Tres días más tarde, Iván Gerenko, Theo Dolgikh y Zek Föener estaban sobre el mellado borde de la garganta de los Cárpatos, contemplando sombríamente el gran montón de piedras y cascotes, donde sólo sobresalían las bases de los antiguos y macizos muros exteriores del castillo. La escena era desolada como sólo podía serlo en aquellas montañas, erizadas de crestas y picachos, con un viento misterioso gimiendo desde el llano y aves de rapiña que volaban lentamente en círculos bajo un cielo festoneado de nubes. Era un atardecer y la luz empezaba a menguar, pero Gerenko se había empeñado en ver aquel sitio. Nada podrían hacer esa noche, pero al menos le daría una idea de lo que tendría que hacer al día siguiente.
Gerenko estaba aquí porque Leónidas Brézhnev le había dado una semana para informarle, con todo detalle, de la destrucción del château Bronnitsy; Dolgikh, porque también Yuri Andropov había exigido una explicación; Zek, porque Gerenko no quería perderla de vista. Ella decía que había perdido su facultad telepática la noche de aquel inexplicado infierno y, peor aún, todo recuerdo de lo que había aprendido de Alec Kyle se había borrado igualmente de su memoria; pero Gerenko no lo creía. Y en ese caso, no podía estar seguro de que mantuviese la boca cerrada, si la dejaba suelta en Moscú.
Más importante aún: si mentía, seguía siendo la telépata más competente del mundo, por lo que, si los amenazaba algún peligro, Zek Föener sería probablemente la primera en enterarse, y sus acciones indicarían a Gerenko que todo marchaba bien… o al revés. Después de lo ocurrido en el château, uno tenía que velar por su seguridad personal, y una mente como la de Zek podía ser de vital importancia.
—Nada —dijo ella ahora, mirando ceñuda las grises ruinas—. Nada en absoluto. Pero, aunque hubiese algo aquí, no podría saberlo. Ya te he dicho, Ivan, que perdí mi facultad. Se quemó en aquel enorme incendio, y ahora… ni siquiera puedo recordar lo que pasó.
Había dicho a medias la verdad: su facultad permanecía intacta, sí, pues podía ver el caldero hirviente de la mente de Gerenko y el pozo negro de la de Dolgikh; pero, ciertamente, no detectaba nada más. Solamente un necroscopio podía hablar con los muertos o escuchar lo que hablaban entre ellos.
—¡Nada! —repitió Gerenko, con voz ronca. Dio una patada contra unas piedras que había en el suelo—. Entonces es un mal día para nosotros.
—Tal vez para ti, camarada —dijo Dolgikh, levantándose el cuello de la chaqueta—. Pero tú estás contra el jefe del Partido, que resulta que ha perdido mucho. Andropov puede no haber ganado nada, pero, por cierto, ha perdido poco. Nada de lo que vaya a darse cuenta, en todo caso. Y no tiene motivos para hacérmelo pagar a mí. En cuanto a la Organización E, hace años que él declaró la guerra a vuestros espías extrasensoriales, y ahora está acabada. No le importará, no se preocupará por eso, te doy mi palabra.
Gerenko se volvió a él.
—¡Estúpido! Conque volverás a ser un simple bandido, ¿eh? ¿Y adonde te llevará esto? Habrías podido subir en el mundo, Theo, junto conmigo. Hasta la cima. Pero ahora, ¿qué?
En el fondo de las ruinas, algo se movió en un montón de esquisto y de piedras caídas. Los cascotes, que formaban un montículo, se separaron, y gases fétidos se mezclaron con el aire de la tarde. Una mano ensangrentada, la mano de un cadáver, buscó a tientas, hasta que pudo agarrarse a una roca. Los dos hombres y la joven no oyeron nada.
Dolgikh reprendió al hombrecillo.
—Camarada —dijo—, no sé si quiero ir a alguna parte contigo. Prefiero la compañía de los hombres… y a veces la de las mujeres. —Miró a Zek Föener y se lamió los labios—. Pero te lo advierto: ten cuidado con llamarme estúpido. ¿Jefe de la Organización E? Ahora no eres jefe de nada. Sólo eres un ciudadano cualquiera, y no de los buenos.
—¡Idiota! —murmuró Gerenko, volviéndole la espalda—. ¡Bobo! Si hubieses estado aquella noche en el château, sospecharía que también habías tenido que ver con aquel desastre. ¡Eres demasiado bueno en estropear las cosas, Theo!
Dolgikh lo agarró del flaco brazo y le hizo dar la vuelta. Gerenko se puso sobre aviso…, pero, por ahora, el hombre de la KGB no llevaba malas intenciones.
—Escucha, mequetrefe —dijo Theo Dolgikh, escupiendo las palabras—. Crees que eres muy poderoso, pero olvidas que sé lo bastante de ti para quitarte de la circulación para el resto de tus días.
En las ruinas, donde la discusión había impedido que viesen sus movimientos, Mijaíl Volkonsky se puso de rodillas, y después en pie. Había perdido un brazo y un hombro y la mayor parte de la cara, pero el resto de su cuerpo todavía funcionaba. Arrastrando los pies, se ocultó en la sombra del acantilado y se fue acercando a las tres personas vivas.
—Pero yo puedo decir lo mismo, Theo —dijo Gerenko, burlándose del agente de la KGB—. Y no sólo podría perjudicarte a ti, sino también a tu jefe. ¿Qué sería de Andropov si lo denunciase por haber entorpecido de nuevo el trabajo de la organización? ¿Y en qué acabarías tú, después de aquello? ¡En capataz de una mina de sal, Theo!
—¡Cállate, enano! —Dolgikh hinchó el pecho. Levantó el puño y… algo extraño llenó el aire. Por muy embotados que estuviesen sus sentidos, Dolgikh lo percibió también—. Bueno, podría…
Gerenko le plantó cara.
—Ésta es precisamente la cuestión, Theo. ¡No podrías! Ni tú, ni nadie. Pruébalo y verás. Algo está esperando a que lo intentes, Theo. Vamos, pégame, si te atreves. Tendrás suerte si sólo fallas el golpe y te caes sobre las piedras y te rompes un brazo. Pero, si no la tienes, esa pared puede caer sobre ti y aplastarte. ¿Tu superior fuerza física? ¡Bab! Yo… —se interrumpió y la sonrisa burlona se borró de su semblante—. ¿Qué ha sido eso?
Dolgikh bajó la mano amenazadora y escuchó. Sólo sonaba el gemido del viento.
—Yo no he oído nada —dijo.
—Yo sí —dijo Zek Föener, estremeciéndose—. Piedras que han caído en la garganta. Bueno, vayámonos de aquí. Las sombras se están alargando, y la cornisa por la que hemos de pasar ya era bastante peligrosa en plena luz del día. Y en todo caso, ¿por qué discutir? A lo hecho, pecho.
—¡Chist! —dijo Dolgikh, abriendo mucho los ojos. Se inclinó hacia adelante y señaló—. Ahora lo oigo…, viene de allí. Trozos de esquistos que han resbalado, tal vez…
En el borde de la garganta, junto al camino y ocultos por los matorrales, unos dedos romos y grises salieron de lo profundo. La destrozada cabeza de Sergei Gulhárov asomó despacio, rígida; después, un hombro y un brazo que se estiró para tomar impulso y servirle de palanca. Silencioso ahora como una sombra, Gulhárov se alzó sobre la tierra firme y llana.
—La temperatura está bajando deprisa —dijo Gerenko, con un estremecimiento, sintiendo tal vez el frío—. Ya tengo bastante por esta noche. Mañana echaremos otro vistazo y, si no conseguimos nada, veremos lo que hay que hacer. —Resoplando y apretando los pequeños dientes, echó a andar por el camino—. Pero es una verdadera lástima. Había esperado salvar algo, aunque sólo fuese para quedar bien…
Dolgikh hizo una mueca y le gritó:
—Estamos muy cerca de la frontera, camarada. ¿Has pensado alguna vez en desertar? —Y al no responderle Gerenko, murmuró—: ¡Pequeño cagón! —Entonces apoyó una mano en el hombro de Zek y ella tuvo la impresión de que la mordía con los dedos—. Bueno, Zek, ¿nos reunimos con él o nos quedamos un poco atrás para mirar las estrellas?
Ella lo miró, primero con asombro y después con repugnancia.
—¡Dios mío! —dijo—. ¡Preferiría estar con unos cerdos!
Y se volvió antes de que él pudiese replicar. Empezó a caminar detrás de Gerenko, pero entonces se detuvo en seco. Alguien venía por el sendero en su dirección, acercándose a Gerenko. E incluso bajo la luz menguante, saltaba a la vista que aquel alguien era un muerto. Santo Dios…, ¡sólo tenía media cabeza!
Dolgikh lo vio también y lo reconoció. Reconoció su ropa sucia y el destrozo que una bala había causado en su cabeza.
—¡Madre mía! —gimió—. ¡Madre mía!
Zek chilló. Y chilló de nuevo cuando una manaza ensangrentada pasó por encima de su hombro, agarró a Theo Dolgikh por el cuello de la chaqueta y lo hizo girar en redondo. Los ojos de Dolgikh se desorbitaron al ver un segundo cadáver detrás de la joven: Mijaíl Volkonsky. Y, Señor…, ¡Volkonsky lo había agarrado con el único brazo que le quedaba!
Como un gato asustado, Zek saltó de entre los dos y corrió detrás de Gerenko. No oyó las voces mentales de los muertos, que decían:
¡Oh, sí, son ellos, Harry! Pero oyó la respuesta de éste:
Entonces, no voy a impediros que os venguéis, Y ella supo quién era el que estaba hablando y a quiénes se dirigía.
—¡Harry Keogh! —gritó, echando a correr por el camino—. Dios mío, Dios mío, ¡eres peor que todos nosotros juntos!
Hasta hacía un momento, Harry había estado fuera del alcance, tanto físico como mental, de Zek, oculto en el continuo metafísico de Möbius. Ahora salió de la sombra, directamente delante de ella, de manera que Zek cayó jadeando entre sus brazos. Al principio, ésta pensó que era otro muerto y le golpeó el pecho; pero después sintió su calor, los latidos del corazón de él sobre su pecho, y oyó su voz:
—Tranquila, Zek, tranquila.
Con ojos enloquecidos, Zek se echó atrás. El la asió de los brazos.
—He dicho que estés tranquila. Si corres de esa manera, puedes hacerte daño.
—¡Tú… tú los mandas! —lo acusó ella.
Él le respondió.
—No; yo sólo los he llamado. No he provocado sus acciones. Hacen esto por su propia voluntad.
—¿Y qué es lo que hacen?
Miró atrás, desalentada, hacia el castillo arruinado, donde sombras locas y furiosas luchaban y desgarraban. Miró ahora hacia el camino. Gerenko había esquivado de alguna manera las acometidas de Gulhárov (gracias a sus facultades, naturalmente), pero el muerto lo seguía, cojeando. El viento azotaba a Gulhárov, amenazando con arrojarlo de nuevo al abismo, y las zarzas le arañaban las piernas, tratando de hacerlo caer…, pero él continuaba su persecución.
—Nada puede dañar a ése —farfulló Zek—. Vivos o muertos, los hombres sólo son hombres. No pueden tocarlo.
—Pero puede sufrir algún daño —dijo Harry—. También puede asustarse y cometer una imprudencia. Está oscureciendo; aquella cornisa es estrecha y peligrosa; es fácil sufrir un accidente. Esto es lo que esperan mis amigos, ¡qué haya un accidente!
—¡Tus… amigos! —gritó histérica ella.
Sonaron disparos en las ruinas y se oyeron los gritos de Dolgikh. Pero no gritaba simplemente sino que aullaba como una bestia aterrorizada, pues acababa de descubrir que no se podía matar a los muertos. Harry tapó los oídos a Zek e hizo que apoyase la cabeza en su hombro y enterrase la cara en su cuello. No quería que ella viese ni oyese. Tampoco quería ver ni oír él, y por esto miraba por encima de la garganta, a lo lejos.
Más débil de lo que nunca se había sentido en su vida, debilitado por el terror, Theo Dolgikh estaba siendo arrastrado hacia el borde de la pendiente casi vertical. Mijaíl Volkonsky, por su parte, era tan vigoroso como había sido en vida, y ya no sentía dolor. Rodeando el cuello de Dolgikh con su brazo bueno, el corpulento capataz no aflojaría la llave hasta que el hombre hubiese muerto. Y ahora casi habían llegado al borde del abismo y luchaban ferozmente allí. Fue entonces cuando aparecieron Félix Krakovitch y Carl Quint.
Destrozados, ninguno de los dos podía haber hecho gran cosa hasta ahora; pero por fin, los brazos de Quint —solamente sus brazos— había trepado desde abajo, y el torso sin miembros de Félix se había arrastrado, saliendo de entre las ruinas del castillo. Al asomar los brazos de Quint sobre el borde de la garganta y agarrar a Dolgikh y aparecer el cadáver troceado de Félix, arrastrándose como una babosa, y empezar a morderlo, se dio el hombre por vencido. Aspiró aire para lanzar un último grito, llenó enteramente sus pulmones… y el grito se extinguió en sus labios en un sonido gangoso. Entonces cerró los ojos y suspiró, y expelió todo el aire que tenía dentro.
Pero ellos quisieron asegurarse y, con un último esfuerzo, lo empujaron sobre el borde del abismo. El cuerpo cayó dando vueltas junto al acantilado y rebotando de un saliente a otro, hasta llegar al fondo.
Harry descubrió la cabeza de Zek y dijo:
—Ha muerto… Me refiero a Dolgikh.
—Lo sé —respondió ella, ahogando un sollozo—. Lo he leído en tu mente. Aquí hace frío, Harry…
Él asintió lúgubremente con la cabeza.
¿Haarrry? Una voz lejana llegó hasta él cuando hubo soltado a Zek; una voz que solamente él y los muertos podían oír; una voz conocida pero que había creído que no volvería a oír jamás. ¿Me oyes, Haarrry?
Te oigo, Faethor de los wamphyri, respondió él. ¿Qué quieres?
Nooo…, eres tú quien quiere algo, Haarrry. Quieres ver muerto a Iván Gerenko. Está bien, te doy su vida.
Harry estaba confuso.
No te he pedido ningún favor, al menos esta vez.
Pero ellos sí. La voz de Faethor sonó como una risita ahogada. ¡Los muertos!
Ahora habló Félix Krakovitch desde el fondo de la garganta:
Yo le pedí su ayuda, Harry. Sabía que ni tú ni nosotros podíamos matar a Gerenko. No directamente. Pero indirectamente…
Harry meneó la cabeza.
No comprendo.
Entonces mira hacia el risco, sobre la cornisa, dijo Faethor.
Harry miró. Recortando sus siluetas contra el cielo crepuscular, una hilera desordenada de figuras que parecían espantapájaros, permanecía silenciosa sobre el alto y precario risco. Eran unos personajes sucios, esqueléticos, descompuestos; pero estaban allí, esperando las órdenes del viejo Ferengy.
¡Mis szgany, siempre fieles!, dijo Faethor, el antaño más poderoso de todos los wamphyri. Han estado viniendo aquí durante siglos, viniendo aquí, esperándome, muriendo o siendo enterrados aquí, pero yo no había regresado. Mi poder sobre ellos, que son sangre de mi sangre, es tan grande como el tuyo sobre los muertos vulgares, Harry Keogh. Y ahora los he llamado.
Pero ¿por qué?, preguntó Harry. Ahora no me debes nada, Faethor.
Yo amaba estas tierras, respondió el vampiro. Tal vez tú no puedes comprenderlo, pero si alguna vez amé algo, fue esta tierra, este lugar. Thibor podría decirte lo mucho que lo amaba…
Ahora, Harry comprendió.
Gerenko… ¡invadió tu territorio!
El vampiro lanzó un gruñido ronco e implacable.
Envió un hombre aquí que fue el responsable de que mi casa fuese reducida a polvo. ¡Mi último vestigio sobre la tierra! ¡Y ahora no hay nada que demuestre que un día existió! ¿Cómo se lo haré pagar? ¡Ay! Pero ¿cómo hice pagar a Thibor?
Harry previo lo que vendría ahora.
Enterraste a Thibor, respondió.
¡Qué así sea!, gritó Faethor. Y dio su última orden a los szgany que esperaban en el risco y se lanzaron ahora al espacio.
En mitad de la cornisa, Iván Gerenko oyó el ruido de huesos antiguos y envueltos en cuero, y miró temeroso hacia arriba.
Caían de lo alto, rompiéndose al hacerlo: cráneos y pedazos de huesos y jirones de carne corrompida, una lluvia de cosas muertas que podían sepultarlo bajo restos momificados.
—¡No podéis acabar conmigo! —farfulló Gerenko, cubriéndose la arrugada cabeza al caer los primeros espantosos fragmentos sobre la cornisa. ¡Ni siquiera los muertos… pueden… conmigo!
Pero ellos no tenían intención de acabar con él; ni siquiera sabían que estuviese allí; obedecían simplemente a Faethor y se arrojaban desde lo alto. A partir de entonces, nada dependió de ellos. La ruidosa caída continuó, resonando con fuerza, y sobre aquellos tétricos chasquidos de huesos, se dejó oír ahora un nuevo ruido: un terrible retumbo y unos crujidos en los que nada tenían que ver los muertos, ruidos de piedra al quebrarse, de esquisto y guijarros que se desprendían y de escombros acumulándose. ¡Un alud!
Y cuando Gerenko empezó a comprender lo que pasaba, la cara del acantilado cayó sobre él y lo arrastró en su caída…
Mucho después de que se hubiese posado el polvo y extinguido el último eco de aquel estruendo, Harry Keogh estaba aún allí con Zek, observando cómo salía la luna detrás de las montañas.
—Ella iluminará tu camino —dijo él—. Ten cuidado, Zek.
Ella estaba todavía en sus brazos; los había necesitado para no caerse. Ahora se desprendió de ellos, se apartó sin decir palabra y se encaminó a la cornisa llena de guijarros. Al principio tropezó, pero se irguió y siguió adelante con más aplomo, con más decisión. Encontraría el camino hasta el fondo de la garganta y después seguiría el riachuelo hasta la nueva carretera.
—Ten cuidado —volvió a gritarle Harry—. Y, Zek, no vuelvas a alzarte contra mí o los míos.
Ella no respondió ni volvió la cabeza. Pero se dijo: Oh, no, no lo haré. No contra ti, Harry Keogh, ¡el necroscopia!