Capítulo uno

Moscú, mayo de 1971

En el centro de la espesura del bosque, en una zona no muy lejana a la ciudad, allí donde el camino a Serpukhov pasa por un collado entre las colinas y por un instante, entre las copas de los altísimos pinos, mira hacia Podolsk, que parece una mancha en el horizonte del sur, agujereada aquí y allá por las primeras luces de la noche, se alzaba una mansión que parecía haber conocido mejores tiempos y en cuya construcción se habían mezclado diversos estilos arquitectónicos. Varios de sus pabellones eran de ladrillo moderno sobre antiguos cimientos de piedra, en tanto que otros eran de bloques de cemento barato, pintados de verde y gris para hacer menos visible la discordante construcción. Fijas sobre el tejado a dos aguas de pronunciada inclinación, se erguían, a modo de atalayas, dos torres gemelas o minaretes ruinosos cual colmillos cariados y solitarios. Los deteriorados contrafuertes y parapetos y la pintura desconchada contribuían a la sensación general de decadencia. Estaban coronados por cúpulas redondeadas que se alzaban por encima de los árboles más altos, y tenían ventanas cubiertas por tablas, semejantes a ojos cerrados por pesados párpados.

La disposición de los edificios —algunos de los cuales habían sido vueltos a techar recientemente con modernas tejas rojas— podría haber indicado una hacienda, o una pequeña comunidad dedicada a la agricultura, aunque no se veían cultivos, instrumentos de labranza o animales por ningún lado. El muro que rodeaba todo el perímetro, que con su sólida estructura, sus contrafuertes fortificados y sus parapetos muy bien podía ser una reliquia de los tiempos feudales, también mostraba señales de recientes reparaciones, donde pesados bloques de cemento habían reemplazado a las piedras resquebrajadas y a los viejos ladrillos. Hacia el este y el oeste, donde los arroyos corrían sobre negros cantos rodados, entre escarpadas riberas que los convertían en fosos naturales, viejos puentes de piedra con tejados emplomados, verdes por el musgo y la edad, penetraban en los muros, sus negras bocas embozadas con puertas enrejadas.

Un conjunto sombrío e intimidatorio. Y por si la mera visión del lugar desde el camino no fuese aviso suficiente, un cartel en el cruce del cual salía un camino empedrado que se internaba en el bosque, advertía que toda la zona era «Propiedad del Estado», vigilada y protegida, y que la entrada estaba prohibida. Los conductores no debían detenerse bajo ninguna circunstancia; estaba vedado caminar por el bosque, cazar o pescar. Las penas eran severas sin excepción.

Todo aquello hacía que el lugar pareciera desierto y perdido en los miasmas de la desolación. Pero cuando la tarde se convirtió en noche y de los arroyos ascendió una neblina que envolvió la tierra en una blancura lechosa, se encendieron las luces tras los cortinajes de las ventanas de la planta baja y contaron una historia distinta. En el bosque, en los caminos que llevaban a los puentes cubiertos, también los grandes coches negros que bloqueaban los accesos podían parecer abandonados, si no fuera por el opaco resplandor naranja de los cigarrillos que se fumaban en el interior, y el humo que salía por las ventanillas parcialmente abiertas. Lo mismo sucedía dentro de los límites de la muralla: formas robustas y silenciosas que podían representar hombres, de pie en los lugares más oscuros, con abrigos grises semejantes a uniformes, los rostros ocultos bajo las alas de los sombreros, los hombros rectos y erguidos como si fueran robots…

En un patio interior del edificio principal una ambulancia —o tal vez un coche fúnebre— se hallaba estacionada con las puertas traseras abiertas. Los asistentes de uniforme blanco estaban en actitud de espera y el conductor sentado al volante. Uno de los asistentes jugaba con una especie de carretilla metálica utilizada para cargar el coche; la hacía deslizar sobre sus bien lubricados cojinetes, en la parte trasera del largo y un tanto siniestro vehículo. Cerca de allí, en un cobertizo cuya estructura era similar a la de un granero, abierto por uno de sus extremos, se vislumbraba entre las sombras la mole oscura y las ventanillas cuadradas de un helicóptero. El aparato mostraba en el fuselaje la insignia del Soviet Supremo. En una de las torres, apoyado contra el parapeto, una figura pertrechada con anteojos preparados para la visión nocturna vigilaba los terrenos circundantes, en especial la zona despejada entre el muro periférico y el grupo de edificios del centro. El feo morro metálico de un fusil Kalashnikov adaptado especialmente se proyectaba por encima de su hombro, recortado contra un horizonte cada vez más oscuro.

En el interior del edificio principal modernos tabiques de un material a prueba de ruidos dividían en habitaciones bastante grandes lo que en otra época había sido un amplio vestíbulo. Las estancias se comunicaban por un pasillo central iluminado por una hilera de lámparas fluorescentes fijas en el elevado techo. Cada una de las habitaciones tenía una puerta con candado y todas las puertas tenían unas ventanillas enrejadas con una persiana deslizante del lado interior, y pequeñas luces rojas que cuando se encendían y se apagaban querían decir «No entrar. Se ruega no molestar». Una de esas luces, a la izquierda en la mitad del pasillo, parpadeaba en este instante. Apoyado contra la pared, a un lado de la puerta donde brillaba la luz, un miembro de la KGB, alto y de rostro impenetrable, montaba guardia con una ametralladora en las manos. Relajado por el momento, estaba preparado sin embargo para entrar en acción de inmediato. La mera insinuación de que una puerta se abriría, o la repentina suspensión del brillo de la luz roja, y el hombre se erguiría rígido como un poste de alumbrado. Aunque ninguno de los hombres en aquella habitación era en rigor su jefe, uno de ellos era tan poderoso como cualquiera de los altos rangos de la KGB y uno de los diez hombres con más poder en Rusia.

Había otros hombres en la habitación, tras la puerta cerrada. En realidad, no se trataba de una habitación sino de dos, con una puerta que las comunicaba. En el cuarto más pequeño había tres hombres; sentados en sillones, fumaban con los ojos clavados en el tabique que separaba las habitaciones, cuya parte central, desde el suelo al techo, estaba ocupada por un gran cristal que permitía ver sin ser visto. El suelo estaba cubierto por una moqueta; en una pequeña mesa con ruedas, al alcance de todos, había un cenicero, vasos y una botella de slivovitz de marca. Todo estaba en silencio, y sólo se oía la respiración de los hombres y el leve zumbido del aire acondicionado. La luz era indirecta y no dañaba los ojos.

El hombre del centro rondaba los sesenta y cinco años; los de la derecha y la izquierda tendrían unos quince años menos. Eran sus protegidos, y cada uno de ellos sabía que el otro era su rival. El hombre del centro también lo sabía, era él quien lo había planeado así. Aquello se conocía como «la supervivencia del más apto»: sólo uno de ellos, cuando por fin llegara el día, sobreviviría para ocupar su lugar. Para entonces, el otro habría sido eliminado, quizá de la vida política, pero más probablemente de otra manera más tortuosa. Los años que faltaban para ese día serían el campo de prueba. Sí, supervivencia del más apto…

El mayor de los hombres, con las sienes completamente canosas pero con una franja de pelo negrísimo peinado hacia atrás desde la frente, amplia y con arrugas, bebió un trago de su brandy e hizo una seña con el cigarrillo. El hombre a su derecha le alcanzó el cenicero. Parte de la ceniza dio en el blanco, el resto cayó al suelo. Al cabo de un instante la moqueta comenzó a arder y una voluta de humo subió lentamente. Los dos hombres de los costados permanecieron inmóviles e ignoraron deliberadamente el fuego. Sabían que el hombre más viejo detestaba a la gente inquieta y nerviosa. Pero su jefe acabó por olfatear lo que sucedía, miró al suelo frunciendo las pobladas cejas negras y frotó la alfombra con la suela de su zapato hasta que extinguió el fuego.

Detrás de la pantalla se habían realizado preparativos. En el mundo occidental quizás hubieran dicho que un hombre había provocado en sí mismo un estado de alteración mental. Su método había sido simple…, notablemente simple a la luz de lo que estaba por suceder; se había limpiado. Se había desnudado y bañado; había enjabonado prolija y minuciosamente cada centímetro de su cuerpo. Se había afeitado y depilado todo el vello del cuerpo, respetando sólo sus cabellos, cortados al rape. Había defecado antes y después del baño, y en la segunda ocasión había asegurado su higiene mediante un nuevo lavado con agua caliente de sus partes íntimas, que secó luego con una toalla. Después, siempre desnudo, había descansado.

Su método para descansar le habría parecido extremadamente macabro a cualquiera que ignorara de qué iba aquello, pero era parte de los preparativos. El hombre se había sentado junto al segundo ocupante de la habitación, que yacía en una especie de mesita de ruedas, levemente inclinada y de un aluminio acanalado, y se había recostado sobre el abdomen del otro con la cabeza entre los brazos. Luego había cerrado los ojos y al parecer había dormido unos quince minutos. No había nada erótico ni remotamente homosexual en esto. El hombre de la mesita de ruedas también estaba desnudo; era mucho mayor que el primero, de carnes fláccidas, arrugado y calvo, con excepción de una franja de pelo gris en las sienes. Además, estaba muerto. Pero aun después de muerto su rostro hinchado y pálido, su boca de labios finos y sus cejas muy arqueadas eran crueles.

Los tres hombres que estaban al otro lado de la pantalla habían contemplado estas operaciones; todo había sido realizado con una suerte de imparcialidad clínica y sin la menor señal de que el actor supiera que lo estaban contemplando. Él simplemente había «olvidado» la presencia de los espectadores; su trabajo lo absorbía por entero, era demasiado importante como para permitir intervenciones o interferencias del exterior.

Pero ahora se movió, levantó la cabeza, parpadeó dos veces y se irguió con lentitud. Todo estaba en orden, y la indagación podía comenzar.

Los tres espectadores se inclinaron hacia adelante en sus asientos y contuvieron la respiración, toda su atención concentrada en el hombre desnudo. Parecía como si temieran interrumpir algo, aunque su «observatorio» estaba completamente aislado e insonorizado.

El hombre desnudo hizo girar la mesita de ruedas donde yacía el cadáver hasta que el extremo más bajo, donde sobresalían los pies helados y abiertos en forma de una «V», quedó sobre el borde de la bañera. Retrocedió hasta una segunda mesa de ruedas, ésta ya de formas más convencionales, y abrió un maletín de cuero que se hallaba sobre la misma y exhibía una variada gama de afiladísimos instrumentos quirúrgicos: escalpelos, tijeras, sierras…

Desde el puesto de observación, el hombre del centro se permitió una sonrisa torva que escapó a la atención de sus subordinados. Éstos se habían reclinado en sus sillones, satisfechos de que no fueran a ver nada más espectacular que una extraña autopsia. Su jefe apenas podía contener la risa que pugnaba por brotar de su garganta. Un estremecimiento de morbosa alegría sacudía su cuerpo mientras anticipaba la sorpresa que iban a recibir sus subordinados. Él había visto todo esto antes, pero para ellos era la primera vez. Y, de algún modo, era una prueba que debían pasar.

El hombre desnudo cogió una larga varilla plateada, fina como una aguja en uno de sus extremos y con un mango de madera en el otro y sin vacilar se inclinó sobre el cadáver, apoyó el extremo más agudo de la varilla en el ombligo del inflamado vientre y la hundió con fuerza. La vara penetró en la carne muerta y del vientre escaparon los gases acumulados en los cuatro días que habían transcurrido desde el fallecimiento, que ascendieron con un silbido hasta la cara del hombre desnudo.

—¡Sonido! —pidió con brusquedad el observador del centro, e hizo sobresaltar a los dos que lo escoltaban. Su voz bronca era tan grave que cuando continuó parecía poco menos que una serie de gorgoteos glotales—. ¡Rápido, quiero oír! —exclamó, y agitó un dedo corto y grueso para señalar un altavoz que había en la pared.

El hombre a su derecha tragó saliva de manera perceptible y se puso de pie, fue hasta el altavoz y apretó un botón marcado con la palabra «receptor». Hubo un momentáneo ruido parásito, y después se oyó con claridad un zumbido que se desvanecía cuando el vientre del cadáver en la habitación vecina se asentó lentamente en pliegues de grasa. Pero mientras el gas escapaba, el hombre desnudo, en lugar de retroceder, bajó el rostro, cerró los ojos y aspiró profundamente hasta llenar sus pulmones.

Con los ojos pegados a la pantalla, el oficial fue hasta su silla con movimientos torpes y se sentó pesadamente. Tenía la boca abierta, al igual que el otro protegido, su competidor. Los dos hombres estaban sentados ahora en el borde de sus asientos, con las espaldas rígidas como estacas, y se aferraban con fuerza a los brazos del sillón. Un cigarrillo olvidado resbaló hasta el centro del cenicero y despidió frescas volutas de humo perfumado. El único que no parecía conmovido era el observador del centro, y estaba tan interesado en las expresiones del rostro de sus subordinados como en el misterioso ritual que tenía lugar detrás de la pantalla.

El hombre desnudo se había erguido, y así permanecía sobre el desinflado cadáver. Tenía una mano apoyada sobre el muslo del muerto y la otra sobre el pecho, las palmas hacia abajo. Sus ojos estaban nuevamente abiertos, pero el color de su tez había cambiado de manera visible. El color rosado, normal en un cuerpo joven y saludable recién frotado, había desaparecido. Todo él había adquirido el mismo tono grisáceo de la carne muerta que tocaba. Estaba literalmente pálido como la muerte. Contuvo el aliento y pareció saborear el gusto de la muerte; sus mejillas se hundieron. Entonces…

El hombre desnudo apartó las manos del cadáver, arrojó un gas maloliente con un ffff, y se echó hacia atrás haciendo descansar todo el peso sobre los talones. Por un instante dio la impresión de que iba a caerse de espaldas, pero luego se echó de nuevo hacia adelante. Y una vez más puso sus manos con mucho cuidado sobre el cadáver. Demacrado y pálido como una sábana, acarició la carne del cadáver. Sus dedos temblaban mientras iban, leves como mariposas, de la cabeza a los pies y de vuelta a la cabeza. Tampoco ahora había en el gesto ningún erotismo, pero el hombre de la izquierda del trío de espectadores murmuró:

—¿Es un necrófílo? ¿Qué es esto, camarada general?

—Cállese y aprenda —gruñó el hombre del medio—. Sabe dónde se encuentra, ¿no es verdad? Nada de lo que suceda en este lugar debería sorprenderle. Y en cuanto a esto…, a lo que ese hombre es…, dentro de muy poco tiempo lo sabrá. Pero le diré algo: que yo sepa, en toda la URSS sólo hay tres hombres como él. Uno es un mongol de la zona de Altai, el brujo de una tribu, gravemente enfermo de sífilis, por lo que no nos sirve de nada. El otro está loco y muy pronto se le practicará una lobotomía, después de la cual él también estará fuera de nuestro alcance. Sólo queda este hombre, entonces, y su habilidad es instintiva, difícil de enseñar. Lo que hace de él alguien sui generis. Ésta es una expresión en latín, una lengua muerta. Muy apropiada. ¡Y ahora, cállese! ¡Están contemplando un talento único!

Entre tanto, el «talento único», detrás del cristal que permitía a los observadores ver sin ser vistos, parecía galvanizado. Sus movimientos, bruscos e inesperados, eran tan irregulares que parecía espástico, como si colgara de los hilos de un titiritero loco. El brazo y la mano derechos fueron hacia el maletín, y estuvieron a punto de hacerlo caer de la mesa. La mano, contraída por un espasmo hasta parecer una garra gris, describió un amplio movimiento, como si estuviera dirigiendo un esotérico concierto, pero no sostenía una batuta sino un brillante escalpelo en forma de media luna.

Los tres observadores estiraban ahora el cuello para mirar con los ojos como platos y boquiabiertos. Los rostros de los dos de los costados estaban contraídos en una especie de rictus de denegación —preparados para retroceder, e incluso lanzar una exclamación ante lo que sospechaban iba a suceder—, en tanto que la expresión de su superior no trasuntaba más que conocimiento y una malsana expectación.

Con una precisión que desmentía la rareza —o por lo menos la incertidumbre— de los movimientos de sus otras extremidades, que se retorcían como las patas de una rana muerta, en las que se hubiera provocado una ficción de vida mediante una corriente eléctrica, el brazo y la mano del hombre desnudo abrieron en canal el cadáver desde abajo de la caja torácica hasta la masa de gris vello púbico. Otros dos cortes, al parecer hechos al azar pero absolutamente precisos, siguieron al primer movimiento, y el vientre del cadáver quedó marcado con una gran «I» de largas barras horizontales.

El autómata que realizaba esta horrible cirugía arrojó enseguida el escalpelo al otro lado de la habitación, hundió sus manos hasta las muñecas en la incisión central y abrió los pliegues del vientre del muerto como si fueran las puertas de un armario. Las entrañas así expuestas, frías, no humearon. No corrió sangre, pero cuando el hombre desnudo retiró las manos, éstas brillaban con un opaco color rojo, como recién pintadas.

Para realizar esta abertura en el cadáver había sido necesario un esfuerzo casi hercúleo —visible en el repentino abultamiento de los músculos de los brazos, los hombros y los flancos del hombre desnudo—, pues todos los tejidos exteriores del estómago debían ser cortados de una sola vez. La operación había sido realizada, además, con un gruñido claramente audible en la otra habitación, y una fiera mueca que había contraído los labios sobre los apretados dientes, y había puesto en relieve los rígidos tendones del cuello.

Pero ahora, con las vísceras del cadáver enteramente expuestas, una extraña calma descendió sobre el hombre desnudo. Más pálido que antes, si eso era posible, se irguió una vez más y se balanceó hacia atrás apoyado sobre los talones, dejando que las manos teñidas de rojo colgaran a sus costados. Luego se balanceó hacia adelante, bajó los ojos azules de mirada neutra y comenzó un lento y minucioso examen de las entrañas del cadáver.

En la otra habitación el hombre de la izquierda estaba sentado y tragaba saliva sin parar, las manos aferradas a los brazos del sillón y el rostro brillante con una fina capa de sudor. El de la derecha se había puesto lívido y temblaba de la cabeza a los pies, aspirando rápidas bocanadas de aire en un intento de controlar los latidos agitados de su corazón. Pero sentado entre ellos, el ex general del ejército, Gregor Borowitz, ahora director de la muy secreta Sección para el Desarrollo del Espionaje Paranormal, estaba absorto por completo, con su leonina cabeza echada hacia adelante y una expresión de asombro y admiración en su rostro de mandíbula cuadrada, mientras absorbía todos y cada uno de los detalles y matices de la actuación. Borowitz ignoraba lo mejor que podía la incomodidad de sus delfines, pero en el borde mismo de su conciencia se formó un pensamiento: se preguntaba si los otros se enfermarían, y quién sería el primero en vomitar. Y dónde vomitaría.

En el suelo, debajo de la mesa, había una papelera de metal que contenía unos pocos papeles arrugados y colillas de cigarrillos. Borowitz, sin quitar los ojos de la pantalla, tendió la mano, levantó la papelera pasándola por entre sus rodillas y la puso en la mesa, delante de él. «Que se la disputen», pensó. En todo caso, cualquiera que fuese el que cediera primero al impulso de vomitar, su acción sin duda provocaría una respuesta en el otro.

El hombre de la derecha, como si leyera sus pensamientos, dijo con voz entrecortada:

—Camarada general, no creo que yo…

—¡Callado! —exclamó Borowitz, y dio un puntapié que alcanzó al otro en el tobillo—. Si puede, mire. Y si no puede, cállese y deje que lo haga yo.

La espalda del hombre desnudo estaba arqueada ahora, y su rostro a pocos centímetros de las vísceras del cadáver. Los ojos, rápidos como flechas, se movían de izquierda a derecha y de abajo arriba como si buscaran algo que estuviera escondido allí. Sus fosas nasales estaban abiertas, y olfateaba con desconfianza. Su frente lisa estaba ahora extremadamente fruncida. Su actitud hacía pensar más que nada en un enorme sabueso desnudo concentrado en seguir el rastro de una presa.

De pronto una sonrisa astuta curvó sus labios pálidos, el destello de una revelación —de un secreto descubierto, o a punto de serlo— brilló en sus ojos. Fue como si hubiera dicho:

—¡Sí, aquí hay algo! ¡Algo que intenta ocultarse!

Y luego echó hacia atrás la cabeza y rió —una carcajada sonora, aunque breve— antes de volver a un frenético escrutinio. Pero no, no era suficiente, lo que estaba escondido no aparecía, se encogía hasta desaparecer de la vista. La alegría del descubrimiento se convirtió pronto en ira.

Jadeando furioso, con el rostro lívido estremecido por emociones inimaginables, el hombre desnudo cogió un fino instrumento cuyo aguzado filo brillaba como un espejo. Al principio empezó a cortar los diversos órganos, tubos y vesículas de manera más o menos metódica, pero a medida que su trabajo progresaba se volvió más violento e indiscriminado, hasta que las entrañas, parcial o totalmente separadas del resto del cuerpo, colgaron del borde de la mesa de metal acanalado en grotescos fragmentos. Pero aún no era suficiente; la cosa que perseguía todavía lo eludía.

El hombre desnudo lanzó un chillido que se oyó por el altavoz en la otra habitación como el ruido de una tiza en la pizarra, como una pala que remueve cenizas, y con una horrible mueca empezó a arrancar trozos de víscera y a arrojarlos a su alrededor, Se frotó con ellos el cuerpo, los acercó a su oído y «escuchó». Los desparramó por la estancia, los arrojó por encima del hombro, los tiró a la bañera, al lavabo. Había sangre en todas partes, y el grito de frustración, de extraña angustia desgarró el aire a través del altavoz.

—¡Aquí no! ¡Aquí no!

En el cuarto contiguo los jadeos del hombre de la derecha se habían transformado en espasmos convulsivos. De repente cogió la papelera de arriba de la mesa, se puso en pie con torpeza y caminó tambaleándose hacia un rincón de la habitación. Borowitz, aunque de mala gana, tuvo que reconocer que había hecho muy poco ruido.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! —había comenzado a exclamar el hombre de la izquierda, y en cada repetición alzaba un poco más el tono de voz. Y también—: ¡Horrible! ¡Horrible! ¡Es un depravado, un demente, un desalmado!

—¡Es brillante! —gruñó Borowitz—. ¿Lo ve? ¡Ahora va derecho al quid del asunto!

Detrás de la pantalla el hombre desnudo había cogido un bisturí de borde dentado. Su brazo, su mano y el instrumento mismo parecían una mancha borrosa roja, gris y plateada mientras serraba de abajo arriba en el centro del esternón. El sudor surcaba su piel salpicada de sangre y caía de su cuerpo como una lluvia caliente mientras forcejeaba con el pecho del cadáver. No cedía; la hoja de la sierra se quebró y el hombre desnudo la arrojó al suelo, Gimiendo como un animal, con movimientos frenéticos, alzó la cabeza y miró a su alrededor, buscando algo. Sus ojos se posaron un instante en una silla de metal, y se abrieron, como si algo lo hubiera inspirado. Cogió enseguida la silla y utilizó dos de sus patas como palancas en el recién abierto canal.

El lado izquierdo del pecho del cadáver se alzó con un crujido de huesos y de carne desgarrada, lo empujó hacia abajo, una escotilla en el tórax. Las manos del hombre desnudo penetraron por la abertura… un terrible desgarrón… y salieron. Sostenían en alto el trofeo…, pero sólo un momento. Luego… con los brazos extendidos hacia adelante y el corazón que acababa de extraer en las manos, bailó por la habitación, dando vueltas como en un vals. Después lo abrazó, lo acercó a sus ojos y a sus oídos. Lo apretó contra el pecho, lo acarició, mientras gemía como un niño de pecho. Lloraba de alivio; por sus lívidas mejillas caían lágrimas ardientes. Y un momento después pareció como si las fuerzas lo hubieran abandonado por completo.

Sus piernas temblorosas se volvieron blandas como la jalea. Todavía abrazado al corazón cayó al suelo, acurrucado en una posición casi fetal con el corazón abrigado en la curva de sus brazos, y se quedó allí acostado, inmóvil.

—¡Ya está todo hecho! —dijo Borowitz—. Creo…

Se puso de pie, fue hasta el altavoz y apretó el segundo botón, marcado con la palabra «Interfono». Pero antes de hablar miró con los ojos entrecerrados a sus subordinados. Uno de ellos no se había movido del rincón, donde estaba sentado con la cabeza gacha y la papelera entre las piernas. En otro ángulo de la habitación el otro hombre, con las manos en las caderas, hacía flexiones de cintura, arriba abajo, arriba abajo, e inhalaba cuando se erguía y exhalaba el aire cuando se agachaba. Los rostros de los dos hombres brillaban a causa del sudor.

—¡Ja! —gruñó Borowitz, y luego habló en dirección al altavoz—: ¿Boris? ¿Boris Dragosani? ¿Me oye? ¿Todo está bien?

En el otro cuarto el hombre acostado en el suelo se sacudió, se estiró, levantó la cabeza y miró a su alrededor. Luego, tras un estremecimiento, se puso rápidamente en pie. Ahora parecía mucho más humano, y no el autómata desquiciado de hacía unos momentos, aunque aún estaba lívido. Sus pies desnudos resbalaban en el suelo viscoso y se tambaleó un poco, pero de inmediato recuperó el equilibrio. Entonces vio el corazón que aún sostenía en las manos, se estremeció una vez más y lo arrojó lejos de sí y se frotó las manos contra los muslos para limpiarlas.

Borowitz pensó que parecía alguien que acabara de despertarse de una pesadilla… pero no había que dejar que despertara demasiado rápido. Había algo que Borowitz debía saber. Y debía enterarse ahora, que aún estaba fresco en la mente del otro.

—Dragosani —dijo de nuevo, con el tono de voz más suave que pudo—. ¿Me oye?

Los compañeros de Borowitz consiguieron por fin dominarse y se reunieron con él junto a la gran pantalla. El hombre desnudo miró hacia ellos. Boris Dragosani dio por primera vez señales de conocer la existencia de la pantalla, que de su lado no era más que una ventana compuesta por muchos y pequeños cristales emplomados. Los miró fijamente, casi como si de verdad los viese, de la manera que miran a veces los ciegos, y respondió:

—Sí, lo oigo, camarada general. Usted tenía razón: él había planeado asesinarlo.

—¡Ah! ¡Bien! —Borowitz se golpeó con el puño la palma de la mano izquierda—. ¿Y cuántos participaban en el complot?

Dragosani parecía agotado. El color volvía a su tez, y las manos, las piernas y la parte inferior del cuerpo ya tenían un matiz más parecido al habitual en la carne humana. Después de todo, no era más que un hombre, y ahora parecía a punto de desplomarse. Poner derecha la silla de metal que había tirado y sentarse no requería más que un pequeño esfuerzo, pero al parecer esto consumió el último resto de energía que le quedaba. Se sentó con los codos apoyados en las rodillas y la cabeza entre las manos, mirando al suelo.

—¿Bien? —dijo Borowitz en dirección al altavoz.

—Sólo había otro más —respondió por fin Dragosani sin alzar los ojos—. Alguien muy cercano a usted. No pude leer su nombre.

Borowitz estaba decepcionado.

—¿Eso es todo?

—Sí, camarada general. —Dragosani alzó los ojos, miró hacia la pantalla, y en sus ojos de un pálido azul había algo parecido a un ruego. Se dirigió luego a Borowitz con una familiaridad que resultaba sorprendente para los subordinados del general—: Gregor, por favor, no me lo pida.

Borowitz permaneció en silencio.

—Gregor —dijo otra vez Dragosani—, me prometió que…

—Le prometí muchas cosas —lo interrumpió de inmediato Borowitz—. Sí, y las tendrá. ¡Muchas cosas! Le pagaremos con creces. La URSS reconocerá con abrumadora gratitud los más pequeños servicios que usted le preste… aunque el reconocimiento se demore. Boris Dragosani, usted ha llegado a profundidades equivalentes a nuestra conquista del espacio, y yo sé que su valor es mayor al de cualquier cosmonauta. A pesar de las novelas de ciencia ficción, donde ellos van no hay monstruos. Pero las fronteras que usted cruza son verdaderas guaridas del terror. Yo conozco esas cosas…

El hombre desnudo se irguió en la silla. Un insistente estremecimiento recorrió su cuerpo, y la lividez invadió de nuevo sus miembros, toda su figura.

—Sí, Gregor —dijo.

A pesar de que Dragosani no podía verlo, Borowitz hizo un gesto de asentimiento, antes de decir:

—¿Entonces me comprende?

El hombre desnudo suspiró, dejó caer otra vez la cabeza y preguntó:

—¿Qué quiere saber?

Borowitz se pasó la lengua por los labios, se inclinó hasta quedar más cerca de la pantalla y dijo:

—Dos cosas: el nombre del hombre que conspiraba con el cerdo que está destripado, y alguna prueba que pueda presentar ante el Presidium. Si no averiguo esto, no sólo yo estoy en peligro: también lo está usted. Sí, y toda la organización. Boris Dragosani, recuerde que en la KGB hay gente que nos destriparía… si le diéramos ocasión de hacerlo.

El otro no dijo nada pero regresó junto a la mesa de ruedas donde estaban los trozos del cadáver. Se quedó de pie junto a los restos ultrajados, y en su rostro llevaba escrito su propósito: el ultraje definitivo. Respiró hondo, dilatando sus pulmones y luego dejó salir poco a poco el aire. Repitió luego el procedimiento varias veces, y con cada repetición su pecho parecía hacerse un poco más grande mientras su tez volvía rápida y visiblemente a su profunda palidez de antes. Después de varios minutos así, Dragosani dirigió por fin la mirada hacia la bandeja de instrumentos quirúrgicos.

Borowitz estaba ahora agitado, perturbado, tenso. Se sentó en medio de sus hombres, y pareció encogerse dentro de sí mismo.

—Eh, ustedes dos —gruñó a sus subordinados—. ¿Se encuentran bien? ¿Le queda algo por vomitar, Mikhail? Si es así, manténgase lejos. —Esto lo dijo para el hombre a su izquierda, en cuya cara blanca como la tiza destacaban como fosas negras los orificios de la nariz—. Y usted, Andrei, ¿ha terminado con sus flexiones y sus ejercicios respiratorios?

El hombre de la derecha abrió la boca pero no dijo nada; no apartó los ojos de la pantalla mientras su nuez de Adán subía y bajaba. El otro dijo:

—Déjeme ver al menos el comienzo. Pero preferiría no vomitar. Además, cuando todo haya terminado, le agradeceré que me dé una explicación. Por muy bien que usted hable de ese hombre, camarada general, yo creo que deberían acabar con él.

Borowitz asintió.

—Cuando llegue el momento recibirá una explicación. Mientras tanto, estoy de acuerdo con usted. ¡Yo también preferiría no vomitar!

Dragosani había cogido en una mano algo que parecía un escoplo de metal hueco, y en la otra un pequeño mazo de cobre. Apoyó el escoplo en el centro de la frente del cadáver y lo hundió con un solo golpe de mazo. Tras el golpe el mazo rebotó, y por el tubo hueco del escoplo salió un poco de líquido del cerebro. Para Mikhail esto fue suficiente; tragó saliva una vez más y regresó a su rincón con el rostro vuelto hacia el otro lado, y allí se quedó temblando. El hombre llamado Andrei permaneció en su lugar, paralizado; pero Borowitz advirtió que abría y cerraba los puños que colgaban a los lados de su cuerpo.

Dragosani se apartó un poco del cadáver, se agachó y miró fijamente el escoplo que emergía del cráneo perforado. Hizo un lento gesto de asentimiento, y después se levantó y fue hacia la mesa donde estaban los instrumentos. Tiró el mazo al suelo embaldosado, cogió un delgado tubo de acero y, casi sin mirar, lo dejó caer con gran precisión en el hueco del escoplo. El delgado tubo se hundió lentamente hasta atravesar toda la extensión del escoplo, entonces sólo sobresalió su boquilla.

—¡Boquilla! —graznó de repente Andrei, y se levantó y caminó tambaleándose por la habitación—. ¡Dios mío, Dios mío, la boquilla!

Borowitz cerró los ojos. Aunque él era un hombre duro, no podía mirar aquello. Ya lo había visto antes, y lo recordaba demasiado bien.

Pasaron unos instantes: Mikhail en su rincón, temblando; Andrei al otro lado del cuarto, de espaldas a la pantalla, y su superior con los ojos fuertemente cerrados, acurrucado en su asiento. Y entonces…

El grito que llegó por el altavoz era de los que destrozan los nervios más resistentes; de los que, a no dudarlo, pueden levantar a los muertos. Estaba lleno de horror, de una monstruosa sabiduría, lleno de… indignación. Sí, indignación…, el grito de una fiera herida que clamaba venganza. Y enseguida, el caos.

Borowitz abrió los ojos cuando el grito se hizo menos violento, y sus espesas cejas parecían formar una tienda de campaña sobre ellos. Durante un instante se quedó sentado, como un búho sorprendido, tenso, con los dedos como garfios sobre los brazos del sillón. Después lanzó un gemido ronco, se cubrió la cara con el brazo y echó su pesado cuerpo hacia atrás. El sillón se tumbó y esto le permitió rodar y ponerse a cubierto tras la silla de la izquierda cuando la pantalla estalló en una lluvia de cristales y pequeñas tiras de plomo retorcido, y apareció en ella un gran agujero por el que sobresalían las patas de la silla metálica que había estado en la otra habitación. Luego retiraron la silla y volvieron a lanzarla, destrozando los paneles de cristal que quedaban sanos y regándolo todo con trozos de cristal.

—¡Cerdo! —El grito de Dragosani se oyó a través del altavoz y de la pantalla rota—. ¡Usted es un cerdo, Gregor Borowitz! ¡Usted lo envenenó, le dio algo que pudrió su cerebro y ahora yo he probado ese veneno!

Y tras la voz indignada y llena de odio vino Dragosani mismo, que permaneció un instante enmarcado en los rotos cristales de la pantalla antes de lanzarse por entre la mesa y las sillas tumbadas al lugar donde se acurrucaba Borowitz. Algo brillaba en su mano, plata contra el color grisáceo de su piel.

—¡No! —aulló Borowitz, y su voz de rana gigantesca retumbó llena de terror en la pequeña habitación—. No, Boris, se equivoca. ¡Usted no está envenenado, hombre!

—¡Mentiroso! ¡Lo leí en su cerebro muerto! Sentí el dolor de su muerte. Y ahora la sustancia que lo mató está en mí.

Se lanzó entonces sobre Borowitz, que luchaba por ponerse en pie, y lo arrojó de nuevo al suelo. El hombre desnudo alzó el instrumento plateado en forma de guadaña que sostenía en la mano.

El hombre llamado Mikhail, que hasta ese instante se había agitado detrás como un espantapájaros movido por el viento, fue hacia los contendientes con la mano en el interior de la chaqueta. Cogió la mano de Dragosani justo cuando comenzaba a bajar. Experto en el uso de la cachiporra, Mikhail lo golpeó en el punto preciso, justo como para aturdirlo. La brillante hoja de acero cayó de los insensibles dedos de Dragosani, y el hombre se desplomó boca abajo sobre Borowitz, que consiguió rodar y librarse del otro. Luego Mikhail lo ayudó a incorporarse, mientras Borowitz maldecía furioso, y daba uno o dos puntapiés al hombre desnudo, que yacía gimiente. Una vez en pie, el general hizo a un lado a su subordinado y comenzó a quitarse el polvo de la ropa. Pero un segundo después vio la cachiporra en la mano de Mikhail y comprendió lo que había pasado. Abrió muy grandes los ojos, repentinamente ansioso y conmovido.

—¿Qué? —dijo, y abrió la boca en un gesto de incredulidad—. ¿Lo ha golpeado? ¿Utilizó esa cachiporra con él? ¡Idiota!

—Pero camarada Borowitz, mi general, él…

Borowitz lo interrumpió con un gruñido, puso sus manos sobre el pecho de Mikhail y le dio un empujón que lo hizo tambalear.

—¡Imbécil! ¡Estúpido! Ruegue que no le haya sucedido nada. Si cree en algún dios, niéguele que este hombre no haya sufrido ningún daño permanente. ¿No le dije que es único?

Se agachó y, apoyado sobre una rodilla, le dio la vuelta al hombre que estaba en el suelo hasta dejarlo de espaldas. Los colores volvían poco a poco al rostro de Dragosani, los colores de un hombre normal, pero en el lugar donde su cráneo se unía al cuello crecía un abultado chichón. Mientras Borowitz lo miraba con ansiedad a la cara, los párpados de Dragosani se movieron ligeramente.

—¡Luz! —pidió con brusquedad el anciano general—. Enciendan todas las luces. Andrei, no se quede allí como un… —Borowitz se interrumpió y miró a su alrededor cuando Mikhail encendió las luces. No se veía a Andrei por ningún lado, y la puerta de la habitación estaba entreabierta—. ¡Perro cobarde! —gruñó.

—Puede que haya ido a pedir ayuda —tartamudeó Mikhail. Y continuó—: Camarada general, si yo no hubiera golpeado a Dragosani, él habría…

—Lo sé, lo sé —protestó impaciente Borowitz—. Eso ahora no tiene importancia. Ayúdeme a sentarlo en un sillón.

Cuando lo levantaron y lo sentaron, Dragosani sacudió la cabeza, gimió ruidosamente y abrió los ojos. Su mirada se fijó en la cara de Borowitz con expresión acusadora.

—¡Usted! —dijo entre dientes y trató de incorporarse, pero no lo consiguió.

—Cálmese —dijo Borowitz—. Y no sea tonto. Usted no está envenenado. Hombre, ¿cree que me desprendería con tanta facilidad de la persona más valiosa de que dispongo?

—¡Pero a él lo envenenaron! —jadeó Dragosani—. Hace sólo cuatro días. El veneno le quemó el cerebro y murió entre terribles dolores, con la sensación de que se le derretía la cabeza. ¡Y ahora la misma sustancia está en mi interior! ¡Tengo que vomitar enseguida! ¡Tengo que vomitar! —dijo, y luchó frenéticamente para ponerse en pie.

Borowitz asintió, lo retuvo con fuerza en su lugar y se sonrió como un lobo siberiano. Se alisó la franja de pelo de la parte superior de la cabeza, donde su negra cabellera no tenía una sola cana, y le respondió:

—Sí, así murió él, pero a usted no le sucederá lo mismo, Boris. Usted no morirá. El veneno era muy especial, una variedad búlgara. Actúa muy deprisa y se dispersa con la misma rapidez. En unas pocas horas se desvanece, no deja rastros, se vuelve imposible de detectar. Es como un puñal de hielo: hiere y luego se derrite.

Mikhail lo contemplaba con los ojos muy abiertos, como quien oye algo increíble.

—¿Qué significa esto? —preguntó—. ¿Cómo puede saber él que envenenamos al segundo de a bordo de…

—¡Cállese! —Una vez más Borowitz se volvió contra su subordinado—. ¡Mikhail Gerkhov, usted tiene la lengua tan suelta que un día se la tragará!

—Pero…

—¿Es usted ciego, hombre? ¿No ha aprendido nada?

El otro se encogió de hombros y no dijo nada. Aquello era demasiado para él, lo sobrepasaba. Desde que lo habían enviado a aquella sección, hacía ya tres años, había visto muchas cosas extrañas —había visto y oído cosas que jamás hubiera imaginado que fueran posibles—, pero esto se apartaba tanto de todo lo que había experimentado que escapaba a la lógica.

Borowitz había vuelto a dedicar su atención a Dragosani, y tenía la mano apoyada en su cuello, donde comenzaba el hombro. El hombre desnudo estaba pálido; su color no era el lívido gris de antes ni el rosado habitual de la tez de los hombres, sino un tono pálido. Tembló cuando Borowitz le preguntó:

—Boris, ¿consiguió averiguar su nombre? Es muy importante.

—¿Su nombre? —Dragosani levantó la vista y lo miró. Parecía enfermo.

—Usted dijo que el hombre que planeó mi asesinato junto con el perro que está descuartizado allí era alguien muy cercano a mí. ¿Quién es, Boris? ¿Quién?

Dragosani asintió, y, con los ojos entrecerrados, dijo:

—Sí, muy cercano a usted. Su nombre es… Ustinov.

—¿Qué? —Borowitz se puso de pie, atónito.

—¿Ustinov? —repitió incrédulo Mikhail Gerkhov—. ¿Andrei Ustinov? ¡Imposible!

—Sí que es posible —dijo desde el umbral de la puerta una voz muy conocida.

Ustinov entró en la habitación, el rostro tenso y una metralleta en los brazos. Dirigió el cañón del arma hacia adelante y apuntó a los tres hombres.

—Sí, decididamente es posible.

—Pero ¿por qué?

—¿No es evidente, «camarada general»? Cualquier hombre que hubiera estado el tiempo que he estado yo con usted, desearía matarlo. Demasiados años, Gregor. He sufrido sus rabietas y sus enfados, todas esas mezquinas intrigas y ese despotismo estúpido. Sí, y le he servido lealmente… hasta ahora. Pero usted nunca me estimó, nunca me permitió participar en nada. No he sido para usted más que un cero a la izquierda, un apéndice despreciable. Bien, ahora podrá apreciar que, después de todo, soy un buen alumno. ¿Pero su sustituto? No, nunca lo fui. ¿Y debería hacerme a un lado para dejarle el paso libre a ese advenedizo? —dijo mientras señalaba a Gerkhov con un gesto burlón.

La expresión de Borowitz mostraba claramente su disgusto.

—¡Y pensar que usted habría sido el elegido! —exclamó—. ¡Ja! No hay nadie más tonto que un viejo tonto…

Dragosani gimió y se llevó la mano a la cabeza. Hizo un gesto como si fuera a levantarse y se cayó de la silla. Se apoyó un instante sobre las rodillas y luego cayó boca abajo en el suelo sembrado de fragmentos de cristal. Borowitz hizo ademán de arrodillarse a su lado.

—¡No se mueva! —le ordenó Ustinov—. Ya no puede ayudarlo. Es un hombre muerto. Todos ustedes lo son.

—No se saldrá con la suya —dijo Borowitz; pero su rostro estaba cada vez más pálido y su voz era poco más que un tenue chasquido.

—Claro que lo haré —se burló Ustinov—. ¿Quién se daría cuenta, en medio de este caos infernal, de esta locura? Puede estar seguro de que mi historia será muy buena… sobre usted, un loco furioso, y sobre la gente que emplea, peores que el peor de los dementes. ¿Y quién podrá desmentirme?

Dio un paso hacia adelante, y la metralleta hizo un ruido metálico cuando la amartilló.

Boris Dragosani, tirado en el suelo a sus pies, no estaba inconsciente. Su desmayo había sido una estratagema para ponerse fuera del alcance del arma. Los dedos de Dragosani se cerraron sobre el mango de hueso del pequeño bisturí con forma de cimitarra que estaba en el suelo. Ustinov, sonriente, se acercó un poco más, dio vuelta el arma y le dio un culatazo en la cara a Borowitz, que no se lo esperaba. Cuando el jefe de la Sección de PES retrocedió, de su boca aplastada manaba sangre. Ustinov le apuntó nuevamente y apretó el gatillo.

La primera ráfaga alcanzó a Borowitz en el hombro derecho; el general giró como una peonza antes de desplomarse. La misma ráfaga de metralleta arrojó a Gerkhov al otro lado de la habitación hasta aplastarlo contra la pared. Permaneció allí durante un instante como un hombre crucificado, dio luego un solo paso hacia adelante, escupió un chorro de sangre y cayó boca abajo. En el lugar donde su espalda había tocado la pared, ésta se tiñó de rojo.

Borowitz se arrastró hacia atrás con el brazo derecho rozando el suelo, hasta que sus hombros quedaron apoyados contra la pared. Ya no podía alejarse más, y se quedó allí esperando lo que parecía inevitable. Ustinov hizo una mueca que dejó sus dientes al descubierto, como los de un tiburón antes de atacar a su presa. Apuntó al vientre de Borowitz y acercó su dedo al gatillo. Al mismo tiempo Dragosani le lanzó una estocada, hiriéndolo con su cuchillo detrás de la rodilla izquierda. Ustinov gritó, y también lo hizo Borowitz cuando las balas penetraron en la pared, justo por encima de su cabeza.

Dragosani se colgó del abrigo de Ustinov y consiguió ponerse de rodillas. Volvió a atacar con el bisturí y la hoja penetró a través del abrigo, la chaqueta, la camisa y la carne del brazo derecho hasta cerca del hueso. Los dedos de Ustinov, paralizados, dejaron caer la metralleta, pero, en un movimiento casi reflejo, le pegó un rodillazo en la cara.

Andrei Ustinov, el traidor, gimió de dolor y de miedo. Sabía que estaba malherido y salió de la habitación, cerrando la puerta de un golpe. Cruzó una pequeña antesala y salió al pasillo. Allí cerró con más cuidado la puerta a prueba de ruidos, pasó por encima del cadáver del hombre de la KGB, que estaba en el suelo con la lengua fuera y el cráneo aplastado. Había sido una desgracia que tuviera que matarlo, pero no había tenido otra salida.

Entre maldiciones y gemidos de dolor, avanzó dando tumbos por el pasillo. Dejaba tras de sí un rastro de sangre. Ya estaba muy cerca de la puerta que daba al patio cuando oyó un ruido a sus espaldas que lo hizo detenerse. Se volvió, cogió una granada de fragmentación que llevaba en un bolsillo interior y le quitó la espoleta. Vio a Dragosani que salía al corredor, tropezaba con el cadáver y caía de rodillas. Luego, mientras sus miradas se cruzaban, arrojó la granada. Ya sólo le quedaba marcharse de allí. Con el ruido del rebotar de la granada zumbándole en los oídos —y también el jadeo de Dragosani—, abrió la puerta blindada que daba al patio, cruzó el umbral y la cerró con fuerza detrás de sí.

En medio de la oscuridad de la noche, Ustinov contaba mentalmente los segundos que pasaban mientras se dirigía cojeando hacia los asistentes de uniforme blanco que se hallaban junto a la puerta trasera de la ambulancia.

—¡Socorro! —graznó—. ¡Estoy malherido! Ha sido Dragosani, uno de nuestros agentes especiales. ¡Se ha vuelto loco, ha matado a Borowitz, a Gerkhov y a un agente de la KGB!

Como para darle más convicción a sus palabras, se oyó el ruido de una apagada detonación en el interior del edificio. La puerta de acero sonó como si alguien la hubiese golpeado con una almádena; se curvó hacia afuera y uno de sus goznes se rompió. Luego se desprendió y golpeó con violencia contra la pared del pasillo. El humo y las lenguas de fuego ondearon al viento, y pudo percibirse el fuerte olor de los explosivos de gran potencia.

—¡Rápido! —gritó Ustinov por encima de las preguntas de los asistentes y los gritos de los guardias, que se acercaban con gran alboroto por el patio de adoquines.

—¡Chofer, sáquenos de aquí deprisa, antes de que vuele todo!

No había ninguna posibilidad de que esto sucediera, pero así se aseguraba de que se pondrían en marcha. Y Ustinov estaría fuera de peligro, al menos por el momento. Lo malo del asunto era que no podía estar seguro de que todos los de dentro estuvieran muertos. Si lo estaban, tendría tiempo de sobra para inventarse una historia; si no, estaba acabado. El tiempo lo diría.

Cuando el motor se puso en marcha, Ustinov subió trabajosamente a la parte trasera de la ambulancia, seguido por los enfermeros, quienes enseguida comenzaron a quitarle la ropa. El vehículo cruzó el patio, pasó bajo un alto arco de piedra y cogió un sendero que llevaba hasta la muralla exterior.

—¡Rápido, rápido! —gritó Ustinov—. ¡Sáquenos de aquí!

El conductor se inclinó sobre el volante y apretó el acelerador.

En el patio, los hombres de seguridad y el piloto del helicóptero iban y venían por el suelo de adoquines. El ácido humo que salía por la desvencijada puerta los hacía toser. El poco fuego que hubo finalmente había acabado en humo. De aquel denso y maloliente muro de humo salió, tambaleándose, una figura de pesadilla: Dragosani, todavía desnudo, su piel gris manchada de negro y de sangre, que llevaba a hombros a un vociferante Gregor Borowitz.

—¿Dónde está ese perro traidor? —bramó el general entre toses y farfulleos—. ¿Dónde está Ustinov? ¿Lo dejaron escapar? ¿Dónde está la ambulancia? ¿Qué están haciendo ustedes, malditos imbéciles?

Cuando los guardias quitaron a Borowitz de los agobiados hombros de Dragosani, uno de ellos le dijo:

—El camarada Ustinov estaba herido, señor. Se marchó en la ambulancia.

—¿Camarada? ¿Camarada? —aulló Borowitz—. ¡Ése no es camarada de nadie! ¿Herido, dice usted? ¿Herido, pedazo de idiotas? ¡Lo quiero muerto!

Volvió su rostro lobuno hacia la torre y aulló:

—¡Usted, allí! ¿Ve la ambulancia?

—¡Sí, camarada general! ¡Se está acercando a la muralla!

—¡Deténgala! —gritó Borowitz, mientras se cogía el hombro herido.

—Pero…

—¡Hágala volar! —aulló furioso el general.

El tirador de la torre introdujo los anteojos por una ranura en la culata de su Kalashnikov y cargó el arma con una mezcla de balas trazadoras y explosivas. Se agachó, y cuando tuvo al vehículo en la mira del fusil apuntó a la cabina y al capó. La ambulancia, que se acercaba a una de las arcadas en la muralla periférica, había disminuido la velocidad, pero el tirador sabía que nunca llegaría a la salida. Afirmó el arma entre su hombro y el parapeto del muro, apretó el gatillo y lo mantuvo apretado. La manga de fuego brotó de la torre, no alcanzó al vehículo por unos pocos metros, pero luego salvó la brecha y dio en el blanco.

La parte delantera de la ambulancia estalló en una blanca llamarada, luego hizo explosión y lanzó el combustible ardiente en todas direcciones. El vehículo se salió del camino, derrapó violentamente y por fin se detuvo, con las ruedas hundidas como rejas de arado en la hierba. Alguien vestido de blanco huyó del coche en llamas a cuatro patas. Otro individuo, vestido con una camisa abierta y con un abrigo oscuro en el brazo, se alejó de las llamas y fue cojeando en dirección a la salida.

Borowitz, que no podía ver más allá del patio donde se hallaba con los guardias que lo sostenían para que no se desplomara, le gritó al hombre de la torre:

—¿Detuvo la ambulancia?

—Sí, señor. Hay al menos dos hombres vivos. Uno es un enfermero, y el otro…

—¡Ya sé quién es el otro! —aulló Borowitz—. ¡Es un traidor! Me ha traicionado, ha traicionado a la sección y a Rusia. ¡Mátelo!

El tirador tragó saliva, apuntó y disparó. Las balas mordieron la tierra a los pies de Ustinov, lo alcanzaron y lo destrozaron con su mezcla mortífera de fósforo ardiente y trozos de acero.

Era la primera vez que el hombre de la torre disparaba a matar. Bajó el arma y se apoyó tembloroso contra el muro de la terraza. Desde allí miró hacia abajo y dijo:

—Ya está, señor.

En medio de la repentina calma, su voz sonaba muy débil.

—Muy bien —le respondió Borowitz—. Quédese donde está y mantenga los ojos abiertos.

El general gimió y se llevó otra vez la mano al hombro, que rezumaba sangre por encima de la gruesa tela de su abrigo.

Uno de los guardias dijo:

—Señor, está herido.

—¡Claro que estoy herido, idiota! Pero esto puede esperar. Ahora quiero que llamen a todos; deseo hablarles. Y por el momento, nada de esto debe ser comentado fuera de esa muralla. ¿Cuántos hombres de la maldita KGB hay aquí?

—Dos, señor —le respondió el guardia que había hablado antes—. Uno dentro…

—Ése está muerto —gruñó Borowitz, sin condolerse.

—Entonces sólo queda uno, señor. Está fuera, en el bosque. Todos los demás pertenecemos a la sección.

—¡Muy bien! Pero… ¿tiene radio el hombre que está en el bosque?

—No, señor.

—Mejor aún. Tráiganlo y enciérrenlo. Lo ordeno yo.

—Así se hará, señor.

—Y que nadie se inquiete —continuó Borowitz—. Llevaré el peso de todo este asunto sobre mis hombros… que son muy fuertes, como todos saben. No intento ocultar nada, pero quiero comunicarlo en el momento apropiado. Ésta puede ser nuestra oportunidad para librarnos de una vez para siempre de la KGB. Muy bien, ahora a moverse. Usted —se volvió hacia el piloto del helicóptero—, prepárese a despegar. Necesito un médico, el de la organización. Vaya a buscarlo enseguida.

—Sí, camarada general. Ahora mismo.

El piloto corrió hacia su aparato, y los encargados de la seguridad se dirigieron a su coche, que estaba aparcado fuera del patio. Borowitz los miró alejarse, se apoyó en el brazo de Dragosani y le dijo:

—Boris, ¿me servirá para algo más?

—No estoy herido, si es eso lo que quiere saber —respondió el otro—. Conseguí refugiarme en la antesala antes de que estallara la granada.

Borowitz sonrió ferozmente a pesar del terrible dolor en el hombro.

—¡Bien! —exclamó—. Entonces regrese adentro y vea si puede encontrar un extintor. Si todavía arde algo, apague el fuego. Después puede reunirse conmigo en la sala de conferencias. —El general se desprendió del brazo del hombre desnudo, se tambaleó durante un instante pero después se quedó quieto, firme como una roca—. Pero bueno, ¿qué espera? —insistió.

Cuando Dragosani entró por la destrozada puerta al pasillo, en el cual ya no había prácticamente humo, Borowitz le dijo desde fuera:

—¡Y búsquese algo de ropa, camarada, o al menos una manta! Por hoy su trabajo ya ha terminado. Y no me parece bien que Boris Dragosani, nigromante del Kremlin —estoy seguro de que lo será algún día— se pasee tal como vino al mundo.

Una semana mas tarde, Gregor Borowitz defendió, en una vista realizada a puerta cerrada, su actuación en el château Bronnitsy la noche de marras. La vista tenía dos objetivos. El primero: había que demostrar que Borowitz había sido llamado al orden debido al defectuoso funcionamiento de la «sección experimental» que él dirigía. El segundo: había que dar a Borowitz la oportunidad de exponer las razones que hacían necesaria la independencia de su organización del resto de los servicios secretos de la URSS, especialmente de la KGB. En resumen, el general iba a utilizar la vista como tribuna para intentar conseguir completa autonomía.

Los cinco jueces que componían el jurado —en verdad, interrogadores o investigadores antes que jueces— eran George Krisich, del Comité Central del Partido; Oliver Bellekhoyza y Karl Djannov, subsecretarios del gabinete; Yuri Andrópov, director de la Komissia Gosudatsvennoy Bezopasnosti, la KGB, y otro hombre que no sólo era un «observador independiente», sino el representante personal de Leónidas Brezhnev. Puesto que el líder del Partido era quien, en cualquier caso, tenía la última palabra, Borowitz debía convencer a este individuo «sin nombre», pero sumamente importante. El era también, en virtud de su anonimato, quien menos cosas tenía que decir…

La vista se celebró en una gran habitación del segundo piso de un edificio situado en la Kurtsuzov Prospeckt. Esto era muy cómodo para el hombre de Brezhnev y para Andrópov, que tenían sus despachos en la misma manzana. Ninguno de los jurados se había mostrado especialmente difícil. En todos los proyectos experimentales se acepta que existe cierto riesgo aunque, como señaló con calma Andrópov, sería conveniente que este elemento de riesgo, además de ser aceptado pudiera ocasionalmente ser «previsto». Al oír esto, Borowitz había sonreído y hecho un cortés gesto de asentimiento mientras se prometía para sus adentros que un día el bastardo pagaría por esta fría y burlona alusión a su ineficacia, además de su presumido y del todo inoportuno aire de irónica superioridad.

En el curso de la audiencia había sido revelado cómo uno de los jóvenes directivos de la organización, Andrei Ustinov, había enloquecido debido a las presiones y tensiones de su trabajo. Ustinov había matado al agente de la KGB Hadj Gartezcov, había intentado destruir el château con explosivos, e incluso había herido a Borowitz antes de que pudieran detenerlo. Por desgracia, en el proceso de su «detención» habían muerto otros dos hombres y un tercero había resultado herido. Había que agradecer, sin embargo, que ninguno de estos hombres fuera un ciudadano de gran importancia. El Estado haría todo lo que pudiera por sus familias.

Después de aquel «funcionamiento defectuoso» en la organización, y hasta que todos los hechos pudieran ser debidamente establecidos, había sido necesario detener en el château a un segundo miembro de la KGB de Andrópov. Esto había sido inevitable; Borowitz no había permitido que nadie —con la sola excepción del piloto del helicóptero— abandonara el lugar hasta que todo fuera aclarado. E incluso habrían retenido al piloto si no hubieran necesitado urgentemente un médico. Con respecto al arresto del agente en una celda: había sido por su propia seguridad. Hasta que se demostrara que la KGB no era el principal objetivo de Ustinov —hasta que se descubrió que no existía ningún objetivo, sino que el hombre se había vuelto loco y comenzado a matar gente— Borowitz consideraba que era su deber garantizar la seguridad del agente. Después de todo, ya había que lamentar la muerte de un hombre de la KGB, y Andrópov sin duda compartía este sentimiento.

Para decirlo en pocas palabras: toda la vista no fue más que una repetición del informe original de Borowitz. No se mencionó la exhumación, el posterior destripamiento y el examen nigromántico de cierto antiguo oficial funcionario de la MVD. Por cierto que si Andrópov se hubiera enterado, habría habido un problema, pero el director de la KGB no supo nada. Tampoco habría mejorado las cosas el hecho de que apenas ocho días antes él mismo había depositado una corona en la tumba recién abierta del pobre desdichado, o el hecho de que en ese mismo instante el cadáver yacía en una segunda tumba, anónima, en algún lugar de los jardines del château Bronnitsy…

Por lo demás, el ministro Djannov había hecho una o dos preguntas indiscretas sobre el trabajo o el objeto de la organización de Borowitz; Borowitz lo había mirado con una expresión de asombro, por no decir de indignación; el representante de Brezhnev, tras toser, había intervenido para conducir la encuesta por otro rumbo. Después de todo, ¿de qué servía una organización secreta si se la obligaba a divulgar sus secretos? De hecho, Leónidas Brezhnev había prohibido las preguntas directas sobre la Sección PES y sus actividades. Borowitz era un veterano, un hombre del Partido de toda la vida, y además un incondicional y poderoso defensor del jefe del Partido.

Había sido evidente desde el principio que Andrópov estaba disgustado. Le hubiera encantado hacer acusaciones, o al menos insistir en una exhaustiva investigación por parte de la KGB, pero le habían prohibido —o más bien convencido— de que no siguiera ese camino. Pero cuando todo fue dicho y hecho y los demás se marcharon, el jefe de la KGB le pidió a Borowitz que se quedara para hablar un rato.

—Gregor —le dijo cuando estuvieron solos—, usted, claro está, sabe que no hay nada importante, absolutamente nada, de lo que yo no consiga enterarme. «Desconocido» o «por investigar» no es lo mismo que «secreto». Y más tarde o más temprano yo me entero de todo. Usted no lo ignora, ¿verdad?

—¡Ah, la omnisciencia! —dijo Borowitz con su sonrisa lobuna—. Es un peso muy grande para que lo lleve un solo hombre, camarada. Lo comprendo.

Yuri Andrópov sonrió apenas, sus ojos engañosamente vacíos y lacrimosos tras los cristales de las gafas. Pero no hizo ningún esfuerzo para disimular el tono de amenaza que había en su voz cuando dijo:

—Gregor, todos tenemos que pensar en nuestro futuro. Y usted, más que nadie, debería tener esto en cuenta. Ya no es joven, y si su querida organización fracasa, ¿qué será de usted? ¿Está preparado para una jubilación anticipada, para la pérdida de todos sus pequeños privilegios?

—Aunque parezca extraño —respondió Borowitz—, hay algo en la naturaleza de mi trabajo que ha asegurado mi futuro; hasta donde se puede ver, en todo caso. ¡Ah!, y de paso, también el de usted.

Andrópov arqueó las cejas.

—¿Sí? —dijo, otra vez con su tenue sonrisa—. ¿Y qué han leído sus astrólogos en mis estrellas, Gregor?

«Bueno, eso lo sabe», pensó Borowitz, aunque en verdad no le sorprendía. Cualquier jefe de la policía secreta mínimamente eficaz podría averiguarlo. De modo que no tenía sentido negarlo.

—Ascenso al Politburó en dos años —dijo sin que se le moviera un solo músculo de la cara—. Y tras ocho o nueve años más, posiblemente la dirección del Partido.

—¿De verdad? —La sonrisa de Andrópov era a medias curiosa, a medias irónica.

—De verdad —respondió Borowitz, cuya expresión seguía sin cambiar—. Y le cuento esto sin miedo de que vaya a contárselo a Leónidas.

—¿Sí? —respondió aquel peligrosísimo hombre—. ¿Y hay alguna razón especial que hará que no se lo cuente?

—Sí. Supongo que podríamos llamarla la regla de Herodes. Claro está que nosotros, fieles miembros del Partido, no leemos el libro que llaman «sagrado», pero como sé que usted es un hombre muy inteligente, también sé que comprenderá lo que quiero decir. Herodes, como usted sabe, prefirió cometer una matanza antes que correr el riesgo de que alguien le quitara el trono, aunque ese alguien todavía fuera un niño de pecho. Usted de ninguna manera es inocente como un niño, Yuri. Claro que Leónidas tampoco es un pequeño Herodes. Pero no creo que usted le cuente lo que he predicho…

Tras un instante de reflexión, Andrópov se encogió de hombros.

—Puede que no lo haga —dijo, y ya no sonreía.

—Por otra parte —dijo Borowitz por encima del hombro cuando se disponía a salir de la habitación—, podría contárselo yo… si no fuera por un pequeño detalle.

—¿Un pequeño detalle? ¿Cuál?

—Pues que todos tenemos que pensar en nuestro futuro. Y también porque me considero mucho más sabio que aquellos tontos reyes magos…

Y mientras iba a las zancadas por el pasillo rumbo a la escalera, Borowitz recordó otra cosa que sus videntes le habían dicho con respecto a Andrópov, algo que hizo reaparecer su sonrisa lobuna: enfermaría y moriría poco tiempo después de ser nombrado primer ministro. Sí, al cabo de dos o tres años como máximo. Borowitz confiaba en que la predicción se cumpliera… o tal vez pudiera hacer algo más que confiar.

Quizá pudiera hacer sus propios preparativos, comenzar ahora mismo. Tal vez debería hablar con un químico amigo en Bulgaria. Un veneno lento…, imposible de descubrir…, indoloro…, que produjera un veloz deterioro de los órganos vitales…

Desde luego valía la pena pensar acerca de este asunto.

El miércoles siguiente Boris Dragosani, al volante de su espartano coche ruso, recorrió los cuarenta y tantos kilómetros que separaban la ciudad de la amplia pero rústica dacha de Gregor Borowitz en Zhukovka. Además de estar situada en un agradable emplazamiento, en un altozano con vistas al río Moscú, el lugar estaba «libre» de ojos y oídos indiscretos —en especial los de tipo eléctrico—. Boris no tenía nada metálico en el lugar, a excepción de su detector de metales. En apariencia lo utilizaba para buscar monedas antiguas a lo largo de la ribera, especialmente en los vados, pero el artilugio le servía en realidad para garantizar su seguridad y tranquilidad de espíritu. Borowitz conocía la ubicación de cada uno de los clavos que unían las vigas de la dacha. No había la menor posibilidad de que alguien pudiera introducir un micrófono sin que él se diera cuenta.

A pesar de todas las precauciones, el general llevó a Dragosani a pasear para que pudieran hablar. Prefería el aire libre a la siempre dudosa intimidad del interior de la casa, por bien que la hubiera inspeccionado. Porque incluso en Zhukovka se percibía la presencia de la KGB, y por cierto que era una presencia muy fuerte. Muchos importantes oficiales de la citada organización —algunos generales entre ellos—, tenían sus dachas en el lugar, sin contar un batallón de antiguos agentes, ya retirados, a quienes el estado había recompensado por sus servicios. Ninguno de esos hombres era amigo de Borowitz; todos estarían encantados de proporcionar a Yuri Andrópov cualquier información que pudieran descubrir.

—Pero al menos nos hemos librado de ellos en la sección —dijo Borowitz mientras guiaba a Dragosani por un sendero a la orilla del río.

El general lo condujo a un lugar donde había unas piedras planas sobre las que podían sentarse y contemplar la puesta de sol mientras la tarde se reflejaba en el oscuro espejo verde del río.

Ambos constituían una extraña pareja: el viejo combatiente, achaparrado y nudoso, típicamente ruso, todo él cuerno, marfil y cuero envejecido, y el guapo joven, casi decadente por comparación, de rasgos delicados —cuando no los transformaba el rigor de su trabajo—, de manos largas y finas como las de un concertista de piano, delgado pero vigoroso, anchos hombros y sonrisa prieta. No, aparte de un mutuo respeto, tenían muy poco en común.

Borowitz respetaba a Dragosani por su talento, no dudaba de que serviría para que Rusia fuese de nuevo verdaderamente fuerte. No con la fortaleza de una «superpotencia», sino invulnerable a cualquier invasor, indestructible ante cualquier arma, invencible en su afán de expansionismo, cautelosa pero incontenible, que abarcaría al mundo entero. Oh, lo último ya estaba en marcha, pero Dragosani podía acelerar inmensamente el proceso. Eso, si las esperanzas de Borowitz con respecto a la sección tenían base sólida. Lo que hacían era también espionaje, pero en relación a la policía secreta de Andrópov era como la otra cara de la moneda. O, mejor dicho, el canto. Espionaje, pero con el énfasis en percepción extrasensorial. Por eso Borowitz simpatizaba con el antipático Dragosani: él nunca iba a quedar bien vestido con traje azul y sombrero, pero ningún hombre de la KGB podría nunca desentrañar los abismales secretos que conocía Dragosani. Y, claro está, Borowitz había «descubierto» al nigromante y lo había acogido en el seno de la organización. Ésta era otra razón por la que le caía bien: Dragosani era su mayor descubrimiento.

En cuanto al pálido joven, también él tenía objetivos, ambiciones, pero se los reservaba, los mantenía guardados en su mente macabra. Por cierto que no eran las visiones de Borowitz de una Rusia convertida en imperio universal y señora del mundo, una madre Rusia cuyos hijos no pudieran ser nunca más amenazados por ninguna nación —o alianza de naciones— por poderosa que ésta fuera.

En primer lugar, Dragosani no se consideraba verdaderamente ruso. Su herencia era mucho mas antigua que la opresión del comunismo y de las bárbaras tribus que utilizaban la hoz y el martillo no sólo como herramientas sino también como estandarte y amenaza. Y tal vez ésa era una de las razones por las que «simpatizaba» con el igualmente antipático Borowitz, cuya política era tan poco ortodoxa. En cuanto al respeto… sí, Dragosani respetaba al viejo combatiente, pero no por sus antiguas hazañas en el campo de batalla, o por la harto demostrada habilidad de Borowitz para vencer a sus adversarios con sus propias armas. Dragosani respetaba a su jefe de la misma manera que un deshollinador respeta los peldaños superiores de su escalera. Y, al igual que un deshollinador, sabía que no podía permitirse dar unos pasos atrás y detenerse a admirar su obra. Pero ¿por qué habría de hacerlo, si algún día construirían la chimenea, y él estaría en la punta y desde ese lugar inexpugnable gozaría de su triunfo? Entretanto Borowitz podía entrenarlo, conducirlo escaleras arriba, y Dragosani iba a trepar… tan rápido y tan alto como se lo permitiera la escalera. O quizá lo respetaba como el equilibrista respeta su cuerda. ¿Cuándo debía vigilar sus pasos, entonces?

Las desavenencias que había entre ambos, cuando las había, surgían principalmente de las diferentes clases sociales de que procedían, de sus distintos modos de vida, educación y lealtades. Borowitz era un moscovita de pura sangre, que se había quedado huérfano a los cuatro años, a los siete cortaba leña para ganarse la vida y desde los dieciséis había sido soldado. Dragosani había sido llamado así por el lugar de su nacimiento, donde el río Oh bajaba de los Cárpatos hacia el Danubio y la frontera búlgara. En la antigüedad eso había sido la región de Valaquia, con Hungría al norte y Serbia y Bosnia al oeste.

Y así se veía Dragosani a sí mismo: como un ciudadano de Valaquia, o al menos como un rumano. Y como historiador y patriota (aunque su patriotismo lo dedicara a un país que hacía tiempo se había borrado de los mapas) sabía que la historia de su madre patria había sido larga y sangrienta. Si se estudia la historia de Valaquia, ¿Qué se encontrará? Que ha sido saqueada, anexada, robada, reconquistada y vuelta a robar, desvastada y arruinada, pero que siempre se ha levantado de sus cenizas. ¡El país era un fénix! Su suelo estaba vivo, oscurecido por la sangre, fertilizado por ella. Sí, el vigor del pueblo estaba en la tierra, y el de la tierra en su pueblo. Era una tierra por la que ellos podían luchar y que, dada su naturaleza, casi podía luchar por ella misma. Cualquier mapa antiguo mostraba por qué esto era así: en los viejos tiempos, antes de que se inventaran el avión y el tanque, la región, rodeada por montañas y ciénagas, con el mar Negro en el lado este, tierras pantanosas al oeste y el Danubio en el sur, había estado aislada casi por completo, segura como una fortaleza.

Orgulloso de su herencia, pues, Dragosani era ante todo un ciudadano de Valaquia (posiblemente el único que quedaba en todo el mundo); en segundo lugar, un rumano; pero de ninguna manera un ruso. ¿Qué eran los rusos, después de todo, Gregor Borowitz incluido, sino la espuma producida por oleada tras oleada de invasores? Hijos de hunos y de godos, eslavos y francos, mongoles y turcos. En Boris Dragosani, claro está, también había algo de la sangre de esos perros, pero él era en su mayor parte un valaco. Sólo podía sentirse unido a Borowitz en una cosa: ambos eran huérfanos. Pero aun en eso eran diferentes. Borowitz al menos había tenido padres, los había conocido de pequeño, aunque luego los hubiera olvidado. Pero Dragosani había sido un expósito. Lo habían encontrado en un umbral en un pueblo rumano, cuando tenía poco más de un día de vida. Lo había criado y educado un rico granjero terrateniente. Ésa había sido su suerte. Podía decirse que, en general, no había sido mala.

—Bien, Boris —dijo Borowitz, arrancando a su protegido de sus cavilaciones—, ¿qué piensa usted?

—¿De qué?

—¡Ja! —exclamó el hombre más viejo—. Mire, sé que este lugar es muy tranquilo y que yo soy un viejo aburrido, pero, por favor, no se duerma mientras le hablo. ¿Qué piensa sobre la sección por fin libre de la KGB?

—¿De verdad es así?

—¡Ya lo creo! —Borowitz se frotó las manos satisfecho—. Podemos decir que nos hemos purgado. Nos vimos obligados a soportarlos porque a Andrópov le gusta meter la mano en todos los pasteles. Bueno, el sabor del nuestro ya no le parece bueno. Finalmente todo nos ha salido bien.

—¿Cómo lo hizo? —preguntó Dragosani, que sabía que el otro se moría de ganas de contárselo.

Borowitz se encogió de hombros, casi como si quisiera quitarle importancia a su papel en el asunto… y Dragosani supo que en verdad deseaba exactamente lo contrario.

—¡Oh, un poco de esto, un poco de aquello! Quizá debería decirle que arriesgué mi puesto, que arriesgué a la propia organización. Hice una apuesta… pero sabía que no podía perder.

—No fue una apuesta, entonces —dijo Dragosani—. ¿Qué hizo, en concreto?

Borowitz se rió.

—Boris, usted sabe que no me gusta nada ser concreto. Pero se lo diré. Fui a ver a Brezhnev antes de la vista, y le conté cómo iban a ser las cosas.

—¡Ja! —ahora la risa irónica fue de Dragosani—. ¿Usted se lo contó a él? ¿Usted le contó a Leónidas Brezhnev, el jefe del Partido, cómo iban a ser las cosas? ¿Qué cosas?

Borowitz sacó a relucir su sonrisa lobuna.

—Las cosas futuras —dijo—. Lo que todavía no ha sucedido. Le dije que sus besuqueos políticos con Nixon lo llevarían a conquistar posiciones, pero que debía prepararse para la caída de Nixon dentro de tres años, cuando el mundo descubra su corrupción. Le dije que cuando todo termine él estará en una posición ventajosa, y tendrá que tratar con el inepto que ocupará la Casa Blanca. Le dije que a fin de prepararse para los americanos partidarios de la línea dura que vendrán luego, el próximo año firmará un acuerdo autorizando que los sputnik fotografíen los emplazamientos de misiles en los Estados Unidos, y viceversa. Debe hacerlo mientras tiene la posibilidad, y mientras América va delante en la carrera del espacio. Otra vez distensión, ya ve. Él está interesado, y también lo está en que los americanos no vayan muy adelantados en esa carrera, de modo que le he prometido una empresa espacial conjunta en el año mil novecientos setenta y cinco. En cuanto al montón de judíos y disidentes que han estado causándole problemas, le dije que se verá libre de muchos de ellos, quizá unos ciento veinticinco mil, en los próximos tres o cuatro años.

»¡No ponga esa cara de disgusto, o de escándalo, o lo que quiera que signifique su expresión, Boris! Joven amigo, no somos bárbaros. No estoy sugiriendo un exterminio en masa en Siberia o una lobotomía prefrontal, sino expulsión, inmigración, que les demos una patada en el culo, o que les permitamos que se vayan con sus quejas a otra parte, fuera de Rusia.

»Le dije todas estas cosas y más. Y se las garanticé, estrictamente entre Leónidas y yo, ya me entiende, si tan sólo me dejaba llevar a cabo mi proyecto y me quitaba de encima la KGB. Después de todo, ¿qué eran esos policías de cara de piedra sino espías al servicio de su patrón? ¿Y por qué espiarme a mí, que soy más leal que la mayoría? Pero, lo que es realmente importante ¿cómo mantener el secreto, tan necesario en una organización como la nuestra, con miembros de otra organización que espían por encima de nuestros hombros y comunican a su patrón todo lo que yo hago?

Un patrón que, por otra parte no puede entender nada de lo que hago. No harían más que reírse, despreciar lo que no pueden comprender, y nuestros secretos serían públicos hasta en el último rincón. Y nuestros adversarios lograrían ir delante de nosotros también en esta carrera. Porque no nos engañemos, Boris, los americanos y los ingleses —sí, y los franceses y los chinos— también tienen sus espías "mentales".

»Pero déme cuatro años, Leónidas, le dije, cuatro años libre de los gorilas de Yuri Andrópov, y le daré el germen de una organización de espionaje mediante percepción extrasensorial cuyo extraordinario potencial usted no puede siquiera imaginar.

—¡Qué fuerte! —exclamó Dragosani, debidamente impresionado—. ¿Y qué le contestó?

—Me dijo: «Gregor, viejo amigo, viejo combatiente y camarada… de acuerdo. Tendrá sus cuatro años. Yo me sentaré a esperar, me cuidaré de que se paguen todas sus cuentas y de que usted y su organización tengan fondos suficientes como para poner gasolina en sus Volgas y tomar unos vodkas, y luego contemplaré cómo suceden todas esas cosas que ha predicho, o que me ha prometido, y sentiré un enorme agradecimiento hacia usted. Pero si no suceden dentro de cuatro años, le cortaré los cojones».

—Así que usted ha puesto sus esperanzas en las predicciones de Vlady —observó Dragosani—. ¿Tan seguro está de que nuestro vidente es infalible?

—¡Claro que sí! —respondió Borowitz—. Es casi tan bueno prediciendo el futuro como usted cuando olfatea los secretos de los muertos.

—Mmmmm —Dragosani no estaba convencido—. Entonces ¿por qué no predijo lo que sucedió en el château? Tendría que haber previsto un desastre de tal magnitud.

—Lo predijo —contestó Borowitz—, aunque de un modo indirecto. Hace dos semanas me dijo que muy pronto perdería a mis dos hombres de confianza. Y así fue. También me dijo que los reemplazaría con otros, pero esta vez los elegiría de entre los soldados rasos.

Dragosani no pudo disimular su interés.

—¿Ya ha pensado en alguien?

Borowitz asintió.

—En usted —dijo—, y quizá Igor Vlady.

—No quiero un competidor —dijo enseguida Dragosani.

—No habrá competencia entre ustedes. Sus talentos son diferentes. Él no pretende ser un nigromante, y usted no puede leer el futuro. Tiene que haber dos personas para asegurar la continuidad del proyecto si algo le sucede a una de ellas. Ésa es la única razón.

—Sí, y nosotros tuvimos dos predecesores —gruñó Dragosani—. ¿Cuáles eran sus dones? ¿Comenzaron también ellos sin rivalidad alguna?

Borowitz suspiró.

—Al comienzo —se dispuso a explicar pacientemente—, cuando decidí organizar la sección, no tenía colaboradores muy valiosos; el primer grupo de agentes aún no había probado su capacidad. Las personas de verdadero talento: como Vlady, que está conmigo desde el principio y mejora día a día, y como usted, que se unió a nosotros después, eran demasiado valiosas como para encargarles trabajos administrativos. Ustinov, que también estaba con nosotros desde el principio, pero sólo como administrador, y más tarde Gerkhov, cumplían ese papel a la perfección. No tenían ningún talento paranormal, pero ambos parecían ser de espíritu amplio, algo difícil de encontrar hoy en Rusia, sobre todo si se pretende que sean políticamente intachables, y yo confiaba en que al menos uno de ellos acabaría tan interesado en nuestra organización, y tan dispuesto a trabajar por ella como lo estoy yo. Cuando comenzaron los celos y la rivalidad, decidí que dirimieran el asunto entre ellos, sin mi intervención. Llamémoslo selección natural. Pero usted y Vlady son algo muy diferente. Yo no dejaré que haya competencia entre ustedes, puede estar seguro.

—Con todo —insistió Dragosani—, uno de nosotros tendrá que coger las riendas cuando usted se vaya.

—No pienso ir a ninguna parte —dijo Borowitz—. Por el contrario, me tendrán un largo tiempo aquí. Después…, lo que deba ser, será.

El general se quedó en silencio, contemplando el lento discurrir del río.

—¿Por qué se volvió Ustinov contra usted? —preguntó por fin el hombre más joven—. ¿Por qué no desembarazarse de Gerkhov? Eso seguramente habría sido más fácil, menos arriesgado.

—Había dos razones para que no se librara de su rival —explicó Borowitz—. La primera, que había sido sobornado por un antiguo enemigo mío: el hombre que usted «examinó», del que yo sospechaba que planeaba desde hacía tiempo mi eliminación. Ese viejo torturador de la MVD y yo nos odiábamos. No había otra salida: o me mataba él, o lo mataba yo. Por eso hice que Vlady lo vigilara, se concentrara en él, tratara de predecir todo lo que le concernía. Vlady leyó traición y muerte en su futuro inmediato. La traición era contra mí; la muerte sería la suya o la mía. Es una pena que Igor no sea más concreto. De todos modos, arreglé las cosas para que muriera él.

»La segunda razón: matar a Gerkhov. Por muy bien que lo hiciera, por mucho cuidado que tuviese en evitar que ligaran su nombre a una «muerte accidental;», no acababa con el problema. Era como arrancar una mala hierba; con el tiempo otra volvería a crecer. Yo, sin duda, pondría a otra persona en el puesto vacante, probablemente a alguien dotado de percepción extrasensorial. Y entonces, ¿qué esperanza le quedaría al pobre Ustinov? Su único problema verdadero era ése, la ambición.

»Pero, como puede ver, yo soy un superviviente. Utilicé a Vlady para prever lo que ese viejo cerdo bolchevique planeaba contra mí, y lo cogí antes de que pudiera hacerme nada. Lo utilicé a usted para leer sus entrañas y ver quién más estaba comprometido en la conspiración. Por desgracia, era Andrei Ustinov. Yo había pensado que tal vez Andrópov y su KGB estuvieran metidos en el asunto. Me tienen tanta simpatía como yo a ellos. Pero ellos no estaban comprometidos. Me alegro, porque esa gente no se da por vencida con tanta facilidad. ¡Qué mundo éste, de guerras intestinas y vendettas!, ¿verdad, Boris? ¡Si hace tan sólo dos años le dispararon al mismo Leónidas Brezhnev a las puertas del Kremlin!

Dragosani lo había escuchado con expresión pensativa.

—Dígame algo —dijo por fin—. Aquella noche en el château, cuando todo terminó, ¿fue por eso que me preguntó si podía leer en el cadáver de Ustinov, o en lo poco que quedaba de él? ¿Porque usted pensó que podía estar en connivencia con el nuevo hombre que había enviado la KGB, y no solamente con el viejo jerarca retirado de la MVD?

—Sí, algo así —dijo Borowitz con un encogimiento de hombros—. Pero eso ya no tiene importancia. No, porque si ellos hubieran estado comprometidos, se habría notado en el transcurso de la vista; nuestro amigo Yuri Andrópov no habría estado tan cómodo. Yo me habría dado cuenta. Y lo único que pude observar es que estaba un poco molesto de que Leónidas hubiera considerado oportuno acortarle un poco las riendas.

—Lo que significa que ahora intentará conseguir su cabeza.

—No, no lo creo. Al menos, no durante cuatro años. Y cuando quede demostrado que yo estoy en lo cierto, es decir, cuando se cumplan las predicciones de Vlady con respecto a Brezhnev, y éste tenga pruebas de la eficacia de la organización, ya no podrá hacer nada. De modo que, con un poco de suerte, nos habremos librado de esa banda para siempre.

—¡Hmmmmm! Bien, esperemos que así sea. De modo que ha sido muy listo, general. Claro que eso yo ya lo sabía. Y ahora dígame qué otros motivos tenía para hacerme venir hoy a este lugar.

—Tengo que hablarle de otras cosas…, de otros proyectos. Pero podemos hablar mientras cenamos. Natasha está preparando un pescado fresco de río. Trucha. Su pesca está estrictamente prohibida… y eso hace que sepa mucho mejor. —Borowitz se puso de pie e inició el regreso por la orilla del río. Luego volvió la cabeza y le dijo a Dragosani por encima del hombro—: Le aconsejo que venda ese cajón con ruedas que tiene y se compre un coche decente. Un Volga de segunda mano, quizá. Pero que no sea más nuevo que el mío, en cualquier caso. El coche es un premio por su ascenso. Podrá probarlo cuando se vaya de vacaciones.

—¿Vacaciones?

Todo parecía llegar de repente.

—Sí, ¿no se lo había dicho? Tres semanas como mínimo, y pagadas por el Estado. Estoy fortificando el château, y mientras duran las obras será imposible trabajar…

—¿He oído bien? ¿Ha dicho que…?

—Sí, estoy fortificando el lugar —continuó Borowitz con tono flemático—. Emplazamientos para metralletas, una verja eléctrica, cosas de ese tipo. Las tienen en el centro espacial de Baikonur, en Kazajstán. ¿Acaso nuestro trabajo es menos importante? Las reformas ya han sido aprobadas, y los trabajos comienzan el viernes. Ahora somos nuestros propios amos, aunque dentro de ciertos límites…, al menos lo somos en el interior del château. Cuando terminen los trabajos, todos tendremos salvoconductos para entrar, y nadie podrá acceder al castillo sin ellos. Pero dejemos eso para más tarde. Entre tanto habrá que hacer muchas reformas, algunas de las cuales supervisaré yo personalmente. Quiero ampliar el lugar, hacer nuevas construcciones tanto en la superficie como subterráneas. Necesito espacio para celdas experimentales. Tengo cuatro años, es verdad; pero el tiempo pasa muy rápido. La primera etapa de las reformas llevará casi todo el mes, de modo que…

—Mientras todo eso tiene lugar, ¿yo tendré vacaciones?

Ahora Dragosani estaba entusiasmado; su voz sonaba anhelante.

—Así es; usted y uno o dos de los otros. Para usted es un premio. Estuvo muy bien esa noche. Todo salió muy bien, con la sola excepción de la herida de mi hombro…, ah, y de la muerte del pobre Gerkhov, claro. Lo único que lamento es haber tenido que pedirle a usted que fuera hasta el final. Ya sé lo horrible que eso debe de ser para usted…

—¿Le importa si no hablamos de ese asunto? —Dragosani encontraba excesiva la repentina preocupación de Borowitz por su sensibilidad, y además le parecía que desentonaba con el estilo del general.

—Está bien, no hablaremos de eso —dijo el otro, pero se volvió, y con una sonrisa monstruosa, añadió—: Además, el pescado tiene mejor sabor.

Eso sí estaba más en consonancia.

—¡Usted es un sádico bastardo!

Borowitz lanzó una carcajada.

—Eso es lo que me gusta de usted, Boris. Se parece a mí, es muy poco respetuoso con sus superiores.

El general cambió de tema.

—¿Y dónde pasará sus vacaciones?

—En mi tierra.

—¿Rumania?

—Claro. Regresaré a Dragosani, donde nací.

—¿Nunca va a otra parte?

—¿Y para qué? Conozco el lugar, y amo a sus habitantes… todo lo que soy capaz de amar, en todo caso. Dragosani es ahora una ciudad, pero encontraré alojamiento en los alrededores, en alguna de las aldeas de las colinas.

—Debe de ser muy agradable —asintió Borowitz—. ¿Lo espera allí una chica?

—No.

—¿Y qué lo lleva siempre hacia allí?

Dragosani gruñó, se encogió de hombros, y sus ojos se entrecerraron hasta parecer hendiduras. Su jefe caminaba delante y no vio su rostro cuando él le respondió.

—No lo sé. Algo en la tierra, quizá.