La aureola de fuego azul de Harry Keogh brillaba en el claro de bosque inmóvil sobre el arruinado mausoleo de Thibor; su mente incorpórea registraba el paso del tiempo. En el continuo de Möbius, el tiempo era un concepto que casi no significaba nada; pero aquí, en las primeras y bajas estribaciones de los Cárpatos Meridionales, era muy real, y el vampiro muerto todavía no había acabado de contar su historia. La parte importante, para Harry, para Alec Kyle y para INTPES, no había llegado todavía; pero Harry comprendió que no debía pedir directamente la información que deseaba. Podía, solamente, incitar a Thibor a llegar a su amargo fin.
Prosigue, lo apremió, cuando la pausa del vampiro amenazó con alargarse de modo indefinido.
¿Qué? ¿Proseguir? Thibor pareció ligeramente sorprendido. ¿Qué más he de contar? Mi historia se ha acabado.
Sin embargo, me gustaría saber algo más. ¿Te quedaste en el castillo, tal como había ordenado Faethor, o regresaste a Kiev? ¿Terminaste tus días aquí, en Valaquia, en estos montes cruciformes? ¿Cómo sucedió?
Thibor suspiró.
Creo que ha llegado el momento de que tú me digas algunas cosas. Hicimos un trato, Harry.
¡Ya te lo advertí, Harry Keogh!, dijo el espíritu de Boris Dragosani, más avisado que el de Thibor. Nunca hagas tratos con un vampiro. Pues siempre saldrá ganando el diablo…
Harry sabía que Dragosani tenía razón. Conocía de buena tinta la astucia de Thibor; se necesitaba mucha para derrotar a Faethor Ferenczy.
Un trato es un trato, dijo. Cuando Thibor se haya explicado, también lo haré yo. Y ahora, Thibor, sepamos el resto de la historia.
Está bien, dijo él. Esto es lo que sucedió…
Algo me despertó. Creí oír un ruido como de madera al desgajarse. Estaba aturdido por los excesos de la noche (todos los excesos de la noche, de los que la lucha con Faethor había sido solamente el primero), pero sin embargo me despabilé. Yacía desnudo en el lecho de la dama, cuando ella, que estaba junto a la puerta cerrada, se acercó. Sonreía de un modo extraño y tenía las manos cruzadas detrás de la espalda. Mi turbia mente no vio nada que temer. Si la mujer hubiese pretendido escapar, habría podido quitarme fácilmente la llave del bolsillo. Pero, cuando iba a sentarme, su expresión cambió, cargándose de odio y de lascivia. No la lascivia humana de la noche pasada, sino la inhumana propia de los vampiros. Descubría las manos y, en una de ellas, llevaba una astilla de roble arrancada del agujero de la puerta. ¡Un afilado cuchillo de madera dura!
«No clavarás ninguna estaca en mi corazón, señora», le dije, y le arranqué la astilla de la mano antes de darle un fuerte empujón.
Mientras ella silbaba y gruñía en un rincón, me vestí, salí y cerré la puerta con llave. Debía tener más cuidado en lo sucesivo. Ella habría podido salir sin problemas y abrir la puerta del castillo para que entrase Faethor,…, si aún vivía… Era obvio que había tenido más interés en liquidarme a mí que en cuidar de él. Podía haber sido su amo, ¡pero esto no quería decir que le gustase! Comprobé la segundad del castillo. Todo estaba como antes. Me asomé para mirar a Ehrig y a la otra mujer. Al principio creí que se estaban peleando, pero no era así.
Entonces subí al recinto almenado. Un sol débil atisbaba a través de unas nubes oscuras y móviles, cargadas de lluvia. Tuve la sensación de que me miraba ceñudo. Ciertamente, no me gustaba la sensación de sus débiles rayos sobre los brazos y el cuello descubiertos y, al poco rato, me alegré de volver al interior del edificio. Y allí me encontré con que me sobraba el tiempo, y lo empleé para registrar el castillo con mayor minucia que antes.
Busqué un botín y lo encontré: platos y copas de oro, muy antiguos; un puñado de gemas; un cofrecillo lleno de sortijas, collares, ajorcas y otros objetos en metales preciosos. Lo suficiente para vivir con comodidad toda una vida. Al menos, toda una vida normal. En cuanto a lo demás: habitaciones vacías, colgaduras deshilachadas y muebles carcomidos, un ambiente general de tristeza y decadencia. Era opresivo, y decidí marcharme de allí lo antes posible. Pero primero quería asegurarme de que el Ferenczy no estaba acechándome.
Al anochecer, cené y me adormecí delante del fuego en las habitaciones de Faethor. Al avanzar la noche, sin embargo, ésta me trajo ideas inquietantes que empezaron a hurgar en el fondo de mi mente, pero que no salían a la superficie. Los lobos volvían a dar señales de vida, pero sus aullidos parecían lúgubres, lejanos. No había murciélagos. El fuego me adormecía…
Thibor, hijo mío, dijo una voz. ¡Ponte en guardia!
Me desperté de golpe, me puse en pie de un salto, agarré la espada.
¡Oh! ¡Ja, ja, ja!, rió la misma voz.
¡Pero allí no había nadie!
«¿Quién es?», grité, aunque sabía ya quién era. «¡Aparece, Faethor, pues sé que estás aquí!»
No sabes nada. Ve a la ventana.
Miré inquieto a mi alrededor. La habitación estaba llena de sombras, proyectadas por las llamas, pero estaba claro que me encontraba solo. Entonces pensé que al oír la voz del Ferenczy, no la había «oído» en realidad. Había sido como una idea en mi cabeza, pero no una idea mía.
¡Ve a la ventana, imbécil!, dijo de nuevo la voz, y de nuevo me sobresalté.
Impresionado, me dirigí a la ventana y aparté las cortinas. En el exterior empezaban a brillar las estrellas y salía la luna, y los misteriosos aullidos de los lobos resonaban desde los picachos lejanos.
¡Mira!, dijo la voz. ¡Mira!
Volví la cabeza como dirigida por una voluntad ajena. Miré hacia arriba hacia la última cadena de montañas, una silueta negra contra los últimos destellos del sol en el ocaso. Allá arriba, muy lejos, brilló algo, captó los rayos del sol y los dirigió hacia mí. Cegado por aquel resplandor, levanté un brazo y me eché atrás.
¡Ah! ¡Ah! Mira cómo duele, Thibor, ¡Prueba tu propia medicina! Es el sol, que una vez fue tu amigo. Pero ya no lo es.
«¡No me ha dolido!», grité, volviendo a la ventana, y sacudí el puño hacia las montañas. «Sólo me has sorprendido. ¿Eres realmente tú, Faethor?»
¿Quién más podía ser? ¿Me creías muerto?
«¡Te quería muerto!»
Entonces tu voluntad es débil.
«¿Quién te acompaña?», pregunté, rindiéndome a la extrañeza de todo aquello. «No tus mujeres pues las tengo yo. ¿Quién hace ahora señales con los espejos? No eres tú quien juega con el sol.»
El espejo me enfocó de nuevo, pero me eché a un lado.
Los míos van donde yo voy, respondió la voz. Transportan mi cuerpo quemado y ennegrecido, hasta que sane de nuevo. Tú has ganado este asalto, Thibor, pero el combate no ha terminado.
«Has tenido suerte, viejo cabrón», lo desafié. «No serás tan afortunado la próxima vez.»
Escucha. Hizo caso omiso de mi baladronada. Has despertado mi cólera. Y serás castigado. El grado del castigo dependerá de ti. Quédate aquí y guarda mis tierras y mi castillo y todo lo que es mío, durante mi ausencia, y seré compasivo. Desobedece y…
«¿Y qué?»
Y conocerás los tormentos del infierno por toda la eternidad. ¡Yo, Faethor Ferenczy, te lo juro!
«Faethor, yo sólo dependo de mí. Aunque tuviese que servir, nunca podría llamarte mi amo. Debes saberlo, pues hice todo lo posible para destruirte.»
Thibor, tú no lo comprendes todavía, pero te he dado muchas cosas, grandes poderes, sí, pero te he dado también varias grandes debilidades. Los hombres corrientes descansan en paz cuando mueren. La mayoría de ellos…
Comprendí que lo último que había dicho era una especie de amenaza. Estaba en su voz; una CONDENA dictada en un murmullo.
«¿Qué quieres decir?», pregunté.
Desafíame y lo sabrás. Lo he jurado. Y por ahora, ¡adiós!
Y se fue.
El espejo centelleó una vez más, como una estrella brillante sobre la lejana cordillera, y después, también él desapareció…
Estaba harto de vampiros y de vampiresas. Encerré a mi compañera de la última noche en la mazmorra, con su hermana y Ehrig y aquella cosa subterránea, y dormí en un sillón, delante del fuego, en las habitaciones de Faethor. Amaneció y ya no había nada que pudiese demorar mi partida. Salvo…, sí, tenía que hacer algunas cosas antes de marcharme de allí. El Ferenczy me había amenazado y yo no me tomaba a la ligera las amenazas.
Salí del castillo, maté un par de gordos conejos con el arco y los llevé al calabozo. Los mostré a Ehrig y le dije lo que quería y que él tenía que ayudarme. Juntos atamos y amordazamos a las mujeres y las arrojamos a un rincón de la mazmorra. Después, aunque él protestó a gritos, até y amordacé también a Ehrig y lo puse al lado de las mujeres. Por último, rajé los conejos por la mitad y arrojé sus cuerpos ensangrentados sobre el suelo negro, donde estaban levantadas las losas.
Entonces sólo fue cuestión de esperar, pero no por mucho tiempo. Al poco rato, un tentáculo de carne leprosa surgió para explorar la fuente de sangre fresca; salió a tientas del esponjoso suelo, apartándolo a un lado, y yo tomé, en un abrir y cerrar de ojos, aquello que quería. Dejé atados a Ehrig y las mujeres, atranqué la puerta y subí a la base de la torre. Encima de la mazmona, una escalera de caracol se hallaba enroscada a un pilar central. Destrocé muebles y amontoné los pedazos alrededor de aquel pilar. Saqueé el castillo, rompiendo todos los muebles que encontraba y, repartiendo la madera entre las torres. Después vertí aceite sobre todas las tablas del terrado almenado, así como en el salón y las habitaciones que cruzaban la garganta y en todas las escaleras.
Cuando hube terminado, había empleado media mañana en mi trabajo.
Salí del castillo con mi botín, caminé un corto trecho y lo miré de nuevo, por última vez; entonces volví atrás y prendí fuego a la puerta abierta y al puente levadizo. Y sin mirar nunca atrás, empecé a desandar mi camino hacia Moupho Alde Ferenc Yabórov.
Al mediodía, me encontré con mis cinco valacas restantes, que venían en mi busca. Me vieron bajar por el sendero del acantilado y me esperaron en la depresión rocosa de su base.
«¡Hola, Thibor!», me saludó el más viejo cuando me reuní con él. Miró detrás de mí. «Ehrig y Vasily, ¿no vienen contigo?»
«Están muertos.» Señalé con la cabeza hacia los picachos. «Allá atrás».
Ellos miraron y vieron la columna de humo blanco que se elevaba como un hongo extraño hacia el cielo.
«La casa del Ferenczy», les dije. «La he incendiado.»
Entonces los miré más severamente.
«¿Por qué habéis tardado tanto en venir a buscarme? ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Cinco o seis semanas?»
«Esos malditos gitanos, ¡los szgany!», gruñó su portavoz. «Cuando nos despertamos, la mañana después de que os marchaseis los tres, el pueblo estaba casi desierto. Sólo quedaban mujeres y niños. Tratamos de averiguar lo que sucedía, pero nadie parecía saberlo, o no querían decirlo. Esperamos dos días y, entonces, emprendimos la marcha para seguirte. Pero los varones szgany desaparecidos nos estaban esperando en el camino. Éramos cinco contra más de cincuenta de ellos. Nos cerraron el paso y, además, tenían la ventaja de unas buenas posiciones en las rocas.» Se encogió de hombros, incómodo, y trató de no parecer confuso. «De nada os habríamos servido si hubieseis estado muertos, Thibor.»
Asentí con la cabeza y hablé con voz pausada.
«Y sin embargo, ahora habéis venido, ¿eh?»
«Porque ellos se han ido.» Se encogió nuevamente de hombros. «Cuando nos detuvieron, volvimos a lo que llamaban su "pueblo". Ayer por la mañana, las mujeres y los niños empezaron a marcharse solos o en parejas, o en pequeños grupos aquí y allá. No querían hablar y parecían terriblemente afligidos, ¡cómo si llevasen luto por alguien, o algo parecido! Hoy, al amanecer, el lugar estaba vacío, salvo por un gran jefe, él se hace llamar “príncipe'', su bruja y un par de nietos. Tampoco quiso decir nada y, a fin de cuentas, parece medio imbécil. Por consiguiente, subí solo por el sendero, con disimulo, y descubrí que todos los hombres se habían ido también. Entonces llamé a estos muchachos para que viniesen conmigo en tu busca. Aunque, a decir verdad, ¡pensábamos que habrías muerto!»
«No habría sido nada de extraño», le respondí; «pero estoy vivo. Toma», y le arrojé una bolsita de cuero, «lleva esto. Y tú…» di mi botín a otro, «carga con esto. Pesa mucho y lo he llevado ya demasiado tiempo. En cuanto al trabajo que se nos encomendó, ha quedado terminado. Esta noche dormiremos en el pueblo; mañana emprenderemos el regreso a Kiev para ver a un embustero, tramposo e intrigante príncipe Vladimir Svyatoslavich».
«¡Uf!» El portavoz alargó el brazo con el que sostenía la bolsa. «Hay algo vivo aquí dentro. ¡Se mueve!»
Yo reí entre dientes.
«Sí, llévalo con cuidado… y esta noche mételo en una caja, con bolsa y todo. Pero no te duermas con ella cerca…»
Entonces bajamos al pueblo. Durante el camino, oí que hablaban entre ellos, principalmente de las molestias que les habían infligido los szgany. Propusieron incendiar el pueblo. No se lo permití.
«No», dije, «los szgany son fieles a su manera. Fieles a ellos mismos. Y en todo caso, van de un lado a otro, a su antojo. ¿Qué ganaríamos incendiando un pueblo deshabitado?»
Y no se habló más de aquello…
Aquella noche fui a ver al anciano príncipe szgany y le dije que saliese. Salió a la frescura del claro de bosque y me saludó. Me acerqué a él y me miró con dureza; oí que jadeaba.
«Viejo jefe», le dije, «mis hombres querían incendiar el pueblo, pero yo se lo he prohibido. No tengo ninguna queja de ti ni de los szgany.»
Era moreno y arrugado como el tronco de un árbol, sin dientes, corcovado. Sus ojos negros eran oblicuos y parecían no ver con demasiada claridad, pero estuve seguro de que me veía. Me tocó con una mano temblorosa y me agarró el brazo por encima del codo.
«¿Valaco?», preguntó.
«Lo soy, y pronto volveré allí», le respondí.
Asintió con la cabeza y dijo:
«Tú… ¡Ferengi!».
No era una pregunta.
«Me llamo Thibor», le dije. Y cediendo a un impulso: «Thibor… Ferenczy, sí».
Él asintió de nuevo con la cabeza.
«Tú… ¿wamphyri?»
Empecé a sacudir la cabeza para negarlo, pero me detuve. Sus ojos estaban taladrando los míos. El lo sabía, Y yo también, ahora de fijo.
«Sí», dije, «wamphyri».
Aspiró fuertemente y exhaló despacio el aire.
«¿Adónde irás, Thibor el Valaco, hijo del Viejo?», preguntó.
«Mañana iré a Kiev», respondí con hosquedad. «Tengo un asunto pendiente allí. Después, me iré a casa.»
«¿Un asunto?» Lanzó una risa cascada. «¡Ah, un asunto!»
Me soltó el brazo y se puso serio.
«Yo también iré a Valaquia. Muchos szgany allí. Tú necesitas szgany. Te encontraré allí.»
«¡Muy bien!», le dije.
Se echó atrás, giró sobre sus talones y entró de nuevo en su choza…
Salimos del bosque y llegamos a Kiev avanzada la tarde. En las afueras encontré un lugar donde descansar y comprar un pellejo de vino. Envié a cuatro de mis cinco hombres a la ciudad. Pronto empezaron a volver, trayendo con ellos a miembros eminentes de mi ejército de campesinos; lo que quedaba de él. La mitad había sido atraída por Vladimir y luchaba en esos momentos contra los pechenegi; el resto permanecía fiel; se habían escondido y me esperaban.
Sólo había un puñado de soldados del Vlad en la ciudad; incluso la guardia de palacio combatía lejos de allí. El príncipe tenía sólo una veintena de hombres en la corte; sus guardaespaldas personales. Esto era parte de las noticias, pero había más; aquella noche debía celebrarse un pequeño banquete en palacio, en honor de algún boyardo lameculos. Me invité a él.
Llegué al palacio solo, o al menos esto debió parecer. Crucé los jardines entre el ruido de las risas y el jolgorio del gran salón. Unos hombres armados me cerraron el paso; me detuve y los observé.
«¿Quién vive?», me increpó el jefe de la guardia.
Me descubrí.
«Thibor de Valaquia, el voevod del príncipe. Él me envió a una misión y estoy de regreso.»
Durante el camino, había pasado de forma deliberada por lodazales. La última vez que había estado allí, el Vlad me había ordenado que vistiese de etiqueta, que no llevase armas y me hubiese bañado y compuesto. Yo iba armado hasta los dientes, no me había afeitado y estaba sucio y desgreñado. Apestaba más que un campesino y me alegraba de ello.
«¿Vas a entrar ahí de esa manera?» El jefe de la guardia estaba asombrado. Frunció la nariz. «Lávate, hombre, ponte ropa limpia ¡y tira las armas!»
Lo miré encolerizado.
«¿Cómo te llamas?», le pregunté con altivez.
«¿Por qué?», preguntó él a su vez, y dio un paso atrás.
«Para decírselo al príncipe. Hará cortar las pelotas a quien me impida la entrada esta noche. Y si no las tienes, ¡te cortarán la cabeza! ¿No te acuerdas de mí? La última vez que vine aquí, fui a una iglesia, y traje una bolsa de dedos pulgares.»
Le mostré la de cuero que traía ahora. Palideció.
«Ahora me acuerdo. Te… te anunciaré. Espera aquí»
Lo agarré del brazo, lo atraje hacia mí. Le mostré los dientes, en una sonrisa lobuna, y silbé:
«No, ¡tú espera aquí!»
Una docena de mis hombres salieron de entre los árboles, se llevaron un dedo admonitorio a los labios y empujaron al jefe de la guardia y a los suyos.
Seguí adelante. Entré en el palacio y en el gran salón, sin impedimentos. Bueno, dos guardaespaldas reales me cerraron el paso en la puerta, pero los aparté con tal brusquedad a un lado que a punto estuvieron de caerse, y cuando se recobraron, yo me encontraba ya entre los que se estaban divirtiendo. Caminé hasta el centro de la estancia. Me detuve, me volví lentamente y miré ceñudo a mi alrededor. El ruido se fue apagando. Reinó un silencio inquieto. En alguna parte, una dama rió; una risita que fue rápidamente silenciada.
Entonces, todos se apartaron de mí. Varias damas parecieron a punto de desmayarse. Desde luego, olía a basura, pero ese olor era fresco y limpio a mi olfato, comparado con los perfumes de la corte.
Se apartaron, pues, y allí estaba el príncipe, sentado a una mesa repleta de manjares y bebida. Tenía una sonrisa helada en el semblante, que se convirtió en una máscara de plomo al verme. Y al fin me reconoció. Se puso en pie.
«¡Tú!», exclamó.
«Sí, mi príncipe.» Hice una profunda reverencia y me erguí.
Él se había quedado sin habla. Poco a poco, su rostro enrojeció. Por fin dijo:
«¿Es una broma? Vete de aquí… ¡vete!»
Señaló la puerta con un dedo tembloroso. Vanos hombres se estaban acercando a mí, con sus manos en las empuñaduras de las espadas. Corrí hacia la mesa del Vlad, salté encima de ella, desenvainé la mía y apoyé la punta en el pecho del príncipe.
«¡Diles que no se acerquen más!», gruñí.
Él levantó las manos y sus guardaespaldas se echaron atrás. Tiré a patadas platos y copas, delante de él, y arrojé la bolsa en el espacio que había quedado libre.
«¿Están aquí tus sacerdotes cristianos griegos?»
Asintió con la cabeza y les hizo una seña. Ellos se adelantaron, con sus hábitos sacerdotales; agitaban las manos y murmuraban en su lengua extranjera. Eran cuatro.
Por fin comprendió el príncipe que su vida estaba en peligro. Miró la punta de mi espada, ligeramente apoyada en su pecho, me miró, apretó los dientes y se sentó. Mi espada siguió sus movimientos. Ahora pálido, se dominó, tragó saliva y dijo:
«¿Qué significa esto, Thibor? ¿Quieres que te acusen de alta traición? Envaina la espada y hablaremos.»
«Mi espada se quedará donde está, ¡y sólo tenemos tiempo para lo que yo tengo que decir!», le dije.
«Pero…»
«Ahora escucha, príncipe de Kiev. Me enviaste a una misión desesperada, y lo sabes. ¿Qué? ¿Yo y mis siete hombres, contra Faethor Ferenczy y sus szgany? ¡Vaya una broma! Pero, mientras yo estaba lejos, podías quitarme mis mejores hombres y, si yo tenía suerte…, tanto mejor. Si fracasaba, como tú creías, no se habría perdido gran cosa.» Lo miré echando chispas por los ojos. «¡Fue una traición!»
«Pero…», empezó a decir, temblándole los labios.
«Pero aquí estoy, vivito y coleando, y si apretase un poco con la punta de la espada y te matase, estaría en todo mi derecho. No según tus leyes, pero sí según las mías. Oh, no te espantes; no te mataré. Me basta con que todos los que se encuentran aquí conozcan tu traición. En cuanto a mi "misión", ¿recuerdas lo que me ordenaste que hiciese? “Tráeme la cabeza de Ferenczy, su corazón y su estandarte", dijiste. Muy bien, en este mismo instante, su estandarte ondea en lo alto del palacio. El suyo y el mío, pues lo he tomado como propio. Y en cuanto a su cabeza y su corazón, he hecho algo mejor. ¡Te he traído la esencia misma del Ferenczy!»
El príncipe Vladimir miró la bolsa que tenía delante y frunció una comisura de los labios.
«Ábrela», le ordené. «Saca lo que hay dentro. Y que tus sacerdotes se acerquen más. Mira lo que te he traído.»
Observé que, entre los numerosos cortesanos e invitados, se acercaban unos hombres de cara hosca. Eso no podía durar mucho más. Cerca de mí, una alta ventana en arco daba sobre una galería y los jardines detrás de ésta. Las manos de Vladimir temblaron al acercarlas a la bolsa.
«¡Ábrela!», grité, pinchándolo con la espada.
Tomó la bolsa, tiró de la correa y vertió el contenido sobre la mesa. Todos miraron, espantados.
«¡La esencia misma del Ferenczy!», silbé.
Aquello tenía el tamaño de un perrito, pero un color enfermizo, una forma de pesadilla. Es decir, ninguna forma, sino una traza morbosa. Podía ser una babosa, un feto, una lombriz extraña. Se retorció bajo la luz, brotaron unos dedos inseguros y formó un ojo. Después apareció una boca, y unos dientes curvos y afilados. El ojo era blando y estaba húmedo. Miró a su alrededor, mientras la boca masticaba en el vacío.
El Vlad estaba sentado allí, pálido como la muerte, el semblante torcido de un modo grotesco. Me eché a reír cuando aquella cosa empezó a acercársele, y él lanzó un grito y cayó de espaldas, volcando el sillón. La cosa no había pretendido hacerle daño; no pretendía nada. Más grande y hambrienta hubiese podido ser peligrosa, o a solas con un hombre dormido en una habitación a oscuras; pero no allí, y con luz. Yo lo sabía, pero Vladimir y su corte lo ignoraban.
«Vrykoulakas, vrykoulakas!», empezaron a gritar los sacerdotes griegos.
Tras lo cual, y aunque pocos sabían lo que quería decir aquella palabra, el gran salón se convirtió en escenario de un caos furioso. Las damas gritaron y se desmayaron; todos se apartaron de la mesa grande; los invitados se apretujaron en la puerta. Para hacer justicia a los griegos, hay que decir que fueron los únicos que tenían idea de lo que había que hacer. Uno de ellos tomó una daga y clavó aquella cosa en la mesa. Pero la cosa se abrió enseguida y se desprendió como agua de la hoja. El sacerdote la clavó de nuevo y gritó:
«Traed fuego, ¡quemad eso!»
En la confusión reinante, salté de la mesa, subí al antepecho de la ventana y pasé a la galería baja. Cuando saltaba de ésta al jardín, aparecieron dos caras irritadas en la ventana detrás de mí. Los guardaespaldas del Vlad, valientes y desafiadores, ahora que el peligro había pasado. Aunque para ellos no fue así. Miré hacia atrás. Ahora estaban los dos en la galería.
Gritaban y blandían las espadas. Me agaché. Silbaron flechas, disparadas desde el oscuro jardín; uno de los perseguidores fue alcanzado en el cuello; el otro, en la frente. El ruido era estruendoso en el salón, pero no había más perseguidores. Sonreí y me alejé…
Aquella noche acampamos en los bosques de las cercanías. Todos mis hombres durmieron, pues no dispuse turnos de guardia. Nadie se nos acercó.
Por la mañana, cruzamos la ciudad en nuestros caballos y nos dirigimos al oeste, hacia Valaquia. Mi nuevo estandarte seguía ondeando en su asta sobre la fachada del palacio. Por lo visto, nadie se había atrevido a quitarlo de allí mientras yo estuve cerca. Se lo dejé como recordatorio: el dragón, encima de él, el murciélago, y encima de los dos, la lívida cabeza diabólica del Ferenczy. Durante los siguientes cinco siglos, aquellos serían mis emblemas…
Mi historia ha terminado, dijo Thibor. Ahora te toca a ti, Harry Keogh.
Harry había conseguido algo de lo que quería, pero no todo.
Dejaste que Ehrig y las mujeres se quemasen, dijo, con disgusto. Las mujeres… eran vampiresas, y lo comprendería. Pero ¿no habría sido mejor darles una muerte digna? ¿Tenían que ser quemadas vivas? Habrías podido hacerlo menos doloroso para ellas. Habrías podido…
¿Decapitarlas? Thibor pareció despreocupado; se encogió mentalmente de hombros.
En cuanto a Ehrig, ¡había sido amigo tuyo!, exclamó Harry.
Lo había sido, sí. Pero el mundo era muy duro hace mil años, Harry. Y de todos modos, te equivocas: no dejé que se quemasen. Estaban muy por debajo de la torre. La madera que amontoné alrededor del pilar central tenía que arruinarlo, hacer caer los peldaños de piedra en la caja de la escalera y bloquearla para siempre. Quemarlos, no; ¡sólo los enterré!
Harry se estremeció al oír el tono morboso y siniestro de la voz de Thibor.
Esto es aún peor, dijo.
Querrás decir mejor, lo contradijo el monstruo, y rió entre dientes. Y mejor de lo que yo nunca había presumido. Pues entonces no sabía que vivirían allá abajo para siempre. ¡Ja, ja! ¿Es esto horrible, Harry? Incluso ahora están allá abajo. Momificados, sí, pero todavía «vivos» a su manera. Secos y resecos como huesos viejos, trozos de cuero y de cartílago y…
Thibor se detuvo en seco. Había percibido el agudo interés de Harry, la manera intensa y calculadora con que lo captaba todo y lo analizaba. Harry trató de dar marcha atrás, de cerrar su mente al otro. Pero Thibor lo percibió también.
De pronto he tenido la impresión, dijo lentamente, de que he hablado demasiado. Es impresionante saber que incluso una criatura muerta debe guardarse sus pensamientos. Tu interés en todos estos asuntos es más que casual. Me pregunto por qué.
Dragosani, que había guardado silencio durante largo rato, lo rompió con una carcajada.
¿No es evidente, viejo diablo?, dijo. ¡El ha sido más listo que tú! ¿Por qué tiene tanto interés? Porque hay vampiros en el mundo, en su mundo, ¡precisamente ahora! Es la única respuesta. Y Harry Keogh ha venido aquí, para que tú le informes sobre ellos. Necesita saber más acerca de ellos por mor de su organización de espionaje y del mundo. Y ahora dime: ¿necesita realmente contarte las actuales circunstancias de aquel inocente a quien tú corrompiste cuando estaba aún en el vientre de su madre? ¡Te lo ha dicho ya! El muchacho vive y, sí, ¡es un vampiro! Y la voz de Dragosani se extinguió…
Se hizo un silencio en el inmóvil claro del bosque, donde solamente la aureola de neón de Harry iluminaba la oscuridad para dar una indicación del drama que se estaba representando allí. Por fin, habló de nuevo Thibor:
¿Es verdad? ¿Vive? ¿Y es…?
Sí, le dijo Harry. Vive… como un vampiro… por ahora.
Thibor hizo caso omiso de las implicaciones de las últimas palabras.
Pero ¿cómo sabes que es… wamphyri?
Porque ya trabaja para el mal. Por eso tenemos que acabar con él…, yo y otros que trabajan para la misma causa. Y está claro que debemos destruirlo antes de que «se acuerde» de ti y venga a buscarte. Dragosani ha dicho que te levantarías de nuevo, Thibor. ¿Qué dices a esto?
Dragosani es un imbécil insolente que no sabe nada. Yo lo engañé, tú lo engañaste; tan bien que lo ayudaste a que se destruyera él mismo. Bueno, ¡cualquier chiquillo podría poner en ridículo a Dragosani! No le hagas caso.
¡Ah!, gritó Dragosani. Conque soy un imbécil, ¿eh? Escúchame, Harry Keogh, y te diré exactamente cómo empleará ese tortuoso y viejo demonio lo que hizo. Primero…
¡CÁLLATE! Thibor estaba furioso.
¡No me callaré!, gritó Dragosani. Por tu culpa estoy aquí, soy un fantasma, ¡nada! ¿Tengo que quedarme quieto, mientras te preparas para levantarte y andar por ahí? Escúchame, Harry. Cuando aquel joven…
Pero esto era más de lo que Thibor podía aguantar. Empezó una terrible algarabía mental, un estruendo de aullidos telepáticos de los que Harry no pudo entender una sola palabra, y no tan sólo de Thibor, sino también de Max Batu, quien se había puesto de parte de Thibor; resultaba comprensible que el mongol muerto estuviera en contra de su asesino.
No oigo nada, dijo Harry, tratando de hacerse oír por Dragosani en aquel estruendo. ¡Absolutamente nada!
La cacofonía telepática prosiguió, más fuerte, más insistente que nunca. En vida, Max Batu había sido capaz de concentrar el odio en una mirada que podía matar; muerto, su concentración no le había fallado; el estrépito mental que creaba era mayor que el de Thibor. Y como aquello no requería ningún esfuerzo físico, era probable que continuasen de forma indefinida. La voz de Dragosani fue literalmente ahogada.
Harry intentó levantar la suya sobre las otras tres:
Si os dejo ahora, ¡podéis estar seguros de que no volveré!
Pero incluso al formular la amenaza, se dio cuenta de que tenía poca fuerza. Thibor estaba gritando por su vida, por la clase de vida que no había conocido desde el día en que lo enterraron allí hacía quinientos años. Aunque los otros se calmasen, él seguiría vociferando.
Estaban en punto muerto. Y en todo caso, era demasiado tarde.
Harry sintió el primer tirón de una fuerza que no podía resistir, una fuerza que lo atraía como es atraída una brújula hacia el norte. Harry hijo se movía de nuevo; acababa de despertar para su alimentación acostumbrada. Durante la próxima hora, el padre debía confundirse una vez más con su hijo pequeño.
El tirón se hizo más fuerte; era como una contracorriente que empezaba a arrastrar a Harry. Éste buscó una puerta de Möbius, la encontró y se encaminó hacia ella.
En el mismo instante, cuando pretendía entrar en el continuo de Möbius, algo que no era Harry hijo se agitó; algo en la tierra donde yacían desparramados los cascotes de la tumba de Thibor. Tal vez el intenso griterío mental lo había molestado. Quizás había sentido la importancia del momento. Sea como fuere, se movió, y Harry Keogh lo vio.
Grandes trozos de piedra fueron arrojados a un lado; tres raíces se rompieron con gran estruendo cuando algo macizo se irguió debajo de ellas; la tierra saltó en un rocío negro al desenroscarse un seudópodo gordo como un tonel y elevarse hasta casi la altura de los árboles. Osciló entre las copas y fue atraído de nuevo hacia abajo. Harry lo vio, cruzó la puerta y entró en el continuo de Möbius. E incorpóreo como era, se estremeció no obstante al volar a través del hasta ahora hipotético espacio hacia la mente de su hijo. En la suya, este simple pensamiento: ¡Hay que limpiar el suelo!
Domingo, 10 de la mañana. Bucarest. La Oficina de Intercambios Culturales y Científicos (URSS), con sede en un museo transformado, de muchas cúpulas, adecuadamente situado cerca de la universidad rusa. Un empleado uniformado y soñoliento abrió la verja de hierro forjado y salió un Volkswagen Variant negro a las calles tranquilas para dirigirse a la autopista de Pitesti.
Sergei Gulhárov conducía el coche; Félix Krakovitch viajaba a su lado, y Alec Kyle, Carl Quint y una rumana de mediana edad, sumamente delgada, de nariz aguileña y con gafas, en el asiento trasero. La mujer era Irma Dobresti, funcionaria de alto rango del Ministerio de Tierras y Propiedades, y discípula fiel de la Madre Rusia.
Como Dobresti hablaba inglés, Kyle y Quint tenían más cuidado que de costumbre en lo que decían. No era porque tuviesen miedo de que se les escapase algo acerca de su misión, pues ella lo vería por sí sola, sino simplemente porque temían descuidarse y hacer algún comentario sobre la propia mujer. Y no es que fuesen particularmente rudos o groseros, sino que Irma Dobresti era una clase de mujer muy peculiar.
Llevaba los negros cabellos recogidos en un moño; vestía casi de uniforme: zapatos, falda, blusa y chaqueta de un gris oscuro. No iba maquillada ni lucía ninguna joya, y todas sus facciones eran duras y hombrunas. En lo tocante a curvas y otros atractivos femeninos, la naturaleza parecía haberse olvidado por completo de Irma Dobresti. Su sonrisa, que le hacía mostrar unos dientes amarillos, se encendía y apagaba como una débil luz, y en las pocas ocasiones en que hablaba, su voz era grave como la de un hombre, y sus palabras, categóricas y siempre acertadas.
—Si yo no fuese tan delgada —dijo, cometiendo un error gramatical sin importancia al intentar una conversación casual—, este largo viaje es muy incómodo.
Estaba sentada en el extremo de la izquierda; Quint, en medio, y Kyle, a su derecha.
Los dos ingleses se miraron. Después, Quint sonrió amablemente.
—Es verdad —dijo—. Su delgadez es muy conveniente.
—Bien —dijo ella, con un breve asentimiento de cabeza.
El coche aceleró al salir de la ciudad y entró en la autopista…
Kyle y Quint habían pasado la noche en el Hotel Dunarea, en el centro de la ciudad, mientras que Krakovitch había estado la mayor parte de ella estableciendo relaciones y arreglando cosas. Esa mañana, con semblante macilento y ojeroso, se había reunido con ellos para el desayuno. Gulhárov los había recogido, y se habían dirigido a la Oficina de Intercambios, donde Dobresti había recibido instrucciones de un oficial soviético de enlace. Había conocido a Krakovitch la noche antes. Ahora se adentraron en el campo rumano, siguiendo un trayecto que Krakovitch conocía muy bien.
—En realidad —dijo, reprimiendo un bostezo—, esto no es muy sorprendente. Me refiero a venir aquí. —Se volvió a mirar a sus invitados—. Conozco este lugar. Después de aquel asunto en el château Bronnitsy, cuando el jefe del Partido, Brezhnev, me designó para el cargo, me ordenó que averiguase todo lo posible acerca… acerca de lo que había ocurrido. Sospeché que Dragosani estaba en el fondo de aquello. Por eso vine aquí.
—¿Quiere decir que siguió sus antiguas huellas? —preguntó Kyle.
Krakovitch asintió con la cabeza.
—Cuando Dragosani tiene vacaciones, siempre viene aquí, a Rumania. No tiene familia ni amigos, pero viene aquí.
Quint hizo una señal de asentimiento.
—Nació aquí. Rumania era su patria.
—Y aquí tenía un amigo —añadió Kyle a media voz.
Krakovitch bostezó de nuevo y miró a Kyle con ojos ligeramente enrojecidos.
—Así parece. En todo caso, solía llamar Valaquia a este país, no Rumania. Valaquia es una región olvidada desde hace largo tiempo; pero no por Dragosani.
—¿Adónde vamos, exactamente? —preguntó Kyle.
—¡Esperaba que usted pudiese decírmelo! —dijo Krakovitch—. Usted dijo Rumania, y un lugar en las estribaciones de la cordillera, donde vivió Dragosani de muchacho. Por tanto, vamos allí. Nos alojaremos en un pequeño pueblo que a él le gustaba, en la carretera de Corabia-Calinesti. Deberíamos llegar allí en un par de horas. Después —y se encogió de hombros—, su parecer valdrá tanto como el mío.
—Oh, creo que podríamos hacer algo mejor —dijo Kyle—. ¿A qué distancia está Slatina del lugar donde nos alojaremos?
—¿Slatina? Oh, a unos…
—Ciento veinte kilómetros —dijo Irma Dobresti, a quien Krakovitch había dicho anteriormente el nombre del pueblo donde se alojarían; un nombre difícil y no significativo para los dos ingleses, pero que ella conocía muy bien. Un primo suyo había vivido allí—. Aproximadamente una hora y media de viaje.
—¿Quiere usted ir directamente a Slatina? —preguntó Krakovitch—. ¿Qué hay en Slatina?
—Podemos ir mañana —dijo Kyle—. Y pasar la noche haciendo planes. En cuanto a lo que hay en Slatina…
—Archivos —lo interrumpió Quint—. Habrá un registrador local, ¿verdad?
—¿Cómo? —Krakovitch no conocía el término.
—Una persona que anota las bodas y los nacimientos —le aclaró Kyle.
—Y las defunciones —añadió Quint.
—¡Ah!, comprendo —dijo Krakovitch—. Pero están ustedes equivocados si creen que los archivos de una pequeña población se remontarán a quinientos años atrás, hasta Thibor Ferenczy.
Kyle sacudió la cabeza.
—No se trata de eso. Nosotros tenemos nuestro propio vampiro, ¿se acuerda? Sabemos que… empezó aquí. Y sabemos más o menos cómo. Queremos averiguar dónde murió Ilya Bodescu. Los Bodescu se hallaban en Slatina cuando él sufrió un accidente de esquí en los montes. Si podemos encontrar a alguien que hubiese intervenido en la recuperación de su cadáver, estaremos cerca de encontrar la tumba de Thibor. El vampiro estaba enterrado donde murió Ilya Bodescu.
—¡Bien! —dijo Krakovitch—. Tendría que haber un atestado de la policía, declaraciones, tal vez incluso un informe del forense.
—Lo dudo —dijo Irma Dobresti, sacudiendo la cabeza—. ¿Cuánto tiempo hace que murió aquel hombre?
—Dieciocho o diecinueve años —respondió Kyle.
—Una muerte por accidente. —Dobresti se encogió de hombros—. Nada sospechoso; no habrá informe del forense. Pero sí un atestado de la policía. Y también una nota del traslado en ambulancia.
Kyle empezó a tomarle simpatía.
—Es un buen razonamiento —dijo—. En cuanto a obtener estos informes de las autoridades locales, será de su incumbencia, señora…
—Nada de señora. Nunca he tenido tiempo. Llámeme Irma a secas, por favor. —Sonrió, mostrando los dientes amarillos.
Su actitud en todo esto intrigó un poco a Quint.
—¿No le parece un poco extraño que estemos dando caza a un vampiro, Irma?
Ella lo miró y arqueó una ceja.
—Mis padres proceden de la montaña —dijo—. Cuando yo era pequeña, hablaban a veces de wampir. Aquí arriba, en los Cárpatos Meridionales, los viejos creen todavía en ellos. Antaño hubo grandes osos aquí, y tigres de colmillos como sables. Y antes, grandes reptiles…, ¿dinosaurios? Sí. Ahora ya no existen; pero existieron. Más tarde hubo una plaga que asoló el mundo. Todas estas cosas desaparecieron. Ahora, usted me dice que mis padres tenían razón, que también hubo vampiros. ¿Extraño? No, no me lo parece. Y si quiere usted cazar vampiros, ¿qué lugar mejor que Rumania?
Krakovitch sonrió.
—Rumania —dijo— ha sido siempre como una isla.
—Es verdad —convino Dobresti—. Pero esto no siempre es bueno. El mundo es grande. No hay ninguna ventaja en ser pequeño. Y estar aislado significa estancamiento. Nunca pasa nada nuevo.
Kyle asintió con la cabeza, pensando: «Y podemos pasarnos muy bien de algunas cosas antiguas…».
Había sido una noche dura para Brenda Keogh.
Cuando Harry júnior hubo tomado su alimento de la madrugada no había querido dormirse de nuevo. No había alborotado; sólo se había negado a dormir.
Después de un par de horas de mecerlo y acunarlo y cantarle a media voz, Brenda lo había acostado y se había ido a la cama.
Pero, a las seis de la mañana, él había sido puntual otra vez, llorando para que le cambiasen la ropa y lo alimentasen de nuevo. Y ella había sabido, por su manera de torcer la carita y de cerrar los puños, que estaba cansado: había estado despierto durante toda la noche, sin que Brenda pudiese descubrir la causa. En cuanto a bueno, ¡qué chiquillo tan bueno era! No había llorado hasta que había tenido hambre y se había sentido incómodo; había estado tumbado en la cuna toda la noche, haciendo sólo lo suyo…, fuera esto lo que fuese.
Incluso ahora era firme su voluntad de permanecer despierto y formar parte del mundo; pero los bostezos dijeron a su madre que le era imposible. Todavía faltaba una hora para el amanecer, y Harry tenía que dormir. El mundo tendría que esperar. Por muy deprisa que se desarrolle la mente, el cuerpo va más despacio…
Al dormirse su hijo, Harry Keogh se sintió libre y tuvo la idea más extraña que había tenido jamás en su absolutamente extraña existencia.
¡Se está aprovechando de mí!, pensó. El pequeño truhán se introduce en mi mente, en mis experiencias. Puede explorar mi material, porque hay mucho; pero yo no puedo tocarlo, porque allí no hay nada… todavía.
Reprimió la extraordinaria idea en el fondo de su mente. Ahora que el pequeño Harry lo había soltado, tenía lugares adonde ir, personas (personas muertas) con quienes hablar. Sabía que había cosas que era el único en saberlas. Sabía, por ejemplo, que los muertos habitan en otra esfera, y también que, en su solitaria no-existencia, siguen haciendo todo lo que hacían en vida.
Los escritores escriben obras maestras que nunca podrán publicar, componen con perfeccionismo cada frase, pulen cada párrafo, hacen una joya de cada relato. Cuando el tiempo no es problema y no existen plazos fijos, las cosas se hacen mejor. Los arquitectos proyectan sus ciudades de la mente, bellas construcciones aéreas en mundos fantásticos, tendidas sobre océanos y continentes esculpidos, con cada ladrillo y cada aguja y cada ruta celeste situados con exactitud, sin que falte el menor detalle. Los matemáticos siguen explorando las Fórmulas del Universo, reduciendo EL TODO a símbolos que no pueden escribirse sobre papel, cosa que deberían agradecer los hombres del mundo corpóreo. Y los Grandes Pensadores continúan elaborando sus grandes ideas, mucho más enjundiosas que todo lo que pensaron mientras vivían.
Este había sido el camino de la Gran Mayoría. Entonces había llegado Harry Keogh, el necroscopio.
Los muertos habían apreciado enseguida a Harry: él había dado un nuevo significado a su existencia. Antes de Harry, cada cual había habitado en un mundo consistente en sus propios pensamientos incorpóreos, sin contacto con los demás. Habían sido como casas sin puertas ni ventanas ni teléfono. Pero Harry los había conectado. Esto no tenía importancia para los vivos (que, simplemente, no se percataban), pero sí, y mucha, para los muertos.
Möbius había sido uno de éstos, matemático y pensador, y había enseñado a Harry Keogh el empleo de su continuo de Möbius. Lo había hecho de buen grado, pues, como todos los muertos, había apreciado rápidamente al necroscopio. Y el continuo de Möbius había dado a Harry acceso a tiempos y lugares y mentes fuera del alcance de cualquier otra inteligencia en toda la historia del hombre.
Harry sabía ahora de una persona cuya única obsesión en la vida habían sido los mitos, las leyendas y las tradiciones de los vampiros. Se llamaba Ladislau Giresci. ¿Cómo lo pasaría ahora, después de ser asesinado?, se preguntaba Harry. Max Batu lo había matado con su «mal de ojo», sólo porque Dragosani lo había ordenado. Lo había matado, sí, pero no el penchant de toda la vida de Giresci, de la leyenda del vampiro. Lo que había sido una obsesión durante la vida, debía seguir siéndolo, por cierto, después de la muerte.
Harry no podía sacarle nada más a Thibor, y Thibor no le dejaría sonsacar a Dragosani. Su mejor oportunidad tenía que ser Ladislau Giresci. Pero cómo alcanzarlo, era harina de otro costal. Harry no había conocido al rumano en vida; no sabía la tierra donde yacía el espíritu de Giresci; debía confiar en que los muertos le diesen información, lo orientasen en su camino.
Al otro lado de la calle, frente al piso de Brenda (antaño de Brenda y Harry), había un cementerio que tenía siglos de antigüedad y en el que moraban muchos amigos de Harry. Conocía personalmente a la mayoría de ellos, de conversaciones anteriores. Ahora caminó entre las hileras de rótulos y, en ocasiones, de lápidas inclinadas, atraída su mente por las de los muertos que yacían en sus tumbas. Lo sintieron al momento; supieron que era él. ¿Quién más podía ser?
¡Harry!, dijo su portavoz, un ex maquinista que había vivido siempre en Stockton, hasta que murió en 1938. Me alegro de poder hablar de nuevo contigo. Es agradable saber que no nos has olvidado.
¿Cómo te van las cosas?, le preguntó Harry. ¿Diseñas trenes todavía?
El otro se entusiasmó al momento.
¡He diseñado el tren!, respondió. ¿Quieres saber algo de esto?
Por desgracia, no puedo. Harry lo lamentó de veras. Mi visita es puramente de negocios, lo siento.
Bueno, ¡escúpelo, Harry!, exclamó otro, un ex poli conocido de Harry, de los últimos tiempos de sir Robert Peel. Di en qué podemos ayudarte, señor.
Aquí estáis varios cientos de vosotros, respondió Harry. Pero ¿hay alguien de Rumania? Quiero ir allí y necesito instrucciones y una presentación. Las únicas personas que conozco allí son… mala gente.
Varias voces farfullaron entre ellas, pero una se destacó, hablando directamente a Harry. Era una voz de niña, dulce y delicada:
Yo conozco Rumania, dijo. Al menos parte de ella. Vine aquí desde Rumania, después de la guerra. Hubo disturbios y opresión, y por eso me enviaron aquí mis hermanos mayores, a vivir con una tía nuestra. Es extraño, pero, después del largo viaje, pillé un catarro y me morí. Era muy joven.
¿Conoces a alguien a quien pudiese buscar para pedirle ayuda? Harry no quería parecer demasiado ansioso por marcharse, pero nada pudo hacer. Es muy importante, te lo aseguro.
¡Mis hermanos estarán encantados de guiarte, Harry!, dijo al momento ella. Sólo desde que tú viniste hemos podido… unirnos de nuevo todos los de aquí. Te debemos mucho…
Si puedo, repuso Harry, volveré y hablaré más tiempo contigo. Pero ahora, tengo prisa. ¿Cómo se llaman tus hermanos?
Son Jahn y Dmitri Syzestu, dijo ella. Espera y los llamaré.
Llamó y, al cabo de un momento, respondieron sus hermanos. Sus voces eran muy débiles, como transmitidas por teléfono desde el otro lado del mundo. Harry les fue presentado.
Seguid hablándome, pidió él a los hermanos, y encontraré el camino hasta vosotros.
Se excusó con sus amigos del cementerio de Hatlepool, encontró una puerta de espacio-tiempo y pasó por ella al continuo de Möbius.
¿Jahn? ¿Dmitri? ¿Estáis todavía ahí?
Sí, Harry, y es un honor para nosotros poder ayudarte en esto.
Se dirigió a su encuentro y salió por otra puerta a un gris amanecer rumano. Se encontró en un campo herboso, junto a una pared picada de viruela y que se estaba derrumbando rápidamente. Había ponis en el campo, pero, naturalmente, no podían verlo; estaban quietos, temblando un poco y con la piel brillante de gotas de rocío. Volutas de aire caliente surgían de sus fosas nasales como humo. A lo lejos, las últimas luces de una ciudad se iban apagando al salir el sol en el horizonte del este.
¿Dónde estamos?, preguntó Harry a los hermanos Syzestu.
La ciudad es Cluj, dijo Jahn, que era el mayor. Este lugar no es más que un campo. Estuvimos en la cárcel, como prisioneros políticos, y escapamos. Nos persiguieron, con armas, y nos pillaron aquí, cuando tratábamos de encaramarnos a esa pared. Y ahora dinos, Harry Keogh, ¿en qué podemos ayudarte?
¿Cluj?, dijo Harry, un poco contrariado. Tengo que ir hacia el sur, creo yo, y hacia el este…, al otro lado de las montañas.
¡Eso es fácil!, dijo Dmitri, el hermano menor. Estaba excitado.
Nuestros padres yacen juntos en el cementerio de Pitesti. ¡Hace muy poco rato estuvimos hablando con ellos!
Es verdad, dijo una voz más grave y más triste, desde cierta distancia. Ven a visitarnos y serás bienvenido, Harry, si encuentras el camino para llegar hasta aquí.
Harry se excusó, un poco deprisa, pero con muchas palabras de cortesía, y volvió a entrar en el continuo de Möbius. Al poco rato, se halló en un brumoso cementerio de Pitesti.
¿A quién buscas?, le preguntó Franz Syzestu.
A un tal Ladislau Giresci, dijo Harry. Lo único que puedo decirte es que murió hace poco tiempo en su casa, cerca de una población llamada Titu.
¿Titu?, repitió Anna Syzestu. ¡Sólo está a cincuenta kilómetros de aquí! Mejor aún, tenemos amigos enterrados allí. Estaba visiblemente orgullosa de poder ayudar al necroscopio. ¿Puedes oírme, Greta?
¡Claro que puedo!, respondió una nueva voz, estridente y gruñona. Y tengo aquí a ese hombre.
¿Lo ves?, dijo Anna Syzestu, en tono de ¿no te lo había dicho? Si quieres hablar con alguien de Titu, pregunta a Greta Mirnosti. ¡Conoce a todo el mundo!
¿Harry Keogh?, dijo una voz varonil. Soy Ladislau Giresci. ¿Quiere venir más cerca, o le parece bien así?
¡Voy para allá!, dijo Harry.
Dio las gracias a los Syzestu y fue a la tumba de Giresci, en Titu. Y por fin, ya en presencia del propio experto en vampiros, dijo:
Señor, creo que puede ayudarme… si le place.
Joven, dijo Giresci, o estoy muy equivocado o sé por qué está aquí. La última vez que vino alguien a preguntarme sobre los vampiros, ¡me costó la vida! Pero si puedo ayudarle, Harry Keogh, en lo que sea, ¡sólo tiene que pedirlo!
Fue Boris Dragosani quien vino a verlo, ¿no?, dijo Harry.
Sintió que el otro se estremecía. Giresci podía no tener cuerpo, pero la mención del nombre de Dragosani lo hizo temblar.
Él, sí, respondió al fin Giresci. Dragosani. Cuando lo conocí, ya era uno de ellos. O tan bueno como ellos. El no lo sabía, no del todo, pero el mal estaba en él.
Envió a Max Batu a matarlo con su «mal de ojo», dijo Harry.
Sí, porque entonces yo sabía lo que era. Esto es lo que más teme el vampiro: que la gente descubra que lo es. Si alguien sospecha… tiene que morir. Así, el pequeño mongol me mató, y me robó el arco.
Eso fue así por Dragosani. El lo empleó para matar a Thibor Ferenczy en los montes cruciformes, dijo Harry.
¡Entonces, fue usado para algo bueno! Ah, pero cuando habla de Thibor se refiere a un vampiro ¡auténtico!, dijo Giresci. Si Dragosani, con todo su poder para el mal, hubiese vivido, vivo o no-muerto, tanto como aquél, ¡el mundo habría padecido una enfermedad incurable!
Discúlpeme, dijo Harry, pero no puedo encontrar nada admirable en tales monstruos. Y en todo caso, hubo otro más grande que Thibor, otro que lo precedió y que duró más que él. Se llamaba Faethor, y Thibor tomó su apellido. Y con razón, pues fue Faethor quien hizo de él un vampiro. Me refiero a Faethor Ferenczy, naturalmente.
La voz de Ladislau Giresci se convirtió en un ligero murmullo al responder:
Cierto, y esto fue lo que despertó realmente mi interés en los no-muertos. Pues yo estaba con Faethor cuando murió. Imagínese, ¡una criatura que tenía al menos mil trescientos años!
De éstos quisiera que me hablase, dijo ansiosamente Harry. De Thibor y de Faethor. En vida, usted fue un experto en vampirismo; aunque la gente se burlaba de su obsesión o lo consideraba un excéntrico, estudió los mitos del vampiro, sus leyendas, su tradición. Todavía los estaba estudiando cuando murió, y presumo que la muerte no lo detuvo. ¿Hasta dónde ha llegado en su investigación? ¿Cómo terminó Thibor enterrado aquí, en los montes cruciformes? ¿Y qué fue de Faethor entre los siglos diez y veinte? Es importante que yo sepa estas cosas, pues guardan relación con lo que estoy haciendo ahora. Y lo que estoy haciendo guarda relación con la seguridad y la cordura de todo el mundo.
Lo comprendo, dijo, gravemente, Giresci. Pero ¿no cree, Harry, que debería hablar con alguien aún más autorizado que yo? Creo que podríamos arreglarlo…
¿Qué? Harry se quedó pasmado. ¿Alguien más autorizado que usted? ¿Existe esa persona?
¡Ahhh!, dijo otra voz, una voz potente, negra como la noche y profunda como las raíces del infierno, y que parecía venir de todas partes y de ninguna al mismo tiempo. Oh, sí, Haarrry, existe… o existió… tal persona. Soy yo. Nadie sabe tanto como yo sobre los wamphyri, pues nadie ha vivido ni vivirá tanto tiempo. Tanto, en verdad, que cuando morí estaba preparado para ello. Oh, luché contra la muerte, naturalmente, pero, en definitiva, fue para bien. Ahora tengo paz. Y tengo que agradecerle a Ladislau Giresci aquella definitiva y misericordiosa liberación. Ya que te tiene evidentemente en tal alta estima, lo mismo que todos los muertos, debo seguir su ejemplo. Por consiguiente, acude a mí, Harry Keogh y deja que un verdadero experto conteste tus preguntas.
Era un ofrecimiento que Harry no podía rehusar. Enseguida supo quién era, y se preguntó cómo no había pensado antes en él. A fin de cuentas, era la solución evidente.
Allá voy, Faethor, dijo. Espere sólo un momento, y enseguida estaré ahí…