Miércoles, once cuarenta y cinco de la noche, en Hartlepool, costa nordeste de Inglaterra, y con una llovizna tiñendo de un negro brillante las calles desiertas. El último autobús de los pueblos carboníferos de la costa había salido de la ciudad hacía media hora; los pubs y los cines habían cerrado; gatos grises se deslizaban por los callejones y un último puñado de personas se encaminaban a sus hogares en una noche en la que, sencillamente, no apetecía estar fuera de casa.
Pero en cierta casa de Blackhall Road, había una silenciosa actividad. En el ático, Brenda Keogh había alimentado a su hijo, lo había acostado y se preparaba para meterse también ella en la cama. En el hasta ahora vacío primer piso, Darcy Clarke y Guy Roberts estaban sentados casi a oscuras; Roberts daba cabezadas y Clarke escuchaba con ansiedad los crujidos nocturnos de la madera de la vieja casa. En la planta baja, sus «residentes» permanentes, dos hombres de la Brigada Especial, estaban jugando a las cartas, mientras un policía uniformado preparaba café y los observaba. En el vestíbulo, un segundo agente de uniforme montaba guardia detrás de la puerta, fumando un cigarrillo mal liado y ligeramente húmedo, mientras se preguntaba por décima vez, sentado en una incómoda silla de madera, qué diablos estaba haciendo allí.
Para los hombres de la Brigada Especial, era una cuestión de rutina: estaban allí para proteger a la joven del ático. Ella no lo sabía, pero no eran tan sólo unos buenos vecinos, sino sus guardianes. De ella y del pequeño Harry. Habían cuidado de ella durante casi todo un año, y nadie la había mirado siquiera en todo aquel tiempo: su trabajo debía de ser el más cómodo y mejor pagado de todo el servicio de seguridad. En cuanto a los dos hombres de uniforme, hacían horas extraordinarias, después de su turno, para funciones «especiales». Hubiesen debido marcharse a casa a las diez, pero parecía que el sanguinario loco andaba suelto y que la joven de arriba podía ser uno de sus objetivos. Era cuanto les habían dicho. Todo muy misterioso.
En cambio, en el piso de arriba, Clarke y Roberts sabían exactamente por qué estaban allí y, también, con qué tenían que enfrentarse. Roberts lanzó un débil ronquido y dio una cabezada, sentado detrás de la ventana, con la cortina corrida, del cuarto de estar. Gruñó y se estiró un poco y, un momento después, empezó a cabecear de nuevo. Clarke lo miró con el entrecejo fruncido, pero sin malicia; se levantó el cuello de la chaqueta y se frotó las manos para entrar en calor. La habitación estaba húmeda y fría.
A Clarke le habría gustado encender la luz, pero no se atrevía a hacerlo; se presumía que el piso estaba vacío, y debía seguir pareciéndolo. Nada de fuego ni de luces, y el menor movimiento posible. Lo único que se permitía, para su comodidad, era una cafetera eléctrica y un bote de café instantáneo. Bueno, y algo más. También era satisfactorio el hecho de que, por la mañana temprano, se había provisto a Roberts de un lanzallamas, y a los dos hombres de ballestas.
Clarke levantó ahora su ballesta y la miró. Estaba cargada, con el seguro puesto. ¡Cómo le habría gustado apuntarla contra el negro corazón de Yulian Bodescu! Dejó el arma, encendió uno de sus raros cigarrillos y aspiró profundamente el humo. Se sentía cansado y triste, y bastante nervioso. Probablemente, esto era de esperar, pero él lo atribuía a que había estado tomando el café cada vez más concentrado, hasta que creyó que su sangre debía de ser, al menos en el setenta y cinco por ciento, ¡cafeína pura! Estaba allí desde primeras horas de la mañana, y hasta ahora… nada. Al menos podía dar gracias a Dios por esto…
Abajo, en el vestíbulo, el guardia Dave Collins abrió sin ruido la puerta del piso bajo y miró en el cuarto de estar.
—Sustitúyeme, Joe —dijo a su colega—. Saldré cinco minutos para estirar las piernas y respirar un poco de aire fresco.
El otro miró una vez más a los hombres de la Brigada Especial, que seguían jugando, se levantó y empezó a abrocharse la guerrera. Tomó su casco y siguió a su amigo al vestíbulo; después abrió la puerta de la calle para que saliese el otro.
—¿Aire fresco? —le gritó—. Bromeas. ¡A mí me parece que se está levantando niebla!
Joe Baker observó cómo se alejaba su colega calle abajo, entró de nuevo y cerró la puerta. Hubiese debido correr el cerrojo, pero creyó suficiente el pequeño pestillo de acero. Se sentó junto a una mesa ocasional donde había un montón de cartas de propaganda, algunos periódicos atrasados y una lata de tabaco y papel de fumar. Joe sonrió y lió un cigarrillo «de gorra». Acababa de fumarlo cuando oyó pisadas en la puerta y una sola y suave llamada.
Se levantó, quitó el pestillo, abrió la puerta y miró al exterior. Su compañero estaba de espaldas a aquélla, frotándose las manos y mirando arriba y abajo. Una fina capa de humedad ponía un resplandor negro en el impermeable y el casco. Joe arrojó la colilla a la noche y dijo:
—Cinco minutos muy largos…
Pero fue todo lo que dijo. Pues, en un instante, el que estaba en el umbral se había vuelto y lo había agarrado con unas manazas que eran como argollas de hierro, y él lo había mirado a la cara… y visto que no era Dave Collins. ¡Y que no era siquiera un ser humano!
Fueron los últimos pensamientos de Joe, mientras Yulian Bodescu le doblaba la cabeza hacia atrás sin el menor esfuerzo y le hincaba unos dientes inverosímiles en el cuello. Los cerró como una trampa sobre la yugular hasta cortársela. El guardia murió al instante, desnucado y con la garganta rasgada.
Yulian lo dejó en el suelo, se volvió y cerró la puerta. Corrió el ligero cerrojo; con eso bastaría. Había sido un trabajo de segundos, un asesinato perfecto. Bodescu tenía la boca manchada de sangre cuando miró en silencio la puerta de la vivienda de la planta baja. Sus sentidos de vampiro penetraron en la habitación cerrada. Había dos hombres en ella, muy cerca el uno del otro, haciendo algo y totalmente ignorantes del peligro. Pero no por mucho tiempo.
Yulian abrió la puerta y, sin detenerse, entró en la estancia. Vio a los agentes de la Brigada Especial, sentados a la mesa de juego. Levantaron sonriendo la mirada, vieron el casco y el impermeable y volvieron a su juego… ¡Después miraron de nuevo! Pero demasiado tarde: Yulian avanzaba por la habitación y alargaba una mano como una garra para apoderarse de una pistola de servicio, con el silenciador ya en su sitio. Habría preferido matar a su manera, pero pensó que ésta era también buena. Los agentes apenas tuvieron tiempo de respirar y de ponerse en pie, antes de que les disparase a bocajarro, medio vaciando el cargador en sus encogidos y temblorosos cuerpos…
Darcy Clarke había estado a punto de dormirse; tal vez había dormido un poco, incluso, pero algo lo había despertado. Levantó la cabeza y aguzó todos sus sentidos. ¿Pasaba algo en el vestíbulo? ¿Se había cerrado una puerta? ¿Sonaban pisadas furtivas en la escalera? Podía haber sido cualquiera de estas cosas. Pero ¿cuánto tiempo hacía? ¿Segundos o minutos?
Sonó el teléfono y Clarke se incorporó de un salto en su sillón, rígido como un palo. El corazón le palpitaba, estiró un brazo para coger el teléfono, pero la mano de Guy Roberts se le adelantó.
—Me he despertado un minuto antes que tú —murmuró Roberts, con voz ronca, en la oscuridad—. ¡Creo que algo ocurre, Darcy!
Se llevó el aparato al oído y dijo:
—Aquí Roberts.
Clarke oyó una vocecilla en el teléfono, pero no pudo distinguir lo que decía. En cambio, vio que Roberts daba un respingo y oyó que aspiraba ruidosamente aire.
—¡Jesús! —exclamó Roberts. Colgó de golpe el teléfono y se puso en pie, tambaleándose—. Era Layard —jadeó—. Ha encontrado de nuevo al bastardo… ¡Y cree saber dónde está!
Clarke no tuvo que adivinarlo, pues estaba en pleno uso de sus facultades. Estas le decían que huyese de esa casa. Lo empujaban incluso hacia la puerta. Pero fue por un instante, pues «sabía» que había peligro en el rellano y fue hacia la ventana.
Clarke sabía lo que pasaba. Se sobrepuso, agarró su ballesta y se obligó a seguir al corpulento Roberts hacia la puerta del piso.
En el rellano de la primera planta, Yulian ya había percibido a los odiados espías extrasensoriales en la habitación. Sabía quiénes eran y lo peligrosos que eran. Un viejo piano vertical de ruedecillas rotas estaba colocado de espaldas a la baranda, en lo alto de la escalera; debía pesar al menos doscientos kilos, pero esto no era obstáculo para el vampiro. Lo agarró, lanzó un gruñido y lo arrastró hasta delante de la puerta. Las ruedecillas saltaron y los ejes rotos rasgaron la alfombra. En el momento en que había terminado de hacerlo, Roberts llegó al otro lado de la puerta y trató de abrirla.
—¡Mierda! —rugió—. Sólo puede ser él, ¡y está atrapado aquí! Darcy, la puerta se abre hacia fuera; échame una mano…
Empujaron juntos la puerta con los hombros y, al fin, oyeron que las patas rotas del piano chirriaban sobre las melladas tablas del suelo. Apareció un hueco y Roberts alargó un brazo en la oscuridad, se agarró al piano y empezó a encaramarse encima de él. Arrastraba su ballesta, mientras Clarke empujaba desde atrás.
—¿Dónde diablos están esos idiotas de abajo? —jadeó Roberts.
—¡Date prisa, por el amor de Dios! —lo apremió Clarke—. Estará subiendo la escalera…
Pero no era así. Se encendió la luz del rellano.
Tumbado encima del piano, los ojos de Roberts se desorbitaron como brillantes canicas en su semblante, al mirar directamente al horrible semblante de Yulian Bodescu. El vampiro arrancó la ballesta de los dedos de Roberts, paralizados por la impresión. Volvió el arma y disparó la saeta hacia la abertura de la puerta detrás del piano. Entonces murmuró algo, con la garganta llena de sangre, y empezó a golpear metódicamente la cabeza de Roberts. La cuerda de la ballesta zumbaba con la rapidez y la fuerza de los golpes.
Roberts chilló sólo una vez, un chillido fuerte y estrindente, antes de ser acallado por el violento ataque de Yulian. Golpe tras golpe, el vampiro descargó la ballesta sobre él hasta que la cabeza quedó convertida en una pulpa roja que goteaba pedazos de cerebro sobre el teclado del piano. Sólo entonces se detuvo.
Dentro de la habitación, Clarke había oído el zumbido de la saeta, que no le dio por un pelo. Y al mirar por la abertura de la puerta, medio cegado por la luz, había visto lo que había hecho a Roberts aquella Cosa de pesadilla. Paralizado por el horror, trató sin embargo de levantar su propia arma para disparar; pero en aquel instante, Yulian había arrojado el cadáver de Roberts dentro de la habitación, encima de Clarke, y empujado de nuevo el piano contra la pared. Entonces Clarke desistió. No podía luchar contra aquella Cosa y contra sus extraordinarias facultades. Éstas se lo impedirían. Por consiguiente, tiró la ballesta y buscó una ventana que diese a la calle.
Ya no había coherencia en él; lo único que quería era huir. Lo más lejos y deprisa posible…
En el ático, Brenda Keogh dormía desde hacía tan sólo veinte minutos. Un grito, como el alarido de un animal torturado, la había despertado y hecho que saltase de la cama. Al principio pensó que era Harry, pero entonces oyó ruidos apagados desde la escalera y un golpe que parecía el de una puerta al cerrarse. ¿Qué diablos estaba pasando allá abajo?
Se dirigió a la puerta, con paso un tanto inseguro, la abrió y se asomó para escuchar si se reproducían los ruidos. Pero todo estaba ahora en silencio, y a oscuras el pequeño rellano: ¡una oscuridad que de pronto se abalanzó sobre ella y la arrojó de nuevo dentro de la habitación! Yulian estuvo por fin a un paso de su venganza y lanzó un gruñido triunfal al contemplar con ojos lobunos a la joven despatarrada en el suelo.
Brenda lo vio y pensó que debía ser una pesadilla. Tenía que serlo, pues nada como aquello podía vivir y respirar y moverse en el mundo real.
Aquella criatura era, o había sido, un hombre; por cierto, caminaba sobre dos pies, aunque un poco encorvada hacia adelante. Sus brazos eran… ¡largos! Y las manos, grandes y en forma de garras, con unas uñas afiladas. La cara era inverosímil. Habría podido ser la de un lobo, pero era lampiña y tenía otras anomalías que recordaban un murciélago. Las orejas estaban como pegadas a los lados de la cabeza; eran largas y sobresalían de un cráneo alargado e inclinado hacia atrás. La nariz…, no, el morro, estaba arrugado, retorcido, y las fosas nasales, abiertas y negras. La piel era escamosa, y los ojos amarillos, de pupilas escarlata, estaban hundidos en unas cuencas oscuras. ¡Y las mandíbulas…, los dientes…!
Yulian Bodescu era un wamphyri, y no hacía nada por disimularlo. La esencia de vampiro que llevaba dentro había encontrado el receptáculo perfecto; había actuado en él como la levadura en una cerveza fuerte. Estaba en el auge de su fuerza, de su poder, y lo sabía. En todo lo que había hecho, no había dejado una huella que pudiese identificarlo con certeza como autor del crimen. El INTPES lo sabría, desde luego, pero ningún tribunal podría condenarlo. Y Yulian había comprobado que el INTPES estaba lejos de ser omnipotente. Sus miembros eran seres humanos, y temerosos; les daría caza de uno en uno, hasta que hubiese destruido toda la organización. Incluso se fijaría un plazo, digamos un mes, para acabar con todos de una vez para siempre.
Pero lo primero era el hijo de aquella mujer, una vida incipiente que contenía a su único semejante en poder…, su indefenso semejante…
Yulian se abalanzó sobre la encogida joven, la agarró de los cabellos con una de sus manos bestiales y la levantó a medias.
—¿Dónde? —le preguntó con voz ronca—. El niño…, ¿dónde está?
Brenda se quedó boquiabierta. ¿Harry? ¿Quería a Harry aquel monstruo? Abrió más los ojos y miró involuntariamente hacia la pequeña habitación del niño… y los ojos del vampiro se encendieron al seguir su mirada.
—¡No! —gritó ella, y cobró aliento para un alarido de puro terror… que no llegó a lanzar.
Yulian la empujó con fuerza, y Brenda fue a dar de cabeza contra las limpias tablas del suelo. Perdió inmediatamente el conocimiento, y él saltó por encima de ella hacia la puerta abierta de la pequeña habitación…
En el piso de enmedio, luchando ciegamente con una vieja ventana de guillotina que parecía atrancada, Darcy Clarke sintió de pronto que menguaba su terror; o, si no su terror, al menos su afán de huir. Sus facultades eran ahora menos exigentes, lo cual quería decir que el peligro se alejaba. Pero ¿cómo? Yulian Bodescu estaba todavía en la casa, ¿no? Al serenarse, Clarke dejó de temblar, encontró un interruptor y encendió la luz. Fluyó adrenalina en su sistema. Ahora podía enfocar de nuevo la mirada, podía ver los pestillos que aseguraban la ventana. Los soltó, y aquélla se alzó sobre las ranuras sin protestar. Clarke sonrió, aliviado; al menos tenía ahora una salida de emergencia. Miró por la ventana, hacia la calle oscura… y se quedó helado.
Al principio, sus ojos se negaron a aceptar lo que estaban viendo. Después lanzó una exclamación ahogada y sintió un cosquilleo en los hombros y en la espalda. ¡La calle de delante de la casa se estaba llenando de gente! Convergían en hileras silenciosas, y se agrupaban. Salían de las puertas del cementerio, al otro lado de la calle: hombres, mujeres y niños. Todos en silencio, cruzaban la calzada para reunirse delante de la casa. ¡Pues estaban tan mudos como las tumbas de las que acababan de salir!
Su hedor llegó hasta Clarke en el húmedo aire de la noche, el fuerte y mareante tufo de moho y descomposición y carne podrida. Observó con ojos desorbitados. Vestían sus ropas fúnebres; algunos habían fallecido hacía poco, y otros… otros llevaban mucho tiempo muertos. Saltaban sobre la pared del cementerio o se apretujaban en la verja, y cruzaban la calle arrastrando los pies. Y ahora, uno de ellos llamaba a la puerta de la casa, queriendo entrar en ella.
Clarke podía haber pensado que estaba loco y, por cierto, se le ocurrió esta idea, pero sabía en el fondo de su mente, y recordó, que Harry Keogh era un necroscopio. Conocía la historia de Keogh: un hombre que podía hablar con los muertos, a quien los muertos respetaban e incluso querían. Más aún, Keogh podía levantar a los muertos cuando los necesitaba. ¿Y acaso no los necesitaba ahora? ¡Claro! Esto era obra de Harry. Era la única explicación posible.
La muchedumbre de delante de la puerta empezó a levantar sus cabezas grises y jaspeadas. Miraron a Clarke, lo llamaron, señalando la puena. Querían que los dejase entrar… y Clarke sabía la razón. «Tal vez estoy loco a fin de cuentas», pensó, corriendo hacia la puerta del piso. «Es más de medianoche y un vampiro anda suelto, y voy a bajar para dejar que una horda de muertos entre en la casa»
Pero la puerta del piso seguía atrancada, con el piano apuntalado en el rellano contra ella. Clarke la empujó con el hombro hasta que creyó que iba a estallar su corazón. La puerta estaba cediendo, pero sólo un centímetro cada vez. Simplemente, no tenía la fuerza necesaria para…
Pero Guy Roberts sí que la tenía.
Clarke no supo que su amigo muerto se había levantado hasta que lo vio allí, a su lado, ayudándole a abrir la puerta. Roberts, con la aplastada cabeza carmesí doblada sobre un hombro, con el cráneo roto mostrando los sesos, empujaba inexorablemente hacia adelante, ¡con fuerza de ultratumba!
Y entonces Clarke se desmayó…
Los dos Harrys habían mirado a través de los ojos del niño a la cara del terror en persona, a la cara de Yulian Bodescu. Abalanzado sobre la cuna del pequeño, la malicia regocijada de sus ojos revelaba claramente sus intenciones.
¡Se acabó!, pensó Harry Keogh. ¡qué todo tenga que terminar así!
No, dijo otra voz en su mente. No se acabó. Por medio de ti aprendí lo que tenía que aprender. Ya no te necesito para eso. Pero aún te necesito como padre. Por consiguiente, vete, ¡sálvate!
Sólo una persona podía hablarle así, ahora, por primera vez, cuando no había tiempo para preguntarse sobre el «cómo» y el «porqué» de todo aquello. Pues Harry había sentido que las ligaduras del niño se desprendían como cadenas rotas y lo dejaban de nuevo en libertad. En libertad de llevar su mente incorpórea a la seguridad del continuo de Möbius. Podía hacerlo aquí y ahora, dejando que su hijo arrastrase la situación. Podía irse…, ¡pero no podía!
Las fauces de Bodescu se abrieron como un pozo, mostrando una lengua de serpiente que vibraba detrás de unos dientes como puñales.
¡Vete!, repitió Harry, en tono más apremiante.
¡Eres mi hijo!, exclamó Harry. ¡Maldita sea, no puedo irme! ¡No puedo dejarte así!
¿Dejarme así? Había sido como si el niño no pudiese seguir su razonamiento. Pero entonces lo captó y dijo: Pero ¿te imaginabas que iba a quedarme aquí?
Las manos como garras de la bestia se alargaron hacia el niño en su cuna.
Yulian vio ahora que Harry hijo era… era más que un niño. Harry Keogh estaba en él, y aún más que esto. El pequeñín lo miró, lo miró fijamente con unos ojos grandes, húmedos, inocentes, y sin la menor señal de miedo. ¿O eran realmente inocentes? Por primera vez, desde Harkley, Yulian supo lo que era el miedo. Se echó un poco atrás, pero se dominó enseguida. ¿Acaso no había venido para esto? Era mejor hacerlo de una vez, y deprisa. Alargó de nuevo las manos hacia el niño.
El pequeño Harry había vuelto la redonda cabecita a un lado y otro, buscando una puerta de Möbius. Había una a su lado, flotando sobre las almohadas. Era algo instintivo en sus genes. Había estado siempre allí. El control del niño sobre su propia mente era formidable; sobre su cuerpo, no era tan seguro. Pero había podido resolverlo. Encogiendo los inexpertos músculos, se había escurrido y rodado a través de la puerta de Möbius. ¡Y las manos y las fauces del vampiro se cerraron en el aire tenue!
Yulian se echó atrás, se apartó de la cuna como si ésta hubiese estallado de pronto en llamas. Boquiabierto, se arrojó entonces sobre las sábanas, haciéndolas jirones. ¡Nada! ¡El niño había desaparecido! Uno de los trucos de Harry Keogh, la obra de un necroscopio.
No he sido yo, Yulian, dijo suavemente Harry desde atrás de él. No esta vez. Lo ha hecho él solo. Y no es todo lo que puede hacer.
Yulian se volvió en redondo, vio la figura desnuda de Harry perfilándose en un resplandor azul de neón y avanzó amenazadoramente hacia él. Pasó a través de la manifestación, arañando el vacío.
—¿Qué? —dijo, con voz gutural—. ¿Qué?
Harry volvía a estar detrás de él.
Estás acabado, Yulian, le dijo entonces, en tono de gran satisfacción. Todo el mal que has hecho, podemos deshacerlo. Nosotros no podemos devolver la vida a los que mataste, pero sí vengar a algunos de ellos.
—¿Nosotros? —El vampiro habló moviendo su lengua de serpiente, como goteando ácido—. No hay «nosotros» que valga; sólo eres tú. Y aunque tenga que emplear todo el futuro en ello, te…
No habrá un futuro para ti. Harry sacudió la cabeza. En realidad, ¡ya no te queda tiempo alguno!
Hubo un suave pero concertado ruido de pisadas en la escalera y en el rellano; algo no: muchos «algos» subían al piso. Yulian pasó del pequeño dormitorio a la habitación principal y se detuvo. Brenda Keogh ya no estaba donde él la había arrojado, pero Yulian apenas lo advirtió.
La manifestación de Keogh, suspendida en el aire tenue, siguió al vampiro para observar el enfrentamiento.
Un policía, con el cuello desgarrado, ejercía el mando. Y los otros lo seguían con pasos lentos y tambaleantes, pero resueltos.
Puedes matar a los vivos, Yulian, dijo Harry al gemebundo vampiro, pero no puedes matar a los muertos.
—Tú… —Yulian se volvió de nuevo a él—. ¡Tú los has llamado!
No. Harry sacudió la cabeza. Los llamó mi hijo. Sin duda estuvo hablando con ellos durante algún tiempo, y han llegado a apreciarlo tanto como a mí.
—¡No!
Bodescu corrió a la ventana y vio que era vieja y estaba cerrada. Uno de los cadáveres, un cuerpo que expulsaba gusanos a cada paso, saltó tras él. En su mano huesuda llevaba la ballesta de Darcy Clarke. Otros empuñaban largos palos, tomados de las vallas del cementerio. Una corrupción animada se desparramaba ahora en la habitación como pus de un furúnculo reventado.
Todo ha terminado, Yulian, dijo Harry.
Bodescu se volvió hacia todos ellos y lo negó. No, no había terminado aún. ¿Qué eran ellos, sino un espejismo y una multitud de muertos?
—¡Keogh, bastardo incorpóreo! —gruñó—. ¿Crees que eres el único que tiene poder?
Se agachó, dilató los hombros y se echó a reír. Su cuello se alargó y la carne tembló como adquiriendo vida propia. La terrible cabeza parecía ahora la de un pterodáctilo primigenio. Su cuerpo pareció vibrar, aplanándose y ensanchándose hasta que la ropa que lo envolvía se desgarró por muchos sitios. Entonces abrió y estiró los brazos, formando una cruz blasfema, y surgieron unas alas membranosas de los lados de su cuerpo. Con más facilidad y ligereza y soltura que las que había tenido en su tiempo Faethor Ferenczy, transformó completamente su carne de vampiro. Y donde, momentos antes, había estado un ser de aspecto humano, se erguía ahora una enorme criatura parecida a un murciélago, frente a los que le daban caza.
Entonces… aquella cosa que era Yulian Bodescu se volvió y se lanzó contra la frágil celosía de la ancha ventana.
¡No dejéis que se vaya!, dijo innecesariamente Harry a los muertos, porque no pensaban hacerlo.
Yulian atravesó la celosía, sembrando la calle de cristales y de fragmentos de madera pintada. Formó una especie de ala delta, torciendo el monstruoso cuerpo como una cometa para captar el viento nocturno que soplaba desde el oeste. Pero el vengador que llevaba la ballesta se plantó detrás de la ventana rota y apuntó su arma. Un cadáver sin ojos no hubiese debido ver nada, pero, en su extraña seudovida, aquellos pedazos de carne corrompida disfrutaban de todos los sentidos que habían poseído en la vida real. Y éste había sido un buen tirador.
Disparó y la saeta alcanzó a Yulian en la espina dorsal, en mitad de su correosa espalda. Al corazón, advirtió Harry al tirador. Hubiese debido apuntarle al corazón. Pero en definitiva el resultado sería el mismo.
Yulian lanzó un grito ronco y vibrante de animal herido. Dobló el cuerpo en una contorsión de agonía. Perdió el control, y descendió como un pájaro aliquebrado sobre el cementerio. Trató de mantener el vuelo, pero la saeta le había roto la espina dorsal y ésta tardaría en curarse. No había tiempo que perder. Yulian cayó dentro del cementerio, chocando con los húmedos arbustos, e inmediatamente los muertos volvieron sobre sus pasos y empezaron a salir del ático, para perseguirlo.
Bajaron la escalera, algunos con carne desprendiéndose de los huesos y otros sin poder evitar que se rompiesen trozos de su cuerpo que los seguían por su propia voluntad. Harry fue con ellos, con todos los muertos de los que había sido amigo… cuando vivía aquí —¿cuánto tiempo hacía?— y con otros nuevos amigos con los que ni siquiera había hablado aún.
Había entre ellos dos jóvenes policías que nunca volverían a casa para reunirse con la esposa, y otros dos de la Brigada Especial, con orificios de bala como flores escarlata en su ropa; y había un hombre gordo llamado Guy Roberts, cuya cabeza ya no era tal, pero cuyo corazón seguía estando en su sitio. Roberts había venido a Hartlepool a cumplir una misión que esperaba terminar ahora.
Todos bajaron la escalera, salieron por la puerta, cruzaron la calle y entraron en el cementerio. Había muchos rezagados que no habían podido ir hasta el piso, porque no estaban en condiciones de hacerlo. Pero, cuando Yulian había caído, lo habían rodeado, blandiendo estacas y amenazándolo a su silenciosa y tétrica manera.
Atravesarle el corazón, les dijo Harry al llegar.
Maldita sea, Harry, ¡no se está quieto!, protestó uno de ellos. Su piel parece de goma, y estas estacas son romas.
Tal vez tengo yo la solución. Otro cadáver, muerto recientemente, se adelantó. Era el agente Dave Collins, que caminaba torcido, porque Yulian le había roto la espalda en un callejón a menos de cien metros calle abajo. Llevaba en una mano la hoz del guarda del cementerio, un poco oxidada por haber estado entre las altas hierbas al pie del muro del camposanto.
Así es como hay que hacerlo, convino Harry, sin escuchar los roncos gritos de Yulian. La estaca, la espada y el fuego.
Yo tengo el fuego. Alguien que tenía la cabeza completamente destrozada, Guy Roberts, avanzó tambaleándose y arrastrando un pesado depósito y una manguera: ¡un lanzallamas del Ejército! Y si Yulian había gritado antes, ahora lo hizo con más fuerza. Los muertos no le tuvieron compasión. Se abalanzaron sobre él y lo sujetaron contra el suelo, y el aterrorizado Yulian Bodescu, convirtió de nuevo su cuerpo de vampiro en el de un hombre. Un gran error, pues ahora ellos podían encontrar su corazón más fácilmente. Uno trajo un pedazo de una lápida rota y lo emplearon como martillo, consiguiendo al fin hincar una estaca en su sitio. Clavado como una fea mariposa, Yulian chillaba y se retorcía, pero la cosa había casi terminado.
Dave Collins miró, suspiró y dijo:
Hace una hora, yo era un policía, y ahora parece que voy a ser un verdugo.
El veredicto ha sido unánime, Dave, le recordó Harry.
Y como la propia Parca, Dave Collins avanzó y cortó lo más limpiamente posible la odiosa cabeza de Yulian, aunque tuvo que golpearla más de un par de veces. Entonces le llegó el turno a Guy Roberts; vertió sobre el ahora callado vampiro el rugiente, abrasador y devorador fuego del lanzallamas, hasta que, virtualmente, nada quedó de él. Y no paró hasta que el depósito estuvo vacío. Entonces, los muertos se estaban ya dispersando, volviendo a sus abiertas tumbas. Era hora de que Harry siguiese su camino. El viento había despejado la niebla de Yulian y también el hedor de la putrefacción, y brillaban las estrellas en el cielo nocturno. Harry había terminado allí su trabajo, pero todavía había mucho que hacer en otra parte.
Dio las gracias a los muertos, a todos y cada uno de ellos, y encontró una puerta de Möbius…
Harry casi estaba acostumbrado ahora al continuo de Möbius, pero presumía que la mayoría de las mentes humanas lo encontrarían insoportable. Pues no había «donde» y «cuando» en la banda espacio-tiempo de Möbius; pero un hombre con los conocimientos y la mentalidad adecuados, podía emplearla para ir a cualquier parte y cuando quisiera. Pero antes necesitaría, naturalmente, dominar su miedo a la oscuridad.
Pues, en el universo físico, hay grados de oscuridad, y la naturaleza parece aborrecerlos tanto como al vacío. Pero el continuo metafísico de Möbius está hecho de oscuridad. Sólo se compone de ella. Más allá de las puertas de Möbius está la Oscuridad Primigenia, que existía antes de que empezase el universo material.
Harry hubiese podido hallarse en el centro de un agujero negro, pero los agujeros negros tienen una gravedad enorme y este lugar no tenía ninguna. No tenía gravedad, porque no contenía masa alguna; era inmaterial como el pensamiento; pero, como el pensamiento, era una fuerza. Tenía poderes que reaccionaron a la presencia de Harry y trataron de expulsarlo, como a una carbonilla metida en el ojo. Era un cuerpo extraño, que el continuo de Möbius debía rechazar.
Al menos, esto era lo que había pasado siempre. Pero esta vez Harry sintió que las cosas eran diferentes.
Antes había tenido siempre la sensación de fuerzas inmateriales que lo empujaban, tratando de desalojarlo de lo irreal y hacerlo volver a lo real. Y él nunca se había atrevido a dejar que esto ocurriese contra su deseo, para no exponerse a ir a parar a un lugar o a un tiempo completamente insoportables. Pero ahora tenía la impresión de que aquellas mismas fuerzas se encogían un poco, tal vez se empujaban incluso unas a otras para hacerle sitio. Y la mente liberada e incorpórea de Harry creyó saber la razón. La intuición le dijo que esto era su…, sí, ¡su metamorfosis!
De lo real a lo irreal, del ser de carne y sangre a una conciencia inmaterial, de una persona viva a… ¿un fantasma? Harry se había negado siempre a aceptar la premisa de que estaba realmente muerto, pero ahora empezó a temer que fuese verdad. El hecho de que fuese uno de ellos, ¿no explicaría la razón de que los muertos lo quisieran tanto?
Rechazó irritado esta idea. Irritado consigo mismo. No, con los muertos que lo habían querido antes de esto, cuando era todavía un hombre cabal. Y esta idea le irritó también. ¡Todavía soy un hombre!, se dijo, pero con mucha menos convicción; pues ahora que la había conjurado, la idea de una sutil metamorfosis se estaba afirmando dentro de él.
Hacía menos de un año, había discutido con August Ferdinand Möbius sobre una posible relación entre los universos físico y metafísico. Möbius, en su tumba de un cementerio de Leipzig, había insistido en que los dos estaban completamente separados, eran incapaces de imponerse el uno al otro. Podían rozarse ocasionalmente, produciendo una reacción en ambas partes, por ejemplo, los «fantasmas» o las «experiencias metapsíquicas» en el plano físico; pero nunca podían sobreponerse y nunca coincidir.
Y en cuanto a saltar del uno al otro y volver atrás…
Pero Harry había sido la anomalía, la mosca en el ungüento de Möbius, la china en el camino. ¿O tal vez la excepción que confirmaba la regla?
Pero todo esto había sido cuando él tenía forma, cuando era corpóreo. ¿Y ahora? Tal vez ahora se imponía al fin la regla, eliminando toda discrepancia. Harry pertenecía a aquí; ya no era físico, sino metafísico. Y seguiría siéndolo aquí. Aquí para siempre, dejándose llevar por el inimaginable y científicamente imposible torrente de fuerzas en el abstracto continuo de Möbius. Tal vez se estaba identificando con el lugar.
Asociación de palabras: fuerza-flujo, campos de fuerza, líneas de fuerza, líneas de vida. ¡Las brillantes líneas azules de vida, extendiéndose hacia adelante, más allá de las puertas del futuro! Y de pronto, Harry recordó algo y se preguntó cómo había podido permanecer tan escondido en el fondo de su mente. La banda de Möbius no podía reclamarlo; al menos, todavía no, porque él tenía un futuro. ¿No lo había visto con sus ojos?
Incluso podía experimentarlo de nuevo si quería, encontrando simplemente una puerta del futuro. O quizás esta vez no sería tan sencillo. ¿Y si el continuo de Möbius lo reclamaba mientras él cruzaba el tiempo? Era una idea insoportable: ¡viajar en el futuro para siempre! Pero no necesitaba arriesgarse, pues podía recordarlo bastante bien:
La línea de vida escarlata, acercándose más, desviándose hacia las azules de él mismo y del pequeño Harry, Yulian Bodescu, sin duda.
Y entonces, el hilo de la vida del pequeño, apartándose bruscamente de la de su padre y alejándose en tangente. Debía de ser cuando había escapado del vampiro, el momento en que había empleado por primera vez y por derecho propio el continuo de Möbius. Después de aquello… se había producido aquella colisión imposible:
Aquella extraña línea azul de vida, que palidecía, se deshacía, se desintegraba y convergía con la de Harry, salida de ninguna parte. Las dos habían parecido doblarse por una mutua atracción, antes de chocar con un resplandor de neón y seguir adelante como un solo hilo. Por un instante, Harry había sentido la presencia, o el débil y fugaz eco, de otra mente. Pero se había extinguido y su raya se había prolongado sola…
Sí, y él había reconocido aquel eco moribundo de una mente.
Ahora sabía de fijo dónde debía ir, a quién debía buscar. Y con un poco menos de habilidad de lo acostumbrado, encontró su camino hacia la sede de INTPES en Londres…
En el piso más alto, las series de oficinas, laboratorios, habitaciones particulares y el salón de recreo, que constituían la sede del INTPES, estaban en plena agitación. Hacía quince minutos, había ocurrido algo que, a pesar de la naturaleza de la institución y de las diversas facultades de su personal, iba más allá de todas las experiencias anteriores. No había habido previo aviso; aquella cosa no había avisado a los telépatas, augures u otras personas psíquicamente sensibles; simplemente, había «ocurrido» y los había dejado corriendo de un lado a otro como hormigas alrededor de un hormiguero estropeado.
Había sido la llegada de Harry Keogh hijo. Y de su madre.
La primera noticia que había tenido el INTPES de ello había sido cuando todas las alarmas habían sonado de forma simultánea. Los indicadores habían mostrado que el intruso estaba en la oficina principal, el cuarto de control de Alec Kyle. Nadie, salvo John Grieve, había estado en aquella habitación desde que Kyle había volado a Italia, y el lugar estaba ahora perfectamente cerrado. No podía haber nadie allí dentro.
Desde luego, había podido producirse un fallo en el sistema de alarma, pero… entonces se habían advertido los primeros indicios reales de lo que estaba ocurriendo. Todos los expertos del INTPES lo habían sentido al mismo tiempo: una presencia poderosa, un gigante mental en medio de ellos, en su sede. ¿Harry Keogh?
Por último, habían abierto la puerta del despacho de Kyle… y encontrado a un niño pequeño y a su madre acurrucados juntos sobre la alfombra. Nada físico se había manifestado jamás de esta manera; al menos, en INTPES. Cuando el propio Keogh había visitado aquí a Kyle, había sido incorpóreo, sin sustancia, una mera impresión del hombre que había sido Keogh. Pero estas personas eran reales, sólidas, vivas, y respiraban. Habían sido teletransportadas aquí.
El «porqué» de ello era evidente: para escapar de Bodescu. En cuanto al «cómo», eso tendría que esperar. La madre y el hijo, y por consiguiente el propio INTPES, estaban a salvo, y esto era lo importante.
Al principio habían pensado que Brenda Keogh estaba durmiendo; pero, cuando Grieve la reconoció cuidadosamente, encontró un gran chichón blando en la parte de atrás de su cabeza y presumió que estaba conmocionada. En cuanto al pequeño, había mirado a su alrededor, alerta y con los ojos muy abiertos, al parecer un poco sorprendido pero no asustado, yaciendo en los brazos relajados de su madre mientras chupaba su dedo pulgar. No parecía haber sufrido mucho.
Con el mayor cuidado y prestando atención a su tarea, los miembros del INTPES habían llevado a la pareja a las habitaciones del personal, los habían acostado y habían llamado a un médico. Después se habían reunido en la sala de operaciones para hablar del asunto. Y entonces había entrado Harry en escena.
Aunque su aparición fue sorprendente, no resultó impresionante y sí tranquilizadora; la anterior materialización los había preparado para esto. Incluso podía decirse que lo estaban esperando. John Grieve acababa de ocupar el estrado y de apagar algunas luces cuando Harry apareció. Lo hizo en la forma de que habían oído hablar todos los miembros del INTPES, pero que pocos de ellos, y ninguno de los presentes, había presenciado nunca: una fina malla de filamentos azules luminosos, casi un holograma, en la imagen de un hombre. Y de nuevo se produjo aquella onda expansiva psíquica, que dijo a todos que estaban en presencia de una fuerza metafísica.
John Grieve la sintió también, pero fue el último en ver realmente a Harry, pues éste había aparecido en el estrado, un poco detrás de Grieve. Entonces, el oficial de guardia permanente oyó la exclamación unánime del reducido público que ocupaba los asientos, y volvió la cabeza.
—¡Dios mío! —dijo, tambaleándose un poco.
No, dijo Harry, sólo soy Harry Keogh. ¿Estás bien?
Grieve casi se había caído del estrado, pero había recobrado el equilibrio en el último momento. Se sobrepuso y dijo:
—Sí, creo que sí. —Después levantó la mano para acallar los murmullos excitados y expectantes—. ¿Qué sucede, Harry?
Bajó del estrado y se echó atrás.
No os asustéis, por favor, dijo Harry. Era un ritual al que empezaba a acostumbrarse. Soy uno de vosotros, ¿lo recordáis?
—No estamos asustados, Harry —consiguió decir Ken Layard—. Sólo… somos precavidos.
Estoy buscando a Alec Kyle, dijo Harry. ¿Ha vuelto ya?
—No. —Grieve meneó la cabeza y volvió ligeramente la cara—. Y probablemente no volverá. Pero tu esposa y tu hijo están aquí y bien.
La manifestación de Keogh suspiró, visiblemente aliviado. Esto explicaba lo mucho que el pequeño había penetrado en su mente.
¡Bien!, dijo. Me refiero a Brenda y al niño. Sabía que estarían a salvo en alguna parte, pero este lugar tiene que ser el más seguro…
Ahora se habían puesto todos en pie y avanzado hasta la base de la elevada plataforma.
—Pero ¿no los enviaste tú aquí? —preguntó Grieve, desconcertado.
Harry sacudió la cabeza de neón.
Todo ha sido obra del pequeño. Ha venido aquí con su madre, a través del continuo de Möbius. Conviene que cuidéis de él, pues va a ser un elemento valiosísimo. Pero hay cosas que no pueden esperar, por lo que tendré que dejar las explicaciones para más adelante. Habladme de Alec.
Grieve lo hizo y Layard añadió:
—Sé que está allí, en el château, pero lo percibo como…, bueno, como si estuviese muerto.
Esto impresionó duramente a Harry. Aquel extraño hilo azul de la vida que palidecía, se deshacía, se desintegraba. ¡Alec Kyle!
Hay cosas que querréis saber, les dijo, apresuradamente. Cosas que tenéis derecho a saber. Primera: Yulian Bodescu está muerto.
Alguien silbó con satisfacción y Layard exclamó:
—¡Jesús, eso es maravilloso!
Ahora fue Harry quien volvió la cara.
Guy Roberts también está muerto, dijo.
Durante un momento, reinó el silencio; después preguntó alguien:
—¿Y Darcy Clarke?
Está bien, respondió Harry, al menos que yo sepa. Escuchad, todo lo demás tendrá que esperar. Ahora he de marcharme. Pero tengo la impresión de que volveremos a vernos.
Se encogió sobre sí mismo hasta convertirse en un solo punto de luz azul radiante, y desapareció…
Harry conocía bastante bien el camino hasta el château Bronnitsy, pero el continuo de Möbius le puso obstáculos durante todo el trayecto. Se esforzó en retenerlo, en guardarlo para sí. Cuanto más tiempo permaneciese incorpóreo, peor sería su situación, hasta que al fin se vería atrapado en la noche infinita de otra dimensión. Pero no todavía.
Alec Kyle no estaba muerto y Harry lo sabía; si lo hubiese estado habría podido proyectar simplemente su mente y hablar con él, como hablaba con todos los muertos. Pero aunque lo intentó, al principio temerosamente, por fortuna no obtuvo respuesta. Esto lo animó; se esforzó hasta al máximo en establecer contacto con la mente de Kyle, aunque esperando no lograrlo. Pero esta vez…
Harry sintió que le invadía el horror al captar el débil y vacilante eco del hombre a quien buscaba. Un eco, sí: un grito desesperado y que se extinguió enseguida. Pero era el faro que necesitaba Harry, y se lanzó al instante hacia allá.
Entonces… ¡fue como si lo hubiese sorprendido un huracán! Volvía a ser Harry hijo, pero diez veces peor. Y esta vez no había manera de resistirlo. Harry no tuvo que liberarse del continuo de Möbius, sino que fue arrancado indemne de él. Arrancado de él e insertado…
¡En todas partes!
No había sido fácil, pero Zek Föener se había dormido al fin, aunque para dar vueltas en la cama durante horas, presa de una pesadilla atroz. Por último se había despertado por la mañana temprano y mirado a su alrededor, en la oscuridad de su espartana habitación. Por primera vez desde que había llegado al château, el lugar le parecía extraño; su trabajo aquí era vano; no le daba provecho ni satisfacción. Ciertamente, era malo. Y lo era porque era mala la gente para la que trabajaba. Con Krakovitch, la cosa había sido diferente; pero con Iván Gerenko… sólo su nombre le daba mal sabor de boca. Su vida sería imposible, si él asumía el control. En cuanto a aquel sapo asesino de Theo Dolgikh.
Zek se había levantado, se había rociado la cara con agua fría y había bajado al sótano donde se hallaban los diversos laboratorios experimentales del château. En la escalera y en un pasillo se había cruzado con un técnico de guardia por la noche y con un experto en percepción extrasensorial: ambos la habían saludado con la cabeza en muestra de respeto, pero ella pasó simplemente por su lado y continuó su camino. Tenía que presentar sus propios respetos… a un hombre al que se podía dar por muerto.
Después de entrar en el laboratorio mental, había tomado una silla de acero y se había sentado al lado de Alec Kyle y tocado su pálida carne. El pulso era errático; el movimiento ascendente y descendente del pecho, débil y anómalo. El cerebro estaba casi totalmente muerto, y dentro de menos de veinticuatro horas… Las autoridades de Berlín Occidental no sabrían quién era ni qué lo había matado. Un asesinato, puro y simple.
Y ella había colaborado en esto. La habían engañado, le habían dicho que Kyle era un espía, un enemigo cuyos secretos eran de la máxima importancia para la Unión Soviética, mientras que, en realidad, sólo lo eran para Iván Gerenko. Se había defendido ante aquella criatura enferma, se había excusado cuando él le había dicho que había participado en ello; pero no tenía defensa contra su propia conciencia.
Oh, era fácil para Gerenko y para miles como él, que sólo leían informes. Zek leía mentes, y esto era completamente distinto. Una mente no es un libro; los libros sólo describen emociones, raras veces hacen que se sientan. Pero para el telépata, la emoción es real, cruda y poderosa como la propia información. No había leído simplemente el diario robado de Kyle, sino también su vida. Y al hacerlo, había contribuido también a quitársela.
Un enemigo, sí, presumía que lo había sido, porque era fiel a otro país, a unas leyes diferentes. Pero ¿una amenaza? Oh, en las altas esferas de su gobierno había sin duda personajes que deseaban ver a Rusia humillada y sometida. Pero Kyle no era militarista, no era un estratega subversivo que quisiera minar los cimientos de la identidad y la sociedad comunistas. No, era humanitario, creía firmemente que todos los hombres eran, o deberían ser, hermanos. Y su único deseo había sido mantener un equilibrio. En su trabajo, había sido utilizado por la Organización E británica, como lo era la propia Zek ahora por la suya, cuando ambos habrían podido trabajar para fines más elevados.
¿Y dónde estaba ahora Alec Kyle? En ninguna parte. Su cuerpo estaba allí, pero su mente, una mente excelente, había desaparecido para siempre.
Zek levantó la cabeza y miró con ojos críticos la maquinaria adosada a las paredes esterilizadas. ¿Vampiros? El mundo estaba lleno de ellos. ¿Y qué decir de estas máquinas que habían absorbido el conocimiento de él y lo habían destruido para siempre? Pero la máquina no puede sentir culpa, pues ésta es una emoción enteramente humana…
Tomó una decisión: si era posible, encontraría la manera de librarse de la Organización E. Se habían dado casos de telépatas que habían perdido su facultades; ¿por qué no había de perderlas ella? Si podía simularlo, convencer a Gerenko de que ya no era útil para esta siniestra organización, entonces…
El hilo de los pensamientos de Zek se rompió aquí. Las puntas de los dedos que apoyaba en la muñeca de Kyle registraron que el pulso se había vuelto de pronto regular y firme; el pecho subía y bajaba rítmicamente; la mente…, ¿su mente…?
No, ¡la mente de otro! Una asombrosa oleada de energía psíquica brotaba de él. No era telepatía, no era nada que Zek hubiese sentido antes; pero, fuera lo que fuese, ¡era muy fuerte! Retiró la mano y se puso en pie de un salto; sintió que tenía flojas las piernas, como de gelatina, y sintió un nudo en la garganta, contemplando al hombre que yacía sobre una mesa de operaciones que hubiese debido ser su lecho de muerte. Las ideas de él, al principio confusas, se fueron aclarando al fin.
No es mi cuerpo, se dijo Harry, sin saber que alguien lo estaba escuchando, pero es bueno y puede moverse libremente, No queda nada de ti, Alec, pero hay todavía una oportunidad para mí…, una buena oportunidad para Harry Keogh. Dios mío, Alec, dondequiera que estés ahora, ¡perdóname!
Su identidad estaba en la mente de Zek, que sabía que no se había equivocado. Sus piernas empezaron a doblarse. Entonces la figura, quienquiera que fuese, que estaba sobre la mesa, abrió los ojos y se sentó, y esto fue lo que faltaba. Zek se desmayó un momento, dos o tres segundos, pero los suficientes para que cayese al suelo. Y también los suficientes para que él bajase de la mesa y se arrodillase a su lado. Le frotó vivamente la muñeca y ella lo sintió, sintió las manos cálidas sobre su piel de pronto fría. Unas manos calientes, vivas, vigorosas.
—Soy Harry Keogh —dijo él, al abrir ella los ojos.
Zek había aprendido un poco de inglés de los turistas británicos en Zakinthos.
—Yo… lo sé —dijo—. Y yo… ¡estoy loca!
Él la miró, miró su uniforme gris del château, con su único galón en diagonal sobre el corazón; miró a todo su alrededor, los instrumentos y por fin, con gran asombro, su propia persona desnuda. Sí, su persona, ahora, y dijo, en tono acusador:
—¿Has tenido algo que ver con esto?
Zek se levantó y desvió la mirada. Todavía estaba estremecida, dudando de su cordura. Y fue como si él leyese su mente, pero en realidad, sólo fue una presunción.
—No —dijo—, no estás loca. Yo soy quien crees que soy. Y te he hecho una pregunta: ¿destruíste tú la mente de Alec Kyle?
—Participé en ello —confesó ella al fin—. Pero no con… eso —miró la maquinaria y después a Harry—. Soy telépata. Leí sus pensamientos mientras ellos…
—¿Mientras ellos los borraban?
Ella agachó la cabeza; después la levantó y pestañeó para contener las lágrimas.
—¿Por qué has venido aquí? ¡También te matarán!
Harry se miró. Empezaba a darse cuenta de su desnudez. Al principio había sido como llevar un traje nuevo, pero ahora veía que era solamente carne. Su carne.
—No has dado la alarma —dijo.
—No he hecho nada, todavía —respondió ella, encogiendo los hombros, con impotencia—. Tal vez estás equivocado y estoy loca…
—¿Cómo te llamas?
Ella se lo dijo.
—Escucha, Zek —dijo él—. He estado aquí antes de ahora, ¿lo sabías?
Ella asintió. Oh, sí, lo sabía, y también el desastre que él había provocado.
—Bueno, ahora me voy, pero volveré. Probablemente pronto. Demasiado pronto para que puedas evitarlo. Si sabes lo que ocurrió la última vez que estuve aquí, seguirás mi consejo: vete. Ve a cualquier parte, pero no estés aquí cuando yo vuelva. ¿Lo comprendes?
—¿Te vas? —Empezaba a sentirse histérica, a sentir que una risa incontenible agitaba su interior—. ¿Crees que vas a ir a alguna parte, Harry Keogh? ¡Seguramente sabes que estás en el corazón de Rusia! —Se había vuelto a medias, pero lo miró de nuevo—. No tienes la menor posibilidad de…
O tal vez sí que la tenía. Pues Harry ya no estaba allí…
Harry gritó el nombre de Carl Quint en el continuo de Möbius y recibió inmediatamente una respuesta. Estamos aquí, Harry. Te esperábamos, más pronto o más tarde.
¿«Estamos»? Harry sintió que se le encogía el corazón.
Yo, Félix Krakovitch, Sergei Gulhárov y Mijaíl Volkonsky. Theo Dolgikh nos liquidó a todos. Desde luego, conoces a Félix y Sergei, pero no a Mijaíl. Te gustará. ¡Es todo un tipo! Oye, ¿qué nos dices de Alec? ¿Cómo le fue?
—No mejor que a vosotros —dijo Harry, reuniéndose con ellos.
Salió de la banda infinita de Möbius a las voladas ruinas del castillo de Faethor Ferenczy en los Cárpatos. Eran poco más de las tres de la madrugada y pasaban nubes por debajo de la luna, convirtiendo el ancho saliente sobre la garganta en un terreno de sombras fantasmales. El viento de la llanura ucraniana era frío sobre sobre la carne desnuda de Harry.
Conque Alec la palmó también, ¿eh? La voz muerta de Quint se había vuelto agria. Pero enseguida se animó. ¡Tal vez podremos ir en su busca!
—No —dijo Harry—. No podréis. No creo que lo encontréis nunca. No creo que lo encuentre nadie.
Y les explicó lo que quería decir.
Tienes que arreglar las cosas, Harry, dijo Quint cuando aquél hubo terminado.
—Esto no tiene arreglo —replicó Harry—. Pero puedo vengarlo. La última vez les advertí; ésta, tendré que borrarlos de la faz de la tierra. ¡A todos! Por eso he venido aquí, para ver si puedo motivarme. Quitar la vida no es mi especialidad. Lo he hecho, pero no me gusta. Prefiero que los muertos me quieran.
La mayoría de nosotros siempre te querremos, Harry, le dijo Quint.
—Después de lo que hice en Bronnitsy la última vez —siguió diciendo Harry— no estaba seguro de poder volver a hacerlo. Ahora sé que puedo.
Félix Krakovitch había estado callado hasta entonces.
No tengo derecho a tratar de impedírtelo, Harry, dijo, pero hay algunas personas buenas allí.
—¿cómo Zek Föener?
Es una de ellas, sí.
—Ya le he dicho que tiene que marcharse. Creo que lo hará.
Bueno (Harry pudo oír el suspiro de Krakovitch y casi ver cómo asentía con la cabeza), al menos me alegro de eso…
—Ahora supongo que es la hora de que me ponga en movimiento —dijo Harry—. Carl, ¿puedes decirme si la organización E tiene acceso a explosivos poderosos?
Mira, respondió Quint, la Organización puede tener acceso a casi todo, ¡si le dan un poco de tiempo!
—¡Hum! —murmuró Harry—. Confiaba en hacerlo un poco más deprisa. Incluso esta noche.
Ahora habló Mijaíl Volkonsky.
Harry, ¿quiere esto decir que vas a ajustarle las cuentas a ese maníaco que nos mató? Sí es así, tal vez pueda ayudarte. Hice muchas voladuras en mi tiempo, principalmente con gelignita, pero también empleé otros explosivos. En Kolomiia hay un sitio donde los guardan, Y también detonadores, y yo puedo explicarte el modo de emplearlos.
Harry asintió con la cabeza, se sentó sobre los restos de una pared derruida en el borde de la garganta y se permitió una triste sonrisa.
—Sigue hablando, Mijaíl —dijo—. Soy todo oídos…
Algo despertó a Iván Gerenko. No sabía qué era, pero tenía la impresión de que algo andaba mal. Se vistió lo más aprisa posible, llamó al oficial de guardia por el intercomunicador y le preguntó si ocurría algo anómalo. Por lo visto, no era así. Y Theo Dolgikh tenía que volver en cualquier momento.
Al cerrar el intercomunicador, Gerenko miró por la gran ventana curva a prueba de balas. Y entonces contuvo el aliento. Allá abajo, en la noche, plateada por la luz de la luna, una figura se alejaba furtivamente del edificio principal del château. Una figura de mujer. Llevaba un abrigo sobre el uniforme, pero Gerenko sabía quién era: Zek Föener.
Iba por el estrecho camino de entrada de los vehículos; tenía que hacerlo, pues todos los campos aledaños estaban minados y cercados con alambre espinoso. Trataba de andar con ligereza y naturalidad, pero había algo en sus movimientos que revelaba sigilo. Sin duda había salido con la excusa de que no podía dormir. O tal vez era verdad que no podía hacerlo y había salido simplemente para dar un paseo y respirar un poco de aire nocturno. Gerenko gruñó. Bueno, presumiblemente sería un largo paseo, tal vez para ir a ver al propio Leónidas Brézhnev, ¡en Moscú!
Bajó a toda prisa la escalera de caracol, tomó las llaves de su vehículo oficial de manos del portero y emprendió la persecución. En lo alto, hacia el oeste, las luces de un helicóptero señalaron la llegada de Theo Dolgikh, sin duda con una buena excusa por el follón que había armado e insinuado por teléfono.
A dos tercios del camino hasta el macizo muro de cerca de la finca, Gerenko alcanzó a la joven, redujo la marcha y detuvo el coche a su lado. Ella sonrió, resguardó los ojos del brillo de los faros… y entonces vio a la persona que estaba detrás del volante. Su sonrisa se extinguió al instante.
Gerenko abrió la ventanilla.
—¿Vas a alguna parte, querida fraulein Föener? —preguntó.
Diez minutos antes, Harry había salido del continuo de Möbius a una de las troneras del château. Sabía que eran seis y dónde se hallaban exactamente, pues había estado antes allí, y creía que sólo eran custodiadas en caso de alarma. Como podía ser así, si se había descubierto la ausencia de Kyle, llevaba una pistola cargada en el bolsillo de un abrigo que había hurtado en el depósito de material de guerra de Kolomiia.
Llevaba sobre los hombros una abultada bolsa en forma de salchicha y que pesaba al menos cuarenta y cinco kilos. La dejó en el suelo, descorrió la cremallera y sacó el primero de una decena de quesos envueltos en gasa: así llamaba a aquel material, que era como un blando queso gris, aunque olía mucho peor. Colocó el potente explosivo de plástico sobre una caja cerrada de municiones, le añadió un detonador de relojería y fijó la explosión para dentro de diez minutos. Había empleado tal vez treinta segundos en ello; no podía estar seguro, pues no llevaba reloj. Después pasó a la tronera siguiente fijando el tiempo de la explosión para dentro de nueve minutos, y así de forma sucesiva…
Menos de cinco minutos más tarde, empezó a repetir la operación dentro del propio château. Primero fue el laboratorio mental, donde se materializó al lado de la mesa de operaciones. Parecía extraño que él (sí, ahora era él) hubiese yacido sobre aquella mesa hacía menos de tres cuartos de hora. Sudando, metió el plástico de alta potencia explosiva en el hueco entre dos de las máquinas infernales que habían empleado para estrujar la mente de Kyle, puso el detonador en marcha, levantó la bolsa mucho menos pesada y pasó por una puerta de Möbius.
Al salir a un pasillo del sector donde se hallaban las habitaciones particulares, se encontró cara a cara con un guardia de seguridad que hacía su ronda. El hombre parecía cansado y tenía caídos los hombros al recorrer el pasillo por quinta vez aquella noche. Entonces levantó la cabeza y vio a Harry, y llevó la mano a la pistola que pendía sobre su cadera.
Harry no sabía cómo reaccionaría su nuevo cuerpo a la violencia física. Ahora lo descubriría. Lo había instruido hacía tiempo uno de los primeros amigos que había tenido entre los muertos: «Sargento» Graham Lane, ex profesor de ejercicios físicos del Ejército, que había muerto escalando un acantilado. «Sargento» le había enseñado muchas cosas y Harry no las había olvidado.
Alargó rápidamente una mano y agarró la del guardia en el momento en que sacaba la pistola, metiendo de nuevo ésta en la funda. Al mismo tiempo, golpeó con la rodilla el bajo vientre del hombre y le dio un puñetazo en la cara. El guardia hizo algún ruido, pero no mucho, y se quedó sin conocimiento.
Harry montó otra carga en el pasillo, pero ahora advirtió que sus manos temblaban con fuerza y que sudaba copiosamente. Se preguntó cuánto tiempo le quedaba, considerando la posibilidad de verse atrapado en sus propios fuegos artificiales.
Dio otro salto, directamente al cuarto de guardia del château, y en el instante de aparecer, largó un puñetazo al oficial, haciéndolo caer de su sillón giratorio. El hombre no había tenido siquiera tiempo de levantar la cabeza. Colocando el resto del plástico sobre la mesa, entre la radio y la centralita telefónica, Harry fijó el último detonador, se irguió… ¡y se encontró delante del cañón de un fusil Kalashnikov!
Al otro lado del mostrador levantado, y sin ser visto, un joven guardia de seguridad había estado dormitando en una silla. Esto se deducía claramente por su boca abierta y su expresión aturdida. El ruido de la caída del oficial de guardia debió de despertarlo. Harry no sabía hasta qué punto estaba despierto, ni lo que había visto o entendido, pero sí que sabía que él mismo se hallaba en gran peligro. En el último detonador, había fijado la explosión para dentro de un minuto.
Cuando el sorprendido guardia empezaba a hacer una pregunta en ruso, Harry se encogió de hombros, frunció el entrecejo y señaló a un lugar justo detrás de aquél. Sabía que era un viejo truco, pero los trucos viejos son a menudo los mejores. Y éste dio resultado. El guardia volvió la cabeza en aquella dirección y volvió también el feo cañón de su arma…
Y al darse la vuelta, Harry ya no estaba allí. Por fortuna, pues los diez minutos habían pasado…
Las troneras saltaron por el aire como petardos chinos, haciendo saltar en pedazos las cubiertas de hormigón y las paredes. La primera explosión, su intenso resplandor más que la propia explosión, que no fue muy fuerte desde lejos, hizo que Zek Föener vacilase y se echase atrás cuando estaba a punto de subir al jeep de Gerenko. Entonces resonó el trueno y la tierra experimentó la primera de una serie de sacudidas. Las minas instaladas en los campos alrededor del château empezaron a estallar, lanzando surtidores de tierra y de césped. Era como un bombardeo.
—¿Qué? —Gerenko se volvió en su asiento y miró atrás; no podía creer lo que estaba viendo—. ¿Las troneras?
Se tapó los ojos contra aquel estallido de luz.
—¡Harry Keogh! —mumuró Zek, para sí.
Entonces voló el edificio principal; sus paredes más bajas, de piedra maciza, parecieron aspirar y seguir aspirando. Después se combaron hacia fuera y, por fin, se rompieron en un estallido de luz blanca y fuego amarillo. Esta vez sintió Zek la onda expansiva: ésta la arrojó sobre el camino y sacudió las manos con que se resguardaba la cara.
El château Bronnitsy se estaba replegando sobre sí mismo. Como un castillo de arena atrapado por la primera ola de una marea creciente, se derrumbó como si fuese de yeso. Hogueras volcánicas ardieron en sus entrañas y escupieron llamas a través de las agrietadas paredes, y al caer hacia dentro los pisos superiores y las torres, volvieron a ser levantados por sucesivas explosiones. El château era ya una ruina total, pero, entonces, la carga más grande situada en el cuarto de guardia añadió su voz a aquella cacofonía de destrucción.
En ese momento Zek había conseguido subir al jeep al lado de Gerenko. Sintieron como si un puño gigantesco golpease la parte de atrás del vehículo, empujándolo hacia adelante; sintieron destrozados sus oídos por la enorme detonación y cerraron los ojos para protegerlos de un súbito resplandor incendiario. Una brillante bola de fuego, como surgida del infierno, lo convirtió todo en una fotografía en negativo, borró todo el escenario y convirtió la noche en día cegador; después, se desvaneció lentamente y reveló la verdad: el château Bronnitsy había dejado de existir. Pedazos de él, desde piedras pequeñas hasta grandes bloques de hormigón, seguían lloviendo sobre el suelo. Un humo negro se alzó en espiral hacia la luna; un puñado de figuras se tambalearon como moscas aturdidas, tratando de salir de aquel infierno.
Gerenko, pasmado, había parado el motor del jeep, que ahora no quiso ponerse en marcha. Se apeó y ordenó a Zek que hiciese lo mismo. El helicóptero se había apartado rápidamente al producirse la primera explosión; ahora dio la vuelta, descendió y aterrizó bruscamente en la carretera, cerca del muro circundante. Theo Dolgikh habló brevemente al piloto, saltó del aparato y avanzó corriendo. Zek Föener y Gerenko caminaron tambaleándose a su encuentro.
—Por Alec —se dijo en voz baja Harry Keogh.
Estaba plantado en la sombra, al pie del muro de la cerca y observó cómo se dirigían aquellas tres personas hacia el helicóptero. Tomó nota de los dos hombres (uno, una miniatura de hombre, y el otro, un bruto corpulento) y de la manera en que introducían a la joven dentro del helicóptero, que se elevó. Harry quedó solo en la noche, con la terrible obra de sus manos. Pero, como una imagen persistente, la representación mental de aquellos dos hombres continuaba superponiéndose a las llamas saltarinas. Harry no sabía quiénes eran, pero su intuición le decía que, sobre todo, esos dos no hubiesen debido librarse del holocausto.
Tendría que hablar a Carl Quint y a Félix Krakovitch acerca de ellos…