Capítulo cuatro

En el verano de 1972 Dragosani estaba de regreso en Rumania. Iba a la última moda, con una camisa de un azul desteñido y abierta en el cuello, pantalones grises pata de elefante, de un estilo muy occidental, zapatos negros, relucientes y puntiagudos (muy diferentes de los cuadrados zapatones rusos que se veían en las tiendas locales) y una chaqueta a cuadros beige con grandes bolsillos exteriores. En el cálido mediodía rumano, sobre todo en esa granja en las afueras de un villorrio cercano a la autopista Corabia-Calinesti, no puede decirse que pasara inadvertido. Apoyado en su coche, contemplando los tejados puntiagudos y las cúpulas redondeadas de la población, que se alzaban poco antes de los ondulados campos que se extendían hacia el sur, Dragosani sólo podía ser una de estas tres cosas: un rico turista de Occidente, de Turquía o de Grecia.

Por otra parte, su coche era un Volga negro como sus zapatos, y esto sugería otra posibilidad. Además, Dragosani no tenía la expresión de inocente asombro de los turistas sino un plácido aire de familiaridad, de pertenecer al lugar. Hzak Kinkovsi, el «propietario» de la granja, que se acercó al Volga desde el patio, donde había dado de comer a los pollos, no sabía qué pensar. Esperaba turistas para el fin de semana, pero este hombre lo desconcertaba. Lo miró con expresión de sospecha. ¿Sería un funcionario del Ministerio de Tierras y Propiedades? ¿O un chivato de esos industriales bolcheviques de cara de piedra del otro lado de la frontera? Era evidente que tendría que andarse con cuidado, al menos hasta que supiera quién —o qué— era el recién llegado.

—¿Kinkovsi? —preguntó el joven mientras lo miraba de arriba abajo—. ¿Hzak Kinkovsi? En lonestasi me dijeron que alquila habitaciones. Supongo que ésa es su posada —dijo señalando con un gesto una antigua casa de piedra de tres plantas que daba al camino empedrado que llevaba al pueblo.

Kinkovsi lo miró con un rostro deliberadamente inexpresivo, y luego frunció el entrecejo. El posadero no siempre declaraba los ingresos que obtenía de los turistas; o al menos, no lo declaraba todo. Por fin dijo:

—Soy Kinkovsi, sí, y alquilo habitaciones, pero…

—Dígame si puede o no darme alojamiento —preguntó Dragosani, que ahora parecía cansado e impaciente.

Kinkovsi observó que sus ropas, a primera vista elegantes y modernas, estaban muy arrugadas, como si llevara viajando muchas horas.

—Ya sé que he llegado un mes antes, pero no creo que usted tenga tantos huéspedes.

¡Un mes antes! Esto hizo que Kinkovsi se acordara.

—¡Ah!, usted debe de ser el señor de Moscú, el que en abril reservó habitaciones pero no envió ningún dinero por adelantado. ¿Es usted el señor Dragosani, el que se llama igual que el pueblo? Llega usted muy adelantado, pero sea bienvenido de todos modos. Tendré que prepararle una habitación. Aunque tal vez pueda darle por una noche o dos la habitación inglesa. ¿Cuánto tiempo se quedará?

—Por lo menos diez días —respondió Dragosani—, si las sábanas están limpias y la comida es soportable… y su cerveza rumana no es demasiado amarga.

La expresión de Dragosani era innecesariamente severa; había algo en su actitud que irritó a Kinkovsi.

Mein Herr —gruñó—, mis habitaciones están tan limpias que se podría comer en el suelo. Mi esposa es una cocinera excelente. Mi cerveza, la mejor de los Cárpatos meridionales. Y hay algo más; en estos lugares tenemos muy buenas maneras, algo que no siempre se puede decir de ustedes, los moscovitas. ¿Quiere la habitación, o se marcha?

Dragosani sonrió y le tendió la mano.

—Le estaba tomando el pelo —dijo—. Me gusta saber cómo es el carácter de la gente. ¡Y me gustan los espíritus luchadores! Usted es típico de esta región, Hzak Kinkovsi: se viste con ropas de campesino, pero tiene el corazón de un guerrero. ¿Pero me llama moscovita? ¿Con un nombre como el mío? Algunos dirían que aquí el extranjero es usted, Hzak Kinkovsi. Se nota en su nombre, en su acento, en su manera de decir Mein Herr. ¿Es usted húngaro?

Kinkovsi estudió un instante el rostro de su interlocutor, lo miró de arriba abajo, y finalmente decidió que aquel hombre le gustaba. Tenía sentido del humor, algo poco frecuente y muy de agradecer.

—El abuelo de mi abuelo era de Hungría —dijo mientras cogía la mano que le tendía Dragosani y le daba un firme apretón—, pero la abuela de mi abuela era de Valaquia. En cuanto al acento, es el de la región. Hemos recibido a muchos húngaros en el curso de los años, y muchos se han establecido aquí. Soy tan rumano como usted, aunque no tan rico. —Se rió, mostrando una dentadura amarilla y deteriorada en un rostro de cuero curtido—. Usted dirá que soy un campesino. Pues bien, soy lo que soy. ¿Prefiere que le llame «camarada» antes que Mein Herr?

—¡Por Dios, no! ¡Eso no! —respondió de inmediato Dragosani—. Mein Herr está bien, gracias. —Él también rió—. Y ahora, enséñeme esa habitación inglesa que mencionó antes…

Kinkovsi lo condujo hacia la casa de huéspedes, muy alta y de techo puntiagudo.

—¿Habitaciones? —rezongó—. ¡Tengo muchísimas habitaciones! Cuatro en cada planta. Puede alquilar una suite, si lo desea.

—Con una habitación está bien —contestó Dragosani—, si tiene cuarto de baño.

—¡Ah, una habitación tipo suite! Bien, hay una en la última planta. Una habitación con cuarto de baño completo. Es muy moderna.

—Mejor así —respondió Dragosani, sin demasiada ironía.

Dragosani observó que los muros de la planta baja habían sido enlucidos y luego enguijarrados, probablemente debido a la humedad, pero en los pisos superiores podía verse la primitiva construcción de piedra. La casa debía de tener por lo menos trescientos años. Muy adecuada; lo hacía retroceder en el tiempo, volver a sus orígenes… y aún más lejos.

—¿Cuánto tiempo ha estado fuera? —preguntó Kinkovsi mientras lo hacía pasar y le mostraba una habitación en la plana baja—. Tendrá que permanecer aquí un rato —dijo—, hasta que le preparen la habitación de arriba. Estará lista en una hora o dos.

Dragosani se quitó los zapatos, colgó la chaqueta del respaldo de una silla de madera y se dejó caer sobre la cama, iluminada por el sol que entraba por una ventana oval.

—He estado fuera la mitad de mi vida —dijo—, pero siempre es agradable el regreso. He venido de visita los tres últimos veranos, y vendré los próximos cuatro.

—Parece que tiene su futuro programado, ¿no? ¿Cuatro veranos más? ¿Por qué lo ha decidido así?

Dragosani se recostó con las manos detrás de la cabeza y miró al otro con los ojos entrecerrados para protegerse de la luz del sol.

—Investigo la historia del lugar —contestó por fin—. Y como sólo puedo estar aquí dos semanas por año, me llevará otros cuatro.

—¿Historia? ¡Este país está saturado de historia! Pero, no es éste su trabajo, entonces. Quiero decir, que usted no lo hace para ganarse la vida.

—No —el hombre en la cama hizo un gesto negativo con la cabeza—. En Moscú trabajo en… en una empresa de pompas fúnebres.

Aquello estaba bastante cerca de la verdad.

—¡Uf! —bufó Kinkovsi—. Bueno, después de todo alguien tiene que hacer esos trabajos. De acuerdo, pues. Iré a preparar su habitación. Y dispondré las cosas para la comida. Si quiere utilizar el lavabo, está en el pasillo. Y ahora, descanse un rato…

Como no recibió respuesta, Kinkovsi miró a Dragosani y vio que tenía los ojos cerrados. El dueño de la casa recogió las llaves del coche, que su huésped había dejado caer al pie de la cama, y abandonó en silencio la habitación, cerrando la puerta al salir. Una última mirada desde el umbral, y el ritmo acompasado de la respiración de Dragosani le indicó que éste estaba dormido. Kinkovsi sonrió, satisfecho. Eso era bueno; evidentemente, el recién llegado se sentía como en su casa.

Cada vez que venía al lugar, Dragosani buscaba un alojamiento nuevo. Siempre en la vecindad de la ciudad que llamaba «hogar» —a un tiro de piedra—, pero no tan cerca de la casa donde se había alojado antes como para que lo recordaran. Había pensado en usar un nombre supuesto, un seudónimo, pero había dejado la idea de lado. Estaba orgulloso de su nombre, probablemente como desafío a su origen. No a Dragosani, la población, su origen geográfico, sino por el hecho de que él había sido encontrado allí. En cuanto a sus progenitores, su padre era la casi inexpugnable cordillera que se alzaba al norte, los Alpes transilvanos, y su madre, la fértil y negra tierra.

Dragosani tenía sus propias teorías acerca de sus padres verdaderos; lo que ellos habían hecho probablemente había sido por su bien. Él imaginaba que habían sido cíngaros, romaníes, gitanos, jóvenes amantes de tribus enemigas cuyo amor no había sido suficiente como para hacer olvidar antiguas querellas y desprecios. Pero ellos se habían amado, Dragosani nació, y lo abandonaron. Tres años atrás Dragosani había pensado buscar a sus padres y por eso había venido a este lugar. Pero… aquello era absolutamente imposible. Una empresa irrealizable. En la actualidad había tantos gitanos en Rumania como en la antigüedad. A pesar de ser «satélites», Valaquia, Transilvania, Moldavia y todas las tierras de los alrededores habían conservado un cierto grado de autonomía, de autodeterminación. Los gitanos tenían tanto derecho a permanecer aquí como las mismas montañas.

Estos pensamientos ocupaban la mente de Dragosani mientras se quedaba dormido, pero luego no soñó con sus padres, sino con escenas de su infancia, antes de que lo enviaran fuera de Rumania para completar su educación. Ya entonces había sido un solitario, siempre reservado, y en ocasiones se había aventurado allí donde los otros tenían miedo. O donde les habían prohibido ir…

Los bosques de las laderas de las montañas eran oscuros y espesos y sus senderos intrincados y abruptos como la montaña rusa de un parque de atracciones, Boris, en toda su vida, sólo había visto una montaña rusa. Había sido tres días antes, el de su séptimo cumpleaños (cuando celebraban el séptimo aniversario del día en que lo «encontraron», tal como le explicó su padre adoptivo) y como regalo lo llevaron a Dragosani, a visitar el pequeño cine del pueblo. Habían dado un cortometraje ruso rodado enteramente en parques de atracciones, y la montaña rusa era tan real que Boris había sufrido vértigo y había estado a punto de caerse del asiento. Había sido una experiencia atemorizadora pero emocionante; tan emocionante que había inventado un juego para reproducir las sensaciones de la montaña rusa. No era tan bueno y sí bastante difícil, pero era mejor que nada. Y se podía hacer Aquí mismo, en las boscosas laderas de las montañas, a menos de dos kilómetros de casa.

Nadie venía nunca a este lugar, era un rincón absolutamente solitario, y ésa era la razón de que a Boris le gustara tanto. Nada había talado los bosques durante casi cinco siglos; ningún guardabosques había penetrado en la espesura, donde rara vez se filtraba un rayo de sol; sólo los arrullos de las palomas y el batir de sus alas perturbaban ocasionalmente el profundo silencio, las palomas y los crujidos que producían las pequeñas alimañas. Éste era un lugar de motas de polvo que danzaban en la luz, de piñas y agujas de pino, de hongos y algunas pocas, ágiles y extrañamente silenciosas ardillas.

Las colinas se alzaban en la antigua llanura de Valaquia, que se extiende unos cien kilómetros desde las estribaciones de los Alpes. Tenían forma de crucifijo, con una columna central de unos tres kilómetros y medio de norte a sur, y un travesaño de casi dos kilómetros de este a oeste. Las tierras circundantes eran campos de labranza, divididos por muros, setos y vallas, y a veces un estrecho camino arbolado, pero los terrenos inmediatamente próximos a las colinas que formaban la cruz estaban sin cultivar, y en ellos crecían en abundancia las hierbas y los cardos. En algunas ocasiones, Boris y su padre adoptivo dejaban que el ganado paciera en estas tierras, pero esto no sucedía a menudo. Incluso los animales evitaban el lugar sin razón aparente, y a veces rompían cercas y saltaban setos para alejarse de esos campos salvajes y demasiado silenciosos.

Para el pequeño Boris Dragosani, sin embargo, el lugar en algo muy distinto. Allí podía jugar a que era un gran cazador, penetrar en el interior de la selva del Amazonas, buscar las ciudades perdidas de los Incas. Podía hacer todas esas cosas y más, siempre y cuando no hablara de sus juegos con su familia adoptiva. En verdad, no eran los juegos lo que debía ocultar, sino dónde los realizaba. Pero los bosques, a pesar de que eran un lugar prohibido, lo fascinaban. Había algo en ellos que lo atraía.

Y eso estaba ahora presente, mientras él trepaba por la empinada pendiente cercana al centro de la cruz, ascendiendo trabajosamente de árbol en árbol, jadeando al arrastrar la gran caja de cartón que era su vehículo, su coche sin ruedas para jugar a la montaña rusa. Una escalada difícil, sí, pero valía la pena. Antes de volver a casa se lanzaría una vez más, esta vez desde la cima. El sol ya se estaba poniendo, y seguramente tendría problemas en casa por volver tarde, pero una vuelta más en su «coche» no empeoraría las cosas más de lo que ya estaban.

En la cima se detuvo un momento para recobrar el aliento, y se sentó a contemplar las motas de polvo que flotaban en los pálidos rayos de sol que penetraban entre los altos y oscuros pinos. Después arrastró la caja hasta un lugar en la cima desde el cual se veía una huella que descendía sin interrupciones hasta el pie de la colina. Hacía ya mucho tiempo habían abierto aquí un cortafuegos, antes de que los leñadores recordaran, o les contaran cosas sobre la naturaleza del lugar: desde entonces hierbas y arbustos habían brotado otra vez en la huella, pero no habían logrado borrarla por completo. Y ahora la «cicatriz» del cortafuegos iba a ser la pista para el temerario juego de Boris.

El chico equilibró su «.coche» en el borde, saltó a bordo y se agarró a los costados, echando todo su peso hacia adelante hasta que la caja comenzó a deslizarse.

Al principio la caja descendió suavemente, deslizándose con facilidad sobre un colchón de hierba y agujas de pino, entre los matorrales y los arbolitos, siguiendo la antigua huella del cortafuegos. Pero… Boris era un niño. No había visto peligro alguno en aquel juego, no había calculado la aceleración que sufriría su vehículo en una pendiente tan abrupta.

La caja aumentó la velocidad y el juego se pareció mucho más a la aterrorizadora, mareante montaña rusa. Boris chocó contra un montecillo de hierba y la caja saltó en el aire. Aterrizó luego, golpeó de costado contra un arbolito y salió disparada hacia el otro lado, donde los pinos eran más densos, y desde allí siguió a una velocidad de vértigo pendiente abajo, en una línea paralela a la del cortafuegos.

Boris no tenía frenos ni volante, no podía controlar de ningún modo la velocidad de su «coche». Lo único que podía hacer era dejarse llevar por la caja.

Entre choques y resbalones, más sacudido y golpeado que un balón de fútbol, Boris comenzó a deslizarse en medio de una penumbra más intensa a cada instante. El chico bajó la cabeza para protegerse de las ramas que ya no alcanzaba a ver y continuó su descenso de pesadilla. Pero los árboles crecían ahora unos más cerca de otros, y el viaje no podía seguir mucho más tiempo.

Y por fin la caída se detuvo, en un lugar donde las raíces de los árboles salían a la superficie nudosas como enormes serpientes, y el suelo era de esquistos y cantos rodados. El fondo de la caja se desprendió estrepitosamente bajo los pies de Boris, y los costados se desintegraron bajo sus dedos. El chico fue arrojado contra el tronco de un árbol, aunque no de cabeza, y el impulso lo hizo continuar rodando. Dando volteretas, los brazos alrededor de la cabeza, Boris apenas sintió las frágiles ramas que aplastó en su caída; apenas si era consciente del cielo que giraba, más allá de la copa de los pinos, en un descenso que parecía no terminar nunca, y de un tropezón final contra un borde rocoso, desde el cual se despeñó en un vacío oscuro y polvoriento.

Luego el impacto, y después de eso, nada. Nada por un tiempo, al menos

Boris quizá perdió la conciencia durante un minuto, aunque puede que fueran cinco minutos, o cincuenta. O puede ser también que no perdiera el sentido en ningún momento. Pero había sufrido una conmoción, y muy fuerte. Si no hubiera sido así, lo que sucedió luego podría haberlo matado. Boris podría haber muerto de miedo.

—¿Quién eres? —preguntó una voz dentro de su aturdida cabeza—. ¿Por qué has venido aquí? ¿Estás ofreciéndote a mí?

La voz era maligna, absolutamente maligna. Había en ella elementos de todo lo que puede producir horror. Boris no era más que un chico; no conocía el significado de palabras como «bestial», «sádico», «diabólico»; no sabía qué quería decir la frase «poder de las tinieblas», e ignoraba los actos mediante los cuales se puede invocar a esos poderes. Para él, el miedo era un peldaño de la escalera que crujía en la oscuridad, el golpear de una rama contra la ventana de su habitación cuando todos dormían; había horror en el repentino salto de un sapo, o en la súbita inmovilidad de una cucaracha cuando se encendía la luz, y especialmente en su rápida carrera cuando el insecto se daba cuenta de que lo habían descubierto.

En una ocasión, Boris había oído el cri-cri de los grillos en el sótano más profundo de la granja, donde su padre guardaba en anaqueles los vinos y los quesos. A la luz de una pequeña linterna había visto un insecto, de un gris leproso a causa de la casi permanente oscuridad de su habitáculo. Cuando se acercó para aplastarlo con el zapato, el grillo dio un salto y desapareció. Boris encontró otro, y sucedió lo mismo. Y otro. Y otro. Vio una docena y no pudo matar ninguno. Todos habían desaparecido. Cuando subía la escalera, y comenzaba a filtrarse un poco de luz diurna, un grillo saltó de los pantalones de Boris. ¡Estaban encima de él! ¡Habían saltado hacia él, por eso no había podido aplastarlos! ¡Y qué saltos dio Boris en ese instante!

Esa era su idea de una pesadilla: advertir una astuta inteligencia donde no debería haberla. Del mismo modo que no debería haberla aquí

—¡Ah! —exclamó la voz, ahora más vigorosa—. Así que eres uno de los míos, por eso has venido. Sabías dónde encontrarme…

Boris se dio cuenta entonces de que estaba consciente y de que la voz que oía en su cabeza era real. Y su malignidad era como el tacto viscoso de un sapo, el salto de los grillos en la oscuridad, el odioso «tic-tac» de un reloj, que parece hablar contigo en medio de la noche, burlándose de tus miedos y tu insomnio. Aunque era mucho peor que eso, estaba seguro, pero no tenía las palabras, o el conocimiento, o la experiencia como para describirla.

Pero podía imaginarse la boca que emitía esa voz gutural y tartajeante, esas palabras taimadas e insinuantes, en su cabeza. Y sabía por qué era gutural y tartajeante. Se la representaba vividamente: una boca monstruosa que chorreaba sangre como rubíes líquidos, y cuyos relucientes incisivos eran afilados como los de un gran podenco.

—¿Cómo…, cómo te llamas, muchacho?

—Dragosani —respondió Boris, o mejor dicho, pensó la respuesta, porque su garganta estaba demasiado seca como para hablar. De todos modos, fue suficiente.

—¡Aaahhh! ¡Dragosani! —Ahora la voz era un ronco suspiro, como hojas de otoño rozando adoquines. Era el suspiro de alguien que advierte algo, que comprende, que se siente satisfecho—. ¡Sí que eres uno de los míos! Pero demasiado, demasiado pequeño. No tienes vigor, muchacho. Eres un niño, nada más que un niño. ¿Qué puedes hacer por mí? ¡Nada! Tu sangre es como agua en las venas, no tiene hierro…

Boris se sentó y miró aterrorizado hacia uno y otro lado en la oscuridad. La cabeza aún le daba vueltas. Había bajado algo más de la mitad de la pendiente, y ahora estaba en una especie de saliente de roca, entre los árboles. Boris no había estado nunca aquí, no había sospechado que el lugar existiera. Luego, cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra y recuperó por completo los sentidos, vio que en realidad estaba sentado sobre unas losas de piedra cubiertas de musgo, y delante de algo que sólo podía ser… ¡un mausoleo!

Boris había visto antes algo semejante: su tío (el hermano de su padre adoptivo) había muerto hacía un mes y lo habían enterrado en un lugar muy parecido; pero la tumba de su tío estaba en terreno consagrado, en el cementerio de Slatina. Este lugar, en cambio… no era un lugar sagrado. No, ni siquiera la imaginación más desbocada podía suponer algo así

Presencias invisibles se movían, agitaban el aire polvoriento sin alterar las telarañas ni las ramas muertas que colgaban sobre su cabeza. Aquí hacía frío, un frío húmedo, y el sol no había penetrado en quinientos años.

Detrás de Boris, la tumba, labrada en la roca, hacía tiempo que había comenzado a desmoronarse, el techo de grandes losas caído entre restos de albañilería. Boris, en su desenfrenada carrera, seguramente había volado por encima de las ruinas, pues de no ser así, se habría desnucado. Aunque, después de todo, quizá se había herido en la cabeza, puesto que percibía y oía cosas donde no había nada que percibir o escuchar, O no debería haber nada.

Boris aguzó los oídos y entrecerró los ojos en la penumbra del recinto pero… no había nada.

Intentó ponerse en pie y lo consiguió a la tercera tentativa. Apoyó todo su peso en una losa que en otra época había sido el dintel de la puerta del mausoleo. Luego escuchó y miró otra vez, forzando ojos y oídos en la oscuridad, pero no escuchó voz alguna ni percibió ninguna boca que chorreara sangre en el espejo de su mente. Dejó escapar un entrecortado suspiro de alivio.

Una costra de suciedad, musgo y agujas de pino se desprendió de la losa, entre sus manos, y dejó ver parte de un escudo de armas. Boris quitó un poco más de aquella mugre de siglos y

Retiró bruscamente las manos, se echó hacia atrás, tropezó y se sentó otra vez, casi sin aliento. En el escudo de armas se veía un dragón tallado en bajorrelieve, una de las patas delanteras alzadas en un gesto de amenaza; montado en la espalda del dragón cabalgaba un murciélago con ojos triangulares de cornalina, y por encima de las dos figuras, se veía la cabeza con cuernos del mismo demonio, con la larga lengua hendida fuera de la boca, y chorreando gotas de sangre de cornalina.

Los tres símbolos —dragón, murciélago y demonio— se unieron en la mente de Boris. Se amalgamaron como el emisor de la voz que resonaba en su cabeza. La voz que eligió ese preciso instante para hablarle una vez más:

—Corre, hombrecito, corre. Vete de aquí. Eres demasiado pequeño, demasiado joven e inocente, y yo estoy demasiado débil y soy tan, tan viejo…

Boris se puso de pie, con las piernas tan temblorosas que tuvo la seguridad de que se iba a caer. Luego se volvió y escapó de allí tan deprisa como pudo, lejos de las losas cubiertas por agujas de pino, y que las retorcidas y centenarias raíces comenzaban a resquebrajar, lejos de la tumba en ruinas y de los secretos que guardaba, lejos de la penumbra del lugar, tan amenazadora que parecía tener vida propia.

Y mientras descendía la pendiente, azotado por las ramas de los árboles y lleno de magulladuras por las múltiples caídas, la voz resonaba en su mente como el chirrido de una uña sobre un cristal, o de la tiza en la pizarra, con una sabiduría antigua y obscena.

—¡Corre, corre! Pero nunca me olvides, Dragosani. Y puedes estar seguro de que yo no te olvidaré. No, esperaré a que crezcas y te hagas fuerte. Y cuando tu sangre tenga hierro y sepas qué hacer, porque tendrá que ser por tu propia voluntad, Dragosani, entonces, veremos. Y ahora tengo que dormir…

Boris salió corriendo de entre los árboles al pie de la colina, saltó por encima de una valla cuyo travesaño superior estaba roto y salió a la pradera de hierba y cardos y luz, de bendita luz. Pero ni siquiera entonces se detuvo, y siguió corriendo en dirección a su casa. Pero tuvo que hacer una pausa en medio del campo, exhausto y sin aliento. Se dejó caer al suelo y volvió la cabeza para mirar hacia las amenazantes colinas. Hacia el oeste el sol se ponía, y los últimos rayos de fuego doraban los pinos más altos; Boris, no obstante, sabía que en el lugar secreto, en el mausoleo amortajado por los árboles, todo era viscoso, reptante y negro como el miedo. Y sólo entonces se le ocurrió preguntar.

¿Qué… quién… quién eres?

Y como si llegara desde un millón de kilómetros de distancia, traída por la brisa que soplaba sobre los campos y colinas de Transilvania desde el primer día de la historia, la respuesta resonó en su mente:

—¡Tú lo sabes, Dragosani! ¡Tú lo sabes! No preguntes «quién eres» sino «quién soy». Pero ¿qué importa eso? La respuesta es la misma. Soy tu pasado, Dragosani. Y tú… eres… mi… ¡futuuuuuuroooo!

—¿Herr Dragosani?

—¿Qué… quién… quién eres? —Dragosani despertó repitiendo la pregunta del sueño.

En la inesperada penumbra de la habitación lo miraban unos ojos casi triangulares, fijos, penetrantes, y durante un instante, brevísimo, Boris sintió que había regresado al claro del bosque donde se hallaba la tumba. Pero estos ojos eran verdes, como los de un gato. Dragosani los miró fijamente y ellos le devolvieron la mirada, imperturbables. Pertenecían a un rostro blanco y ovalado, enmarcado por cabellos negrísimos. Un rostro de mujer.

Dragosani se sentó en la cama, se estiró y puso los pies en el suelo. La dueña de los ojos le hizo una reverencia al estilo campesino, y Dragosani pensó que era muy poco elegante. La miró con expresión burlona. Siempre se despertaba de mal humor, y si un intruso lo despertaba de manera inesperada, como ahora, su humor era aún peor.

—¿Está sorda? Le he preguntado quién es —dijo apuntándola con el dedo índice—. Y quisiera saber por qué me han dejado dormir hasta tan tarde.

Dragosani también podía empeñarse en llevar la contraria.

Ella no pareció impresionada por el dedo índice que la apuntaba. Sonrió, levantando una ceja en un gesto casi insolente.

—Soy Ilse, Herr Dragosani. Ilse Kinkovsi. Ha dormido tres horas. Parecía tan cansado que mi padre dijo que lo dejara dormir, y mientras tanto le preparara la habitación en la buhardilla. Ya está lista.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué me molesta ahora?

Dragosani se negó a mostrarse amable. Y éste no era el mismo juego que había jugado con el padre de la joven; no, porque había algo en ella que lo irritaba realmente. Ilse era demasiado segura de sí misma, demasiado avispada, además, era bonita. Debía de tener unos… unos veinte años. Era raro que no estuviese casada, pero no se veía ningún anillo en sus dedos.

Dragosani se estremeció, su metabolismo estaba adaptándose, aún no se hallaba completamente despierto. Ella lo advirtió, y dijo:

—Arriba está más caliente. El sol todavía da sobre el último piso. Y su sangre circulará mejor después de subir las escaleras.

Dragosani miró a su alrededor y se quitó con las yemas de sus delicados dedos las legañas que el sueño había dejado en los ángulos de sus ojos. Se puso de pie, palpó el bolsillo de la chaqueta que estaba colgada del respaldo de la silla y preguntó:

—¿Dónde están mis llaves? ¿Y mis maletas?

La joven sonrió otra vez.

—Mi padre subió las maletas —respondió—. Y aquí tiene sus llaves. —Su mano, cuando tocó la de Dragosani, parecía muy fresca en contraste con la afiebrada de él. Y cuando él se estremeció, ella se echó a reír—. ¡Ah, un joven virgen!

—¿Qué? —se enfureció Dragosani—. ¿Qué ha dicho?

Ella fue hacia la puerta, salió al vestíbulo y se dirigió a la escalera. Dragosani, furioso, cogió la chaqueta y la siguió. La joven se volvió cuando estaba al pie de la escalera de madera.

—Es un dicho del lugar; nada más que un dicho.

—¿Y cómo es? —inquirió él con brusquedad, y la siguió por la escalera.

—Si un chico tiembla cuando está caliente, es porque es virgen. ¡Virgen a pesar suyo!

—¡Qué refrán más estúpido! —replicó Dragosani con la frente ceñuda.

La muchacha lo miró y sonrió.

—No puede aplicársele a usted, Herr Dragosani. No es un chico, y a mí no me parece nada tímido o virginal. De todos modos, no es más que un dicho.

—¡Y usted se toma demasiadas confianzas con sus huéspedes! —gruñó él, que se sentía como si ella le hubiera permitido soltarse del anzuelo por pura compasión.

La muchacha lo esperó en el primer descanso, sonrió y dijo:

—Sólo quería ser amable. La bienvenida es muy fría si la gente no se habla. Mi padre me pidió que le preguntara si desea cenar con nosotros, puesto que usted es el único huésped, o si prefiere hacerlo en su habitación.

—Cenaré en mi habitación —gruñó él enseguida—, si es que consigo llegar.

Ella se encogió de hombros y comenzó a subir el segundo tramo de la escalera, que aquí se hacía más empinada.

Ilse Kinkovsi vestía ropas que ya estaban pasadas de moda en las ciudades, pero que aún se usaban en los pueblos pequeños y las comunidades campesinas. Llevaba un vestido plisado de algodón, largo hasta un poco más abajo de la rodilla, muy ajustado en la cintura, con el corpiño abotonado delante y las mangas abullonadas. Iba calzada con botas de goma de media caña, que Dragosani encontró ridículas, pero que sin duda eran muy cómodas en una granja. En invierno seguramente llevaría medias largas, hasta la parte superior de los muslos, pero ahora no estaban en invierno…

Dragosani intentó apartar los ojos, pero no había nada más que mirar. ¡Y, maldita sea, ella se contoneaba con exageración! Una estrecha V negra separaba los globos blancos de las nalgas.

En el segundo descanso la joven se detuvo y se volvió para esperarlo al final de la escalera. Dragosani se quedó inmóvil donde estaba y contuvo el aliento. Ella lo miró con una expresión tan imperturbable como antes, apoyó todo su peso sobre un solo pie, se frotó la parte interior del muslo con la rodilla y, con los verdes ojos relampagueantes, le dijo:

—Estoy segura de que le gustará mucho… la habitación —y se contoneó lentamente para descargar su peso sobre el otro pie.

Dragosani apartó los ojos.

—Sí… sí… estoy seguro de que yo… yo.

Ilse advirtió que el sudor le perlaba la frente. Volvió el rostro e hizo una mueca. Quizás había acertado con el refrán. Una verdadera pena…