Harry Keogh sintió el calor del sol que entraba por la ventana de la clase y le daba en la mejilla. Percibió la solidez del banco escolar en el que estaba sentado, pulido por cientos de posaderas que lo habían utilizado antes que él. Sentía también el agresivo zumbido de una pequeña avispa en su gira de inspección por el tintero, la regla, los lápices y las dalias en el florero que estaba sobre el alféizar de la ventana. Pero todas estas cosas estaban en la periferia de su conciencia, eran poco más que un ruido de fondo. Era consciente de ellas de la misma manera que lo era de los latidos de su corazón, demasiado rápidos y sonoros para una clase de aritmética de un soleado martes del mes de agosto. El mundo real estaba allí, seguro, tan real como la brisa que de vez en cuando entraba por la ventana abierta; y sin embargo, Harry necesitaba aire con la misma desesperación que un hombre ahogándose. O una mujer.
Y el sol no podía calentarlo allí, donde luchaba bajo el hielo, y el zumbido de la avispa era cubierto casi por completo por el ruido del agua helada y el borboteo de las burbujas que escapaban de su nariz y de sus mandíbulas, crispadas en un grito inaudible. Abajo, oscuridad, algas y lodo congelado; y arriba…
Una lámina de hielo, de varios centímetros de espesor, y un agujero en algún lugar —el agujero por el que él (¿ella?) haba caído—, pero ¿dónde? ¡Lucha contra la corriente del río! ¡Nada contra ella, nada, nada! Piensa en Harry, el pequeño Harry. Tienes que vivir por él. Harry te necesita…
¡Allí! ¡Allí! ¡Gracias a Dios, allí está el agujero!
Se aferra al borde, las aristas de hielo cortantes como cristal. Y manos como enviadas por el cielo se acercan al agua, parecen moverse con tanta, tanta lentitud: casi en cámara lenta con una languidez horrible, monstruosa. Manos fuertes, velludas. Un anillo en el dedo anular de la mano derecha. Una ágata ojo-de-gato engarzada en un grueso aro de oro. Un anillo de hombre.
Al mirar hacia arriba, una cara borrosa, vista a través del agua revuelta. Y la transparencia del hielo permite ver su silueta, arrodillado junto al borde del agujero. Coge sus manos, esas manos vigorosas, y él te levantará como si fueras un niño de pecho. Y luego te sacudirá hasta que estés seca, como castigo por haberlo asustado.
Lucha contra la corriente —cógete de las manos—, da patadas contra el agua. ¡Lucha, lucha por Harry!
¡Ya está! ¡Ya te has cogido de las manos! ¡Agárrate con fuerza! ¡Resiste! ¡Trata de levantar la cabeza, sácala por el agujero y respira, respira!
Pero… ¡las manos te empujan hacia abajo!
Vista a través del agua la cara ondula, cambia. Los temblorosos labios de gelatina se curvan en las comisuras. Sonríen… o hacen una mueca. Gritas, y el agua entra y reemplaza al aire que se escapa.
Aférrate al hielo. Olvida las manos, las crueles manos que siguen empujándote hacia abajo. Cógete al borde y levanta la cabeza. Pero las manos están allí, te sueltan los dedos. Te empujan lejos, bajo el hielo. ¡Te asesinan!
No puedes luchar contra el río, el frío y las manos. La oscuridad baja rugiente sobre ti. Penetra en tus pulmones, en tu cabeza, en tus ojos. Clava tus largas uñas en las manos, aráñalas, desgarra la piel. El anillo de oro se suelta y desciende en espiral hacia la oscuridad y el lodo. La sangre enrojece el agua —rojo contra el definitivo negro de tu muerte—; sangre de las manos tan, tan crueles.
Ya no tienes fuerzas para luchar. Llena de agua, te hundes. Te arrastra la corriente. Pero ya no te importa. Lo único que te importa… es Harry. ¡Pobrecillo! ¿Quién lo cuidará? ¿Quién cuidará de Harry… Ha…
—¿Harry? ¿Harry Keogh? ¡Por Dios, muchacho! ¿Está usted aquí?
Harry sintió el codo de su compañero Jimmy Collins que se le clavaba en las costillas, y esto hizo que expulsara el aire con cierta violencia; oyó la voz áspera del señor Hannant retumbar en sus tímpanos por encima del tumulto del agua. Se puso derecho de un salto en el banco, respiró ansioso una bocanada de aire y sin darse cuenta alzó el brazo, como si respondiera a una pregunta. Era una reacción automática: si uno se apresuraba a levantar el brazo el profesor suponía que uno sabía la respuesta, e interrogaba a otro alumno. Salvo que a veces la estrategia fracasaba, y los profesores no caían en la trampa. Y a Hannant, el profesor de matemáticas, no le tomaba el pelo nadie.
La sensación de ahogo había desaparecido, también el terrible frío del agua, la implacable tortura de las inhumanas y brutales manos; toda la pesadilla se había desvanecido. La pesadilla, o mejor dicho, el ensueño. La nueva situación, si se comparaba con aquello, era una fruslería. ¿Lo era realmente?
De repente, Harry tuvo conciencia de una clase llena de ojos que lo miraban; fue también consciente del rostro enrojecido y furioso del señor Hannant, que lo miraba fijo desde el frente de la clase. ¿De qué habrían estado hablando?
Le echó un vistazo a la pizarra. ¡Ah, sí! Fórmulas, superficie y propiedades del círculo, el factor constante (¿?); diámetro, radio y Pi. ¿Pi? ¡Eso parecía una broma! Pero ¿cuál habrá sido la pregunta de Hannant? ¿Y habrá hecho una pregunta, después de todo?
Harry, con el rostro pálido, miró a su alrededor. La suya era la única mano levantada. La bajó lentamente. Jimmy Collins, a su lado, soltó una risita burlona, y de inmediato tosió y carraspeó para disimularla. Normalmente eso hubiera sido suficiente para que Harry también se echara a reír, pero el recuerdo de la pesadilla —o ensoñación— aún ocupaba su mente.
—¿Y bien? —preguntó Hannant.
—¿Sí, señor? —replicó Harry—. Por favor, ¿podría repetir la pregunta?
Hannant suspiró, cerró los ojos, apoyó sus grandes nudillos en la mesa y dejó caer todo el peso de su robusto cuerpo sobre sus brazos. Contó en voz muy baja —pero que toda la clase pudo oír—, hasta diez. Después, sin abrir los ojos, dijo:
—La pregunta era, ¿está usted aquí?
—¿Yo, señor?
—Por Dios, Harry Keogh. ¡Sí, usted!
—Pues claro que estoy, señor. —Harry intentó actuar como si no fuera del todo inocente. Puede que consiguiera escapar al castigo—. Pero estaba esa avispa, señor, y…
—La otra pregunta —lo interrumpió Hannant—, la primera que hice, y que me hizo sospechar que tal vez usted no estuviera con nosotros, era la siguiente: ¿Cuál es la relación entre el diámetro de una circunferencia y Pi? Presumo que ésa es la que usted quería contestar, y alzó la mano. ¿O estaba espantando moscas?
Harry sintió que se ruborizaba. ¿Pi? ¿Diámetro? ¿Circunferencia?
La clase comenzó a moverse inquieta en los bancos y alguien hizo un ruido despectivo con las narices. Probablemente era Stanley Green, el matón, el tiránico, cabezotas y empollón de Stanley. El problema con él es que era inteligente y enorme. Pero ¿cuál era la pregunta? ¿Y de qué valía recordarla, si no sabía la respuesta?
Jimmy Collins miró hacia abajo, pretendiendo interesarse en un libro que tenía sobre la mesa, y le susurró con un costado de la boca:
—¡Tres veces!
¿Tres veces? ¿Qué significaba eso?
—¿Y bien? —Hannant sabía que lo había cogido.
—Ehh… tres veces —soltó Harry con ímpetu, y rogó que Jimmy no hubiera bromeado—, señor.
El profesor de matemáticas respiró hondo y se irguió. Después bufó y frunció el entrecejo. Parecía un tanto intrigado. Pero de inmediato dijo:
—¡No! Pero casi da en el blanco. No es tres veces, sino 3,14159 Pero aún no ha respondido a mi pregunta.
—El diámetro —susurró Jimmy— es igual a la circunferencia…
—¡D… diámetro! —tartamudeó Harry—. Es igual a la circunferencia…
George Hannant lo miró fijamente. Veía a un chico de trece años, pecoso, de pelo rubio, vestido con un arrugado uniforme escolar; la camisa fuera del pantalón, la corbata semejante a un trozo de cuerda roída, torcida, la punta deshilachada, y un par de gafas sostenidas apenas por una pequeña nariz, detrás de cuyos cristales unos ojos azules y soñadores miraban con una expresión de permanente recelo. ¿Conmovedor? No, eso no. Harry Keogh sabía defenderse muy bien y, si se lo proponía, era capaz de sacar a cualquiera de sus casillas. Pero… era un chico difícil. Hannant sospechaba que detrás de esa expresión obsesionada se escondía un cerebro brillante. ¡Si tan sólo lo utilizara más a menudo!
¿Habría que obligarlo a salir de sí mismo, tal vez? ¿Una fuerte sacudida? ¿Algo que lo obligara a pensar en este mundo, y no en el lugar al que escapaba continuamente? Quizá.
—¡Harry Keogh! No estoy seguro de que no le hayan soplado esa respuesta. Collins se sienta muy cerca de usted, y parece demasiado inocente para mi gusto. Así que al final de este capítulo de su libro encontrará diez preguntas. Tres de ellas se refieren a las superficies de circunferencias y cilindros. Mañana, a primera hora, quiero encontrar sobre mi mesa la respuesta a esas tres preguntas. ¿De acuerdo?
Harry bajó la cabeza y se mordió los labios.
—¡Y míreme a la cara cuando le hablo! ¡Míreme, muchacho!
Harry alzó la vista. Ahora sí que su aspecto era lastimoso. Pero no tenía sentido arrepentirse.
—Harry —suspiró Hannant—, ¡usted es un desastre! He hablado con los otros profesores, y no sólo tiene problemas en matemáticas, sino en todas las otras materias. Hijo, si no despierta pronto, se marchará del instituto sin una sola calificación. Todavía tiene tiempo supongo que es eso lo que está pensando, un par de años, pero sólo si se pone a estudiar ahora mismo. El trabajo para hacer en su casa no es un castigo, Harry, sino mi manera de indicarle cuál es el camino que debe tomar.
Miró hacia el fondo de la clase, donde Stanley Green todavía hacía ruidos burlones mientras se tapaba la cara con la mano, con el pretexto de rascarse la frente.
—Para usted, Green, insecto repugnante, sí que es un castigo. Usted hará las otras siete.
El resto de la clase intentó no demostrar su aprobación —si lo hacía, Stanley Green se lo haría pagar caro— pero Hannant, de todos modos, la percibió. Eso estaba bien. No le importaba que pensaran que era un cabrón, pero prefería que lo consideraran un cabrón justo.
—¡Pero, señor! —Green se puso de pie, y alzó la voz en tono de protesta.
—¡Cállese! —respondió con brusquedad Hannant—. ¡Y siéntese!
Luego, después de que el matón de la clase se hubo sentado con un ruidoso ¡Ja!, el profesor echó un vistazo al horario que tenía bajo el cristal de la mesa.
—¿Qué tenemos ahora? ¡Ah, sí, recolección de piedras en la playa! Eso está muy bien, un poco de aire fresco los espabilará. Muy bien, preparen sus cosas y luego pueden salir… pero en orden. (¡Cómo si fueran a hacerle caso!)
Pero Hannant, antes de que se transformaran en una horda dedicada a golpear las mesas, agitar lápices y hacer retumbar el suelo con sus pasos, les dijo:
—¡Un momento! Pueden dejar sus cosas en la clase. El monitor llevará las llaves y les abrirá cuando vuelvan a dejar las piedras recogidas en la playa. Cuando hayan cogido sus cosas, él volverá a cerrar. ¿Quién es el monitor esta semana?
—¡Yo, señor! —dijo Jimmy Collins mientras levantaba la mano.
—¡Vaya! —dijo Hannant con un fingido gesto de sorpresa—, ¡Qué progreso, Collins!
—Marqué el gol de la victoria en el partido del sábado contra Blackhills, señor —respondió Jimmy orgulloso.
Hannant se sonrió para sus adentros. Claro, eso lo explicaba todo. Jamieson, el director, era un gran aficionado al fútbol. A todos los deportes, en realidad. Mente sana en cuerpo sano… Aun así, era un buen director.
Los chicos se retiraban de la clase, Green se abría paso a codazos, más malhumorado que nunca. Keogh y Collins cerraban la fila por la parte de atrás, inseparables como siameses, a pesar de todas sus diferencias. Y, tal como supuso que lo harían, se quedaron esperándolo en la puerta.
—¿Sí? —preguntó Hannant.
—Espero que salga, señor —respondió Collins—, para cerrar la puerta con llave.
—¡Qué bien! —dijo Hannant, imitando el tono despreocupado del chico—. ¿Y dejará todas las ventanas abiertas?
El profesor sonrió cuando los dos muchachos entraron a toda prisa al salón, luego metió sus cosas en la cartera, se abrochó el primer botón de la camisa y se enderezó la corbata, y con todo, salió antes de que ellos terminaran con las ventanas. Collins cerró después la puerta con llave, y los dos chicos salieron a la disparada, pasaron junto al profesor cuidándose de no rozarlo, como si tuviera una enfermedad incurable, y marcharon tras sus compañeros, con un estruendo de pasos veloces.
«¿Matemáticas? —pensó Hannant, mientras los miraba alejarse por el pasillo, entre los rectángulos de luz polvorienta del sol que entraba por las ventanas—. ¿Qué importancia tienen las matemáticas? Con Star Trek en la televisión, y cientos de tebeos nuevos en los quioscos, ¡y yo pretendo que se pongan a estudiar matemáticas! ¡Por Dios! Y espera un año mas, cuando empiecen a observar esas curiosas protuberancias que tienen las chicas… si es que ya no han comenzado. ¿Matemáticas? ¡Imposible!».
Sonrió, aunque con cierta tristeza. ¡Señor, cómo los envidiaba!
Harden Modern'Boys era un moderno instituto en la costa noreste de Inglaterra, que atendía a las necesidades educativas de los hijos de los mineros. La mayoría de los chicos acabarían trabajando en las minas o en las oficinas de HUNOS A, como sus padres y sus hermanos mayores. Pero algunos, un porcentaje muy pequeño, pasarían los exámenes de ingreso para las universidades y politécnicos situados en las ciudades vecinas.
La escuela, que al principio era un conjunto de edificios de dos pisos ocupados por oficinas de HUNOS A, había recibido un lavado de cara hacía treinta años, cuando la población de la aldea había aumentado repentinamente debido a la gran expansión de la industria minera. En la actualidad, situada detrás de verjas de poca altura, a dos kilómetros de la playa por el este, y a la mitad de esa distancia de la mina por el norte, la antigua construcción de ladrillos y ventanas cuadradas tenía un aire de ceñuda austeridad poco acorde con la magnificencia de sus jardines, una fría severidad que no se reflejaba en absoluto en sus profesores. No, porque éstos eran un grupo de gente buena y trabajadora. Y Howard Jamieson, el director, un firme partidario de «la vieja escuela», se cuidaba de que siguieran siéndolo.
La excursión semanal para recoger piedras tenía tres propósitos: el primero, los chicos tomaban un poco de aire fresco, mientras los profesores aficionados a los paseos por el campo podían dedicarse a la contemplación de las maravillas de la naturaleza. Segundo: proporcionaba material gratuito para renovar las verjas y arriates del jardín, un proyecto que contaba con la aprobación del director. Tercero: significaba que una vez al mes la mayoría de los profesores podían retirarse temprano de la escuela, y dejar a sus pupilos a cargo de los aficionados a las excursiones campestres.
La idea era que todos los alumnos emplearan la tarde del martes en recorrer dos kilómetros por arbolados caminos rurales hasta llegar a la playa. Una vez allí recogían unas grandes y chatas piedras redondeadas que abundaban en el lugar, y luego cada alumno llevaba una piedra a la escuela. Y a lo largo del camino un profesor (por lo general el de gimnasia, que había sido entrenador en el ejército) y dos de las profesoras solteras más jóvenes, cantaban loas de los setos, de las flores silvestres y del paisaje en general. Nada de esto interesaba realmente a Harry Keogh, pero le gustaba la playa, y cualquier cosa era mejor que estar sentado en clase en una cálida tarde de verano.
—Mira —le dijo Jimmy Collins mientras caminaban en la mitad de la fila que, de a dos en fondo, avanzaba por los serpenteantes senderos rumbo al mar—, creo que deberías prestarle atención al viejo Hannant. Quiero decir, no al rollo de las calificaciones para el futuro, eso es asunto tuyo, sino durante las clases. Hannant no es mal tipo, pero podría serlo si se le ocurre que le estás tomando el pelo.
Harry, abatido, se encogió de hombros.
—Estaba soñando despierto —dijo—. En verdad, es algo bastante raro. Cuando empiezo con una ensoñación de ésas, es como si ya no pudiera parar. Solamente el grito del viejo Hannant —y tu codazo— me hicieron reaccionar, me sacaron de allí.
Me sacaron… las fuertes manos que bajan hacia el agua… ¿para sacarme o para hundirme?
Jimmy hizo un gesto de asentimiento.
—Sí, te he visto así antes, en muchas otras ocasiones. Tu cara se pone un poco rara… —Jimmy miró seriamente a Harry durante un instante, luego se rió y le palmeó el hombro—: Claro que eso no tiene importancia. Tu cara es siempre extraña.
Harry soltó un bufido.
—¡Mira quién habla! ¿Yo, raro? ¡Eso sí que es ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio! ¿Pero qué quieres decir? ¿Qué aspecto tengo cuando te parezco raro?
—Bueno, te sientas muy quieto, con los ojos muy abiertos, como si estuvieras mirando algo que te da miedo. Pero no siempre es así. A veces pareces distraído. De todos modos, es como dice el viejo George: parece como si no estuvieras aquí. De verdad, eres un tío muy extraño. ¿Cuántos amigos tienes?
—Te tengo a ti —protestó Harry, aunque sin convicción.
El muchacho comprendía lo que quería decir su amigo: era demasiado introvertido, demasiado callado. Pero no era estudioso, no era un empollón. Si hubiera sido un buen alumno, a nadie le habría llamado la atención su manera de ser, pero no lo era. Pero era inteligente, claro está (o al menos él pensaba que podía serlo) y si se hubiera concentrado… Pero esto le resultaba muy difícil. Era como si en ocasiones sus pensamientos no fueran realmente suyos. Pensamientos complicados, ensoñaciones, quimeras y fantasmas. Su mente construía historias —tanto si él lo quería como si no—, pero historias tan detalladas que parecían recuerdos. Los recuerdos de otras personas. Gente que ya no estaba aquí. Como si su cabeza fuera una cámara de resonancia para mentes que hablan…, ¿Qué se habían marchado a otra parte?
—Sí, yo soy tu amigo —Jimmy interrumpió sus pensamientos—. ¿Y quién más?
Harry se encogió de hombros, a la defensiva.
—También está Brenda —respondió—, y además… ¿quién necesita un montón de amigos? Yo, por cierto, no. Si la gente quiere mostrarse amistosa, que lo haga. Si no, es cosa de ellos.
Jimmy ignoró la mención a Brenda Cowell, el «gran amor» de Harry, que vivía en la misma calle. A Jimmy le interesaban los deportes, no las chicas. Antes de que lo descubrieran abrazando a una chica en el cine con las luces apagadas prefería colgarse de la portería de un estadio de fútbol.
—Sí, me tienes a mí —repitió—. Y en cuanto a por qué me caes bien… en verdad no lo sé.
—Porque no competimos entre nosotros —dijo Harry, con una perspicacia inusual para su edad—. Yo no sé nada de deportes, y tú disfrutas explicándomelos porque sabes que no voy a discutir contigo. Y tú no entiendes por qué yo soy tan, bueno, tan tranquilo…
—Y extraño —lo interrumpió Jimmy.
—Y por eso nos llevamos bien.
—Pero ¿no te gustaría tener más amigos?
Harry suspiró.
—Es como si los tuviera, Jimmy. Los tengo en mi cabeza.
—¡Amigos imaginarios! —se mofó amablemente Jimmy.
—Son más que eso —respondió Harry—. Y también ellos son buenos amigos. Claro que lo son, y no me tienen más que a mí.
—¡Ja! —bufó Jimmy—. ¡Vaya si eres raro!
En la parte delantera de la columna, Sargento Graham Lane había salido de la espesura a la luz del sol, y se detuvo para dar prisa a la doble fila de chicos que lo seguía. Se hallaban en la estrecha desembocadura del valle boscoso, que también era la desembocadura del torrente que había horadado una profunda garganta en los acantilados. Estos se alzaban al norte y al sur, compuestos de piedra arenisca con vetas de esquistos y granito, y al pie de los cuales la playa estaba cubierta por piedras pulidas de formas redondeadas. Sobre el torrente había un viejo y desvencijado puente de madera, y más allá una ciénaga o lago de agua salobre, cubierto por cañas y plantas acuáticas, y alimentado por las mareas y las tormentas. Un sendero rodeaba las tierras pantanosas y conducía a la playa, y más allá se extendía la gris superficie del mar del Norte, cada día más sucio a causa de los desechos de las minas. Pero hoy su color era azul, moteado aquí y allá de blanco por las gaviotas que se sumergían en busca de peces.
—¡Muy bien! —gritó Lane, de pie en el lado izquierdo del puente y con los brazos en jarra, una especie de arquetipo de la masculinidad, con sus pantalones de gimnasia y su camiseta—. Sigan adelante, crucen el puente, rodeen el lago, y a la playa. Busquen las piedras y las traen aquí para clasificarlas. No a mí, sino a la señorita Gower. Tenemos media hora larga, así que el que quiera puede darse una zambullida. Siempre que haya recogido su piedra, claro está, y que tenga su traje de baño. Nada de bañarse desnudos, por favor. Recuerden que hay otras personas en la playa. Y permanezcan en las charcas que deja la marea. Ya saben lo peligrosa que es la corriente en este sitio, jóvenes pelmazos.
Todos lo sabían muy bien; la corriente era muy traicionera, sobre todo con la marea menguante. Todos los años se ahogaba gente a lo largo de estas playas, y algunos eran muy buenos nadadores.
La señorita Gower —profesora de religión y de geografía— oyó desde su puesto en mitad de la fila las instrucciones que daba Lane con voz rasposa y tono militar, e hizo una mueca. Se daba cuenta muy bien de por qué le tocaba a ella clasificar las piedras: así Lane y Dorothy Hartley disfrutarían de un poco de libertad, podrían dar un paseo por las rocas y encontrar un rincón solitario para una follada rápida. Algo puramente físico, claro está, ya que sus mentes eran absolutamente incompatibles.
La señorita Gower alzó la nariz y husmeó ruidosamente; luego, cuando los chicos apretaron el paso rumbo a la playa, les dijo en voz alta:
—Muy bien, chicos, deprisa. Y recuerden que necesitamos conchas de navajas para la clase de historia natural. Conchas enteras, y si es posible, que las valvas estén unidas. Pero, por favor, ¡vacías! No llevemos moluscos podridos al colegio, si les parece.
En la parte de atrás de la fila, en el sendero bajo los árboles, donde la señorita Hartley y los monitores de sus clases de inglés e historia se encargaban de mantener el orden, Stanley Green caminaba penosamente, las manos en los bolsillos y su inteligente pero cruel espíritu perturbado por pensamientos llenos de violencia. Había oído el pedido de la señorita Gower a los chicos: nada de crustáceos muertos. No, lo que a él le gustaría sería llevar muerto a ese gilipollas de Keogh. Bueno, muerto tal vez no, pero sí herido de gravedad. Por culpa de ese chico estúpido tendría que hacer esta noche todos esos problemas de matemáticas. Ese pelma, sentado como un zombie, dormido con los ojos abiertos. Big Stanley se encargaría de abrirle bien los ojos, seguro, o quizá de cerrárselos.
—Las manos fuera de los bolsillos, Stanley —dijo la guapa señorita Hartley detrás de él—. Faltan cinco meses para Navidad, y aún no hace bastante frío como para que nieve. ¿Y por qué encorva los hombros? ¿Tiene algún problema?
—No, señorita —musitó Stanley, la cabeza gacha.
—Trate de pasarlo bien, Stanley —le dijo con tono un poco zumbón—. Usted es aún muy joven, pero si continúa descargando su odio contra el mundo, se hará viejo muy, muy pronto. —Y añadió para sí—: Como Gertrude Gower, esa bruja reprimida…
Harry Keogh no era un voyeur, pero sí un chico curioso. El último martes que vinieron a la playa había visto algo por casualidad, y hoy esperaba verlo de nuevo. Por esa razón, después de entregar su piedra a la señorita Gower, y tras asegurarse de que nadie lo veía, tomó un atajo entre las dunas y se dirigió al otro lado de la marisma. No tenía que recorrer más de cien metros, pero a la mitad de esa distancia ya encontró huellas recientes en la arena. Eran de un hombre y una mujer; Harry ya había visto a Sargento y a la señorita Hartley coger esa dirección, tal como había sospechado que harían.
Harry, con gran sentido de la oportunidad, se había «olvidado» el bañador, y esto le permitía hacer lo que quería sin compañía, pues Jimmy se había ido a nadar con el resto de la clase. Harry buscaba algo muy simple: indicaciones sobre una actividad que para él era aún bastante misteriosa. Cuando se sentaba junto a Brenda en el cine y apretaba su pierna contra la de ella, o cuando la jovencita se le acercaba, y él le pasaba el brazo alrededor de los hombros de modo que los nudillos de sus dedos rozaban los pequeños pechos de la chica por encima del abrigo y el jersey, y se sentía bastante emocionado, aquello incluso estaba muy bien, pero no era nada comparado con los juegos a los que se dedicaban los profesores Lane y Hartley.
Por fin, tras subirse a gatas a una duna, los descubrió sentados en la arena, dentro de un semicírculo de carrizos, en el mismo lugar donde los había visto la semana anterior. Harry retrocedió y buscó enseguida un lugar en la cima de otra duna desde el cual podía espiarlos, echado boca abajo detrás de una mata de hierba. La semana anterior, ella (la señorita Hartley) había estado jugando con la cosa de Sargento, y a Harry le había parecido extraordinario su tamaño. La señorita Hartley tenía subido el jersey, y Sargento le había metido una mano bajo la falda mientras le acariciaba con la otra los pechos firmes de grandes pezones. Cuando él se corrió ella había cogido un pañuelo y con movimientos lentos y deliberados había limpiado el brillante semen del pecho y el vientre del hombre. Luego ella había besado la punta de su cosa —de verdad, lo había besado allí— y había empezado a arreglarse la ropa mientras él yacía inmóvil como un muerto. Harry se había esforzado por imaginarse a Brenda haciéndole lo mismo a él, pero la imagen no acababa de cuajar en su mente. Era demasiado extraña.
Esta vez era muy diferente. Esta vez iban a hacer lo que Harry realmente quería ver. Cuando terminó de acomodarse en su puesto de observación, Sargento se había bajado los pantalones del chándal de gimnasia y la señorita Hartley tenía su corta y blanca faldilla de tenis subida hasta la cintura. Él estaba tratando de bajarle las bragas, y su cosa —aún más grande que la vez anterior, si esto era posible— se sacudía con movimientos autónomos, como una marioneta movida mediante un hilo invisible.
Desde donde estaba, Harry escuchaba a los otros niños gritar y reír a lo lejos, en la playa, donde nadaban y se zambullían en las charcas que había dejado la marea. El sol le quemaba las orejas y la nuca mientras él permanecía completamente inmóvil con la barbilla apoyada en la palma de las manos. Las pulgas de agua saltaban a pocos centímetros de su cara, pero Harry no dejaba que nada lo distrajera; sus ojos estaban clavados en la actividad sexual de los amantes, refugiados en la enramada de cañas.
Al principio pareció que ella se resistía, que intentaba apartar las manos de Sargento, pero al mismo tiempo se desabrochaba la blusa y sus pechos sobresalieron a la luz del sol, sus puntas agudas de un marrón muy oscuro. Harry supuso en ella algo similar al pánico, y su propio corazón, como haciéndose eco de ese sentimiento, comenzó a golpearle en el pecho. Era como si la señorita Hartley estuviera hipnotizada por el pene de Sargento, una serpiente que ondulaba sobre su vientre y la incitaba a levantar el trasero para que su amante pudiera quitarle las bragas, a doblar las rodillas y a abrir las piernas. En ese lugar ella era oscura como la noche, como si se hubiera puesto unas pequeñas bragas negras debajo de las blancas. Negra, sí, y luego rosada cuando puso sus manos bajo las nalgas y se abrió para Sargento.
Harry la vislumbró apenas, rosa, blanca, curvada, oscura, marrón, pero eso fue todo. Sargento, subido encima de ella, con su increíble pene que desapareció en el interior de la mujer en un instante, no le dejó ver nada más. Ahora no quedaban más que pies y piernas y las prietas nalgas del profesor de gimnasia que arremetían y le tapaban la visión. El chico tragó saliva, sintió que el pene se le endurecía dentro de los pantalones y se giró sobre un lado para aliviar el palpitar de sus genitales. Y en ese instante vio a Stanley Green que venía por las dunas, con el rostro ceñudo y una miraba malévola en sus ojillos porcinos.
Cuando seguía a los amantes, Harry había encontrado una concha de navaja perfecta, las dos valvas intactas y todavía unidas. Ahora removió un poco la arena y fingió encontrar la concha y descendió la duna con ella en la mano. Consciente de que su cara estaba encendida, apartó la mirada de Green y simuló no verlo hasta que lo tuvo prácticamente encima. Luego ya no hubo manera de evitarlo. Ni tampoco de impedir un enfrentamiento.
—Hola, Gafotas —gruñó el matón, y se acercó dispuesto para la pelea, con los brazos abiertos como desafiando a Harry a que tratara de escapar—. Qué raro encontrarte aquí, y no jodiendo por ahí con tu amigo, el futbolista. ¿Qué estabas haciendo, Gafotas? ¿Has encontrado, tal vez, una bonita concha para la señorita Gower?
—¿Y a ti qué te importa? —murmuró Harry, e intentó esquivar al otro para escapar.
Green se acercó un poco más y le arrancó la concha de la mano. Ésta era de color verde oliva, y muy frágil, y cuando Green la estrujó deliberadamente en su puño, estalló en mil pedazos.
—Ya está —dijo el matón, con tono de profunda satisfacción—. ¿Te chivarás, Gafotas?
—No —respondió jadeante Harry, e intentó una vez más escapar; en su mente veía el trasero de Sargento que subía y bajaba, subía y bajaba dentro del semicírculo de cañas, al otro lado de la duna y a menos de diez metros de donde ellos estaban—. Yo no delato a nadie. Y tampoco me hago el matón.
—¿Matón? ¿Tú? —se burló Green—. ¡Si no podrías asustar a un ratón! Sólo sirves para quedarte dormido en clase y hacer el tonto. Y para meter a la gente en líos.
—Tú solo te has metido en líos —protestó Harry—. Al soltar esa risilla.
—¿Risilla? —dijo el fornido Stanley, y cogió a Harry del brazo—. Sólo las chicas sueltan risillas, Gafotas. ¿Me estás diciendo que soy una nena?
Harry se soltó de un tirón y alzó los puños. Después, tembloroso, dijo:
—¡Lárgate de aquí!
Green se quedó boquiabierto.
—Eres un poco grosero, ¿no crees? —dijo; después medio se volvió, como si fuera a marcharse, y cuando Harry bajó la guardia, se volvió y le lanzó un puñetazo a la boca.
—¡Ay! —se quejó Harry, y escupió sangre de un corte en el labio.
Perdido el equilibrio, dio un traspié y cayó al suelo; Green se preparaba a darle una patada cuando apareció Sargento Lane, metiéndose la camiseta en el pantalón, con el rostro púrpura de ira y frustración.
—¿Qué diablos pasa? —rugió.
Lane cogió al atónito Green por la nuca, lo hizo girar, apoyó el empeine en el trasero del matón y lo lanzó boca abajo sobre la arena.
—¿Otra vez haciendo una de las suyas, Stanley? —gritó Sargento—. ¿Y quién es su víctima ahora? ¿Qué? ¿El flacucho de Harry Keogh? ¡Por Dios, ya veo que pronto se dedicará a estrangular niños de pecho!
Cuando Green, escupiendo arena, consiguió ponerse trabajosamente en pie, el profesor le dio un empujón que lo tumbó otra vez.
—Ya ve, Stanley, no es nada agradable cuando uno se enfrenta con alguien más grande y más fuerte. Y es así como se siente Harry, ¿no es verdad, Keogh?
Harry, que aún se cubría la boca con la mano, respondió:
—Sé cuidarme solo.
El grandullón Stanley, aunque tenía un año más que Harry, y parecía aún mayor, estaba a punto de echarse a llorar.
—Se lo diré a mi padre —dijo mientras se iba.
—¿Qué? —rió Sargento, los brazos en jarra, mientras el matón se retiraba—. ¿A su padre? ¿A ese gordinflón que echa pulsos para ganarse las cañas de cerveza? Bien, cuando se lo cuente pregúntele quién le ganó anoche, y estuvo a punto de romperle el brazo.
Pero Stanley ya se marchaba corriendo.
—¿Cómo se encuentra, Keogh? —preguntó Lane mientras lo ayudaba a levantarse.
—Bien, señor. Me sangra un poco la boca, pero no tiene importancia.
—Hijo, manténgase lejos de ese matón —aconsejó el profesor—. Es una mala persona, y demasiado grande para usted. Cuando lo llamé flacucho, no quise decir que usted lo fuera; sólo estaba señalando la gran diferencia que hay entre ustedes. El grandullón Stanley no se va a olvidar de esto, de modo que cuídese.
—Sí, señor —respondió Harry.
—Muy bien, entonces. Y ahora, vuelva con los demás.
Lane hizo ademán de regresar a su refugio detrás de la duna, pero en ese preciso instante apareció la señorita Hartley, muy arreglada y compuesta.
Harry oyó a Sargento murmurar un «¡Mierda!» por lo bajo y sintió ganas de reír, pero temió que el labio se le partiera aún más. Se dirigió al lugar donde los demás chicos se reunían alrededor de la señorita Gower, ya preparados para regresar.
Era un martes por la tarde, en la segunda semana de agosto, y hacía calor. George Hannant, mientras se secaba la frente con un pañuelo, pensó que era curioso lo calurosa que podía ser una tarde como ésta. Uno pensaba que a medida que se acercaba la noche iría refrescando, pero el calor parecía más sofocante. Durante la mañana hubo una brisa; muy débil, pero brisa al fin. Ahora, el aire estaba inmóvil como el de un cuadro. Todo el calor del día, que la tierra había absorbido, emanaba ahora de ella y envolvía los cuerpos. Hannant volvió a secarse la frente y el cuello, bebió a sorbos una limonada helada, y pensó que muy pronto comenzaría a transpirar el líquido que estaba ingiriendo. Hacía un calor infernal.
Hannant vivía bastante cerca de la escuela, pero del lado opuesto a la mina. El otro era demasiado opresivo, demasiado deprimente. Esta noche tenía trabajos para corregir, y lecciones que preparar. No tenía ganas de hacer ninguna de las dos cosas; en realidad, no tenía ganas de hacer nada. No le vendría mal una copa, pero los pubs a esta hora estarían llenos de mineros en mangas de camisa y gorra, que hablarían con voz áspera y gutural. Daban una buena película en el Ritz, pero en las primeras filas el sistema de sonido era ensordecedor, y en las filas posteriores estarían las parejas de siempre haciéndose el amor, que lo perturbaban y distraían su atención de la pantalla con sus sudorosas maniobras. Y de todos modos, tenía trabajos para corregir.
Hannant vivía en una pequeña casa adosada, en una urbanización con vistas al boscoso valle, que se hacía más estrecho en dirección al mar, y estaba separada de la escuela por un cementerio con una iglesia antigua, tumbas bien cuidadas y altos muros limítrofes. Hannant habitualmente lo atravesaba rumbo a la escuela cada mañana, y volvía a cruzarlo de regreso a su casa, por las tardes. Había grandes castaños de Indias con bancos circulares construidos alrededor de sus troncos. Hannant siempre tenía la posibilidad de venir con sus papeles y sus libros y sentarse a la sombra de los castaños.
En realidad no era una mala idea. Seguramente habría algún que otro pensionado, superviviente de la mina, que vendría a sentarse con su perro y su bastón, y mascaría tabaco o chuparía una vieja pipa… y escupiría, por supuesto. Los pulmones enfermos eran un legado de las minas, pulmones enfermos y columnas vertebrales frágiles como cáscaras de huevo. Pero aparte de los vejetes el lugar era habitualmente muy tranquilo, alejado del centro del pueblo, de los pubs y del cine. Ah, y cuando comenzaran a caer las castañas habría un montón de críos, claro. Después de todo, ¿para qué sirven las castañas de Indias sino para que los críos se hagan juguetes con ellas? Hannant se sonrió. Alguien había dicho una vez que desde el punto de vista de un perro, un ser humano era una cosa que arrojaba palos. ¿Y cuál sería el punto de vista de una castaña de Indias? Quizá que los chicos eran cosas que las ataban con cuerdas y las partían en dos. Había algo que parecía indudablemente cierto: ¡los chicos no estaban hechos para estudiar matemáticas!
Hannant se duchó y se secó lenta y metódicamente (darse prisa sólo hacía que uno sudara aún más), se puso unos anchos pantalones de franela de algodón y una camisa sin corbata, cogió su maletín y salió de casa. Cruzó la urbanización en dirección al cementerio y se internó en el ancho sendero de grava que lo atravesaba. En las ramas más altas de los árboles jugaban las ardillas, y de vez en cuando hacían que alguna hoja se desprendiera. Los rayos del sol llegaban oblicuos desde más allá de las bajas colinas del oeste, donde la gran bola ardiente parecía suspendida para siempre, como si nunca fuera a permitir el paso del día hacia la noche. El día había sido hermoso; la tarde, a pesar del calor, también era estupenda, y ambos habían sido desperdiciados, o si no desperdiciados, perdidos lastimosamente… si es que había alguna diferencia entre ambas expresiones. Hannant se sonrió irónicamente al imaginar al joven Johnnie Miller dentro de un par de años, calculando la superficie de distintas circunferencias para distraer su aburrimiento mientras extraía carbón de la mina. ¿Para qué servía enseñarles matemáticas?
Y en cuanto a los chicos como Harry Keogh —¡pobre desgraciado!—, no tenían músculos para trabajar en las minas, ni cerebro para hacer otra cosa. Bueno, cerebro quizá sí, pero hasta ahora era como un iceberg del que sólo se veía una punta. ¿Y quién podía saber cuánto se escondía bajo la superficie? Hannant deseaba encontrar la manera de sacar a la luz, ahora que aún estaba a tiempo, la escondida inteligencia del chico. El profesor tenía un presentimiento con respecto a Keogh: aquello que el chico iba a hacer —o a ser— sea lo que fuera, tenía que comenzar a evidenciarse ahora. Era como contemplar el comienzo de la germinación de una extraña semilla, y esperar a ver cómo sería la flor.
Y hablando del papa… ¿no era Keogh ese chico sentado sobre una vieja tumba, a la sombra de un árbol, la cabeza apoyada sobre la musgosa lápida? Sí, era Keogh; ahora veía sus gafas, que el sol hacía brillar. El chico tenía abierto un libro sobre las rodillas y mordisqueaba un lápiz; con la cabeza echada hacia atrás, parecía completamente absorto en sus pensamientos. A Jimmy Collins no se lo veía por ningún lado; sin duda estaba jugando al fútbol con el resto del equipo en el gimnasio del colegio. Pero Keogh… no pertenecía a ningún equipo.
De repente, Hannant sintió compasión por el chico. Compasión… ¿o culpabilidad? ¡Por Dios, no! Keogh se había librado de una buena demasiadas veces. Uno de estos días se pondría a soñar despierto… y nunca más podría volver a la realidad. Con todo…
Hannant suspiró, y dejó que sus pies lo condujeran por los senderos que había entre las hileras de tumbas hasta donde estaba sentado el muchacho. Y cuando estuvo más cerca pudo ver que, una vez más, Harry estaba perdido en uno de sus ensueños, refugiado en la fresca sombra del árbol. Hannant se sintió furioso, hasta que vio que el libro que Keogh tenía en sus rodillas era el de deberes de matemáticas. Al parecer, el chico intentaba cumplir con su penitencia.
—¿Cómo va eso, Keogh? —preguntó Hannant, y se sentó sobre la misma piedra.
Este rincón del cementerio no le era desconocido al profesor de matemáticas; en muchas, muchas ocasiones había venido a sentarse aquí. En realidad, el intruso no era él, sino Keogh. Pero no creía que el chico lo supiera, y ni siquiera que pudiese entenderlo.
Harry se sacó el lápiz de la boca, miró al profesor e, inesperadamente, sonrió.
—Buenos días, señor. Perdón, ¿pero qué me decía?
Hannant tenía razón; el chico había estado ausente. El rey de los soñadores. ¡La vida secreta de Harry Keogh!
—Le pregunté cómo iba eso —dijo Hannant, intentando hablar sin gruñir.
—¡Oh, muy bien, señor!
—Menos formalidad, Harry. Deje el «señor» para la clase, y hablemos con franqueza. Lo que quiero es saber cómo le va con los problemas que le di.
—¿Los deberes? Ya los he resuelto.
—¿Aquí?
Hannant estaba sorprendido, pero si pensaba mejor la cosa, el lugar parecía muy apropiado.
—Este es un lugar muy tranquilo —respondió Harry.
—¿Querría mostrármelos, por favor?
—Si usted quiere… —Harry se encogió de hombros y le tendió el libro de problemas.
Hannant los revisó y se quedó doblemente sorprendido. El trabajo era muy pulcro, casi inmaculado. Había dos respuestas, y si la memoria no lo engañaba, ambas eran correctas. Claro está que el procedimiento para llegar a la solución era igualmente importante, pero por el momento no lo comprobó.
—¿Dónde está la tercera pregunta?
Harry frunció el entrecejo.
—¿Se refiere a la de la pistola de engrasar, donde…? —comenzó a decir.
Pero Hannant, impaciente, lo interrumpió.
—No dé vueltas al asunto, Harry Keogh. De las diez preguntas, sólo tenía que resolver tres. Las demás se refieren a cajas, no tienen nada que ver con circunferencias o cilindros. ¿O quizá me equivoco? Este libro es también nuevo para mí. Démelo, por favor.
Harry bajó la cabeza, se mordió el labio y le dio el libro. Hannant pasó deprisa las páginas.
—La pistola de engrasar —dijo—. Sí, éste es el problema —y golpeó con el dedo índice la página.
Había un diagrama, con las medidas en centímetros.
Las medidas eran internas; el tambor y el cañón eran cilíndricos, y estaban llenos de grasa. ¿Qué longitud tendría el chorro de grasa emitido al vaciar la pistola?
Harry lo miró.
—No pensé que tenía que resolver este problema —dijo por fin.
Hannant se sintió furioso. Dos problemas resueltos sobre un total de tres no estaba nada bien. Hubiera preferido tres respuestas equivocadas antes que esto.
—¿Por qué no dice que era demasiado difícil? —dijo, tratando de mantener la calma—. Ya he tenido bastantes mentiras por hoy. ¿Por qué no acepta que no sabe cómo resolverlo?
De repente, el chico pareció no encontrarse bien. La cara le brillaba, sudorosa, y tenía los ojos levemente vidriosos.
—Puedo hacerlo —dijo Harry con voz calma, y luego, más rápidamente y con cierta aspereza—: ¡Si un idiota podría resolverlo! Yo no pensé que era parte de los deberes, eso es todo.
Hannant no podía creer lo que había oído; durante un segundo pensó que no había entendido la respuesta del chico.
—¿Y la fórmula?
—No es necesaria —respondió Harry Keogh.
—¡Mierda, Harry! Es Pi por el radio al cuadrado por la longitud igual al contenido. Eso es todo lo que necesita saber. Mire —dijo Hannant, y garrapateó rápidamente en el libro:
Le devolvió a Harry el lápiz y dijo:
—Así. Después de eso, casi todo se anula a sí mismo. El divisor, claro está, es la superficie del corte transversal del chorro de grasa.
—Eso es una pérdida de tiempo —dijo Harry de tal modo que Hannant se dio cuenta de que aquello no era mera rebeldía; de hecho, aquélla no parecía la voz de Harry Keogh.
Esa voz tenía autoridad. Por un instante, Hannant se sintió casi intimidado. ¿Qué estaba pasando en la cabeza del chico? ¿Qué significaba esa mirada de no-estar-del-todo-allí que se percibía tras los cristales de las gafas?
—¡Explíquese! —exigió Hannant—. ¡Y con claridad!
Harry miró el diagrama, no la solución que había sugerido el profesor.
—La respuesta es 106,68 centímetros —respondió, con el mismo tono de autoridad de antes.
Tal como Hannant había afirmado antes, ese libro era nuevo para él y aún no lo conocía bien, pero hubiera apostado que el chico estaba en lo cierto. Y eso sólo podía significar que…
—Después de la playa volvió con Collins a la clase —le dijo con voz acusadora—. Yo le dije que cerrara con llave, pero antes usted abrió el cajón de mi mesa y miró las respuestas en el libro que tengo allí. Nunca lo hubiera creído capaz de algo así, Keogh, pero…
—Se equivoca. —Harry lo interrumpió con la misma voz inexpresiva, calma y pedante que había utilizado antes; luego, golpeteó con su dedo índice el diagrama—: Compruébelo usted mismo. Para resolver los dos primeros problemas hacían falta fórmulas, pero no para éste. Si tenemos un diámetro de cuatro decimales y queremos hallar la superficie de la correspondiente circunferencia, necesitamos una fórmula. Si tenemos la superficie y queremos hallar el radio, necesitamos prácticamente la misma fórmula, pero a la inversa. Pero ¿esto? Escuche:
»El diámetro del tambor es tres veces mayor que el del cañón. La superficie de la circunferencia es por consiguiente nueve veces mayor. La longitud del cañón es tres veces más grande. Nueve por tres es veintisiete. El tambor contiene veintisiete veces más grasa que el cañón. El tambor y el cañón juntos contendrán, por consiguiente, veintiocho veces el volumen del cañón. El cañón tiene 3,81 centímetros. Y eso por 28 es igual a 106,68 centímetros, señor.
Hannant miró al muchacho con un rostro sin expresión. Contempló luego el diagrama del libro. La cabeza le daba vueltas, y tuvo la sensación de que un viento helado soplaba sobre su columna vertebral y lo hacía estremecer. ¿Qué diablos pasaba…? ¡Por Dios, el profesor de matemáticas era él! Pero el razonamiento de Keogh era impecable. Para resolver aquel problema no hacían falta fórmulas, ni siquiera eran necesarias las matemáticas. Era cuestión de cálculos mentales… y de comprender la naturaleza de la circunferencia… y no dejar que los árboles impidieran ver el bosque. ¡Seguro que la respuesta de Harry era correcta! ¡Tenía que serlo! Si Hannant se hubiera olvidado de sus fórmulas y hubiera pensado un poco, él también habría podido llegar a ella. Pero Keogh la había resuelto en un instante. ¡Y su mofa había sido sincera!
Hannant se dio cuenta de que si no manejaba bien la situación, probablemente perdería al chico allí mismo. Y también se dio cuenta de que si esto sucedía, la pérdida no sería sólo de él. Aquí había una mente potencialmente brillante. A pesar de que su confusión era grande, tenía que arreglárselas para conservar su autoridad.
Se obligó a sonreír, y dijo:
—¡Muy bien! Pero yo no pretendía evaluar su cociente intelectual, Harry Keogh. Sólo quería saber si usted sabía las fórmulas. Pero usted realmente me intriga. ¿Por qué, siendo tan inteligente, son tan pobres sus trabajos en clase?
Harry se puso de pie. Sus movimientos eran rígidos, casi automáticos.
—¿Puedo marcharme, señor?
Hannant también se puso de pie, y tras encogerse de hombros, se hizo a un lado.
—Su tiempo libre le pertenece —dijo—. Pero cuando tenga cinco minutos, tal vez le convenga repasar las fórmulas.
Harry se alejó, muy erguido y con movimientos envarados. Tras dar unos cuantos pasos, se dio la vuelta y miró hacia atrás. Un rayo de sol que se filtraba entre el follaje se reflejó en los cristales de sus gafas, y sus ojos parecieron estrellas.
—¿Fórmulas? —preguntó con su nueva y extraña voz—. Podría darle fórmulas que usted ni siquiera se ha imaginado.
Y Hannant, sacudido por un estremecimiento, tuvo la certeza de que Keogh no estaba fanfarroneando.
El profesor de matemáticas hubiese querido gritarle el chico, ir corriendo hacia donde se hallaba, golpearlo quizá. Pero sus pies parecían haber echado raíces en el lugar. Las fuerzas parecían haberle abandonado. Este asalto lo había perdido por K.O. Se sentó otra vez, tembloroso, en el bloque de piedra, y apoyó la cabeza contra la lápida mientras Harry Keogh se alejaba. Permaneció allí un instante, y luego se puso en pie de un salto, con un movimiento convulsivo, y se apartó de la tumba. Tropezó y cayó boca abajo sobre la hierba. Keogh ya había desaparecido, perdido entre las hileras de tumbas.
La tarde era cálida —no, era horriblemente calurosa—, pero George Hannant se sintió frío como un muerto. Había algo en el aire, en su corazón, que lo helaba. Aquí, exactamente en este lugar. Y entonces recordó dónde y cuándo había oído a alguien hablar como Harry Keogh, con su autoridad, su precisión y su lógica. Hacía ya casi treinta años, y Hannant había tenido poco más o menos la edad de su alumno. Y el hombre había sido su héroe, casi su dios.
Se puso en pie, todavía estremecido, recogió los libros de Keogh y los guardó en su cartera. Después, con cautela, retrocedió alejándose de la tumba.
Grabada en la lápida, con letras parcialmente cubiertas por líquenes, había una sencilla inscripción que George conocía de memoria:
JAMES GORDON HANNANT
13 de junio de 1875 — 11 de septiembre de 1944
Profesor en el Colegio Harden durante treinta años,
director del mismo durante diez años, es ahora uno más
entre los habitantes del paraíso.
El epitafio había sido una broma —o lo que él creía una broma— de su padre. Su principal interés, al igual que el de su hijo, habían sido las matemáticas. Pero George nunca sería tan bueno como él.