La voz del vampiro extinto se apagó en la mente incorpórea de Harry Keogh. Durante un largo rato, no se dijo nada más, e iban pasando unos segundos vacíos que Harry no podía perder. En el momento menos pensado, podía llamarlo su hijo pequeño, y tendría que volver, a través del laberinto del continuo de Möbius, al ático de Hartlepool. Pero, si el tiempo era importante para Harry, también lo era para el resto de la humanidad.
Empiezo a compadecerte, Thibor, dijo, con su fuerza vital resplandeciendo azul, como una luciérnaga de neón, en el oscuro claro del bosque. Ahora veo cómo luchaste contra aquello, cómo no querías convertirte en aquello en lo que te convertiste en definitiva.
¿En definitiva?, dijo al fin la vieja Cosa enterrada. No fue en definitiva, Harry, ¡pues ya me había convertido en aquello! Desde el momento en que la semilla de Faethor se apoderó de mi cuerpo y de mi cerebro, estuve condenado. Pues desde aquel momento aquello estaba creciendo en mí, y deprisa. Primero, sus efectos se manifestaron en mis emociones, en mis pasiones. Digo «se manifestaron», pero muy poco a mí mismo. ¿Puedes tú sentir cómo se cura tu cuerpo después de un corte o de un golpe? ¿Te das cuenta del crecimiento de tus cabellos o de tus uñas? El hombre que pierde poco a poco el juicio, ¿sabe que se está volviendo loco?
De pronto, al extinguirse de nuevo la voz del vampiro, un fuerte parloteo se abrió paso en la mente de Harry. Un grito de frustración, de rabia. Lo había esperado más pronto o más tarde, pues sabía que Thibor Ferenczy no estaba solo aquí, en los oscuros montes cruciformes. Y ahora, una nueva voz formó palabras en la conciencia del necroscopio, una voz que conocía de antiguo.
¡Viejo embustero! ¡Viejo diablo!, gritó la inflamada chispa, el iracundo espíritu de Boris Dragosani. ¡Ay! ¿No es un magnífico sarcasmo? No basta con que esté muerto, sino que he de tener por compañero en mi tumba a una criatura a quien odié más que a todas las demás. Y peor aún, saber que mi mayor enemigo en vida, el hombre que me mató, ¡es el único hombre vivo que puede alcanzarme en la muerte! ¡Ja, ja! Y estar aquí, oyendo una vez más las voces de esos dos, una exigente, la otra zalamera, engañosa, mintiendo como siempre… y la futilidad de todo ello; pero todavía anhelante, ardiente en deseos de… ¡intervenir en todo! Oh, Dios mío, si hay un Dios, ¿no querrá… alguien… hablar… conmigo?
No le prestes atención, dijo al momento Thibor. Delira. Pues, como sabes muy bien, Harry, ya que contribuíste a ello, cuando él me mató se mató a sí mismo. Esta idea es suficiente para trastornar a cualquiera, y el pobre Boris estaba ya medio loco…
¡Alguien me volvió loco!, gritó Dragosani. ¡Una sucia y embustera y asquerosa sanguijuela! ¿Sabes qué me hizo, Harry Keogh?
Sé algunas de las cosas que te hizo, respondió Harry. La tortura física y mental parece una actividad incesante de las criaturas de vuestra calaña, vivas o muertas. ¡O no-muertas!
Tienes razón, Harry. Ahora hablaba una tercera voz desde más allá de la tumba. Era una voz suave, como un susurro, pero no sin cierta inflexión siniestra. Sois indeciblemente crueles, ¡y no hay que fiarse de ninguno de vosotros! Yo ayudé a Dragosani; era su amigo; fue mi dedo el que apretó el gatillo y disparó la bala que atravesó el corazón de Thibor y lo dejó clavado allí, medio dentro y medio fuera de la tumba. Y fui yo quien tendió a Dragosani la guadaña para cortar la cabeza del monstruo. ¿Y cómo me lo pagó? ¡Ay, Dragosani! ¿Cómo puedes hablar de mentira y de traición y de maldad, si tú mismo…?
Tú… eras… un… ¡monstruo!, replicó Dragosani a las acusaciones de Max Batu. Mi eximente es sencilla: tenía en mí la semilla de vampiro de Thibor. Pero ¿y tú, Max? ¿Qué? ¡Un hombre tan malvado que podía matar con una mirada!
Batu, un mongol perceptor extrasensorial, que en vida había tenido el secreto del «mal de ojo», se ofendió.
¡Escuchad a este gran embustero, a este ladrón!, siseó. Me degolló, me desangró, destrozó mi cadáver y le arrancó mi secreto. Tomó mi poder para matar como yo había matado. ¡Ay! De poco le sirvió. Ahora compartimos la misma ladera de montaña. Sí, Thibor, Dragosani y yo, y a los tres nos rehuyen todos los muertos…
Escuchadme todos, dijo Harry, antes de que pudiesen empezar de nuevo. Conque todos habéis padecido injusticias, ¿eh? Bueno, tal vez sí, pero ninguna tan grande como las que hicisteis vosotros. ¿A cuántos hombres mataste con tu «mal de ojo», Max, y los dejaste secos en el camino y estrujaste sus corazones como si fuesen de papel? ¿Y eran todos malos? ¿Merecían morir? ¿Y de una manera tan horrible? No; pues al menos uno era amigo mío, el hombre más bueno que existió jamás.
¿El jefe del espionaje británico?, replicó de inmediato Batu. ¡Pero Dragosani me ordenó que lo matase!.
¡Era nuestra misión!, replicó Dragosani. No te hagas el inocente, mongol. Mataste a otros antes que a él.
También ordenó la muerte de Ladislau Giresci, dijo Batu. Un paisano suyo, ¡completamente inocente! Ah, pero Giresci conocía el secreto de Dragosani, ¡sabía que era un vampiro!
¡El era un peligro para… para el Estado!, farfulló Dragosani. Yo sólo trabajé para la Madre Rusia y…
¡Sólo trabajaste para ti!, lo interrumpió Harry. La verdad es que deseabas ser poderoso en la tierra. No, ¡no en todo el mundo! Miente todo lo que quieras, Dragosani, pues esto es propio de los vampiros, pero no te engañes a ti mismo. Yo hablé con Gregor Borowitz, ¿te acuerdas? ¿Y murió también él por la Madre Rusia? ¿El jefe de vuestra Organización E?
Te han pillado, Dragosani, dijo Thibor, riendo entre dientes. ¡Te han pillado con tus propias armas!
No te jactes, Thibor. La voz de Harry era todavía más grave. Eras tan malo y probablemente peor que esos dos.
¿Yo? ¡Yo he yacido aquí durante quinientos años! ¿Qué mal puede hacer una pobre criatura enterrada, sola con los gusanos, en la fría y dura tierra?
¿Y qué me dices de los quinientos años anteriores?, dijo Harry. Sabes tan bien como yo que Valaquia tembló durante siglos al oír tus pisadas. La tierra está negra de la sangre que derramaste. Y no lo atribuyas todo a Faethor Ferenczy. El no tiene toda la culpa. Sabía lo que eras, o no te habría elegido…
¿Y has venido para esto?, preguntó Thibor, al cabo de un momento. ¿Para despotricar y acusar y denunciar?
No, he venido a aprender, dijo Harry. Ahora mira, no sé mentir tan bien como tú. Ni en mis mejores tiempos fui un buen embustero. Por consiguiente, estoy seguro de que lo descubrirías si tratara de engañarte. Por eso iré directamente al grano…
Muy bien, dijo Dragosani. Desembucha, si te place.
Harry prescindió de él y guardó silencio durante unos segundos.
Thibor, dijo al fin, hace un momento has preguntado qué daño habías podido hacer, enterrado aquí quinientos años.
Yo puedo decirte el daño que hizo. Dragosani no se resignaba a que prescindiesen de él. ¡Mírame! Yo era un niño inocente, y me enseñó el arte de la necromancia. Más tarde, de joven, me engatusó con su hipnotismo y sus mentiras. De adulto, puso en mí su semilla de vampiro, y cuando ésta había madurado, él…
¡Tu historia no me interesa en absoluto!, lo interrumpió Harry. Como tampoco las calumnias o las acusaciones que puedas dirigir contra Thibor u otro cualquiera.
¿Calumnias? Dragosani estaba furioso.
Silencio. Harry había agotado su paciencia. Callad enseguida u os dejaré pronto, para que esperéis eternamente en vuestra soledad. Los tres.
Se hizo un silencio malhumorado.
Muy bien, dijo Harry. Como estaba diciendo, me importan poco los crímenes de Thibor o los presuntos crímenes contra ti, Boris Dragosani. En cambio, me interesa saber lo que hizo Thibor a otra persona. Me refiero a Georgina Bodescu, que vino aquí un invierno con su marido. Él murió aquí, en este mismo lugar. Ella estaba encinta y se desmayó al ver la sangre. Y después…
¿Eh?, dijo Thibor, sintiendo que aumentaba su interés. Pero eso ya te lo he contado. ¿Quieres decir… que aquello surtió efecto?
¡Alerta, Harry Keogh!, interrumpió Dragosani. No le digas más. Yo escuché también este cuento, cuando te lo contó el viejo embustero. Si aquel feto es ahora un hombre, será un esclavo de Thibor. Sí, aunque su amo esté muerto. ¿No lo ves? Este diablo se vería vivo de nuevo, en el cuerpo y la mente de este nuevo discípulo.
¡Perro!, aulló Thibor. Tú eres wamphyri ¿No significa esto nada para ti? Podemos pelear entre nosotros, pero no divulgamos nuestros secretos a los demás. ¡Serás condenado para siempre, Dragosani!
Viejo imbécil, ¡ya lo estoy!, gruñó Dragosani.
Está bien, dijo Harry, y suspiró. Ya veo que estoy perdiendo un tiempo precioso. Siendo así, me despido de vosotros…
¡Espera! La voz de Thibor temblaba de angustia. No puedes marcharte después de decirme aquello… ¡Es… inhumano!
¡Ah!, bufó Harry.
Entonces, hagamos un trato. Terminaré mi historia, y tú me dirás si el niño nació y vive. Y… cómo vive. ¿De acuerdo?
Harry pensó que ya había hablado bastante, lo cual podía ser en sí mismo una buena razón para proseguir. Ahora debía tratar de descubrir cuatro cosas principales. Primera: el pleno alcance del poder de un vampiro; segunda: cómo, exactamente, podía Thibor tratar de utilizar a Yulian Bodescu. Pues Dragosani parecía creer que era posible que Thibor resucitase en aquél; tercera: el resto de la historia de Thibor, concerniente a lo que había pasado mil años atrás en el castillo de Faethor Ferenczy, para poder saber si existía todavía algún mal en aquel lugar, y cuarta: cómo matar a un vampiro, definitivamente.
En cuanto a lo último, Harry había creído que lo había sabido ocho meses antes, cuando combatiera en el château Bronnitsy. Pero al mirar ahora hacia atrás vio que la muerte de Dragosani se había producido únicamente gracias a una afortunada combinación de sucesos. En primer lugar, Dragosani había sido cegado: sus ojos habían sido inutilizados por un rayo mental reflejo, cuando la facultad robada a Max Batu había rebotado contra él desde uno de los zombies de Harry; pues, desde luego, Harry había contado con sus tártaros zombies, su tropa de choque, para respaldarlo en aquella contienda. Había sido uno de ellos, sacado de la turba protectora, quien había cortado la cabeza de Dragosani, y otro quien había clavado al vampiro parásito con una estaca en su pecho, cuando abandonaba su cuerpo destrozado. Harry no habría podido hacer todas estas cosas, tal vez ninguna de ellas, por sí solo. En realidad, el único triunfo verdadero de Harry había sido su dominio del continuo de Möbius: cuando había sido casi cortado por la mitad por un fuego de ametralladora, había volado de su cuerpo moribundo y arrastrado consigo la mente de Dragosani.
En el continuo de Möbius, había lanzado a Dragosani a través de una puerta del pasado, que había conducido al nigromante hacia Thibor en su tumba. Y allí, un Dragosani «anterior» había atraído y matado a Thibor, sin saber que, con el mismo golpe, había determinado también su propio destino. En cuanto a la mente incorpórea de Harry, había seguido adelante, había encontrado el hilo vital de su hijo uniéndose a él, yaciendo con él en el vientre de Brenda, en espera de nacer. Ella había sido su amante, su esposa, y ahora podía ser incluso considerada, en cierto modo, como su madre. Su segunda madre.
Pero ¿y si había dejado la mente de Dragosani en su cadáver, en el château? ¿Por cuánto tiempo había seguido siendo un cadáver aquel cuerpo destrozado? Esto era dudoso…
Y Harry se preguntó qué disposiciones habrían tomado los miembros supervivientes de la Organización E rusa sobre lo que restaba cuando terminó la lucha. ¿Qué habían hecho de sus zombies? ¡Aquello debió de parecer una locura total, una pesadilla absoluta! Harry presumió que, después de abandonar el château por el camino de Möbius, los tártaros habían quedado una vez más inactivos…
Quizá Alec Kyle tenía ahora las respuestas a estas preguntas, aprendidas de Félix Krakovitch. Harry lo descubriría, en definitiva; pero, de momento, había nuevos problemas. El primero de ellos era cuánto debía decir a Thibor acerca de Yulian Bodescu. Presumió que muy poco. Pero, por otra parte, el ahora extinto vampiro lo había adivinado, tal vez. Lo cual hacía inútil la preservación del secreto.
Muy bien, dijo por fin Harry. Trato hecho.
¡Estúpido!, dijo de inmediato Dragosani. Había confiado un poco en ti, Harry Keogh; pensaba que eras más inteligente. ¡Y hete aquí que haces un trato con el mismo diablo! Ahora veo que tuve mala suerte en nuestra pequeña contienda. ¡Eres tan estúpido como lo fui yo!
Harry no le hizo caso.
Cuenta el resto de tu historia, Thibor, y date prisa, pues no sé de cuánto tiempo más dispongo…
La primera vez que vino el viejo Ferenczy, me pilló desprevenido. Estaba durmiendo, aunque, agotado y medio muerto de hambre, poco habría podido hacer en cualquier caso. Me enteré de su visita cuando oí cerrarse de golpe la pesada puerta de roble y fijarse una barra detrás de aquélla. Cuatro pollos atados, vivos y con todas sus plumas, chillaban y aleteaban en un cesto, delante de la puerta. Al levantarme y dirigirme a aquélla, Ehrig se me había adelantado un paso.
Lo agarré de un hombro, lo aparté a un lado y llegué antes que él a la cesta.
«¿Qué es esto, Faethor?», grité. «¿Pollos? ¡Creía que los vampiros tenían mejor carne para la cena!»
«¡Nosotros queremos sangre para cenar!», gritó él a su vez, riendo entre dientes detrás de la puerta. «Desde luego, comemos carne si hemos de hacerlo, pero la sangre es la verdadera vida. Los pollos son para ti, Thibor. Córtales el cuello y bebe. Déjalos secos. Si quieres, puedes dar la carne a Ehrig, y lo que quede a tu primo de debajo de las losas.»
Oí que empezaba a subir la escalera de piedra y le grité:
«¿Cuándo empezaré mi servicio, Faethor? ¿O tal vez has cambiado de idea y consideras demasiado peligroso dejarme salir de aquí?»
Las pisadas se detuvieron.
«Te sacaré de aquí cuando me plazca», dijo, con voz contenida. «Y cuando tú estés preparado…»
Rió de nuevo, esta vez más abiertamente.
«¿Preparado? ¡Estoy preparado para un trato mejor que éste!», le dije. «Habrías debido traerme una muchacha. Con una muchacha, ¡se puede hacer algo más que comérsela!»
Hubo un momento de silencio tras el cual él dijo:
«Cuando seas dueño de ti podrás tomar lo que quieras.» Su voz se hizo más fría. «Pero yo no soy como una gata que caza ratones para sus gatitos. Una muchacha, un chico, una cabra…, la sangre siempre es sangre, Thibor. En cuanto a la lascivia, más tarde tendrás tiempo para ella, cuando comprendas el verdadero significado de la palabra. Por ahora… reserva tus fuerzas.»
Y se marchó.
Mientras tanto, Ehrig se había apoderado de la cesta y se apartaba con ella. Le di un tortazo que lo hizo caer al suelo, protestando. Entonces miré las aterrorizadas aves y fruncí el entrecejo. Pero… tenía hambre, y la carne es la carne. Nunca había sido remilgado, y aquellas aves estaban gorditas. Y de todos modos, lo que había de vampiro en mí estaba embotando el filo de las buenas costumbres, la urbanidad y el comportamiento civilizado. En cuanto a la civilización, ¿qué me importaba? Como guerrero valaco que era ¡siempre había sido más que medio bárbaro!
Comí, y también lo hizo Ehrig, el perro. Sí, y más tarde, cuando estábamos a punto de dormirnos, comió también mi «primo»…
Cuando me desperté, más despejado, saciado por mi cena, vi la Cosa, aquel ser inconsciente de carne de vampiro que se ocultaba en la oscuridad, debajo del suelo. No sé qué había esperado. Faethor había mencionado enredaderas subterráneas. Y eso lo parecía. Al menos en parte.
Si habéis visto alguna vez un pulpo blando pescado en el mar, podréis haceros una idea de la criatura brotada del dedo de Faethor y alimentada con la sangre de Avros, el gitano. Lo único que no puedo comentar es su tamaño; sin embargo, si el cuerpo de un hombre fuese aplastado y convenido en una masa pastosa… abarcaría mucho espacio. La materia de Arvos había recibido una nueva forma.
Las «manos» que se movían a tientas y que habían brotado de aquel ser, eran elásticas. Había muchas y no carecían de fuerza. Los ojos eran muy extraños y se formaban y deformaban, venían y se iban; miraban y pestañeaban; pero, si he de ser sincero, no puedo afirmar que viesen. En verdad, tuve la impresión de que eran ciegos; o tal vez veían como ven los recién nacidos, sin comprender.
Cuando una mano de aquella cosa salió del suelo cerca de donde estaba yo, maldije en voz alta y le di una patada, ¡y enseguida se encogió y se escondió! Yo no podía saber lo que sentía aquello, pero era evidente que la cosa-vampiro recelaba de mí. Tal vez sentía que era yo una forma superior… ¡de ella misma! Recuerdo que, entonces, ésta fue una idea estremecedora…
Faethor seguía siendo siempre el mismo: tortuoso, astuto como un zorro, escurridizo como una anguila. Así lo consideraba yo, como fruto de la mera frustración. Desde luego, él era así: ¡pertenecía a los wamphyri! No habría podido imaginar que pudiese ser de otra manera. Pero lo cierto es que no se dejaba sorprender. Yo pasaba horas esperándolo detrás de la puerta, con las cadenas en las manos, sin atreverme apenas a respirar, para que él no me oyese. Pero el infierno se enfriaría antes de que él viniera. ¡Ay! Pero sólo hacía falta que me quedase dormido… para que me despertara un cerdito chillón o el aleteo de una paloma atada. Y así iban pasando los días, acaso las semanas…
Tengo que hacerle justicia. Después de aquel primer tiempo, el viejo diablo no permitió que pasara demasiada hambre. Ahora, creo que aquel período inicial de hambre fue para que el vampiro que llevaba en mí me dominase. El no tenía nada más con qué alimentarse y, por esto, debía confiar en mis reservas de grasa, debía convertirse más plenamente en una parte de mí. De manera parecida, yo estaba obligado a recurrir a su fuerza. Pero en cuanto el lazo estuviera definitivamente formado, Faethor podría empezara engordarnos de nuevo. Y empleo esta frase de forma adecuada.
Junto con la comida, en ocasiones recibíamos una jarra de vino tinto. Al principio me anduve con cuidado, pues recordaba cómo me había drogado el Ferenczy. Dejaba que Ehrig bebiese el primero, y entonces observaba sus reacciones. Pero, aparte de tener más suelta la lengua, no vi nada en particular. Por consiguiente, bebí también. Mas tarde, no daba vino a Ehrig, sino que yo lo consumía todo. Esto había sido también exactamente proyectado así por el viejo diablo.
LLegó un día en que, después de una comida, tuve sed y bebí una jarra de un trago; entonces me tambaleé de un lado a otro antes de derrumbarme. ¡Envenenado de nuevo! Faethor se había burlado de mí una vez más. Pero esa vez mi fuerza de vampiro me sostuvo; me aferré a mi conciencia y, tumbado allí, febril, me pregunté cuál era el objeto de aquello. ¡Ay!, escucha y te explicaré lo que se proponía Faethor.
«Una muchacha, un chico, una cabra: la sangre es sangre», me había dicho aquella vez. «La sangre es vida.» Cierto, pero no me había dicho esto: que de todas las delicias, de todas las fuentes de inmortalidad, de todas las flores cortadoras de néctar, lo que el vampiro prefiere es sorber en la corriente roja palpitante de la sangre de otro vampiro. Y así, cuando hube sucumbido totalmente a su vino, Faethor vino a mí de nuevo.
«Esto tiene dos objetivos», me dijo, inclinado sobre mí. «Primero: hace mucho tiempo que no he bebido de uno de los míos, y tengo una sed enorme. Segundo: tú eres duro y no te someterás a la esclavitud sin luchar. Que sea así; esto debería quitarte todo el veneno.»
«¿Qué… qué estás haciendo?», gruñí, tratando de levantar los pesados brazos y apartarlo.
Fue inútil; era tan débil como un gatito; incluso me costaba muchísimo articular las palabras.
«¿Haciendo? Bueno, ¡me dispongo para la cena!», respondió, alegremente. «¡Y vaya menú! Sangre de un hombre fuerte, aderezada con la sangre del vampiro en ciernes que lleva dentro…»
«¿Tú… tú vas a beber de… mi garganta?»
Lo miré espantado; tenía turbia la visión.
Él no hizo más que sonreír, pero con su sonrisa más odiosa, y me rasgó la ropa. Entonces, puso sus horribles manos sobre mí y palpó toda mi carne, frunciendo un poco el entrecejo, como si buscase algo. Me volvió de lado, tocó mi espina dorsal, la apretó más fuerte y dijo:
«¡Ah! Aquí está. ¡El premio gordo!»
Yo quería escabullirme, pero no podía. Me estremecía por dentro (tal vez aquel niño que llevaba en mi interior se estremecía también), pero, por fuera, mi piel apenas temblaba. Traté de hablar, pero también eso me resultaba demasiado difícil. Mis labios se movieron sólo un poco y emitieron un sonido lastimero.
«Thibor, dijo el viejo diablo», con voz pausada, como en amable conversación, «tienes mucho que aprender, hijo mío. Acerca de mí, acerca de ti mismo, acerca de los wamphyri. Todavía no lo adviertes, todavía no percibes todos los misterios que he volcado sobre ti. Pero llegarás a ser lo que yo soy. Y todas las facultades que poseo serán tuyas. Has visto y aprendido un poco, ahora mira y experimenta más.»
Continuó sosteniéndome de lado, pero me levantó un poco la cabeza para que pudiese ver su cara. Sus ojos magnéticos me sujetaban como a un pez prendido en sus pupilas. Mi visión confusa se aclaró; la imagen se hizo definida; vi con más claridad que nunca. El cuerpo y los miembros podían ser de plomo, pero la mente era afilada como un cuchillo, y la conciencia tan aguda que casi podía sentir el cambio que se producía en la criatura inclinada encima de mí. Por alguna razón, de alguna manera, Faethor había agudizado mis percepciones, aumentado mi sensibilidad.
«Ahora mira», susurró. «¡Observa!».
La piel de la cara de Faethor, granujienta y de poros abiertos en el mejor de los casos, experimentó una rápida metamorfosis. Mientras lo observaba, pensé: «Nunca he sabido cómo es. Y ni siquiera ahora lo sabré. ¡Es como quiere que yo lo vea!».
Los poros de la cara se abrieron más aún, como picaduras de viruela. Las mandíbulas, ya enormes, se alargaron con un ruido parecido al de una tela al rasgarse gradualmente, y sus labios correosos se encogieron hacia atrás, hasta que la boca no fue más que unas abultadas encías carmesí y unos dientes babosos y mellados. Yo había visto antes los dientes de Faethor, pero nunca exhibidos de esa manera. Y aún no era completa la metamorfosis.
Todo estaba en las mandíbulas, en los dientes, en los contornos de una cara de pesadilla. Faethor se había parecido siempre a un gran murciélago, o tal vez a un lobo, o a ambas cosas; pero ahora se convertía rápidamente en algo más que un parecido. No era un murciélago y tampoco un lobo, sino una criatura intermedia, y el hombre Faethor era sólo la cáscara, como la crisálida que ocultaba a una larva monstruosa. Pero ahora la crisálida se había abierto de par en par.
Sus dientes eran como finos y torcidos icebergs que se apretaban en el océano rojo de las encías en carne viva. La boca sangraba y expulsaba carne a medida que aquellos terribles dientes crecían, cortando como cuchillos de sierra desde las mandíbulas que, al aparecer entre la carne, formaban aristas de cartílagos brillantes, abiertas como una trampa. Al mirar aquellas fauces, que empequeñecían el resto de su cara, comprendí que podía cerrarlas sobre mi cara y arrancar la carne hasta los huesos. Pero no era eso lo que se proponía. Cuando se alargaron todavía más los caninos superiores que, como colmillos de un jabalí, casi cubrían la mandíbula inferior, lanzó una carcajada que era como un gorgoteo con sus ojos amarillos ardientes sobre la nariz achatada y de orificios colorados. Con sus dientes en sable, Faethor ya estaba preparado. Antes de que me volviese boca abajo, vi que aquellos inverosímiles colmillos tenían un orificio en la punta… ¡cómo sifones para mi sangre!
Paralizado como estaba, nada podía hacer. Ni siquiera gritar. Y lo peor era que ya no podía verlo. Pero sentí que sus manos expertas examinaban mi espalda; sentí el súbito retorcimiento doloroso de algo dentro de mí, de algo que Faethor había descubierto pegado a mi columna vertebral; sentí cómo los grandes dientes del monstruo pinchaban mi carne como clavos, sujetando mi parásito inmaduro donde se retorcía en su propia agonía. Aunque su agonía era la mía y la mía era la suya, y ninguno de los dos podía soportarla. Faethor había aumentado mi sensibilidad, ¡para que pudiese conocer el más exquisito dolor! ¡Y de qué modo lo conocí, maldito sea su podrido corazón!
Entonces, durante largo rato, no supe nada más. Me envolvió la oscuridad.
Lo cual, como puedes suponer, no dejé de agradecer…
Al principio, cuando recobré el conocimiento, pensé que estaba solo. Pero entonces oí que Ehrig gimoteaba en un rincón oscuro, lo oí y recordé. Recordé nuestra camaradería, todos los sangrientos combates en que habíamos participado juntos. Recordé que había sido mi amigo fiel, que de buen grado habría dado la vida por mí, como yo habría dado la mía por él.
Tal vez él también recordaba, y por eso lloriqueaba. No lo sé. Sólo sabía que, cuando el Ferenczy había hincado los dientes en mi espina dorsal, no pude ver a Ehrig en ninguna parte…
Decir que le pegué no expresaría el castigo que le infligí; pero, sin lo que llevaba dentro de Faethor, habría muerto sin duda. Podría ser que yo hubiese tratado de modo consciente de matarlo; tampoco lo sé, porque el episodio ya no está claro en mi mente. Sólo sé que cuando acabé con él, Ehrig no sentía ya mis golpes y que yo estaba completamente agotado. Pero sanó, desde luego, y también yo. Y concebí una nueva estrategia.
Después de aquello… hubo tiempo para dormir, para estar despierto, para comer… Vista desde fuera, la vida consistía en poco más que esto. Pero para mí, eran también horas de espera, de hacer planes con paciencia y en silencio. En cuanto al Ferenczy, trataba de adiestrarme como a un perro salvaje.
Empezaba así: llegaba a la puerta sin hacer ruido y escuchaba. Aunque parezca extraño, yo sabía que estaba allí. ¡Tenía miedo! Y cuando empezaba a tenerlo, entonces aparecía él. A veces podía sentir que palpaba en los bordes de mi mente, que trataba con gran astucia de insinuarse en mis propios pensamientos. Recordaba cómo había comunicado con el viejo Arvos desde lejos y me esforzaba lo más posible en cerrarle mi cerebro. Creo que lo conseguía en gran manera, pues, después de aquello, podía sentir otra frustración diferente de la mía.
Empleaba un sistema de recompensas. Si yo era «bueno» y le obedecía, tendría comida. El me llamaría a través de la puerta:
«Thibor, ¡tengo aquí un par de sabrosos lechones!»
Si yo le respondía: «¡Ah! ¡Tus padres han venido de visita!», se llevaba sin más la comida. Pero si le decía: «Faethor, padre mío, ¡estoy muerto de hambre! Dame de comer, por favor, pues si no me veré obligado a comerme a ese perro que encerraste aquí abajo conmigo. ¿Y quién me servirá entonces, cuando tú salgas al mundo y quede yo encargado de tus tierras y del castillo?». Entonces entreabría la puerta y me entraba la comida. Aunque, si me acercaba demasiado a aquélla, no volvía a ver a Faethor ni la comida en tres o cuatro días.
Y así me iba yo «debilitando»; cada vez era menos exigente, y empecé a suplicar. Pedía comida, la libertad del castillo, aire fresco y luz, y agua para bañarme; pero sobre todo, la separación de Ehrig, por breve que fuese, pues lo detestaba ahora como detesta un hombre sus propios excrementos. Además, comprendí que también me debilitaba físicamente. Pasaba más tiempo «dormido», y me despertaba más despacio.
Por último, llegó un día en que Ehrig no pudo despertarme, y ¡cómo golpeó entonces la puerta el perro, llamando a su verdadero dueño! Recuerdo que entró Faethor y, entre los dos, me subieron al recinto almenado de encima del salón que atravesaba la garganta. Allí me tendieron al aire libre bajo las primeras estrellas de la noche, pálidos espectros en un cielo que yo no había visto durante mucho tiempo. El sol era como un furúnculo sobre los montes que proyectaba sus últimos rayos sobre las agujas de roca, detrás de las torres del castillo.
«Quizá le faltaba el aire», dijo Faethor, y «tal vez pasó un poco de hambre, también. Pero tienes razón, Ehrig; parece más débil de lo que debería estar. Yo sólo deseaba quebrantar un poco su voluntad, no su cuerpo. Tengo polvos y sales picantes, que deberían reanimarlo. Espera aquí e iré buscarlos. ¡Y vigílalo!». Dejó a Ehrig encargado de mi vigilancia y bajó por una trampa hasta que se perdió de vista. Todo eso lo vi con los ojos entrecerrados. Pero, en el instante en que Ehrig se distrajo un poco, me arrojé encima de él. Le apreté el gaznate con una mano, saqué del bolsillo una tira de cuero que había cogido antes de una bota —había querido destinarlo al cuello del Ferenczy, pero no importaba—, y tras ceñir las piernas alrededor de Ehrig para que no patalease, até la tira de cuero a su cuello y tiré con fuerza; hice un segundo lazo y volví a tirar. Al sentir que se ahogaba trató de ponerse en pie, pero le golpeé la cabeza con tal fuerza contra el parapeto, que sentí que se le fracturaba el cráneo. Se derrumbó y lo tendí sobre el suelo de madera.
En aquel momento, estaba de espaldas a la trampa y, naturalmente, fue el lugar elegido por el Ferenczy para regresar. Con un silbido de rabia, saltó hacia mí con la ligereza de un joven; pero sus manos eran de hierro cuando me asió con una de ellas los cabellos y cerró la otra entre mi cuello y un hombro. Ah, pero por vigoroso que fuese, ¡al viejo Faethor le faltaba práctica! Y mi técnica de lucha estaba tan fresca en mi mente como lo había estado durante mi última batalla con los pechenegi. Le di un rodillazo en el bajo vientre y golpeé tan fuerte con la cabeza debajo de su mandíbula inferior que oí romperse sus dientes. Me soltó, cayó sobre las tablas y me puse a horcajadas encima de él; sin embargo, paralela a su furia, creció su fuerza. Apelando al vampiro que llevaba dentro, me arrojó a un lado con la misma facilidad con que hubiera arrojado una bala de paja y se puso en pie al instante, escupiendo dientes rotos, sangre y maldiciones, mientras corría detrás de mí.
Yo sabía que no podía vencerlo. Estaba desarmado. Miré a mi alrededor, bajo la misteriosa luz del crepúsculo, en busca de un arma, y encontré varias. Suspendidos de las altas almenas de atrás, había una serie de espejos redondos de bronce, colocados en diversos ángulos, y dos o tres de ellos captaban ahora los últimos y débiles rayos del sol y los reflejaban sobre el valle. Los artilugios de señales del Ferenczy. Arvos, el gitano, me había dicho que al viejo Ferenczy no le gustaban los espejos ni la luz del sol. Yo no sabía con exactitud lo que había querido decir, pero recordé algo parecido de las antiguas leyendas de los campamentos. En todo caso, tenía poco entre lo que elegir. Si Faethor era vulnerable, ésta sería la única manera segura de saberlo.
Antes de que pudiese alcanzarme, evitando los sitios en que la madera parecía insegura, corrí sobre el terrado. El me persiguió como un gran lobo saltarín, pero se detuvo en seco cuando arranqué un espejo de su soporte y lo volví en su dirección. Desorbitó los ojos amarillos y mostró los dientes ensangrentados, como hileras de agujas rotas. Silbó y su lengua bífica vibró como un relámpago carmesí entre sus mandíbulas.
Sostuve el «espejo» con las manos y supe enseguida lo que era: un pesado escudo de bronce, posiblemente de los antiguos varya-gi. Tenía una empuñadura en la parte de atrás, y yo sabía cómo emplearlo; ¡pero debía enfocarlo al centro de su cara! Entonces, por casualidad, el bronce pulido captó un rayo del sol que, como una hoz, se ponía detrás de los montes; lo captó y lo reflejó contra el feroz semblante de Faethor. Y en ese instante comprendí qué había querido decir Arvos.
El vampiro se encogió ante aquel rayo de luz de sol. Se replegó dentro de sí mismo, levantó unas manos como arañas delante de la cara y retrocedió un paso. Yo no había desperdiciado nunca una oportunidad. Me lancé sobre él, le golpeé la cara con el escudo y le di patadas en el bajo vientre obligándolo a retroceder. Y cuando trataba él de contraatacar, captaba el sol y lo arrojaba contra sus dientes, sin darle tiempo a emplear sus reservas.
De esta manera, con patadas y golpes y cegadores rayos de sol, lo hice retroceder sobre el terrado. En un momento dado se hundió una de sus piernas en una tabla podrida, pero la sacó y continuó retirándose delante de mí al tiempo que echaba espumarajos y furiosas maldiciones por la boca. Así llegó al fin al parapeto. Detrás de éste, había veinticinco metros de aire hasta el borde de la garganta y casi cien de una vertiente casi vertical, revestida de apiñados y erizados pinos. En el fondo, estaba el lecho de un riachuelo. Dicho en pocas palabras: una vertiginosa pesadilla.
Él miró por encima del parapeto, me miró a mí con ojos enfurecidos —¿o de miedo?—, y en aquel preciso instante se hundió el sol y desapareció.
El cambio en Faethor fue instantáneo. La sombra aumentó y el Ferenczy se hinchó como un enorme hongo venenoso. Una espantosa sonrisa de triunfo se pintó en su cara, la cual aplasté al momento con un último y formidable golpe de mi escudo.
Y salió despedido por encima del parapeto.
Yo no podía creer que lo hubiese vencido. Parecía una fantasía. Pero, mientras caía dando tumbos, me asomé para observarlo y entonces… ¡ocurrió la cosa más extraña! Lo vi como una mancha negra desplomándose hacia una oscuridad aún mayor y, al cabo de un momento, la forma de aquella mancha cambió. Creí oír un ruido como de un gran desgarrón, como el crujido de unos nudillos gigantescos, y la forma que caía hacia los árboles y la garganta pareció desplegarse como una enorme manta. Ya no caía tan deprisa, ni siquiera verticalmente. En lugar de ello, parecía deslizarse como una hoja, apartándose de la muralla del castillo. Sobre el abismo.
Entonces se me ocurrió pensar que Faethor, en la plenitud de su poder, podía haber volado, de cierta manera, desde las almenas. Pero lo había pillado por sorpresa y, con la impresión de la caída, él había perdido unos momentos preciosos. Demasiado tarde, había provocado un gran cambio en sí mismo, desplegándose como una vela para atrapar el aire ascendente. Demasiado tarde, porque mientras yo lo miraba fascinado, chocó contra una rama alta. Entonces, la mancha desapareció en un oscuro torbellino de ramas al romperse. Siguió una serie de chasquidos, un grito y un golpe sordo final. Y después, el silencio…
Escuché durante un largo rato en la creciente oscuridad. Nada.
Y entonces me eché a reír. ¡Oh, cómo me reí! Pataleé y golpeé la cima del parapeto con los puños. Había podido con el viejo cabrón, con el viejo diablo. ¡Había podido con él!
Dejé de reír. Era cierto que lo había arrojado desde lo alto de la muralla. Pero… ¿estaba muerto?
Me atenazó el pánico. Sabía, mejor que nadie, lo difícil que era matar a un vampiro. Una prueba de ello estaba precisamente allí, en el terrado conmigo, en la forma del sofocado y estremecido Ehrig. Corrí hacia él. Tenía azul la cara y la tira de cuero se había hundido en la carne del cuello. Su cráneo, que había estado blando en el sitio donde yo lo había estrellado contra la pared, se había endurecido ya. ¿Cuánto tiempo tardaría en despertar? En todo caso, no podía confiar en él. No para hacer lo que había que hacer. No; sólo podía contar conmigo mismo.
Lo llevé deprisa a las entrañas del castillo, a nuestra celda al pie de una de las torres. Lo arrojé allí y cerré y atranqué la puerta. Tal vez la inmunda cosa vampírica de debajo del suelo lo encontraría y devoraría antes de que pudiese recobrarse del todo. No lo sabía, ni me importaba.
Entonces recorrí con premura el castillo y, a mi paso, encendí todas las lámparas y velas que encontraba para iluminar el lugar como no lo había estado en cien años. Acaso nunca había conocido tanta luz como la que yo creé entonces.
Había dos entradas: una por el puente levadizo y la puerta que había usado yo al llegar allí, escoltado por los lobos de Faethor, y que atranqué; la otra era un pasadizo cubierto, de madera poco segura, que formaba un puente desde una estrecha cornisa del cantil hasta una ventana en la pared de la segunda torre. Sin duda, ésta había sido la salida de emergencia del Ferenczy, que nunca había tenido ocasión de emplear. Pero, si podía salir por allí, también podía entrar. Busqué aceite, lo vertí en las tablas, prendí fuego al pasadizo elevado y me quedé mirando el tiempo suficiente para asegurarme de que ardía bien.
Me detuve de vez en cuando en otras ventanas para contemplar la noche. Al principio, no había más que la luna y las estrellas, algunos jirones de nubes, el valle plateado, tocado ocasionalmente por fugaces sombras. Pero, al proseguir con mi tarea de iluminar y asegurar el castillo, me di cuenta de que algunas cosas empezaban a moverse. Un lobo aulló tristemente a lo lejos; luego, más cerca, y después, fueron muchos los lobos que aullaron. Los árboles de la garganta eran ahora negros como la tinta, amenazadores como las puertas del infierno.
En la primera torre vi una puerta cerrada con cerrojo y atrancada. ¿Tal vez una cámara del tesoro? Descorrí los cerrojos, levanté la tranca, apoyé el hombro en la puerta. Pero ésta había sido además cerrada con la llave, y quitada la llave de la gran cerradura. Apliqué el oído a las hojas de roble y escuché: allí había algo que se movía con sigilo y… ¿murmuraba?
Quizás era mejor que la puerta estuviese cerrada. Acaso lo había estado, no para impedir la entrada a los ladrones, ¡sino para que lo que había dentro no pudiese salir!
Subí al salón donde Faethor me había envenenado, y allí encontré mis armas, en el mismo sitio donde las había visto por última vez. Mejor aún, descolgué de la pared un hacha pesada y de largo mango. Entonces, armado hasta los dientes, volví a la habitación cerrada. Allí cargué mi arco y lo dejé al alcance de la mano, clavé la espada en una grieta del suelo, donde pudiese tomarla con facilidad y, levantando el hacha con ambas manos, descargué un fuerte golpe contra la puerta. Conseguí hundir un estrecho panel, pero al mismo tiempo hice caer una herrumbrosa llave del lugar donde estaba escondida sobre el dintel.
La llave correspondía a la cerradura. Y a punto estaba de abrir ésta para entrar, cuando…
¡Qué aullidos los de los lobos! ¡Tan fuertes que podía oír su estruendo incluso desde allá abajo! Algo se estaba cociendo…
Dejé la puerta sin abrir, tomé mis armas y subí a la carrera la escalera de caracol hacia las plantas superiores. Los lobos aullaban ahora alrededor del castillo, pero hacían más ruido en la parte de atrás. Me costó poco situar el estruendo en el pasadizo incendiado y llegué a tiempo de ver cómo se hundía el puente ardiente en el abismo de atrás. Y allí, al otro lado de la sima, estaba la manada de lobos de Faethor apiñada en la estrecha cornisa.
Detrás de ellos, a la sombra del cantil… ¿estaba el propio Ferenczy? Se me erizaron los pelos. Si era él, estaba encorvado, como una sombra extrañamente doblada. ¿Quebrantado por la caída? Tomé mi arco, pero, cuando miré de nuevo, ¡había desaparecido! O tal vez no había estado nunca allí. Pero los lobos eran reales, y ahora, el jefe, una bestia enorme, estaba plantado en el borde de la cornisa, midiendo la distancia.
Sería un salto de diez metros, posible únicamente si tomaba impulso a lo largo de la cornisa. Y mientras pensaba en esto, los otros lobos se internaron en las sombras y despejaron el camino. Él corrió hacia atrás, se volvió, tomó impulso y saltó… y se encontró en pleno salto con mi saeta, que le atravesó directamente el corazón. En el último aullido, chocó contra el borde de la sima y se hundió en el olvido. Y cuando volví a mirar arriba, toda la manada había desaparecido.
De cualquier modo, yo sabía que el Ferenczy no se rendiría con tanta facilidad.
Subí al parapeto y allí encontré jarras llenas de aceite y calderos colocados sobre unos soportes que podían inclinarse. Encendí fuego debajo de los calderos, los llené por la mitad de aceite y dejé que éste hirviese a fuego lento. Sólo entonces volví a la habitación cerrada.
Al acercarme, vi que una mano delgada, femenina, se retorcía en el agujero de la puerta, desesperada por alcanzar la llave, que estaba en la cerradura. ¿Qué era? ¿Un prisionero? ¿Una mujer? Pero entonces recordé lo que había dicho el viejo Arvos sobre la servidumbre del Ferenczy: «¿Criados? ¿Siervos? No tiene ninguno. Tal vez una mujer o dos, pero ningún hombre». Al parecer, había aquí una contradicción. Si esa mujer era su sirvienta, ¿por qué estaba encerrada? ¿Para su seguridad, mientras hubiese un desconocido en la casa? No parecía probable, en una casa como aquélla.
¿Para mi seguridad?
Un ojo me miró; oí una exclamación ahogada y la mano se retiró. Sin más dilaciones, hice girar la llave en la cerradura y abrí la puerta de una patada.
Había dos mujeres, sí. Y habían debido de ser bastante guapas en sus buenos tiempos.
«¿Quién… quién eres?», preguntó una, acercándose a mí, con una media sonrisa de curiosidad. «Faethor no nos dijo que había…»
Se acercó más y me miró, fascinada. La miré a mi vez. Estaba pálida como un fantasma, pero había fuego en los ojos hundidos. Recorrí la habitación con la mirada.
El suelo estaba cubierto con una alfombra del país; tapices antiguos y raídos pendían de las paredes. Había literas y una mesa. Pero no ventanas, ni más luz que el resplandor amarillo de un candelabro de plata sobre la mesa. Una habitación sencilla, pero suntuosa en comparación con el resto de la casa. Y también segura.
La segunda mujer estaba tumbada, voluptuosamente, en una de las literas. Me dirigió una mirada ardiente, pero no le hice caso. La primera se me acercó todavía más. La mantuve a raya con la punta de mi espada.
«No te muevas, señora, ¡o te ensartaré aquí mismo!»
Se enfureció en un instante, me miró echando chispas por los ojos y silbó entre unos dientes como alfileres; y en ese momento, la segunda mujer se levantó de la cama como un gato. Se enfrentaron a mí, amenazadoras, pero las dos tenían miedo de mi espada.
Entonces habló de nuevo la primera, y su voz era dura y fría como el hielo.
«¿Y Faethor? ¿Dónde está?»
«¿Vuestro amo?» Salí de espaldas por la puerta. Desde luego, eran vampiresas. «Se ha ido. Ahora tenéis un nuevo amo: ¡Yo!»
Sin previo aviso, la primera se lanzó contra mí. Dejé que se aproximase y le golpeé la sien con la empuñadura de la espada. Se derrumbó en mis brazos, la arrojé a un lado y cerré la puerta en las narices de la otra. La atranqué, la cerré con llave y guardé ésta en el bolsillo. La vampiresa atrapada silbó y rugió dentro de la habitación. Levanté a su aturdida hermana, la llevé a la mazmorra y la arrojé en el interior.
Ehrig se acercó a rastras. De alguna manera, había conseguido quitarse la correa del cuello, que estaba blanco e hinchado y parecía como si alguien hubiese trazado una circunferencia en él con un cuchillo. De forma parecida, su nuca estaba abultada de una manera extraña, deformada como la de un fenómeno o de un cretino. Apenas si podía hablar, y sus modales eran infantiles, como los de los idiotas. Es posible que yo le hubiera estropeado el cerebro, y lo que tenía de vampiro no lo había curado aún.
«¡Thibor!», farfulló, sorprendido. «¡Thibor, amigo mío! ¿Y el Ferenczy…? ¿Lo has matado?»
«¡Perro traidor!» Le di una patada. «Toma y diviértete con esto.»
Se arrojó sobre la mujer, que gemía en el suelo.
«¡Me has perdonado!», gritó.
«¡Ni ahora, ni nunca!», le respondí. «La dejo aquí porque está de sobra. Diviértete mientras puedas.»
Cuando atranqué la puerta, había empezado ya a arrancarse la sucia ropa, y también la de ella.
Al subir la escalera de caracol, oí de nuevo a los lobos. Su canción tenía un tono triunfal. ¿Y ahora, qué?
Corrí como un loco a través del castillo. La maciza puerta del pie de la torre estaba bien cenada, y el pasadizo cubierto se había quemado y derrumbado: ¿por dónde trataría ahora de atacar Faethor? Llegué al parapeto… ¡con el tiempo justo!
El aire de encima del castillo estaba lleno de pequeños murciélagos. Los vi contra la luna, revoloteando a miles, y sus voces eran concertadas, estridentes, penetrantes. ¿Sería así como vendría el Ferenczy? ¿cómo un gran murciélago, como una manta de carne caída de la noche para sofocarme? Me eché atrás y miré temeroso la bóveda del cielo nocturno. Pero no, no podía ser; su caída lo había lesionado gravemente y no estaría en condiciones de hacer grandes esfuerzos. Tenía que haber otro camino que yo no conocía aún.
Prescindí de los murciélagos, que descendían en oleadas aunque sin acercarse tanto como para que pudiesen atacarme o cerrarme el paso, y me encaminé a mirar por encima de la muralla. No sé por qué lo hice, porque un simple hombre no habría podido escalar nunca unos muros tan verticales como aquéllos. ¡Pero qué imbécil era! ¡El Ferenczy no era un simple hombre!
Y allí estaba, pegado a la pared, subiendo con angustiosa lentitud, como un gran lagarto. Un lagarto, sí, pues sus manos y sus pies eran grandes como fuentes y se pegaban a la pared como ventosas. Horrorizado hasta la médula, agucé la mirada en la oscuridad. Él no me había visto aún. Gruñía en voz baja y el enorme disco de una mano produjo un sonido de aspiración cuando se separó de la pared para agarrarse más arriba. Sus dedos eran largos como puñales y palmeados. ¡Unas manos como aquéllas arrancarían la carne de los huesos de un hombre con la misma facilidad con que desplumarían una gallina!
Miré desesperado a mi alrededor. Los calderos de aceite hirviente estaban colocados en los sitios donde los extremos del gran salón se unían a las torres. Y era natural que fuese así, pues ¿quién supondría que un hombre podría trepar debajo del parapeto saledizo, con sólo el abismo y una muerte segura debajo de él?
Corrí hacia el caldero más próximo y apoyé las manos en el borde. ¡Qué dolor! El metal estaba caliente como el infierno.
Me quité el cinturón del que pendía la espada y lo pasé por el marco del soporte; después lo arrastré hacia el lugar donde me hallaba antes. El aceite salpicó y mojó una de mis botas; una pata del soporte inclinado se introdujo en una tabla podrida y tuve que detenerme para sacarla de allí; todo el aparato saltó y chirrió a causa de la fricción, por lo que estuve seguro de que Faethor me había oído y había adivinado mis intenciones. Por fin situé el caldero en el lugar preciso.
Me asomé temeroso por encima del parapeto… y una manaza como una ventosa pasó sobre el borde y no me dio en la cara por pocos centímetros; se agarró a la cima del muro.
¡Cómo me atrafagué entonces! Me lancé sobre el mecanismo que inclinaba el caldero, hice girar furiosamente la manivela y vi que aquél se volcaba hacia la pared. Se derramó el aceite, cayó sobre el brasero encendido y se inflamó, lo mismo que mi bota. La cara del Ferenczy apareció sobre el borde del parapeto. Las llamas se reflejaron en sus ojos. Los dientes, de nuevo enteros, resplandecían como astillas blancas de hueso en su boca abierta, mientras la maldita lengua vibraba sobre ella.
Estremecido, seguí girando la manivela. El caldero se inclinó y vertió un mar de aceite hirviente en su dirección.
«¡No!» vociferó, y su voz sonó como una campana rota. «No, NO, ¡NOOOOOO!»
El fuego azul y amarillo hizo caso omiso de aquel grito de terror. Se derramó sobre él y lo encendió como una antorcha. El apañó las manos de la pared y las alargó hacia mí, pero yo salté atrás y me puse fuera de su alcance. Entonces gritó de nuevo, se desprendió de la pared y cayó al abismo.
Observé aquella bola de fuego sumiéndose en la oscuridad y convirtiéndola en día luminoso. El eco de su grito resonó durante largo rato. Sus innumerables murciélagos se lanzaron en tropel sobre él durante la caída y lo golpeaban con sus suaves cuerpos para apagar las llamas; pero la corriente de aire frustró su esfuerzo. Cayó como una antorcha, y su grito fue como una navaja herrumbrosa en las puntas de mis nervios. Incluso ardiendo, trató de adquirir la forma de un ala, y oí de nuevo aquel sonido desgarrador y crujiente. ¡Ay, qué dulce agonía debió de causarle aquello, con la piel rajándose en vez de estirarse, y el aceite hirviente introduciéndose por las grietas!
Aun así, lo consiguió a medias y empezó a deslizarse como antes y, como antes, chocó contra un árbol y cayó rodando entre los pinos hasta perderse de vista.
Dejó unas cuantas chispas y pequeñas llamas volando sin rumbo en el aire, numerosos murciélagos chamuscados delante de la luna y un olor persistente a carne quemada. Y eso fue todo.
Yo no estaba convencido de que hubiese muerto, pero sí de que no volvería aquella noche. Había llegado el momento de celebrar mi triunfo.
Apagué el fuego que había prendido en la madera seca, apagué también los braseros ardientes y me dirigí cansadamente a las habitaciones de Faethor. Allí había buen vino, que sorbí primero con cautela y engullí después a grandes tragos. Espeté faisanes, partí una cebolla, mordisqueé pan seco y bebí vino hasta que las aves estuvieron bien asadas. Y entonces cené como un príncipe. Sí, fue una buena cena, la primera desde hacía mucho tiempo, y sin embargo… faltaba algo. No sabía exactamente qué. Estúpido de mí, todavía me consideraba un hombre. Aunque en otros aspectos, ¡era todavía un hombre!
Tomé una jarra de piedra llena del mejor vino y me dirigí, ya tambaleante, en busca de la dama de la habitación cerrada. Ella no deseaba recibirme, pero yo no estaba para discusiones. La poseí una y otra vez; la penetré de todas las maneras que pude imaginar. Sólo cuando estuvo agotada y se durmió, me dormí yo también.
Y así, el castillo de Faethor Ferenczy se convirtió en mi castillo…