Capítulo 11

En las afueras de Ploiesti, en dirección a Bucarest, se conservan todavía unas terribles ruinas, recordatorio de los horrores de la guerra. Los cascos de granada yacen como cadáveres petrificados y medio enterrados en campo abierto, extrañamente bello en verano, cuando los viejos cráteres de las bombas están llenos de flores y zarzas y vida salvaje, y la hiedra trepa por las paredes ruinosas para pintarlas de verde. Se necesita que lleguen el invierno y la nieve para hacer visible la devastación, para poner en una perspectiva monocroma la triste realidad de la región. Los rumanos nunca han reconstruido estas ruinas ni construido cerca de ellas.

Aquí fue donde murió por fin Faethor Ferenczy a manos de Ladislau Giresci en la Segunda Guerra Mundial, durante un bombardeo sobre Bucarest y Ploiesti. Clavado en el suelo de su estudio por una viga astillada, al ser alcanzada su casa, había temido las ávidas llamas porque los vampiros arden muy lentamente cuando están vivos. Giresci, que trabajaba en la Defensa Civil, había visto caer la bomba en la casa, había entrado en las ardientes ruinas y había tratado en vano de liberar a Faethor. No había nada que hacer.

El vampiro sabía que había llegado su fin. Con un sobrehumano esfuerzo de voluntad, ordenó a Giresci que le pusiese rápidamente fin. La antigua manera era todavía la única posible. Como Faethor estaba ya empalado, Giresci sólo tenía que cortarle la cabeza. Las llamas harían lo demás, y el antiguo monstruo ardería junto con su casa.

El horror que había experimentado en aquella casa permaneció vivo en Giresci durante el resto de su vida. Era lo que lo había convertido en una autoridad en vampirismo. Ahora Ladislau Giresci estaba muerto lo mismo que Faethor, pero el vampiro seguía en deuda con él. Por eso ayudaría a Harry Keogh cuanto pudiese; al menos, era parte de la razón. El resto de ella era que Keogh se había levantado contra Thibor el Valaco.

Todavía no había llegado el invierno cuando Harry Keogh compartió las ideas incorpóreas de Faethor y emergió del continuo de Möbius a la ruina revestida de enredaderas y de zarzas que había sido el último refugio del vampiro en la tierra. El verano acababa de dar paso al otoño, los árboles eran todavía verdes, pero el frío que sintió Harry habría sugerido el invierno a los huesos de un hombre ordinario. Harry no tenía nada de ordinario. Sabía que era un frío del espíritu, una ráfaga de viento que soplaba sobre el alma. El estremecimiento psíquico que sólo se siente en presencia de un poder sobrenatural. Faethor Ferenczy lo había tenido, y Harry lo reconoció. Pero Faethor sabía también cuándo se hallaba frente a otro poder.

Los muertos hablan bien de ti, Harry, comenzó el vampiro, con voz mental sepulcral. Sin duda te quieren. Esto es difícil de entender para alguien que no amó jamás. No eres uno de ellos y, sin embargo, te aman. Tal vez es porque, como ellos, careces también de cuerpo. La voz adquirió un tono tristemente humorístico. ¡Oh! Tal vez podría incluso decirse que eres… un no-muerto.

Si he aprendido algo acerca de los vampiros, dijo pausadamente Harry, es que les encantan los acertijos y los juegos de palabras, ¿Por qué me quieren los muertos? Porque les doy esperanza. Porque pretendo no causar daño y hacer sólo el bien. Porque a través de mí, son algo más que recuerdos.

Dicho en otras palabras, ¿porque eres «puro»? Las palabras del vampiro estaban teñidas de sarcasmo.

Yo nunca fui puro, dijo Harry, pero comprendo lo que quieres decir y presumo que tienes bastante razón. Lo cual podría explicar también por qué no tienen ellos nada que hacer contigo. En ti no hay vida, sólo muerte. Incluso en vida estuviste muerto. ¡Estabas muerto! La muerte te acompañaba dondequiera que fueses. No compares mi condición con la no-muerte; estoy más vivo ahora de lo que tú estuviste jamás. Cuando llegué aquí, y antes de que hablases, advertí algo. ¿Sabes qué fue?

El silencio, respondió Faethor.

Exacto. Aquí no cantan los gallos, ni los pájaros. Ni siquiera se oye el zumbido de las abejas. Las zarzas son exuberantes, verdes, pero no dan fruto. Nada ni nadie vendrá cerca de ti, ni siquiera ahora. Las cosas de la naturaleza sienten tu presencia. No pueden hablarte como puedo hacerlo yo, pero saben que estás aquí. Y te rehuyen. Porque has sido malvado. Aun después de muerto, sigues siendo malo. Por consiguiente, no te burles de mi «pureza», Faethor. Yo nunca estaré solo.

Y tras un momento de silencio, Faethor dijo reflexivamente:

Si estás buscando mi ayuda, no disimulas muy bien tus sentimientos

Somos polos opuestos, le dijo Harry, pero tenemos un enemigo común.

¿Thibor? Entonces, ¿por qué has pasado tiempo con él?

Thibor es la fuente de una gran desgracia, le respondió Harry. Es, o era, tu enemigo, y lo que dejó detrás es mi enemigo. Confiaba en que me dijese cosas y lo conseguí en parte. Pero ahora ya no quiere decirme nada más. Tú me ofreciste ayuda, y he venido para aceptar tu ofrecimiento. Pero no tenemos que fingir que somos amigos.

Eres franco, dijo Faethor. Por eso te quieren. Pero tienes razón: Thibor era y es mi enemigo. Por mucho que lo haya castigado, nunca habrá sido suficiente. Por consiguiente, pregúntame lo que quieras y te responderé.

Entonces dime esto, pidió Harry, de nuevo ansioso. Después de que él te echó de tu castillo en llamas, ¿qué fue de ti?

Seré breve, respondió Faethor, porque tengo la impresión de que esto es sólo parte de lo que quieres saber. Si es así, remonta mentalmente mil años en el pasado

Thibor el Valaco, a quien había llamado hijo, a quien había dado mi nombre y mi blasón, y en cuyas manos había puesto mi castillo, mis tierras y el poder del wamphyri, me injurió terriblemente. ¡Más de lo que él sospechaba, maldito ingrato!

Arrojado al abismo desde los muros de mi castillo en llamas, fui quemado y cegado. Innumerables murciélagos acudieron en mi ayuda mientras caía, ardieron y murieron, pero no apagaron las llamas. Me estrellé contra árboles y arbustos, sufrí mil agonías al rodar por el lado empinado de la garganta, dejé jirones de piel en árboles y piedras, antes de llegar al fondo. Pero la caída fue amortiguada en parte por el follaje, y fui a dar en una charca poco profunda que apagó las llamas que amenazaban con derretir mi carne de wamphyri.

Aturdido, lo más cerca de la verdadera muerte que podía estar un vampiro que permaneciese no-muerto, llamé a mis fieles gitanos del valle. Sé que comprenderás lo que quiero decir, Harry Keogh. Ambos tenemos la facultad de hablar con otros a distancia. De hablar sólo con la mente, como hacemos ahora. Y los szgany vinieron.

Sacaron mi cuerpo del agua tranquila y salvadora y me cuidaron. Me llevaron hacia el oeste, a través de las montañas, hasta el reino de Hungria. Me protegieron de todo mal, me escondieron de posibles enemigos, me resguardaron de los ardientes rayos del sol, y por fin me llevaron a un lugar de descanso. Y fue un largo descanso: para recuperarme, para recobrar la forma; un tiempo de retiro forzoso.

»Ya he dicho que Thibor me había hecho daño. ¡Pero qué daño! Estaba destrozado. Todos los huesos rotos: la espalda y el cuello, el cráneo y los miembros. Tenía el pecho hundido, el corazón y los pulmones magullados; la piel, desollada por el fuego, rasgada por las apiladas ramas y las piedras. Incluso lo que había de vampiro en mí que ocupaba la mayor parte de mi ser, estaba magullado, desgarrado, chamuscado. ¿Una semana de curación? ¿Un mes? ¿Un año? No; ¡cien años! ¡Un siglo para mis sueños rojos, o negros, de venganza!

Pasé mi larga convalecencia en un refugio de montaña inaccesible, pero que era más una caverna que un castillo; y durante todo el tiempo fui cuidado por mis szgany, por sus hijos y por los hijos de sus hijos. Y también por sus hijas. Poco a poco volví a ser el de antes. El vampiro que llevaba dentro se curó y después me curó a mí; como wamphyri, caminé de nuevo, practiqué mis artes, me hice más prudente, más fuerte, más terrible de lo que había sido jamás. Marché al extranjero desde mi nido de águilas, hice planes para la aventura de mi vida, como si la traición de Thibor se hubiese producido el día anterior y todas mis heridas se hubiesen reducido a una tirantez en las articulaciones.

Y fue un mundo terrible aquel en el que me encontré, con guerras en todas partes y grandes sufrimientos, y hambre y pestes. Terrible, sí, ¡pero la esencia de la vida para mi! Pues yo era wamphyri

Me construí un pequeño castillo casi inexpugnable en la frontera de Valaquia, y allí me establecí como boyardo de cierta categoría. Formé un cuerpo mixto de szgany, húngaros y valacas locales, a los que pagué bien y di alojamiento y comida, y fui aceptado como terrateniente y como jefe. Desde luego, los szgany me habrían seguido hasta el fin del mundo… y lo hicieron, lo hicieron…, no por amor, sino por un extraño sentimiento que está en el pecho salvaje de todos los szgany. Digamos que yo era una potencia y que ellos se asociaron conmigo. En cuanto a mi nombre, me convertí en Stefan Ferrenczig, bastante corriente en aquellos lugares. Pero éste fue sólo el primero de mis nombres. Treinta años después de mi plena recuperación, fui el «tío» de Stefan, llamado Peter; treinta años más tarde, Karl, y después, Grigor. No debe notarse que un hombre vive demasiado y, por cierto, no durante siglos. ¿Lo comprendes?

En cuanto a Valaquia, evité principalmente cruzar la frontera, pues había uno en Valaquia cuya fuerza y crueldad eran ya famosos: un misterioso voevod mercenario llamado Thibor, que mandaba un pequeño ejército al servicio de los pequeños principados valacos. Y no deseaba encontrarme con él, que debía estar por entonces guardando mis tierras y propiedades en el Khorvaty. No; todavía no quería encontrarme con él. Oh, dudaba de que pudiese reconocerme, pues yo había cambiado muchísimo. Pero, si lo veía, tal vez no pudiera contenerme. Y esto habría podido ser fatal, pues, en los años de mi curación, se había mostrado activo y fortalecido mucho; en realidad, era en gran parte el poder detrás del trono de Valaquia. Tenía sus propios szgany, pero bien disciplinados, y también mandaba el ejército de un príncipe; mientras que yo sólo contaba con una chusma de gitanos y campesinos sin instrucción. No; mi venganza podía esperar. ¿Qué es el tiempo para un wamphyri?

Durante otros sesenta años esperé, limité mis actividades, estuve a cubierto. Y al cabo había logrado una fuerza de luchadores a sueldo, feroces mercenarios, y consideré la mejor manera de utilizarlos. Tentado estuve de lanzarme contra Thibor y los valacos, pero no me gustaban los combates en igualdad de condiciones. Quería que aquel perro se arrodillase ante mí, y hacer con él lo que se me antojase. No quería un enfrentamiento en el campo de batalla, pues sabía de primera mano sus ardides y su fuerza. Posiblemente, él me creía muerto; era mejor que siguiese con esa idea; ya llegaría mi hora.

Pero, mientras tanto, me sentía inquieto, confinado, encerrado. Allí estaba yo, fuerte, vigoroso, con bastante poder, y no tenía dónde canalizar mis energías. Ya era hora de que conociese nuevos países en un mundo que seguía dando vueltas.

Entonces me enteré de una gran Cruzada de los francos contra los musulmanes. Era el segundo año del siglo trece cristiano, y una flota navegaba contra Zara. En principio, los cruzados habían pretendido atacar Egipto, a la sazón centro del poder musulmán, pero sus ejércitos habían heredado una larga hostilidad contra Bizancio. El viejo Dux de Venecia, enemigo de Bizancio, aportó su flota que había conducido primero contra Hungria. Zara, sólo recientemente tomada por los húngaros, fue reconquistada y saqueada por los venecianos y los cruzados en noviembre de 1202, cuando yo me dirigí a aquella ciudad clave con una compañía selecta de mis partidarios. El rey húngaro, «mi señor», en la creencia de que yo actuaba a su favor contra los cruzados, no puso el menor obstáculo en mi camino. Sin embargo, cuando llegué a Zara, me vendí como mercenario al servicio de la Cruz, lo cual había sido siempre mi intención.

Me parecía que la mejor manera de aventurarme en el mundo sería con los cruzados; pero, si había esperado una acción instantánea, mi esperanza había sido vana. Los venecianos y los francos se habían ya repartido el botín de la ciudad (habían discutido y luchado por él, pero sus disputas terminaron pronto) y, luego, el Dux y Bonifacio de Montferrat, que dirigía la expedición, decidieron invernar en Zara.

Ahora bien, la intención original, el objetivo primordial de la Cuarta Cruzada, había sido, desde luego, derrotar a los musulmanes. Pero muchos cruzados creían que Bizancio había traicionado a la cristiandad en todas las Guerras Santas, y muy pronto Constantinopla estuvo al alcance de la mano de los cruzados vengativos. Más aún, Constantinopla era rica, ¡enormemente rica!, ¡inmensamente rica! La perspectiva de un botín como el que brindaba Constantinopla solucionó la cuestión. Egipto podía esperar, todo el mundo podía esperar, ¡pues ahora el objetivo era la propia capital del Imperio!

Seré breve. Zarpamos hacia Constantinopla en primavera, nos detuvimos en varios lugares, para solucionar varias cosas, y llegamos a finales de junio ante la capital imperial. Supongo que sabes algo de historia. Durante meses que se convirtieron en años, hubo objeciones morales, religiosas y políticas, al saqueo de la ciudad; pero, en definitiva, triunfaron la avaricia y la lascivia. Todos los planes de marchar desde allí contra los infieles fueron al fin abandonados. El papa Inocencio III, que había sido en gran parte responsable de la predicación de la Cruzada, había excomulgado ya a los venecianos por el saqueo de Zara; entonces estaba una vez más horrorizado, pero las noticias, como la intervención, viajaban despacio en aquellos tiempos. Y, a los ojos de los cruzados, Constantinopla se había convertido en una joya, en un fin; todos la codiciábamos. Se llegó a un acuerdo sobre el reparto del botín, y entonces

A primeros de abril de 1204, empezamos el ataque. Todas las intrigas políticas y los discursos piadosos fueron dejados a un lado, porque aquello era la causa de que estuviésemos allí.

¡Ay, cómo se regocijó mi corazón! Temblaron todas las fibras de mi ser. El oro es una cosa, pero la sangre es otra. Sangre derramada, sangre bebida, ¡sangre fluyendo por venas de fuego!

Te diré con qué tuvimos que enfrentarnos. Ante todo, los griegos tenían barcos en el Cuerno de Oro, para impedir que desembarcásemos al pie de las murallas. Lucharon duro, pero en vano; aunque no malgastaron del todo sus esfuerzos. El fuego griego es algo terrible, ¡se enciende y arde en el agua! Sus catapultas lo lanzaban contra nuestros barcos, y los hombres ardían dentro del mar. A mí me escaldó el hombro derecho, el pecho y la espalda, casi hasta los huesos. ¡Sí! Pero yo había sido quemado antes, y por un experto. Aquello no bastaba para apartarme de la refriega. El dolor me espoleaba más. Pues aquél era un día grande para mí.

Tal vez te preguntarás acerca del sol. ¿Cómo podía yo, un wamphyri, combatir bajo sus ardientes rayos? Llevaba una holgada capa negra, a la manera de los jefes musulmanes, y un casco de cuero y hierro para protegerme la cabeza. Además, siempre que podía, luchaba de espaldas al sol. Cuando no combatía, y puedes creer que también hacía otras cosas, me mantenía a la sombra, desde luego. Pero cuando los cruzados me vieron combatir con mis szgany, ¡oh, se quedaron pasmados! Considerados hasta entonces como una chusma para llenar las filas y caer como forraje bajo el fuego y las espadas, tanto los francos como los venecianos nos miraron ahora como a demonios, como a soldados del infierno. ¡Cuánto debían de alegrarse de tenernos de su parte! Por consiguiente, pensé

Pero no debo perder el hilo de mi historia. Se abrió una brecha en la muralla de la ciudad que protegía el barrio Blachernae. Simultáneamente, estalló un incendio en aquel mismo barrio. Los defensores estaban confusos; se dejaron llevar por el pánico; los aplastamos y arrollamos en las calles casi vacías, donde la lucha no era digna de mención.

Pues, a fin de cuentas, ¿contra qué nos enfrentábamos? Griegos desalentados; un ejército indisciplinado, compuesto principalmente de mercenarios, que sufrían todavía los efectos de años de mala dirección. Unidades de eslavos y pechenegi, que sólo estaban dispuestas a luchar si las probabilidades de triunfo eran buenas, y la paga, mejor; unidades francas, cuyos miembros estaban visiblemente divididos; la Guardia Varangiana, una compañía compuesta de daneses e ingleses que sabían que su emperador Alexius III era un usurpador, sin virtudes de guerrero ni de hombre de Estado. Lo único que teníamos que hacer era matar. Los que no estaban dispuestos a morir, huyeron enseguida: no tenían más remedio. Al cabo de pocas horas, el Dux y los caudillos franco y veneciano ocuparon el Gran Palacio.

Desde allí, dictaron sus órdenes: dijeron a los belicosos cruzados hambrientos de botín que Constantinopla era suya y que podían saquear durante tres días la ciudad. Eran los vencedores; no cometerían ningún delito. Podían hacer lo que quisieran de la capital, de sus moradores y sus bienes. ¿Puedes imaginarte lo que se infería de tales instrucciones?

Durante novecientos años, Constantinopla había sido el centro de la civilización cristiana, y de pronto, durante tres días, ¡se convirtió en el sumidero del infierno! Los venecianos, que apreciaban las grandes realizaciones, se llevaron toneladas de obras maestras griegas y otras manifestaciones artísticas, y tesoros en metales preciosos, hasta casi hacer naufragar sus barcos. En cuanto a los franceses, los flamencos y diversos cruzados mercenarios, entre los que nos hallábamos yo y los míos, sólo ansiábamos destruir. ¡Y destruir fue lo que hicimos!

Si algo, por precioso que fuese, no podía ser levantado o transportado del lugar donde se hallaba, era reducido a escombros en el acto. Alimentábamos nuestra locura en las bodegas de excelente vino, y nos deteníamos sólo para beber, violar o asesinar, y volver de nuevo al saqueo. Nada ni nadie se libraba. Ninguna virgen salió indemne de aquello y pocas salvaron la vida. Si una mujer era demasiado vieja para ser traspasada con carne, lo era con acero, y ninguna hembra era demasiado joven. Saqueamos conventos y tratamos como rameras a las monjas… Imagínate, ¡monjas cristianas!

Los hombres que no habían huido, sino que se habían quedado para proteger sus hogares y sus familias, fueron destripados y dejados agonizantes en las calles. Los jardines y las plazas de la ciudad estaban llenos de sus moradores muertos, principalmente mujeres y niños. Y yo, Faethor Ferenczy, conocido por los francos como el Negro, o Grigor el Negro o el Diablo Húngaro, estaba siempre en el fregado. Donde éste era más fuerte. Durante tres días, me refocilé como si nada pudiese satisfacer mi afán.

Yo no lo sabía, pero el fin —mi fin, el fin de la gloria, del poder y de la fama— se estaba ya acercando. Pues había olvidado la norma principal del wamphyri: no te hagas ver como demasiado diferente. Sé fuerte, pero no en exceso. Sé libidinoso, pero no como un sátiro de leyenda. Infunde respeto, pero no devoción. Y sobre todo, no hagas nada para que tus iguales, o los que pueden considerarse tus superiores, te tengan miedo.

Pero a mí me había quemado el fuego griego, y sólo me había enfurecido. ¿Y licencioso? Por cada hombre que había matado, había violado a una mujer, ¡hasta treinta en un día y una noche! Mis szgany me consideraban una especie de dios… o de diablo. Y al final… los propios cruzados habían llegado a temerme. Más que todas las cuestiones de «conciencia», más que a todos los asesinatos y violaciones y blasfemias que ellos habían cometido, mis hazañas les habían inspirado malos sueños.

Sí, ¡y necesitaban con urgencia un chivo expiatorio!

Creo que, incluso sin las piadosas protestas y aspavientos y gritos de horror de Inocencio, habría sido perseguido. En todo caso, esto fue lo que ocurrió. El Papa se había enfurecido por el saqueo de Zara; al principio le había encantado la toma de Constantinopla, pero después se había aterrorizado al enterarse de las atrocidades cometidas y se lavó las manos de la Cruzada. Lejos de ayudar a los verdaderos soldados cristianos en su lucha contra el Islam, pareció que su único objetivo había sido conquistar territorios cristianos. Y en cuanto al comportamiento blasfemo y generalmente atroz de los cruzados en los lugares santos de Constantinopla

Repito: necesitaban un chivo expiatorio, y no tenían que buscarlo muy lejos. Cierto «mercenario sediento de sangre reclutado en Zara» serviría muy bien para esto. Inocencio había ordenado, mediante comunicados secretos, que los responsables directos de «graves actos de crueldad excesiva y antinatural», no debían ganar «gloria ni ricas recompensas ni tierras» por su barbarie. Sus nombres no debían ser pronunciados por los hombres buenos y fieles, sino «borrados para siempre de los archivos». No había que mostrar «respeto ni alta consideración» a tan grandes pecadores, pues habían demostrado con sus actos que sólo eran «dignos de desprecio». ¡Ay! Era peor que la excomunión: ¡era una sentencia de muerte!

La excomunión… Yo había abrazado la causa de la Cruz en Zara por conveniencia. No significaba nada para mí. Una cruz es un símbolo, nada más. Sin embargo, pronto llegaría a odiar ese símbolo.

Mis szgany y yo teníamos una casa grande en las afueras de la ciudad saqueada. Había sido un palacio o algo parecido, pero ahora estaba llena de vino y de botín y de prostitutas. Los otros grupos mercenarios habían entregado el producto del pillaje a sus amos cruzados y cobrado la parte establecida; pero yo no lo había hecho. Porque todavía no nos habían pagado. Tal vez cometí un error. En verdad, nuestro botín era un incentivo más para la traición de los cruzados.

Vinieron de noche, y ésa fue su equivocación. Yo soy —o era— wamphyri: la noche era mi elemento. Alguna premonición de vampiro me había advertido que no todo andaba bien. Estaba despierto y al acecho cuando se produjo el ataque. Desperté a mis hombres y ellos se apercibieron también, pero de poco sirvió; éramos muy inferiores en número y mis hombres, pillados por sorpresa, estaban aún medio dormidos. Cuando la casa empezó a arder, supe que no podía triunfar. Aunque hubiese liquidado a todos aquellos cruzados, sólo eran una pequeña parte de la fuerza total. Probablemente se habían jugado a los dados, con otros diez grupos iguales, el privilegio de matarme y robarme. Además, si habían sospechado lo que yo era —y así parecía indicarlo el fuego—, resultaba obvio que mi situación sería insostenible.

Cogí oro y muchas piedras preciosas y huí en la oscuridad. De pasada, me llevé a uno de los atacantes. Era francés, sólo un muchacho, y acabé muy rápido con él, pues no tenía tiempo que perder. Sin embargo, antes de morir, me dijo de qué iba todo aquello. Desde aquel día, he odiado la cruz y a todos los que la llevan o viven a su sombra o bajo su influencia.

De mis szgany, no sobrevivió uno solo para seguirme fuera de aquel lugar; pero más tarde me enteré de que dos de ellos habían sido hechos prisioneros para ser interrogados. Me mantuve apartado y observé el incendio desde lejos. Y como aquel infierno había sido rodeado por los cruzados, sólo pude presumir que suponían que había muerto entre las llamas. Muy bien, no les quitaría la ilusión.

De pronto estaba solo y muy lejos de mi casa. Bueno, ¿no había deseado ver el mundo?

Ahora bien, he dicho que estaba lejos de mi casa. Medida la distancia en kilómetros, esta declaración parece ser muy inexacta. Pero ¿dónde estaba, en verdad, mi casa? Difícilmente podía regresar a Hungría, al menos hasta dentro de algún tiempo. Valaquia no era sitio adecuado para mí, y mi viejo castillo del Khorvaty, mirando hacia Rusia, se hallaba en ruinas. Entonces, ¿qué tenía que hacer? ¿Adónde ir? ¡Ah, pero el mundo es un lugar muy vasto!

Detallar mis aventuras desde entonces en adelante requeriría demasiado tiempo. Sólo esbozaré mis hazañas y mis viajes, y discúlpame o llena tú mismo las lagunas o los saltos en el tiempo.

No había que pensar en el norte; tampoco en el oeste; me dirigí hacia el este. Era el año 1204. ¿Necesito recordarte a alguien que surgió en Mongolia sólo dos años más tarde? Desde luego, no; se llamaba Temujin, más tarde Genghis Khan. Con un grupo de uighurs me uní a él y le ayudé a someter y unir las últimas tribus revoltosas mongólicas, hasta que toda Mongolia quedó por fin unificada. Demostré ser un señor de la guerra capacitado y él me mostró algún respeto. Con un pequeño esfuerzo, pude cambiar mis facciones para adecuarlas a mi papel; esto es lo mismo que decir que, a fuerza de voluntad, puse mi carne de vampiro en un nuevo molde. Desde luego, el khan sabía que yo no era mongol, pero al menos era aceptable; y más tarde tendría él muchos mercenarios bajo su mando, por lo que mi participación no era en modo alguno una rareza.

Estuve con él contra los chinos, cuando penetramos en la Gran Muralla y, después de su muerte, estuve allí para presenciar la destrucción total del Imperio. Traspasé mi «lealtad» al nieto de Genghis, Batu. Podría haber ofrecido mis servicios a otros khanes mongoles, ¡pero el objetivo de Batu era Europa! Una cosa era volver como un hombre solo, y otra muy distinta regresar como general de un ejército mongol.

En el invierno de 1237-1238, en una campaña relámpago, derrotamos a los principados rusos. En 1240, tomamos Kiev por asalto y la incendiamos. Desde allí, atacamos Polonia y Hungría. Sólo la muerte del Gran Khan Ojedei, en 1241, salvó Europa en su totalidad. Entonces hubo disputas sobre la sucesión y se estancaron las campañas hacia el oeste.

Más tarde llegó para «el Fereng», como era entonces conocido, el momento de «morir» de nuevo. Obtuve permiso para viajar a una incierta patria lejana en Occidente; mi «hijo» se uniría a Hulegú en su marcha contra los asesinos y el califato. Como Fereng el Negro, hijo del Fereng, asistí bajo Hulegú al exterminio de los asesinos y estuve en la toma de Bagdad en 1258. Pero, dos años más tarde, en Ain Jalut, en la llamada Tierra Santa, los mamelucos nos infligieron una aplastante derrota; había llegado el momento crucial de los mongoles.

En Rusia, el régimen mongol continuaría hasta el final del siglo catorce, pero «régimen» implica paz y mi sed de guerra se había hecho insaciable. Aguanté cuarenta años más; después, me separé de los mongoles y busqué acción en otra parte

¡Luché por el Islam! Entonces era un otomano, ¡un turco! ¡Aja! ¿Qué es un mercenario? Sí, me convertí en un ghazi, un guerrero musulmán, luchando contra los politeístas, y durante casi dos siglos, mi vida fue un gran río interminable de sangre y de muerte. Bajo Bayezid, Valaquia se convirtió en un estado vasallo de los turcos llamado Eflak. Podía haber regresado allí y buscado a Thibor, que se había trasladado con sus szekely a las montañas de Transilvania, pero estaba ocupado combatiendo en otra parte. A mediados del siglo quince se me ofreció una oportunidad. Las fronteras del Estado otomano se estaban reduciendo al subir Mohamed II al trono. En 1431, Segismundo, emperador del Sacro Imperio Romano, había investido a Vlad II de Valaquia con la Orden del Dragón, con licencia para destruir al turco infiel. ¿Y quién era el instrumento de Vlad en aquella empresa «santa»? ¿Quién era su arma de guerra? ¡Naturalmente, Thibor!

Aunque parezca extraño, escuché con no poco orgullo las hazañas de Thibor. Hizo una carnicería, no sólo con los turcos infieles, sino también con los húngaros, los germanos y otros miles de cristianos. ¡Ay, era verdadero hijo de su padre! ¡Si no hubiese sido tan desobediente…! Lo fue, por desgracia para él, pero, para mí, la desobediencia no fue su único defecto; como yo mismo, al final de mi aventura como cruzado, no había practicado la cautela del wamphyri. Era adorado por los szekely, pero se puso a la altura de sus superiores, los príncipes valacos, y sus excesos lo hicieron famoso. Era temido en todo el país. Dicho en pocas palabras, se había distinguido en todos los aspectos. Y el vampiro no debe distinguirse, si aprecia en algo la longevidad.

Pero Thibor era un salvaje, ¡un loco cruel! Vlad el (llamado) Empalador, Radu el Hermoso y Mircea el Monje (cuyo reinado fue muy corto) le habían encargado, todos ellos, la protección de Valaquia y el castigo de sus enemigos; tareas que le encantaron y en las que se superó. En realidad, el Empalador, uno de los villanos predilectos de la historia, no mereció aquel sobrenombre: fue cruel, sí, ¡pero lo llamaron así por hechos de Thibor! Como yo, Thibor fue destruido, pero el terror de sus hazañas perdurará eternamente.

Ahora deja que prosiga. Cuando hube vivido demasiado con los turcos, abandoné al fin su causa (que se estaba derrumbando como todas las causas deben derrumbarse al fin) y regresé a Valaquia. Elegí un buen momento. Thibor había ido demasiado lejos; Mircea había subido recientemente al trono y temía mucho a su endiablado voevod. Era el momento que había esperado durante tanto tiempo

Cruzando el Danubio, proyecté pensamientos de wamphyri delante de mí. ¿Dónde estaban ahora mis gitanos? ¿Me recordaban aún? Trescientos años es mucho tiempo. Pero era de noche, y yo era el amo de la noche. Mis pensamientos fueron llevados por los oscuros vientos a través de Valaquia y hasta las montañas sombrías. Los rumanos que dormían en sus campamentos me oyeron y despertaron sobresaltados, mirándose los unos a los otros, pues habían oído una leyenda de labios de sus abuelos que a su vez la habían oído de los suyos, según la cual yo volvería un día.

En 1206, dos de mis mercenarios szgany habían vuelto a casa; los dos que habían caído prisioneros para ser interrogados, la noche de la cobardía y traición de los cruzados; les había sido perdonada la vida, y habían regresado para difundir un mito espantoso. Pero ahora estaba aquí, ya no era un mito. «Padre, ¿qué hemos de hacer?», murmuraban en la noche. «¿Hemos de ir a reunirnos contigo, señor?»

«No», les dije a través de los ríos y los bosques y de muchos kilómetros. «Tengo que terminar un trabajo, y he de hacerlo yo solo. Id a los Cárpatos Meridionales y poned orden en mi casa, a fin de que la tenga preparada cuando termine mi trabajo.»

Y supe que lo harían.

Entonces… fui al encuentro de Mircea en Targoviste. Thibor estaba combatiendo en la frontera húngara a una distancia segura. Mostré al príncipe carne fresca de vampiro tomada de mi propio cuerpo, y le dije que era de Thibor. Entonces, como él estaba a punto de desmayarse, la quemé. Esto le mostró una manera en que podía ser muerto un vampiro. Pero le dije también la otra manera: la de la estaca y la decapitación. Entonces le pregunté sobre la longevidad de su voevod. ¿No le parecía extraño que Thibor tuviese al menos trescientos años? No, me respondió, pues no era un hombre sino varios. Todos eran parte de la misma leyenda y todos llevaban el mismo nombre: Thibor. Todos ellos habían luchado, a lo largo de los años, bajo el estandarte del diablo, el murciélago y el dragón.

Me eché a reír. ¿Y qué? Yo había estudiado los archivos rusos y sabía de cierto que este mismo hombre, este hombre único, había sido boyardo en Kiev trescientos años atrás. En aquel tiempo se había rumoreado que era un wamphyri. El hecho de que aún viviese era una confirmación de aquel rumor. Era un vampiro ambicioso, y ahora parecía desear el trono de Valaquia.

El príncipe me preguntó si tenía alguna prueba de mis acusaciones.

Le dije que él mismo había visto su carne de vampiro.

Podía ser la carne asquerosa de cualquier vampiro, replicó.

Pero yo me había dedicado a buscar vampiros y destruirlos dondequiera que los encontraba, le dije. Persiguiendo a estas criaturas había estado en China, en Mongolia, en Turquía, en Rusia, y hablaba muchos idiomas en demostración de ello. Cuando Thibor había sido herido en combate, yo había estado allí y tomado y guardado un trozo de su carne, que era lo que había visto al principio. ¿Qué más pruebas necesitaba?

Ninguna. También él había oído rumores y tenía sus dudas, sus sospechas

El príncipe temía ya a Thibor, pero lo que yo le dije, que era la verdad, salvo tal vez lo concerniente a la ambición de Thibor, acabó de aterrorizarlo. ¿Cómo podía liquidar a semejante monstruo?

Se lo dije. Debía enviar a buscar a Thibor con algún pretexto, como otorgarle un gran honor; sí, esto daría resultado. Los vampiros eran a menudo orgullosos, y la lisonja, cuidadosamente aplicada, podía vencerlos. Mircea debía decir a Thibor que deseaba nombrarlo Voevod en Jefe de toda Valaquia, con poder sólo inferior al del propio Mircea.

«¿Poder? ¡Ya lo tiene!»

«Entonces dile que se podría considerar su eventual sucesión en el trono.»

«¿Qué?» El príncipe reflexionó. «Debo consultarlo.»

«De ninguna manera», dije, enérgicamente. «Él puede tener aliados entre sus consejeros. ¿No conoces su fuerza?»

«Prosigue…»

«Cuando él llegue, yo estaré aquí: tendrás que haberle dicho que venga solo, que deje su ejército en la frontera húngara para continuar las escaramuzas. Más tarde se podrán enviar órdenes dispersando a los miembros de aquél entre generales de menor categoría y más dignos de confianza. Tienes que recibirlo a él solo… de noche.»

«¿Solo? ¿De noche?»

Mircea el monje estaba terriblemente asustado.

«Tienes que beber con él. Yo te daré el vino para drogarlo. El es muy fuerte y ninguna cantidad de vino lo mataría. Incluso es posible que no lo deje inconsciente, pero embotará sus sentidos, lo volverá torpe, estúpido, como un borracho».

»Yo estaré cerca, con cuatro o cinco de los miembros más fieles de tu guardia. Lo encerraremos, desnudo, en el lugar que tú digas. Un lugar especial, dentro del recinto del palacio. Entonces, cuando salga el sol, sabrás que has atrapado a un vampiro. ¡Los rayos del sol sobre su carne serán una tortura para él! Pero esto no será por sí solo una prueba suficiente. Y por encima de todo, debemos ser justos. Estando él bien atado, se le abrirán las mandíbulas. Entonces verás, oh príncipe, que su lengua es bífida como la de una serpiente, ¡y roja de sangre!

»Inmediatamente, habrá que clavar una estaca de madera dura en su corazón. Esto lo inmovilizará. Entonces será metido en un ataúd y enterrado en un lugar secreto, donde nadie pueda encontrarlo jamás, un lugar prohibido a los hombres desde aquel día en adelante.»

«¿Dará resultado?»

Aseguré al príncipe que lo daría. ¡Y lo dio! Exactamente como yo había previsto.

Desde Targoviste hasta los montes cruciformes hay tal vez ciento sesenta kilómetros de distancia. Thibor fue llevado allí con toda la rapidez posible. Nos acompañaron hombres santos, salmodiando exorcismos hasta que creí que iba a vomitar. Llevaba el hábito negro de un monje, con la capucha levantada. Nadie había visto mi cara, salvo Mircea y un puñado de dignatarios de palacio, a todos los cuales había engañado, o si lo preferís, hipnotizado en cierto modo.

Allí, en la montaña, se construyó enseguida un tosco mausoleo con piedras del lugar; no llevaba ningún nombre ni título, ninguna señal especial; bajo y ominoso en el sombrío claro del bosque, tal como tú lo has visto, sería suficiente para que no se acercasen los curiosos. Años más tarde, alguien grabó el emblema de Thibor en la piedra, tal vez como advertencia adicional. O es posible que algún szgany o szekely los siguiera y marcara el lugar, pero temiese o careciese de conocimientos suficientes para levantarlo de allí.

Pero me he adelantado

Lo llevamos allí, a las estribaciones de los Cárpatos, y lo depositamos en su fosa, a cuatro o cinco pies de profundidad en la oscura tierra. Atado con fuertes cadenas de plata y de hierro, y con la estaca aún clavada, estaba seguro en su caja. Yacía pálido como la muerte, con los ojos cerrados, como un cadáver para todo el mundo. Pero yo sabía que no lo era.

Se estaba haciendo de noche. Dije a los soldados y a los sacerdotes que yo bajaría allí, decapitaría a Thibor y encendería una fogata de ramas en su tumba para quemarlo, y que, cuando se apagase el fuego, llenaría la fosa. Era un trabajo peligroso, de hechicería, les dije, que sólo podía hacerse a la luz de la luna. Ellos debían retirarse, por el bien de sus almas. Y se fueron, se apartaron de allí y me esperaron en el llano.

Se elevó la luna de afilados cuernos. Miré a Thibor y le hablé a la manera del wamphyri.

«Ay, hijo mío, a esto hemos llegado. Un día triste, muy triste, para un padre que otorgó a un hijo ingrato grandes poderes que fueron malgastados. Un hijo que no cumplió las órdenes de su padre y fue maldito por eso. Despierta, Thibor, y deja que también despierte lo que hay en ti, pues sé que no estás muerto.»

El abrió los párpados una rendija al percibir mis palabras y, después, abrió mucho la boca al comprender de súbito. Eché atrás la capucha para que pudiese verme, y sonreí de un modo que él recordaba sin duda. Me miró y se sobresaltó. Después observó a su alrededor… ¡y gritó! ¡Ay, cómo gritó!

Arrojé tierra sobre él.

«¡Piedad!», vociferó.

«¿Piedad? ¿Pero no eres Thibor el Valaco, que recibió el nombre de Ferenczy y la orden de cuidar de las tierras de Faethor el wamphyri, durante su ausencia? Y si lo eres, ¿qué estás haciendo aquí, tan lejos del sitio en que debías cumplir tu deber?»

«¡Piedad! ¡Piedad! Respeta mi cabeza, Faethor», gritaba.

«¡Es lo que pienso hacer!», dije, y le arrojé más tierra.

Comprendió lo que quería decir, mis intenciones, y se volvió loco; se sacudía, vibraba y amenazaba con desprenderse de la estaca. Introduje un largo y fuerte palo en la tumba y golpeé con él para sujetar mejor la estaca, haciendo que atravesase incluso el fondo del ataúd. En cuanto a la tapa de éste, la dejé simplemente como estaba, de lado sobre el fondo de la fosa. ¿Qué? ¿Acaso iba a taparlo y perder de vista aquella cara frenética y aterrorizada?

«Pero ¡soy un wamphyri!», chilló.

«Hubieses podido serlo», le dije. «Sí, hubieses podido serlo. Ahora no eres nada.»

«¡Viejo bastardo! ¡Cuánto te odio!», rugió con sangre en los ojos, en la nariz, en la boca torcida y abierta.

«El sentimiento es mutuo, hijo mío.»

«Tienes miedo. Me tienes miedo. ¡Ésta es la razón!»

«¿La razón? ¿Quieres saber la razón? ¿Qué ha sido de mi castillo en el Khorvaty? ¿Y de mis montañas, mis bosques umbríos, mis tierras? Yo te lo diré. Los khanes los han tenido durante más de un siglo. ¿Y dónde estabas tú, Thibor?»

«¡Es verdad!», gritó él, a través de la tierra que yo arrojaba sobre su cara. «¡Me tienes miedo!»

«Si esto fuese verdad, seguro que te decapitaría.» Sonreí. «No; simplemente, te odio más que a nadie. ¿Recuerdas cómo me quemaste? Te maldije por cien años, Thibor. Ahora te toca a ti maldecirme… para el resto de los tiempos. O hasta que te conviertas en piedra en la oscura tierra.»

Y sin decir más, llené su fosa.

Cuando ya no pudo gritar con la boca, lo hizo con la mente. Yo me regocijé con cada uno de sus alaridos. Entonces encendí una pequeña fogata, para engañar a los soldados y a los sacerdotes, y me calenté durante una hora, pues la noche era fría. Y por fin bajé al llano.

«Adiós, hijo mío», dije a Thibor.

Y lo borré de mi mente, como lo había borrado del mundo, para siempre

Y así te vengaste de Thibor, dijo Harry tras una pausa de Faethor. Lo enterraste vivo, o no-muerto, para siempre. Bueno, esto pudo servir para tus crueles fines, Faethor Ferenczy, pero, por cierto, no hiciste un gran favor al mundo al dejar que conservase la cabeza. Corrompió a Dragosani y sembró en él su semilla de vampiro y, entretanto, infectó al feto de Yulian Bodescu, que es ahora un vampiro por derecho propio. ¿Sabías estas cosas?

Harry, dijo Faethor, en vida fui maestro en telepatía, y en la muerte… Oh, los muertos no quieren hablar conmigo, y no los censuro por ello; pero nada me impide escuchar sus conversaciones. En cierto modo, podría incluso decir que soy un necroscopia, como tú. Oh, he leído los pensamientos de muchos. Y hubo algunos que me interesaron en gran manera, en especial los de aquel cerdo de Thibor. Sí, desde mi muerte, he vuelto a interesarme en sus cosas. Sé lo de Boris Dragosani y Yulian Bodescu.

Dragosani está muerto, le dijo Harry, innecesariamente, pero le he hablado y me ha dicho que Thibor tratará de volver, a través de Bodescu. Pero ¿cómo puede ser? Quiero decir, estando Thibor muerto. No no-muerto, sino muerto totalmente, disuelto, acabado.

Todavía conserva algo de él, dijo Faethor.

¿Quieres decir materia de vampiro? ¿Protoplasma sin inteligencia, oculto en la tierra, rehuyendo la luz, desprovisto de voluntad consciente? ¿Cómo puede Thibor emplearlo, si ya no puede mandar en ello?, preguntó Harry.

Una pregunta interesante, respondió Faethor. La raíz de Thibor, su enredadera de carne, un seudópodo extraviado, desprendido y dejado atrás, parece ser exactamente lo contrario de ti y de mí. Nosotros somos incorpóreos: mentes vivas sin cuerpos materiales. Y aquello es… ¿qué? ¿Un cuerpo vivo sin mente?

No tengo tiempo para acertijos ni juegos de palabras, Faethor, le recordó Harry.

No estaba jugando, sino que contestaba a tu pregunta, dijo Faethor. Al menos en parte. Tú eres un hombre inteligente. ¿No puedes deducirlo tú mismo?

Esto dio que pensar a Harry; sobre los polos opuestos. ¿Faethor quería decir que Thibor crearía un nuevo hogar para él en un ser compuesto? ¿Una cosa constituida por la forma física de Yulian y el espíritu de vampiro de Thibor? Mientras debatía este problema, Faethor no era excluido de los pensamientos de Harry.

¡Bravo!, dijo el vampiro.

Confías demasiado en mí, le dijo Harry. Todavía no tengo la respuesta. Y si la tengo, no la comprendo. No veo cómo puede gobernar la mentalidad de Thibor el cuerpo de Yulian. No, mientras esté controlado por la mente de éste.

¡Bravo!, dijo de nuevo Faethor.

Pero Harry permaneció a oscuras.

Explícate, dijo el necroscopio, confesando su impotencia.

Si Thibor puede atraer a Yulian Bodescu a los montes cruciformes, dijo Faethor, y puede hacer que su enredadera superviviente, la protocarne de la que se desprendió tal vez para este fin, se una con Bodescu

¿Podría crear un híbrido?, se adelantó Harry.

¿Por qué no? Bodescu tiene ya algo de Thibor en él. Está ya influido por él. El único obstáculo, como has indicado, será la mente del joven. Solución: en cuanto esté en él el tejido de Thibor, éste se comerá sin más la mente de Yulian, para hacer espacio para la de Thibor.

¿Se la comerá? Harry sintió náuseas.

¡Literalmente!, exclamó Faethor Ferenczy.

Pero… un cuerpo sin una mente debe morir muy deprisa, argüyó Keogh.

Un cuerpo humano, sí, si no es mantenido vivo artificialmente. Pero el cuerpo de Bodescu ya no es humano. Sin duda, ésta es la esencia de tu problema. El es un vampiro. Y en todo caso, la transición de Thibor requeriría un breve instante. Yulian Bodescu subiría a los montes cruciformes y aparentemente bajaría enseguida de ellos. Pero en realidad

¡Sería Thibor!, exclamó Harry.

¡Bravo!, dijo Faethor por tercera vez, aunque no sin ironía.

Gracias, dijo Harry, sin reparar en el sarcasmo del otro, pues ahora sé que estoy en el buen camino y que la acción elegida por unos amigos míos es la adecuada. Ahora sólo me queda por hacer una última pregunta.

¡Oh! El humor negro había vuelto a la voz de Faethor, con cierto tono malicioso. Deja que vea si puedo adivinarla. Deseas saber si yo, Faethor Ferenczy, como Thibor el Valaco, he dejado algo de mí mismo atrás, para que se encone en la tierra negra. ¿Estoy en lo cieno?

Sabes que sí, dijo Harry. Que yo sepa, es una precaución que toman todos los wamphyri, contra la posibilidad de que la muerte los sorprenda.

Harry, tú has sido franco conmigo, y te lo agradezco. Ahora lo seré yo también. No, esto ha sido inventado por Thibor. Sin embargo, debo admitir que quisiera haber sido el primero en haber pensado en ello. En cuanto a mis «restos de vampiro», sí, creo que algo volverá. Tal vez varias cosas. Salvo que «volver» no es quizá la palabra adecuada, pues los dos sabemos que no habrá retorno.

Y aquella cosa, sea lo que fuere, ¿está en tu castillo del Khorvaty que arrasó Thibor?, preguntó Harry.

Una deducción bastante sencilla, dijo el Ferenczy.

Pero ¿no deseas tú usar aquellos restos, como Thibor, para levantarte de nuevo?

Eres ingenuo, Harry. Si pudiese, es probable que lo hiciera. Pero ¿cómo? Morí aquí y es posible que no logre salir de este lugar. Y de todos modos, sé que destruirás todo lo que dejó Thibor enterrado en aquel castillo hace mil años, si es que se ha conservado algo. Pero ¿sabes lo que son mil años, Harry? Ni siquiera yo sé si el protoplasma de un vampiro puede vivir tanto tiempo, en aquellas circunstancias.

Sin embargo, podría haber sobrevivido. ¿Acaso no te… interesa?

Harry percibió algo que parecía un suspiro.

Harry, te diré una cosa: puedes creerlo o no creerlo, pero estoy en paz. Al menos conmigo mismo. He tenido mi tiempo y estoy satisfecho. Si tú hubieses vivido mil trescientos años, lo comprenderías. Tal vez me creerás si te digo que incluso tú has sido una molestia. Pero no debes molestarme más. Mi deuda con Ladislau Giresci está pagada con exceso. Adiós

Harry esperó un momento y después respondió:

Adiós, Faethor.

Y cansado ahora, extrañamente fatigado, encontró una puerta de espacio-tiempo y volvió al continuo de Möbius.

La conversación de Harry Keogh con Faethor Ferenczy no había terminado demasiado pronto; Harry hijo estaba despierto y llamaba a la mente de su padre. Arrancado del continuo de Möbius hacia el «ello» cada vez más poderoso del niño, Harry tuvo que esperar durante el período de vigilia de su hijo, que se prolongó hasta el domingo por la tarde. Eran las siete y media en Inglaterra cuando al fin volvió a dormirse el pequeño Harry; pero, en Rumania, era dos horas más tarde y se había hecho ya de noche.

Los cazadores de vampiros tenían una suite en una posada de las afueras de Ionesti. Allí, en un cómodo salón con paneles de pino, terminaron de trazar sus planes para el lunes y bebieron un poco antes de acostarse temprano. Sólo Irma Dobresti estaba ausente, pues había ido a Pitesti para concretar la entrega de ciertos materiales. Había querido asegurarse de que el pedido sería servido puntualmente. Todos los hombres estaban de acuerdo en que Irma compensaba con su eficacia lo que le faltaba en belleza y atractivo personal.

Cuando se materializó Harry Keogh, los encontró con los vasos en las manos, delante de un fuego de leña. El único aviso de su llegada lo tuvieron cuando Carl Quint se irguió de pronto en su sillón, derramando slivovitz sobre la falda. Palideció visiblemente y miró a su alrededor con unos ojos como platos antes de levantarse; pero incluso en pie parecía que se había encogido dentro de sí mismo.

—¡Oh, oh! —consiguió decir.

Gulhárov estaba claramente desconcertado, pero también Krakovitch sintió algo. Se estremeció y dijo:

—¿Qué? ¿Qué? Creo que hay algo…

—Tiene razón —lo interrumpió Alec Kyle, que corrió hacia la puerta de la suite, la cerró y apagó todas las luces menos una—. Hay algo. Pero no se alarmen. El va a venir.

—¿Qué? —repitió Krakovitch, respirando más deprisa al bajar la temperatura—. ¿Quién… va a venir?

Quint respiró hondo.

—Félix —dijo; le temblaba un poco la voz—. Dígale a Sergei que no tenga miedo. Es un amigo nuestro; pero, en esta primera reunión, puede que les impresione un poco.

Krakovitch habló a Gulhárov en ruso, y el joven soldado dejó su vaso y se puso lentamente en pie. Y justo entonces, se presentó Harry.

Adoptó su forma acostumbrada, salvo que ahora el niño ya no estaba en posición fetal, sino sentado en la sección media de su padre, y ya no giraba sin objeto sobre su propio eje, sino que parecía reclinarse en Harry, con los ojos cerrados y una actitud casi de meditación. Además, la manifestación de Keogh parecía más pálida, tenía menos luminosidad, mientras que la imagen del niño era sin duda alguna más brillante.

Krakovitch, después de la impresión inicial, reconoció de inmediato a Keogh.

—¡Dios mío! —exclamó—. Un fantasma…, ¡dos fantasmas! Sí, y conozco a uno de ellos. ¡Esa cosa es Harry Keogh!

—No es un fantasma, Félix —dijo Kyle, y asió al ruso del brazo—. Es bastante más que un fantasma; pero le aseguro que no deben asustarse. ¿Se encuentra bien, Sergei?

La nuez de Gulhárov subía y bajaba frenéticamente; le temblaban las manos y tenía desorbitados los ojos; si hubiese podido correr, sin duda lo habría hecho, pero no tenía fuerza en las piernas. Krakovitch le habló de modo enérgico en ruso; le indicó que se sentase, que todo estaba en orden. Sergei no le creyó, pero se sentó de todos modos, casi se derrumbó en el sillón.

—Tienes la palabra, Harry —dijo Kyle.

—¡Por lo que más quieran! —explotó Krakovitch; sentía crecer su nerviosismo, pero trataba de permanecer tranquilo por mor de Gulhárov—. ¿Quiere alguien explicarme qué significa esto?

Keogh lo miró, y también a Gulhárov.

Tú eres Krakovitch, dijo al primero. Tienes conciencia psíquica y esto facilitará las cosas. Pero tu amigo no la tiene. Consigo comunicar con él, pero me cuesta mucho.

Krakovitch abrió y cerró la boca como un pez, sin decir nada; después se dejó caer en su sillón, al lado de Gulhárov. Se lamió los labios secos y miró a Kyle.

—¿No… no es un fantasma?

No, no lo soy, respondió Harry. Pero supongo que tu error es comprensible. Mira, no tengo tiempo de explicar mis circunstancias. Mira, ahora que me has visto, tal vez Kyle querrá hacerlo por mí. Pero más tarde. Precisamente ahora, vuelvo a andar muy escaso de tiempo, y lo que tengo que decir es importante.

—Félix —dijo Kyle—, trate de dominar su asombro. Acepte que esto es un hecho y procure comprender lo que él nos diga. Yo se lo explicaré todo a la primera oportunidad.

El ruso asintió con la cabeza, se sobrepuso y dijo:

—Está bien.

Harry les contó todo lo que había descubierto desde la última vez que había hablado con Kyle. Sus expresiones eran muy concisas; puso al corriente a los hombres de INTPES en menos de media hora. Por fin terminó y miró a Kyle, pidiéndole una respuesta.

¿Cómo están las cosas en Inglaterra?

—Me pondré en contacto con nuestra gente mañana al mediodía —le dijo Kyle.

¿Y la casa de Devon?

—Creo que ha llegado el momento de que ellos intervengan —respondió Kyle.

Keogh asintió con la cabeza.

También yo lo creo. ¿Cuándo realizarás tu acción en los montes cruciformes?

—Mañana iremos a ver el lugar —respondió Kyle—. Después de esto, el martes, ¡con luz de día!

Bueno, recuerda lo que os dije. Lo que dejó Thibor detrás de sí es… grande.

—Pero carece de inteligencia. Y, como te he dicho, trabajaremos a la luz del día.

La aparición de Keogh volvió a asentir con la cabeza.

Os aconsejo que ataquéis la casa de Harkley y a Bodescu al mismo tiempo. Ahora, él debe de estar seguro de lo que es y es probable que haya ensayado ya sus poderes de vampiro; aunque, por lo que sabemos de él, no tiene la astucia ni la reserva de Thibor o de Faethor. Estos guardaron con celo su identidad de wamphyri. No fueron de un lado a otro creando sin necesidad nuevos vampiros. Por otra parte, y tal vez porque carece de instrucción, ¡Yulian Bodescu es una bomba de relojería! Asustadle, cometed un error y dejad que quede en libertad, y será como un incendio, como un cáncer en el vientre de toda la humanidad

Kyle comprendió que tenía razón.

—Estoy de acuerdo contigo en lo del tiempo —admitió—, pero ¿estás seguro de que lo que te preocupa no es que Bodescu llegue junto a Thibor antes de que podamos actuar contra él?

Podría ser, dijo la aparición, con un dejo de preocupación en la voz. Pero, por lo que sabemos, Bodescu desconoce los montes cruciformes y lo que está enterrado allí. Aunque, dejemos esto a un lado por ahora. Dime, ¿saben tus hombres de Inglaterra lo que hay que hacer? No todo el mundo tiene valor para una cosa así. Es un trabajo duro. Los antiguos métodos: la estaca, la decapitación, el fuego, son los únicos eficaces. Ninguna otra cosa daría resultado. Y esto no puede hacerse con guantes de gamuza. El incendio de Harkley tendrá que ser muy grande. Debido a los sótanos

—¿Porque no sabemos lo que hay en ellos? De acuerdo. Cuando hable mañana con mis hombres, me aseguraré de que lo comprendan bien. Supongo que ya lo comprenden, pero me aseguraré. Toda la casa tiene que arder, desde los sótanos hasta el tejado. Sí, y quizá también un poco debajo de aquéllos.

Bien, dijo Keogh. Guardó silencio durante un momento, como un holograma de finos cables de neón. Parecía un poco inseguro acerca de algo, como el actor que necesita el socorro del apuntador. Después dijo: Mira, tengo cosas que hacer. Hay unas personas, unas personas muertas, a las que tengo que dar las gracias por su ayuda. Y todavía no he encontrado la manera de librarme del dominio que mi pequeño hijo ejerce sobre mí. Se está convirtiendo en un problema. Por lo tanto, si me disculpáis

Kyle dio un paso adelante. Había algo que parecía decisivo en el aire de Harry Keogh. Kyle tenía ganas de tenderle la mano, pero sabía que no encontraría nada allí. Al menos, nada material.

—Harry —dijo—. Dales también las gracias de nuestra parte. Quiero decir, a tus amigos.

Lo haré, dijo el otro. Sonrió débilmente y desapareció entre un resplandor fosforescente que se extinguió enseguida.

Reinó un silencio absoluto durante largo rato. Después, Kyle encendió la luz y Krakovitch aspiró una gran bocanada de aire, la exhaló y dijo:

—Ahora… ahora espero que todos estarán de acuerdo en que se me debe una explicación…

Lo cual era algo que Kyle no tenía más remedio que aceptar…

Harry Keogh había hecho todo lo que había podido. Lo demás quedaba en manos de los físicamente vivos, o al menos de personas que todavía tenían manos para aceptarlo.

En el continuo de Möbius, Harry sintió un tirón mental; la atracción de su hijo seguía siendo enorme, incluso cuando dormía. Harry hijo apretaba su presa y Harry padre estaba seguro de que nunca había juzgado bien al pequeño: estaba alimentándose de su mente, chupaba sus conocimientos, absorbía la sustancia de su «ello». Harry tendría que hacer pronto una ruptura permanente. Pero ¿cómo? ¿Para ir adonde? ¿Qué quedaría de él, se preguntaba, si era absorbido por completo? ¿Quedaría algo?

¿O dejaría simplemente de ser, salvo como talento esotérico futuro de su hijo?

Empleando el continuo de Möbius, Harry siempre podía sondear el futuro para encontrar las respuestas a estas preguntas. Sin embargo, prefería no saber todas las respuestas, pues el futuro parecía de algún modo inviolable. Y no era que lo considerase una trampa, sino más bien que dudaba de la prudencia de conocer el futuro.

Pues, a semejanza del pasado, el futuro era fijo y, si Harry veía algo que no le gustaba, ¿no trataría de evitarlo? Claro que lo intentaría, aun sabiendo que era inevitable. Lo cual sólo podría complicar todavía más su extraña existencia.

Lo único que se permitiría averiguar sería si tenía en verdad algún futuro. Algo que, para Harry Keogh, era el más sencillo de los ejercicios.

Todavía en lucha contra la atracción de su hijo, encontró una puerta del futuro y la abrió, y miró hacia el mañana siempre en expansión. Contra la sutilmente cambiante oscuridad de la cuarta dimensión, las innumerables líneas de vida humana, de azul de neón, salieron disparadas dentro de una neblina de zafiro, definiendo la duración de vidas existentes y de vidas aún por venir. La de Harry salió velozmente de su ser incorpóreo (presumió que de su mente) y se alejó al parecer hacia el infinito. Pero vio que más allá de la puerta de Möbius tomaba un rumbo paralelo a un segundo hilo, como los carriles gemelos de una autopista separados por una barrera central. Y ese segundo hilo vital, presumió Harry, debía de ser de su hijo Harry.

Se lanzó desde la puerta y atravesó el tiempo futuro, siguiendo su propia línea y la del pequeño Harry. Todavía más deprisa que las líneas vitales, se proyectó en el futuro próximo. Presenció y lo entristeció la terminación de muchos hilos azules que perdían color y se extinguían, pues sabía que eran muertes; vio que otros iniciaban una existencia brillante, como estrellas, y se prolongaban en resplandecientes filamentos de neón, y supo que eran nacimientos, nuevas vidas. Y así siguió avanzando un poco. El tiempo dejaba una breve estela, como la de un barco en el mar, que se cerraba y alisaba rápidamente.

De pronto, y a pesar de ser incorpóreo, Harry sintió una ráfaga helada que venía de uno de los lados. Difícilmente podía ser un enfriamiento físico; por consiguiente, debía de ser psíquico. Y en efecto, descubrió en el panorama de líneas vitales en movimiento, una que era tan diferente de las otras como un tiburón en un banco de atunes. Ésta era escarlata, ¡la marca del vampiro!

Y se dirigía deliberadamente hacia su propia línea y la de su hijo. Harry sintió pánico. La línea vital escarlata se acercaba; en cualquier momento se uniría a la suya y a la del niño. Y entonces…

El hilo vital de Harry hijo se desvió con brusquedad de la de su padre, siguiendo un rumbo propio entre un océano de oscilantes rayas azules. Y el hilo de Harry padre la imitó, evitando al del vampiro y alejándose desesperadamente. La acción habría parecido a todo el mundo como una maniobra de conductores en un circuito de otro planeta. Pero el último movimiento había sido a ciegas, casi instintivo, y el hilo vital de Harry pareció enredarse como fuera de control, en la maraña del futuro.

Un momento después, Harry presenció y participó en algo imposible: ¡una colisión! Otro hilo vital azul, que palidecía y se estaba desintegrando, se dirigió hacia el suyo, saliendo de ninguna parte. Los dos parecieron atraerse mutuamente, antes de chocar y producir un brillo de neón mucho más intenso y veloz que cada uno de ellos. Harry sintió, por un instante, la presencia, o el débil eco menguante, de otra mente superpuesta a la suya. Entonces se extinguió, y su hilo siguió avanzando solo.

Ya había visto bastante. El futuro debía seguir su camino. (No podía ser de otra manera.) Miró a su alrededor, encontró una puerta y salió del tiempo continuo de Möbius. De inmediato, el «ello» del pequeño Harry lo agarró y empezó a tirar de él. Harry no se resistió, sino que se dejó llevar sin más hacia la mente de su hijo en Hartlepool, una noche de domingo a primeros de otoño de 1977.

Había pretendido hablar con unos nuevos amigos en Rumania, pero eso tendría que esperar. En cuanto a su «colisión» con el futuro de otra persona, no había sabido qué deducir de ello. Aunque en el instante antes de que se extinguiese, estaba seguro de haber reconocido aquel eco mental.

Y eso era lo más desconcertante…