en su cama. Pero él había elegido esta maldición, este destino, Sintió temor de haber perdido al otro, y lo llamó, apremiante:

—Antiguo ser, tú, el del estandarte del dragón; del murciélago, el dragón y el demonio, ¿dónde estás?

¿Y dónde podría estar, Dragosani? —le respondió la voz en son de burla—. Sí, estoy aquí. Comienzo a agitarme en mi abandonada tumba. Creí que me habían olvidado, pero sembraron una semilla y floreció, y tú recordaste, y supiste de mi existencia. Y por tu nombre, yo supe quién eras, Dragosani

—¡Cuéntamelo otra vez! —pidió ansioso Dragosani—. Cuéntame cómo sucedió. Háblame de mi padre y de mi madre, de cómo se conocieron. Cuéntamelo.

Ya lo has oído dos veces —dijo suspirando la voz en la cabeza de Dragosani—, ¿y quieres oírlo de nuevo? ¿Crees que podrás buscarlos? Si es así, no puedo ayudarte. Para mí, sus nombres carecían de importancia; no los conocía, no sabía nada de ellos, salvo que su sangre era caliente. ¡Y de esa sangre sólo probé una pequeñísima gota, una diminuta salpicadura rosa! Pero más tarde tuve en mí una parte de ellos, por pequeña que fuese, y ellos tuvieron una parte mía… que te transmitieron, Dragosani. No me preguntes por tus padres. Yo soy tu padre

—¿Andarías otra vez sobre la tierra, y respirarías, y volverías a saciar tu sed, antiguo ser? ¿Matarías a tus enemigos, y los expulsarías de tu tierra como antaño —como lo hicieron tus antepasados antes que tú—, y serías esta vez tu propio señor, y no la espada mercenaria de los ingratos principillos Dracul? Si deseas todo esto, hagamos un trato. Háblame de mis padres.

En ocasiones un trato suena como una amenaza, Dragosani. ¿Me amenazarías tú? —La voz silbó en su cabeza como hielo sobre las cuerdas de un violín desafinado—. ¿Te atreves a hablarme de los Vlads, los Draculs, los Radus y los Mineas? ¿Te atreves a recordármelos? ¿Ya llamarme «mercenario»? Muchacho, al final, aquellos que tu llamas mis «.amos» me temían más que al mismo turco. Y ésa es la razón de que me amurallaran en hierro y plata y me enterraran en este lugar secreto, en las mismas colinas cruciformes que yo defendí con mi sangre. Luché por ellos, por su «santa cruz» y su «cristiandad», pero ahora lucho para verme libre de eso. ¡Su traición es mi dolor; su cruz, la daga clavada en mi corazón!

—Una daga que yo puedo quitar. Tus enemigos han regresado, y no hay nadie que los arroje de aquí; sólo tú podrías hacerlo, viejo demonio. Pero yaces impotente. La media luna del turco se ha transformado en la hoz de otro pueblo, una hoz que aplasta lo que no puede segar. Yo soy valaco, al igual que tú, y tu sangre es más antigua que la misma Valaquia. Tampoco yo soportaré al invasor. Pero ahora hay un invasor nuevo, y nuestros jefes son sus títeres una vez más. ¿Qué sucederá? ¿Estás satisfecho con ese estado de cosas, o lucharás otra vez? El murciélago, el dragón y el demonio contra la hoz y el martillo.

(Un suspiro, simultáneo al susurro del viento en las vigas.) Muy bien, te contaré cómo sucedió, y cómo tú… comenzaste a existir.

Era primavera. Yo lo sentía en la tierra…, era el tiempo en que todo crece. El año… pero ¿qué son los años para mí? De todas formas, fue hace un cuarto de siglo.

—Entonces fue en mil novecientos cuarenta y cinco —observó Dragosani—. La guerra estaba por terminar. Los cíngaros estaban aquí; habían buscado refugio en las montañas, como tantas otras veces a lo largo de los siglos. Huían de la maquinaria de guerra germánica y llegaron aquí a miles. Y la llanura transilvana los protegió, como siempre. Los alemanes los habían perseguido por toda Europa —a los cíngaros, romaníes, calés, gitanos, o como quieras llamarlos— para matarlos junto a los judíos en sus campos de exterminio. Stalin había deportado a numerosos miembros de las minorías étnicas del Cáucaso y de Crimea con el pretexto de que eran «colaboracionistas». Fue entonces cuando sucedió, y entonces cuando acabó. La primavera de mil novecientos cuarenta y cinco, pero nos habíamos rendido más de seis meses antes. De todos modos, el final se veía venir, y los alemanes se batían en retirada. Hitler se suicidó a fines de abril…

Yo sólo sé de esa época lo que tú me has contado. ¿Nos rendimos, dices? ¡No me sorprende!, ¿mil novecientos cuarenta y cinco? ¡Ja, más de cuatrocientos cincuenta años y nos siguen invadiendo! ¡Y yo no estaba allí para beber el vino de la guerra! Sí, es verdad, tú remueves en mí viejos anhelos, Dragosani.

De todas formas, era primavera cuando llegaron esos dos. Sospecho que huían. Quizá de la guerra, pero ¿quién puede decirlo? Eran muy jóvenes y pertenecían a la antigua raza. ¿Gitanos? Sí. En mis tiempos, cuando era un gran boyardo, cientos de ellos me habían adorado, y me habían jurado fidelidad, más que esos Eesárabes, y Vlads y Vladislavs. Me preguntaba si aún me adorarían. ¿Y tendría todavía influencia sobre ellos?

Mi tumba estaba medio en ruinas, tal como lo está hoy día. Nadie la había visitado después de los primeros cincuenta años, en que venían sacerdotes a maldecir el suelo donde yo yacía. Ellos llegaron una noche cuando la luna se alzaba sobre las montañas. Eran jóvenes gitanos rumanos, un chico y una chica. La primavera en tibia, pero las noches eran frías. Traían mantas y un quinqué. V tenían miedo. Y pasión. Fue eso, creo, lo que me despertó. O tal vez yo ya estaba medio despierto. Después de todo, rugían los motores de la guerra, y se oían sus truenos sobre la tierra. Tal vez fue eso ¿o que hizo que estos viejos huesos se removieran…?

Percibí lo que ellos estaban haciendo. En más de cuatro siglos y medio había aprendido a distinguir la caída de una hoja, el tímido posarse de la pluma de una chocha. Pusieron una manta sobre dos losas inclinadas y se procuraron así un refugio. Encendieron el quinqué para verse, y también para calentarse. ¡Ah, los gitanos! ¡No necesitaban el quinqué para entrar en calor!

Me interesé por ellos. Yo había llamado durante siglos, y no vino nadie, nadie respondió. Tal vez los curas los mantenían lejos, o las advertencias, o los mitos que con el correr de los años se habían convertido en leyendas. O tal vez mis excesos en vida habían sido,

Me has contado, Dragosani, que muchas de mis grandes hazañas son hoy día atribuidas a los Vlads, y yo he quedado reducido u un fantasma para asustar a los niños. Aún más, mi verdadero nombre ha sido borrado de los registros, porque ésa era la manera en que procedían en aquellos tiempos. Si temían algo, lo destruían y fingían que nunca había existido. Pero ¿acaso pensaron que yo era el único de mi especie? ¡No lo era! ¡No lo era! Yo era uno de los pocos que quedaban de unos seres que antaño fueron muchos, ¿Y no llegó a oídos de los otros rumor alguno sobre mi inquietante situación? Durante cientos de años me enfureció que nadie hubiese venido a liberarme, o al menos a vengarme. Y cuando por fin vino alguien… ¡eran gitanos, calés!

La chica estaba atemorizada y él no conseguía tranquilizarla. Yo lo hice. Penetré en su mente, le di fuerzas para enfrentar sus temores y para reunirse con su amante en la ardiente colisión de la carne. ¡Ah!

¡Sí, ella era virgen! ¡Su virginidad estaba intacta, y el deseo que despertó en mí hubiera podido matarme otra vez en mi tumba! ¡Una virginidad intacta! Para citar un antiguo libro de mentiras: ¡Cómo caen los poderosos! ¡Y yo, que había desgarrado dos mil virginidades en mis tiempos, de una manera o de otra! ¡Ja, ja, ja! ¡Y pensar que llamaban «el Empalador» al joven Vlad!

Así pues… los jóvenes eran amantes, pero no en toda la extensión de la palabra. Él era un chico, un cachorro, y nunca había desflorado a una hembra… y ella era virgen. Y yo me introduje en la mente de él. ¡Ah, y yo les legué la noche! Ellos sacaron fuerzas de mí y yo de ellos. Sólo tuvieron una noche mía, sólo una, porque antes del alba se fueron. Y después… después ya no supe más nada de ellos

—Excepto que ella me dio a luz —dijo Dragosani—, y me dejó en el umbral de una casa para que me encontraran.

La respuesta tardó un poco en llegar, suspirando en el viento que ahora era poco más que una brisa. El antiguo ser enterrado estaba exhausto; ya casi no tenía fuerzas, ni siquiera para pensar; la tierra lo retenía en su apretado útero y giraba sobre su inexorable eje y lo acunaba. Pero al fin respondió con un suspiro:

Síííí. Sí, pero al menos supo dónde llevarte. Era una gitana, ¿recuerdas? Una vagabunda. Sin embargo, cuando naciste te trajo aquí. ¡Te trajo a tu hogar! Lo hizo porque sabía quién era tu verdadero padre, Dragosani. Muy bien puedes decir que en toda mi vida, que fue sanguinaria más allá de toda medida, aquélla fue mi única noche de amor. Sí, y mi único tributo una solitaria gota de sangre. Una insignificante gota, Dragosaaaaniiii

—La sangre de mi madre.

La de tu madre, que cayó en la tierra donde yo yazgo. ¡Qué gota tan preciosa! Porque era también tu sangre, y corre ahora por tus venas. Y luego, cuando todavía eras un niño, te trajo a mí.

Dragosani se quedó callado, su mente llena de pensamientos, visiones, falsos recuerdos suscitados por las palabras del otro. Por último dijo:

—Mañana vendré de nuevo hacia ti, y seguiremos hablando.

Como quieras, hijo mío.

—Duerme ahora…, padre.

Una última ráfaga de viento movió una teja suelta, y Dragosani percibió un prolongado suspiro final.

Que duermas bien, Dragosaaaaniii.

Unos minutos más tarde, en la casa de la familia Kinkovsi, Ilse saltó de la cama, fue hasta su ventana y miró hacia afuera. Pensó que la había despertado el viento, pero no soplaba ni siquiera una brisa. No tenía importancia, porque de todos modos había planeado despertarse antes de la una de la mañana. La luz de la luna bañaba todo con una luz plateada, pero en la casa de huéspedes las coranas de la habitación de Boris Dragosani estaban herméticamente cerradas. Y su luz estaba apagada.

Al día siguiente era miércoles.

Dragosani desayunó deprisa y se marchó en su coche antes de las ocho y media. Cogió el camino que lo llevaba hasta muy cerca de las colinas en forma de cruz. Abajo, al oeste de las colinas, y en una amplia depresión, se encontraba la granja en la que Boris había pasado la infancia. La hacienda tenía otros dueños desde hacía unos ocho o nueve años. Dragosani encontró un puesto de observación en un camino poco utilizado y contempló la casa durante un rato. No sentía nada ya, nada más que un tenue nudo en la garganta, que muy bien podría haber sido provocado por el polvo o el polen del seco aire del verano.

Después dio la espalda a la granja y contempló las colinas. Sabía exactamente dónde mirar. Sus ojos, como si fuesen las lentes de unos prismáticos, parecieron enfocar el lugar con increíble claridad y detalle. Casi podía ver bajo el verde toldo de los árboles las caídas losas de piedra de la tumba, y la tierra de debajo. Y si se esforzaba, quizá pudiera penetrar más profundamente.

Dragosani apartó los ojos. Era inútil ir allí antes de la noche. A lo sumo, podía ir a última hora de la tarde.

Y entonces recordó otro atardecer, cuando era un niño.

Después de aquella primera vez, cuando tenía siete años, habían pasado seis meses antes de que volviera al lugar. Había salido con el trineo y un perro daba brincos a su lado. Bubba en realidad era uno de los perros de la granja, pero dondequiera que Boris fuese, él lo seguía. Había una pendiente al otro lado de la granja que descendía en dirección al pueblo, y allí jugaban los niños en invierno a arrojarse bolas de nieve y deslizarse en trineo. Boris tendría que haber ido allí, pero él conocía una pendiente mejor: el cortafuegos, claro está. También sabía —lo había sabido siempre— que esas colinas eran un lugar prohibido, y el último verano le habían explicado la razón. En ocasiones la gente soñaba cosas raras allí, cosas que permanecían en sus mentes y luego las perturbaban por las noches. Pero saber esto no lo detuvo, más bien hizo que apretara el paso, ansioso por llegar.

Las colinas, cubiertas de nieve, no parecían tan lúgubres, y el cortafuegos era una pista perfecta para el trineo. Boris era muy bueno. El invierno anterior también había venido, y el anterior a aquél, cuando era muy pequeño. Siempre había venido solo. Pero hoy utilizó la pista una sola vez, y cuando bajaba miró hacia la derecha, para ver si podía localizar el sitio bajo los árboles. Después dejó el trineo al pie de la colina, y trepó con Bubba por entre los pinos, que parecían muy oscuros contra la nieve. Se dijo a sí mismo que iba otra vez a la tumba para convencerse de que no era más que el lugar donde estaba enterrado un antiguo terrateniente, olvidado hacía tiempo. Eso, y nada más. La primera vez sólo había sido un mal sueño, después de que se golpeara la cabeza al caer con su carro de cartón. Además, ahora tenía a Bubba para que lo acompañara y protegiera.

O lo hubiera tenido, porque cuando se aproximaban al lugar secreto el perro lanzó un gemido y huyó. Después de eso, Boris vio por una hendidura entre los árboles que estaba al pie de la ladera, cerca del trineo; movía nervioso la cola y ladraba de vez en cuando.

Boris por fin llegó adonde estaba la tumba; el lugar era tal como lo recordaba. Más oscuro, quizá, porque la nieve acumulada en las ramas más altas impedía el paso de la luz, habitualmente escasa, y el suelo parecía negro a los ojos acostumbrados al blanco brillo de la nieve. Era un sitio muy poco ventilado, y el escaso aire que había parecía agitado por presencias y formas invisibles. Realmente, era un lugar para malos sueños. En especial al atardecer. Y la puesta del sol ya estaba muy próxima…

Oía a lo lejos —pero sólo con parte de su conciencia, porque estaba absorto en el lugar, en su genius loci—, los ladridos de Bubba que resonaban como disparos en el aire helado. Boris deseó que el perro se callara, y trepó gateando hacia donde las losas se inclinaban, y el caído dintel exhibía el antiguo escudo de armas. Ahora que sus ojos se habían habituado a la oscuridad, y mientras sus dedos repasaban los signos del murciélago, el dragón y el demonio grabados en la piedra, Boris recordó la voz extremadamente maligna que le había parecido oír la última vez que estuvo en el lugar. ¿Un sueño? Quizá, pero un sueño terriblemente real, que lo había mantenido lejos de la ladera durante medio año.

Pero ¿de qué tenía miedo? ¿De una vieja tumba medio derruida? ¿De lo que susurraban campesinos ignorantes? ¿De una voz extraña en su mente, semejante al sabor de algo podrido? Podrido, sí, pero ¡tan insistente! ¡Y cuántas veces había vuelto aquella voz a su mente, cuando estaba dormido, seguro en su cama, y había susurrado: «Nunca me olvides, Dragosaaniiii…!».

Movido por un impulso repentino, Boris gritó:

—Ya ves, no he olvidado. He vuelto. He regresado a tu lugar. No, a mi lugar. Mi lugar secreto.

Su aliento formaba pequeñas nubéculas blancas que ascendían y se dispersaban. Y Boris escuchó con todo su ser. De una losa inclinada pendían carámbanos azules que relucían como dientes; las agujas de los pinos formaban una costra helada bajo la suela de sus botas de piel de cerdo; su último aliento cayó a tierra convertido en diminutos cristales antes de que él volviera a respirar. Y todavía escuchaba. Pero… nada.

El sol ya se ponía. Boris tenía que marcharse. Le dio la espalda a la tumba. Sus palabras, aprisionadas en los cristales helados de su aliento, enviaron su mensaje a la tierra.

¡Ahhh!

Quizás era el susurro del viento en las ramas, pero Boris se quedó inmóvil en el lugar como si hubieran atravesado sus pies con clavos.

—¡Tú! —se oyó decir, dirigiéndose a nadie, a nada, a la oscuridad—. ¿Eres tú?

¡Ahhh! ¡Dragosaaniii! ¿Y ya hay hierro en tu sangre, muchacho? ¿Por eso has vuelto?

Boris había ensayado este instante cien veces; había imaginado su respuesta, la reacción del otro, si la voz volvía a hablarle en el lugar secreto. No habían sido más que baladronadas, y ahora no se le ocurría ninguna respuesta.

¿Y bien? ¿El frío te ha congelado la lengua? Si ni puedes hablar, muchacho, dilo con la mente. ¿Acaso eres un vacío? Los lobos aúllan en las montañas, el viento ruge sobre mares y montañas, y hasta la nieve parece suspirar, Y tú, tan lleno de palabras y de preguntas, tan ávido de conocimientos, te has quedado mudo.

Boris se había propuesto decirle: «Estas colinas son mías. Este lugar me pertenece, tú sólo estás enterrado en él. ¡De modo que cállate!». Y había pretendido decirlo enérgicamente, tal como lo había ensayado. Pero todo lo que dijo, y tartamudeando, fue:

—¿Eres… eres real? ¿Quién… qué… cómo eres? ¿Cómo es posible que existas?

¿Cómo pueden existir las montañas? ¿Y la luna llena? Las montañas crecen y sufren la erosión. La luna crece y mengua. Ellas existen y también existo yo

Boris no acababa de entenderlo, pero se volvió más audaz. Ahora al menos sabía dónde estaba ese ser. Estaba en el suelo, y ¿cómo podría hacerle daño a nadie desde allá abajo?

—Si eres verdadero, déjame que te vea.

¿Quieres jugar conmigo? Sabes que eso no puede ser. ¿Querrías que me encarnara? No puedo. Todavía no. Además, ya veo que tu sangre es aún agua, y si me vieras, se congelaría como el hielo de mi tumba, Dragosani.

—¿Eres… algo muerto?

Soy un no-muerto

—¡Ya sé quién eres! —exclamó de repente Boris, y dio una palmada con sus heladas manos—. Tú eres lo que mi padrastro llama «imaginación». Tú eres mi imaginación. Él dice que yo tengo una gran imaginación.

Y la tienes, ciertamente, pero mi naturaleza es… es diferente. No, no soy una creación de tu mente; no intentes convencerte de eso.

Boris hizo un esfuerzo para comprender. Por último preguntó:

—¿Y qué haces tú?

Espero.

—¿Qué esperas?

Te espero a ti, hijo mío.

—¡Pero si estoy aquí!

Oscureció en un instante, como si los árboles se hubieran arracimado, impidiendo el paso de la luz. El roce de las presencias invisibles, ligero como el de una pluma, de repente se volvió también cortante como la escarcha. Boris casi había olvidado su miedo, pero ahora volvió a invadirlo. Y porque el refrán que dice que la familiaridad engendra el desprecio encierra una profunda verdad, Boris prácticamente había olvidado la maldad que contenía la voz que resonaba en su cabeza. Pero ahora tuvo que recordarlo, porque oyó:

¡Niño, no me tientes! Sería rápido, delicioso e inútil. No eres bastante para mí, Dragosani, y tu sangre carece de sustancia. Tengo hambre, y me regalaría con un festín, pero tú no eres más que un bocado.

—Ahora…, ahora me iré.

Sí, vete. Vuelve cuando seas un hombre, y no un fastidio.

Y Boris, mientras se alejaba temblando del lugar, rumbo a la limpia nieve del cortafuegos, dijo por encima del hombro:

—No eres más que una criatura muerta. No sabes nada. ¿De qué podrías hablarme?

Soy un no-muerto. Sé todo lo que hay que saber, y podría hablarte sobre todas las cosas.

—¿Sobre qué cosas?

Sobre la vida, sobre la muerte, sobre la no-muerte.

—¡No quiero saber nada de esas cosas!

Pero querrás, algún día lo querrás.

—¿Y cuándo me hablarás de todo eso?

Cuando puedas comprender, Dragosani.

—Me has dicho que yo era tu futuro, y que tú eras mi pasado. Eso es una mentira. Yo no tengo pasado, sólo soy un niño.

¿Sí? ¡Ja, ja, ja! Lo eres, claro que lo eres. Pero en tu débil sangre corre la historia de una raza. Yo estoy en ti y tú estás en mí, Dragosani. Y nuestro linaje es… antiguo. Yo sé todo lo que tú quieres conocer, todo lo que tú querrás conocer. Sí, y este conocimiento será tuyo, y tú serás miembro de una estirpe elegida,) muy antigua.

Boris estaba a medio camino del cortafuegos. Hasta este punto, y desde el momento en que huyó, sus palabras habían sido en parte bravuconadas y en parte terror, como un hombre que silba en la oscuridad. Pero ahora se sintió mas seguro y la curiosidad volvió a surgir en él. Agarrado al tronco de un árbol, miró hacia atrás y preguntó:

—¿Por qué me ofreces todo eso? ¿Qué quieres de mí?

No quiero nada que no me des por tu propia voluntad. Sólo aquello que me ofrezcas libremente. Quiero algo de tu juventud, tu sangre, tu vida, Dragosani. Que tú vivas en mí. Y a cambio… tu vida será tan larga como la mía, o tal vez más larga aún.

Boris alcanzó a percibir el deseo, la avidez, el ansia eterna e insaciable. Entendió —o malentendió—, y la oscuridad detrás de él pareció hincharse, expandirse, correr hacia él como una nube negra y venenosa. Se volvió, huyó, y vio adelante, entre los árboles, el deslumbrante blanco del cortafuegos.

—¡Quieres matarme! —gimió—. ¡Quieres que yo esté muerto, como tú!

No, quiero que seas un no-muerto. Hay una diferencia. Yo soy esa diferencia. Y también lo eres tú. Está en tu sangre, en tu verdadero nombre, Dragosaaniii

Cuando la voz se apagó y sólo hubo silencio, Boris salió al espacio abierto del cortafuegos. En la tenue luz del atardecer sintió que el miedo lo abandonaba como un peso que le hubieran quitado de encima, se sintió extrañamente liviano, y descendió con el cuerpo muy erguido y la cabeza en alto hasta el pie de la colina, donde estaba su trineo.

Bubba lo había esperado pacientemente, pero cuando Boris quiso acariciarle la cabeza el perro gruñó y se echó hacia atrás, con los pelos del lomo erizados.

Y después de eso, Bubba ya no quiso saber más nada con Boris…

Bajo la mirada de Dragosani las nieves del recuerdo se desvanecieron y los campos y laderas volvieron a ser otra vez verdes. La antigua cicatriz del cortafuegos todavía estaba allí, pero ahora se confundía con los contornos de la colina, atenuada por casi veinte años de vegetación. Los retoños de antes eran ahora árboles de espeso follaje, y dentro de otros veinte años sería muy difícil decir que allí hubo un cortafuegos.

Dragosani suponía que aún había alguna cláusula en las leyes que regían la zona donde todavía se prohibía cultivar la tierra, cortar árboles o cazar en la verde cruz de las colinas. Sí, porque a pesar de que el viejo Kinkovsi no era supersticioso como solían serlo los campesinos (y esto sin duda era producto del pequeño «boom» del turismo en la región), los antiguos temores aún estaban vivos. Todavía existían los tabúes, aunque se hubieran olvidado sus orígenes. Y también existía la criatura enterrada en aquel suelo. Las leyes pensadas en otra época para aislarlo, ahora lo protegían, lo conservaban.

La criatura en el suelo. Así era como pensaba en ella. No era «él», sino «eso». El viejo demonio, el dragón, el vampir. El verdadero vampiro, y no un personaje de novelas sensacionalistas y de películas. Aún estaba allí, enterrado, a la espera.

Dragosani dejó que su mente volviera una vez más al pasado…

Cuando tenía nueve años la escuela del lugar, en lonesti, había cerrado, y su padrastro lo había enviado como interno a un colegio de Ploiesti. Allí habían descubierto en muy poco tiempo que tenía una inteligencia de primera categoría, y entonces el Estado había intervenido, y lo habían enviado a un colegio en Bucarest. Los funcionarios soviéticos del Ministerio de Educación, siempre a la búsqueda de jóvenes talentos provenientes de las repúblicas satélites, dieron por fin con él, y «recomendaron» que fuese enviado a recibir educación superior en Moscú. «Educación superior» significaba en este caso adoctrinamiento, después del cual sería algún día enviado de vuelta a Rumania como dócil funcionario de un gobierno títere.

Pero antes de eso, cuando Boris se enteró de que tendría que vivir en Ploiesti y sólo podría volver a su casa una o dos veces al año, había regresado al oscuro y recóndito lugar bajo los árboles para solicitar el consejo de la cosa en el suelo. Ahora regresaba una vez más allí, en alas de la memoria, y se vio tal como había sido: un niño que se tapaba la cara con las manos mientras sollozaba, arrodillado junto a una losa rota, mientras sus lágrimas caían sobre el bajorrelieve del murciélago-dragón-demonio.

¿Cómo es eso? ¿Sabes que quiero hierro y carne, y me ofreces gachas y agua salada? ¿Eres tú el mismo Dragosani que tiene en sí la simiente de la grandeza? ¿Cometí entonces un error y estoy condenado a yacer aquí para siempre?

—Me marcho a un colegio en Ploiesti. Tendré que vivir allí, y sólo vendré de vez en cuando.

¿Y ésa es la razón de tu sufrimiento?

—Sí.

¡Entonces eres una niña! ¿Cómo puedes pensar que aprenderás los secretos del mundo aquí, a la sombra de las montañas? ¡Vaya, si hasta los pájaros que vuelan han visto más y más lejos que tú! El mundo es muy grande, Dragosani, y para conocerlo debes andar por él. ¿Y Ploiesti? Yo conozco esa ciudad; está sólo a un día de marcha, o a lo sumo dos. ¿Y ésa te parece una razón para llorar?

—Pero no quiero ir…

Yo no quería que me enterraran, pero lo hicieron. Dragosani, he visto a una de mis hermanas con la cabeza cortada, los ojos colgándole sobre las mejillas y una estaca que le atravesaba el pecho, y no lloré. No, pero perseguí a sus asesinos, los desollé y los obligué a comer su propia piel. Y los violé con hierros candentes, y antes de que murieran los empapé en petróleo, les prendí fuego y os arrojé desde los acantilados de Brasov. Sólo entonces lloré… y mis lágrimas eran de pura alegría. ¡Y pensar que te be llamado hijo mío!

—Yo no soy tu hijo —replicó Boris, entre lágrimas—. No soy hijo de nadie. Y tengo que ir a Ploiesti. Y no queda a dos días de viaje; en coche no son más de tres o cuatro horas. Tú pretendes saberlo todo, pero nunca has visto un coche, ¿no es verdad?

No, nunca, hasta ahora. Ahora lo veo en tu mente, Dragosani. He visto muchas cosas en tu mente. Algunas me han sorprendido, pero ninguna me ha maravillado. Así pues, ¿el coche de tu padrastro hará más cono el viaje a Ploiesti? ¡Muy bien! Y también hará que te sea más fácil regresar aquí cuando llegue el momento

—Pero…

Ahora, escúchame: ve al colegio en Ploiesti, vuélvete tan listo como tus profesores, o aún más, y regresa convertido en un sabio. Y en un hombre. Yo viví durante quinientos años y era un gran sabio. Era necesario, Dragosani. Mi erudición me fue muy útil entonces, y volverá a serlo. Un año después de haberme levantado de la tumba, seré el más poderoso del mundo. ¡Oh, sí! Antaño me hubiera dado por satisfecho con Valaquia, Transilvania, Rumania, o como quieras llamarla, y antes de eso me bastaba con que sólo las montañas fueran mías, pero en la actualidad el mundo es pequeño, y yo seré más grande. Cuando participé en las guerras de los hombres descubrí la alegría del conquistador, de modo que la próxima vez lo conquistaré todo. Y tú, Dragosani, también serás grande…, pero todo a su debido tiempo.

Boris se percató por fin de la importancia que tenía lo que decía la voz. Percibió, detrás de las palabras, el brutal poder de la criatura que las pronunciaba.

—¿Quieres…, quieres que sea un sabio?

Sí. Cuando camine de nuevo por este mundo, quiero hablar con hombres capaces, y no con los idiotas del pueblo. Claro que yo te enseñaré, Dragosani, y mucho más que cualquier profesor de Ploiesti. Tú recibirás muchos conocimientos de mí, y yo a mi vez, aprenderé mucho de ti. Y si eres un ignorante, no podrás enseñarme nada.

—Todo eso ya me lo has dichos antes —respondió Boris—, pero ¿qué puedes enseñarme? ¡Sabes tan poco de las cosas actuales! Has estado muerto, quiero decir, no-muerto, bueno, enterrado, de todos modos, durante quinientos años. Tú mismo me lo has dicho.

En la cabeza de Boris resonó una risa profunda.

No eres tonto, Dragosani. Puede que tengas razón. Pero hay otras maneras de conocer, otros tipos de sabiduría. Muy bien, tengo un obsequio para ti. Un obsequio… y una señal de que puedo enseñarte cosas, cosas que ni siquiera puedes imaginar.

—¿Un obsequio?

Sí. Ve y consígueme algo que esté muerto.

—¿Algo muerto? ¿Qué clase de criatura?

Cualquiera. Un escarabajo, un pájaro, un ratón. Da igual. Encuentra algo muerto, o mátalo para mí, y tráeme el cadáver. Me lo darás como si fuera un regalo, y tendrás el tuyo.

—Vi un pájaro muerto al pie de la ladera. Creo que era un pichón de paloma. Debe de haber caído del nido. ¿Te servirá?

¡Ja! ¿Qué terribles secretos puede esconder un pichón de paloma? ¡Dímelo, te lo ruego! Pero… bueno, sí, me servirá. Al menos probaré lo que te he dicho. Tráelo.

Boris regresó veinte minutos más tarde, y depositó el cuerpo inerte del animal en la tierra negra, cerca de las losas rotas y caídas.

Y otra vez oyó la risa burlona en su cabeza.

¡Ja! ¡Qué tributo insignificante! Pero no importa. Ahora turne, Dragosani, ¿aprenderías la manera de ser de esta pequeña cosa muerta?

—Ya no tiene manera de ser. Está muerta.

Antes de que muriera. ¿Querrías conocer las cosas que ella sabía?

—No sabía nada. Era un pajarito, ¿qué podía saber?

¡Sabía muchas cosas! Y ahora, presta atención: abre las alas, arranca las plumas pequeñas y el plumón y tócalos, huélelos, frótalos entre tus dedos y escucha lo que te dicen. Hazlo

Boris siguió las instrucciones pero con torpeza, sin ningún sentimiento, sin esperar nada. Del pequeño cadáver escaparon pulgas, garrapatas y un pequeño escarabajo.

¡No, no, así no! Cierra los ojos, deja que penetre por completo en tu mente. Ahora, así… ¡Ya está!

Boris se encontró en un lugar muy alto; sintió una sacudida y escuchó el susurro de las ramas. En lo alto la seductora bóveda azul del cielo parecía abrirse hacia el infinito. Boris sintió que podía caer hacia arriba, en el cielo, y no detenerse jamás. El vértigo lo sobrecogió; retrocedió a su propia mente, dejó caer el pájaro muerto y se agarró a la tierra.

—¡Ahhh! —dijo el demonio en el suelo. Y luego otra vez: ¡Ahhhh! ¿Qué? ¿No te gustó el nido, Dragosani? Pero no te detengas, hay más. Coge el pájaro, aprieta su cuerpo, siéntelo flexible en tus manos, siente los pequeños huesos bajo la piel, el diminuto cráneo. Llévatelo a la cara, huélelo, respíralo, déjalo que te instruya. Así, permíteme que te ayude

Boris no estaba solo —era una cosa doble—, y no era Boris. La sensación era extraña, aterradora. Se aferró al recuerdo de Boris, y rechazó al otro.

¡No! ¡No! ¡Déjate ir! Entra en la cosa, hazte uno con ella. Conoce lo que ella conoce, como esto:

Todo era tibio… una plataforma dura y firme abajo… suave y tibio pulmón arriba… el cielo dejó de ser brillante y azul y fue en cambio negro… muchos puntos de luz, que eran estrellas… la noche era silenciosa… un peso tibio que aplastaba suavemente, alas protectoras… la cosa gemela acurrucándose… algo se acercó, un ruido, ¡un ululato!… el cuerpo tibio de encima (el cuerpo materno) se apretó protector, las alas se esforzaron en cubrirlo, temblorosas… un lento y pesado batir de alas en el aire… se oyó más próximo, pasó, se desvaneció, más débil a cada instante… otra vez el ulular a lo lejos… el búho ha salido a cazar pequeños animales esta noche… el cuerpo materno se distiende un poco, los rápidos latidos de su corazón se vuelven algo más lentos… puntos brillantes de luz llenan el cielo… suave plumón… tibieza.

¡Ahora destroza el cadáver, Dragosani! ¡Desgárralo! Aplasta el cráneo entre los dedos y presta atención a los vapores del cerebro. Contémplalo en tus manos; mira las entrañas, las vísceras y las plumas, la sangre y los huesos. ¡Prueba un trozo, Dragosani! Utiliza todos tus sentidos: toca, prueba, mira, oye, huele. Usa los cinco sentidos, y descubrirás un sexto.

¡Tiempo de volar!…, tiempo de marcharse…, el aire llama, agita las pequeñas plumas nuevas y seduce… y el ser-gemelo ya se ha ido, ya ha volado…, los padres ansiosos, frustrados, agitados, revolotean y dicen «vamos, vuela, vuela así, así»… La tierra está abajo, a una distancia de vértigo, y el nido se balancea en el viento.

Boris, convertido en una parte del pichón, se lanzó con él desde la endeble plataforma de ramitas que era el nido. Durante un breve momento conoció el triunfo del vuelo…, y al instante siguiente supo del fracaso. El día era ventoso, con ráfagas repentinas, y el viento lo sorprendió desprevenido, le dio la vuelta. Después de eso, la confusión se volvió rápidamente una pesadilla. Girando, a los tumbos —un ala inexperta cogida en la bifurcación de una rama, retorcida y quebrada luego—, la agonía de colgar del ala rota, y luego la agonía de la caída. Y el estallido final del pequeño cráneo contra una piedra…

Boris volvió de golpe a sí mismo, rompió el hechizo, vio el pájaro destrozado que tenía en las manos.

¡Ya lo ves!, dijo el viejo demonio del suelo. ¿Todavía piensas que no puedo enseñarte nada, Dragosani? ¿Qué te parece tu nueva ciencia? ¿Hubo alguna vez don más raro? En toda mi vida sólo he conocido a unos pocos que poseyeran semejante talento. Y tú lo has ejercido como… como un pichón ejercita sus alas. Bienvenido a una pequeña, antigua y muy selecta fraternidad, Dragosani.

El cadáver despedazado se deslizó de las manos de Boris, manchó la tierra, dejó sobre la palma de sus manos y sobre sus dedos una sustancia viscosa.

—¿Cómo? —dijo el chico, boquiabierto; de repente, un sudor helado comenzó a brotar de su frente—. ¿Cómo…?

¡Boris Dragosani, el nigromante!, respondió el demonio del suelo.

Después, sobrecogido por el horror de todo aquello, Boris había gritado y había huido una vez más. Su pánico era tal que más tarde apenas si podía recordar algo más que el latir de su corazón y el ruido de sus pies golpeando el suelo.

Pero no podía huir del «don», que desde ese momento había sido suyo.

O tal vez no era el horror de lo que él había hecho (o de aquello en lo que se había convertido) lo que había hecho que su mente olvidara el momento de la huida terrorífica; quizá fuera otra cosa, algo que sucedió entre su grito y la huida propiamente dicha. En todo caso, en su mente habían permanecido desde entonces vagas imágenes de eso, y salían a la superficie cuando él menos se lo esperaba. Como ahora.

El sombrío claro del bosque donde se hallaba la tumba, y el cadáver destrozado, un revoltijo de plumas, vísceras y miembros arrancados de sus articulaciones. Y un tentáculo delgado y leproso que salía de la tierra, que se abría paso entre el negro humus, las hojas de los pinos, líquenes y trozos de roca. Leproso, sí, y hecho de una materia que no era carne, aunque latían en él venas rojas.

Y luego… y luego… en la punta del tentáculo se formó un ojo carmesí que buscaba con avidez algo en el suelo. Después el ojo se disolvió y una boca de reptil y mandíbulas ocuparon su lugar, de tal modo que el tentáculo parecía ahora una suave y manchada serpiente ciega. Una serpiente que lengüeteaba con su lengua hendida y púrpura los restos ensangrentados, cuyos colmillos, afilados como agujas, relucían blanquísimos, y cuyas mandíbulas no cesaron de trabajar hasta dar cuenta del último bocado.

Y luego, la rápida retirada, y el hechizo que se rompió mientras el pulsátil y repugnante tentáculo era absorbido dentro de la tierra, y desaparecía de la vista.

La criatura enterrada había dicho que el cadáver del pichón era un «pequeño tributo…».

Cuando Dragosani terminó con sus recuerdos y ensueños, se dirigió hacia la ciudad cuyo nombre llevaba. Encontró el antiguo mercado que se instalaba todos los miércoles, desde época inmemorial, cuando el pueblo no era más que un conjunto de chozas, entre los corrales de ganado junto al ferrocarril y el río. La población de Dragosani quizá se había originado precisamente en este lugar de reunión, en este lugar de negocios y trueques. Aunque había sido algo más, era también el vado por donde podía cruzarse el río. Ahora había varios puentes, pero en los viejos tiempos, sólo se podía cruzar el río por aquel vado.

Era aquí donde, hacía ya largos siglos, los invasores turcos que llegaban desde Oriente dejando a su paso tierras saqueadas e incendiadas, remontaban el río que descendía desde los Cárpatos meridionales hasta la confluencia con el Danubio. También aquí el Hunyadi, y después de él los príncipes de Valaquia, habían venido desde sus castillos para convocar a sus ejércitos, y designar luego a los voivodas, señores feudales que defenderían sus tierras contra las incursiones de los turcos. La bandera de esos señores de la guerra era la del Dragón —desde tiempo inmemorial emblema de los defensores de la cristiandad frente a los turcos—, y Dragosani se preguntó ahora si no sería éste el origen del nombre de la población. En todo caso, de allí procedía el dragón grabado en el escudo de armas de la olvidada tumba.

Compró en el mercado un cochinillo vivo y se lo llevó en una bolsa con agujeros para que no se asfixiara. Dragosani regresó al coche y dejó el cochinillo en el maletero; luego salió de la ciudad y se internó en un camino solitario que se apartaba de la carretera.

Allí abrió apenas el saco, rompió una cápsula de cloroformo en el maletero, lo cerró y contó hasta cincuenta. Luego abrió el maletero, utilizó la aspiradora del coche, haciéndola funcionar en sentido inverso para dispersar las emanaciones de cloroformo, y volvió a cerrarlo, con el infortunado cerdito dentro. Dragosani no quería que el animal muriera. O al menos, no quería que muriera en el maletero del coche.

A primera hora de la tarde ya había dejado el valle del río y se hallaba en la zona de las colinas, donde una vez más aparcó el coche a doscientos o trescientos metros de los prohibidos cerros en forma de cruz. El sol aún brillaba con intensidad, y Dragosani, con la cabeza gacha y pegado a un seto, comenzó a subir. Mientras trepaba trabajosamente rumbo al lugar secreto, y protegido por la espesa copa de los pinos, comenzó a sentirse más cómodo. El cochinillo, metido en el saco que Dragosani llevaba colgado del hombro, estaba absolutamente inconsciente a los estímulos de un mundo que muy pronto abandonaría.

Cuando llegó al lugar donde se hallaba la tumba, Dragosani depositó el narcotizado animal en un hueco entre dos raíces, lo ató al tronco de un árbol y lo cubrió con el saco para protegerlo del frío. Aquellas colinas estaban llenas de jabalíes; si el cerdito recuperaba la conciencia durante su ausencia y comenzaba a chillar, cualquiera que lo oyera pensaría que se trataba de un animal salvaje. Aunque era improbable que alguien lo oyera; tal como había sucedido cuando Dragosani era un niño, los campos alrededor de las colinas estaban desiertos y sin cultivar.

De todas formas, Dragosani dejó allí el cochinillo y regresó a media tarde a su alojamiento, donde solicitó que le sirvieran la cena temprano, y se fue a dormir. Aún era de día cuando Ilse Kinkovsi lo despenó con una bandeja colmada por una abundante cena acompañada de una jarra de la cerveza del lugar, y se fue dejando a Dragosani que disfrutara a solas de su comida. La joven apenas si le dirigió la palabra, y lo miraba de reojo con una expresión burlona. Aquello no tenía importancia; en verdad, era mejor así, se dijo Dragosani.

Pero cuando la muchacha abandonaba la habitación él no pudo dejar de mirar el balanceo de sus caderas. Era muy atractiva, para ser una campesina, y Dragosani se preguntó una vez más por qué no se habría casado. Era demasiado joven para ser viuda… Además, si lo fuera, llevaría una alianza, ¿no es verdad? Era curioso…

Dragosani estuvo de vuelta en el lugar secreto veinte minutos antes del anochecer. El cerdito había recuperado la conciencia pero no tenía fuerzas para ponerse de pie. Dragosani, sin perder un minuto, dejó al animal sin sentido con un solo golpe de cachiporra, la misma que utilizaban los hombres de la KGB. Después se sentó a esperar, fumó un cigarrillo y vio cómo la luz se hacía más y mas escasa a medida que el sol se hundía en el horizonte. En este lugar, donde los pinos crecían rectos como lanzas y formaban un círculo alrededor de la tumba, no había más luz que la que llegaba directamente de arriba, y lo hacía amortiguada por un toldo de ramas entrelazadas. Pero la noche se acercaba, comenzaron a aparecer las primeras estrellas, que Dragosani veía más claramente, como lo haría un hombre en el fondo de un profundo pozo. Dragosani apagó finalmente su cigarrillo y la oscuridad que lo rodeaba se hizo más impenetrable.