Capítulo 14

Dentro de la casa, Layard y Jordan había registrado minuciosa y sistemáticamente la planta baja y se dirigían ahora a la escalera principal de las plantas superiores. A su paso encendían las pálidas luces para iluminar un poco la penumbra. Se detuvieron al pie de la escalera.

—¿Dónde diablos está Roberts? —murmuró Layard—. No nos vendrían mal sus instrucciones.

—¿Por qué? —Jordán lo miró de reojo—. Sabemos contra qué nos enfrentamos… sobre todo. Y sabemos lo que hay que hacer.

—Pero deberíamos ser cuatro aquí.

Jordán apretó los dientes.

—Hubo follón allá fuera. Alguna dificultad, sin duda. En todo caso, ya deben de estar colocando explosivos en el sótano. No podemos perder tiempo. Dejemos las preguntas para más tarde.

En un estrecho rellano, donde la escalera se torcía en ángulo recto, había un gran armario empotrado, con la puerta entreabierta. Jordan apuntó hacia ella la ballesta, pasó de lado y continuó subiendo la escalera. No escurría el bulto; sabía, simplemente, que si había algo malo allí dentro, Layard daría cuenta de ello con un chorro de ruego líquido.

Layard comprobó que estuviese abierta la válvula del lanzallamas, apoyó el dedo en el gatillo y abrió la puerta con la punta del pie. Dentro… todo estaba oscuro.

Esperó a que sus ojos se acomodasen a la oscuridad y entonces vio un interruptor en la pared, junto a la puerta. Alargó una mano, pero la retiró. Avanzó un paso y empleó la boca de la manguera para accionar el interruptor. Se encendió una luz y el interior del armario adquirió un vivo relieve. En el fondo… ¡una figura alta! Layard respiró hondo, abrió a medias la boca y dilató los labios en un rictus de pavor. A punto estaba de apretar el gatillo, cuando enfocó la mirada y vio que no era más que un viejo impermeable que colgaba de una percha. Tragó saliva, llenó de aire los pulmones y cerró la puerta sin ruido.

Jordan estaba en el descansillo del primer piso. En el centro y bajo sendos arcos, vio dos puertas cerradas; también pudo ver un pasillo con otras dos puertas antes de doblar una esquina. La más próxima debía estar a ocho pasos, y la otra, a unos doce. Volvió al rellano y se acercó a la primera puerta, hizo girar el pomo y la abrió de una patada. Era un lavabo, con una ventana alta que dejaba entrar una luz gris.

Jordan se volvió a la segunda puerta y la abrió de igual manera. Había allí una gran biblioteca, que pudo abarcar de una mirada. Entonces, al oír que Layard subía la escalera, echó a andar por el pasillo; pero se detuvo de pronto para aguzar el oído. Oyó… ¿agua? ¿El silbido y el borboteo de un grifo?

¡Una ducha! Aquel ruido venía de la segunda habitación del pasillo. ¿Un cuarto de baño? Miró hacia atrás. Layard estaba en lo alto de la escalera. Se miraron. Jordan señaló hacia la primera puerta y, después, a Layard, para indicarle que se encargase de aquella habitación. Luego se golpeó el pecho con el dedo pulgar y señaló la segunda puerta.

Avanzó, cauteloso, con la ballesta levantada a la altura del pecho y apuntando al frente. El ruido de agua se hizo más fuerte, y… ¿una voz? Una voz de muchacha…, ¿cantando? Al menos tarareaba. Una monótona melodía…

En esa casa, a esa hora, ¿una joven tarareando sola en una ducha? ¿O era una trampa?

En el suelo de la ducha yacía el cuerpo de Helen Lake, con las facciones destrozadas, los restos de sus cabellos humeantes, mientras la piel se desprendía en largos jirones.

—¡qué Dios nos valga! —jadeó Jordan, y se volvió para vomitar.

—¿Dios? —gruñó aquella cosa en la ducha, con una voz que parecía surgir de un abismo—. ¿Qué dios? ¡Sanguinarios y negros bastardos!

Aunque parezca imposible, se levantó y dio un paso a ciegas hacia adelante.

Layard la abrasó de nuevo, pero más por compasión que por temor. Dejó que rugiese su lanzallamas hasta que el fuego rebotó desde la ducha y amenazó con quemarlo también a él. Entonces apagó el arma y retrocedió en el pasillo hasta llegar junto a Jordan, que estaba vomitando por encima de la baranda de la escalera.

Desde abajo, llegó hasta ellos la voz inquieta de Roberts.

—¿Ken? ¿Trevor? ¿Qué sucede ahí?

Layard se enjugó la frente.

—Hemos… matado a la chica —murmuró, y después lo gritó—: ¡Hemos matado a la chica!

—Nosotros hemos matado a su madre —repuso Roberts— y al perro de Bodescu. Ahora sólo quedan Bodescu y su madre.

—Aquí arriba hay una puerta cerrada con llave —gritó Layard—. Me pareció oír a alguien dentro.

—¿No puedes derribarla?

—No; es de roble, y muy gruesa. Podría quemarla…

—No hay tiempo para eso. Y si hay alguien dentro, está perdido. El sótano ha sido minado. Ahora bajad, ¡y daos prisa! Tenemos que salir de aquí.

Layard arrastró a Jordán escalera abajo, mientras gritaba:

—¿Dónde diablos has estado tú, Guy?

—Trabajando por mi cuenta. Trask está sin conocimiento, pero se pondrá bien. ¿qué dónde he estado yo? Comprobando toda la planta baja.

—Una pérdida de tiempo —gruñó Jordan, por lo bajo.

—¿Qué? —dijo Roberts, levantando más la voz.

—¡He dicho que aquí hemos terminado! —chilló Jordan, innecesariamente, pues habían llegado al pie de la escalera y Roberts los empujaba hacia el vestíbulo y la puerta abierta de la casa…

Simon Gower y Harvey Newton habían bajado al sótano por la dependencia exterior, con sus estrechos peldaños y la rampa central. Cargados con casi cien kilos de explosivos entre los dos, había encontrado averiadas las luces, por lo que había tenido que emplear sus linternas de bolsillo. El sótano estaba oscuro y silencioso como un sepulcro y parecía extenderse como una catacumba. Los dos hombres caminaban juntos, depositando paquetes de termita y de plástico explosivo dondequiera que encontraban paredes de soporte o arcos reforzados, y aunque lo hacían con precaución, pronto dejaron bien repartida su carga en el lugar. Newton llevaba un pequeño bidón de gasolina, que fue vertiendo de una carga a otra, hasta que todo el sótano olió a aquel carburante volátil.

Cuando estuvieron convencidos de que habían explorado y minado todo el lugar (y satisfechos por no haber encontrado nada peligroso), volvieron sobre sus pasos, en dirección a la salida. En un sitio que calcularon estaría tal vez debajo del centro de la casa, depositaron su última carga. Entonces Newton derramó el resto de la gasolina hasta el pie de la escalera del edificio exterior, mientras Gower comprobaba de nuevo las cargas que habían colocado, para asegurarse de que estaban debidamente cebadas.

Ya en la escalera, Newton tiró su bidón vacío, se volvió y miró hacia la oscuridad. Pudo oír la ronca respiración de Gower detrás de una esquina y comprendió que éste se hallaba entregado por entero a su tarea. La linterna de Gower proyectaba rayos de luz aquí y allá, mientras él trabajaba.

Roberts se plantó en lo alto de la escalera y gritó:

—¿Newton? ¿Gower? Podéis subir cuando queráis. Nosotros estamos listos. Los otros se han apostado alrededor de la casa y están esperando. Se ha levantado la niebla. Así, si algo trata de escapar, podremos…

—¿Harvey? —La voz trémula de Gower brotó de la oscuridad, en un tono mucho más alto de lo que habría sido normal—. Harvey, ¿has sido tú?

Newton le respondió, también a gritos:

—No; ha sido Roberts. Date prisa, ¿quieres?

—No, no Roberts. —Gower jadeaba ahora, casi murmuraba—. Es otra cosa…

Roberts y Newton se miraron, abriendo mucho los ojos. El suelo tembló. Gower gritó, dentro del sótano.

Roberts bajó hasta la mitad de la escalera y chilló:

—Simon, ¡sal de ahí! ¡Deprisa, vamos!

Gower gritó de nuevo; un chillido de animal atrapado.

—¡Está aquí, Guy! ¡Oh, Dios mío, está aquí! ¡Debajo del suelo!

Newton hizo ademán de ir en su busca, pero Roberts alargó una mano y lo agarró del cuello de la chaqueta. El suelo temblaba ahora con fuerza y salían nubes de polvo de la boca del viejo sótano. Se oían sonidos extrañísimos y otros ruidos quizá producidos por Gower en su agonía. Empezaron a desprenderse ladrillos del mortero de las paredes que caían sobre los lados de la rampa.

Newton empezó a retroceder en los peldaños inestables, con Roberts tirando de él desde arriba. Cuando estuvieron en lo alto de aquéllos, vieron una nube de polvo y cascotes que salía de la entrada del sótano, y entonces se desprendió la puerta de sus herrumbrosos goznes y cayó al pie de la rampa, en un montón de tablas destrozadas.

Algo estaba encuadrado en el marco de la polvorienta entrada. Era Gower, y era más que Gower. Pendió un momento suspendido en el umbral vacío, balanceándose a izquierda y derecha. Entonces apareció de lleno, y los que observaban vieron el grueso y leproso vástago que lo impulsaba. Aquella cosa —sin duda «el Otro»— había penetrado en su espalda como una sólida vara, pero su macizo seudópodo de carne de vampiro se había ramificado dentro de Gower, siguiendo sus canales y conductos hasta las diversas salidas. Tentáculos retorcidos brotaron de la boca abierta y de las fosas nasales, de las cuencas de los ojos desencajados y de los oídos reventados. Y cuando Roberts y Newton subieron, aterrorizados, los últimos peldaños junto a la rampa, todo el torso de Gower se abrió de pronto revelando un nido copioso de escurridizos gusanos carmesí.

—¡Jesús! —exclamó entonces Guy Roberts con un ronco aullido de horror y de rabia—. ¡Je… sus!

Apuntó el lanzallamas contra la rampa.

—Adiós, Simon. ¡Descansa en paz!

El fuego líquido rugió con furia, se vertió sobre la rampa como un alud y envolvió en una bola de fuego al hombre suspendido y aquella cosa bestial que lo sostenía en pie. El gran seudópodo se encogió al instante, llevándose a Gower como un muñeco de trapo, y Roberts apuntó directamente el arma contra el pie de la escalera. Acabó de abrir la válvula y un resplandeciente chorro de calor inundó el sótano, extendiéndose hasta todos los huecos y rincones de aquel laberinto. Roberts contó hasta cinco. Entonces se produjo la primera explosión.

La entrada se derrumbó en un montón de cascotes. La onda expansiva de calor arrojó polvo y piedras rampa arriba, haciendo caer a Roberts y a Newton. Aquél soltó automáticamente el gatillo. Su arma echaba humo, pero calló en sus manos. Y ¡pam!, ¡pam!, ¡pam!, sonaron con regularidad las detonaciones bajo tierra, sacudiendo cada una el suelo con la fuerza de un martinete.

Luego, al reaccionar las cargas al calor y añadir fuego al invisible infierno, las explosiones subterráneas se aceleraron, en ocasiones dos a la vez. Newton se levantó y ayudó a Roberts a ponerse en pie. Tambaleándose, se alejaron de la casa y ocuparon posiciones con Layard y Jordan, uno en cada una de las cuatro esquinas, pero a buena distancia del edificio. El viejo granero, todavía en llamas, empezó a vibrar como si estuviese vivo y sufriendo las angustias de la muerte. Por fin se derrumbó en pedazos sobre el suelo agitado de pronto. Por un instante, azotó el aire un tentáculo surgido de los temblorosos cimientos hasta una altura de unos seis o siete metros; después se encogió y fue absorbido de nuevo por aquel tremedal de tierra y de fuego.

Ken Layard era el que se hallaba más cerca de aquel sector. Se apartó corriendo de la casa y se distanció también del granero; pero entonces se detuvo y contempló boquiabierto y con ojos desorbitados las ventanas del piso alto del edificio principal. Después hizo señas a Roberts de que se reuniese con él.

—¡Mira! —gritó, para hacerse oír sobre el estruendo subterráneo y los silbidos y chasquidos del fuego.

Los dos miraron hacia la casa.

Encuadrada en la ventana del segundo piso, se veía la figura de una mujer de edad avanzada que levantaba los brazos, en actitud casi de súplica.

—La madre de Bodescu —dijo Roberts—. Sólo puede ser ella: Georgina Bodescu.

Una esquina de la casa se derrumbó, hundiéndose en ruinas en la tierra. De aquel sitio brotó un surtidor de fuego hasta la altura del tejado, lanzando al aire ladrillos rotos. Hubo más explosiones y toda la casa retembló. Se balanceaba visiblemente sobre sus cimientos; se abrían grietas en los muros y oscilaban las chimeneas. Los cuatro observadores retrocedieron todavía más. Layard arrastraba a Ben Trask. Entonces advirtió aquél que el camión que habían dejado en el paseo de la entrada saltaba sobre sus propios amortiguadores.

Fue a buscarlo; pero Guy Roberts se quedó donde estaba, cuidando de Trask y sin dejar de observar la figura de aquella mujer en la ventana.

No había cambiado de posición. Se balanceaba de vez en cuando, al oscilar la casa, pero siempre recobraba su postura, con los brazos levantados y la cabeza echada atrás, como si le estuviese hablando a Dios. Diciéndole, ¿qué? Pidiéndole, ¿qué? ¿Perdón para su hijo? ¿Una liberación piadosa para ella misma?

Newton y Jordan abandonaron sus posiciones en la parte de atrás de la casa y vinieron a la de delante. Estaba claro que nada podía escapar ahora de aquel infierno. Ayudaron a Layard a subir a Trask al camión, y mientras ellos se preparaban para marcharse, Roberts siguió observando el incendio de la casa, y así fue testigo de él hasta el final.

La termita había cumplido su misión y la propia tierra estaba ardiendo. La casa no tenía ya cimientos en los que apoyarse. Se hundía, inclinándose primero a un lado y después al otro. Los viejos ladrillos crujieron al partirse las vigas; las chimeneas se cayeron y las ventanas se hicieron añicos en sus torcidos marcos. Y al derrumbarse la casa entre las altas llamas sobre la tierra blanda, sus materiales añadieron combustible al incendio.

El fuego lamía las paredes por dentro y por fuera; grandes llamaradas rojas y amarillas brotaban de las ventanas rotas o surgían del tejado a punto de hundirse. Por un solo instante más, Georgina Bodescu se perfiló sobre un fondo carmesí de calor abrasador, y entonces, Harkley entregó su espíritu. Se hundió gimiendo en un hoyo de tierra que borboteaba, muy parecido al cráter de un pequeño volcán. Durante un momento más, fueron visibles la arista y partes del tejado, pero también éste fue consumido por el fuego vengador y envuelto en humo.

Durante todo el rato, el hedor fue terrible. A juzgar por él, se hubiera dicho que habían muerto cincuenta hombres quemados en aquella casa; pero cuando Roberts subió al asiento del acompañante y Layard llevó el vehículo hacia la verja, los cinco supervivientes, incluido Trask, que casi había recobrado del todo el conocimiento, sabían que aquella peste no era producida por nada humano. En parte era de la termita y en parte de la tierra y la madera y los ladrillos viejos, pero sobre todo de aquel destrozado monstruo gigantesco del sótano, de aquel «Otro» que se había apoderado del pobre Gower.

La niebla se había despejado ahora casi por entero y empezaban a detenerse coches en la orilla de la carretera, atraídos sus conductores por las llamas y el humo que se elevaban en el aire desde el sitio donde había estado Harkley. Al salir el camión a la carretera, un conductor de rostro colorado se asomó a su ventanilla y gritó:

—¿Qué ha pasado? Eso es la casa Harkley, ¿no?

—Era —le gritó Roberts a su vez, acompañando sus palabras con lo que esperaba que pareciese un encogimiento de hombros de impotencia—. Lo siento, pero ha dejado de existir. Quemada hasta los cimientos.

—¡Cielo santo! —El hombre coloradote estaba horrorizado—. ¿Han avisado a los bomberos?

—Lo haremos ahora —respondió Roberts—. Pero de poco va a servir. Hemos ido a echar un vistazo y, por desgracia, nada ha quedado en pie.

Arrancaron de nuevo.

A un kilómetro y medio en dirección a Paignton, oyeron la sirena de un coche de bomberos. Layard se apartó a un lado para cederle el paso. Sonrió cansadamente, sin humor.

—Demasiado tarde, amigos —comentó en voz baja—. Demasiado tarde…, ¡gracias a Dios!

Dejaron a Trask en el hospital de Torquay (dijeron que había sufrido un accidente en el jardín de un amigo) y, en cuanto lo hubieron acomodado, volvieron a su sede en el hotel de Paignton, para informar.

Roberts enumeró sus éxitos.

—En todo caso, acabamos con las tres mujeres. En cuanto al propio Bodescu, tengo mis dudas. Unas dudas serias que, cuando terminemos aquí, comunicaré a Londres y también a Darcy Clarke y a nuestra gente de Hartlepool. Desde luego, serán simples medidas de precaución, pues, si hemos perdido a Bodescu, no podemos saber qué hará ni adonde irá. En todo caso, Alec Kyle volverá a asumir el control dentro de poco; a propósito, es raro que no haya comparecido aún. Y no es que tenga muchas ganas de verlo: se pondrá furioso cuando se entere de que Bodescu quizás escapó de aquella casa.

—Bodescu y el otro perro —dijo Harvey Newton, como recordando algo, y se encogió de hombros—. Bueno, supongo que no debía de ser más que un perro vagabundo que se metió en la finca… de alguna manera…

Se interrumpió y miró las caras de los otros. Todos lo estaban observando, asombrados, casi con incredulidad. Era la primera vez que hablaba de esto.

Roberts no pudo contenerse y agarró a Newton de la chaqueta.

—¡Cuéntalo ya! —gruñó, apretando los dientes—. ¿Qué fue exactamente, Harvey?

Newton, aturdido, lo explicó y concluyó:

—Así, mientras Gower estaba quemando aquel… aquella maldita cosa que no era un perro…, al menos no del todo…, el otro perro pasó entre la niebla. Pero no podría jurar que lo viese de veras. Quiero decir que estaban ocurriendo tantas cosas que… Tal vez fue solamente la niebla, o mi imaginación o… ¡cualquier cosa! Pensé que corría a paso largo, pero como erguido, en una inclinación inverosímil. Y su cabeza tenía otra forma. Tuvo que ser mi imaginación, un serpenteo de la niebla, algo así. Cosa de la imaginación, sí…, sobre todo con Gower plantado allí, ¡quemando a aquel maldito perro! ¡Jesús, creo que soñaré con perros durante el resto de mi vida!

Roberts lo soltó violentamente, casi lo arrojó al otro lado de la habitación. El gordo no era sólo gordo; era pesado, y también muy vigoroso. Miró con irritación a Newton.

—¡Idiota! —gruñó.

Encendió un cigarrillo, a pesar de que ya tenía otro encendido.

—En todo caso, ¡nada podía hacer! —protestó Newton—. Había disparado mi ballesta; todavía no había vuelto a cargarla…

—¿Disparado tu maldita ballesta? —gritó Roberts. Pero se calmó enseguida—. Quisiera poder decir que tú no tuviste la culpa —dijo entonces—. Y tal vez no la tuviste. Tal vez fue demasiado listo él para nosotros.

—¿Qué se te ha ocurrido ahora? —dijo Layard, compadeciéndose un poco de Newton y tratando de desviar de él la atención de los demás.

Roberts miró a Layard.

—¿Ahora? Bueno, cuando me haya calmado un poco, tú y yo trataremos de encontrar a ese bastardo, ¡sólo eso!

—¿Encontrarlo? —Newton se lamió los secos labios—. ¿Cómo?

Estaba confuso; no razonaba con claridad.

Roberts se golpeó el lado de la cabeza con un nudillo blanco y gordo.

—¡Con esto! —gritó—. Es lo que yo hago. Soy un «localizador», ¿te acuerdas? ¿Y cuál es tu maldito talento? Aparte de enredarlo todo, quiero decir…

Newton encontró un sillón y se dejó caer en él.

—Yo… yo lo vi y, sin embargo, me convencí de que no lo había visto. ¿Qué diablos me pasa? Fuimos allí para atraparlo, para atrapar cualquier cosa que saliese de aquella casa…, ¿por qué no reaccioné más positi…?

Jordan respiró hondo y chascó los dedos. Asintió vivamente con la cabeza y dijo:

—¡Claro!

Todos lo miraron.

¡Claro! —repitió, escupiendo las palabras—. Él también tiene facultades, ¿no? ¡Demasiadas, a fe mía! Te engañó, Harvey. Quiero decir, por telepatía. ¡Caray, también me engañó a mí! Nos convenció de que no estaba allí, de que no podíamos verlo. Y realmente, yo no lo vi; en absoluto. Yo también estaba allí, ¿te acuerdas?, cuando Simon estaba quemando aquella cosa. Pero no vi nada. Por consiguiente, no te apures demasiado por eso, Harvey… Tú viste al menos a aquel bastardo.

—Tienes razón —convino Roberts, al cabo de un momento—. Debes de tenerla. Ahora podemos estar seguros: Bodescu anda suelto, está furioso y, Dios mío, ¡es peligroso! Sí, y más poderoso, mucho más poderoso de lo que creyó nadie jamás…

Miércoles, doce y media de la noche, hora de Europa central; puesto fronterizo cerca de Siret, en Moldavia.

Krakovitch y Gulhárov se habían alternado en la conducción del coche, aunque a Carl Quint le habría encantado conducir un poco, si se lo hubiesen permitido. Al menos, eso habría mitigado su aburrimiento. Quint no había encontrado particularmente atractivo el paisaje rumano a lo largo del trayecto: estaciones de ferrocarril tristes y desoladas como espantapájaros, sucios pueblos industriales, ríos contaminados y cosas por el estilo. Pero incluso sin su colaboración, y a pesar del mal estado de las carreteras, los rusos habían hecho un buen tiempo. Al menos hasta llegar allí; pero «allí» era el centro de ninguna parte y, por alguna razón todavía no explicada, los tenían retenidos «allí» desde hacía cuatro horas.

Después de salir de Bucarest, habían pasado por Buzau, Focsani y Bacau, a lo largo de la orilla del Siretul, y habían entrado en Moldavia. En Roman habían cruzado el río para continuar hacia Botosani, donde se habían detenido para comer, y seguido hasta y a través de Siret. Ahora, en el extremo norte de la ciudad, un puesto fronterizo les cerraba el paso, con Chernovtsi y el Prut a unos treinta kilómetros o poco más hacia el norte. Krakovitch tenía proyectado cruzar Chernovtsi e ir a Kolomiia, al pie de los viejos Cárpatos, para pasar la noche; pero…

—¡Pero! —rugió ahora, bajo la luz de la lámpara de parafina del puesto fronterizo—. ¡Pero, pero, pero!

Descargó un puñetazo sobre el mostrador que mantenía al personal un poco separado de los viajeros; hablaba, o gritaba, en un ruso tan explosivo que Quint y Gulhárov se estremecían y apretaban los dientes dentro del coche donde se hallaban sentados, delante del edificio de madera estilo chalet. El puesto fronterizo se alzaba en el centro, entre los carriles de entrada y salida, con barreras que se extendían a ambos lados. Había guardias de uniforme en sendas garitas: un rumano, para el tráfico que entraba, y un ruso, para el que salía. El oficial que ostentaba el mando era, desde luego, ruso. Y ahora estaba aguantando la presión de Félix Krakovitch.

—¡Cuatro horas! —rugió éste—. Cuatro malditas horas sentados aquí, en el fin del mundo, ¡a la espera de que usted se decida! Le he dicho quién soy y se lo he demostrado. ¿Están en orden mis documentos?

—Desde luego, camarada, pero…

—¡No, no, no! —gritó Krakovitch—. No más peros; diga tan sólo sí o no. ¿Y están también en orden los documentos del camarada Gulhárov?

El aduanero ruso se movió incómodo a un lado y otro y encogió de nuevo los hombros.

—Sí.

Krakovitch se apoyó en el mostrador y acercó más la cara a la del otro.

—¿Y sabe que puedo hablar con el propio jefe del Partido? ¿Sabe que, si su maldito teléfono funcionara, estaría yo hablando ahora con el propio Brezhnev y que la semana próxima estaría usted en un puesto fronterizo de Manchuria?

—Si usted lo dice, camarada Krakovitch —suspiró el otro. Parecía buscar las palabras para empezar una frase con algo que no fuese «pero»—. Desgraciadamente, también sé que el otro caballero que viaja en su coche no es ciudadano soviético, ¡y que sus documentos no están en regla! Si los dejase pasar sin la debida autorización, ¡la semana próxima podría estar haciendo de leñador en Omsk! Y no estoy hecho para eso, camarada.

—En todo caso, ¿qué maldita clase de puesto de control es éste? —Krakovitch estaba desesperado—. ¡Sin teléfono, sin luz eléctrica! Supongo que debemos dar gracias a Dios por tener retretes. Ahora escuche…

—Ya he escuchado, camarada —dijo el oficial, que al fin había recobrado su aplomo—, amenazas y palabras virulentas durante más de tres horas y media, pero…

—¿PERO? —Krakovitch no podía creer que esto le sucediese a él. Sacudió un puño—. ¡Idiota! He contado once coches y veintisiete camiones que han pasado en dirección a Kolomiia desde nuestra llegada. ¡Y su hombre ni siquiera ha pedido los documentos a la mitad de ellos!

—Porque los conocemos. Pasan con frecuencia por aquí. La mayoría viven en Kolomiia o sus alrededores. Ya se lo he explicado cien veces.

—¡Piense en esto! —gritó Krakovitch—. ¡Mañana tendrá que dar explicaciones a la KGB!

—Más amenazas. —El otro se encogió de hombros una vez más—. Uno acaba acostumbrándose.

—¡Una ineficacia total! —gruñó Krakovitch—. Hace tres horas dijo usted que el teléfono funcionaría dentro de pocos minutos. Y lo mismo dijo hace dos horas y hace una, y pronto será la una de la madrugada.

—Sé la hora que es, camarada. Hay una avería en el suministro de energía eléctrica. La están reparando. ¿Qué más puedo decir?

Se sentó en una silla tapizada detrás del mostrador.

Krakovitch casi saltó sobre aquél para agarrarlo.

—¡No se atreva a sentarse! ¡Al menos mientras yo esté en pie!

El otro se enjugó la frente, se levantó de nuevo, dispuesto a aguantar otra diatriba…

En el coche, Sergei Gulhárov rebullía inquieto, asomándose primero a una ventanilla y después a la otra. Carl Quint presentía problemas, dificultades, peligros. En realidad, había estado con los nervios de punta desde que se había separado de Kyle en el aeropuerto de Bucarest. Pero preocuparse no lo llevaría a ninguna parte y, además, estaba demasiado traqueteado para pensar en otras cosas. El hecho de no haber podido conducir, de haber tenido que permanecer sentado en su sitio, viendo desfilar el monótono paisaje, había aumentado su cansancio. Ahora tenía la impresión de que podría dormir una semana seguida, para lo cual este lugar era tan bueno como cualquier otro.

Gulhárov se fijaba ahora en algo fuera del coche. Permaneció inmóvil, pensativo. Quint miró a «Sergei el silencioso», como lo llamaban en privado Kyle y él. No tenía la culpa de no hablar inglés; aunque en realidad lo hablaba, pero muy poco y bastante mal. Respondió a la mirada de Quint, asintió con la cabeza peinada a cepillo y señaló a través de la portezuela abierta del automóvil.

—Mire —dijo, en voz baja.

Quint miró. Recortada sobre una lejana neblina de luz azul —las luces de Kolomiia, presumió Quint—, unos cables negros estaban suspendidos entre postes sobre el puesto fronterizo, con uno de ellos descendiendo hasta el propio edificio. La conducción de energía eléctrica. Gulhárov se volvió y señaló hacia el oeste, donde el cable continuaba en dirección a Siret. A unos cien metros de distancia, el trozo de cable entre dos postes aparecía desprendido contra el horizonte nocturno. Había sido cortado.

—Perdón —dijo Gulhárov.

Se apeó del coche, retrocedió a lo largo del andén central y desapareció en la oscuridad. Quint pensó en seguirlo, pero desistió.

Se sentía muy vulnerable y, fuera del coche, se sentiría todavía peor. Al menos, el interior del vehículo le era familiar. Volvió a prestar atención a los gritos de Krakovitch, que llegaban fuertes y claros a través de la noche, desde el puesto fronterizo. Quint no podía entender lo que decían, pero comprendió que alguien estaba pasando un mal rato…

—¡Bueno, basta de tonterías! —vociferó Krakovitch—. Ahora le diré lo que voy a hacer. Iré en el coche a la comisaría de policía de Siret y telefonearé a Moscú desde allí.

—Muy bien —dijo el oficial—. Y si Moscú manda por teléfono la autorización correcta, los dejaré pasar.

—¡Idiota! —gruñó Krakovitch—. Desde luego, usted vendrá conmigo a Siret, ¡dónde recibirá instrucciones directas desde el Kremlin!

Cuánto le habría gustado al otro decirle que ya había recibido instrucciones de Moscú; pero…, se lo habían prohibido. Sacudió lentamente la cabeza.

—Lo lamento, camarada, pero no puedo abandonar mi puesto. Sería un delito grave. Ni usted ni nadie pueden obligarme a descuidar el servicio.

Krakovitch vio, por el rostro colorado del oficial, que había ido demasiado lejos. Ahora se mostraría más obstinado que nunca, incluso hasta el punto de una obstrucción deliberada.

Esta idea hizo que Krakovitch frunciese el entrecejo. ¿Y si todas estas dificultades hubiesen sido una «obstrucción deliberada» desde el principio? ¿Sería posible?

—Entonces, la solución es sencilla —dijo—. Supongo que Siret tendrá una comisaría de policía en servicio permanente… y con teléfonos que funcionen, ¿no?

El otro se mordió el labio.

—Desde luego —respondió al fin.

—Entonces telefonearé simplemente a Kolomiia y haré que envíen una unidad de la fuerza militar más próxima, antes de una hora. ¿Qué le parecerá, camarada, ser un ruso obligado a apartarse a un lado por un oficial del Ejército ruso, mientras mis amigos y yo somos escoltados a través de su estúpido y pequeño puesto fronterizo? ¿Y saber que mañana caerá toda la furia del infierno sobre usted, porque habrá sido el artífice de lo que habría podido ser un grave incidente internacional?

En aquel preciso instante, en el campo situado al oeste de la carretera y a poca distancia en dirección a Siret, Gulhárov se detuvo y levantó las dos mitades sueltas, macho y hembra, de una conexión eléctrica. Pegado al cable eléctrico, había otro mucho más fino, correspondiente a la línea telefónica. También había sido desconectado, pero era fácil de arreglar. Gulhárov conectó primero el cable del teléfono y, seguidamente, los elementos más pesados de la línea eléctrica. Se oyó un chasquido, centellearon unas chispas azules y…

Se encendieron las luces en el puesto fronterizo. Krakovitch, que se disponía a cumplir su amenaza, se detuvo en la puerta, se volvió y vio una expresión confusa en la cara del oficial.

—Supongo —dijo Krakovitch— que esto significa que su teléfono funcionará también, ¿eh?

—Yo… supongo que sí —dijo el otro.

Krakovitch volvió junto al mostrador.

—Lo cual quiere decir —prosiguió, en tono helado— que ahora podremos empezar a ir a alguna parte…

La una de la madrugada en Moscú. En el château Bronnitsy, a unos kilómetros fuera de la ciudad y en la carretera de Serpujov, Ivan Gerenko y Theo Dolgikh se hallaban detrás de una ventanilla ovalada de observación, con cristal sólo transparente desde su lado, contemplando una escena, en la habitación contigua, que parecía tomada de una pesadilla de ciencia ficción.

Dentro del «teatro de operaciones», Alec Kyle yacía inconsciente, boca arriba, atado sobre una mesa acolchonada. Tenía la cabeza ligeramente levantada, gracias a un almohadón de goma, y un gran casco de acero inoxidable le cubría la cabeza y los ojos, dejando libres la boca y la nariz para respirar. Cientos de alambres finos como cabellos, protegidos por fundas multicolores de plástico, iban desde el casco hasta un ordenador, donde trabajaban frenéticamente tres operarios, siguiendo secuencias de pensamiento de principio a fin y borrándolas en el punto de resolución. Dentro del casco, habían sido fijados en el cráneo de Kyle muchos diminutos electrodos sensores; otros, junto con baterías de micromonitores, estaban sujetos con cinta adhesiva al pecho, las muñecas, el estómago y el cuello. Sentados por parejas a ambos lados de Kyle, en sillones de acero inoxidable, había otros cuatro telépatas que garrapateaban en sendas libretas sobre las rodillas, apoyando ligeramente una mano cada uno en el cuerpo desnudo de Kyle.

A solas en un rincón de la estancia se hallaba Zek Föener, una maestra telépata que era el mejor elemento de la Organización E. Föener era una hermosa joven de unos veinticinco años, alemana oriental, reclutada por Gregor Borowitz durante sus últimos días como jefe de la organización. Ahora estaba sentada con los codos apoyados en las rodillas y una mano sobre la frente, inmóvil, entregada por entero a su trabajo de absorber los pensamientos de Kyle con tanta rapidez como eran estimulados y generados.

Dolgikh estaba embargado por una fascinación morbosa. Había llegado con Kyle al château a eso de las once de la mañana. Habían volado desde Bucarest, en un avión de transporte militar, hasta una base aérea de Smolensk, y luego llevados al château en el helicóptero de la Organización E. Todo se había realizado en el más absoluto secreto; la reserva de la KGB había sido hermética. Ni siquiera Brezhnev —especialmente Brezhnev— sabía lo que sucedía allí.

En el château, habían inyectado «suero de la verdad» a Kyle, no para soltarle la lengua, sino la mente, y desde entonces había estado inconsciente. Durante las últimas doce horas, con inyecciones de suero a intervalos regulares, había estado revelando todos los secretos de INTPES a los espías extrasensoriales soviéticos. Pero Theo Dolgikh era un hombre muy vulgar. Su concepto de los interrogatorios, de la «averiguación de la verdad», era muy distinto de todo lo que veía allí.

—¿Qué le están haciendo, exactamente? ¿Cómo funciona eso, camarada? —preguntó.

Sin mirar a Dolgikh, siguiendo con sus ojos de color de avellana todos los movimientos en la habitación del otro lado del cristal, Gerenko respondió:

—Tú, por ser quien eres, tienes que haber oído hablar del lavado de cerebro, Theo. Pues bien, es lo que estamos haciendo: lavar el cerebro de Kyle. Y tan minuciosamente, que saldrá completamente blanco del lavado.

Ivan Gerenko era delgado y casi tan pequeño como un niño en estatura; pero su piel arrugada, sus ojos mortecinos y su tez cetrina eran los de un viejo, aunque sólo tenía treinta y siete años. Una extraña dolencia lo había atrofiado físicamente y había envejecido pronto. Una naturaleza contraria había compensado sus deficiencias otorgándole un «talento» suplementario. Era un «deflector».

Como Darcy Clarke en muchos aspectos, era el polo opuesto de la persona propensa a sufrir accidentes. Pero, si la facultad de Clarke evitaba el peligro, la de Gerenko lo desviaba. Por más que un golpe estuviese bien dirigido, no llegaba a alcanzarlo; el mango de un hacha se rompería antes de que la hoja tocase su carne. Su ventaja era enorme, inconmensurable: no temía nada y casi se burlaba del peligro físico. Y esto explicaba su actitud totalmente desdeñosa ante personas como Theo Dolgikh. ¿Por qué había de mostrarles el menor respeto? Podía resultarles antipático, pero nunca podrían dañarlo. Nadie era capaz de producir un daño físico a Ivan Gerenko.

—¿Lavado de cerebro? —repitió Dolgikh—. Yo pensaba que era una clase de interrogatorio, ¿no?

—Las dos cosas. —Gerenko asintió con la cabeza, hablando más consigo mismo que respondiendo a Dolgikh—. Empleamos la ciencia, la psicología, la parapsicología. Las tres «T»: tecnología, terror, telepatía. La droga que hemos inyectado en su sangre estimula la memoria. Y hace que se sienta solo, absolutamente solo. Siente que no existe nadie más en todo el universo, ¡e incluso duda de su propia existencia! Quiere «hablar» de todas sus experiencias, de todo lo que hizo o vio o dijo jamás, porque de esta manera sabrá que es un ser real, que existe. Pero si tratase de hacerlo físicamente, a la velocidad con que funciona su mente, se deshidrataría con rapidez y se aniquilaría; sobre todo si estuviese despierto, consciente. Además, no nos interesa toda su información acumulada, no deseamos saberlo «todo». Su vida en general nos interesa poco, pero, desde luego, nos fascinan los detalles de su trabajo para INTPES.

Dolgikh sacudió, pasmado, la cabeza.

—¿Estáis robando sus pensamientos?

—¡Oh, sí! Es una idea que tomamos de Boris Dragosani. Él era un nigromante, ¡podía hurtar los pensamientos de los muertos! Nosotros sólo podemos hacerlo a los vivos, aunque, cuando acabamos, se pueden dar por muertos…

—Pero…, quiero decir, ¿cómo?

El concepto no cabía en la cabeza de Dolgikh.

Gerenko lo miró; sólo una mirada, una contracción nerviosa de los ojos en su arrugado semblante.

—No puedo explicar «cómo», al menos a ti, sólo el qué. Cuando él toca un asunto baladí, todo el tema le es arrancado rápidamente… y borrado. Con esto se ahorra tiempo. Pero cuando el asunto nos interesa, los telépatas absorben el contenido de su mente lo mejor que pueden. Si lo que aprenden es difícil de recordar o de comprender lo escriben, toman una nota que podrá ser estudiada más tarde. Y en cuanto se ha agotado esta línea de investigación, el tema es borrado también.

Dolgikh había captado la mayor parte de esto, pero ahora su interés se centraba en Zek Föener.

—Esa muchacha es muy hermosa. —Su expresión era francamente lasciva—. Debería ser ella la sometida a interrogatorio. A mi clase de interrogatorio, desde luego.

Rió groseramente entre dientes.

En aquel mismo instante, la joven levantó la mirada. Sus brillantes ojos azules resplandecieron de cólera. Miró directamente hacia el cristal, como si…

—¡Oh! —dijo Dolgikh, con voz entrecortada—. ¡Es imposible! ¡Nos mira a través del cristal!

—No. —Gerenko sacudió la cabeza—. Piensa a través del cristal…, en ti, si no estoy equivocado.

Föener se levantó, se dirigió con determinación a una puerta lateral, salió de la habitación y apareció en el pasillo de suelo de caucho donde se hallaban los dos observadores. Se encaminó directamente a ellos, miró una vez a Dolgikh, mostrando los blancos y perfectos y afilados dientes, y se volvió a Gerenko.

—Iván, llévate a ese… a ese mono de aquí. Está dentro de mi radio de acción, ¡y su mente es como una cloaca!

—Desde luego, querida. —Gerenko sonrió y asintió con la arrugada y morena cabeza. Se volvió y asió de un codo a Dolgikh—. Vamos, Theo.

Dolgikh se soltó y miró ceñudo a la joven.

—No te muerdes la lengua para insultar.

—Hay que hacerlo así —dijo brevemente ella—. Cara a cara y sin remilgos. En cambio, tus insultos se arrastran como gusanos, ¡y los retienes en el cieno que hay en tu cabeza! —Se volvió a Gerenko y añadió—: No puedo trabajar con él aquí.

Gerenko miró a Dolgikh.

—¿Y bien?

La expresión de Dolgikh era fea, pero se fue calmando poco a poco y se encogió de hombros.

—Bueno, te pido disculpas, fraulein Föener. —Evitó deliberadamente el empleo del tratamiento acostumbrado de «camarada», y cuando la miró de arriba abajo por última vez, también esto fue deliberado—. Es que siempre había considerado privados mis pensamientos. Y en todo caso, sólo soy humano.

—¡Apenas! —replicó ella, y volvió enseguida a su trabajo.

Mientras Dolgikh seguía a Gerenko al despacho de éste, el segundo en el mando de la Organización E dijo:

—Ésa tiene la mente muy afinada, muy equilibrada. Debemos tener cuidado de no turbarla. Por muy desagradable que te parezca, Theo, no olvides nunca que cualquiera de los espías extrasensoriales de aquí vale diez como tú.

Dolgikh tenía su orgullo.

—¿Ah, sí? —gruñó—. Entonces, ¿por qué no te dijo Andropov que enviases a uno de ellos a Italia? Tal vez tú mismo, ¿eh, camarada?

Gerenko le dedicó una débil sonrisa.

—La fuerza tiene sus ventajas, en ocasiones. Por eso fuiste tú el enviado a Génova, y por eso estás aquí ahora. Espero que muy pronto tendrás más trabajo. Y trabajo de tu gusto. Pero ten cuidado, Theo: hasta ahora lo has hecho muy bien; no lo eches a perder. Nuestro mutuo… ¿diremos superior?, estará muy contento de ti; pero no lo estaría en absoluto si supiese que has tratado de imponer tu materia sobre nuestra mente. Aquí, en el château Bronnitsy, rige el orden contrario: ¡la mente sobre la materia!

Subieron la escalera de caracol de una de las torres del château, y llegaron al despacho de Gerenko. Antes había pertenecido a Gregor Borowitz, y ahora era el puesto de control de Félix Krakovitch; pero Krakovitch estaba temporalmente ausente y tanto Iván Gerenko como Yuri Andropov pretendían que su ausencia se hiciese permanente. Esto también intrigaba a Dolgikh.

—En mis buenos tiempos —dijo, mientras se sentaba delante de la mesa de Gerenko—, estuve muy cerca del camarada Andropov, o todo lo cerca que podía estar un hombre. Lo he visto ascender; podrías decir que he seguido su estrella en auge. Que yo sepa, ha existido, desde los primeros días de la Organización E, una fricción entre la KGB y vuestros extrasensoriales. Sin embargo ahora, contigo, las cosas están cambiando. ¿Por qué se lleva Andropov tan bien contigo?

La sonrisa de Gerenko fue la de una comadreja.

—No es que se lleve bien conmigo —respondió—. Pero tiene algo para mí. Mira, yo he sido estafado, Theo. La Naturaleza se ensañó conmigo. Yo quisiera ser un hombre de proporciones atléticas…, tal vez un hombre como tú. Pero estoy encerrado en este débil cascarón. No intereso a las mujeres, y los hombres, aunque no pueden hacerme daño, me consideran un fenómeno. Sólo mi mente tiene valor y mi facultad. La primera le ha sido útil a Félix Krakovitch, pues he descargado de sus hombros grandes pesos de la organización. Y la segunda es objeto de intenso estudio por parte de los parapsicólogos de aquí, todos los cuales quisieran tener… ¿diremos mi ángel de la guarda? ¡Y es que un ejército de hombres con mi facultad sería invulnerable!

»Ya ves lo importante que soy. Y sin embargo, ¿qué soy, sino un hombrecillo raquítico, cuya esperanza de vida debe ser forzosamente breve? Por eso, mientras viva, quiero tener poder. Quiero ser grande, aunque sea por poco tiempo. Y como éste será corto, lo quiero ahora.

—Y si Krakovitch desaparece, serás el jefe aquí —dijo Dolgikh, asintiendo con la cabeza.

Gerenko esbozó una de sus débiles sonrisas.

—Esto para empezar. Pero entonces vendrá la fusión de la Organización E y la KGB. Desde luego, Brezhnez se opondría a ello, pero ¡ay!, el jefe del Partido se está convirtiendo rápidamente en un cretino malhumorado. No puede durar mucho. Y Andropov, como es fuerte, tiene muchos enemigos. ¿Cuánto crees que va a durar? Lo cual quiere decir que, en definitiva, es posiblemente incluso probable…

—¡Tú lo tendrás todo! —Dolgikh pudo ver la lógica del razonamiento—. Pero entonces, seguro que te habrás hecho enemigos. Los líderes siempre se elevan pisando los cuerpos de otros líderes, muertos.

—¡Oh! —La sonrisa de Gerenko era taimada, fría y no del todo cuerda—. Pero esta vez será diferente. ¿Qué me importan los enemigos? ¡Palos y piedras no romperán mis huesos! Y los eliminaré, de uno en uno, hasta que dejen de existir. Y moriré pequeño y arrugado, pero también grande y muy poderoso. Por consiguiente, hagas lo que hagas, Theo Dolgikh, asegúrate de ser amigo mío, no mi enemigo…

Dolgikh no dijo nada por el momento; reflexionó en cambio sobre todo lo que Gerenko había dicho. ¡Ese hombre era evidentemente un megalómano! En un alarde de prudencia, Dolgikh cambió de tema.

—Has dicho que probablemente habría más trabajo para mí. ¿Qué clase de trabajo?

—En cuanto estemos seguros de saber todo lo que deseamos aprender de Alec Kyle, Krakovitch, Gulhárov y el otro agente británico, Quint, ya no servirán de nada. Ahora, cuando Krakovitch quiere que se haga algo, me lo dices y yo transmito su petición a Brezhnev. No directamente, sino a través de uno de sus hombres, un simple lacayo, pero un lacayo poderoso. El jefe del Partido está entusiasmado con la Organización E, y por eso Krakovitch suele obtener todo lo que quiere. Por ejemplo, ¡esta inaudita combinación entre agentes británicos y soviéticos!

»Pero, desde luego, yo trabajo también para Andropov. Éste sabe todo lo que ocurre. Y ya me ha dicho que, cuando llegue la hora, tú serás la herramienta que arrojaré en la maquinaria de Krakovitch. La Organización E fue ruidosamente derrotada, casi destruida, en una ocasión, por INTPES. Brezhnev, y también Andropov, quieren saber cómo y por qué. Teníamos un arma poderosa en Boris Dragosani, pero ellos tenían otra más poderosa, en un joven llamado Harry Keogh. ¿Qué le dio su poder? ¿Cuáles eran sus poderes? Y ahora sabemos que, con la ayuda de INTPES, Krakovitch ha destruido algo en Rumania. He estudiado el historial de Krakovitch y creo saber lo que ha destruido: ¡la cosa que dio a Dragosani su poder! Krakovitch lo considera un gran mal, pero yo sólo veo en ello otro instrumento. Un arma poderosa. Por esto tienen los británicos tanto empeño en ayudar a Krakovitch: ¡el muy imbécil está destruyendo de modo sistemático un posible camino para la futura supremacía soviética!

—Entonces, ¿es un traidor?

Dolgikh entrecerró los ojos. La Unión Soviética lo era todo para él. Cabía esperar luchas por el poder dentro de la estructura, pero una traición de esta clase era otra cosa.

—No. —Gerenko sacudió la cabeza—. Sólo es tonto. Y ahora escucha. En este preciso instante, Krakovitch, Gulhárov y Quint se encuentran atascados en un puesto de control de la frontera moldava. Yo lo organicé, a través de Andropov. Sé adonde quieren ir y, muy pronto, te enviaré allí para que te ocupes de ellos. El momento exacto depende de lo que podamos sacarle a Kyle. Pero, en todo caso, debemos impedir que sigan causando más daño. Lo cual quiere decir que el tiempo es esencial; no pueden quedarse allí una eternidad, y pronto habrá que autorizarlos para que prosigan. Además, saben dónde se encuentra lo que están buscando, y nosotros no lo sabemos. Todavía. Mañana por la mañana estarás tú allí para seguirlos hasta su destino, hasta su último punto de destino. Al menos, así lo espero…

Dolgikh frunció el entrecejo.

—Dices que han destruido algo. Y que volverán a hacerlo. ¿Qué clase de «algo»?

—Si hubieses llegado a tiempo para seguirlos hasta los montes rumanos, probablemente lo habrías visto con tus ojos. Pero no te preocupes por eso. Bastará con que esta vez no se salgan con la suya.

Cuando acabó de hablar, sonó el teléfono. Gerenko se lo llevó al oído, y su expresión se volvió inmediatamente cautelosa, alerta.

—¡Camarada Krakovitch! —dijo—. Empezaba a inquietarme por usted. Esperaba tener noticias más pronto. ¿Está en Chernovtsi?

Dirigió una mirada significativa a Dolgikh por encima de la mesa.

Incluso desde donde se hallaba, Dolgikh pudo oír la irritación y la estridencia de la voz lejana de Krakovitch. Gerenko empezó a pestañear rápidamente, y un tic nervioso contrajo una comisura de sus labios.

Por último, cuando Krakovitch hubo terminado, dijo:

—Escuche, camarada. Olvídese de ese estúpido guardia de frontera. No vale la pena que se enfade con él. Quédese donde está y, dentro de unos minutos, enviaremos por teléfono la autorización. Pero primero déjeme hablar con ese idiota.

Esperó un momento, hasta que oyó la voz ligeramente trémula, inquisitiva del oficial de frontera, y entonces dijo, sin levantar la suya:

—Escuche. ¿Reconoce mi voz? Bien. Aproximadamente dentro de diez minutos, telefonearé de nuevo y le diré que soy el comisario de Control de Fronteras, de Moscú. Asegúrese de ser usted quien conteste al teléfono y de que nadie pueda escuchar. Le ordenaré que deje pasar al camarada Krakovitch y a sus amigos, y usted lo hará. ¿Entendido?

—¡Oh, sí, camarada!

—Si Krakovitch le pregunta qué le he dicho ahora, dígale que le he echado un rapapolvo y lo he llamado estúpido.

—Sí, camarada; desde luego.

—¡Bien! —Gerenko colgó el teléfono. Se volvió a Dolgikh—. Como te he dicho, no podía retenerlos allí eternamente. Este asunto se está volviendo engorroso, molesto. Pero, aunque pasen y entren en Chernovtsi, nada podrán hacer esta noche. Y mañana estarás tú allí para impedírselo.

Dolgikh asintió con la cabeza.

—¿Tienes que hacerme alguna sugerencia?

—¿Sobre qué?

—Sobre la manera de hacerlo. Si Krakovitch es un traidor, me parece que la manera más fácil de solucionar el asunto sería…

—¡No! —lo interrumpió Gerenko—. Seria difícil de demostrar. Y tiene influencia cerca del jefe del Partido, ¿no te acuerdas? No debemos exponernos a que nos interroguen en este asunto. —Tamborileó en la mesa con un dedo y reflexionó un momento sobre el problema—. ¡Ah! Creo que ya lo tengo. He dicho que Krakovitch es tonto; dejemos que aparezca como tal. ¡Hagamos que Carl Quint sea el culpable! Arregla las cosas de manera que se lo pueda acusar. Que parezca que los espías británicos vinieron a Rusia para descubrir lo que pudiesen sobre la Organización E y matar a su jefe. ¿Por qué no? Ya perjudicaron a la organización con anterioridad, ¿no? Pero en esta ocasión, Quint fallará y será víctima de su propia estrategia.

—¡Bravo! —dijo Dolgikh—. Estoy seguro de que se me ocurrirá algo de acuerdo con este plan. Y desde luego, yo seré el único testigo.

Sonaron unas pisadas ligeras y Zek Föener apareció en el umbral de la puerta del despacho. Miró con frialdad a Dolgikh y se dirigió a Gerenko:

—Kyle es una mina de oro; al menos, en lo que tiene de cuerdo. Lo sabe todo, y lo vierte a raudales. Incluso sabe muchas… demasiadas cosas sobre nosotros. Cosas que yo no sabía. Cosas fantásticas…

De pronto pareció cansada. Gerenko preguntó:

—¿Cosas fantásticas? Había presumido que lo serían. ¿Es por eso que crees que en parte está loco? ¿qué su mente le esta haciendo jugarretas? Pues no es así, puedes creerme. ¿Sabes lo que destruyeron en Rumania?

Ella contestó afirmativamente.

—Sí, pero…, es difícil de creer. Yo…

Gerenko levantó una mano admonitoria. Ella comprendió la advertencia. Theo Dolgikh no tenía que saberlo. Como la mayoría de los otros que operaban en el château, Föener odiaba la KGB. Asintió con la cabeza y guardó silencio.

Gerenko habló de nuevo.

—¿Es la misma clase de cosa que yace oculta en las montañas de más allá de Chernovtsi?

Ella afirmó de nuevo con la cabeza.

—Muy bien. —Gerenko sonrió, sin emoción—. Y ahora, querida, debes volver a tu trabajo. Dale una prioridad total.

—Desde luego —dijo ella—. Sólo he salido mientras lo drogaban de nuevo. Y porque necesitaba descansar de… —Sacudió, aturdida, la cabeza. Tenía los ojos muy abiertos, brillando en ellos el extraño conocimiento que acababa de adquirir—: Camarada, esto es completamente…

Gerenko levantó nuevamente su mano infantil a modo de aviso.

—Lo sé.

Ella asintió, se volvió y se marchó, un poco inseguras las pisadas sobre los descendentes peldaños de piedra.

—¿Qué significa todo esto?

Dolgikh estaba confuso.

—Ha sido el certificado de defunción de Krakovitch, Gulhárov y Quint —respondió Gerenko—. En realidad, Quint era el único que habría podido sernos útil; pero ya no lo es. Ahora puedes ponerte en camino. ¿Está preparado el helicóptero de la organización?

Dolgikh asintió. Iba a levantarse, pero frunció el entrecejo y dijo:

—Dime primero qué será de Kyle cuando hayáis terminado con él. Quiero decir que yo me encargaré de aquel par de traidores y del agente británico, pero ¿y Kyle? ¿Qué será de él?

Gerenko arqueó las cejas.

—Creí que esto era evidente. Cuando tengamos lo que queremos, todo lo que queremos, lo depositaremos en la zona británica de Berlín. Allí, simplemente morirá, y los mejores médicos no sabrán la causa de su muerte.

—Pero ¿por qué morirá? ¿Y qué me dices de la droga que le están inyectando? Sin duda sus médicos encontrarán rastros de ella.

—No deja rastro —respondió Gerenko—. Desaparece por completo en pocas horas. Por eso tenemos que inyectarla de forma continua. Nuestros amigos búlgaros son muy listos. Kyle no es el primero a quien hemos exprimido de esta manera, y el resultado ha sido siempre el mismo. En cuanto a por qué va a morir, la vida no tendrá ya ningún incentivo para él. Como un vegetal, no conservará conocimientos o instintos suficientes para mover siquiera el cuerpo. No tendrá el menor control. Sus órganos vitales no funcionarán. Puede que sobreviva un poco por medios artificiales, pero…

Y se encogió de hombros.

—La muerte del cerebro —dijo Dolgikh, haciendo una mueca.

—Lo has dicho en pocas palabras. —Gerenko aplaudió sin emoción con sus manos de niño—. ¡Bravo! Porque, ¿acaso no está muerto un cerebro enteramente vacío? Y ahora, si me disculpas, tengo que llamar por teléfono.

Dolgikh se levantó.

—Partiré enseguida —dijo, pensando con ilusión en la tarea que le había sido confiada.

—Theo —dijo Gerenko—, Krakovitch y sus amigos tienen que morir deprisa. No pierdas tiempo en ello. Y otra cosa: no sientas demasiada curiosidad por lo que están tratando de hacer en la montaña. No te interesa. Y puedes creerme si te digo que demasiada curiosidad podría ser muy, ¡muy peligrosa!

Dolgikh no tuvo más remedio que asentir. Después giró sobre sus talones y salió de la habitación.

Cuando su coche salió del puesto fronterizo en dirección a Chernovtsi, Quint esperó que Krakovitch siguiese despotricando. Pero no lo hizo. En lugar de ello, el jefe de la Organización E soviética permaneció callado y pensativo, y todavía más cuando Gulhárov le hubo informado del cable desconectado.

—Hay varias cosas aquí que no me gustan —dijo Krakovitch a Quint al cabo de un rato—. Al principio pensé que aquel gordo era simplemente estúpido, pero ahora ya no estoy tan seguro. Y esta cuestión de la electricidad… Todo es muy raro. Sergei encuentra y repara algo que ellos no habían observado… y lo hace en un momento y sin dificultad. Esto parece indicar que nuestro gordo amigo del puesto fronterizo no es sólo estúpido, ¡sino también incompetente!

—¿Cree que nos entretuvieron allí de forma deliberada?

Quint sintió que algo misterioso y opresivo lo envolvía, como un peso real sobre la cabeza y los hombros.

—Esa llamada telefónica que recibió él hace un momento —murmuró Krakovitch—, del comisario de Control de Fronteras en Moscú… ¡Nunca había oído hablar de él! Pero supongo que debe de existir. ¿O tal vez no? ¿Un solo comisario, controlando los miles de puestos fronterizos de la Unión Soviética? Bueno, supongo que existe. Lo cual quiere decir que Iván Gerenko se puso al habla con él en mitad de la noche, y que él llamó entonces personalmente a ese oficialillo gordo en su estúpida barraca de control… ¡y todo en diez minutos!

—¿Quién sabía que pasaríamos por aquí esta noche? —preguntó Quint, yendo como de costumbre al meollo del asunto.

—¿Eh? —Krakovitch se rascó detrás de la oreja—. Nosotros, naturalmente, y…

—Y mi segundo en el mando en el château Bronnitsy, Iván Gerenko, Krakovitch se volvió a Quint y lo miró fijo.

—Entonces, aunque no quisiera decirlo —repuso Quint—, si está ocurriendo algo raro, Gerenko tiene que ser su hombre.

Krakovitch lanzó un gruñido de incredulidad.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué razón?

Quint se encogió de hombros.

—Usted debe de conocerlo mejor que yo. ¿Es ambicioso? ¿Puede haber sido seducido… y por quién? Pero recuerde el contratiempo que tuvimos en Génova. ¿No le sorprendió que lo estuviese siguiendo la KGB? Usted lo explicó diciendo que lo tenían probablemente bajo constante vigilancia…, hasta que pusiéramos fin a esto. Pero supongamos que hay un enemigo en su bando. ¿Sabía Gerenko que iba a reunirse con nosotros en Italia?

—Aparte del propio Brezhnev, a través de un intermediario de toda confianza, Gerenko era el único que lo sabía —respondió Krakovitch.

Quint no dijo nada; se encogió nuevamente de hombros y arqueó una ceja.

—Estoy pensando —dijo lentamente Krakovitch— que, de ahora en adelante, no diré a nadie lo que me propongo hacer, hasta que lo haya hecho. —Miró a Quint, vio su cara ceñuda—. ¿Hay algo más?

Quint apretó los labios.

—Digamos que el tal Gerenko es un topo, un espía en su organización. ¿Acierto al pensar que sólo puede estar trabajando para la KGB?

—Para Andropov, sí. Casi con toda seguridad.

—Entonces, Gerenko debe de pensar que es usted un imbécil total.

—¿Eh? ¿Por qué dice esto? En realidad, Gerenko cree que la mayoría de los hombres son tontos. No teme a nadie; por eso puede permitirse pensar de esa manera. Pero ¿yo? No; creo que soy uno de los pocos hombres a quien respeta… o a quien solía respetar.

—A quien solía respetar —afirmó Quint—. Pero ya no. Sin duda debe de saber que usted lo descubrirá todo, si tiene tiempo de hacerlo. Theo Dolgikh, en Génova, y ahora este follón en la frontera rumano-soviética. A menos que él mismo sea idiota, Gerenko estará preparado para echársele encima en cuanto esté usted de vuelta en Moscú.

Sergei Gulhárov había conseguido comprender la mayor parte de la conversación. Ahora habló rápidamente en ruso a Krakovitch.

¡Oh! —Krakovitch sacudió los hombros, al reír sin pizca de humor. Guardó silencio durante un momento y después dijo—: Tal vez Sergei es más listo que todos nosotros. Y si lo es, nos hallaremos en apuros.

—¿Eh? —dijo Quint—. ¿Qué ha dicho Sergei?

—Ha dicho que tal vez cree el camarada Gerenko que ahora puede ser un poco descuidado. ¡Quizá no espera verme de nuevo en Moscú! En cuanto a usted, Carl, acabamos de cruzar la frontera y se encuentra en Rusia.

—Lo sé —respondió Quint a media voz—. Y debo decir que no me encuentro exactamente como en casa.

—Aunque parezca extraño, ¡tampoco yo! —dijo Krakovitch.

No dijeron nada más hasta llegar a Chernovtsi…