Génova es una ciudad de contrastes. Desde la extrema pobreza en los callejones empedrados y los sucios bares de los barrios portuarios, hasta los grandes y lujosos apartamentos que miran a las calles desde amplias ventanas y espaciosos balcones; desde las inmaculadas piscinas de los ricos hasta las playas sucias y manchadas de petróleo; desde las sombrías, claustrofóbicas y laberínticas callejuelas de las entrañas de la ciudad hasta las aireadas y proporcionadas stradas y piazzas, el contraste es evidente en todas partes. Elegantes jardines lindan con montañas de hormigón; el relativo silencio de los suburbios residenciales selectos es roto en dirección a la ciudad por el estruendo del tráfico, que no mengua en toda la noche, y el aire dulce de los altos niveles cede el paso al polvo y a los vapores azules de los tubos de escape en los barrios bajos congestionados y privados de sol. Construida en la ladera de una montaña, los niveles de Genova son muchos y vertiginosos.
La sede del servicio secreto británico estaba en un enorme ático de un bloque imponente que daba al Corso Aurelio Saffi. En la parte delantera, de cara al mar, el edificio tenía cinco pisos de alto techo sobre la calle; en la parte de atrás, debido a que los cimientos estaban hincados en la cima de una roca, con el edificio encaramado en su borde, había un segundo nivel de tres pisos, más hondo. El aspecto, desde los balcones de atrás, de bajas barandas, era de vértigo, sobre todo para Jason Cornwell, alias «Mr. Brown».
Génova, domingo, nueve de la noche. Pero en Rumania, Harry Keogh estaba todavía hablando con los cazadores de vampiros en su suite de Ionesti, y pronto saldría de allí para seguir el hilo de su vida en el futuro próximo y en Devon, y Yulian Bodescu continuaba preocupado por los hombres que lo estaban observando y preparaba un plan para descubrir quiénes eran y qué pretendían. Pero aquí, en Génova, Jason Cornwell estaba sentado en su sillón muy rígido y con los labios apretados, y observaba cómo empleaba Theo Dolgikh un cuchillo de cocina para desprender el mortero estropeado de las piedras de la ya peligrosa pared del balcón. Y el sudor sobre el labio superior y en las axilas de Cornwell tenía poco o nada que ver con la atmósfera pegajosa y sofocante de Génova en verano.
En cambio, tenía que ver con el hecho de que Dolgikh lo había sorprendido, había atrapado a la araña británica en su propia red, precisamente aquí, en su casa segura. Normalmente, el piso habría estado ocupado por dos o tres agentes más del servicio secreto, pero, como Cornwell (o «Brown») estaba atareado en algo que rebasaba los límites del espionaje corriente —en realidad, en un trabajo de especialista—, los ocupantes regulares habían sido «llamados» para otro trabajo, dejando el lugar vacío y sólo accesible a Brown.
Brown había llevado allí a Dolgikh el sábado, pero, en poco más de veinticuatro horas, el ruso había conseguido volver las tornas. Fingiendo que dormía, había esperado al mediodía del domingo, en que salió Brown para tomar una cerveza y comer un bocadillo, y entonces había trabajado frenéticamente para librarse de las cuerdas con que estaba atado. Cuando volvió Brown cincuenta minutos más tarde, Dolgikh lo pilló completamente por sorpresa. Más tarde… Brown había vuelto en sí sobresaltado, con la mente y la carne simultáneamente atacadas por unas sales aplicadas a su nariz y unas fuertes patadas en sus partes más sensibles. Y se había encontrado con que se habían invertido las posiciones, pues ahora estaba él atado en el sillón, mientras Dolgikh sonreía. Salvo que la sonrisa del ruso era la de una hiena.
Sólo había una cosa, sí, una sola, que Dolgikh quería saber: ¿dónde se hallaban ahora Krakovitch, Kyle y compañía? El ruso estaba seguro de que lo habían apartado deliberadamente del juego, lo cual podía significar que el premio sería muy elevado. Ahora tenía la intención de volver a meterse en él.
—No sé dónde están —le había dicho Brown—. Yo sólo me cuido de mis asuntos.
Dolgikh, cuyo inglés algo gutural era bueno, no estaba para cuentos. Si no podía descubrir dónde estaban los de la percepción extrasensorial, sería el fin de su misión. Y es probable que el próximo trabajo tendría que realizarlo en Siberia.
—¿Cómo dieron ellos conmigo?
—Yo di contigo. Reconocí tu fea cara, cuyos detalles he transmitido ya a Londres. Sin mi ayuda, ellos no habrían podido localizarte ni en una jaula de monos del zoo. Y no es que esto hubiese importado mucho…
—Si les hablaste de mí, ellos debieron decirte por qué querían pararme los pies. Y tal vez te dijeron adonde iban. Ahora tú me lo dirás.
—No puedo hacerlo.
Al oír esto, Dolgikh se había acercado mucho y ya no sonreía.
—Señor agente secreto, o lo que seas, te has metido en un buen lío. Lo malo es que, si no colaboras, tendré que matarte. Krakovitch y su amigo soldado son unos traidores, pues debieron al menos saber esto. Tú les dijiste que yo estaba aquí; ellos te dieron órdenes o, al menos, cumplieron las suyas. Yo soy un agente fuera de mi país, trabajando contra los enemigos de mi patria. No vacilaré en matarte, si eres terco; pero pasarás un rato muy desagradable antes de morir. ¿Me entiendes?
Brown había comprendido bastante bien.
—No hables de matar, hombre —dijo—. Yo habría podido matarte en muchas ocasiones, pero mis instrucciones no eran ésas. Sólo tenía que entretenerte. ¿Por qué dar a las cosas más importancia de la que tienen?
—¿Por qué trabajan los británicos con Krakovitch? ¿Qué están haciendo? Lo malo de esa pandilla de psíquicos es que todos se imaginan que son mejores que el resto de nosotros. Creen que la mente, y no el músculo, debería gobernar el mundo. Pero tú y yo y los demás como nosotros sabemos que esto no es verdad. El más fuerte gana siempre. El gran guerrero triunfa, mientras el gran pensador está reflexionando todavía. Como tú y yo. Tú haces lo que ellos te dicen y yo trabajo por instinto. Y tengo las de ganar.
—¿De veras? ¿Por eso me amenazas con la muerte?
—Te lo pregunto por última vez. ¿Dónde están?
Brown siguió sin decir nada. Se limitó a sonreír y apretar los dientes.
Dolgikh no tenía tiempo que perder. Era un experto en interrogatorios, lo cual significaba tortura en esta ocasión. Básicamente, hay dos clases de tortura: la mental y la física. Con sólo mirar a Brown, presumió Dolgikh que no bastaría el dolor para quebrantar su voluntad. No a corto plazo. En todo caso, Dolgikh no traía consigo los útiles bastante especiales que habría necesitado. Claro que siempre podía improvisar, pero… no sería lo mismo. Tampoco deseaba marcar a Brown; al menos, de momento. Por consiguiente debía ser una tortura psicológica, ¡el miedo!
Y el ruso había descubierto desde el primer momento el punto flaco de Brown.
—Advertirás —dijo al agente británico, en tono natural—, que, aunque estás muy bien atado, mucho mejor de como tú me ataste a mí, no te he sujetado en realidad al sillón. —Entonces había abierto las altas persianas del estrecho balcón de atrás—. Supongo que sales a menudo aquí a admirar la vista, ¿eh?
Brown había palidecido al instante.
—¡Oh! —Dolgikh se le echó al momento encima—. ¿No te gusta la altura, amigo mío?
Había arrastrado el sillón de Brown hasta el balcón y le había dado rápidamente la vuelta de manera que Brown quedase contra el murete. Quince centímetros de ladrillos y mortero y de estropeado revestimiento de yeso lo separaban del espacio y de la gravedad. Y su semblante no pudo ser más elocuente.
Dolgikh lo había dejado allí, había recorrido el piso a toda prisa y había confirmado su sospecha. Desde luego, encontró cerradas todas las ventanas y las puertas de los balcones, tapando no sólo la luz sino también la altura. ¡Sobre todo la altura! Mr. Brown padecía vértigo.
Después de esto, el juego había sido completamente diferente.
El ruso había arrastrado de nuevo a Brown al interior y había colocado el sillón a unos quince centímetros del balcón. Después había tomado un cuchillo de cocina y empezaba a aflojar los ladrillos del murete, a la vista del impotente agente. Y mientras trabajaba, iba explicando lo que se proponía.
—Ahora vamos a empezar de nuevo y te haré algunas preguntas. Si las contestas correctamente, es decir, con sinceridad y sin poner reparos, te quedarás donde estás. Mejor aún, conservarás la vida. Pero cada vez que no respondas o digas una mentira te acercaré un poco más al balcón y aflojaré más el mortero. Naturalmente, me enfadaré si no juegas el juego a mi manera. Es probable que me enfurezca. En tal caso me sentiré tentado a arrojarte de nuevo contra el murete. Pero cuando lo haga, éste será mucho más débil…
Y así había empezado el juego.
Esto había ocurrido alrededor de las siete de la tarde y ahora eran las nueve y la cara del murete, que se había convertido en centro de toda la atención de Brown, estaba completamente rascada y muchos de los ladrillos aparecían visiblemente flojos. Peor aún, el sillón de Brown estaba con las patas delanteras dentro del balcón, a casi un metro del pretil. Más allá, la silueta de la ciudad y las montañas, atrás, estaban salpicadas de luces centelleantes.
Dolgikh se irguió, apartó los cascotes con los pies y sacudió con pesadumbre la cabeza.
—Bueno, caballero, lo has hecho bastante bien, pero no del todo, y ahora, como sospechaba que podía ocurrir, me siento cansado y un poco frustrado. Me has contado muchas cosas, algunas importantes y otras sin importancia, pero todavía no me has dicho lo que más quiero saber. He agotado la paciencia.
Se colocó detrás de Brown y empujó el sillón hacia adelante, hasta el murete. La barbilla de Brown estaba a la altura del borde de aquél, a menos de medio metro de distancia.
—¿Quieres vivir, señor agente?
La voz de Dolgikh era suave y amenazadora.
En realidad, el ruso pretendía matar a Brown, aunque sólo fuese para hacerle pagar lo del día anterior. Desde el punto de vista de Brown, Dolgikh no tenía necesidad de matarlo; sería una acción inútil y podía indisponerlo todavía más con el servicio secreto británico, que sin duda lo tenía ya en la «lista negra». Pero, desde el punto de vista del ruso…, estaba ya en varias listas. Y en todo caso, disfrutaba asesinando. Sin embargo, Brown no podía estar absolutamente seguro de las intenciones de Dolgikh y, mientras hay vida, hay esperanza.
El agente miró por encima del murete las luces innumerables de Génova.
—Londres sabrá quién lo ha hecho, si… —empezó a decir, y lanzó un breve grito cuando Dolgikh sacudió con violencia el sillón.
Brown abrió los ojos, respiró y tragó saliva, temblando, a punto de desmayarse. En realidad, sólo temía una cosa en el mundo, y era la que tenía delante. Con razón lo habían declarado inútil para el SAS. Podía sentir el vacío debajo de él, como si estuviese ya en plena caída.
—Bueno —dijo el ruso, y suspiró—, no puedo decir que me alegrase de conocerte, pero estoy seguro que dejar de conocerte será para mí un gran placer. Y así…
—¡Espera! —jadeó Brown—. Promete que me llevarás de nuevo dentro si te lo digo.
Dolgikh se encogió de hombros.
—Sólo te mataré si me obligas a hacerlo. No responder sería un suicidio, más que un asesinato.
Brown se lamió los labios. ¡Qué diablos, era su vida! Kyle y los otros habían salido con ventaja. El ya había hecho bastante.
—Rumania, ¡Bucarest! —farfulló—. Tomaron un avión la noche pasada, para llegar a Bucarest a eso de las doce.
Dolgikh se plantó a su lado, inclinó la cabeza a un lado y contempló la cara sudorosa y vuelta hacia arriba.
—¿Sabes que puedo telefonear al aeropuerto para comprobarlo?
—Desde luego —gimió Brown. Ahora lloraba sin avergonzarse. Había perdido por entero su valor—. Llévame dentro.
El ruso sonrió.
—Con mucho gusto.
Se ocultó a su vista. Brown sintió que cortaba con el cuchillo la cuerda que le sujetaba las muñecas a la espalda. Las ataduras se rompieron y Brown lanzó un gemido cuando llevó los brazos delante del pecho. Tan rígidos estaban que apenas podía moverlos. Dolgikh le soltó los pies y recogió los trozos cortos de cuerda. Brown hizo un esfuerzo y empezó a ponerse en pie, tambaleándose…
Y sin previo aviso, el ruso apoyó ambas manos en su espalda y empleó toda su fuerza para empujarlo hacia adelante. Brown gritó, salió disparado, chocó contra el murete y se derrumbó en el vacío. Ladrillos de fantasía y fragmentos de yeso y mortero cayeron con él.
Dolgikh miró y escupió tras él; después se enjugó la boca con el dorso de la mano. Abajo, allá en lo hondo, sonó un golpe sordo y ruido de ladrillos.
Momentos más tarde, el ruso se puso el abrigo ligero de Brown, salió del piso y limpió el tirador de la puerta. Tomó el ascensor hasta la planta baja y salió del edificio, caminando despacio. Cuando hubo andado unos cincuenta metros, paró un taxi y pidió que lo llevase al aeropuerto. Durante el trayecto, bajó el cristal de la ventanilla y tiró unos trocitos de cuerda. El conductor, atento al tráfico, no lo vio…
A las once de aquella noche, Theo Dolgikh había estado al habla con su superior inmediato de Moscú y se dirigía a Bucarest. Si no hubiese estado imposibilitado de hacerlo durante las últimas veinticuatro horas, si hubiese podido comunicar más pronto con su control, habría sabido dónde estaban Kyle, Krakovitch y los otros, sin tener que matar a Brown para obtener aquella información. No era que esto le importase mucho, pues sabía que lo habría matado de todas maneras.
Además, hubiese podido saber algo de lo que estaban haciendo aquéllos en Rumania, que en realidad estaban buscando… ¿algo enterrado? El control de Dolgikh no había querido ser más específico. ¿Tal vez un tesoro? Dolgikh no podía imaginarlo y, en realidad, no le interesaba. Borró la pregunta de su mente. Hicieran lo que hiciesen, no era bueno para Rusia, y esto era bastante para él.
Ahora, embutido en el pequeño asiento del avión de pasajeros que cruzaba el norte del Adriático, se echó un poco hacia atrás y se relajó, dejando que su mente divagase, envuelta en el zumbido de los motores.
Rumania. La región alrededor de Ionesti. Algo enterrado. Todo era muy extraño.
Y más extraño aún, el «control» de Dolgikh era uno de ellos, uno de esos malditos espías psíquicos, ¡tan detestados por Andropov! El hombre de la KGB cerró los ojos y rió entre dientes. ¿Cuál sería la reacción de Krakovitch, se preguntaba, cuando descubriese al fin que el traidor en su preciosa Organización E era su propio segundo en el mando, un hombre llamado Iván Gerenko?
Yulian Bodescu no había pasado una noche agradable. Ni siquiera la presencia de su hermosa prima en la cama, para que se sirviese de su precioso cuerpo como más le divirtiera, había compensado sus pesadillas y fantasías y vagos recuerdos frustrados de un pasado que no era enteramente suyo.
Todo se debía a aquellos vigilantes, presumió Yulian; aquellos malditos entremetidos cuyo espionaje (¿con qué fin?, ¿qué sabían?, ¿qué trataban de descubrir?), durante las últimas cuarenta y ocho horas, se había convertido en una irritación casi insoportable. Oh, ya no tenía verdaderos motivos para temerlos (George Lake era ceniza y las tres mujeres no se atreverían nunca a ir contra él), ¡pero aquellos hombres estaban allí! Como una picazón que no se podía rascar. O a la que no se podía llegar… de momento. Sí, ellos eran los responsables.
Ellos habían provocado las pesadillas de Yulian, sus sueños de estacas, de espadas de acero y de brillantes y devoradoras llamas. En cuanto a los otros sueños, de montes bajos en forma de cruz, de árboles oscuros y de una Cosa en el suelo que lo llamaba una y otra vez, atrayéndolo con dedos que goteaban sangre…, Yulian no sabía cómo interpretarlos.
Pues había estado allí, realmente allí, en los montes cruciformes, la noche en que había muerto su padre. Sabía que cuando había ocurrido eso, él no era más que un feto en el seno de su madre, pero ¿qué más había sucedido entonces? En todo caso, sus raíces estaban allí; estaba seguro. Y sólo había una manera de confirmarlo con absoluta certeza: responder a la llamada e ir allí. Por cierto, un viaje a Rumania podía servirle para resolver dos problemas al mismo tiempo; pues, con los vigilantes secretos en los campos y caminos alrededor de Harkley, era un buen momento para desaparecer durante un tiempo.
Salvo que… debería saber primero cuál era el verdadero objetivo de aquellos espías. ¿Sospechaban simplemente, o sabían en verdad algo? Y si era así, ¿qué pretendían hacer al respecto? Yulian había concebido ya un plan para obtener respuesta a estas preguntas. Sólo era cuestión de prepararlo bien, y nada más…
Aquel lunes estaba el cielo nuboso y el día era gris, al levantarse Yulian de la cama. Ordenó a Helen que se bañara, se vistiera y arreglara, y anduviera por la casa y los jardines como si su vida fuese completamente normal, como si nada hubiese cambiado. Después se vistió a su vez, bajó al sótano y dio las mismas instrucciones a Anne. Y lo propio hizo con su madre, en la habitación de ésta. Tenían que comportarse con naturalidad y no hacer nada que resultase sospechoso; sí, y Helen podía llevarlo incluso a Torquay, por una hora o dos.
Fueron seguidos hasta Torquay, pero Yulian no se dio cuenta. Le distraía el sol, que no paraba de filtrarse entre las nubes y reflejarse en los espejos, los cristales de las ventanas y los metales cromados. Todavía llevaba el sombrero de ala ancha y las gafas oscuras, pero su odio contra el sol, y el efecto que éste le producía, eran ahora mucho más fuertes. Los espejos del coche lo irritaban; su propia imagen reflejada en los cristales de las ventanillas y otras superficies brillantes lo inquietaba; su «conciencia» de vampiro le atacaba los nervios. Se sentía cercado. Lo amenazaba un peligro y lo sabía, pero… ¿desde dónde? ¿Y qué clase de peligro?
Mientras Helen esperaba en el coche, en la tercera planta de un aparcamiento municipal, Yulian fue a una agencia de viajes, preguntó y dio instrucciones. Esto le costó algún tiempo, pues las vacaciones que había elegido no eran las que solía organizar la agencia. Quería pasar una semana en Rumania. Yulian habría podido telefonear a uno de los aeropuertos de Londres y hacer una reserva, pero prefirió que una agencia autorizada lo aconsejara sobre restricciones, visados, etcétera. De esta manera no habría errores ni contratiempos en el último momento. Además, no podía estar encerrado para siempre en la casa Harkley House; la excursión en coche a la ciudad había representado al menos desligarse de la rutina, de sus observadores y de la creciente presión de ser una criatura solitaria. Mejor aún, el paseo le había permitido mantener las apariencias: Helen era su linda primita venida de Londres, y los dos habían salido a dar un paseo en coche, disfrutando del buen tiempo que quedaba. Sí, parecería esto.
Después de concertar todo lo referente al viaje (la agencia le telefonearía dentro de cuarenta y ocho horas y le daría todos los detalles), llevó a Helen a almorzar. Mientras ésta comía con indiferencia y trataba desesperadamente de parecer que no le tenía miedo, Yulian sorbió un vaso de vino tinto y fumó un cigarrillo. Habría podido comer un bistec, poco hecho; pero la comida, la comida corriente, ya no le apetecía. En vez de esto se encontró con que estaba observando el cuello de Helen. Sin embargo, se dio cuenta del peligro que entrañaba y concentró su atención en los detalles de su plan para la noche. En realidad, no pretendía estar con hambre mucho tiempo.
A la una y media de la tarde estaban de regreso en Harkley, y entonces Yulian captó brevemente los pensamientos de otro vigilante. Trató de infiltrarse en la mente del desconocido, pero éste la había cerrado de inmediato. ¡Eran listos, aquellos vigilantes! Furioso, rabió por dentro durante toda la tarde y a duras penas pudo dominarse hasta que se hizo de noche.
Peter Keen era un recluta relativamente reciente del equipo de parapsicólogos de INTPES. Telépata esporádico (su facultad, todavía no educada, se manifestaba en impulsos incontrolados e impremeditados, y dejaba de actuar tan rápida y misteriosamente como había aparecido), había sido reclutado después de informar a la policía de un futuro asesinato. Había registrado de forma accidental la mente —las negras intenciones— del presunto violador y asesino. Cuando se perpetró el delito, tal como había anunciado él, un policía de alto rango, amigo de la organización, había comunicado los detalles a INTPES. El trabajo en Devon era la primera misión de Keen, que hasta ahora había pasado todo el tiempo con sus instructores.
Yulian Bodescu estaba ahora bajo vigilancia durante las veinticuatro horas del día, y Keen tenía el turno de las ocho de la mañana a las dos de la tarde. A la una y media, cuando la muchacha hubo conducido a Bodescu a través de la verja de Harkley y hasta la casa, Keen estaba a menos de doscientos metros detrás de ellos, en su Capri rojo. Dejando Harkley atrás, se detuvo ante la primera cabina telefónica y llamó a jefatura, para informar de los detalles de la salida de Bodescu.
En el hotel de Paignton, Darcy Clarke recibió la llamada de Keen y pasó el teléfono al encargado de la operación, un hombre alegre, gordo, de edad mediana y que fumaba en cadena, llamado Guy Roberts. Normalmente, Roberts habría estado en Londres, empleando sus facultades en seguir la pista a submarinos rusos, de terroristas y cosas por el estilo; pero ahora estaba aquí, como jefe de operaciones, sin perder mentalmente de vista a Yulian Bodescu.
Roberts no había encontrado la tarea de su gusto ni fácil en modo alguno. El vampiro es una criatura solitaria y reservada por naturaleza. Hay algo en la constitución mental del vampiro que lo oculta tan eficazmente como esconde la noche su ser físico. Roberts sólo podía ver Harkley como un lugar vago y sombrío, como un escenario visto a través de una densa y ondulante niebla. Cuando Bodescu estaba allí, este miasma mental se hacía mucho más denso, y Roberts encontraba mucho más difícil localizar una persona o un objeto específicos. Pero la práctica es siempre útil y, cuanto más estaba en ello, más claras se hacían las imágenes de Roberts. Ahora estaba seguro, por ejemplo, de que la casa estaba ocupada sólo por cuatro personas: Bodescu, su madre, su tía y la hija de ésta. Pero había algo más. De hecho, dos algos. Uno de ellos era el perro de Bodescu, pero oscurecido por la misma aura, que era muy extraña. Y el otro era… simplemente «el Otro». Como el propio Yulian, Roberts pensaba en ello sólo de aquella manera. Pero fuese lo que fuese —probablemente la cosa en el sótano sobre la que había advertido Alec Kyle—, se hallaba sin duda allí y estaba vivo…
—Aquí Roberts —dijo por teléfono—. ¿Qué hay de nuevo, Peter?
Keen transmitió su mensaje.
—¿Una agencia de viajes? —Roberts frunció el entrecejo—. Sí, nos preocuparemos en seguida de esto. ¿Tu relevo? Está en camino. Trevor Jordan, sí. Hasta luego, Peter.
Roberts colgó el teléfono y tomó la guía. Momentos más tarde llamó a la agencia de viajes de Torquay, cuyos nombre y dirección le había dado Keen.
Cuando le respondieron, Roberts sostuvo un pañuelo delante de la boca e imitó la voz de un joven.
—Oiga… oiga.
—Aquí Sunsea Travel —fue la respuesta—. ¿Quién llama, por favor?
Era una voz masculina, grave y suave.
—Parece que la línea funciona mal —dijo Roberts, sin levantar la voz—. ¿Me oye? Estuve ahí, hace cosa de una hora. Soy Bodescu.
—¡Ah, sí, señor! —El agente de viajes habló más fuerte—. Se interesó por un viaje a Rumania. A Bucarest, cualquier día de las dos próximas semanas. ¿No es así?
Roberts dio un respingo y tuvo que esforzarse para que su voz amortiguada sonase igual.
—Pues…, sí, Rumania, exacto. —Pensaba deprisa, terriblemente deprisa—. Escuche, siento molestarlo, pero…
—¿Qué?
—Bueno, he decidido renunciar a ese viaje. Tal vez el año próximo, ¿eh?
—¡Ah! —dijo el otro, en un tono de contrariedad—. Bueno, ¡qué se le va a hacer! Gracias por llamar, señor. ¿Es una cancelación definitiva?
—Sí. —Roberts sacudió un poco el teléfono—. Lamento tener que… ¡Esta línea es un asco! Bueno, algo ha sucedido y…
—Oh, no se preocupe, señor Bodescu —lo interrumpió el agente—. Esto ocurre muchas veces. Y en todo caso, todavía no había tenido tiempo de informarme a fondo. Por consiguiente, nada se ha perdido. Pero, si cambia de nuevo de opinión, me lo hará saber, ¿verdad?
—¡Desde luego! Así lo haré. Ha sido usted muy amable. Disculpe las molestias.
—No hay de qué, señor. Adiós.
—¡Adiós!
Roberts colgó el teléfono.
Darcy Clarke, que había estado escuchando, dijo:
—¡Genial! ¡Magnífico, jefe!
Roberts lo miró, pero no sonrió.
—¡Rumania! —dijo, gravemente—. La cosa está candente, Darcy. Ojalá llame Kyle de una vez. Lleva dos horas de retraso.
En aquel momento volvió a sonar el teléfono.
Clarke asintió con la cabeza.
—Esto es lo que yo llamo talento. Si no ocurre, ¡haz que ocurra!
Roberts se imaginó Rumania (su propia interpretación, pues nunca había estado allí) y después superpuso una imagen de Alec Kyle a un agreste paisaje rumano. Cerró los ojos y vio la cara de Kyle con un detalle fotográfico…, no, como en carne viva.
—Aquí Roberts.
—¿Guy? —dijo la voz de Kyle—. Oye, pretendí enviar esto vía Londres, John Grieve, pero no pude encontrarlo.
Roberts sabía lo que quería decir: evidentemente, habría preferido que la llamada fuese totalmente segura.
—No puedo ayudarte en esto —respondió—. Ahora no hay aquí nadie tan especial. ¿Hay problemas?
—Yo diría que no. —Roberts vio, con los ojos de la mente, que Kyle fruncía el entrecejo—. Nos faltó un poco de reserva en Génova, pero eso se arregló. En cuanto a mi retraso, ¡esto es como tratar de hablar con Marte desde aquí! Para que hablen de sistemas anticuados. Si no tuviese ayuda local… En fin, ¿tienes algo para mí?
—¿Podemos hablar claro?
—Tenemos que hacerlo.
Roberts lo puso rápidamente al corriente, terminando con el frustrado viaje de Bodescu a Rumania. Vio con su mente, y oyó físicamente la exclamación de horror de Kyle. Entonces el jefe de INTPES reprimió sus emociones; aunque los planes de Bodescu para ir allí no hubiesen sido frustrados, habría sido demasiado tarde para él.
—Cuando hayamos terminado aquí —dijo hoscamente a Roberts—, ya no quedará nada para él. Y cuando tú hayas terminado ahí…, ya no podrá ir a parte alguna.
Entonces refirió con todo detalle a Roberts lo que quería que se hiciese. Tardó unos buenos quince minutos en asegurarse de que lo había abarcado todo.
—¿Cuándo? —preguntó Roberts, cuando el otro hubo terminado.
Kyle se mostró cauteloso.
—¿Formas parte del equipo de vigilancia tú? Quiero decir si vas en persona hacia la casa y lo vigilas.
—No. Mi trabajo es de coordinación. Siempre estoy aquí, en la jefatura. Pero quisiera intervenir en la caza.
—Está bien, ya te diré cuándo va a ser —aseguró Kyle—. Pero, ¡no debes decirlo a los demás! No hasta que estemos lo más cerca posible de la hora cero. No quiero que Bodescu se entere por la mente de alguien.
—Eso está muy bien. Espera… —Roberts envió a Clarke a la habitación contigua, para que no pudiese oírlo—. Bueno, ¿cuándo?
—Mañana, durante el día. Digamos a las cinco de la tarde, hora local. Nosotros habremos hecho nuestro trabajo aproximadamente una hora antes. Hay ciertas razones evidentes para que prefiramos la luz del día. Y, por lo que respecta a vosotros, otro motivo menos palpable. Cuando Harkley vuele por los aires, se producirá un gran incendio. Tienes que asegurarte de que los bomberos no acudirían demasiado pronto para apagarlo. Si fuese de noche, las llamas serían visibles desde una distancia de muchos kilómetros. Bueno, esto queda de tu mano. Pero lo último que debes permitir es una interferencia desde el exterior, ¿de acuerdo?
—Entendido —dijo Roberts.
—Muy bien —dijo Kyle—. Es probable que no volvamos a hablar hasta que esto haya terminado. ¡qué tengas suerte!
—Suerte —respondió Roberts a su vez, dejando que la cara de Kyle se borrase de su mente mientras colgaba el teléfono.
Harry Keogh estuvo la mayor parte del lunes tratando sin éxito de romper la atracción magnética de la psique de su hijo. No había manera. El pequeño luchaba contra él, se aferraba tanto a Harry como al mundo despierto con increíble tenacidad; no quería dormir. Brenda Keogh vio que el niño tenía fiebre, pensó en llamar al médico, pero cambió de idea; sin embargo, decidió que, si el pequeño estaba tan inquieto durante toda la noche y tenía todavía alta la temperatura por la mañana, acudiría al doctor.
No podía saber que la fiebre de Harry se debía a la lucha mental que sostenía con su padre, un combate que el bebé estaba ganando con facilidad. En cambio, Harry padre lo sabía demasiado. La voluntad del pequeño, y su fuerza, ¡eran enormes! La mente del niño era un agujero negro cuya gravedad lo atraía por entero. Y había descubierto algo: que una mente sin cuerpo puede fatigarse y agotarse lo mismo que la carne. Por consiguiente, cuando ya no pudo luchar, se rindió y se retiró dentro de sí mismo, contento de que, por el momento, sus vanos esfuerzos y su lucha hubiesen terminado.
Como un pez en el extremo de un sedal, se dejó arrastrar hasta cerca de la barca. Pero sabía que tendría que luchar de nuevo cuando sintiese que el arpón iba a golpearlo. Sería la última oportunidad del Harry incorpóreo de conservar una identidad individual. Por eso tendría que combatir, por la continuación de su existencia; pero no podía dejar de preguntarse qué significaba todo esto para su hijo. ¿Por qué lo quería Harry hijo? ¿Era simplemente por la enorme codicia de un niño lleno de salud, o por algo completamente distinto?
En cuanto al propio bebé, comprendió la rendición parcial de su padre, y aceptó el hecho de que, por ahora, el combate había terminado. No tenía modo de decirle a aquel fantástico adulto, que no era realmente una lucha, sino sólo un deseo desesperado de saber, de aprender. Padre e hijo, dos mentes en un solo cuerpo pequeño, frágil (¿indefenso?), aprovecharon la agradable oportunidad para dormir. Y a las cinco de la tarde, cuando Brenda Keogh miró a su hijito, se alegró al observar que yacía tranquilo en su cuna y que la temperatura volvía a ser normal…
A eso de las cuatro y media de la tarde de aquel mismo lunes, en Ionesti, Irma Dobresti acababa de responder a una llamada telefónica de Bucarest. La conversación por teléfono fue lo bastante acalorada para que escuchase el resto del grupo. La cara larga que puso Krakovitch dijo a Kyle y a Quint que algo andaba mal. Cuando Irma hubo terminado y colgado el teléfono, Krakovitch habló:
—A pesar de que todo esto debió ponerse en claro, ahora hay un problema con el Ministerio del Interior. Algún idiota está poniendo en duda nuestra autoridad. Recuerden que están en Rumania, ¡no en Rusia! La tierra que queremos quemar es de propiedad común y ha pertenecido al pueblo desde tiempo, ¿cómo lo dicen ustedes?, inmemorial. Si fuese simplemente propiedad de un agricultor, podríamos indemnizarlo, pero… —y se encogió de hombros, impotente.
—Exacto —dijo Irma—. Esta noche vendrán unos hombres del Ministerio, desde Ploiesti, para hablar con nosotros. No sé cómo se habrá filtrado esto, pero aquí estamos bajo su… ¿jurisdicción? Sí. Podría ser un gran problema. Preguntas y respuestas. ¡No todo el mundo cree en los vampiros!
—Pero ¿no es usted del Ministerio? —Kyle estaba alarmado—. ¡Quiero decir que tenemos que realizar este trabajo!
Aquella mañana, temprano, se habían dirigido en coche al lugar donde, hacía casi dos decenios, había sido recobrado el cuerpo de Ilya Bodescu de entre una maraña de matorrales y entre los espesos abetos de una empinada vertiente, de cara al sur, en los montes cruciformes. Y cuando habían subido más, habían tropezado con el mausoleo de Thibor. Allí, donde las losas cubiertas de líquenes estaban inclinadas como menhires al pie de los árboles inmóviles, los tres psíquicos, Kyle, Quint y Krakovitch, habían sentido la amenaza todavía latente del lugar, y se habían marchado a toda prisa.
Sin perder tiempo, Irma había llamado a su equipo de ingenieros civiles, un capataz y cinco hombres, con base en Pitesti. A través de Krakovitch, Kyle había hecho una pregunta al jefe.
—¿Están usted y sus hombres acostumbrados a manejar este material?
—¿Termita? ¡Oh, sí! A veces la hacemos estallar, y otras, la encendemos. He trabajado antes de ahora para los rusos, en el norte, en Berézov. La empleábamos mucho para ablandar el terreno helado. Pero no veo su objetivo aquí…
—Peste —dijo al punto Krakovitch, a modo de explicación. Era un invento suyo—. Hemos encontrado unos antiguos informes que hablan de un entierro masivo de víctimas de la peste en este lugar. Aunque de esto hace trescientos años, es probable que el subsuelo esté infectado. Estos montes han sido calificados ahora de tierras de labranza. Antes de que dejemos que algún agricultor incauto empiece a ararla, o a hacer bancales en la falda del monte, queremos asegurarnos de que no hay peligro. ¡Hay que desinfectarlo hasta el lecho de roca!
Irma Dobresti lo había captado todo. Arqueó una ceja y miró a Krakovitch, pero éste no dijo nada.
—¿Y cómo se han interesado los soviets en esto? —quiso saber el capataz.
Krakovitch había previsto la pregunta.
—Tuvimos un caso parecido en Moscú, hace un año —respondió; y más o menos era verdad.
Pero el otro insistió:
—¿Y los británicos?
Ahora intervino Irma:
—Porque pueden tener un problema parecido en Inglaterra —dijo—. Y han venido para ver cómo lo resolvemos, ¿entendido?
Al capataz no le había importado enfrentarse a Krakovitch, pero no iba a indisponerse con Irma Dobresti.
—¿Dónde quiere que abramos los agujeros? —preguntó—. ¿Y de qué profundidad?
Poco después del mediodía, los preparativos habían terminado. Lo único que faltaba era conectar los detonadores, un trabajo de diez minutos que, para mayor seguridad, podía esperar hasta el día siguiente.
Carl Quint había sugerido:
—Podríamos terminar ahora…
Pero Kyle se había opuesto a ello.
—En realidad, no sabemos con qué nos enfrentaremos aquí —había respondido—. Además, cuando esté hecho el trabajo, no quiero entretenerme, sino pasar directamente a la próxima fase: el castillo de Faethor en el Khorvaty. Me imagino que, cuando hayamos quemado esta falda del monte, vendrá aquí mucha gente para ver lo que hemos hecho. Por consiguiente, preferiría que nos marchásemos el mismo día. Esta tarde, Félix se cuidará de preparar el viaje, y tengo que hacer una llamada a nuestros amigos de Devon. Después de todo esto se estará haciendo de noche, y prefiero trabajar a la luz del día después de una buena noche de descanso. Así pues…
—¿A qué hora de mañana?
—Por la tarde, cuando todavía dé el sol en aquella falda del monte.
Entonces se había vuelto a Krakovitch.
—Félix, ¿volverán hoy esos hombres a Pitesti?
—Volverán —respondió Krakovitch—, si no tienen nada que hacer hasta mañana por la tarde. ¿Por qué lo pregunta?
Kyle se encogió de hombros.
—Sólo una impresión —dijo—. Me habría gustado tenerlos a mano. Pero…
—También yo he tenido una impresión —respondió el ruso, frunciendo el entrecejo—. Supongo que serán los nervios…
—Entonces somos tres —añadió Carl Quint—. Esperemos que sólo sean los nervios y nada más, ¿eh?
Todo esto había ocurrido a media mañana, y todo se había desenvuelto, al parecer, con normalidad. Y ahora, de pronto, estaba esta amenaza de una interferencia desde fuera. Mientras tanto, Kyle había hecho su llamada a Devon; tardó dos horas en establecer comunicación y, cuando lo logró, dispuso el golpe contra la casa Harkley.
—¡Maldita sea! —gruñó—. Hay que hacerlo mañana. Con independencia del Ministerio, tenemos que seguir adelante con esto.
—Habríamos debido hacerlo esta mañana —dijo Quint—, cuando llevábamos ventaja…
Irma Dobresti entrecerró los ojos y dijo:
—Oigan, esos burócratas locales me fastidian. ¿Por qué no van ustedes cuatro al lugar? Quiero decir, ahora mismo. Miren, yo podía haber estado sola cuando se recibió aquella llamada, y todos ustedes en el monte, haciendo su trabajo. Telefonearé a Pitesti, haré que Chevenu y sus hombres se reúnan con ustedes en el lugar. Pueden hacer el trabajo…, quiero decir terminarlo, esta noche.
Kyle la miró fijo.
—Es una buena idea, Irma, pero ¿y usted? ¿No se meterá en un lío? ¿No le harán pasar un mal rato?
—¿Qué? —Pareció sorprendida por la idea—. ¿He tenido la culpa de estar sola cuando recibí la llamada telefónica? ¿Me podrán acusar de que el taxi haya equivocado el camino y no haya podido encontrarlos a ustedes a tiempo para impedir que quemasen el monte? ¡A mí, todos esos caminos vecinales me parecen idénticos!
Krakovitch, Kyle y Quint se miraron y sonrieron. Sergei Gulhárov no había entendido gran cosa, pero percibió el entusiasmo de los otros y se levantó, asintiendo con la cabeza.
—Da, ¡da!
—Está bien —dijo Kyle—, ¡hagámoslo!
Y cediendo a un impulso, agarró a Irma Dobresti, la atrajo hacia sí y le aplicó un sonoro beso…
Lunes por la noche.
Las nueve y media, hora de Europa central; las siete y media de la tarde en Inglaterra.
Hubo fuego y pesadilla en los montes cruciformes, bajo la luna y las estrellas y los imponentes Cárpatos Meridionales, y la pesadilla se trasladó hacia el oeste, a través de ríos y montañas y mares, hasta Yulian Bodescu, que se revolvía en la cama y sudaba el sudor fétido del miedo en su habitación del ático de la casa Harkley.
Agotado por los temores inconcretos del día, sufría ahora el tormento telepático de Thibor el Valaco, el vampiro cuyos restos físicos estaban siendo finalmente consumidos. Ahora no había camino de regreso para el vampiro; pero, a diferencia de Faethor, el espíritu de Thibor era inquieto, agitado, maligno. ¡Y estaba ansioso de venganza!
¡Yuliaannn! ¡Ay, hijo mío, mi único verdadero hijo! Mira lo que ha sido ahora de tu padre…
—¿Qué? —dijo Yulian en sueños, imaginándose un calor abrasador, unas llamas que se iban acercando. Y, en el calor del fuego, alguien que lo llamaba—. ¿Quién… quién eres?
Ay, tú me conoces, hijo mío. Sólo nos encontramos durante un instante, y tú habías de nacer aún; pero puedes acordarte si lo intentas.
—¿Dónde estoy?
De momento, conmigo. No preguntes donde estás, sino dónde estoy yo. En los montes cruciformes, donde empezó esto para ti y termina ahora para mí. Para ti es sólo un sueño, mientras que para mí, es la realidad.
—¡Tú! —Ahora Yulian lo reconoció. La voz que había llamado en la noche y que no había recordado hasta ahora. La Cosa enterrada. El origen—. ¿Tú? ¿Mi… padre?
¡Cierto! Oh, no a consecuencia de una cita de amante con tu madre. No gracias al deseo o al amor de un hombre por una mujer. Nada de eso, pero soy tu padre a pesar de todo. Por la sangre, Yulian, ¡por la sangre!
Yulian dominó su miedo a las llamas. Sabía que se trataba sólo de un sueño, por real y palpable que éste fuese, y que no sufriría daño. Avanzó a través de aquel infierno y se acercó a la figura que allí estaba. Un humo negro y espeso y unas llamas carmesí enturbiaban su visión y el calor era el de un horno, pero Yulian tenía que hacer unas preguntas, y la Cosa que ardía era la única que podía contestarlas.
—Me has pedido que vaya a buscarte, e iré. Pero ¿por qué? ¿Qué quieres de mí?
¡Demasiado tarde! ¡Demasiado tarde!, gritó angustiada la aparición envuelta en llamas. Y Yulian supo que su dolor no era fruto del fuego que lo consumía, sino de una amarga frustración. Yo habría sido tu maestro, hijo mío. Sí, y tú habrías aprendido los muchos secretos del wamphyri. A cambio de ello… No puedo negar que habría habido una recompensa para mí. Habría andado de nuevo por el mundo de los hombres, ¡habría experimentado otra vez los insoportables deseos de mi juventud! Pero es demasiado tarde. Todos los sueños y planes son inútiles. La ceniza a la ceniza, el polvo al polvo…
La figura se fundía lentamente, su silueta cambiaba de forma gradual, se encogía en sí misma.
Yulian debía saber más, debía ver con más claridad. Penetró hasta el corazón de aquel infierno, se acercó más a la Cosa, que ardía.
—¡Ya conozco los secretos del wamphyri! —gritó, sobre los crujidos y chasquidos de los árboles en llamas y el silbido de la tierra fundida—. ¡Los aprendí yo solo!
¿Puedes adoptar las formas de criaturas inferiores?
—Puedo andar a cuatro patas, como un perro grande —respondió Yulian—. Y de noche, ¡la gente juraría que soy un perro!
¡Ah, un perro! ¡Un hombre que puede ser un perro! ¡Vaya una ambición! ¡Esto no es nada! ¿Puedes hacer que te crezcan alas, volar como un murciélago?
—No…, no lo he intentado.
Tú no sabes nada.
—¡Puedo hacer que otros sean como yo!
¡Tonto! Esto no puede ser mas fácil. ¡Hacer que no se te parezcan es mucho más difícil!
—Cuando hay hombres peligrosos cerca de mí, leo en sus mentes…
Esto es instinto, y yo te lo di. Por cierto, ¡todo lo que tienes te lo di yo! Conque lees las mentes, ¿eh? Pero ¿puedes someter esas mentes a tu voluntad?
—Con los ojos, sí.
Hechicería, hipnotismo, ¡un truco de mago de escenario! Eres un ignorante.
—¡Maldito seas! —Herido al fin en su orgullo, Yulian perdió la paciencia—. ¿Qué eres tú, a fin de cuentas, sino una cosa muerta? Te diré lo que he aprendido: puedo tomar una criatura muerta y arrancarle sus secretos, ¡y saber todo lo que hizo ella en su vida!
¿Necromancia? ¿Sí? ¿Y nadie te lo enseñó? ¡Es toda una hazaña! Todavía se puede esperar algo de ti.
—Puedo cicatrizar mis heridas como si nunca las hubiese sufrido, y tengo la fuerza de dos hombres. Puedo yacer con una mujer y hacerle el amor… hasta matarla, si así lo desease, y sin sentir cansancio. Y si me haces enfadar, querido padre, puedo matarte, matarte, ¡matarte! Pero no, porque ya estás muerto. ¿qué hay esperanza para mí? Yo así lo creo. Pero ¿qué esperanza tienes tú?
De momento, aquella Cosa que se fundía no respondió. Después:
¡Aaay! Ciertamente, ¡eres hijo mío, Yulian! Acércate más, acércate más.
Yulian se acercó a menos de un metro de la Cosa y se encaró a ella. El hedor de su materia quemada era horrible. El ennegrecido caparazón empezó a romperse y se desintegró rápidamente. Las llamas atacaron enseguida la imagen interior, la cual vio Yulian casi como un reflejo de sí mismo. Tenía las mismas facciones, la misma estructura ósea, el mismo atractivo sombrío. ¡La cara de un ángel caído! Se parecían como dos gotas de agua.
—Tú… ¡tú eres mi padre! —jadeó.
Lo era, gimió el otro. Ahora no soy nada. Me estoy quemando, como ves. No mi verdadero yo, sino lo que dejé detrás de mí. Era mi última esperanza; gracias a ello, y con tu ayuda, habría podido ser de nuevo poderoso en el mundo. Pero ahora es demasiado tarde.
—Entonces, ¿por qué te preocupas por mí? —Yulian trataba de comprenderlo—. ¿Por qué has venido a mí… o me has atraído hacia ti? Si no puedo ayudarte, ¿a qué viene todo esto?
¡Venganza! La voz ardiente de la Cosa se hizo de pronto afilada como un cuchillo en la mente dormida de Yulian. ¡Por medio de ti!
—¿Debo yo vengarte? ¿De quién?
De los que me encontraron aquí. De los que incluso ahora destruyen mi última posibilidad de tener un futuro. ¡De Harry Keogh y su pandilla de magos blancos!
—Esto no tiene sentido. —Yulian sacudió la cabeza y miró, con morbosa fascinación, cómo seguía fundiéndose la Cosa. Vio que sus propias facciones se licuaban, desprendiéndose en jirones de la criatura en llamas—. ¿Qué magos blancos? ¿Harry Keogh? No conozco a nadie que se llame así.
¡Pero él te conoce! Primero yo, Yulian, ¡y después tu! Harry Keogh nos conoce… y sabe la manera: la estaca, la espada ¡y el fuego! Dices que puedes sentir la presencia de los enemigos, ¿y ni siquiera ahora los has sentido cerca? Son los mismos. ¡Primero yo y después tú!
Aun en sueños, Yulian sintió un hormigueo en el cuero cabelludo. ¡Los misteriosos vigilantes, desde luego!
—¿Qué debo hacer?
Véngame, y sálvate. También estas dos cosas son lo mismo. Pues ellos saben lo que somos, Yulian, y no pueden soportarnos. Tienes que matarlos, ¡o te matarán a ti!
El último pedazo de carne humana se desprendió de aquel ser de pesadilla, revelando al fin su verdadera realidad interior. Yulian silbó, horrorizado, se echó un poco atrás y miró a la cara del entero mal. Vio el pico de murciélago de Thibor, las orejas retorcidas, los ojos carmesí. El vampiro se rió y su ronca carcajada resonó como el ladrido de un enorme sabueso, mientras una lengua roja y bífida vibró en una caverna de afilados dientes. Entonces, como si alguien hubiese aplicado un fuelle gigantesco a aquel horno, las llamas se elevaron todavía más y lo envolvieron, y la imagen se ennegreció al instante y se convirtió en cenizas relucientes.
Presa de un violento temblor, empapado en sudor, Yulian se despertó y se incorporó de golpe en la cama. Y como desde un millón de kilómetros de distancia, oyó por última vez la voz lejana y débil de Thibor:
Véngame, Yuliaannn…
Se levantó en la habitación a oscuras, se dirigió con paso inseguro a la ventana y miró hacia fuera en la noche. Allí, una mente, un hombre, vigilaba, esperaba…
El sudor se secó enseguida sobre la piel de Yulian y su carne se enfrió; pero permaneció allí. El pánico menguó y fue sustituido por el furor y el odio.
—¿Vengarte, padre? —jadeó al fin—. Oh, lo haré. ¡Lo haré!
En el cristal luminoso y oscuro de la ventana, su reflejo era una reproducción del sueño. Pero Yulian no se impresionó ni sorprendió. Sólo significaba que su metamorfosis era ahora completa. Miró a través del reflejo la oscura y furtiva sombra allí, en el seto…, y sonrió.
Y su sonrisa era como una invitación a cruzar las puertas del infierno…
Al pie de los montes cruciformes, Kyle y Quint, Krakovitch y Gulhárov, esperaban juntos en un pequeño grupo. No hacía frío, pero se mantenían juntos, como para darse calor.
El fuego se estaba apagando ahora; el viento que había soplado antes desde ninguna parte había amainado rápidamente, como el último suspiro de un Gargantúa invisible. Figuras humanas, medio ocultas entre los árboles y el espeso humo negro, trabajaban arriba y hacia el este de la zona devastada, conteniendo y apagando el fuego. Un hombre hosco y corpulento, vestido con un mono, salió de entre los árboles del pie de la vertiente y se dirigió tambaleándose hacia los cazadores de vampiros. Era el capataz rumano, Janni Chevenu.
—¡Usted! —dijo, agarrando a Krakovitch del brazo—. ¡Habló de peste! Pero ¿lo ha visto? ¿Ha visto aquella… aquella cosa antes de que se quemase? Tenía ojos, ¡boca! Y daba coletazos, se retorcía… Era… ¡Dios mío! ¡Dios mío!
Bajo el hollín y el sudor, la cara de Chevenu estaba blanca como el yeso. Poco a poco, se aclararon sus ojos vidriosos. Miró a los demás. Los lúgubres semblantes que lo miraron a su vez expresaban la misma cruda emoción: un horror tan intenso como el del propio Chevenu.
—Usted habló de peste —repitió, aturdido—. Pero yo no había oído hablar nunca de una peste de esta clase.
Krakovitch se soltó.
—Oh, sí que lo fue, Janni —respondió al fin—. De la peor clase. Considérese dichoso por haber podido destruirla. Estamos en deuda con usted, todos nosotros. En todas partes…
Darcy Clarke hubiese debido hacer el turno de las ocho de la tarde a las dos de la madrugada; pero tuvo que quedarse en cama en el hotel de Paignton, sin duda por algo que había comido. Dolores de estómago y una violenta diarrea.
Peter Keen lo había sustituido y se había dirigido en coche a casa Harkley para relevar a Trevor Jordan en la tarea de mantener a Bodescu bajo observación.
—Por aquí, nada nuevo —había murmurado Jordan, asomado a la ventanilla del coche mientras tendía a Keen una poderosa ballesta con una saeta de madera dura. Hay una luz en la planta baja, pero eso es todo. Tienen que estar todos allí, o si han salido, no lo han hecho por la verja. La luz del ático de Bodescu estuvo encendida durante unos minutos, pero se apagó de nuevo. Probablemente fue él, al acostarse. Aparte de esto, tuve la impresión de que alguien sondeaba mis pensamientos; pero eso duró sólo un instante. Desde entonces todo ha estado tranquilo como la tumba proverbial.
Keen había sonreído, aunque estaba nervioso.
—Salvo que sabemos que no todas las tumbas están tranquilas, ¿eh?
Jordán no lo había encontrado gracioso.
—Tienes un extraño sentido del humor, Peter. —Señaló con la cabeza la ballesta que tenía ahora Keen en la mano—. ¿Sabes manejar esto? Si quieres te la cargaré.
—No hace falta —Keen asintió afablemente con la cabeza—. La manejaré perfectamente. Si quieres hacerme un favor, asegúrate de que mi relevo llegue puntual a las dos de la madrugada.
Jordán subió a su coche y lo puso en marcha tratando de no hacer ruido con el motor.
—Con estas seis, habrás trabajado doce horas de veinticuatro, ¿no? Eres incansable, hijo. Keen de nombre, y de hechos.[2] Llegarás lejos, si no te matas antes. ¡qué pases una buena noche!
Se alejó despacio en su coche, y encendió las luces sólo cuando estuvo a cien metros carretera abajo.
De esto hacía media hora, pero Keen se maldecía ya por ser un bocazas. Su padre había sido soldado, y una vez le había dicho: «Peter, no te presentes nunca voluntario: si piden voluntarios, es porque nadie quiere hacer el trabajo». Y en una noche como ésta era fácil comprenderlo.
Había un poco de niebla baja y el aire estaba cargado de humedad. La atmósfera parecía grasienta y grávida como un peso tangible sobre los hombros de Keen. Éste se levantó el cuello de la chaqueta y se llevó los prismáticos infrarrojos a los ojos. Por décima vez en treinta minutos, observó la casa. Nada. Estaba claro que había alguien, pero nada se movía allí. O el movimiento era demasiado ligero para ser detectado.
Ahora observó lo que se podía ver de los alrededores. De nuevo, nada…, o mejor dicho, ¿algo? Keen había percibido una mancha azul y brumosa de calor, simplemente una burbuja de calor corporal que había captado con sus gemelos especiales. Podía ser una zorra, un tejón, un perro… ¿o un hombre? Trató de encontrarlo de nuevo, pero fracasó. Así pues…, había visto algo. ¿O tal vez no?
Pero algo zumbó y vibró en la cabeza de Keen, como una súbita descarga eléctrica, y se sobresaltó…
¡Asqueroso espía, parlanchín hijo de puta!
Keen se quedó rígido como un palo. ¿Qué era esto? ¿Qué diablos era esto?
Vas a morir, a morir, ¡a morir! ¡Ja, ja, ja! Maldito parlanchín… Y entonces, un poco más de cosquilleo eléctrico. Y silencio.
¡Jesús! Pero Keen sabía sin duda alguna lo que era aquello: su facultad indisciplinada. Por un instante, sólo por unos segundos, había captado otra mente. ¡Una mente llena de odio!
—¿Quién…? —preguntó Keen en voz alta, mirando a su alrededor, hundido en la niebla hasta los tobillos—. ¿Qué…?
De pronto, la noche estuvo llena de amenazas.
Había dejado la ballesta en su coche, cargada y tendida sobre el asiento delantero. El Capri rojo estaba aparcado de cara a un campo, a menos de veinticinco metros carretera abajo. Keen estaba en el arcén, con los zapatos, los calcetines y los pies mojados de andar sobre la hierba. Miró hacia Harkley, que se alzaba siniestra en medio del brumoso jardín, y después empezó a volver hacia el coche. En los alrededores de la vieja casa, algo trotaba hacia la verja abierta. Keen lo vio durante un momento, pero lo perdió de vista entre las sombras y la niebla.
¿Un perro? ¿Un perro grande? Darcy Clarke había tenido dificultades con un perro, ¿no?
Keen caminó ahora más deprisa, tropezó y a punto estuvo de caerse. Un buho ululó en alguna parte, en la noche. Aparte de esto sólo había silencio, y unas pisadas suaves, deliberadas… ¿y un jadeo…? Más allá de la verja, justo al otro lado de la carretera. Keen caminó hacia atrás todavía más deprisa, con todos los sentidos alerta y los nervios de punta. Algo se estaba acercando; podía sentirlo. Y no era un perro.
Chocó de espalda contra el costado de su automóvil, respiró hondo, en un jadeo audible y ronco. Se volvió a medias, alargó un brazo a través de la ventanilla abierta y buscó a tientas con la mano en el asiento de delante. Encontró algo, lo sacó de allí y lo miró…
La saeta de palo santo, rota en dos mitades que sólo se mantenían juntas por una pequeña astilla. Keen sacudió la cabeza, con aturdida incredulidad, y metió de nuevo la mano dentro del coche. Esta vez encontró la ballesta, descargada, y con el duro arco de metal doblado hacia atrás y retorcido.
Una cosa alta y negra salió de entre las sombras y se plantó delante de él. Se envolvía en una capa, que echó hacia atrás en el último momento. Keen contempló una cara que no era realmente humana. Trató de gritar, pero sintió que su garganta era como de papel de lija.
Aquella cosa vestida de negro miró a Keen echando chispas por los ojos y abrió los labios. Los dientes estaban muy juntos, encajados como los de un tiburón. Keen trató de correr, de saltar, de moverse, pero no pudo; tenía los pies clavados en el suelo. La cosa vestida de negro levantó un brazo en un rápido movimiento, y algo brilló en la noche, con un resplandor húmedo, plateado.
¡Una cuchilla!