De regreso en Londres, en la sede de INTPES, Guy Roberts y Kent Layard habían seguido la pista de Alec Kyle, Carl Quint y Yulian Bodescu. El equipo con base en Devon había viajado en tren hasta la capital, dejando a Ben Trask en el hospital de Torquay. Habían aprovechado el viaje para dormir un poco y llegado a su cuartel general momentos antes de la medianoche. Layard había casi «localizado» a los tres personajes en cuestión, y Roberts había tratado de determinar sus paraderos con un poco más de exactitud. Por lo visto, la desesperación había aguzado sus facultades, y la familiaridad del medio los había ayudado a obtener resultados… hasta cierto punto.
Ahora iba a informar Roberts, en presencia de Layard, John Griev, Harvey Newton, Trevor Jordan y otros tres que eran miembros permanentes del personal del cuartel general. Roberts tenía los ojos enrojecidos, no se había afeitado y le picaba todo el cuerpo; su aliento apestaba a los cigarrillos fumados en cadena. Miró alrededor de la mesa, saludó con la cabeza a cada uno de los presentes y fue directamente a grano.
—Nos han dado una paliza —dijo, con flema desacostumbrada en él—. Kyle y Quint han quedado aislados, tal vez de modo permanente; Trask está un poco malparado; Darcy Clarke se fue al norte, y… perdimos al pobre Simon Gower. ¿Y cuál ha sido el resultado de nuestra excursión? Nuestra misión sigue siendo igualmente difícil, ¡y no menos importante! Sí, y tenemos menos hombres para realizarla. Por cierto, ahora nos convendría la ayuda de Harry Keogh; pero era Alec Kyle su principal enlace. Y Alec no está aquí. Y además del peligro que sabemos que existe, ya que anda suelto, hay un segundo problema que podría ser igualmente grave. Y es que los agentes de la Organización E soviética tienen a Kyle en el château Bronnitsy.
Esto era una novedad para todos, salvo para Layard. Apretaron los labios y sus corazones latieron más de prisa. Kent Layard tomó la palabra.
—Estamos bastante seguros de que se encuentra allí —dijo—. Yo lo localicé…, según creo…, pero con grandes dificultades. Tienen allí especialistas que lo bloquean todo, y que están más concentrados que nunca. ¡El lugar es un miasma mental!
—Cierto —dijo Roberts—. Yo traté con toda precisión de obtener una imagen de él, y fracasé. Sólo percibí una niebla mental; lo cual no es buena señal para Alec. Si su estancia allí fuese normal, no tendrían nada que ocultar. Además, se presume que no está allí. Mi impresión es que le están extrayendo todo lo que sabe. Y todo lo que sabemos nosotros. Si muestro sangre fría en esto, es sólo para ganar tiempo, podéis creerlo.
—¿Y qué hay de Carl Quint? —preguntó John Grieve—. ¿Cómo le va?
—Carl está donde debía estar —dijo Layard—. Si no me equivoco, en un lugar llamado Chernovtsi, al pie de los Cárpatos. Si está o no por su propia voluntad, es otra cuestión.
—Nosotros creemos que está voluntariamente —añadió Roberts—. He conseguido alcanzarlo y verlo, aunque brevemente, y creo que está con Krakovitch. Lo cual sólo sirve para confundir aún más las cosas. Si Krakovitch obra con rectitud, ¿por qué está Kyle en dificultades?
—¿Y Bodescu? —preguntó Newton, que sentía ansias de una vendetta personal con el vampiro.
—Aquel bastardo se dirige al norte —respondió gravemente Roberts—. Podría ser una coincidencia, pero nosotros no lo creemos. En definitiva, opinamos que va detrás del hijo de Keogh. Lo sabe todo, conoce la fuerza impulsora que hay detrás de nuestras organización. Bodescu ha sufrido un revés, y ahora quiere contraatacar. La única mente en todo el mundo que es una autoridad sobre vampiros, y en particular sobre Yulian Bodescu, está en aquel niño. Éste ha de ser su objetivo.
—No sabemos cómo viaja —dijo Layard—. ¿En transportes públicos? Podría ser. ¡Incluso podría estar haciendo autostop! Pero lo cierto es que no tiene prisa. Se lo toma con calma, deja pasar el tiempo. Ha entrado en Birmingham hace una hora y, desde entonces, no se ha movido. Creemos que se habrá detenido allí para pasar la noche. Pero es la misma historia de siempre: exuda miasmas mentales. Parece que andemos a tientas en el centro de una ciénaga brumosa. No se lo puede localizar con exactitud, pero sabemos que hay un cocodrilo oculto en alguna parte. De momento, la ciénaga está en Birmingham…
—Pero ¿tenemos algún plan? —Jordán no podía soportar la inactividad—. Quiero decir, ¿vamos a hacer algo? ¿O nos quedaremos sentados aquí sin hacer nada, mientras todo se va el infierno?
—Hay trabajo para todos —dijo Roberts, levantando una manaza autoritaria—. En primer lugar, necesito un voluntario para ir a ayudar a Darcy Clarke en Hartlepool. Además de un par de hombres de la Brigada Especial, buena gente pero que no sabe de qué va la cosa. Darcy tiene que apañarse solo. Lo ideal sería enviarle un observador, pero ahora no tenemos ninguno. Por ende, tendrá que ser un telépata.
Dirigió una mirada significativa a Jordan. Pero Harvey Newton se levantó primero y dijo:
—¡Yo! Le debo esto a Bodescu. La última vez me engañó, pero no volverá a hacerlo.
Jordan se encogió de hombros y nadie formuló ninguna objeción. Roberts lo aprobó.
—Muy bien, ¡pero has de estar alerta! Vete ahora, en coche. Las carreteras estarán vacías y podrás ir a todo gas. Según como vayan aquí las cosas, es probable que me reúna mañana contigo.
Era todo lo que quería Newton. Se levantó, saludó a todos en general y se puso en marcha.
—Lleva una ballesta —le gritó Roberts—, y la próxima vez que dispares tu saeta, ¡asegúrate de dar en el blanco!
—¿Qué he de hacer yo? —preguntó Jordan.
—Trabajarás con Mike Carson —le dijo Roberts—. Y conmigo y Layard. Trataremos de localizar de nuevo a Quint, y vosotros, los telépatas, procuraréis enviarle un mensaje. Es un tiro a larga distancia, pero Quint es psíquicamente muy sensible y puede que os capte. Vuestro mensaje será sencillo: si le es posible, tiene que ponerse al habla con nosotros. Si podemos hablar con él por teléfono, quizá podremos saber algo acerca de Kyle. Y si él no sabe nada de Kyle…, bueno, esto responderá por sí solo a una pregunta. También, si logramos comunicar con él, sería buena idea decirle que se largue de allí, ¡si puede y mientras pueda! Así pues, nosotros cuatro ya tenemos trabajo para la noche. —Miró alrededor de la mesa—. Los demás podéis aplicaros en cuidar como es debido este lugar antes de que se vaya al garete. Todo el mundo estará en guardia a partir de ahora. ¿Alguna pregunta?
—¿Somos los únicos que estamos metidos en esto? —preguntó John Grieve—. Quiero decir si el público y las autoridades lo ignoran todavía.
—Completamente. ¿Qué podríamos decirles? ¿qué estamos persiguiendo a un vampiro desde Devon hasta West Hartlepool? Mira, ni siquiera las personas que nos subvencionan y saben que existimos creen totalmente en nosotros. ¿Cómo piensas que reaccionarían ante cosas tales como Yulian Bodescu? Y en cuanto a Harry Keogh, naturalmente, el público no sabe nada de él.
—Pero con una excepción —dijo Layard—. Nosotros hemos avisado a la policía que un loco asesino anda suelto por ahí, un asesino con las señas de Bodescu, desde luego. Les hemos dicho que se dirige hacia el norte, posiblemente en dirección a la zona de Hartlepool. Les hemos advertido que, si lo descubren, no tienen que detenerlo, sino ponerse primero al habla con nosotros y después con los muchachos de la Brigada Especial que están allá arriba. Si Bodescu se acerca más a su objetivo, seremos más concretos. Esto es cuanto nos atrevemos a hacer por ahora.
Roberts los miró de uno en uno.
—¿Alguna pregunta más? —dijo.
No hubo ninguna…
Las tres y media de la madrugada en el pequeño pero inmaculado ático de Brenda Keogh, con vistas a la calle mayor de la población y, al otro lado de aquélla, a un viejo, muy viejo cementerio. El pequeño Harry dormía en su cuna y tenía sueños infantiles, y la mente de su padre dormía con él, agotada en una lucha que ahora sabía que no tenía esperanzas de ganar. El niño se había apoderado de él, así de sencillo. Harry era el sexto sentido del pequeño.
En las horas tempranas de la brumosa mañana, con la aurora todavía lejos, una niebla más espesa se formaba en las amodorradas mentes, y al arremolinarse y refluir en subconscientes cavernas oníricas causaba horror. Desde ninguna parte, dedos telepáticos se alargaban, sondeaban, descubrían…
¡Ahhh!, dijo la gangosa y turbia voz mental a las dos mentes de Harry. ¿Eres tú, Haarryyy? Sí, ¡ya veo que sí! Bueno, voy a buscarte, Haarrryyy…, ¡Voy… ha… cia… ti…!
El grito de terror del pequeño arrancó a su madre de la cama, como si fuese la mano de algún gigante cruel. Ella se dirigió tambaleante a la pequeña habitación, sacudiéndose para acabar de despertar al entrar y acercarse a su hijo. Y cuando lo tomó ella en brazos, él lloró, lloró, lloró como nunca lo había oído llorar hasta entonces. Pero no estaba mojado, ni se había clavado ningún alfiler. ¿Tendría hambre? No, tampoco era eso.
Brenda lo meció en sus brazos, pero el llanto continuó, con los ojos desorbitados y llenos de miedo. ¿Tal vez un sueño?
—Eres demasiado pequeño, Harry —le dijo, besando la acalorada cabecita—. Demasiado pequeño y dulce y tierno para tener malos sueños. No ha sido más que eso, pequeñín, una pesadilla.
Lo llevó a su propia cama, pensando: «Sí, ¡y yo debo de haber estado soñando también!». Debía de ser así, pues el grito que la había despertado no había sonado como el de un niño pequeño, sino como el de un hombre aterrorizado…
Eran las tres y media en Londres, donde Guy Roberts y Ken Layard, ayudados por los telépatas Trevor Jordan y Mike Carson, habían pasado los últimos noventa minutos tratando de «comunicar» con Carl Quint sin ningún éxito perceptible.
Estaban trabajando en la habitación privada de Layard, una oficina o estudio montado exclusivamente para él. Los estantes de las paredes estaban llenos de planos y mapas de todo el mundo, sin los cuales el trabajo de Layard para INTPES habría sido casi imposible. El mapa que había estado desplegado sobre su mesa durante las últimas dos horas era una fotografía aérea de la frontera rusa moldava, con Chernovtsi marcada con un círculo rojo.
El aire era azul y acre, a causa de los cigarrillos que Roberts fumaba uno tras otro, y en un rincón silbaba el vapor de una cafetera eléctrica. Carson estaba preparando otra taza de café.
—Estoy hecho polvo —confesó Roberts, mientras aplastaba un cigarrillo a medio fumar y encendía otro—. Nos tomaremos un respiro, buscaremos un lugar tranquilo y trataremos de echar cabezadas. Volveremos a empezar dentro de una hora. —Se levantó, se estiró y dijo a Carson—: No prepares café para mí, Mike. Con un vicio es suficiente, gracias.
Trevor Jordan apartó su silla de la mesa, se acercó a la pequeña ventana de la habitación y la abrió de par en par. Se sentó en un sillón junto a ella y asomó la cabeza a la noche.
Layard bostezó, enrolló el mapa y lo guardó en un estante que había detrás de él. Al hacerlo, descubrió el gran mapa de Inglaterra, a escala de 1:625.000, en el que antes habían estado trabajando. A seis kilómetros por centímetro, cubría toda la mesa. Lo miró, se fijó en la mancha gris de Birmingham y dejó que su mente tocase aquella ciudad dormida, y…
—¡Guy!
El murmullo de Layard detuvo a Roberts a medio camino de la puerta. Éste miró hacia atrás.
—¿Eh?
Layard se puso rígido, se levantó y se inclinó sobre el mapa. Buscó frenéticamente con los ojos y se lamió los labios de pronto secos.
—Guy —repitió—, creíamos que pasaría la noche allí, ¡pero no lo hace! ¡Se ha puesto de nuevo en movimiento y me parece que hace una hora y media que emprendió la marcha!
—¿Qué diablos…? —La mente cansada de Roberts había captado a duras penas lo que le decía el otro. Volvió hacia la mesa, y Jordan lo imitó—. ¿De qué estás hablando? ¿De Bodescu?
—Sí —dijo Layar—, de ese maldito monstruo, ¡de Bodescu! ¡Se ha marchado de Birmingham!
Pálido como la muerte, Roberts se dejó caer de nuevo en su silla. Puso su mano carnosa sobre Birmingham, en el mapa, cerró los ojos y concentró la mente. Pero fue inútil: no había nada; ninguna niebla mental, ni la menor sugerencia de que el vampiro pudiese estar allí.
—¡Oh, Jesús! —susurró Roberts, con los dientes apretados.
Jordan miró a Carson, que estaba en el otro lado de la habitación poniendo azúcar en tres tazas de café.
—Prepara otra, Mike —dijo—. A fin de cuentas, será mejor que sean cuatro…
Al principio, Harvey Newton había pensado ir por la A1 hacia el norte, pero en definitiva había elegido la autopista. Lo que perdiese en distancia lo recuperaría en velocidad, y en comodidad; aquí había tres carriles, y la M1 no podía ser más recta.
Se detuvo en Leicester Forest East para tomar un café, pero respondió a las exigencias de la naturaleza y compró una lata de Coca-Cola y un bocadillo. Salió al aire fresco y húmedo de la noche, se levantó el cuello de la chaqueta y volvió a su coche a través del aparcamiento casi desierto. Había dejado la puerta abierta, pero se había llevado las llaves. No había tardado más de diez minutos. Ahora llenaría el depósito de gasolina y reemprendería su camino.
Pero, al acercarse a su coche, aflojó el paso y se detuvo. El eco de sus pisadas pareció extinguirse un momento demasiado tarde. Algo se agitó en el fondo de la mente de Newton. Se volvió y contempló las luces amigas del restaurante nocturno. Por alguna razón, que podía ser buena, contuvo el aliento. Describió un lento círculo para observar todo el aparcamiento y los bultos, como caracoles, de los coches aparcados. Un vehículo pesado salió de la autopista y lo iluminó con el resplandor de sus ojos de mil vatios. Quedó deslumbrado y, al alejarse el camión, la noche fue mucho más oscura.
Entonces recordó aquella cosa erguida, parecida a un perro, que creía haber visto…, no, que había visto, en la casa Harkley, y esto hizo que pensara de nuevo en su misión. Alejó sus temores, subió a su coche y puso el motor en marcha.
Algo atenazó el cerebro de Newton como una grapa, una mente perversa y poderosa ¡y que incluso aumentaba su poder! Sabía que leía en él como en un libro abierto, enterándose de su identidad, adivinando su propósito.
—¡Buenas noches! —dijo una voz como de alquitrán hirviente, al oído de Newton.
Este lanzó un grito de sorpresa y de horror al mismo tiempo, un grito inarticulado, y se volvió para mirar atrás.
Unos ojos feroces le dirigieron una mirada más penetrante, mucho peor que los faros del camión. Debajo de ellos, dos hileras de puñales blancos resplandecían en la oscuridad.
—¿Qué…? —empezó a decir Newton.
Pero no tenía necesidad de preguntar. Sabía que su venganza contra el monstruo no llegaría a realizarse.
Yulian Bodescu levantó la ballesta de Newton, la apuntó directamente a la boca abierta… y apretó el gatillo.
Félix Krakovitch había proyectado pasar la noche en Chernovtsi; pero, dadas las circunstancias, había ordenado a Sergei Gulhárov que fuese directamente a Kolomiia. Como Iván Gerenko sabía que el grupo de Krakovitch iba a detenerse en Chernovtsi, habían creído que lo más prudente era no hacerlo. Así, Theo Dolgikh, que había llegado a Chernovtsi a eso de las cinco de la mañana, había perdido dos horas para acabar por descubrir que los hombres a quienes buscaba no estaban allí. Después de otra dilación, para ponerse al habla con el château Bronnitsy, Gerenko le había aconsejado que fuese a Kolomiia y probase de nuevo.
Dolgikh había ido en avión desde Moscú hasta un aeropuerto militar de Skala-Podoscaia, donde le habían entregado un Fiat de la KGB. Ahora, en ese coche un poco destartalado pero que no llamaba la atención, se dirigió a Kolomiia, donde llegó momentos antes de las ocho. Su discreta investigación en los hoteles fue afortunada y desafortunada al mismo tiempo. Krakovitch y sus acompañantes se habían alojado en el Hotel Carpatii, pero habían reemprendido el viaje a las siete y media. Había llegado con media hora de retraso. El propietario del hotel sólo pudo decirle que, antes de marcharse, le habían preguntado la dirección de la biblioteca y museo de la ciudad.
Dolgikh obtuvo la misma dirección y los siguió. En el museo, encontró al conservador, un ruso menudo y bullicioso, con gafas de gruesos cristales, que en ese momento abría el local. Lo siguió al interior del viejo edificio rematado en una cúpula y donde sus pisadas resonaban en el aire que olía a cerrado. Dijo Dolgikh:
—¿Puedo preguntarle si han venido tres hombres a verlo, esta mañana? Tenía que encontrarme con ellos aquí, pero me he retrasado.
—Tuvieron suerte de que yo empezase a trabajar tan temprano —respondió el otro—. Y todavía más de que los dejase entrar. Como puede ver, el museo no se abre hasta las ocho y media; pero, como por lo visto tenían mucha prisa…
Sonrió y se encogió de hombros.
—Así pues, no los he alcanzado por… ¿cuánto tiempo? —dijo Dolgikh, adoptando una expresión de contrariedad.
El conservador encogió de nuevo los hombros.
—Oh, tal vez unos diez minutos. Pero al menos puedo decirle adonde han ido.
—Se lo agradecería mucho, camarada —le dijo Dolgikh, siguiéndolo a sus habitaciones privadas.
—¿Camarada? —El conservador lo miró fijo, y sus ojos parecieron abultarse detrás de los gruesos cristales de las gafas.
—Este término se emplea poco aquí…, en la frontera, por así decirlo. ¿Puedo preguntarle quién es usted?
Dolgikh le mostró su carnet de la KGB y dijo:
—Ahora el asunto es oficial. Y como no tengo tiempo que perder, dígame qué estaban buscando y adonde han ido…
El conservador dejó de sonreír; ya no parecía contento.
—¿Va a detener a esos hombres?
—No; sólo están bajo observación.
—Lástima. Parecían bastante simpáticos.
—Estos días hay que extremar las precauciones —dijo Dolgikh—. ¿Qué querían?
—Una dirección. Buscaban un lugar al pie de las montañas llamado Moupho Alde Ferenc Yabórov.
—¡Vaya un nombre! —contestó Dolgikh—. ¿Y les dijo usted dónde está?
—No —dijo el otro—. Sólo dónde había estado, y ni siquiera estoy seguro. Mire. —Mostró a Dolgikh una serie de mapas antiguos extendidos sobre una mesa-No son muy exactos, desde luego—. El más antiguo es de hace unos cuatrocientos cincuenta años. Éstos son copias, como puede verse fácilmente; no los originales. Pero si mira aquí —y puso el dedo sobre uno de los mapas—, verá Kolomiia. Y aquí…
—¿Ferengi?
El conservador asintió.
—Uno de los tres, que creo que es inglés, parecía saber exactamente dónde tenía que buscar. Cuando vio el nombre antiguo de «Ferengi» en el mapa, pareció muy excitado. Y poco después, se marcharon los tres.
Dolgikh estudió con cuidado el viejo mapa.
—Está al oeste de aquí —murmuró— y un poco hacia el norte. ¿Cuál es la escala?
—Aproximadamente un centímetro por cinco kilómetros. Pero, como ya le he dicho, puede que el mapa no sea muy exacto.
—Entonces, serán algo menos de setenta kilómetros. —Dolgikh frunció el entrecejo—. Al pie de las montañas. ¿Tiene usted un mapa moderno?
—Oh, sí —suspiró el conservador—. Si quiere acompañarme…
A veinticinco kilómetros de Kolomiia, una nueva carretera, todavía en construcción, se dirigía hacia el norte, hacia Ivano-Frankovsk, y su superficie asfaltada hacía que el viaje fuese más suave. En verdad, para Krakovitch, Quint y Gulhárov era un respiro después de la accidentada ruta desde Bucarest y a través de Rumania y de Moldavia. Hacia el oeste se elevaban los Cárpatos, oscuros, boscosos y umbríos incluso bajo la luz del sol de la mañana, mientras que hacia el este, la llanura se extendía delicadamente hacia el gris horizonte lejano y brumoso.
Después de treinta kilómetros por esta carretera, en dirección a Ivano-Frankovsk, llegaron a una bifurcación a la izquierda, que subía directamente hacia los umbríos montes. Quint pidió a Gulhárov que redujese la marcha y trazó una línea sobre un tosco mapa que había copiado en el museo.
—Este podría ser nuestro mejor camino —dijo.
—Esta carretera tiene una barrera —observó Krakovitch— y hay un rótulo que prohibe la entrada. No se utiliza; será como un callejón sin salida.
—Y sin embargo, tengo la impresión de que debemos ir por ella —insistió Quint.
Krakovitch lo sentía también: algo en su interior le decía que no era el camino que habían de seguir, lo cual significaba probablemente que Quint tenía razón.
—Allí hay un grave peligro —dijo.
—Que es más o menos lo que esperábamos —dijo Quint—. Para esto hemos venido, ¿no?
—Está bien.
Krakovitch frunció los labios y asintió con la cabeza. Dijo algo a Gulhárov, pero éste estaba ya reduciendo la marcha. Más arriba, los dos carriles se estrechaban en uno solo, donde una brigada de construcción trabajaba para ensanchar la carretera. Una apisonadora alisaba el asfalto humeante detrás del vehículo que lo vertía. Gulhárov dio media vuelta al coche y lo detuvo al ordenarlo Krakovitch.
Este se apeó y fue en busca del capataz para hablar con él. Quint le gritó:
—¿Qué va a hacer?
—¿Eh? Quiero ver si esa gente sabe algo acerca de este sector. Y también si puedo contar con su ayuda. Recuerde que, cuando encontremos lo que buscamos, ¡tendremos que destruirlo!
Quint se quedó en el coche, observando cómo se dirigía Krakovitch a los trabajadores y hablaba con ellos. Le señalaron una caseta en la carretera desierta. Krakovitch siguió su indicación. Diez minutos más tarde, volvió acompañado de un gigante barbudo y que vestía un mono descolorido.
—Este es Mijaíl Volkonsky —dijo, a modo de presentación. Quint y Gulhárov saludaron con la cabeza—. Por lo visto, tenía usted razón, Carl —siguió diciendo Krakovitch—. El dice que allá arriba, en la montaña, está el pueblo de los gitanos.
—¡Da, da! —gruñó Volkonsky, asintiendo con la cabeza. Señaló hacia el oeste. Quint se apeó del coche y Gulhárov hizo lo mismo. Miraron hacia donde señalaba el capataz—. ¡Szgany! —insistió Volkonsky—. ¡Szgany Ferengi!
Más allá de las colinas, el humo azul de una fogata se elevaba casi verticalmente de entre la niebla de la mañana hacia el aire tranquilo.
—Su campamento —dijo Krakovitch.
—Ellos… todavía vienen —dijo Quint, con incredulidad—. ¡Todavía vienen!
—A rendir homenaje —dijo Krakovitch.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó Quint, después de un momento de silencio.
—Ahora Mijaíl Volkonsky nos mostrará el lugar —dijo Krakovitch—. Aquella carretera cortada, por delante de la que pasamos, llega hasta unos ochocientos metros del emplazamiento del castillo. Volkonsky ha visto el lugar.
Los tres investigadores subieron de nuevo al coche, acompañados ahora del corpulento capataz, y Gulhárov empezó a conducir el automóvil por donde habían venido.
—Pero ¿adónde conduce la carretera? —preguntó Quint.
—¡A ninguna parte! —respondió Krakovitch—. Tenía que cruzar las montañas hasta la cabeza de línea ferroviaria de Just. Pero hace un año se declaró que era impracticable a causa del esquisto, las piedras que se desprendían y la roca en malas condiciones. Forzar el paso sería toda una hazaña de ingeniería, para unos beneficios en realidad pequeños. Como alternativa, y para salvar el prestigio, se construirá la carretera hasta Ivano-Frankovsk; mejor dicho, se ensanchará y mejorará la ya existente. Todo a este lado de las montañas. Existe ya una vía férrea, muy sinuosa, desde Ivano-Frankovsk y a través de las montañas. En cuanto a los veinticinco kilómetros de nueva carretera ya construida —añadió, encogiéndose de hombros— se edificará junto a ella un pueblo y plantas industriales. No se habrá perdido todo. Se pierden muy pocas cosas en la Unión Soviética.
Quint sonrió, aunque con ironía.
Krakovitch lo vio y dijo:
—¡Sí, ya lo sé! el dogma. Es una enfermedad que todos parecemos contraer más pronto o más tarde. Ahora resulta que yo me he contagiado también. Malgastamos mucho, incluso en las palabras con que tratamos de excusarnos…
Gulhárov detuvo el coche ante la barrera de la nueva carretera; Volkonsky se apeó, la apartó a un lado e hizo ademán de que pasara. Ellos lo recogieron de nuevo y se dirigieron hacia las montañas.
Nadie prestó atención al destartalado y viejo Fiat aparcado a ochocientos metros carretera abajo, en la dirección de Kolomiia, ni en el humo azul del tubo de escape y la nube de polvo que levantó al ponerse en marcha y seguirles la pista…
Guy Roberts había consumido dos desayunos en el coche restaurante, regándolos con vasos de café, y cuando el tren se detuvo en Grantham, había fumado la mitad del primer paquete diario de Marlboro. Corpulento, patilludo y de ojos enrojecidos, nadie lo molestaba mucho. Tenía para él solo un rincón del vagón. Nadie que lo hubiese mirado habría sospechado que tenía el talento de un brujo primitivo, ni que su misión era matar a un vampiro del siglo veinte. Ciertamente, la idea habría sido divertida, si no hubiese sido tan desesperada. Había demasiadas cosas exasperantes, demasiado que hacer y poco tiempo para hacerlo todo. Era muy fatigoso.
Recordando los sucesos de la última noche, se retrepó en su asiento y cerró los ojos. Él y Layard habían estado trabajando toda la noche, y había sido una noche extraña, muy extraña, para los dos. Por ejemplo, lo de Kyle en el château Bronnitsy. Al iluminarse el cielo con la aurora, Layard había encontrado cada vez más difícil localizar a Alec Kyle. Según sus propias palabras, había sido como «la diferencia entre encontrar un hombre vivo y un hombre muerto, con Kyle de algún modo entre los dos». Esto no fue de buen augurio para el número uno de INTPES.
También Roberts había sido incapaz de atravesar las defensas mentales del château. Hubiese debido poder «sondear» a Kyle, pero todo lo que había percibido, en las pocas ocasiones en que había podido irrumpir en aquellas defensas, había sido… bueno, un eco de Kyle. Una imagen que se desvanecía deprisa. Roberts no sabía de fijo lo que le estaba haciendo la Organización E a Kyle, y no tenía muchas ganas de adivinarlo.
Entonces, había estado Yulian Bodescu; mejor dicho, no había estado; pues, a pesar de todos sus esfuerzos, Layard y Roberts no habían sido capaces de localizar de nuevo al vampiro. Era como si se hubiese borrado de la faz de la tierra. No había «niebla mental» en o alrededor de Birmingham, ni en todo el país, que pudiesen descubrir los perceptores extrasensoriales británicos. Pero, después de pensar un rato en ello, la respuesta les había parecido evidente. Bodescu sabía que lo estaban persiguiendo, y también él tenía extraordinarias facultades. De alguna manera se estaba encubriendo, «desaparecía» en las pantallas mentales.
Pero a las seis y media de la mañana, Layard lo había captado otra vez. Muy brevemente, había establecido contacto con una niebla mental maloliente y serpenteante, algo maligno que lo había sentido al momento y lanzado un desafío mental antes de desaparecer una vez más. Y Layard lo había localizado en algún lugar cerca de York.
Esto había sido bastante para Roberts. Había pensado que, si podía existir alguna duda sobre el lugar al que se dirigía Bodescu, su destino había quedado ahora confirmado. Dejando una vez más la jefatura de INTPES en las manos capaces de John Grieve, oficial de guardia permanente, se dispuso para viajar hacia el norte.
Pero, en el momento en que salía de allí, llegaron las noticias sobre Harvey Newton: el descubrimiento de su coche en una cuneta herbosa de la autopista, cerca de Doncaster, y de su cuerpo mutilado en el portaequipaje con una saeta de ballesta traspasándole la cabeza. Esto resolvía la cuestión, no sólo para Roberts, sino para todos los que intervenían en el caso. Ni siquiera pensaron que podía haber alguna explicación diferente de Bodescu. De ahora en adelante, sería una guerra sin cuartel, hasta que el enemigo fuese atravesado con una estaca, decapitado, quemado y muerto definitivamente.
Mientras Roberts estaba pensando en todo eso, alguien «carraspeó» y pasó por encima de sus pies estirados. Abrió brevemente los ojos y vio a un hombre delgado, con sombrero y gabán que se disponía a sentarse a su lado. El desconocido se quitó el sombrero, se despojó del abrigo y se sentó. Sacó un libro en rústica y Roberts vio que era Drácula, de Bram Stoker. No pudo dejar de hacer una mueca.
El recién llegado vio su expresión y se encogió de hombros, casi a modo de disculpa.
—Un poco de fantasía no hace daño —dijo, con voz aflautada.
—No —asintió Roberts, antes de cerrar de nuevo los ojos—. La fantasía no hace daño a nadie.
Y añadió para sí: «¡Pero la realidad es muy distinta!».
Eran las cuatro de la tarde en la vertiente rusa de los Cárpatos, y Theo Dolgikh estaba terriblemente fatigado, pero sacaba fuerzas de la convicción de que pronto terminaría su trabajo. Después de esto, dormiría una semana y, luego, se divertiría todo lo que pudiese antes de buscar una nueva misión. Es decir, suponiendo que ya no le hubiesen atribuido alguna. Pero el placer podía tener muchas formas, dependiendo del hombre que lo experimentase, y el trabajo de Dolgikh tenía momentos estupendos. Sus misiones eran a menudo muy… ¿satisfactorias? Por cierto, iba a disfrutar cuando acabase ésta.
Miró hacia abajo desde su observatorio en un pinar de la cara norte de la falda de la montaña, donde ésta descendía hacia una garganta, y enfocó los prismáticos en los cuatro hombres que subían con cautela a lo largo de los últimos cien metros de una cornisa llena de guijarros en la empinada vertiente que formaba la cara sur de aquél. Estaban a menos de trescientos metros de distancia, pero Dolgikh empleaba de todos modos los gemelos.
Disfrutaba acercando sus caras fatigadas y sudorosas, se imaginaba que podía sentir sus doloridos músculos, trataba de adivinar sus pensamientos mientras se dirigían por primera y última vez a las ruinas cubiertas de hiedra donde se estrechaba el barranco y el agua fluía y borboteaba invisible en el fondo de la garganta. Sin duda se estaban felicitando de que su búsqueda, su misión, hubiese casi concluido; pero difícilmente podían imaginarse que ellos mismos estaban tocando a su fin.
Esto era lo que más complacería a Dolgikh: conducirlos a su fin y hacerles saber que él era su verdugo.
Los cuatro caminaban casi siempre bajo la clara luz del sol, libres de sombras: Krakovitch y su hombre, el agente británico y el capataz. Pero, en el saliente del acantilado, se confundieron con sombras grises y verdes y con una negra oscuridad. Dolgikh miró al cielo, bizqueando. El sol estaba mucho más allá de su cénit, se hundía lentamente sobre la masa imponente de los Cárpatos. Dos horas más y llegaría el crepúsculo, un crepúsculo en que el sol se hundiría de pronto detrás de los picachos y los riscos. Y entonces ocurriría el «accidente».
Los enfocó de nuevo con los prismáticos. El corpulento capataz ruso llevaba una mochila colgada de un hombro. Una manija metálica en forma de T sobresalía de aquélla: el detonador para hacer estallar las cargas. Dolgikh sonrió para sí. Aquel mismo día, más temprano, había observado cómo depositaban los explosivos en y alrededor de las viejas ruinas; ahora se disponían a volar el edificio y todo lo que contenía: un arma fabulosa, según el tortuoso enano Ivan Gerenko. Esto era lo que se proponían; pero Dolgikh estaba allí para evitarlo.
Guardó los gemelos y esperó con impaciencia a que aquellos hombres saliesen de la cornisa y entrasen en el bosque de la vertiente cubierta de hierba; después emprendió deprisa la persecución… por última vez. Había terminado el juego del gato y el ratón y llegado la hora de la matanza. Ahora se habían perdido de vista entre los árboles y debían de estar a un kilómetro y medio de las ruinas; por consiguiente, Dolgikh debía darse prisa.
Comprobó su pesada pistola Malatukov, de color azul de acero; puso en su sitio el cargador lleno de proyectiles achatados, y volvió a meter aquélla en la funda sujeta debajo del brazo. Después salió de su escondrijo. Directamente delante de él, al otro lado de la estrecha garganta, se acababa de pronto la nueva carretera. Era un sitio en que alguien había decidido que no sería rentable prolongarla. Escombros de las rocas voladas llenaban la depresión y formaban un dique para el arroyo de montaña. Un pequeño lago relucía como un espejo detrás de aquél. Debajo de la presa, el agua había forzado una salida, vertiéndose en un torrente donde el reducido riachuelo continuaba su camino hacia el llano.
Dolgikh bajó a gatas hacia los escombros amontonados que había formado el puente de la presa, y continuó ágilmente su marcha hacia la carretera. Al cabo de un minuto, dejó atrás el asfalto y caminó por la estrecha y peligrosa cornisa llena de guijarros. Y sin detenerse, siguió la pista de sus víctimas. Mientras andaba, recordó los sucesos del día…
Por la mañana los había seguido al llegar ellos allí por vez primera. Al ver su coche aparcado en la carretera, había escondido su Fiat en una espesura y los había seguido a pie hasta esa cornisa. Entonces, en lo alto de la garganta, donde casi se juntaban los dos lados, ellos habían entrado en las viejas ruinas y las habían registrado. Dolgikh había observado, desde lejos. Tal vez habían pasado dos horas cavando allí. Cuando se dispusieron a marcharse, todos ellos parecían muy abatidos. Dolgikh no sabía lo que habían encontrado o no habían logrado encontrar, pero, en todo caso, podía ser peligroso y lo mejor era largarse de allí.
Viendo que iban a marcharse, volvió rápidamente hacia su coche y esperó a que apareciesen. De pasada, y para estar más seguro, colocó un micro en el vehículo de ellos. Entonces habían regresado a Kolomiia, con Dolgikh siguiéndolos de cerca pero sin dejarse ver. Casi los alcanzó cuando se detuvieron a medio trayecto de la nueva carretera, para hablar con un grupo de gitanos en su campamento. Pero, a los pocos minutos, prosiguieron su camino, sin que aún lo hubiesen visto.
Kolomiia era cabeza de línea y lugar de empalme de cuatro vías, procedentes de Just, Ivano-Frankovsk, Chernovtsi y Gorodenka; todos los edificios próximos a la estación parecían ser almacenes o cocheras. No era difícil orientarse allí; el barrio industrial y el comercial estaban claramente delimitados. Los cuatro hombres a quienes seguía Dolgikh se habían dirigido a la central telefónica y habían aparcado el coche en el exterior.
Dolgikh estacionó el Fiat, detuvo a un transeúnte y le preguntó dónde había alguna cabina telefónica.
—¡Hay tres! —dijo el hombre, visiblemente disgustado—. ¡Sólo tres teléfonos públicos en una población tan importante como ésta! Y todos están siempre ocupados. Si tiene usted prisa, lo mejor será que llame desde ahí, que es la central. Le darán su conferencia en un santiamén.
Al cabo de unos diez minutos, Krakovitch y sus acompañantes salieron de la central de teléfonos, subieron a su coche y arrancaron. Su perseguidor se encontró ante un dilema: seguirlos o averiguar con quién habían hablado y por qué. Como, gracias al micro, siempre podría encontrarlos, eligió la segunda alternativa. Dentro de la pequeña pero bulliciosa central, no perdió tiempo y preguntó directamente por el director. Su carnet de la KGB le valió una colaboración inmediata. Resultó que Krakovitch había llamado a Moscú, pero no a un número que conociese Dolgikh. Parecía que el jefe de la Organización E había pedido autorización a la superioridad para hacer alguna cosa; habían hablado de volar algo y el hombretón del mono había tenido mucho que ver con esto. Krakovitch le había permitido utilizar el teléfono. Esto era todo lo que se sabía en la central sobre el asunto. Entonces Dolgikh pidió que le pusiesen con Gerenko, en el château Bronnitsy, y le contó todo lo que había podido averiguar.
De momento, Gerenko había parecido confuso, pero después le había dicho: «Están actuando directamente a través de un contacto de Brezhnev. No a través de mí. Lo cual sólo puede querer decir que sospechan algo. Asegúrate de que los liquidas a todos, Theo. Sí, también al capataz. Y cuando lo hayas hecho, comunícamelo enseguida».
Siguiendo la pista del micro, Dolgikh había llegado al almacén de una empresa de construcciones de la ciudad, precisamente a tiempo de ver cómo Gulhárov y Volkonsky cargaban una caja de explosivos en el portaequipajes de su coche, bajo la mirada atenta de Krakovitch y Quint. Saltaba a la vista que el corpulento capataz ruso era ahora miembro del equipo. Y también que su contacto en Moscú había autorizado el uso de materiales explosivos. Aunque no sabía qué pretendían destruir, se imaginaba dónde querían hacerlo. Y en fin, aquel lugar era tan bueno como otro cualquiera para que muriesen…
Mientras Theo Dolgikh recordaba los sucesos del día, la mente de Carl Quint también estaba en actividad, y ahora que los colmillos rotos del castillo de Faethor Ferenczy aparecían una vez más entre los oscuros e inmóviles pinos, su memoria volvía instintivamente a lo que Félix Krakovitch y él habían encontrado en su primera visita, esa mañana. Los cuatro habían estado presentes, pero sólo Krakovitch y él habían sabido dónde tenían que mirar.
El lugar había sido casi magnético para sus mentes psíquicamente exaltadas: el sitio exacto los había atraído como atrae un imán las limaduras de hierro. Pero ellos no eran limaduras, ni tenían intención de quedarse clavados allí. Quint recordaba ahora lo que había pasado…
—El castillo de Faethor —había murmurado, al detenerse todos cerca de las ruinas—. ¡La fortaleza de un vampiro en la montaña!
Y, con los ojos de la mente, lo vio como tenía que haber sido hacía mil años.
Volkonsky habría seguido subiendo y se habría metido entre los bloques de piedra caídos, pero Krakovitch lo había detenido. El capataz no sabía lo que estaba enterrado allí, y Krakovitch no pensaba decírselo. Volkonsky era un hombre práctico como el que más. Se había comprometido a ayudarlos, pero esto podía cambiar si le decían lo que habían venido a hacer aquí. Por tanto, Krakovitch simplemente le había advenido:
—¡Tenga cuidado! No toque nada…
Y el corpulento ruso se había encogido de hombros y había bajado de aquel montón de viejos cascotes.
Entonces, Quint y Krakovitch habían mirado el arruinado edificio y tocado sus piedras; habían dejado que los envolviese el aura de su antigüedad y de su malignidad inmemorial. Habían respirado su esencia, gustado su misterio y dejado que sus facultades los condujesen a su más íntimo secreto. Al tantear ambos su camino, casi tímidamente, entre los cascotes de las viejas paredes, Quint se había detenido de pronto y dicho con voz ronca:
—¡Oh, sí, estaba aquí! ¡Todavía está aquí! Éste es el lugar.
Y Krakovitch había asentido:
—Sí, yo lo siento también. Pero sólo lo siento; no le temo. Nada me avisa de que evite el lugar. Estoy seguro de que un terrible mal se alojó aquí; pero se ha extinguido, está completamente muerto.
Quint había asentido con la cabeza y suspirado con alivio.
—Tengo la misma impresión: todavía está aquí, pero inactivo. Ha pasado demasiado tiempo. Y no hay nada que haya podido sostenerlo.
Entonces se habían mirado, pensando los dos lo mismo. Por último, Krakovitch lo había expresado con palabras.
—¿Nos atrevemos a buscarlo? ¿Tal vez a inquietarlo?
En un primer momento, Quint había sentido miedo, pero después había respondido:
—Si no descubro al menos cómo era…, quiero decir al final de sus días…, me lo estaré preguntando durante el resto de mi vida. Y como los dos estamos de acuerdo en que es inofensivo…
Y habían llamado a Gulhárov y a Volkonsky, y los cuatro habían puesto manos a la obra. Al principio, el trabajo había sido fácil y habían empleado instrumentos sencillos y las manos para retirar masas de tierra suelta y cascotes. Pronto descubrieron el soporte de una antigua escalera de piedra, cuyos peldaños se extendían girando a su alrededor. La piedra había sido ennegrecida por el fuego y agrietada por el intenso calor. Por lo visto, el plan de Thibor había funcionado: la escalera de caracol que conducía al sótano había sido bloqueada por los escombros ardientes, enterrando vivos a las mujeres del vampiro y al infortunado Ehrig. Sí, y también a aquella cosa subterránea. Todos ellos, enterrados vivos… o no-muertos. Pero mil años es mucho tiempo y, en este lapso, incluso los no-muertos pueden morir de veras.
Entonces, Volkonsky había pasado los vigorosos brazos alrededor de un gran bloque roto de piedra y tirado de él hacia arriba, para desprenderlo de los cascotes que parecían llenar completamente la caja de la escalera. De pronto, se había desprendido y Gulhárov había contribuido a la tarea con su insignificante fuerza. Juntos habían levantado el bloque sobre el borde de la excavación, y entonces se habían hundido un poco los cascotes que tenían a su pies, y una ráfaga de aire fétido les había azotado las caras.
Sorprendidos, habían saltado hacia atrás, pero no habían visto en ello ninguna amenaza, ninguna sensación de peligro inminente. Un momento después, apoyándose en el brazo de Gulhárov para conservar el equilibrio, el corpulento capataz ruso había bajado de los peldaños de piedra ya descubiertos a la dudosa superficie del material que impedía el descenso. Sin soltar a Gulhárov, había golpeado primero con un pie y después con el otro, entonces había lanzado un grito de alarma y se había hundido hasta la cintura al ceder de pronto aquello debajo de él.
Entonces, había parecido que la tierra retumbaba y temblaba un poco; Volkonsky se había aferrado a Gulhárov, temiendo por su vida, y Quint y Krakovitch se habían tumbado en el suelo y alargado los brazos para sujetar al capataz por debajo de las axilas. Pero estaba ya a salvo, pues sus pies habían encontrado apoyo en unos escalones inferiores invisibles.
Y mientras los cuatro observaban asombrados, los cascotes que rodeaban los muslos de Volkonsky se habían hundido como arenas movedizas en la profundidad vacía de la caja de la escalera. ¡Vacía, sí! Pues no había sido llenada del todo sino simplemente atascada, y ahora se había removido el obstáculo.
—Ahora nos toca a nosotros —había dicho Quint cuando se hubo posado el polvo y pudieron respirar a sus anchas—. Usted y yo, Félix. No podemos dejar que Mijaíl descienda antes que nosotros, pues no tiene idea de lo que hay allí. Si todavía existe un elemento de peligro, nosotros debemos ser los primeros en bajar.
Habían descendido, pasando por el lado de Volkonsky; se habían detenido y se habían mirado.
—Vamos desarmados —había observado Krakovitch.
Arriba, Sergei Gulhárov había sacado una pistola y se la había tendido. Volkonsky lo vio y se echó a reír. Habló a Krakovitch y éste sonrió.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Quint.
—Ha dicho que por qué necesitamos una pistola si estamos buscando un tesoro —respondió Krakovitch.
—¡Dígale que nos dan miedo las arañas! —dijo Quint, y tomando el arma, empezó a bajar los sucios peldaños.
No habría podido decir de qué servirían las balas si los vampiros existían todavía, pero, al menos, la sensación de tener un arma en la mano era tranquilizadora.
Había en la escalera tantas piedras, grandes y pequeñas, que Quint se veía a menudo obligado a pasar sobre ellas; pero después de otra vuelta de aquélla, los últimos peldaños estaban limpios, salvo por pequeños cascotes, piedrecitas y arena caídos desde arriba. Y al fin había llegado al fondo, con Krakovitch y los otros pisándole los talones. Llegaba luz desde arriba, pero no mucha.
—Esto no marcha —se había lamentado Quint, sacudiendo la cabeza—. No podemos entrar ahí sin una luz adecuada.
Su voz había resonado como en una tumba, y eso era en realidad aquel lugar. El sitio al que se había referido era una habitación, una mazmorra —la mazmorra, pues sólo podía ser la prisión de Thibor—, más allá de un arco bajo de piedra. Tal vez la renuencia de Quint había sido un intento final de echarse atrás, o tal vez no; en todo caso, el precavido Gulhárov tenía la solución. Había sacado una pequeña linterna plana de bolsillo, pasándosela a Quint, el cual proyectó su rayo hacia delante. Allí, debajo del arco, trozos fosilizados de madera de roble, ennegrecidos por los años, estaban amontonados, con manchas rojas de herrumbre donde habían estado los clavos y las piezas de hierro: era todo lo que quedaba de una puerta que había sido antaño sólida. Y mas allá, sólo oscuridad.
Entonces, agachándose un poco para evitar la piedra angular que había descendido un poco con los siglos, Quint había pasado cautelosamente por debajo del arco, deteniéndose al entrar en la mazmorra. Allí había trazado un lento círculo con la linterna, para iluminar todas las paredes y rincones del lugar. Aquella prisión era muy grande, más grande de lo que había imaginado; tenía rincones, huecos, cornisas y nichos donde no podía llegar el rayo de luz, y parecía haber sido tallada en la roca.
Quint iluminó el suelo. Una gruesa capa de polvo, acumulada a lo largo de los siglos, lo cubría de un modo uniforme. No había huella alguna de pisadas. Aproximadamente en el centro, una abultada formación de piedra, posiblemente de la roca de fondo, se alzaba como una figura grotesca. Parecía que allí no había nada, y sin embargo, la intuición psíquica de Quint decía lo contrario. Y también la de Krakovitch.
—Teníamos razón —dijo éste, y su voz había resonado tristemente. Se había acercado a Quint—. Están acabados. Estuvieron aquí e incluso ahora los sentimos; pero el tiempo ha podido más que ellos.
Había seguido adelante y se había apoyado en aquella extraña excrecencia rocosa, ¡qué al punto cedió bajo su mano!
Inmediatamente había saltado hacia atrás, lanzando un grito de horror, y al chocar con Quint se había cogido a él.
—¡Oh, Dios mío! ¡Carl…, Carl! No es… ¡no es de piedra!
Gulhárov y Volkonsky, súbitamente electrizados, habían sostenido a Krakovitch, mientras Quint iluminaba directamente con la linterna aquella masa. Después, boquiabierto y con el corazón palpitante, el inglés había murmurado:
—¿Ha sentido… algo?
Krakovitch meneó la cabeza y respiró hondo.
—No, no. Mi reacción ha sido simplemente de sorpresa, no un aviso. Demos gracias a Dios, al menos por esto. Mi facultad funciona, puede creerlo, pero no me dice nada. Fue la impresión, sólo la impresión…
—Pero mire esa… ¡esa cosa!
Quint estaba también impresionado. Había avanzado para soplar sobre la superficie de aquella masa y con un pañuelo había sacudido el polvo. Bueno, parte del polvo; y había bastado aquella pequeña operación para revelar… ¡un horror total!
La cosa estaba desplomada en el sitio donde, innumerables decenios atrás, había surgido por última vez de la tierra apretada del suelo. Ahora era una masa, los restos momificados de una criatura, pero estaba claramente compuesta de más de una persona. El hambre y posiblemente la locura habían provocado aquella situación: el hambre de la protocarne enterrada y la locura de Ehrig y las mujeres. No había habido escapatoria posible y, débiles por el hambre, los vampiros no habían podido resistir el ataque del insensato monstruo subterráneo. Probablemente los había devorado de uno en uno, incorporándolos a su modo. Y ahora aquella mole yacía allí, caída donde al fin, afortunadamente, había «muerto». Tal vez, en los últimos momentos, cediendo a un débil impulso y a un instinto indeterminado, había intentado reconstituir a los otros. Ciertamente había indicios de ello.
Tenía pechos de mujer y una cabeza de varón medio formada y muchas seudomanos. Y ojos en todas partes, abultados debajo de párpados cerrados. Y bocas, algunas humanas y otras inhumanas. Sí, y había otras facciones mucho peores que aquéllas…
Gulhárov y Volkonsky, envalentonados, se habían acercado; el capataz había alargado una mano, antes de que pudiesen impedírselo, apoyándola en un pecho frío y arrugado que sobresalía junto a una boca de labios flaccidos. Todo era de color de cuero y parecía bastante sólido, pero aquella teta se deshizo en polvo en cuanto la tocó Volkonsky. Retiró la mano, lanzando una maldición, y dio un paso atrás. Pero Sergei Gulhárov era mucho menos tímido. Sabía algo de estos horrores y la mera idea de ellos lo enfurecía. Maldiciendo, dio una patada a la base de aquella cosa que brotaba del suelo, y repitió esta acción una y otra vez. Los otros no habían tratado de impedírselo; era su manera de desfogarse. Se metió dentro de aquella monstruosidad en ruinas golpeándola con los puños y los pies. Al poco rato, sólo quedó de ella un montón de polvo y unos cuantos huesos sucios.
—¡Fuera! —había jadeado Krakovitch—. Salgamos de aquí antes de que nos ahoguemos, Carl. —Lo agarró de un brazo—. ¡Gracias a Dios, estaba muerto!
Y tapándose la boca con las manos, subieron todos la escalera y salieron al aire puro y saludable.
—Eso…, sea lo que fuere, debería ser enterrado —había dicho Volkonsky a Gulhárov al apartarse de las ruinas.
—¡Exacto! —convino Krakovitch, aprovechando la oportunidad—. Para que estemos absolutamente tranquilos, tiene que ser enterrado. Y aquí es donde interviene usted…
Los cuatro habían estado por segunda vez en las ruinas, y Volkonsky había hecho agujeros, colocado explosivos, desenrollado cien metros de cable y hecho las oportunas conexiones eléctricas. Y ahora habían vuelto por tercera y última vez. Y como antes, Theo Dolgikh los había seguido, y por esto sería la última.
Ahora, desde su refugio en los arbustos del lado del sendero y cerca del acantilado y de su precaria cornisa, el hombre de la KGB observó cómo Volkonsky conectaba el cable con el detonador y cómo se dirigía el grupo hacia las ruinas, presumiblemente para echarles un último vistazo.
Era la mejor oportunidad para Dolgikh, el momento que había estado esperando el agente ruso. Comprobó de nuevo su pistola, quitó el seguro, volvió a guardarla en la funda y, entonces, subió rápidamente por la empinada vertiente a su izquierda y se metió entre los pinos al pie de los tremendos peñascos. Si sacaba el mejor partido de su situación, podría permanecer fuera de la vista de los otros hasta el último minuto. Y así, moviéndose con cierta agilidad entre los árboles, acortó rápidamente la distancia que lo separaba de sus presuntas víctimas, al acercarse éstas a las antiguas ruinas.
Para mantenerse oculto de esta manera, Dolgikh perdía ocasionalmente de vista a sus presas, pero por fin llegó hasta el borde del bosque y tuvo que replegarse al menos poblado antiguo sendero. Desde allí era claramente visible el grupo de hombres junto a los muros del viejo castillo, pero, si se volvían a mirar en dirección a Dolgikh, también tendrían que verlo. Pero no; estaban callados a cien metros de distancia, sumidos en sus propios pensamientos, al contemplar lo que pretendían destruir. Los tres estaban pensativos.
¿Tres? Dolgikh entrecerró los ojos, frunció el entrecejo, echó una rápida mirada a su alrededor. No vio nada fuera de lo comente. Presumiblemente, el cuarto hombre, aquel joven estúpido, aquel traidor Gulhárov, había entrado por la rota muralla exterior de las ruinas y a causa de ello se había perdido de vista. Fuera como fuese, Dolgikh sabía que tenía atrapados a los cuatro hombres. No había salida en su extremo del desfiladero y, en todo caso, tenían que volver allí para detonar las cargas. La expresión maliciosa de Dolgikh cambió: se convirtió en una sonrisa feroz. Se le acababa de ocurrir una idea particularmente sádica.
Su plan original había sido sencillo: sorprenderlos, decirles que los estaba investigando en interés de la KGB, hacer que se atasen los unos a los otros y, por último, arrojarlos de uno en uno desde el borde del castillo en ruinas. El abismo era muy profundo. Haría que parte de la arruinada pared se desprendiese, para hacer más convincente la escena. Entonces, descendería por un lugar seguro, se acercaría a ellos y les quitaría las ligaduras. Un «accidente», así de sencillo. No podrían escapar: la cuerda de nailon que llevaba Dolgikh en el bolsillo podía aguantar más de 90 kilos de tensión. Probablemente no los encontrarían en semanas, en meses, tal vez nunca.
Pero Dolgikh tenía también algo de vampiro, salvo que se alimentaba del miedo de los otros. Sí, y ahora vio la oportunidad de perfeccionar su plan. Un elemento más para su propia diversión.
Se arrodilló deprisa, empleó los firmes y cuadrados dientes para arrancar la funda del cable y dejar el hilo de cobre al descubierto y lo conectó con el detonador. Entonces, todavía con una rodilla hincada en el suelo, gritó:
—¡Caballeros!
Los tres se volvieron y lo vieron. Quint y Krakovitch lo reconocieron al momento y se quedaron pasmados.
—¿Qué diablos pasa aquí? —rió, levantando el detonador para que lo viesen— Alguien se ha olvidado de hacer la conexión, ¡pero yo la he hecho por él!
Dejó la caja en el suelo y levantó la palanca.
—¡Por el amor de Dios, tenga cuidado con eso!
Carl Quint alzó los brazos a modo de advertencia y salió tambaleándose de las ruinas.
—Quédese donde está, señor Quint —gritó Dolgikh. Y después, en ruso—: Krakovitch, tú y ese estúpido capataz acercaos a mí. Y nada de trucos, o haré volar en pedazos a tu amigo inglés y a Gulhárov.
Hizo dar dos vueltas a la derecha a la manija en forma de T. El detonador estaba ahora armado; sólo faltaba apretar la palanca y…
—¿Está loco, Dolgikh? —le gritó a su vez Krakovitch—. Estamos aquí para un asunto oficial. El jefe del Partido…
—… es un viejo idiota —terminó Dolgikh por él—. Lo mismo que tú. Y serás un idiota muerto si no haces exactamente lo que yo te diga. Ven aquí y trae contigo a ese pesado ingeniero. Usted, Quint, señor espía inglés, quédese donde está.
Se levantó y sacó la pistola y la cuerda de nailon. Krakovitch y Volkonsky habían levantado las manos y salían despacio de las ruinas.
En la próxima fracción de segundo, Dolgikh supo que algo andaba mal. Sintió un golpe de metal caliente en la manga, antes de oír el chasquido de la pistola de Sergei Gulhárov. Pues, cuando los otros se habían dirigido a las ruinas, Gulhárov se había detenido en una espesura para satisfacer una necesidad natural. Y lo había visto y oído todo.
—¡Tira la pistola! —gritó ahora, corriendo hacia Dolgikh—. ¡La próxima bala te dará en el vientre!
Gulhárov había sido adiestrado, pero no tanto como Theo Dolgikh, y carecía del instinto homicida del agente. Dolgikh cayó de nuevo de rodillas, estiró el brazo armado en dirección a Gulhárov, apuntó y apretó el gatillo. Gulhárov estaba casi encima de él. También él había disparado de nuevo. Su bala había errado por unos centímetros, pero la de Dolgikh había dado en el blanco. El proyectil de punta achatada se llevó la mitad de la cabeza de Gulhárov. Éste, muerto instantáneamente, se detuvo en seco, dio otro paso adelante y se derrumbó como un árbol talado… ¡precisamente encima del detonador y de su palanca!
Dolgikh se tumbó de bruces y sintió una cálida ráfaga de viento al abrirse las puertas del infierno a cien metros de distancia. Un estruendo ensordecedor golpeó sus oídos y resonó furiosamente en ellos. No había visto la explosión inicial, ni las otras simultáneas, pero al posarse el surtidor de tierra y de guijarros y dejar el suelo de temblar, levantó la mirada… y vio el resultado. En el lado más apartado de la garganta, las ruinas del castillo de Faethor se alzaban casi como antes, pero, en el más próximo, habían quedado reducidas a escombros.
Humeaban cráteres donde los cimientos del castillo se habían incrustado en la montaña. Un corrimiento de esquistos y pedazos de roca se vertía todavía desde el acantilado sobre el ancho y mellado saliente, enterrando profundamente las últimas huellas de los secretos que habían anidado allí. Y de Krakovitch, Quint y Volkonsky…
Nada en absoluto. La carne no es tan dura como la roca…
Dolgikh se levantó, se sacudió el polvo y apartó el cuerpo de Gulhárov del detonador. Después lo agarró de las piernas y lo arrastró hasta las ruinas humeantes y lo arrojó al abismo. Un «accidente», un verdadero accidente.
Al volver atrás, el hombre de la KGB enrolló lo que quedaba del cable; también recogió la pistola de Gulhárov y el detonador. A medio camino de la cornisa, donde ésta era más estrecha, arrojó todas aquellas cosas al oscuro y rumoroso barranco. Todo había terminado. Antes de volver a Moscú, tendría que inventar una excusa, una razón de que la presunta «arma» de Gerenko, fuera lo que fuese, hubiese dejado de existir. Una lástima.
Pero, por otra parte, Dolgikh se felicitaba de que al menos la mitad de su misión se hubiese cumplido con éxito. Y de manera muy satisfactoria…
Las ocho de la tarde en el château Bronnitsy.
Iván Gerenko dormía un sueño ligero en una litera de su despacho privado. Allá abajo, en el esterilizado laboratorio de lavajes de cerebro, Alec Kyle dormía también. Al menos, su cuerpo; pues, como ya no tenía una mente, difícilmente podía decirse que fuese Kyle. Mentalmente, había sido estrujado hasta convertirlo en un pellejo. La información que había dado a Zek Föener había sido extraordinaria. Si ese Harry Keogh hubiese vivido, habría sido un terrible enemigo. Pero, atrapado en el cerebro de su propio hijo, ya no era problema. Más tarde, tal vez, cuando el niño se convirtiese (si es que llegaba a convertirse) en hombre…
En cuanto al INTPES, Föener conocía ahora toda la maquinaria de la organización. Nada permanecía secreto. Kyle había sido el controlador, y todo lo que él había sabido lo sabía ahora Zek Föener. Por eso, al desmontar los técnicos sus instrumentos y dejar el cuerpo de Kyle desnudo y despojado incluso de su instinto, se había apresurado a informar a Ivan Gerenko de algunos de sus hallazgos… y de uno en particular.
El padre de Zekintha Föener era alemán oriental. Su madre había sido griega, de Zakinthos, a orillas del Jónico. Cuando ésta murió, Zek se fue a vivir a Posen con su padre, que trabajaba en parapsicología en la universidad. Él había confirmado inmediatamente las facultades psíquicas que sospechaba que tenía su hija desde pequeña. Había informado de su talento telepático al Colegio de Estudios Parapsicológicos de la Brasov Prospekt, de Moscú, que lo había citado para que acudiese con Zek, a fin de someterla a pruebas. Así era cómo había ingresado en la Organización E, donde pronto se había convertido en un elemento inestimable.
Föener tenía un metro setenta y cinco de estatura, y era delgada, rubia y de ojos azules. Sus cabellos brillaban y saltaban sobre sus hombros cuando andaba. Su uniforme del château se le ajustaba como un guante, acentuando las delicadas curvas de su figura. Subió la escalera de piedra del despacho de Krakovitch (no, se corrigió, de Gerenko), entró en la antesala y llamó firmemente a la puerta interior cerrada.
Gerenko oyó la llamada, se despertó y se incorporó trabajosamente. Débil como estaba, se cansaba pronto; dormía a menudo, pero poco. El sueño era una manera de prolongar una vida que los médicos le habían dicho que sería corta. Era una ironía cruel: los hombres no podían matarlo, pero lo mataría su propia fragilidad. Teniendo sólo treinta y siete años, parecía tener sesenta, y era como un mono encogido. Pero seguía siendo un hombre.
—Adelante —dijo resollando y llenando de aire los frágiles pulmones.
Al otro lado de la puerta, mientras Gerenko acababa de despertarse, Zek Föener había quebrantado una norma. Era una regla no escrita del château que los telépatas no debían espiar deliberadamente las mentes de sus colegas. Esto estaba muy bien y era justo en circunstancias y condiciones normales. Pero, en esta ocasión, había fuertes anomalías, cosas que Föener debía aclarar a su satisfacción.
Ante todo, la manera en que Gerenko se había apoderado literalmente de las funciones de Krakovitch. No era como si lo sustituyese, sino que, en realidad, se había instalado allí… de modo permanente. Föener apreciaba a Krakovitch y se había enterado por Kyle de la vigilancia a que los había sometido Theo Dolgikh en Génova; Kyle y Krakovitch habían estado trabajando juntos en…
—¡Adelante! —repitió Gerenko, rompiendo la cadena de los pensamientos de ella, pero no antes de que todo hubiese adquirido un sentido.
La ambición de Gerenko estaba clara en su mente, clara y fea. Y su intención de emplear aquellas… aquellas Cosas que Krakovitch se había empeñado noblemente en destruir…
Zek respiró hondo y entró en el despacho, mirando fijamente a Gerenko, que yacía en la oscuridad de su litera, apoyado sobre un codo.
El hombre encendió la lámpara de la mesita de noche y pestañeó para acomodar los débiles ojos a la luz.
—¿Sí? ¿Qué pasa, Zek?
—¿Dónde está Theo Dolgikh? —preguntó ella, sin andarse con rodeos ni cumplidos.
—¿Qué? —parpadeó Ivan—. ¿Ocurre algo malo, Zek?
—Tal vez muchas cosas. He dicho…
—Ya he oído lo que has dicho —saltó él—. ¿Y a ti qué te importa donde esté Dolgikh?
—Lo vi por primera vez, contigo, la mañana en que Félix Krakovitch partió para Italia, y después de que éste se marchase —respondió ella—. Entonces estuvo ausente hasta que trajo a Alec Kyle aquí. Pero Kyle no trabajaba contra nosotros. Colaboraba con Krakovitch. Por el bien del mundo.
Gerenko sacó con cuidado las endebles piernas de la litera y las posó en el suelo.
—Sólo hubiese debido trabajar para el bien de la URSS —dijo.
—¿cómo tú? —replicó ella al punto, cortante la voz como un cristal roto—. Ahora sé lo que estaban haciendo, camarada. Algo que había que hacer, en bien de la seguridad y la cordura. No para ellos, sino para la humanidad.
Gerenko se puso en pie. Llevaba un pijama de niño y parecía quebradizo como una ramita al dirigirse a su enorme mesa.
—¿Me estás acusando, Zek?
—¡Sí! —Estaba furiosa, implacable—. Kyle era adversario nuestro, pero, personalmente, no nos había declarado la guerra. No estamos en guerra, camarada. Y lo hemos asesinado. No; tú lo has asesinado… ¡en aras de tus propias ambiciones!
Gerenko se subió a un sillón, encendió la lámpara de encima de la mesa y la enfocó con ella. Después juntó las manos y sacudió la cabeza, casi tristemente.
—¿Me acusas? Y sin embargo, tú has participado en esto. Tú has exprimido su mente.
—¡No! —Dio un paso adelante. Tenía la cara contraída por la cólera—. Yo no hice más que leer sus pensamientos a medida que fluían de él. Tus técnicos lo exprimieron.
Aunque parezca increíble, Gerenko rió entre dientes.
—Necromancia mecánica, sí.
Ella golpeó la mesa con la mano plana.
—¡Pero él no estaba muerto!
Los labios arrugados de Gerenko se torcieron en una sonrisa burlona.
—Lo está ahora, o es como si lo estuviese…
—Krakovitch es fiel, y es ruso —dijo ella, dispuesta a no callarse—. Y también quieres matarlo. ¡Y eso sería realmente un asesinato! ¡Tienes que estar loco!
Y era verdad. Pues las deformaciones de Gerenko no eran solamente corporales.
—¡Ya… basta! —ladró él—. Y ahora escúchame, camarada. Hablas de mi ambición. Pero, si yo soy poderoso, Rusia lo será también. Sí, porque los dos somos uno. ¿Y tú? Tú no has sido rusa el tiempo suficiente para saberlo. ¡La fuerza de este país está en su gente! Krakovitch era débil y…
—¿Era?
Le temblaron los brazos al inclinarse hacia delante, blancos los nudillos sobre el borde de la mesa.
El comprendió de pronto que aquella mujer era muy peligrosa. Haría un último esfuerzo.
—Escucha, Zek. El jefe del Partido es viejo y débil. No vivirá mucho tiempo. Pero el próximo jefe…
—¿Andropov? —Abrió mucho los ojos—. Puedo leer en tu mente, camarada. ¿Es esto lo que nos espera? ¿Ese bruto de la KGB? ¡El hombre a quien llamas ya tu amo!
Gerenko entrecerró de pronto los ojos cansinos, que ahora brillaron de furor.
—Cuando Brézhnev se haya ido…
—¡Pero no se ha ido aún! —gritó ella ahora—. Y cuando se entere de esto…
Eso fue un error, y grave. Ni siquiera Brézhnev podía perjudicar a Gerenko; no personalmente, no físicamente. Pero podía hacerlo… desde lejos. Podía hacer que pusiesen una trampa en el piso oficial de Gerenko en Moscú. Y una vez puesta, nadie intervenía, sino que todo funcionaba automáticamente. O Gerenko podía despertarse una mañana y encontrarse entre rejas… ¡y entonces se olvidarían de darle de comer! Su talento tenía ciertas limitaciones.
Se levantó. Con su mano infantil, empuñaba una pistola que había sacado de un cajón de la mesa. Su voz era un susurro.
—Ahora me escucharás —dijo— y te diré exactamente cuál es la situación. Primero: no hablarás a nadie de este asunto, ni volverás a mencionarlo. Juraste guardar secreto sobre todo lo concerniente al château. Si faltas a tu juramento, ¡te destrozaré! Segundo: dices que no estamos en guerra. Pero te falla la memoria. Los agentes británicos declararon la guerra a la Organización E hace nueve meses. ¡Y estuvieron a punto de destruirla por completo! Tú eras entonces nueva aquí; estabas en alguna parte, de vacaciones con tu padre. No viste nada de aquello. Pero deja que te diga que si ese Harry Keogh estuviese todavía vivo…
Hizo una pausa para cobrar aliento y Föener se mordió la lengua para no decirle la verdad: que Harry Keogh estaba todavía vivo, pero indefenso.
—Tercero —prosiguió Gerenko al fin—, podría matarte ahora mismo, y nadie me interrogaría acerca de ello. Si lo hiciesen, les diría que hacía tiempo que sospechaba de ti, les diría que tu trabajo te había vuelto loca y que me habías amenazado y amenazado a la Organización E. Tienes toda la razón, Zek: el jefe del Partido confía mucho en la organización. La aprecia. Bajo el viejo Gregor Borowitz, le sirvió muy bien. ¿Qué pasaría si una loca anduviese suelta por ahí, amenazando con causarle un daño irreparable? Desde luego, ¡tendría que matarla! Y lo haré si no prestas atención a lo que te digo. ¿Crees que alguien creería tu acusación? ¿Dónde están las pruebas? ¿En tu cabeza? ¿En tu cabeza hueca? Oh, es posible que te creyesen, pero ¿qué pasaría entonces? ¿Crees que me quedaría sentado, dejando que te salieses con la tuya? ¿Y lo toleraría Theo Dolgikh? Aquí lo pasas bien, Zek. Pero hay otros trabajos en otros lugares de la URSS para una joven fuerte como tú. Después de tu… ¿rehabilitación?, sin duda encontraría uno para ti…
Hizo otra pausa y guardó la pistola. Vio que había conseguido lo que quería.
—Ahora sal de aquí, pero no abandones el château. Quiero un informe de todo lo que has sabido de Kyle. Todo. El informe inicial puede ser breve, esquemático, y lo necesito para mañana al mediodía. El definitivo tendrá que ser minucioso: deberá contener hasta los detalles más ínfimos. ¿Comprendido? —Ella se quedó mirándolo, se mordió el labio.
—¿Y bien?
Por fin ella asintió con la cabeza, pestañeó para contener unas lágrimas de frustración, giró sobre sus talones. Cuando iba a salir, él dijo, suavemente:
—Zek —y ella se detuvo, pero no se volvió a mirarlo—. Zek, tienes un gran futuro. No lo olvido. Y realmente, es tu única alternativa. Un gran futuro… o ninguno en absoluto.
Entonces, ella salió y cerró la puerta a su espalda.
Se dirigió a su pequeña habitación, en la austera residencia que empleaba cuando no estaba de servicio, y se tumbó sobre la cama. ¡Al diablo con el informe! Lo redactaría cuando le pareciese bien, si llegaba a redactarlo. Porque, ¿de qué le serviría ella a Gerenko cuando éste supiese todo lo que ella sabía?
Al cabo de un rato, consiguió serenarse y trató de dormir. Pero, aunque estaba mortalmente fatigada, el intento resultó vano…