Capítulo 13

Cuando Kyle y sus compañeros regresaron a Ionesti y a la posada, Irma Dobresti paseaba arriba y abajo en la suite al tiempo que se estrujaba sus largas manos, muy nerviosa al parecer. Su alivio al verlos fue evidente. Y fue asimismo visible su entusiasmo cuando le dijeron que la operación había sido un éxito completo. Sin embargo, no parecían muy dispuestos a dar detalles sobre lo que había ocurrido en el monte, y al ver sus rostros herméticos, no trató de sonsacarles. Tal vez se lo dirían más tarde, cuando lo creyesen oportuno.

—Así pues —dijo, cuando ellos hubieron bebido—, el trabajo ha terminado aquí. No hace falta que nos quedemos más tiempo en Ionesti. Son las diez y media; bastante tarde, lo sé, pero sugiero que nos marchemos enseguida. Esos burócratas idiotas no tardarán en llegar. Es mejor que no nos encuentren aquí.

—¿Burócratas? —Quint pareció sorprendido—. No sabía que empleasen aquí esa palabra.

—Oh, sí —respondió ella sin sonreír—. También «Commie» y «gnomo de Zurich», ¡y «Perro capitalista»!

—Estoy de acuerdo con Irma —dijo Kyle—. Si esperamos, tendremos que plantarles cara… o decirles la verdad. Y si la verdad es comprobable a largo plazo, inmediatamente es inverosímil. Entiendo que podemos encontrarnos con toda clase de problemas si nos quedamos aquí.

—Cierto. —Irma asintió con la cabeza y suspiró con alivio al ver que el inglés pensaba como ella—. Si están empeñados en hablar de esto, podrán hacerlo más tarde en Bucarest. Allí piso tierra firme, con el respaldo de mis superiores. No van a reprenderme. Ha sido un asunto de seguridad nacional. Una relación de naturaleza científica y preventiva entre tres grandes países: Rumania, Rusia e Inglaterra. Pero ahora, aquí en Ionesti, no me siento tan segura.

—Pongamos manos a la obra —dijo Quint, con su eficiencia acostumbrada.

Irma mostró los dientes amarillos en una de sus infrecuentes sonrisas.

—No hace falta —declaró—. No tienen que preparar nada. Me he tomado la libertad de hacer sus maletas. Y ahora, por favor, vayámonos de aquí.

Y sin más preámbulos, pagaron la cuenta y se marcharon.

Krakovitch decidió conducir, dando un descanso a Sergei Gulhárov. Al regresar a toda velocidad a Bucarest por las oscuras carreteras, Gulhárov, que estaba junto a Irma en el asiento de atrás, le explicó pausadamente y lo mejor que pudo lo que había ocurrido en el monte y la cosa monstruosa que habían quemado allí.

Cuando hubo terminado, ella simplemente dijo:

—Sus caras me dijeron que debió de ser algo como eso. Me alegro de no haberlo visto…

Después de su última y dolorosa visita, a eso de las diez de la noche, Darcy Clarke había dormido como un tronco en su habitación de hotel, casi tres horas seguidas. Cuando se despertó, se sintió en plena forma. Todo esto era muy misterioso; nunca había visto que un ataque de gastroenteritis apareciese y desapareciese tan deprisa (y no es que lamentase la desaparición) y no tenía idea de qué había comido que hubiese podido producírsela. En todo caso, los demás del equipo no se habían encontrado mal. Como no quería abandonar a sus compañeros, se vistió rápidamente y fue a presentarse para el servicio.

En el cuarto de control (la sala de estar de su suite), encontró a Guy Roberts sentado en su sillón giratorio, con la cabeza sobre los brazos cruzados encima de su «escritorio»: una mesa de comedor, llena de notas, un cuaderno de trabajo y un teléfono. Estaba profundamente dormido, con un cenicero lleno de colillas debajo de la nariz. Fumador empedernido, tal vez no habría podido dormir cómodamente sin aquello.

Trevor Jordan daba cabezadas en un mullido sillón, mientras Ken Layard y Simon Gower jugaban en silencio su propia versión de solitario chino en una pequeña mesa de juego tapizada de verde. Gower, pronosticador o augur de cierto talento, jugaba muy mal y cometía demasiados errores.

—¡No puedo concentrarme! —gruñó—. Tengo la impresión de que algo malo se aproxima…, ¡muy malo!

—¡Déjate de excusas! —dijo Layard—. ¡Ya sabemos que se aproxima algo malo! Y también de dónde viene. Pero no sabemos cuándo; eso es todo.

—No —respondió Gower, cariacontecido, mientras tiraba sus cartas—. Quiero decir que no es algo que tengamos que hacer nosotros. Cuando marchemos contra Harkley y Bodescu, esto será distinto. Lo que siento es… —y se encogió de hombros con inquietud— otra cosa.

—Entonces, tal vez deberíamos despertar al Gordo y decírselo —sugirió Layard.

Gower sacudió la cabeza.

—Se lo he estado diciendo desde hace tres días. No es nada concreto…, nunca lo es…, pero está aquí. Quizá tienes razón y presiento el follón que se va a armar en Harkley. Si es así, ¡puedes creer que será bueno! En todo caso, dejemos dormir al viejo Roberts. Está cansado…, y cuando está despierto, este sitio apesta a su maldito tabaco. Lo he visto fumar tres cigarrillos al mismo tiempo. ¡Necesitaríamos una bombona de oxígeno!

Clarke pasó alrededor de Roberts para comprobar la hoja de servicios. Roberts sólo la había redactado hasta el final del turno de la tarde. Keen estaba ahora de vigilancia y sería relevado por Layard, un localizador o buscador que vigilaría Harkley hasta las ocho de la mañana. Después sería el turno de Gower hasta las dos de la madrugada, seguido de Trevor Jordan. La lista no pasaba de aquí. Clarke se preguntó si esto era significativo…

Tal vez era lo que sentía Gower: un follón, como decía él, pero un poco antes de lo que se imaginaba.

Layard inclinó a un lado la cabeza y miró a Clarke, que estaba estudiando la lista.

—¿Qué te pasa, viejo? ¿Tienes todavía retortijones? No te preocupes por los turnos de trabajo en Harkley. Guy te ha excluido.

Gower levantó la cabeza y sonrió forzadamente.

—¡No quiere que contamines los arbustos!

—¡Ja, ja! —rió Clarke con rostro inexpresivo—. Ya me encuentro bien, de veras. ¡Y estoy muerto de hambre! Puedes ir a acostarte, Ken, si quieres. Yo haré el próximo turno. Así volverá la lista a ser normal.

—¡Eres un héroe! —Layard silbó por lo bajo—. ¡Magnífico! Seis horas en la cama me vendrán muy bien. —Se levantó y se estiró—. ¿Has dicho que tenías hambre? Hay bocadillos debajo de aquella fuente encima de la mesa. Un poco resecos tal vez, pero aún se pueden comer.

Clarke empezó a comer un bocadillo y miró su reloj. Era la una y cuarto de la madrugada.

—Tomaré deprisa una ducha y me pondré en camino. Decídselo a Roberts cuando se despierte, ¿eh?

Gower se levantó, se acercó a Clarke y lo miró fijo.

—¿Tienes algo entre ceja y ceja, Darcy?

—No. —Clarke sacudió la cabeza, pero cambió de idea—. Sí… ¡No lo sé! Sólo quiero ir a Harkley, eso es todo. Hacer mi trabajo.

Veinticinco minutos más tarde se había puesto en camino…

Poco antes de las dos de la madrugada, Clarke aparcó su coche en la orilla elevada de la carretera, tal vez a unos cuarenta metros de Harkley, e hizo andando el resto del camino. La niebla era menos espesa y la noche empezaba a tener buen aspecto. Las estrellas iluminaban la carretera y los setos tenían un nimbo fosforescente que agudizaba sus siluetas.

Por más extraño que resulte, y a pesar de su terrible enfrentamiento con el perro de Bodescu, Clarke no tenía miedo. Lo atribuyó a que llevaba una pistola cargada y a que, en el portaequipajes de su coche, había una pequeña pero mortífera alabarda de metal. Después de relevar a Peter Keen, llevaría su coche y lo aparcaría donde estaba ahora el de Keen.

No encontró a nadie por el camino, pero oyó un perro que ladraba en el campo y otro que le respondía, ladrido a ladrido, al parecer desde kilómetros de distancia. Unas cuantas luces brillaban débilmente en los montes y, cuando pudo ver la verja de Harkley, un lejano reloj de iglesia dio puntualmente la hora.

«Las dos y sin novedad», pensó Clarke; pero vio que no era así. En primer lugar, no había rastro del inconfundible Capri rojo de Kecn. Y en segundo lugar, tampoco había rastro de éste.

Clarke se rascó la cabeza y arrastró los pies sobre la hierba donde hubiese debido estar aparcado el coche de Keen. Entre la hierba mojada apareció una rama rota y… no, no era una rama. Clarke se agachó y levantó la rota saeta de alabarda con dedos que hormiguearon de pronto. Algo iba mal allí, ¡muy mal!

Levantó la mirada y contempló la casa plantada allí como una achaparrada y sensible criatura en la noche. Ahora tenía los ojos cerrados, pero ¿qué se ocultaba detrás de los párpados entornados de sus ventanas a oscuras?

Todos los sentidos de Clarke funcionaban con la máxima eficacia: sus oídos captaron la carrera de un ratón; sus ojos brillaron para penetrar la oscuridad; podía gustar, casi sentir, el mal en el aire nocturno, y… y algo apestaba. Literalmente. El hedor de un matadero.

Clarke sacó una linterna delgada como un lápiz y alumbró la hierba… ¡y estaba roja y mojada y pegajosa! El dobladillo de sus pantalones se tiñó de carmesí oscuro con la sangre. Alguien (¡Dios mío, que no sea Peter Keen!) la había derramado aquí a raudales. Le temblaban las piernas y se sintió desfallecer, pero se obligó a seguir un camino ensangrentado hasta un lugar detrás del seto, oculto de la carretera. Y allí fue mucho peor. ¿Podía tener un hombre tanta sangre?

Clarke tuvo ganas de vomitar, pero eso lo incapacitaría y, precisamente entonces, no se atrevía a estar incapacitado. Pero la hierba… estaba sembrada de cuajarones de sangre, jirones de piel y pedazos… ¡de carne! ¡Carne humana! Y alumbrado por el rayo de su linterna, había algo más, algo que podía ser… ¡Dios mío, un riñon!

Clarke corrió, o más bien flotó, voló, nadó, se dejó llevar por la corriente como en una pesadilla, hacia su coche, y volvió como un loco a Paignton y entró en tromba en la suite de INTPES. Estaba aturdido, no recordaba nada del viaje, salvo lo que había visto y se había grabado en su memoria. Se dejó caer en un sillón y se repantigó en él; jadeaba, temblaba; temblaban su boca, su cara, todos sus miembros, incluso su mente.

Guy Roberts se había despertado a medias cuando Clarke entró corriendo. Lo vio, vio el estado de sus pantalones, la palidez mortal de su semblante, y acabó de despertarse en un instante. Puso a Clarke en pie y le dio dos sonoras bofetadas que colorearon de nuevo sus mejillas e inyectaron sangre en sus ojos antes desvaídos. Clarke se irguió, furioso; gruñó y mostró los dientes, y saltó sobre Roberts como un loco.

Trevor Jordan y Simon Gower se apartaron de Roberts, sujetaron fuerte a Clarke y éste al fin se derrumbó. Sollozando como un chiquillo, contó toda la historia. Lo único que no dijo fue algo que saltaba a la vista: por qué le había afectado aquello tan profundamente.

—Es evidente, sí —dijo Roberts a los otros, acariciando la cabeza de Clarke y meciéndolo como a un niño pequeño—. Ya sabéis cuál es la facultad de Darcy, ¿no? Sí, tiene eso que vela por él. ¡Podría cruzar un campo minado y salir indemne de él! Y ahora se está culpando de lo ocurrido. Esta noche tuvo diarrea y no pudo estar de servicio. Pero no fue nada de lo que comió lo que le revolvió las tripas. ¡Fue su maldita facultad! En otro caso, habría sido él, y no Peter Keen, el hombre hecho añicos…

Martes, seis de la mañana. Alec Kyle fue despertado bruscamente por Carl Quint. Krakovitch estaba con Quint, y ambos tenían los ojos ojerosos por el viaje y la falta de sueño. Habían pasado la noche en el Dunarea, donde se habían registrado momentos antes de la una de la noche. Tal vez habían dormido cuatro horas. Krakovitch había sido despertado por el telefonista nocturno para atender a una llamada de Inglaterra para sus invitados ingleses; Quint, que gracias a sus facultades sabía que algo había en el aire, también se había despertado.

—He hecho que pasasen la conferencia a mi habitación —dijo Krakovitch a Kyle, que todavía se estaba despabilando—. Es alguien llamado Roberts. Quiere hablar con usted. Dice que es de máxima importancia.

Kyle se sacudió y miró a Quint.

—Algo se está tramando —dijo Quint—. Lo he sospechado desde hace un par de horas. He estado dando vueltas en la cama, durmiendo sólo a ratos, pero demasiado cansado para reaccionar.

Los tres en pijama, fueron aprisa a la habitación de Krakovitch. Mientras andaban, preguntó el ruso:

—¿Cómo saben dónde están ustedes? Es cosa de ellos, ¿no? Quiero decir que no habíamos proyectado estar aquí esta noche.

Quint arqueó una ceja, a su manera acostumbrada.

—Somos del mismo oficio que usted, Félix, ¿no se acuerda?

Krakovitch estaba impresionado.

—¿Un adivino? ¡Muy inteligente!

Quint no se tomó el trabajo de desengañarlo. Ken Layard era bueno, sí, pero no tanto. Cuanto más conocía a una persona o una cosa, con más facilidad podía encontrarla. Había localizado a Kyle en Bucarest; entonces habían preguntado en todos los hoteles importantes. Y como el Dunarea era uno de los mejores, debió de haber sido uno de los primeros de la lista.

Kyle recibió la llamada en la habitación de Krakovitch.

—¿Guy? Aquí, Alec.

—¿Alec? Tenemos un gran problema. Temo que muy grave. ¿Podemos hablar?

—¿No podrías hacerlo vía Londres?

Kyle estaba ya despierto por completo.

—Se tardaría mucho tiempo —respondió Roberts—. Y el tiempo es importante.

—Espera —dijo Kyle. Preguntó a Krakovitch—: ¿Puede ser probable que esta línea esté intervenida?

El ruso encogió los hombros y sacudió la cabeza.

—Que yo sepa, no.

Se dirigió a la ventana y descorrió las cortinas. Pronto amanecería.

—Está bien, Guy —dijo Kyle, por teléfono—. Habla.

—Sí —dijo Roberts—. Aquí son ahora las cuatro de la mañana. Retrocedamos dos horas…

Y contó a Kyle toda la historia y detalló después lo que habían hecho desde el atropellado regreso de Clarke al hotel de Paignton.

—Confié el asunto a Ken Layard. Estuvo magnífico. Fijó la situación de Keen en alguna parte de la carretera, entre Brixham y Newton Abbot. De Keen y de su coche, arruinado, quemado. Comprobé la versión de Layard y, desde luego, estaba en lo cierto; tuvimos la seguridad de que Peter estaba… estaba muerto.

»Llamé a la policía de Paignton y les dije que estaba esperando a un amigo y que éste se retrasaba mucho; les di su nombre y sus señas y una descripción del coche. Dijeron que había sido un accidente y que lo estaban sacando del coche, pero que había llegado ya una ambulancia y que el conductor del vehículo siniestrado sería llevado a urgencias del hospital de Torquay. Tardé diez minutos en llegar y cuando lo trajeron estaba allí. Lo identifiqué…

Hizo una pausa.

—Prosigue —dijo Kyle, a sabiendas de que aún no había oído lo peor.

—Me siento responsable, Alec. Deberíamos haber aumentado las precauciones. Lo malo de este juego es que confiamos demasiado en nuestras facultades. Casi hemos olvidado el empleo de la simple tecnología. Deberíamos haber tenido radioteléfonos portátiles, mejores contactos. ¡Hubiésemos debido dar más importancia a ese monstruo asesino! Dios mío, ¿cómo he podido dejar que ocurriese esto? Tenemos percepción extrasensorial, facultades especiales, y Bodescu no es más que un hombre…

—¡Es más que un hombre! —lo interrumpió Kyle—. Y nosotros no tenemos el monopolio de estas facultades. Él también las tiene. No es culpa tuya. Y ahora, por favor, cuéntame lo demás.

—Él… Peter estaba… ¡Oh, no se produjo las lesiones propias de un accidente de automóvil! Había sido rajado por la mitad, ¡destripado! Todo lo tenía al aire. Y su cabeza…, Dios mío, ¡estaba partida en dos!

A pesar del horror provocado por la descripción de Roberts, Kyle trató de pensar desapasionadamente. Conocía bien a Peter Keen y lo apreciaba. Pero ahora debía dejar esto a un lado y pensar sólo en el trabajo.

—¿Por qué se estrelló el coche? ¿Qué esperaba ganar con ello aquel bastardo?

—En mi opinión —respondió Roberts—, sólo trató de encubrir el asesinato y lo que había hecho al cuerpo de Peter. La policía dijo que había un fuerte olor a gasolina dentro y alrededor del automóvil. Supongo que Bodescu llevó a Peter hasta allí, puso la directa, colocó el coche cuesta abajo y lo dejó rodar. Siendo él como es, unos cuantos cortes y rasguños, al saltar del coche, no tendrían importancia. Probablemente derramó primero mucha gasolina dentro del vehículo, para quemar las pruebas. Pero la manera en que rajó al pobre muchacho fue… Jesús, ¡fue horrible! Quiero decir, ¿por qué lo hizo? Peter debía de estar muerto mucho antes de que aquel espíritu necrófago terminase su obra. Si lo hubiese torturado, al menos tendría algún sentido. Quiero decir que, por horrible que fuese, habría podido comprenderlo. Pero no se puede aprender nada de un muerto, ¿verdad?

Kyle casi dejó caer el teléfono.

—¡Oh, Dios mío! —murmuró.

—¿Eh?

Kyle no dijo nada; estaba petrificado por la impresión.

—¿Alec?

—Sí que se puede —respondió Kyle al fin—. Se puede aprender mucho de un muerto…, todo, en realidad, ¡si se es un nigromante!

Roberts había visto la ficha de Keogh. Ahora recordó y comprendió el significado de las palabras de Kyle.

—¿Te refieres a Dragosani?

—¡Quiero decir exactamente como Dragosani!

Quint lo había captado casi todo.

—¡Santo Dios! —Asió a Kyle de un codo—. Lo sabe todo acerca de nosotros. Sabe…

—¡Todo! —dijo Kyle a Quint y a Roberts—. Lo sabe todo. Lo arrancó de las entrañas de Keen, de su cerebro, de su sangre, ¡de sus pobres órganos violados! Ahora escucha, Guy, pues esto es importante. ¿Sabía Keen cuándo pensáis atacar Harkley?

—No. Yo soy el único que lo sabe. Estas fueron tus instrucciones.

—Está bien. ¡Bravo! Al menos podemos dar gracias a Dios por esto. Ahora escucha: voy a ir a casa. Esta noche… ¡quiero decir hoy! En el primer vuelo posible. Carl Quint se quedará aquí y cuidará de poner fin a todo; pero yo voy para ahí. No me esperéis, si no puedo llegar a tiempo a Devon. Seguid como tenemos proyectado. ¿Entendido?

—Sí. —La voz del otro era siniestra—. ¡Oh, sí, lo entiendo perfectamente! ¡Y por Dios que lo espero con ansiedad!

Kyle entrecerró los ojos, que brillaron de furia.

—Haz quemar el cuerpo de Peter —dijo—, por si acaso… Y después quemad a Bodescu. ¡Quemad a todos los bastardos chupadores de sangre!

Quint le tomó delicadamente el teléfono de la mano y dijo:

—Guy, aquí Carl. Escucha, esto es de máxima prioridad. Envía a dos de nuestros mejores hombres a A.S.A.P. de Hartlepool. En especial, a Darcy Clarke. Hazlo ahora, antes de salir para Harkley.

—Está bien —dijo Roberts—. Lo haré. —Entonces captó la intención del otro. Su exclamación fue perfectamente audible, incluso a través de la conexión no demasiada clara—. Claro que lo haré. ¡Ahora mismo!

Kyle y Quint, pálidos, se miraron con los ojos muy abiertos. No hacía falta que expresasen con palabras lo que estaban pensando. Yulian Bodescu había aprendido casi todo lo que le interesaba acerca de ellos. Keen había tenido acceso, como todos ellos, a la ficha de Keogh. Lo que daba más miedo a los vampiros era que se descubriese lo que eran. Bodescu trataría de destruir a cualquiera que sospechase de él.

INTPES sabía lo que era, y el foco, el jinni loci, de INTPES, era alguien llamado Harry Keogh…

Darcy Clarke había consumido dos coñacs dobles, en rápida sucesión, antes de insistir en volver al trabajo. Esto había sido poco antes de la llamada de Roberts al Hotel Dunarea de Bucarest. Roberts, al principio vacilante, había dejado al fin que Clarke volviese a Harkley, pero con esta advertencia:

—Darcy, permanece en tu coche. No lo abandones, pase lo que pase. Sé que tu talismán funciona, pero, en este caso, podría no ser bastante. Necesitamos que alguien vigile aquella casa diabólica, al menos hasta que podamos movilizarnos plenamente, y ya que te ofreces voluntario…

Clarke había conducido el coche con cuidado, fríamente, hacia Harkley y había aparcado sobre la hierba rígida y negra, cerca de donde había estado el de Keen. Trataba de no pensar en el terreno donde se hallaba su automóvil, ni en lo que había ocurrido allí. Lo recordaba, nunca lo olvidaría, pero lo mantenía en la periferia de su conciencia, no dejaba que lo estorbase. Y así, con la pistola y la ballesta cargadas a su lado, se quedó vigilando la casa, sin apartar un momento la mirada de ella.

El miedo se había convertido en odio en el corazón de Clarke; estaba aquí de servicio, sí, pero era más que esto. Bodescu podía salir, podía mostrar la cara, y si lo hacía… Clarke se desesperaba por matarlo.

En la casa, Yulian estaba sentado en la oscuridad, junto a la ventana de su ático. También él había tenido un poco de miedo, casi de pánico. Pero ahora estaba, como Clarke, tranquilo, frío, calculador. Pues ahora sabía, con una excepción importante, todo lo que necesitaba saber sobre los que lo vigilaban. Lo único que ignoraba era cuándo vendrían. Pero sin duda sería pronto.

Miró en la oscuridad y pudo sentir que se acercaba la aurora. Allá abajo, más allá de la verja, en un coche aparcado al otro lado de la carretera, otro hombre estaba vigilando. Ah, pero éste estaría mejor preparado. Yulian proyectó sus sentidos de vampiro en la fría y nebulosa penumbra que precede al amanecer, y tocó ligeramente una mente. Una ráfaga de odio lo azotó, antes de que se cerrase aquella mente, pero no antes de que él la reconociese. Yulian sonrió.

Envió un mensaje telepático al sótano abovedado:

Vlad, un viejo amigo tuyo está vigilando la casa. Quiero que tú lo vigiles a él. Pero no dejes que te vea, ni trates de atacarlo. Ahora están alerta, esos vigilantes, y tensos como muelles. Si ése te viera, podrías pasarlo mal. Sólo obsérvalo, y, si se mueve o hace algo además de vigilarnos, házmelo saber. Ahora, ve

Una sombra grande y negra, de orejas caídas y ojos feroces, subió sin ruido los estrechos peldaños del pequeño edificio de detrás de la casa. Salió al jardín, se volvió hacia la verja y se puso a la sombra de los árboles y arbustos. Con la lengua colgando, Vlad se apresuró a obedecer…

Yulian llamó a las mujeres a la sala de estar de la planta baja. La habitación estaba a oscuras por completo, pero todos podían verse perfectamente. Quisieran o no, la noche era ahora su elemento. Cuando estuvieron reunidos, Yulian se sentó al lado de Helen en un sofá, esperó un momento, para asegurarse de que las mujeres le prestaban toda su atención, y después habló.

—Señoras —empezó, mofándose de ellas, en voz grave y siniestra—, pronto amanecerá. No puedo estar seguro, pero me imagino que será una de las últimas auroras que veréis. Vendrán unos hombres que tratarán de mataros. Esto puede no ser fácil, pero están resueltos y lo intentarán por todos los medios.

—¡Yulian! —Su madre se puso de repente en pie y preguntó, con voz impresionada y temerosa—: ¿Qué has hecho?

¡Siéntate! —le ordenó, mirándola con irritación. Ella obedeció, pero de mala gana. Y cuando se hubo sentado de nuevo en el borde de su sillón, Yulian prosiguió—: He hecho lo que tenía que hacer para protegerme. Y vosotras, todas vosotras, tendréis que hacer lo mismo, o moriréis. Pronto.

Helen, fascinada y horrorizada al mismo tiempo por Yulian, con la piel de gallina por el miedo que sentía, le tocó tímidamente un brazo.

—Yo haré lo que tú me pidas, Yulian.

El la empujó a un lado, casi derribándola del sofá.

—¡Lucha por ti, zorra! Es lo único que te pido. No por mí, sino por ti…, ¡si es que deseas vivir!

Helen se apartó de él.

—Yo sólo…

—¡Cállate! —gruñó él—. Debéis defenderos vosotras, porque yo no estaré aquí. Me iré al amanecer, cuando ellos menos se lo esperen. Pero vosotras tres os quedaréis. Mientras estéis aquí, se imaginarán que yo también estoy.

Asintió con la cabeza y sonrió.

—¡Mírate, Yulian! —silbó de pronto su madre, con veneno en la voz—. Siempre fuiste un monstruo por dentro, ¡y ahora lo eres también por fuera! No quiero morir por ti, pues incluso esta media vida es mejor que ninguna; pero tampoco pretendo luchar por ella. ¡Nada de lo que puedas decir o hacer me obligará a matar para salvar lo que has hecho de mí!

El se encogió de hombros.

—Entonces morirás muy pronto. —Se volvió a Anne Lake—. ¿Y tú, querida tía? ¿Volverás también pasivamente a tu hacedor?

Anne tenía los ojos desorbitados y los cabellos desgreñados. Parecía loca.

—¡George está muerto! —balbució, llevándose las manos a la cabeza—. Y Helen está… cambiada. Mi vida ha terminado. —Dejó de mesarse los cabellos, se inclinó hacia adelante en su sillón y miró con furia a Yulian—. ¡Te odio!

—¡Oh, ya lo sé! —dijo él, asintiendo con la cabeza—. Pero ¿vas a dejar que te maten?

—Muerta estaré mejor —dijo ella.

—¡Ah, pero una muerte así! —dijo él—. Viste morir a George, querida tía, y sabes lo terrible que fue. La estaca, la cuchilla y el fuego.

Ella se puso en pie de un salto y sacudió frenéticamente la cabeza.

—Ellos no lo harán… La gente… ¡no lo hace!

—Pero esa gente sí —y la miró con los ojos muy abiertos, casi inocentemente, remedando su expresión—. Lo harán, porque saben lo que sois. ¡Saben que sois wamphyri!

—¡Podemos salir de este lugar! —gritó Anne—. Vamos, Georgina, Helen…, ¡nos marcharemos ahora mismo!

—¡Sí, marchaos! —dijo Yulian, harto de ellas—. Marchaos todas. Dejadme… partid ahora…

Lo miraron con incertidumbre, pestañeando al mismo tiempo sus ojos amarillos.

—No os detendré —les dijo, encogiéndose de hombros. Se puso en pie, como si fuese a salir de la habitación—. No, yo no os detendré. ¡Lo harán ellos! ¡Os matarán! Ahora están allá fuera, vigilan… y esperan…

—¿Adónde irás tú, Yulian?

Su madre se levantó y pareció que iba a agarrarlo, a detenerlo. Él la contuvo sólo con un gruñido de advertencia y pasó por su lado.

—Tengo que hacer preparativos —dijo— para mi partida. Me imagino que también vosotras tendréis algunas últimas cosas que hacer. ¿Tal vez rezar a un dios inexistente? ¿Mirar fotografías muy apreciadas? ¿Recordar viejos amigos o amantes, mientras podáis?

Sonrió despectivamente y las dejó para que hicieran lo que quisiesen…

Martes, ocho cuarenta de la mañana, hora de Europa central. Aeropuerto de Bucarest.

El avión de Alec Kyle debía despegar dentro de veinticinco minutos, y acababan de llamar a los pasajeros. Kyle estaría en Roma dentro de dos horas y media y, si no había problemas con el enlace, llegaría a Heathrow alrededor de las dos de la tarde, hora local. Con un poco de suerte, alcanzaría su lugar de destino en Devon una hora antes de que Guy Roberts y su equipo fuesen a «limpiar» Harkley. Y aunque se equivocase en el cálculo del tiempo, Roberts estaría in situ, en la casa, cuando al fin llegase él. Las últimas etapas de su viaje serían en helicóptero desde Heathrow hasta Torquay, y en otro del servicio de socorro marítimo hasta Paignton, por cortesía de la guardia costera de Torquay.

Kyle había hecho estos arreglos finales por teléfono, desde el aeropuerto y vía John Grieve, en Londres, tan pronto como había descubierto que éste era el primer avión que podría tomar. Por fortuna pudo, al menos una vez, establecer comunicación sin grandes dificultades.

Al oír la llamada para embarcar, Félix Krakovitch dio un paso adelante y asió la mano de Kyle.

—Muchas cosas han pasado en poco tiempo —dijo—. Pero he tenido mucho gusto… en conocerlo.

Se estrecharon la mano, con torpeza, pero sinceramente. Sergei Gulhárov fue mucho más expresivo: abrazó a Kyle y lo besó en las mejillas. Kyle encogió los hombros y sonrió, esperaba que con no demasiada timidez. Se alegró de haberse despedido de Irma Dobresti la noche anterior. Carl Quint lo saludó con la cabeza y levantó los dos dedos pulgares.

Krakovitch llevó el equipaje de mano de Kyle hasta la puerta de salida. Desde allí, Kyle avanzó solo, cruzó las puertas y salió al asfalto, encontrando un sitio entre los pasajeros que se empujaban. Miró una vez hacia atrás, agitó la mano, se volvió y apretó el paso.

Quint, Krakovitch y Gulhárov esperaron hasta que dobló la esquina de la maciza torre de control y se perdió de vista. Después salieron rápidamente del aeropuerto. Ahora estaban dispuestos a emprender su propio viaje: hacia la vieja Moldavia, donde cruzarían en automóvil la frontera rusa por el río Prut. Krakovitch había hecho ya las gestiones necesarias, a través, naturalmente, de su segundo en el mando, en el château Bronnitsy.

En el aeropuerto, Kyle se acercó a su avión. Cerca del pie de la escalera móvil, un tripulante uniformado los saludó y comprobó por última vez su tarjeta de embarque. Entonces se acercó un oficial sonriente, que miró también aquella tarjeta.

—¿Señor Kyle? Un momento, por favor.

Su voz era inexpresiva, no revelaba nada. Como tampoco lo revelaba el sistema interior de alarma de Kyle. ¿Por qué había de hacerlo? Aquí no había nada que no fuese natural. Antes al contrario, lo que se preparaba era muy corriente, pero terrible a pesar de todo.

Al desaparecer los últimos pasajeros en el interior del avión, tres hombres salieron de detrás de la escalera. Llevaban abrigos ligeros y sombreros de fieltro de un gris oscuro. Aunque vestían de paisano para guardar el anonimato, era como si vistiesen uniforme; su identidad era inconfundible. Aunque Kyle no los hubiese conocido, habría reconocido las maletas que llevaba uno de ellos. Eran las suyas.

Dos de los hombres de la KGB le cerraron el paso sin sonreír, mientras el tercero se le acercaba mucho, dejaba sus maletas en el suelo y tomaba el equipaje de mano. Kyle sintió una punzada de miedo, un momento de pánico.

—¿Hace falta que me presente? —dijo el agente ruso, mirando fijamente a los ojos de Kyle.

Kyle recobró su aplomo, sacudió la cabeza y consiguió sonreír tristemente.

—Creo que no —respondió—. ¿Cómo está usted esta mañana, señor Dolgikh? ¿O debería llamarle simplemente Theo?

—Diga «camarada» —respondió Dolgikh, sin humor—. Eso será suficiente…

Cualesquiera fuesen las intenciones de Yulian Bodescu, no había salido de casa Harkley al amanecer.

A las cinco de la mañana llegaron Ken Layard y Simon Gower para relevar a Darcy Clarke, que regresó entonces a Paignton. A las seis, Trevor Jordan se reunió con Layard y Gower; los tres se separaron, formando los vértices de un triángulo. Una hora más tarde, había dos hombres más, refuerzos que Roberts había pedido a Londres. Todas estas llegadas fueron debidamente comunicadas por Vlad, hasta que Yulian ordenó al perrazo que bajase al sótano. Ahora era de día y Vlad habría sido visto al ir de un lado a otro. El alsaciano era la retaguardia de Yulian y no convenía que sufriese daño por ahora.

La fuerza numérica del enemigo había acorralado a Yulian; pero igualmente malo, desde su punto de vista, era que no había nubes en el cielo y el sol brillaba con fuerza. La niebla de la noche se había levantado pronto y el aire era claro y olía a fresco. Detrás de la casa, más allá del muro que marcaba la linde de la finca, los árboles se encaramaban hasta la cima de un monte poco elevado. Había un camino entre aquéllos y uno de los vigilantes había conseguido llevar su coche hasta allá arriba. Ahora estaba sentado allí, observando la casa con unos prismáticos. Yulian habría podido verlo fácilmente desde una de las ventanas de atrás del piso alto, pero no tuvo necesidad de ello. Sentía que estaba allí.

Delante de la casa había otros dos vigilantes: uno no lejos de la verja, plantado al lado de su coche, y el otro a unos cuarenta o cuarenta y cinco metros de distancia. Sus armas no eran visibles, pero Yulian sabía que tenían alabardas. Y sabía el dolor que le produciría una saeta de madera dura. Dos hombres más guardaban los flancos, uno a cada lado de la casa, cuyo jardín podían observar por encima de los muros.

Yulian estaba atrapado… de momento.

¿Luchar? Ni siquiera podía abandonar la casa sin que ellos lo viesen. Y aquellas alabardas serían mortalmente precisas. El día siguió avanzando; pasó el mediodía y llegó la tarde, y Yulian empezó a sudar. A las tres llegó un sexto hombre, conduciendo un camión. Yulian lo observó cuidadosamente desde detrás de las cortinas de la ventana del ático.

El conductor del camión debía de ser el jefe de aquellos malditos espías psíquicos. Al menos, el jefe de este grupo. Estaba gordo, pero no era en modo alguno torpe; su mente debía de ser dura y clara, pero guardaba sus pensamientos como si fuesen oro. Empezó a distribuir elementos indeterminados de equipo pesado en bolsas de lona, y también envases de comida y de bebida, entre los otros hombres. Pasó algún tiempo con cada uno de ellos, hablándoles, mostrándoles ciertas piezas de equipo y dándoles instrucciones. Yulian sudó todavía más. Ahora sabía que sería esta tarde. El tráfico rodaba por la carretera como era costumbre en otoño; había parejas que paseaban bajo el sol, asidos de la mano; los pájaros cantaban en los bosques. El mundo parecía el mismo de siempre, pero aquellos hombres habían resuelto que fuese el último día de Yulian Bodescu.

Resguardándose lo más posible, el vampiro arriesgó el pellejo haciendo excursiones fuera de la casa. Empleaba una ventana de atrás de la planta baja, disimulada por unos arbustos, y también la salida del sótano a través del edificio exterior. Si hubiese estado debidamente preparado, habría podido escapar en dos ocasiones, cuando los vigilantes de la parte de atrás y de un lado de la casa bajaron a la carretera en busca de sus pertrechos; las dos veces habían vuelto mientras él estaba calculando todavía las probabilidades. Ahora se puso aún más nervioso y su pensamiento se volvió errático.

En la casa, siempre que se cruzaba con una de las mujeres, sacudía los brazos, gritaba, maldecía. Su nerviosismo se contagió a Vlad, y el perrazo andaba continuamente de un lado a otro en el sótano vacío.

Entonces, a eso de las cuatro, Yulian percibió de pronto una extraña quietud psíquica, la calma mental que precede a la tormenta. Aguzó hasta el máximo sus sentidos de vampiro…, nada pudo detectar. Los vigilantes habían aislado sus mentes, de manera que no pudiesen traslucir sus ideas, sus intenciones. Pero, al hacerlo así, descubrieron su último secreto, dijeron a Yulian el tiempo que habían fijado para su muerte.

Iba a ser ahora, dentro de esta hora, y la luz sólo empezaba a menguar al descender el sol hacia el horizonte.

Yulian apartó a un lado el miedo. ¡Era wamphyri! Aquellos hombres tenían poderes, sí, y eran fuertes, Pero él los tenía también, y tal vez podría demostrar que era más fuerte que ellos.

Bajó al sótano y habló a Vlad:

Me has sido fiel como sólo puede serlo un perro, dijo, mirando a los ojos al gran animal, pero tú eres más que un perro. Puede que los hombres de allá fuera lo sospechen, y puede que no. Sea como fuere, serás el primero en enfrentarte a ellos cuando vengan. No les des cuartel. Si sobrevives, ven a buscarme

Y entonces «habló» al Otro, a aquella asquerosa extrusión de él mismo. Era la implantación de sugerencias en un espacio en blanco, la impresión de una idea sobre un vacío, la marca al hierro candente en el pellejo de un animal. Las losas del suelo se combaron en un oscuro rincón, el suelo se movió y cayó polvo de la baja bóveda. Esto fue todo. Tal vez lo había comprendido, o tal vez no…

Por último volvió a su habitación y se cambió de ropa; se puso un traje deportivo gris y metió el sombrero de ala ancha debajo del cinturón. Plegó cuidadosamente una muda y la introdujo en una pequeña maleta, junto con una cartera que contenía mucho dinero en billetes grandes. No necesitaba más que eso.

Mientras pasaban los minutos, se sentó, cerró los ojos y concentró toda su atención en la Madre Naturaleza, en una prueba definitiva de sus poderes de vampiro maduro. Conjuró la niebla, pidió que una pantalla blanca envolvente surgiese de la tierra y los arroyos y los bosques, que una bruma pegajosa descendiese de los montes.

Los vigilantes, tensos ahora como los muelles de sus arcabuces, apenas se dieron cuenta de que el sol se ocultaba detrás de las nubes y de que la niebla subía sobre sus tobillos; como un solo hombre, tenían su atención fija en la casa.

Y el tiempo avanzaba inexorablemente hacia la hora señalada.

Darcy Clarke rodaba furiosamente hacia el norte. Había maldecido en voz alta hasta enronquecer, y después en silencio, hasta que su maldición se redujo a una palabra de cinco letras repetida una y otra vez en su excitada mente. Lo que provocaba su furia era que no estaría allí cuando se produjese la matanza. No participaría en el ataque contra Harkley. En vez de esto, tenía que ser ahora guardián de… ¡un niño pequeño!

Clarke no tenía dudas acerca de la importancia de su nueva tarea y comprendía su objetivo: dadas sus facultades, era muy improbable que pudiese ocurrirle algo malo. Y si era así y escudaba al joven Harry Keogh, el pequeño estaría igualmente seguro. Pero, según las convicciones de Darcy, prevenir era mejor que curar. Si moría Bodescu en Harkley, nadie tendría que preocuparse por el niño. Y si él, Darcy Clarke, estuviese en Harkley, si sólo estuviese allí, ¡seguro que Bodescu sería aniquilado!

Pero no estaba allí, sino que conducía su automóvil hacia el norte, hacia aquel agujero dejado de la mano de Dios que era Hartlepool…

Por otra parte, sabía que cada uno de los que se encontraban allí estaba igualmente resuelto a destruir a Bodescu. Lo cual era un consuelo.

Había vuelto a Paignton antes de las seis de la mañana y Roberts le había ordenado que se fuese a la cama. Más tarde, le había dicho, le encargaría un trabajo importante, y quería que al menos durmiese seis horas. Luego había dormido y, aunque temiera los peores sueños, no tuvo ninguno. Al mediodía, Roberts lo había despertado y le había dicho cuál era su nueva misión. Desde entonces, todo fue para Clarke conducir y maldecir.

Había tomado la M1 en Leicester y después la A19 en Thirsk. Ahora estaba a menos de una hora de su lugar de destino, y eran (miró su reloj) las cuatro cincuenta de la tarde.

Clarke dejó de maldecir. ¡Dios mío! ¿Qué estaría pasando ahora allá abajo?

—¿De dónde diablos ha venido esta niebla? —Trevor Jordan tembló y se levantó el cuello de la chaqueta—. ¡Caray! El día era muy bueno, al menos desde el punto de vista del tiempo atmosférico.

A pesar de su vehemencia, Jordan había hablado en un murmullo.

Todos los agentes de INTPES, en sus diversas posiciones alrededor de la casa, habían hablado en voz baja desde hacía veinte minutos. A las cuatro y media, siguiendo instrucciones de Roberts, habían formado parejas; lo cual era muy conveniente, pues la niebla se había espesado y empezaba a amenazar su seguridad individual. Era tranquilizador tener muy cerca a alguien.

El «compañero» de Jordan en la maniobra era Ken Layard, el «localizador». Éste también temblaba, pese a que llevaba sobre la espalda un lanzallamas Brisson Mark III que pesaba treinta y cinco kilos.

—No estoy seguro —dijo al fin, respondiendo a la pregunta de Jordan—, pero creo que esto es cosa de él —y señaló con la cabeza hacia la casa ahora envuelta en niebla.

Habían atravesado la cerca del lado norte, por un sitio en que habían encontrado un boquete en el muro. Hacía un minuto, a las cuatro cincuenta, tras comprobar sus relojes, habían pasado por allí y Jordan había ayudado a Layard a ponerse los pantalones y la chaqueta de amianto. Después habían sujetado el bidón sobre su espalda y él había examinado la válvula de la manguera y el mecanismo de disparo. Con la válvula abierta, lo único que tenía que hacer era apretar el gatillo para provocar un infierno. Era lo que pensaba hacer.

—¿De él? —Jordan miró ceñudo a su alrededor. Había niebla en todas partes. Desde aquí, el muro de atrás, en la vertiente del monte, era invisible; lo mismo que el de delante, que daba a la carretera. Harvey Newton y Simon Gower bajarían desde el monte y Ben Trask y Guy Roberts subirían por el camino de la verja. Todos convergerían sobre la casa a las cinco en punto—. ¿A quién te refieres cuando dices «él»? ¿A Bodescu?

Jordan echó a andar entre los arbustos hacia la masa sombría de la casa.

—A Bodescu, sí —respondió Layard—. Soy un localizador, ¿recuerdas? Es lo mío.

—¿Y qué tiene que ver esto con la niebla?

Jordan empezaba a tener los nervios de punta. Era un telépata de dudosas facultades, pero Roberts le había advertido que no las probase con Bodescu, y menos en este momento crucial de la operación.

—Cuando trato de encontrarlo con los ojos de la mente —trató de explicarle Layard—, dentro de la casa, no puedo localizarlo. Es como si formase parte de la niebla. Por esto creo que se propone algo. ¡Lo siento como una masa de niebla grande y amorfa!

—¡Jesús! —murmuró Jordán, temblando de nuevo.

En medio de un silencio total y amenazador, se dirigieron al pequeño edificio exterior, cuya puerta abierta conducía al sótano…

Simón Gower y Harvey Newton se acercaron a la casa desde el campo ligeramente inclinado y lleno de matorrales de la parte de atrás. No había muchos sitios donde resguardarse, por lo que la niebla los favorecía. Así se lo imaginaban. Newton era telépata, venido de Londres con Ben Trask, como refuerzos. Newton y Trask no estaban completamente au fait de la situación, como los otros, y por eso los habían separado.

—Vaya pareja que hacemos, ¿eh? —dijo Newton nervioso, cuando el suelo se niveló y la niebla subió todavía más—. Tú, con esa maldita y gran antorcha en la espalda, y yo, ¡con una ballesta! Mira, si esto es un juego, debemos tener un aspecto horrible.

¡Dios! —lo cortó en seco Gower, doblando una rodilla y trajinando furiosamente con la válvula de su manguera.

—¿Qué? —Newton se sobresaltó, miró a su alrededor y sostuvo la alabarda delante de él como un escudo—. ¿Qué?

No podía ver nada, pero sabía que el don de Gower era prever el futuro, ¡sobre todo el futuro inmediato!

—¡Viene! —Gower ya no murmuraba, sino que lo dijo gritando—: Viene… ¡Ahora!

Delante de la casa, donde Guy Roberts y Ben Trask se detuvieron en el camión del primero, no se oyeron los gritos de Gower con el ruido del motor del vehículo. Pero algo ocurría en el lado norte de la casa. Trevor Jordan se agachó instintivamente; después empezó a correr oblicuamente hacia la parte trasera del edificio. Ken Layard, estorbado por el lanzallamas que llevaba a cuestas, avanzó más despacio.

Layard, tropezando con los húmedos matorrales, vio que la figura de Jordan se hundía en un banco oscilante de niebla al pasar por delante de la puerta abierta de un edificio exterior, y entonces vio también que algo salía disparado de aquella puerta, gruñendo frenéticamente. ¡Era el perrazo de Bodescu! Sin nada que lo pudiese detener, el bruto de ojos enrojecidos se lanzó a la niebla detrás de Jordan.

—¡Trevor, detrás de ti! —gritó Layard con todas sus fuerzas.

Abrió la válvula de la manguera, apretó el gatillo y rezó: Dios mío, ¡no permitas que queme a Trevor!

Un chorro rugiente de fuego amarillo rasgó la cortina de niebla como una antorcha entre telarañas. Jordan había doblado ya la esquina de la casa, pero Vlad estaba todavía a la vista, saltando resueltamente detrás de aquél. La expansiva y abrasadora «V» de calor alcanzó al perro, lo tocó, lo envolvió…, pero tan sólo un instante. Después, también él dobló la esquina.

Ahora, delante de la casa, Guy Roberts y Ben Trask habían bajado del camión. Roberts oyó gritos y el rugido de un lanzallamas. Faltaba todavía un minuto para las cinco, pero el ataque había empezado ya, lo cual tal vez quería decir que lo había provocado el otro bando. Roberts se llevó un silbato de policía a los labios y dio un breve toque. Ahora, pasara lo que pasase, los seis agentes de INTPES se moverían juntos contra la casa.

Roberts llevaba el tercer lanzallamas; se encaminó directamente a la puerta principal, entreabierta a la sombra de un pórtico con columnas. Trask le siguió. Era un detector de mentiras humano; esta facultad no tenía aplicación aquí, pero también era joven, avispado, y sabía cuidar de sí mismo. Al disponerse a seguir a Roberts, algo le llamó la atención; captó un movimiento furtivo por el rabillo del ojo.

A unos veinte metros de distancia, entre grandes bancos de niebla, había pasado fugazmente una figura que se había introducido en silencio en el refugio del viejo granero. Fuera lo que fuese lo que había entrado allí, nada le impediría salir de la finca si Roberts y Trask se metían en la casa.

—¡Oh, no, no lo hagas! —gruñó Trask. Y levantando la voz—: En el granero, Guy.

Roberts, que había llegado a la puerta de la casa, se volvió y vio a Trask que corría agachado hacia el granero. Maldiciendo en voz baja, fue tras él.

Detrás de la casa Harkley, Vlad salió tosiendo y aullando de la niebla e intentó saltar sobre los tres hombres que encontró allí. El perro era una silueta ennegrecida, envuelta en humo y llamas, y que, incluso ardiendo, se lanzaba de costado contra la espalda de Jordan.

Cuando éste había salido corriendo de detrás de la esquina, Gower había estado a punto de disparar su lanzallamas; suerte que reconoció a Jordan en el último momento. Harvey Newton, por su parte, había lanzado una bala contra la figura nebulosa e iba a disparar la saeta cuando Gower le lanzó un grito de advertencia y lo empujó a un lado con el hombro. La saeta salió inofensiva por la tangente y desapareció a lo lejos entre la niebla. Por fortuna Jordan había visto a los dos hombres que al parecer le estaban apuntando, y se echó cuerpo a tierra. Pero no había visto aquello que lo perseguía y que incluso ahora saltaba y arqueaba el cuerpo entre una nube de chispas y de humo. Vlad aterrizó torpemente, se encogió para saltar contra Newton y Gower y se encontró delante de un chorro de llamas del arma del segundo. El perro se derrumbó en el suelo entre aullidos, como una bola de fuego crepitante que trataba de correr en todas direcciones y no iba a ninguna parte.

Jordan se puso en pie; los tres hombres jadeaban aún mientras veían cómo ardía Vlad. Newton había vuelto a cargar con dificultad su alabarda; creyó ver que algo se movía entre la niebla y se volvió en aquella dirección. ¿Qué era aquello? ¿O había sido… su imaginación? Los otros no parecieron haberlo advertido; estaban mirando a Vlad.

—¡Oh, Dios mío! —gimió Jordán.

Newton vio la expresión de su semblante, se olvidó de lo que creía haber visto y se volvió para observar la agonía del perro incandescente.

El cuerpo ennegrecido de Vlad palpitó y vibró, se abrió y proyectó un haz de tentáculos que se retorcieron como dedos de seis o siete palmos en el aire. Mascullando palabrotas y desorbitados los ojos, Gower regó con fuego aquella cosa. Los tentáculos humearon, se cubrieron de ampollas y se derrumbaron, pero el cuerpo del perro siguió palpitando.

—¡Jesús! —exclamó horrorizado Jordán—. ¡También cambió al perro!

Sacó una cuchilla del cinto, avanzó unos pasos, se resguardó los ojos contra el calor y cortó la cabeza de Vlad de un solo y limpio tajo.

Jordán se echó atrás y gritó a Gower:

—¡Acaba con él…, asegúrate de que acabas con él! He oído el silbato de Roberts. Harvey y yo entraremos en la casa.

Mientras Gower seguía quemando los restos del perro, Jordan y Newton se dirigieron, tambaleantes entre el humo y el hedor, a la parte de atrás de la casa, donde encontraron una ventana abierta. Se miraron y se lamieron nerviosamente los labios a la vez. Ambos respiraban fatigosamente aquel aire húmedo y apestoso.

—Vamos —dijo Jordán—. Cúbreme.

Empuñó la ballesta y pasó las piernas por encima del alféizar de la ventana…

En el granero, Ben Trask se detuvo en seco, alerta la cara cuadrada, aguzando los oídos en el silencio. El silencio le decía que allí no había nadie, pero mentía. Trask lo sabía con la misma seguridad que si hubiese estado sentado detrás de una ventana de cristal transparente en una sola dirección, escuchando el interrogatorio de unos criminales por la policía. La imagen era falsa, una mentira.

Había viejos aperos de labranza tirados por todas partes. La niebla, entrando por los extremos abiertos del edificio, se había vuelto resbaladiza como un acero viejo revestido de un sudor metálico; cadenas y neumáticos gastados pendían de ganchos en las paredes; un montón de tablas de ensambladura se balanceaba inseguro, como si alguien acabase de empujarlo. Entonces vio los escalones de madera que ascendían en la penumbra y, al mismo tiempo, una brizna de paja que caía.

Aspiró con fuerza, volvió la cara y la alabarda hacia arriba, en dirección al agujereado techo de tablas, y tuvo el tiempo justo para ver una cara enloquecida de mujer y de oír un silbido de triunfo al lanzarle ella una horca. Trask no tuvo tiempo de apuntar, sino que apretó simplemente el gatillo.

Una de las afiladas púas de la horca no dio en el blanco, pero la otra se clavó debajo de la clavícula y le atravesó el hombro derecho, haciéndola caer hacia atrás. Simultáneamente, sonó un chillido de locura y Anne Lake cayó de las podridas tablas entre una nube de polvo y paja menuda. Cayó de plano sobre la espalda, con la saeta de Trask clavada en el centro del pecho. La saeta y la caída hubiesen debido matarla, pero ya no era un ser enteramente humano.

Trask estaba apoyado en la pared lateral tratando de arrancarse la horca del hombro. Pero no podía; no tenía fuerza; el dolor y la impresión lo habían dejado débil como un gatito. Sólo podía mirar y tratar de no perder el conocimiento, mientras la «tía» de Yulian Bodescu se arrastraba hacia él a cuatro patas y le arrancaba brutalmente la horca. Y entonces Trask se desmayó.

Anne Lake, gruñendo como una fiera, levantó la horca y apuntó al corazón de Trask. Detrás de ella, Guy Roberts agarró el mango de madera de la horca, tiró de él e hizo perder el equilibrio a la mujer, que aulló enfurecida, cayó de nuevo de espaldas, agarró la saeta con ambas manos y trató de arrancársela del pecho. Roberts, con el estorbo del aparato que llevaba a cuestas, pasó tambaleante junto a ella, agarró a Trask de la chaqueta y, de alguna manera, consiguió arrastrarlo fuera del granero. Después volvió atrás, apuntó la manguera y apretó con firmeza el gatillo.

El granero se transformó al momento en un gigantesco horno; calor y fuego y humo lo llenaron desde el suelo hasta el tejado, y salieron por los extremos abiertos. Y en medio de todo aquello, algo chillaba y chillaba, en un creciente y sibilante alarido, que sólo cesó al derrumbarse la planta superior sobre aquel rugiente infierno. Pero Roberts siguió apretando el gatillo, hasta que estuvo seguro de que nada, nada, pudiera haber sobrevivido allí…

Detrás de la casa, Ken Layard encontró a Gower quemando a Vlad. Jordan acababa de entrar en aquélla por la ventana abierta y Newton estaba a punto de seguirlo.

—¡Alto! —le gritó Layard—. No puedes manejar dos ballestas al mismo tiempo. —Dio un paso al frente—. Yo iré por aquí con Jordan —dijo a Newton—. Tú quédate con Gower y pasad a la parte delantera. ¡Deprisa!

Mientras Layard entraba torpemente por la ventana, Newton arrastró a Gower lejos de aquella cosa carbonizada y humeante que había sido Vlad y señaló con el pulgar la esquina más lejana de la casa.

—¡Esa cosa está acabada! —le gritó—. Por consiguiente, ¡serénate! Vamos; los otros estarán ya dentro.

Cruzaron rápidamente el jardín envuelto en niebla, hacia el lado sur de la casa, y vieron cómo Roberts se apartaba del granero en llamas y arrastraba a Trask fuera de la zona de peligro. Roberts lo vio y gritó:

—¿Qué diablos pasa ahí?

—Gower ha quemado al perro —le respondió Newton, también a voz en grito—. Aunque no era… ¡ya no era un perro!

Roberts mostró los dientes en una medio mueca, medio sonrisa.

—Nosotros pillamos a Anne Lake —dijo, al acercarse Newton y Gower—. Y desde luego, ¡no era una mujer! ¿Dónde están Layard y Jordan?

—Dentro —dijo Gower. Estaba temblando, empapado en sudor—. Y esto no ha terminado aún, Guy. Todavía no. ¡Habrá más!

—He tratado de explorar la casa —dijo Roberts—. ¡Nada! Todo es nebuloso en ella. ¡Una maldita niebla mental! Aunque era inútil intentarlo. ¡Aquí pasan demasiadas cosas! —Agarró a Gower—. ¿Estás bien?

Gower asintió con la cabeza.

—Creo que sí.

—Bien. Ahora escuchad. Hay bombas de termita en el camión; también explosivos de plástico en mochilas. Desparramadlo todo por el sótano. Procurad llevarlo de una vez. Y nada de lanzallamas mientras llevéis aquel material. Mejor que los dejéis y toméis una ballesta como Newton. Aquello estalla por exceso de calor o al contacto de una llama. Dejadlo allí, salid y manteneos lejos. Tres de nosotros en la casa debería ser bastante. Y si no, lo será el fuego.

—¿Vas a entrar ahí?

Gower miró la casa y se lamió los labios.

—Sí —dijo Roberts—. Todavía nos quedan Bodescu, su madre y la chica. Y no os preocupéis por mí. Id con cuidado. El sótano puede ser mucho peor que la casa.

Se dirigió a la puerta abierta debajo del pórtico con columnas.

Jordan apretó con más fuerza la ballesta, hizo girar el tirador y abrió la puerta de una patada. ¡No era una trampa! Al menos, él no podía verla. En realidad, la escena absolutamente natural de detrás de la puerta del cuarto de baño lo dejó desconcertado. Toda su tensión desapareció al instante, y se sintió… como un grosero intruso.

La joven —sin duda Helen Lake— era hermosa y estaba desnuda por completo. El agua chorreaba sobre ella y hacía brillar su cuerpo adorable. Estaba en pie, de lado, y su silueta se recortaba sobre los azulejos de la pared de la ducha. Al abrirse de golpe la puerta, volvió la cabeza y miró a Jordan con ojos aterrorizados. Después lanzó una exclamación ahogada y se apoyó en la pared, como si fuese a desmayarse. Se llevó una mano al pecho, parpadeó y empezaron a doblarse sus rodillas.

Jordan bajó a medias la ballesta y se dijo: «¡Jesús! ¡Si no es más que una niña asustada!». Empezó a alargar la mano libre, para sostenerla…, pero entonces otros pensamientos, los pensamientos de ella, se grabaron bruscamente en su mente telepática.

Ven, querido. Ven a ayudarme. ¡Oh, tócame, abrázame! Un poco más cerca, amor mío… ¡así! Y ahora

Cuando ella se volvió más hacia él, Jordán se echó atrás. Sus ojos eran grandes, triangulares, ¡demoníacos! ¡Su cara se había transformado instantáneamente en la de una bestia! Y con la mano derecha, invisible hasta ahora, empuñaba un cuchillo de trinchar. Lo levantó mientras agarraba la chaqueta de Jordan con la otra mano, que parecía de hierro. Lo atrajo hacia sí sin el menor esfuerzo… y él disparó la ballesta a quemarropa contra su pecho.

Arrojada contra la pared de la ducha, clavada allí por la saeta, soltó el cuchillo y lanzó unos gritos desgarradores. La sangre manaba a raudales del sitio donde la había atravesado la saeta, de la que sólo sobresalían las plumas. Ella la agarró y, sin dejar de chillar, sacudió el cuerpo de un lado a otro. La saeta se desprendió de la pared, entre crujido de azulejos y de yeso, y la joven se tambaleó en la ducha tirando del asta y sin dejar de gritar.

—¡Dios, Dios, Dios mío! —exclamó Jordan, sin poder moverse.

Layard lo empujó a un lado con el hombro, apretó el gatillo del lanzallamas y convirtió toda la ducha en una abrasadora y humeante olla a presión. Se interrumpió a los pocos segundos, para observar con Jordán el resultado. Se aclararon el humo negro y el vapor y el agua continuó chorreando, brotaba ahora de media docena de sitios donde se habían fundido las tuberías de plástico.