Capítulo tres

Al día siguiente, a primera hora de la mañana, George Hannant tenía una breve clase de matemáticas, pero antes de empezar el profesor había hecho una pausa para reflexionar, para intentar dar una explicación lógica a lo sucedido el día anterior, de modo que cuando los muchachos ya estaban trabajando, y sólo se oía el ruido de las plumas sobre las hojas del papel, Hannant tenía la convicción de tener una respuesta racional para lo que la noche antes le había parecido un incidente muy extraño. Keogh era, evidentemente, una de esas personas especiales que podían ir derecho a la raíz de las cosas, un pensador y no un hacedor. Y un pensador cuyos procesos mentales, aunque opuestos a los de la mayoría, eran correctos.

Si conseguía que se interesara profundamente en un tema, como para sentirse impulsado a hacer algo, el resultado sería sin duda extraordinario. Claro está que seguiría cometiendo errores en una simple suma o en una resta —dos más dos en ocasiones sumarían cinco— pero soluciones que para los otros eran invisibles, a Harry le resultarían evidentes de inmediato. Por ello, Hannant lo había hallado parecido a James G. Hannant, su propio padre. También él había poseído una extraordinaria intuición, era un matemático nato. Y tampoco se había preocupado por las fórmulas.

Para Hannant también era evidente que él había convertido una chispa en una verdadera hoguera en el cerebro de Keogh, porque el chico parecía estar trabajando duro —o al menos lo había estado durante los primeros quince minutos de la clase—. Después… bueno, se había puesto a soñar despierto, como en tantas otras ocasiones. Pero cuando Hannant se puso a sus espaldas y revisó el trabajo, todos los problemas que había dado estaban correctamente resueltos, a pesar de que Keogh no les dedicara mucho tiempo. Iba a ser interesante, cuando esa semana comenzaran con trigonometría, ver de qué era capaz Keogh. Ahora que la circunferencia no tenía misterios para él, tal vez se interesara por el triángulo.

Pero todavía había algo que intrigaba a George Hannant, y para encontrar la respuesta debía ver a Jamieson, el director del colegio. Dejó a los muchachos trabajando solos por unos minutos —con la habitual advertencia sobre el comportamiento deseado durante su ausencia— y se dirigió al despacho de su superior.

—¿Harry Keogh? —Jamieson parecía un tanto sorprendido—. ¿Cómo le fue en el examen de la Escuela de Artes y Oficios? —El director cogió una delgada carpeta de un cajón de su mesa, la hojeó y luego dijo—: Me temo que Keogh no se presentó al examen. Al parecer estaba enfermo, con fiebre del heno, o algo semejante. Sí, aquí está: fiebre del heno, hace tres semanas. Faltó dos días al colegio. Desgraciadamente los exámenes tuvieron lugar en Hartlepool, el segundo día que Keogh estuvo ausente. Pero ¿por qué me lo pregunta, George? ¿Usted cree que el chico hubiera tenido alguna posibilidad?

—Creo que hubiera aprobado sin ningún esfuerzo —respondió Hannant, franco hasta el punto de parecer grosero.

Jamieson lo miró desconcertado.

—¿No cree que ya es un poco tarde?

—¿Para preocuparse por eso? Sí, supongo que sí.

—No, me refería a su interés por Harry Keogh. No sabía que usted tuviera una buena opinión de él. —Jamieson cogió de un archivador una carpeta, esta vez bastante más gruesa—. Éstos son los informes del último año —dijo mientras pasaba las hojas; en esta ocasión no estaba sorprendido—: ¡Tal como yo pensaba! Por lo que aquí veo, ninguno de sus colegas pensaba que Keogh tuviera la menor posibilidad en nada… y esto lo incluye también a usted, George.

—Tiene razón —respondió Hannant, y su cuello se puso rojo—, pero eso era el año pasado. Además, los exámenes de la Escuela de Artes y Oficios tienen más en cuenta la inteligencia que los conocimientos académicos. Si usted le tomara a Harry Keogh un test de inteligencia que midiera su cociente intelectual, creo que se llevaría una sorpresa. Al menos, en cuanto a sus dotes para las matemáticas. Lo hace todo por instinto, por intuición, pero de manera brillante, se lo aseguro.

Jamieson hizo un gesto de asentimiento.

—Bueno, debe de ser notable para que un profesor se interese de verdad por un chico de Harden —dijo el director—. Y que conste que no quiero menospreciar a nadie, y menos a los chicos, pero los pobres provienen de un medio que no los favorece nada. De paso, ¿sabe cuántos de nuestros muchachos aprobaron ese examen? ¡Tres! Y eso significa que la proporción es de un aprobado entre sesenta y cinco.

—Habrían sido cuatro si Harry Keogh se hubiera presentado.

Jamieson no parecía convencido, pero sí impresionado.

—Está bien. Supongamos que usted está en lo cierto con respecto a sus condiciones para las matemáticas. Y en verdad, usted tiene razón cuando dice que ese examen apunta más a evaluar la inteligencia natural que los conocimientos memorísticos. Pero ¿y qué me dice de las otras materias? Según estos informes, Keogh fue un fracaso en casi todas. El último de la clase en la mayoría.

Hannant asintió con un suspiro, y luego dijo:

—Mire, siento haberle hecho perder el tiempo con este chico. De todos modos, ya no se puede hacer nada, puesto que no se presentó al examen. Pero pienso que es una pena; el chico es realmente capaz.

—Le diré qué vamos a hacer —dijo Jamieson, mientras acompañaba a Hannant hacia la puerta, su mano en el hombro del profesor de matemáticas—: Dígale que venga a verme por la tarde. Hablaré con él, y veré qué me parece. No, espere; quizá pueda hacer algo un poco más constructivo. ¿De modo que es un matemático intuitivo? Muy bien…

Jamieson regresó a su mesa, cogió la pluma y garrapateó algo en una hoja en blanco con membrete del colegio.

—Tome —dijo—. Vea cómo resuelve esto. Que lo haga a la hora del almuerzo. Si obtiene una respuesta, hablaré con él y veremos qué se puede hacer por el chico.

Hannant cogió la hoja y salió al pasillo. Miró lo que el director había escrito e hizo un gesto de decepción. Plegó la hoja, la guardó, y luego volvió a sacarla, la abrió y se quedó mirándola. Bueno, tal vez era precisamente el tipo de problema que Keogh podía resolver. Hannant estaba seguro de que él podía hacerlo —pensando un poco, y tras probar unas cuantas veces—, pero si Keogh podía resolverlo, entonces estaban frente a algo grande. Su alegato a favor del muchacho estaría más que fundamentado. En caso de que Keogh fracasara, Hannant simplemente dejaría de preocuparse por el chico. Había otros alumnos igualmente merecedores de su atención; de eso estaba seguro…

Hannant llamó a la puerta de Jamieson a la una y media en punto, y entró rápidamente al despacho tan pronto como el director le dijo que pasara. Jamieson acababa de entrar, tras haber ido a comer, y apenas si se había acomodado. Se puso en pie cuando Hannant fue en dirección a su mesa, y cogió la hoja que le tendía el profesor de matemáticas.

—He hecho lo que usted me ha sugerido —dijo Hannant, emocionado—, y ésta es la solución que ha encontrado Keogh.

El director del colegio leyó deprisa el enunciado del problema que había dado al muchacho.

Cuadrado mágico

Un cuadrado está dividido en 16 cuadrados iguales, más pequeños. Cada cuadrado pequeño contiene un número, de 1 a 16 inclusive. Ordénelos de manera que la suma de las líneas horizontales, de las verticales y de las diagonales dé siempre el mismo número.

La respuesta, en lápiz —junto a algo que parecía un comienzo erróneo que el chico había descartado— estaba escrita bajo el enunciado, y llevaba la firma «Harry Keogh».

Jamieson contempló la hoja, abrió la boca para hablar, no dijo nada y siguió mirándola. Hannant vio que sumaba rápidamente las columnas, las líneas horizontales y las verticales; casi podía oír el ruido de su cerebro en marcha.

—Esto está muy, muy bien —dijo por fin el director.

—¡Más que bien! —respondió Hannant—. ¡Es perfecto!

El director lo miró sonriente.

—¿Perfecto, George? Todos los cuadrados mágicos lo son; ésa es precisamente su magia, su atracción.

—Sí —estuvo de acuerdo Hannant—, pero la perfección tiene grados. Usted le pidió que las verticales, las horizontales y las diagonales sumaran lo mismo. Él le ha dado eso, y más. Los cuadrados de los ángulos suman lo mismo. Los cuatro del centro también. Si consideramos al cuadrado dividido en cuatro bloques de cuadrados menores, los cuatro bloques también suman lo mismo. ¡Si hasta los números de los cuadrados de los bordes, sumados de dos en dos, suman lo mismo que sus opuestos! Y si lo estudia con más cuidado, eso no es todo. ¡Es perfecto!

Jamieson inspeccionó de nuevo el cuadrado, frunció el entrecejo durante un momento, y luego sonrió complacido.

—¿Dónde está Keogh? —preguntó por fin el director del colegio.

—Está esperando fuera. Pensé que usted tal vez querría verlo…

Jamieson se sentó a su mesa y suspiró.

—Está bien, George; haga entrar a su niño prodigio.

Hannant abrió la puerta e hizo pasar a Keogh. El chico entró y se quedó de pie frente a la mesa de Jamieson; parecía inquieto.

—Keogh —dijo el director del colegio—, el señor Hannant me ha dicho que usted tiene talento para los números.

Harry no respondió.

—Por ejemplo, este cuadrado mágico. Yo me he dedicado a cosas como esa, por puro entretenimiento, ¿sabe?, desde que tenía su edad, poco más o menos. Y me parece que nunca encontré una solución tan buena como la suya. Es notable. ¿Le ayudó alguien?

Harry alzó la cabeza y miró a Jamieson a los ojos. Por un instante tuvo una expresión… ¿temerosa? Tal vez, pero al instante siguiente ya estaba a la defensiva.

—No, señor. No me ayudó nadie.

Jamieson hizo un gesto de asentimiento.

—Ya veo. ¿Y dónde están sus borradores, lo que hizo antes de resolverlo? Porque uno no adivina sin más una solución tan inteligente como ésta, ¿no es verdad?

—No, señor —respondió Harry—. El borrador está junto a la solución, tachado.

Jamieson miró la hoja, se rascó la cabeza, dirigió una rápida mirada en dirección a Hannant y volvió a fijar sus ojos en Harry.

—Pero su borrador no es más que un cuadrado con los números escritos según su orden natural. No veo cómo…

—Señor —interrumpió Harry—, me pareció que ésa era la manera lógica de comenzar. Cuando terminé de ordenar los números me di cuenta de lo que tenía que hacer.

El director y el profesor de matemáticas volvieron a intercambiar miradas significativas.

—Siga, Harry —pidió Jamieson.

—Mire, señor. Si usted escribe los números, tal como lo hice yo, todos los grandes van a la derecha y abajo. De modo que me pregunté: ¿cómo puedo pasar la mitad de los de la derecha a la izquierda, y la mitad de los de abajo a arriba? ¿Y cómo puedo hacer las dos operaciones simultáneamente?

—Sí…, parece lógico. —Jamieson se rascó otra vez la cabeza—. ¿Y qué hizo, entonces?

—¿Cómo dice?

—Le pregunté que cómo lo hizo, muchacho.

Jamieson odiaba repetir sus palabras a los alumnos; éstos tenían la obligación de escucharlo a la primera vez.

Harry palideció de repente. Dijo algo, pero su voz sonó como un graznido. Tosió, y su voz se hizo una octava o dos más grave. Cuando volvió a hablar, ya no parecía un chico joven.

—Lo tiene allí, ante sus ojos. ¿No puede verlo usted solo?

Jamieson abrió mucho los ojos y la boca, pero antes de que estallara, Harry prosiguió:

—Invertí las diagonales, eso es todo. Era la respuesta evidente, la única solución lógica. Cualquier otra habría sido como en un juego de azar, jugar a acertar. Y acertar por azar no es suficiente; no para mí.

Jamieson se puso de pie, se sentó de nuevo, y apuntó enfurecido en dirección a la puerta.

—¡Hannant, llévese de aquí a este chico! Y luego vuelva y hablaremos.

Hannant cogió a Keogh de un brazo y lo arrastró al pasillo. Tuvo la sensación de que si no hubiera cogido al chico, éste se habría desmayado. Lo dejó apoyado contra una pared, tras susurrar un perentorio «¡Espere aquí!». Harry parecía mareado y enfermo.

Hannant regresó al despacho de Jamieson, y encontró al director secándose el sudor de la frente con una hoja de papel secante.

El hombre miraba fijamente el problema que había resuelto Harry y murmuraba:

—¡Conque invirtió las diagonales! ¡Sí que las invirtió!

Pero cuando Hannant cerró la puerta después de entrar, Jamieson le miró y esbozó una pálida sonrisa. Era evidente que había recuperado el dominio de sí mismo, y continuó secándose el sudor de la cara y el cuello.

—¡Este maldito calor! —dijo, y le hizo señal a Hannant de que se sentara.

Hannant, que debajo de la chaqueta tenía la camisa pegada a la espalda, dijo:

—Es terrible, ¿verdad? El colegio es un horno. También los chicos lo pasan fatal.

El profesor de matemáticas permaneció de pie.

Jamieson se dio cuenta de adonde quería llegar Hannant, y asintió.

—Sí, pero eso no disculpa la insolencia, o la arrogancia.

Hannant sabía que sería mejor callar, pero no pudo.

—No creo que Harry se propusiera ser insolente —dijo—. Pienso que se limitaba a exponer un hecho. Sucedió lo mismo ayer, cuando lo interpelé. Me parece que tan pronto como uno lo apura, el chico se defiende. Es un muchacho brillante, pero intenta fingir que no lo es. Hace todo lo que puede para ocultar su inteligencia.

—Pero ¿por qué? Eso no es normal. La mayoría de los chicos de su edad están ansiosos por exhibirse. ¿Él lo hace por timidez, o tal vez hay algo más profundo?

—No lo sé —dijo Hannant con un gesto de negación—. Déjeme que le cuente lo sucedido ayer.

Cuando terminó, el director dijo:

—Una situación similar a la que hemos visto hace unos minutos.

—Así es.

Jamieson se quedó pensativo.

—Si realmente es tan inteligente como usted cree, y desde luego que parece tener intuiciones brillantes, lamentaría muchísimo haberlo privado de la posibilidad de salir adelante en la vida. —Jamieson se echó hacia atrás en la silla—. Muy bien. Ya está decidido. Keogh no pudo presentarse a los exámenes por causas ajenas a su voluntad, así que hablaré con Jack Harmon, en la Escuela de Artes y Oficios, e intentaré arreglar un examen especial para el muchacho. Claro está que no puedo prometerle nada, pero…

—Eso es mejor que nada —Hannant terminó la frase por él—. Gracias, Howard.

—Está bien, está bien. Ya le avisaré si consigo algo. Hannant salió al pasillo donde lo estaba esperando Keogh.

En los dos días que siguieron Hannant trató de olvidar a Keogh, pero no le fue posible. En medio de sus clases, o en su casa durante las largas tardes de verano, e incluso de noche, el rostro joven y a la vez viejo del muchacho estaba siempre presente, flotando en la periferia de la conciencia de Hannant. La noche del viernes sorprendió al profesor despierto a las tres de la madrugada, con todas las ventanas abiertas para que entrara un poco de aire fresco, si es que lo había, y paseándose en pijama por la casa. Se había despertado con una imagen de Harry Keogh en la mente: el chico, con la hoja del cuadrado mágico que le había dado Jamieson en la mano, mientras cruzaba el patio del colegio en dirección a la puerta de atrás, bajo la arcada de piedra; y luego, del chico al cruzar la polvorienta calle para entrar por las puertas de hierro del cementerio. Y Hannant había pensado que sabía adonde se dirigía Harry.

Y de repente, aunque la noche no estaba más fresca, Hannant se había sentido helado, con un frío al que comenzaba a acostumbrarse. Podía ser solamente un frío psicológico, sospechó, una advertencia de que algo estaba horriblemente mal. Desde luego que había algo siniestro en Keogh, pero era algo que desafiaba toda conjetura. Una cosa era cierta: George Hannant esperaba que el chico pudiera aprobar los exámenes que le prepararan Howard Jamieson y Jack Harmon, de la Escuela de Artes y Oficios de Hartlepool. Y no era simplemente que deseaba que el muchacho desarrollara toda su capacidad. No, su sentimiento era más primitivo. Con sinceridad, quería que Keogh se fuera, que se marchara de la escuela, que se alejara de los otros niños. De todos esos ordinarios, perfectamente normales chicos de la escuela secundaria de Harden.

¿Era Harry Keogh una mala influencia? ¡De ninguna manera! ¿En quién podría influir, si los demás niños lo consideraban poco menos que un tonto? ¿Algo corruptor, entonces, como una mancha que puede hacerse más grande, como la proverbial manzana podrida en el fondo del tonel? Quizá, pero aquel símil no era enteramente apropiado. O tal vez lo era. Porque, después de todo, no cambia nada que una manzana no tenga conciencia de su pudrición; la corrupción se extiende de todos modos. ¿Era ésta una comparación demasiado fuerte? ¿Cómo podía ser que hubiera algo malo en Harry Keogh, algo de lo que el chico no se diera cuenta, o no comprendiera? En verdad, todo este asunto comenzaba a parecerle definitivamente ridículo. Con todo… ¿qué había en Harry Keogh que tanto preocupaba a Hannant? ¿Qué había en su interior que buscaba salir a la luz? ¿Y por qué Hannant tenía la sensación de que cuando eso finalmente surgiera sería terrible? Hannant decidió investigar los antecedentes de Keogh, ver qué podía descubrir en el pasado del muchacho. Quizá la causa de las dificultades estuviera allí. Claro está que también podía suceder que en el chico no hubiera nada anormal, y que todo el asunto fuera producto de la imaginación hiperactiva del profesor de matemáticas. Podía ser consecuencia del calor, de que últimamente dormía muy mal, del trabajo monótono, repetitivo y poco agradecido del colegio; podía deberse a uno de estos factores, o a todos. Sí, quizás era así, pero ¿por qué una voz en su interior insistía en que Keogh era diferente? ¿Y por qué en algunas ocasiones sorprendía a Keogh mirándolo fijo, con unos ojos que muy bien podían ser los de su propio padre, muerto y enterrado?

Diez días y dos martes más tarde, se desencadenó la tragedia. Sucedió cuando los muchachos, acompañados por el profesor de educación física Graham Lane y las profesoras Dorothy Hartley y Gertrude Gower, hicieron la acostumbrada excursión a la playa para recoger piedras. Sargento Lane, con la intención aparente de recoger unas flores silvestres muy raras, pero más probablemente para impresionar a su amante, trepó por el acantilado. Cuando estaba por la mitad de la traicionera pendiente, se desprendieron unas piedras bajo sus pies y el profesor cayó hacia la pedregosa playa, muchos metros más abajo. Sargento había intentado agarrarse a la accidentada ladera, pero una estrecha saliente se desprendió y el hombre cayó dando vueltas en el aire. Aterrizó boca abajo, y murió en el acto.

El accidente parecía más horrible aún si se consideraba que la noche antes Sargento y Dorothy Hartley habían anunciado su compromiso. Pensaban casarse en la primavera. Y al viernes siguiente, Sargento ya estaba enterrado. Hannant recordó más tarde que, mientras miraba descender el féretro de Lane a la tumba recién abierta en el viejo cementerio, había pensado que habría sido mucho mejor para él si se hubiera quedado en el ejército.

Más tarde habían servido bocadillos, pasteles y café —y una copa de algo más fuerte para los que lo desearan— en la sala de profesores del colegio. Y, por supuesto, también había que intentar consolar a Dorothy Hartley. De modo que ninguno de los profesores se había quedado para ver al sepulturero echar las últimas paladas de tierra, y nadie había presenciado cómo el último y solitario asistente al entierro estaba sentado en una tumba cercana, la barbilla en las manos y los opacos ojos rojos, tras los cristales de las gafas, en el montículo de tierra recién removida, con una expresión que podía ser doliente, pero también de curiosidad, o expectación.

Entretanto, Howard Jamieson no se había mostrado negligente en su tentativa de conseguir una plaza en la Escuela de Artes y Oficios de Hartlepool, y si no una plaza, al menos la posibilidad de que el chico se la ganara. El examen —fundamentalmente un test de inteligencia que pretendía medir las aptitudes verbales y numéricas, y la percepción espacial— tendría lugar en la escuela de Hartlepool bajo la supervisión de John —también llamado Jack— Harmon, el director. Esto se había sabido en los mentideros de la Escuela Harden y Harry se había convertido en el blanco de diversas pullas.

Ya no era sólo Gafotas, sino que había adquirido otros motes, entre ellos el de «Favorito», lo que indicaba que el grandullón Stanley había divulgado que Harry era el protegido de algún profesor, o del director. Y con la retorcida lógica que Stanley sabía usar tan bien —y la velada amenaza de sus puños, regordetes pero muy contundentes—, no le había costado mucho convencer aun a los más tolerantes de que algo olía mal en la tardía revelación de Keogh como alguien por encima de lo común.

¿Por qué tenían que darle a Gafotas —o al Favorito—, la ventaja de un examen especial? Otros muchachos habían estado enfermos ese día, ¿verdad? ¿Y acaso les daban otra oportunidad? ¡Nada de eso! Aquello sucedía porque ese sonámbulo estúpido les hacía la pelota a los profesores, ésa era la razón. ¿Quién se preocupaba de buscar en la arena conchas malolientes para la vieja bruja de la Gower? Gafotas Keogh, por supuesto. ¿Y no lo había defendido siempre Sargento? Claro que sí. Y ahora, sólo porque se mostraba un poco más listo en matemáticas, el engreído de Hannant se ponía de su parte. Claro, el idiota de cuatro ojos era el favorito de todos. Pero no del grandullón Stanley, eso era seguro.

Todo esto sonaba muy lógico, y cuando se le añadieron las ofendidas voces de los que, sin quererlo, se habían perdido el examen, el matón de la clase tuvo muy pronto un nutrido grupo de chicos que lo apoyaban. Hasta Jimmy Collins parecía pensar que había algo que olía mal.

Y luego llegó el martes, exactamente una semana después de la muerte del profesor de gimnasia, y una vez más toda la escuela se dirigió a la playa a recoger piedras en la excursión que todos esperaban fuera la última de la temporada. Al principio había sido una novedad, pero ahora todos, profesores y alumnos por igual, estaban hartos de las salidas. Y la muerte de Lane no había hecho más que arruinar definitivamente el paseo. La señorita Gower estaba presente, y Jean Tasker, la profesora de ciencias —un poco más vieja que la Gower, pero menos mojigata— reemplazaba a Dorothy Hartley, que tenía unos días de permiso. También estaba George Hannant, que sustituía a Graham Lane.

Como de costumbre, los chicos tuvieron una hora libre después de recoger las piedras, y antes de regresar con ellas a la escuela. Ge Ge Gower, como la llamaban sus alumnos por sus iniciales y por su risa irónica, daba instrucciones a un grupo de chicos que no sabían nadar, y estaban junto a una de las charcas formadas por la marea; George Hannant y Jean Tasker caminaban junto al mar; charlaban, juntaban conchas y pasaban el tiempo lo mejor que podían. Fue entonces cuando el grandullón Stanley, que no podía resistir los deseos de vengarse, pensó que había llegado la ocasión de «dar una lección a Keogh».

Harry se había marchado solo, con la cabeza baja y las manos a la espalda, a buscar conchillas a la playa, y cuando volvió junto a la pila de piedras vio que Green y unos cuantos más lo estaban esperando.

—¡Mira quien viene! —se burló el matón, abriéndose paso hasta la primera fila del grupo—. ¡El mimado de los profesores, Gafotas Keogh, y trae un ramo de bonitas conchillas para la vieja Ge Ge! ¿Cómo van las cosas, Gafotas? ¿Crees que aprobarás ese examen tan especial, que te han preparado sólo para ti?, Tú sabes que lo aprobarás, ¿verdad, Gafotas? O mejor dicho, que te aprobarán hagas lo que hagas —dijo con voz rencorosa otro del grupo.

—¡Claro, si es Favorito! —intervino un tercero—. ¡No puede fallar, si es el mimado de los profesores!

Jimmy Collins, que se acercaba secándose con una toalla, percibió el estado de ánimo de la multitud, pero no dijo nada. Se dirigió adonde estaba su ropa, se puso una toalla alrededor de la cintura y comenzó a vestirse.

—¿Y bien? —dijo Stanley empujando a Harry—, ¿qué dices, cuatro ojos? ¿Te aprobarán esos profesores tan guapos, para que puedas irte con los maricones de la escuela de Hartlepool, y alejarte de nosotros, que somos unos chicos tan brutos?

El empujón hizo que Harry retrocediera tambaleándose, y dejara caer las conchas que había recogido. Stanley lanzó un grito de guerra, saltó hacia adelante y las aplastó con los zapatos en la arena. Harry se tambaleó, con aspecto de encontrarse enfermo, y volvió la cara. Tras las gafas sus ojos estaban húmedos y su cara, que habitualmente no tenía el color moreno de sus compañeros, se puso aún más pálida.

—¡Eres la mierda preferida de los profesores, Gafo tas! —graznó rencoroso Green—. ¡El favorito del viejo Jamieson! ¿Y por eso lloras? ¿Qué, te estás mojando encima? ¡Cuatro ojos, idiota…!

—¡Cállate, imbécil! —gruñó Harry mientras se volvía y se enfrentaba con el matón—. Ya eres bastante feo; no hagas que te arruine la cara.

—¿Qué? —Green no podía creer lo que oía. ¿Qué había dicho Keogh? No, no podía ser. ¡Si ni siquiera parecía su voz! Debía de tener una rana en la garganta, o quizá se estaba ahogando de miedo.

—¿Por qué no lo dejas en paz? —dijo Jimmy Collins, abriéndose paso entre los del grupo, pero lo cogieron entre dos o tres y no lo dejaron avanzar más.

—No te metas en esto —dijo Harry con su nueva y áspera voz—. No pasa nada.

—¿Qué no pasa nada? —se burló el grandullón Stanley—. Pues yo diría que a ti te pasarán unas cuantas cosas, hijo. ¡Te has metido en un buen follón!

Y con la última palabra lanzó su puño contra la cabeza de Harry. El muchacho lo esquivó fácilmente, se adelantó y golpeó a Stanley en la barriga con los dedos extendidos y rígidos. El otro se dobló de dolor, y Harry le dio un rodillazo en la cara. El golpe sonó como un tiro. Green se enderezó y cayó hacia atrás, con los brazos abiertos. Y aterrizó con gran estrépito en la arena.

Harry se acercó. Pasaron unos segundos, pero Green seguía tirado en la arena. Luego se sentó y sacudió la cabeza, aturdido. Su nariz había cambiado de forma y sangraba en abundancia. Tenía los ojos llenos de lágrimas, y con una expresión confusa.

—Tú… tú… tú —balbuceó, y escupió sangre.

Harry se agachó, y le mostró un puño apretado.

—¿Tú qué? —gruñó con un costado de la boca—. Sigue, matón, di algo. Dame una razón para golpearte otra vez.

Green no dijo nada; levantó una mano temblorosa y se tocó la nariz rota, el labio partido. Luego comenzó a llorar ostensiblemente.

Pero Harry aún no había terminado con él.

—Escucha, idiota —dijo—. Si alguna vez, aunque sea una sola, vuelves a llamarme Gafotas, o Favorito, o cualquier otro mote que se te ocurra, si alguna vez me diriges la palabra, te daré tantas hostias que estarás escupiendo dientes durante un mes. ¿Lo has entendido, idiota?

El grandullón Stanley volvió la cara y lloró con más fuerza aún.

Harry alzó la vista, miró al resto del grupo, se quitó las gafas, las guardó en un bolsillo e hizo un gesto de burla. No pestañeaba ni daba la sensación de que necesitara usar gafas. Sus ojos brillaban como canicas de cristal, llenos de vida.

—Y lo que dije para este mierda, también vale para vosotros. Claro que si alguno quiere que peleemos ahora…

Jimmy Collins se puso a su lado.

—O si hay dos que quieran pelear… —dijo.

El grupo permaneció en silencio. Todos estaban boquiabiertos. Lentamente se dieron la vuelta y comenzaron a hablar, entre risas nerviosas, tonteando como si nada hubiera sucedido. El incidente había concluido y, curiosamente, todos se alegraban de ello.

—Harry —dijo Jimmy en voz baja—, ¡nunca vi nada igual! Nunca. Has peleado corno un hombre…, quiero decir, como un adulto. Igual que Sargento cuando se entrenaba en el gimnasio. Combate sin armas, lo llamaba él. —Le dio un codazo en las costillas, pero con cautela—. ¿Sabes una cosa?

—¿Qué? —preguntó Harry, temblando de pies a cabeza y con su voz de siempre.

—Eres muy raro, Harry Keogh. ¡Eres verdaderamente raro!

Harry Keogh se presentó a examen quince días después.

El tiempo había cambiado en la primera semana de septiembre, y luego fue empeorando de manera progresiva hasta que pareció que el cielo estaba permanentemente lleno de lluvia. También llovió el día del examen, un aguacero que lavaba las ventanas del despacho del director, donde Harry estaba sentado tras una gran mesa con sus papeles y sus plumas.

Jack Harmon lo vigilaba, sentado tras su propia mesa, mientras leía —y añadía sus comentarios y recomendaciones— las actas de la última reunión de profesores. Pero de vez en cuando interrumpía su trabajo, levantaba la cabeza para mirar al chico, y se preguntaba cómo terminaría aquello.

En realidad, Harmon no tenía muchas ganas de tener a Harry Keogh en la Escuela de Artes y Oficios. No había en ello nada personal, a pesar de que sentía de que lo habían forzado a aceptar esta situación insólita: tomar un examen especial a un chico que, pura y simplemente, no se había presentado a la convocatoria oficial. Harmon pensaba que esto podía sentar un mal precedente. El tiempo ya era muy escaso sin trabajos extra de esta clase. Los exámenes eran los exámenes: se tomaban una vez al año, y los hijos de mineros que los aprobaban tenían la oportunidad de completar su educación en la escuela, y tal vez labrarse así un destino mejor que el de sus padres. Este procedimiento había sido establecido hacía mucho tiempo, y funcionaba bien. Pero la protección y ayuda que Jamieson daba al jovencito Harry Keogh era algo nuevo…

Por otra parte, el director de la Escuela Harden para niños era un viejo amigo, y era cierto que Harmon le debía algunos favores. Aun así, cuando Jamieson le había planteado por primera vez el asunto, Harmon no se había mostrado muy receptivo, pero el otro insistió. Por último, la curiosidad de Harmon se había despertado: quería ver con sus propios ojos a ese «jovencito prodigio». Al mismo tiempo, y lo había dejado bien claro, no quería sentar un precedente. Había buscado una salida honrosa, y creía haberla encontrado. Había preparado personalmente el examen; había elegido los problemas más difíciles tomados en los exámenes de los últimos seis años. Era impensable que un chico con la educación de Keogh pudiera resolverlos todos correctamente, y si bien el examen sería una farsa, Harmon tendría la oportunidad de ver trabajar a Keogh, y satisfacer así su curiosidad. También Jamieson quedaría satisfecho, al menos con respecto a su pedido de que se le tomara examen al muchacho. El fracaso de Keogh destruiría la credibilidad de futuras peticiones de esa clase. Por todas estas razones, Jack Harmon, mientras trabajaba en sus actas, mantenía un ojo atento sobre el muchacho.

Se había fijado una hora para cada tema; entre uno y otro habría descansos de diez minutos durante los cuales se servirían té y galletas en el mismo lugar del examen, el despacho del director. Había un lavabo, utilizado por los profesores, en la puerta de al lado. El primer ejercicio había sido el examen de inglés, después del cual Keogh había bebido en silencio su té mientras miraba con rostro inexpresivo la lluvia que caía tras las ventanas. Ahora estaba en la mitad del examen de matemáticas, o al menos, debería estarlo. Aquí la cuestión se presentaba dudosa.

Harmon lo había observado. La pluma del chico apenas si había arañado el papel, y si lo había hecho, fue durante los minutos en que el director estaba abstraído en su propio trabajo. El muchacho había trabajado duro con el primer examen: el ejercicio de inglés al parecer le había interesado, y había escrito y vuelto a escribir con cara de concentración mientras mordía la punta de la pluma. De hecho, todavía estaba trabajando cuando Harmon declaró que se había terminado el plazo. Era evidente, sin embargo, que el examen de matemáticas lo tenía perplejo. Había hecho uno o dos intentos, Harmon lo reconocía, y en este momento se había puesto a trabajar una vez más, pero al cabo de uno o dos minutos se enderezó en la silla y volvió a mirar por la ventana, pálido y silencioso como si estuviera agotado.

Después pareció recuperarse, leyó la siguiente pregunta y se puso a escribir con ritmo frenético, como presa de la inspiración, y de nuevo hizo una pausa, agotado. Y así una y otra vez. Harmon comprendía muy bien que estuviera tenso, o ansioso, o lo que fuera que le hacía actuar de ese modo: las preguntas eran muy difíciles. Había seis, y harían falta al menos quince minutos para responder a cada una de ellas. Y eso si la capacidad y los conocimientos del chico eran muy superiores a los de sus condiscípulos del Colegio Morden.

Harmon no podía entender, sin embargo, por qué Keogh continuaba intentándolo, por qué atacaba furioso una y otra vez el examen para abandonar casi de inmediato, frustrado y cansado. ¿No se daba cuenta de que no podía ganar? ¿Qué pensaba mientras miraba por la ventana? ¿Dónde estaba el chico cuando su rostro se quedaba en blanco, como vacío de toda expresión?

Tal vez Harmon debería dar por terminado el examen, acabar con aquello. Era evidente que el chico no iba a ninguna parte.

El director miró su reloj. Ya habían pasado treinta y cinco minutos del tiempo acordado para el examen de matemáticas. El chico continuaba sentado, los brazos caídos a los costados y los ojos entrecerrados tras los cristales de las gafas. Harmon se puso de pie y se acercó en silencio, desde atrás, al asiento de Harry Keogh. Afuera la lluvia golpeaba los cristales; en el interior del despacho, el tic tac de un antiguo reloj de pared parecía seguir el ritmo de la respiración del director. Harmon miró por encima del hombro de Keogh; en verdad, no sabía qué esperaba ver.

No podía apartar los ojos del papel. Los cerró dos o tres veces, y luego los abrió, muy grandes. Frunció el entrecejo mientras estiraba el cuello para ver mejor. Keogh no dio señales de haber oído su exclamación de asombro y continuó sentado, mirando con ojos adormilados la lluvia que golpeaba las ventanas.

Harmon retrocedió un paso, dio la vuelta y regresó a su mesa. Se sentó, abrió un cajón, contuvo el aliento y cogió las respuestas al examen de matemáticas. Keogh no sólo había respondido a todas las preguntas, sino que lo había hecho bien. ¡Había respondido correctamente a todas! El último instante frenético de trabajo había sido para contestar a la sexta pregunta, la última. Es más, prácticamente no había hecho ningún borrador, y no había utilizado las fórmulas habituales y aceptadas.

El director se permitió por fin respirar muy, muy hondo, miró otra vez las hojas impresas que tenía en la mano —montones de complicadas operaciones y problemas prolijamente resueltos—, las volvió a guardar en el cajón y lo cerró. Apenas podía dar crédito a lo que había visto. Si no hubiera estado sentado en el despacho durante todo el examen, habría jurado que el chico había hecho trampas. Pero era evidente que no había sido así. Entonces, ¿qué tenía Harmon aquí?

Howard Jamieson había dicho que el muchacho era un «intuitivo», un «matemático intuitivo». Muy bien, Harmon iba a comprobar si la intuición de Keogh servía de algo en el próximo examen. Entretanto…

El director se frotó la barbilla y miró pensativo la nuca de Keogh. Tenía que hablar largo y tendido con Jamieson y con el joven Hannant, que al parecer era quien había informado a Jamieson sobre el chico. Claro está que aún era muy pronto, pero… ¿intuición? Harmon pensó que tal vez había otra palabra más justa para definir a Keogh, y que los profesores de Harden no habían querido utilizar. Harmon podía comprender esta actitud, ya que tampoco él la pronunciaría de buena gana.

La palabra que estaba en la mente de Harmon era «genio», y si realmente podía aplicarse a Keogh, entonces seguro que había un lugar para él en la Escuela de Artes y Oficios. Harmon descubriría muy pronto si estaba en lo cierto.

Claro que lo estaba; sólo se equivocaba con respecto a la naturaleza del genio de Keogh.

Jack era bajo, gordo, hirsuto y su aspecto, en conjunto, era más bien simiesco. Hubiera parecido muy feo, pero rezumaba una cordialidad y un aire de bienestar que hacían que uno olvidara su exterior, y viera al verdadero Jack Harmon: un caballero de pies a cabeza. Además, era un hombre muy inteligente.

Cuando era joven, Harmon había conocido al padre de George Hannant. J. G. Hannant era entonces director de Harden, y Harmon enseñaba matemáticas y ciencias en una escuelita de Morton, otro pueblo minero. En los años que siguieron se había encontrado de vez en cuando con el joven Hannant, y lo había visto crecer. Harmon no se había sorprendido cuando se enteró de que también George Hannant se había dedicado al mismo «negocio» que su padre; como el viejo Hannant, George también llevaba la enseñanza en la sangre.

Harmon había pensado en él siempre como el «joven Hannant». ¡Ridículo, porque George ya llevaba casi veinte años como profesor!

Harmon había llamado al profesor de matemáticas para que fuera a verlo a Hartlepool para hablar con él de Harry Keogh. Esto sucedía el martes siguiente al examen del muchacho, y los dos hombres se habían encontrado en la Escuela de Artes y Oficios. Harmon vivía muy cerca, y luego había llevado a Hannant a comer a su casa, un almuerzo de carne fría y encurtidos. La esposa del director, que sabía que se trataba de una reunión de trabajo, sirvió la comida y se fue de compras, dejando a los dos hombres solos para que comieran y hablasen en paz. Harmon comenzó la charla con una disculpa.

—Espero que mi llamada para que viniera a verme no le haya causado muchas molestias, George. Ya sé que Howard los hace trabajar muchísimo en la escuela.

—No me ha molestado en absoluto. Jamieson me sustituirá esta tarde. De vez en cuando le gusta volver a dar clases; dice que echa de menos las aulas. Estoy seguro de que cambiaría de buena gana su cargo de director, y todo el trabajo administrativo que conlleva, por una clase llena de chicos.

—¡Seguro que lo haría! ¡Seguro! ¡Y todos los que estamos en una posición similar! —sonrió Harmon—. ¡Pero el dinero, George, es el dinero! Y supongo que también el prestigio tiene algo que ver. Sabrá a qué me refiero cuando sea director. Y ahora, hábleme de Keogh. Fue usted quien lo descubrió, ¿no es verdad?

—Habría que decir que fue él quien se descubrió a sí mismo —respondió Hannant—. Es como si la inteligencia del chico hubiera despertado hace muy poco, como si él comenzara a darse cuenta de sus potencialidades. Es uno de esos corredores que arrancan tarde, para decirlo de alguna manera.

—Pero luego aventajan a todos los demás en un instante, ¿no?

—Entonces, ¿ha aprobado? —Como Harmon no había dicho nada acerca del resultado de los exámenes, Hannant temió que el chico hubiera fracasado. Cuando lo llamaron a Hartlepool sintió renacer algo de su antigua confianza, y ahora, después de las últimas palabras del director, estuvo seguro de que todo había salido bien para Keogh.

—No —respondió Harmon con un gesto de negación—. ¡Fracasó estrepitosamente! El examen de inglés fue un desastre. El chico lo intentó, pero…

La sonrisa de Hannant se desvaneció y sus hombros se hundieron un poco.

—Pero de todos modos, lo admitiré en la escuela —siguió Harmon, y sonrió cuando su mirada se encontró otra vez con los ojos muy abiertos de Hannant—, confiando en lo que hizo en los otros exámenes.

—¿Y qué hizo?

—Reconozco que le planteé las preguntas más difíciles que pude encontrar. ¡Y las respondió como si nada! Lo único que tal vez se le podría reprochar es su procedimiento poco ortodoxo… si es que eso es una falta. Ese chico prescinde de todas las fórmulas que se usan habitualmente.

Hannant asintió, sin hacer ningún comentario, aunque pensó que sabía exactamente lo que quería decir Harmon. Y cuando vio que Harmon esperaba una respuesta, dijo:

—Claro, siempre hace lo mismo.

—Pensé que quizá sólo lo hacía en matemáticas, pero fue igual en el otro examen. Llámelo cociente intelectual, espacial, o como quiera, pero se trata de una prueba creada para medir la capacidad potencial del intelecto. La respuesta de Keogh a una de las preguntas me parece especialmente interesante; no la respuesta en sí misma, aunque de todos modos es correcta, sino la manera como llegó a ella. Es sobre un triángulo.

—¡Ah, sí!

«Trigonometría —pensó Hannant mientras se llevaba un trozo de pollo a la boca—. Me preguntaba qué haría Harry con problemas de ese tipo».

—Claro está que lo podría haber resuelto con unas simples nociones de trigonometría —Harmon parecía haberle leído el pensamiento— o incluso visualmente. El problema era muy sencillo. De hecho, era la única pregunta fácil de todo el examen. Verá.

Harmon apartó su plato, cogió una pluma y dibujó sobre una servilleta de papel.

—Si AD mide la mitad que AC, y AE es equivalente a la mitad de AB, ¿cuántas veces más grande es el triángulo mayor?

Hannant trazó dos líneas de puntos sobre el diagrama, que quedó así:

Luego dijo:

—El mayor es cuatro veces más grande. Se puede resolver de manera visual, como dijo usted.

—Muy bien. Pero Keogh simplemente escribió la respuesta. No trazó ninguna línea de puntos, sólo la respuesta. Yo le pregunté: «¿Cómo lo resolvió?». El muchacho se encogió de hombros y dijo: «La mitad de una mitad es un cuarto; el triángulo pequeño es un cuarto del mayor».

Hannant sonrió y dijo:

—Eso es típico de Keogh. Es lo primero que me llamó la atención en él. Ignora las fórmulas, se salta pasos en el proceso de razonamiento, salta de una conclusión a otra.

La expresión de Harmon no había cambiado; estaba muy serio.

—¿Qué fórmulas? —preguntó—. ¿Ya ha estudiado trigonometría?

Hannant perdió su sonrisa.

—No, apenas hemos comenzado.

—Entonces, cuando hizo el examen no conocía esta fórmula.

—Tiene razón —asintió Hannant, con el rostro ceñudo.

—Pero la sabe ahora, y también nosotros.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Hannant, que no comprendía adonde quería llegar el director.

—Yo le dije: «Keogh, lo ha hecho muy bien, pero ¿qué habría pasado si no fuera un triángulo rectángulo? ¿Si hubiera sido… así?».

Y dibujó otra vez en la servilleta de papel.

—Y le dije a Keogh —continuó Harmon—, «esta vez AD es la mitad de AB, pero BE sólo mide un cuarto de BC». Bueno, Keogh apenas le echó un vistazo y dijo: «Un octavo. Un cuarto de la mitad». Y luego dibujó esto:

—¿Qué quiere demostrar? —preguntó Hannant, a quien fascinaba más la tensa expresión del director que el tema. ¿Qué se proponía Harmon?

—¿Pero no es evidente? Esto es una fórmula, y él la descubrió por sí mismo. ¡Y lo hizo durante un examen!

—Quizá no sea una demostración de inteligencia tan grande, o tan inexplicable como usted cree —respondió Hannant con un gesto de negación—. Como le dije antes, cuando Keogh hizo su examen estábamos por empezar con trigonometría y él lo sabía. Puede que haya leído algo por adelantado, eso es todo.

—¿Sí? —dijo Harmon, que ahora estaba muy sonriente, y le dio un golpecito en el hombro a Hannant—. Entonces hágame un favor, George. Envíeme un ejemplar del libro que ha estado leyendo el chico. Me gustaría verlo. Llevo enseñando muchos años, y nunca he visto esta fórmula. Quizá la conocieran Arquímedes, Euclides o Pitágoras, pero le aseguro que es nueva para mí.

Hannant cogió de nuevo el diagrama y lo estudió. Luego dijo:

—Pues yo lo encuentro familiar. Quiero decir, entiendo el principio sobre el que construye su razonamiento Keogh. Tengo que haberlo visto antes. Yo debo… ¡Por Dios, si he enseñado trigonometría durante veinte años!

—Yo también he enseñado esa materia, amigo mío, y más de veinte años —dijo Harmon—. Lo sé todo sobre senos, cosenos y tangentes; las fórmulas comunes matemáticas me son tan familiares como a usted. Probablemente más familiares aún. Pero nunca vi un principio expuesto con tal claridad, de manera tan lógica, tan brillante. Expuesto, sí, porque no se puede decir que Keogh lo inventara, porque no lo hizo, del mismo modo que Newton no «inventó» o «descubrió» la gravedad. No, porque es tan constante como Pi: ha estado siempre aquí. ¡Pero ha sido Keogh quien nos lo mostró! —Harmon se encogió de hombros, como vencido—. No sé cómo explicar lo que quiero decir.

—Lo comprendo, no tiene que darme más explicaciones —respondió Hannant—. Es lo que yo le dije a Jamieson: ese chico tiene la capacidad de ver directamente el bosque, sin que los árboles le obstruyan la visión. ¿Pero una fórmula…?

De repente, en su mente resonaron unas palabras: ¿Fórmulas? Yo podría darle fórmulas que usted ni siquiera puede imaginar

—¡Pero lo es! —insistió Harmon, interrumpiendo las divagaciones de Hannant—. Es una fórmula para responder a una pregunta muy específica, lo sé, pero fórmula de todos modos. Y me pregunto, ¿hasta dónde llegará Keogh? ¿Hay en él más «principios básicos», con los que hasta ahora nunca dimos, esperando el estímulo adecuado para salir a la luz? Por eso lo quiero en la Escuela de Artes y Oficios; para poder averiguarlo.

—En verdad, me alegro de que usted lo acepte como alumno —dijo Hannant al cabo de un momento. Estaba a punto de mencionar la inquietud que le causaba Keogh, pero cambió de idea, y mintió deliberadamente—: No creo que pueda desarrollar toda su capacidad potencial en Harden.

—Sí, ya lo veo —respondió Harmon, frunciendo el entrecejo; y luego, con cierta impaciencia—: Pero ya hemos hablado antes de eso. Puede tener la seguridad de que haré todo lo que pueda en ese sentido. ¡Ya lo creo que lo haré! Y ahora, hábleme del chico. ¿Qué sabe de él, de sus orígenes?

Cuando regresaba a Harden al volante de su Ford Cortina del año 1967, Hannant reflexionó sobre lo que le había contado a Harmon acerca de la familia y la educación de Keogh. Casi toda la información provenía de los tíos con los que el chico vivía en Harden. El tío tenía una tienda de comestibles en la calle principal; la tía se dedicaba sobre todo a sus labores, pero también ayudaba en la tienda dos o tres veces a la semana.

El abuelo de Keogh era irlandés; se había trasladado de Dublín a Escocia en 1918, cuando terminó la Primera Guerra Mundial, y había trabajado en Glasgow como constructor. Su abuela era una dama rusa de clase alta, que había huido de la revolución en 1920 y se había establecido en Edimburgo, en una casa cerca del mar. Allí la conoció Sean Keogh, y se casaron en 1926. Tres años más tarde nació Michael, el tío de Harry Keogh, y en 1931 Mary, su madre. Al parecer, Sean Keogh era muy estricto con su hijo, y lo hizo trabajar en el negocio de la construcción —que el chico odiaba— desde la edad de catorce años. Por el contrario, había mimado a su hija, para la cual nada le parecía nunca lo bastante bueno. Esto había causado problemas entre los hermanos, ocasionados por los celos de Michael, que acabaron cuando el joven, a los diecinueve años, se fue de casa y se estableció en el sur con su propio negocio. Michael era el tío con el que vivía Harry en la actualidad.

Pero cuando Mary tenía veintiún años, la adoración de su padre se había convertido en un fuerte sentimiento de posesión que la aisló de cualquier clase de vida social. La joven pasaba los días en casa, ayudando en las tareas del hogar, o como asistenta de su aristocrática madre en el pequeño círculo espiritista que ésta había congregado a su alrededor. Mary estaba presente en las sesiones que habían hecho famosa a Natasha en la pequeña comunidad, y participaba en las ceremonias.

En el verano de 1953 Sean Keogh estaba trabajando en una pared poco estable y murió cuando ésta le cayó encima. Su esposa, que a pesar de no haber cumplido aún los cincuenta años sufría diversos achaques, vendió el negocio y a partir de entonces llevó una vida retirada, con alguna que otra sesión de espiritismo que le ayudaba a redondear sus ingresos, los cuales provenían en su mayor parte de los intereses del dinero que tenía en el banco. Para Mary, por otra parte, la muerte de su padre fue el comienzo de una libertad que ni siquiera había soñado, el inicio de una nueva vida.

Durante los dos años que siguieron la joven disfrutó de una vida social limitada sólo por el escaso dinero de que disponía, hasta que en el invierno de 1955 conoció a un banquero de Edimburgo veinticinco años mayor que ella, y se casó con él. Se llamaba Gerald Snaith, y a pesar de la diferencia de edades, él y Mary fueron muy felices en su gran casa cercana a Bonnyrigg. Desdichadamente, para ese entonces la salud de la madre de la joven se deterioró rápidamente, y los médicos diagnosticaron un cáncer, de modo que Mary pasaba la mitad de su tiempo en Bonnyrigg, y el resto cuidando de su madre, Natasha, en la casa junto al mar en Edimburgo.

Harry «Keogh», por lo tanto, había nacido exactamente nueve meses después de la muerte de su abuela, en 1957, y su apellido era entonces Snaith, el de su padre, que murió de un ataque al corazón en su despacho un año después del nacimiento de su hijo.

Mary Keogh era una mujer vigorosa y aún muy joven. Ya había vendido la vieja casa junto al mar de la familia, y tras la muerte de su marido fue la única heredera de la fortuna de éste, bastante cuantiosa. Mary decidió marcharse por un tiempo de Edimburgo, y en la primavera de 1959 se dirigió a Harden y alquiló una casa hasta fines de julio. Pasó el tiempo dedicada a hacer las paces con su hermano y a afianzar la relación con la esposa de éste. Se dio cuenta de que los negocios de su hermano no iban bien, y le prestó el dinero necesario para salir adelante.

Fue también por esta época que Michael percibió en su hermana un aire de tristeza, de desesperanza. Cuando le preguntó qué la preocupaba —aparte, claro está, de la reciente muerte de su esposo, que aún le pesaba— ella le recordó el «sexto sentido» de su madre, sus poderes psíquicos. Mary pensaba que había heredado algo de esos poderes, y éstos le «decían» que no viviría mucho tiempo. Esto no la preocupaba demasiado, lo que habría de pasar, pasaría, pero sí la inquietaba la suerte del pequeño Harry. ¿Qué sería de él si su madre moría cuando todavía era un niño?

Era improbable que Michael Keogh y su esposa, Jenny, pudieran tener hijos. Lo supieron antes de casarse, y estuvieron de acuerdo en que esto no tenía demasiada importancia, y que lo fundamental eran los sentimientos que los unían. Más tarde, cuando su pequeño negocio estuviera bien asentado, tendrían tiempo para pensar en una posible adopción. En esas circunstancias, y si algo le sucedía a Mary —una predicción a la que Michael no concedió mucha importancia, pero que Mary parecía creer con absoluta convicción—, no tenía por qué preocuparse. Su hermano y su esposa se harían cargo del niño, y lo educarían como si fuera su propio hijo. Hicieron la «promesa» más para tranquilizarla que porque creyeran que llegaría el momento de cumplirla.

Cuando Harry tenía dos años su madre conoció, y fue subyugada, por un hombre sólo dos o tres años mayor que ella, un tal Viktor Shukshin, un supuesto disidente que había huido a Occidente en busca de un paraíso político, o al menos de libertad, tal como lo había hecho la madre de Mary Keogh en 1920. Puede que la fascinación de Mary por Shukshin se debiera a esta «conexión rusa»; de todos modos, se casó con él a fines de 1960 y vivieron en la casa cercana a Bonnyrigg. El nuevo padrastro de Harry era lingüista, y había enseñado ruso y alemán en Edimburgo los dos últimos años; pero ahora, con los problemas financieros resueltos, él y su nueva esposa llevaban una vida regalada, entregados a sus aficiones e intereses personales. Shukshin también estaba interesado en los fenómenos paranormales, y alentó a su mujer para que prosiguiera sus búsquedas parapsicológicas.

Michael Keogh había conocido a Shukshin en la boda de su hermana, y lo había vuelto a ver una vez más, por poco tiempo, durante unas vacaciones en Escocia. Después, sólo en la indagación judicial. Porque Mary Keogh había muerto, tal como lo había predicho, en el invierno de 1963, a los treinta y dos años de edad. Hannant sólo había descubierto de Shukshin que no gustaba a los Keogh. Había algo en él que les resultaba antipático; probablemente lo mismo que lo había hecho atractivo para la hermana de Michael.

Con respecto a la muerte de Mary: la joven patinaba, y le gustaba mucho el hielo. Un río cercano a su casa se había cobrado su vida cuando Mary cayó al agua tras romper una capa de hielo demasiado delgado mientras patinaba. Viktor estaba con ella pero no pudo hacer nada. Desesperado —casi enloquecido de horror— fue a buscar ayuda, pero…

Había una fuerte corriente debajo del hielo en la época del accidente. Río abajo había una serie de brazos de río adonde podría haber sido arrastrado el cuerpo de Mary, para permanecer allí hasta el deshielo. Las aguas arrastraban además una gran cantidad de fango, que sin duda la había cubierto. De todas formas, nunca encontraron su cadáver.

Michael cumplió su promesa antes de que transcurrieran seis meses: Harry Keogh fue a vivir con sus tíos en Harden. Esto era muy conveniente para Shukshin; Harry no era su hijo, a él no le gustaban los niños y no estaba dispuesto a criar él solo al pequeño. Mary había asegurado en su testamento el porvenir del niño; la casa y el resto de sus propiedades fueron para el ruso. Por lo que sabía Michael Keogh, Shukshin todavía vivía allí, no se había vuelto a casar y se dedicó otra vez a la enseñanza privada del ruso y el alemán. Todavía daba sus clases en la casa cercana a Bonnyrigg donde, al parecer, vivía solo. En todos aquellos años, el ruso no había solicitado ver a Harry; ni había preguntado por él. A pesar de lo trágica que parecía ser la historia de su familia, los comienzos de Harry Keogh no habían sido muy singulares. Lo único que había llamado realmente la atención de Hannant era la afición de la abuela y la madre del muchacho por lo paranormal, pero tampoco esto era en sí mismo muy extraordinario. Aunque, pensándolo mejor, quizá lo fuera. Mary Shukshin parecía convencida de que Natasha le había transmitido sus «poderes». ¿Y si ella, a su vez, se los hubiera transmitido a su hijo? ¡Ésa sí que era una idea! O podría haberlo sido, si Hannant hubiera creído en semejantes cosas. Pero el profesor de matemáticas no creía.

Y tres semanas más tarde, cuatro o cinco días después de que Keogh dejara el colegio de Harden para ir a la Escuela de Artes y Oficios, Hannant dio con algo muy extraño y que tenía que ver con Harry Keogh.

El profesor de matemáticas tenía guardado en el trastero un viejo baúl de su padre, que contenía cuadernos de notas, chucherías y recuerdos que su padre había ido acumulando a lo largo de su carrera. Hannant había subido al trastero para arreglar una teja que se había soltado en una tormenta, vio el baúl y le pareció muy hermoso. Construido para durar siglos, su oscura madera y sus herrajes de bronce tenían el encanto de las cosas antiguas. Podía ponerlo junto a la librería, en el salón, y quedaría muy bien.

Hannant arrastró el baúl escaleras abajo y comenzó a vaciarlo; una vez más miró viejas fotografías que no había visto durante años, y puso a un lado algunas cosas que podían serle de utilidad en el colegio (varios libros de texto, por ejemplo) hasta que dio con una gran libreta encuadernada en cuero, y llena de notas y gráficos escritos por la mano de su padre. Al repasar las páginas algo le llamó la atención y retuvo su mirada por un instante… hasta que advirtió de qué se trataba.

De inmediato un escalofrío inexplicable volvió a recorrer la espalda de Hannant e hizo que se sentara, tembloroso, con el libro abierto sobre las rodillas. Luego…, luego cerró el libro de un golpe y fue hasta el salón del frente, donde un fuego de hulla ardía en la chimenea. Una vez allí arrojó el libro a las llamas, sin volver a mirarlo, y dejó que ardiera.

Ese mismo día Hannant había recogido los viejos cuadernos de matemáticas de Keogh para enviárselos a Harmon a la Escuela de Artes y Oficios. Ahora cogió el más reciente, abrió sus páginas para echarles una última ojeada, después lo cerró con un estremecimiento, y lo arrojó a las llamas para que se reuniera con la libreta de su padre.

Antes del «despertar» de Keogh, su trabajo era desaliñado, falto de orden, y de ninguna manera exacto. Después, durante las seis o siete semanas siguientes…

Bueno, ahora los cuadernos ya no existían; habían desaparecido entre las llamas de la chimenea, no eran más que humo perdido en la noche.

Ya no había manera de compararlos, y esto era probablemente lo mejor que podía suceder. Era grotesco, absurdo pensar que hubiera sido posible establecer alguna comparación entre ellos. Ahora Hannant podía olvidarse del asunto para siempre. En primer lugar, porque esa clase de pensamientos estaban fuera de lugar en una mente en su sano juicio.