Aquel mismo sábado, al mediodía, Yulian Bodescu decidió que estaba harto de su «tío» George Lake. Pensó que había llegado el momento de utilizarlo para su búsqueda de conocimientos. Su objetivo concreto era sencillo: deseaba saber cómo se podía matar a un vampiro, cómo se podía hacer que un no-muerto muriese del todo, para siempre, para no volver jamás, y aprender de este modo la mejor manera de protegerse él mismo de la muerte.
Desde luego, podían morir por el fuego; esto ya lo sabía. Pero ¿y los otros métodos? Los métodos especificados en las llamadas obras de «ficción». George le proporcionaría el material ideal para la prueba. Mejor que el Otro, que era más un tumor gris que una inteligencia sana.
«Cuando un vampiro vuelve de entre los muertos», pensó de pronto Yulian, «¡vuelve más fuerte!».
Había puesto algo, algo de sí mismo, en Georgina, Anne y Helen. Pero no las había matado. Ahora eran suyas. Había matado a George, o al menos lo había hecho morir, y George no era suyo. Lo obedecía, sí, o lo había hecho hasta ahora. Pero ¿por cuánto tiempo? Ahora que George había superado el impacto inicial, se estaba volviendo fuerte. Y famélico.
Durante la noche, mientras dormía, Yulian se había despertado dos veces inquieto. Se sentía oprimido, amenazado. Las dos veces había oído los movimientos furtivos de Lake en el sótano. El hombre rondaba allí en la oscuridad, con el cuerpo dolorido, con las ideas como punzadas. Y tenía una sed monstruosa.
Había bebido de la mujer, de las venas de su propia esposa, pero su sangre no había sido muy de su gusto. Bueno, la sangre era sangre, lo alimentaría, pero no era la que él ambicionaba. Esta circulaba sólo en Yulian. Y Yulian lo sabía. Lo cual era otra razón de que hubiese decidido matar a George. Lo mataría antes de que lo matase a él (pues, más pronto o más tarde, George trataría de hacerlo) y antes de que George pudiese agotar a Anne; oh, sí, pues en caso contrario, tendría que habérselas pronto con los dos. Era como una plaga, y Yulian se estremecía al pensar que él era su origen, su portador.
Y había otra razón de que Lake tuviese que morir. En alguna parte, allá fuera, a la luz del sol, en los bosques y los campos, en los caminos y en los pueblos, había gente que ya observaba la casa. Los sentidos de Yulian, sus facultades de vampiro, eran más débiles de día, pero, aun así, podía sentir la presencia de los silenciosos observadores. Estaban allí, y de algún modo los temía.
Por ejemplo, aquel hombre de la última noche. Yulian había enviado a Vlad a buscarlo, pero Vlad había fracasado. ¿Quién era aquel hombre? ¿Y por qué observaba? Tal vez el retorno de George no había pasado del todo inadvertido. ¿Era posible que alguien lo hubiese visto salir de su tumba? No; Yulian lo dudaba mucho; la policía, siempre cándida, lo habría mencionado. Pero también era posible que la policía no hubiese considerado satisfactoria su reacción el día en que habían venido a informar de la vil profanación de una sepultura.
Y George, con su sed de sangre. ¿Qué pasaría si se desmadraba una noche? Ahora era un vampiro y se estaba haciendo cada vez más vigoroso. ¿Cuánto tiempo podría contenerlo Vlad? No; sería mejor que George muriese, que se fuese sin dejar rastro, sin dejar la menor prueba de que el mal estaba actuando allí. Esta vez sufriría la muerte del vampiro, de la que no podría regresar.
En la parte de atrás de la casa, se alzaba una chimenea hacia el cielo, reforzada en su base, que atravesaba el tejado de doble vertiente. Nacía de un gran horno de hierro en el sótano, una reliquia de antiguas generaciones. Aunque la casa tenía ahora calefacción central, había aún un montón de carbón polvoriento junto al horno, como un nido de arañas y ratones. En dos ocasiones, en inviernos particularmente crudos, Yulian había encendido el horno y se había detenido a observar cómo se ponía el hierro al rojo donde el grueso tubo cilindrico enlazaba el horno con la base de ladrillos refractarios de la chimenea. Había calentado admirablemente la parte de atrás de la casa. Ahora bajaría allí y encendería otra vez el horno, aunque para un fin diferente. Sudaría un poco, pero el sudor y el esfuerzo valdrían la pena.
Había una trampa en el suelo de una de las habitaciones de atrás que, desde que George bajara por ella, Yulian la había cerrado. Quedaba únicamente la entrada del costado de la casa, donde Vlad montaba guardia como de costumbre. Yulian tomó de la cocina un bistec grueso y que goteaba sangre, y lo llevó al perro en la entrada del sótano, donde lo dejó masticando entre gruñidos su comida mientras él bajaba la estrecha escalera a un lado de la rampa y abría la puerta.
Entonces, al penetrar en la oscuridad, sintió como un aviso instantáneo de lo que le esperaba; pero fue suficiente.
La mente de George Lake ardía de odio. Había muchas emociones atrapadas en ella, controladas hasta aquel último instante: sed, desprecio de sí mismo, un hambre inhumana, tan intensa que era casi una emoción; asco, celos tan fuertes que quemaban; pero, sobre todo, odio. Contra Yulian. Y en el momento antes de que George intentase golpearlo, la bilis de su mente tocó a Yulian como un ácido, de manera que gritó al esquivar el golpe en la oscuridad.
Pues la oscuridad había sido el elemento de Yulian mucho antes de que George lo descubriese; hecho que el nuevo y medio loco vampiro no había tenido en cuenta. Yulian lo vio agazapado detrás de la puerta, vio el arco que describía el azadón contra él. Se agachó para que no lo alcanzase la herrumbrosa herramienta, volvió a erguirse dentro del círculo de su trayectoria y apretó el cuello de George con sus dedos de acero. Al mismo tiempo, le arrancó el azadón con la mano libre y lo arrojó a un lado, y le golpeó una y otra vez con la rodilla el bajo vientre.
Para cualquier hombre corriente, la lucha habría terminado así, pero George Lake ya no era un hombre corriente, y ni siquiera un hombre. Puesto de rodillas, bajo la presión de los dedos de Yulian en su garganta, miró al joven con unos ojos que eran como carbones encendidos bajo un fuelle. Como vampiro que era, su carne gris no-muerta sacudió el dolor y encontró fuerzas para contraatacar. Irguió las piernas contra todo el peso de Yulian y le golpeó el antebrazo para desprenderse de su agarrón. El joven sintió, asombrado, que el otro lo empujaba hacia atrás y saltaba contra él para romperle el cuello.
Y una vez más, Yulian sintió miedo, pues vio que su «tío» era casi tan vigoroso como él. Esquivó el ataque de George, lo derribó y agarró el azadón del suelo de piedra. Levantó la herramienta, con intención asesina y, cuando aquél se puso en pie, se lanzó contra él. En ese momento, Anne, la querida «tía» Anne de Yulian salió de las sombras como un fantasma y se plantó entre Yulian y su marido no-muerto.
—¡Oh, Yulian! —gimió—. No, Yulian. Por favor, no lo mates… ¡Otra vez no!
Desnuda y mugrienta, se agazapó allí, con los ojos llenos de súplica animal y los cabellos desgreñados. Yulian la apartó a un lado en el momento en que George iniciaba su segundo ataque.
—George —gruñó, entre dientes—, con ésta son dos veces las que me has atacado. ¡Veamos ahora si te gusta!
Al golpear la frente de George y abrir un boquete de cuatro centímetros cuadrados justo encima del triángulo formado por los ojos y la nariz saltaron partículas de moho de la punta afilada del azadón. La mera fuerza del golpe detuvo el ímpetu de George, que saltó como un muñeco sobre un muelle.
—¡Gak! —gritó, mientras sus ojos se llenaban de sangre que manaba luego por la nariz. Levantó los brazos en un ángulo de cuarenta y cinco grados y agitó las manos como bajo una descarga eléctrica—. ¡Gug-ak-arghh! —farfulló.
Entonces desencajó la mandíbula inferior, cayó hacia atrás como un árbol talado y se estrelló de espaldas contra el suelo, con el azadón todavía clavado en la cabeza.
Anne se acercó a rastras y se arrojó gimiendo sobre el cuerpo retorcido de George. Era esclava de Yulian, pero George había sido su marido. Se había convertido en lo que era por culpa de Yulian, no suya.
—¡George! ¡Oh, George! —gimió—. ¡Oh, mi pobre y querido George!
—¡Apártate de él! —le ordenó Yulian—. ¡Ayúdame!
Arrastraron a George por los tobillos hasta el cuarto donde estaba el horno, con el mango del azadón repicando sobre el suelo desigual. Yulian apoyó un pie en el cuello del vampiro y arrancó el azadón de su cabeza. Sangre y una pulpa amarilla grisácea llenaron el agujero de la frente y rebosaron de sus bordes, pero continuó con los ojos abiertos; agitaba las manos y golpeaba el suelo con un talón, en una serie continua de espasmos galvánicos.
—¡Oh, se morirá, se morirá!
Anne se retorció las manos mugrientas y acunó la cabeza destrozada de George entre sollozos.
—No, no morirá. —Yulian empezó a preparar el horno—. Las cosas son así, estúpida criatura. No puede morir…; al menos, no de esta manera. Lo que lleva dentro lo curará. Ya ahora está curando su destrozado cerebro. Podría quedar como nuevo, tal vez mejor que antes…, pero esto es algo que no puedo permitir.
El fuego estaba preparado. Yulian encendió una cerilla, la acercó a un papel, abrió la rejilla de hierro para que se avivasen las llamas, y cerró la puerta del horno. Al volverse, oyó que Anne jadeaba:
—¿George?
El martilleo del talón espástico de George sobre el suelo de piedra había cesado hacía unos momentos…
Yulian dio media vuelta y la Cosa que había hecho chocó contra él y lo obligó a retroceder contra la puerta del horno. Aunque éste no desprendía aún calor, Yulian sintió que sus pulmones se vaciaban y jadeó con fuerza. Aspiró aire, dolorosamente, y mantuvo a raya al Otro. Los ojos feroces de George echaban chispas a través de la sangre y las mucosidades del agujero de la cabeza. Sus dientes crujían como pequeños puñales en su cara contraída; las manos se agitaban contra Yulian como aspas ciegas. Su cerebro malherido funcionaba a duras penas, pero el vampiro estaba ya curando la herida. Y su odio era más salvaje que nunca.
Yulian hizo acopio de fuerza y lo apartó; George, incapaz de controlar las funciones de sus miembros, cayó sobre el montón de carbón. Antes de que pudiese levantarse de nuevo, Yulian miró a su alrededor, en la penumbra, y fue a coger el azadón.
—¡Yulian! ¡Yulian! —se interpuso Anne.
—¡Apártate de mi camino! —gritó él, y la empujó a un lado.
Prescindió de George que, alargando unas manos como garfios, se arrastraba tras él, y se dirigió a la entrada en arco donde las paredes de madera eran más gruesas. Allí, sin detenerse, golpeó la piedra con el mango del azadón. El mango de madera dura se rompió en diagonal y la herrumbrosa pala cayó al suelo y repicó en la oscuridad. Las manos de Yulian quedaron entumecidas al agarrar una estaca casi perfecta: medio metro de madera dura, que se estrechaba hasta formar una punta afilada, desigual pero mortal.
Bueno, había tenido la intención de descubrir hasta dónde llegaba la vitalidad de un vampiro, ¿no?
George, de algún modo había conseguido ponerse en pie. Con ojos fosforescentes en la casi total oscuridad, iba detrás de Yulian como un robot diabólico.
Yulian observó el suelo. Había gruesas losas, un poco levantadas en algunos sitios por algo que empujaba desde abajo —el Otro, desde luego, en su insensata excavación—. George se había acercado, se tambaleaba espasmódicamente y emitía sonidos espesos y flemáticos, irreconocibles como palabras. Yulian esperó a que el maltrecho vampiro diese otro paso en su dirección y, entonces, avanzó y le clavó la estaca en el pecho, ligeramente a la izquierda del centro.
La punta de madera dura perforó la mortaja y se introdujo entre las costillas, desprendiendo astillas mientras penetraba. Traspasó su corazón y casi lo arrancó. George boqueó como un pez atravesado por un arpón mientras trataba de asir la estaca con manos impotentes. No tenía manera de arrancarla. Yulian lo observó, plantado allí, tambaleándose; lo observó con incredulidad, asombro y una especie de admiración, y se preguntó: «¿Costaría tanto matarme a mí?». Dedujo que sí. A fin de cuentas, George lo había intentado más de una vez.
Dio una patada a las flojas piernas de George, para que cediese bajo su peso, y fue en busca de la pala. Cuando regresó, al cabo de un momento, George aún se retorcía y boqueaba y luchaba con la estaca clavada en su pecho. Yulian lo cogió de una pierna y lo arrastró hasta un lugar donde se veía negro el suelo entre las losas separadas. Se puso de rodillas, a su lado, y empleó la pala del azadón como martillo para golpear la estaca, acabar de atravesarlo y clavarla en el suelo. Por último, la estaca se encalló entre dos losas. George quedó clavado en el suelo como un escarabajo exótico en una tabla. Solamente sobresalían del pecho unos pocos centímetros de estaca, pero se veía poca sangre. Los ojos seguían abiertos, de par en par, y salía una espuma blanca de sus labios, aunque él ya no se movía.
Yulian se levantó, se enjugó las manos en los pantalones y fue en busca de Anne. La encontró acurrucada en un rincón oscuro; gemía y temblaba, con todo el aspecto de una muñeca tirada. La arrastró hasta el cuarto del horno y le indicó una pala.
—Alimenta el fuego —le ordenó—. Quiero que eso esté más caliente que el infierno, y si no sabes cómo es el infierno, ¡yo te lo mostraré! Quiero que el hierro se ponga al rojo y, hagas lo que hagas, no te acerques a George. Déjalo completamente solo. ¿Lo entiendes?
Ella asintió con la cabeza, gimoteó, y luego se apartó de él.
—Volveré —le dijo él.
La dejó junto al horno, que ya empezaba a rugir y, al salir, le ordenó a Vlad:
—Quédate aquí y vigila.
Volvió a la casa. En el piso alto, al pasar por delante de la habitación de su madre, oyó a alguien moverse en ella. Se asomó a mirar y vio a Georgina que paseaba arriba y abajo; se retorcía las manos y sollozaba. Ella también lo vio.
—¿Yulian? —dijo, con voz temblorosa—. Oh, Yulian, ¿qué va a ser de ti? ¿Y qué será de mí?
—Lo que tenía que ser ya ha sido —respondió con frialdad él, sin la menor emoción—. ¿Puedo confiar todavía en ti, Georgina?
—Yo… no sé si confío en mí misma —respondió ella.
—Madre —empleó el término sin pensar—, ¿quieres ser como George?
—¡Oh, Dios mío! Por favor, Yulian, no digas…
—Porque si quieres —la interrumpió él—, podemos arreglarlo. No lo olvides.
La dejó y se encaminó a su cuarto. Helen lo oyó llegar. Lanzó una exclamación al percibir las suaves y regulares pisadas, y se arrojó sobre la cama de él. Al verlo entrar, se levantó el vestido para mostrar la mitad inferior de su cuerpo. No llevaba nada debajo del vestido. El la vio, y vio los gestos de su cara: tratando de sonreír a través de una máscara de puro terror. Era como si alguien hubiese arrojado yeso en polvo en el rostro de un payaso.
—¡Tápate, marrana! —le ordenó él.
—Creía que te gustaba así —gimió ella—. Oh, Yulian, no me castigues. Por favor, no me hagas daño.
Vio que se dirigía a una cómoda, sacaba una llave y abría el cajón de arriba. Cuando se volvió hacia ella, tenía en el semblante aquella sonrisa cruel y en la mano llevaba una cuchilla nueva y brillante. Tenía una hoja de un palmo y era pesada como una pequeña hacha.
—¡Yulian! —jadeó Helen, con la boca seca como si tuviese serrín en ella. Saltó de la cama y se apartó de él—. Yulian, yo…
Él sacudió la cabeza y lanzó una carcajada extraña, gangosa. Entonces, su cara volvió a ser inexpresiva.
—No —le dijo—, no es para ti. Estarás a salvo mientras me seas… útil. Y lo eres. Habría tenido que pagar mucho dinero para encontrar una moza tan dulce y fresca como tú. Y ni siquiera entonces, como con todas las mujeres, habría valido la pena.
Salió y cerró la puerta a sus espaldas.
Abajo, al salir de nuevo de la casa, observó la columna de humo azul que brotaba de la chimenea de la parte trasera. Sonrió para sí y asintió con la cabeza. Anne estaba trabajando bien. Pero, mientras estudiaba el humo, las esponjosas nubes de septiembre se abrieron un poco y dejaron pasar unos rayos de sol. Brillantes, cálidos, ¡abrasadores!
La sonrisa se extinguió en la cara de Yulian y se convirtió en una mueca. Había dejado su sombrero dentro de la casa. Aun así, el sol no hubiese debido quemarle tanto. Sintió su carne casi escaldada. Y sin embargo, al mirar sus antebrazos desnudos, no pudo ver ampollas, ni señales de quemaduras.
Sospechó el significado del suceso: el cambio se había acelerado en él y estaba empezando su metamorfosis definitiva. Se apartó del sol y, con los dientes apretados para no gritar al aumentar el dolor, corrió hacia el sótano.
Abajo, Anne estaba frente al horno. Sus pechos y sus nalgas estaban brillantes de sudor y tiznados de mugre. Yulian la miró y se maravilló de que aquello hubiese sido «una dama». Al acercarse, ella soltó la pala y se apartó. Yulian dejó la cuchilla en el suelo, con cuidado para no mellar su filo, y avanzó hacia Anne. La visión de ésta, desnuda y sudorosa y llena de miedo, había provocado su lujuria.
La poseyó sobre un montón de carbón, llenándola con lo que había de vampiro en él, hasta que ella manifestó a gritos su inconmensurable horror (¿su indecible placer?), al surgir dentro de ella la extraña protocarne…
Cuando hubo terminado, la dejó despatarrada, agotada y molida sobre el carbón, y fue a inspeccionar a George.
Pero encontró también al Otro inspeccionándolo a él. De los huecos entre las losas levantadas había surgido carne protoplásmica, en blandos pliegues y tendones, y habían atraído a George Lake hacia el suelo. Aquella cosa no tenía curiosidad real, ni odio, ni miedo (salvo, tal vez, un temor instintivo al menor rayo de luz), pero sí hambre. Incluso la ameba, que «sabe» muy poco, sabe que tiene que comer. Y si Yulian no hubiese regresado cuando lo hizo, el Otro sin duda habría devorado a George, lo habría absorbido. Pues nadie podía negar que era comida.
Yulian miró ceñudo los flaccidos seudópodos del Otro, que se movían a tientas, y sus bocas temblorosas y sus ojos vacíos. ¡No!, gritó en su mente, y esto fue como un taladro en las terminaciones nerviosas de la criatura. ¡Déjalo! ¡Vete! Y aunque comprendiese poco más, el Otro lo entendió.
Como alcanzados por una llamarada, los seudópodos y otras anomalías se agitaron, se encogieron y desaparecieron bajo tierra con un ruido sordo. Tardaron un minuto o dos, nada más, en hacerlo; pero aquello había sido sólo parte del Otro. Yulian se preguntó lo que habría crecido hasta ahora, la parte de tierra que ocupaba debajo de la casa…
Yulian tomó su cuchilla, se colocó al lado de George, y apoyó la mano sobre el diafragma de aquél, justo debajo de la estaca. De inmediato, algo se movió de forma convulsa en su interior. Yulian sintió que se enroscaba como una oruga. George podía parecer muerto, debería estar muerto, pero no lo estaba. Era un no-muerto. La cosa que vivía en él (que había sido de Yulian, pero que había crecido y controlaba ahora la mente y el cuerpo de George) se limitaba a esperar. La estaca no había sido suficiente por sí sola. Pero esto no era una verdadera sorpresa; Yulian no había estado nunca seguro de que lo sería.
Tomó su cuchilla y limpió la reluciente hoja con la manga enrollada de la camisa. Y los ojos amarillos, en la cara gris y mutilada de George, se movieron en las sanguinolentas cuencas, para seguir sus movimientos. No sólo estaba el cuerpo del vampiro en el de George, sino también la mente de aquél en su mente, pegada a ella, como una sanguijuela. ¡Bien!
Yulian golpeó tres veces, deprisa: unos golpes duros y cortantes sobre el cuello de George, que hendieron la carne y el hueso con absoluta facilidad. Al cabo de un momento, la cabeza se desprendió del tronco.
Yulian agarró la cabeza cortada por los cabellos y miró fijamente dentro del cuello. Algo moteado de verde y de gris se perdió de vista entre las mucosas fibrosas. Nada de lo que podía ver Yulian parecía normal. La parte hombre de aquella cosa era una simple envoltura de carne, una cáscara o un disfraz para proteger a la criatura que había dentro. A semejanza del cuerpo, cuando Yulian empujó el tronco sin cabeza con la rodilla, algo sinuoso se encogió rápidamente dentro del cuello y la tráquea ensangrentada.
Tal vez partido en dos moriría, en definitiva; pero aún no estaba muerto. Así pues, quedaba un solo procedimiento seguro, una manera comprobada y cierta de matar. El fuego.
Yulian dio una patada a la cabeza en dirección al horno. Aquélla rodó por delante de Anne, que yacía agotada, casi inconsciente en su tremendo terror: había visto todo lo que había hecho Yulian. La cabeza chocó contra la base del horno, rebotó y se detuvo. Yulian arrastró el cuerpo y abrió la puerta del horno. Dentro todo era un resplandor anaranjado y amarillo. Salió una llamarada, y otra llamarada ascendió rugiendo por la chimenea.
Sin perder un instante, tomó la cabeza y la arrojó dentro, lo más lejos que pudo; luego levantó el cuerpo contra la puerta abierta y lo empujó también dentro de aquel infierno. Lo último en entrar en él fueron las piernas y los pies, que empezaban ya a patalear. Necesitó de toda su fuerza para controlar aquellos miembros agitados e introducirlos al fin sobre el borde de la puerta y cerrarla de golpe. Pero volvió a abrirse enseguida, impulsada por un pie en carne viva y humeante. Empujó de nuevo aquel miembro, volvió a cerrar y esta vez corrió el cerrojo. Durante largos segundos, los rugidos del fuego en el interior del horno fueron acompañados de golpes y vibraciones.
Sin embargo, al poco rato los ruidos cesaron. Después sólo hubo un largo y continuo silbido, y por último, sólo pudo oírse el chisporroteo del fuego.
Yulian se quedó plantado allí durante largo tiempo, con sus propios pensamientos secretos, antes de dar media vuelta y alejarse definitivamente…
A las once de la noche de aquel mismo sábado, Alec Kyle, Carl Quint, Félix Krakovitch y Sergei Gulhárov estaban en un vuelo nocturno de Alitalia con destino a Bucarest, donde llegarían poco después de la medianoche.
De los cuatro, Krakovitch había sido el que había tenido el día más atareado, pues había hecho todos los trámites para la entrada de dos ingleses en un país satélite de la Unión Soviética. Lo había hecho de la manera más fácil: a través del teléfono. Había llamado a su segundo en el mando del château Bronnitsy, un tal Ivan Gerenko, «deflector» de raro talento, y le había pedido que transmitiera los detalles a su poderoso intermediario en el personal de Brezhnev. También que arreglara las cosas de manera que, en caso necesario, pudiese tener la máxima ayuda de los «camaradas» de la URSS en «el títere Rumania». Rumania era todavía una nación aparte, y nunca se podía estar del todo seguro de la colaboración de los rumanos… Así pues, Krakovitch había empleado la tarde en hacer y responder llamadas entre Génova y Moscú, hasta que todo quedó arreglado.
Ni una sola vez había mencionado el nombre de Theo Dolgikh. De ordinario, habría llevado su queja a la cima, al propio Brezhnev, como había ordenado el jefe del Partido; pero no en las presentes circunstancias. Sólo tenía la palabra de Kyle de que Dolgikh había sido detenido temporalmente y no de forma permanente. Mientras siguiese ignorando de modo ostensible la intervención del agente de la KGB, todo iría bien. Y si Dolgikh estaba de verdad a salvo y sólo «detenido» momentáneamente…, más tarde habría tiempo de formular acusaciones de interferencia contra Yuri Andropov. Sin embargo, se maravillaba de que la KGB se hubiese enterado tan pronto de esa misión, presuntamente secreta, en Italia. Esto hacía que se preguntara si los agentes de espionaje estaban siempre bajo la vigilancia de la KGB.
En cuanto a Alec Kyle, había hecho también una llamada internacional al oficial de guardia de INTPES. Esto había ocurrido ya avanzada la tarde, cuando estuvo lo bastante seguro de que Quint y él acompañarían a los dos rusos a Rumania.
—¿Eres Grieve? ¿Cómo van las cosas, John? —había preguntado.
—¿Alec? —había sido la respuesta—. Estaba esperando que nos llamaras.
John Grieve tenía dos facultades; una de ellas era una manera «astuta» de hablar para compensar una capacidad de PES todavía no desarrollada del todo; y la otra, muy notable y posiblemente única. La primera era el don de previsión; era una bola de cristal humana. La única dificultad era que debía saber exactamente qué buscaba y dónde; de otro modo, nada podía ver. Su talento no funcionaba a la buena de Dios, sino que tenía que ser dirigido: debía tener un blanco bien definido.
La segunda condición lo hacía doblemente valioso. Tal vez no era más que una faceta diferente de su primera facultad, pero en ocasiones como ésta, era un verdadero don de Dios. Grieve era telépata, pero con una diferencia. Tenía que «apuntar» su talento: sólo podía leer la mente de una persona cuando estaba cara a cara con ella, o cuando le hablaba, aunque fuese por teléfono, si conocía a la persona en cuestión. No se podía mentir a John Grieve, ni había necesidad de un aparato perturbador mecánico. Por eso Kyle lo había dejado de guardia permanente en la jefatura, mientras él estuviese fuera.
—John —dijo Kyle—, ¿cómo marchan las cosas en casa?
Y también había preguntado: ¿Qué sucede en el rancho, en Devon?
—Bueno, ya sabes…
La respuesta de Grieve sonó dudosa.
—¿Puedes explicarte? —¿Qué sucede? Pero ten cuidado con tu manera de responder.
—Mira, se trata del joven YB —fue la respuesta—. Parece más listo de lo que nos imaginábamos. Quiero decir que es inquisitivo, ¿sabes? Ve y oye demasiado para su propio bien.
—Bueno, debemos reconocerle ese mérito.
Kyle trataba de que su voz pareciese casual, mientras añadía mentalmente con urgencia: ¿Quieres decir que tiene facultades? ¿Telepatía?
—Supongo que sí —respondió Grieve, pero quería decir «probablemente».
«¡Jesús! ¿Se nos va a echar encima?»
—De todas maneras, hemos tenido otros clientes duros —dijo Kyle—. Y nuestros vendedores están bien informados… ¿Cómo están armados?
—Pues, sí, tienen todos los medios ordinarios —dijo Grieve—. Sin embargo, él es un poco suspicaz, te lo aseguro. Lanzó a su perro contra uno de los nuestros. Pero no le hizo daño. En realidad era el viejo DC, y ya sabes lo precavido que es. A ése no puede ocurrirle nada malo.
¿Darcy Clarke? ¡Gracias a Dios!
Kyle respiró. En voz alta, dijo:
—Mira, John, será mejor que leas el historial de nuestro socio silencioso. Ya sabes, desde ocho meses atrás. La primera manifestación de Keogh. Nuestros hombres pueden necesitar toda la ayuda que se les pueda prestar. Y en realidad, no creo que sea suficiente el material ordinario en este caso. Es algo que hubiese debido pensar antes, pero no preví la astucia del joven YB. Las pistolas de 9 mm no lo detendrían, ni a ninguno de los otros de aquella casa. Pero hay una descripción en la ficha de Harry Keogh de algo que creo que podría dar aquel resultado. ¡Armad con ballestas a la pandilla!
—Se hará como tú dices, Alec; cuidaré al instante de ellos —dijo Grieve, sin la menor señal de sorpresa en su voz—. ¿Y cómo te van a ti las cosas?
—Oh, no van mal. Estamos pensando en trasladarnos a la montaña; precisamente esta noche. Saldremos para Rumania con Krakovitch. Es OK… ¡espero! En cuanto tenga algo definitivo, volveré a hablar contigo. Entonces podrás atacar a Bodescu, tal vez. Pero no hasta que sepamos todo lo que hay que saber sobre aquello a lo que vamos a enfrentarnos.
—¡Dichoso tú! —dijo Grieve—. La montaña, ¿eh? Preciosa en esta época del año. Bueno, alguno de nosotros tiene que quedarse trabajando. Me enviarás una postal, ¿verdad? Y ten cuidado.
—Lo mismo digo.
Kyle hablaba con fluidez y naturalidad, pero su mente estaba llena de preocupaciones. Por el amor de Dios, asegúrate de que esos amigos de Devon estén al tanto. Si ocurriese algo, yo…
—Oh, procuraremos que no tengas dificultades —lo interrumpió Grieve.
Era su manera de decir: «Mira, haremos lo que podamos».
—Está bien. Nos mantendremos en contacto.
Suerte. Y entonces había cortado la comunicación…
Durante largo rato, permaneció plantado en su habitación, con la mirada dirigida al teléfono y mordiéndose el labio. Las cosas se estaban poniendo al rojo y Alec Kyle lo sabía. Cuando entró Quint desde la habitación contigua, donde había estado echando una siesta… una sola mirada a su cara dijo a Kyle que estaba en lo cierto. Quint tenía de pronto un aspecto algo macilento.
Se golpeó la sien.
—Las cosas empiezan a precipitarse —dijo—. Aquí.
Kyle asintió con la cabeza.
—Lo sé —respondió—. Tengo la impresión de que empiezan a precipitarse en todas partes…
En su pequeña habitación del que antaño había sido el piso de Harry Keogh, en Hartlepool, cuyas ventanas daban a un cementerio, Harry hijo se estaba quedando dormido. Su madre, Brenda Keogh, lo acunaba con unos suaves murmullos. Sólo tenía cinco semanas, pero era muy listo. Ocurrían muchas cosas en el mundo, y quería participar en ellas. Su crianza sería muy difícil, porque quería haber crecido del todo. Ella podía sentirlo en él: su mente era como una esponja que se empapaba en nuevas sensaciones, en nuevas impresiones; sediento de saber, apartaba los ojos de los de su madre y se esforzaba en abarcar todo el ancho mundo.
Oh, sí, sólo podía ser el pequeño de Harry Keogh, y Brenda se alegraba de tenerlo. Lástima que no pudiese tener también a Harry. Pero en cierto modo lo tenía, a través del pequeño Harry. En realidad, lo tenía con una intensidad que jamás había imaginado.
Brenda no sabía cuál había sido el trabajo del padre del pequeño en el Servicio Secreto británico (presumía que era eso). Sólo sabía que lo había pagado con la vida. Nadie había reconocido su sacrificio, al menos de forma oficial. Pero todos los meses llegaban cheques en sobres corrientes, acompañados por breves notas que especificaban que el dinero era un «subsidio de viudedad». Brenda nunca había dejado de sorprenderse: debían de haber tenido a Harry en alta estima. Los cheques eran bastante importantes, equivalentes a más del doble de lo que habría ganado en cualquier trabajo normal. Y esto era maravilloso, pues podía dedicar todo su tiempo a Harry.
—Pobrecillo Harry —lo arrullaba en su suave dialecto norteño, cantando una vieja, viejísima nana que había aprendido de su madre y ésta tal vez de la abuela— «No tiene mamá, no tiene papá, nació en una carbonera».
Bueno, la cosa no había sido tan mala para Harry. Sin embargo, algunas veces, Brenda sentía punzadas de culpa. Hacía menos de nueve meses que lo había visto por última vez, y ya lo había superado. Todo parecía estar mal. Mal que ella ya no llorase y que nunca hubiese llorado demasiado; mal que él hubiese ido a reunirse con esa inmensa mayoría que lo quería tanto. Los muertos, que se estaban pudriendo desde hacía tiempo.
No necesariamente mal, desde el punto de vista moral, pero sí en un sentido conceptual, definitivo. Ella no sentía que estuviese muerto. Quizá si hubiese visto el cadáver habría sido diferente. Pero se alegraba de no haberlo visto. Muerto, ya no habría sido Harry.
¡Pero basta de ideas morbosas! Tocó la naricita del pequeño con el nudillo del dedo índice.
—¡Guapo! —dijo, en voz muy baja.
El pequeño Harry Keogh ya estaba dormido…
Harry sintió el torbellino absorbente del niño, sintió que la pequeña mente aflojaba su represión, entró y pasó por una «puerta» transdimensional y se encontró navegando a la deriva en la Oscuridad Última del continuo de Möbius. Mente pura; flotaba en la corriente de lo metafísico, libre de las distorsiones de la masa y de la gravedad, del calor y del frío. Se deleitaba como un nadador en aquel gran océano negro que se extendía desde el nunca al para siempre, desde ningún lugar hasta todas partes, y en el que podía moverse en el pasado con la misma rapidez que en el futuro. Sólo era cuestión de saber la dirección adecuada, de emplear la «puerta» adecuada.
Abrió una puerta del tiempo y vio la luz azul de todos los miles de millones de seres vivos de la tierra dirigiéndose en tropel a unos futuros inconcebibles, siempre en expansión. No, no era ésta. Eligió otra. Esta vez, los innumerables hilos azules de vida se alejaron de él y se contrajeron, se apretaron hasta convertirse en un solo punto azul, lejano, deslumbrador. Era la puerta del pasado y conducía al origen de la vida humana en la tierra. Y tampoco era esto lo que quería. En realidad, había sabido que ninguna de estas puertas era la adecuada; sólo ejercitaba su talento, su poder.
Pues lo cierto era que si no hubiese tenido una misión… Pero la tenía. Era casi idéntica a la que le había costado la vida corpórea y estaba aún por terminar. Apartó a un lado todas las demás ideas y consideraciones, empleó su infalible intuición para marchar en la buena dirección, llamando a aquel que sabía que encontraría allí.
¿Thibor? Su llamada resonó en el negro vacío. Sólo respóndeme y te encontraré, y podremos hablar.
Transcurrió un momento. Un segundo o un millón de años; daba lo mismo en el continuo de Möbius. Y también les daba lo mismo a todos los muertos. Entonces llegó la respuesta:
¡Aaahhh! ¿Eres tú, Haarrry?
La voz mental de la vieja Cosa enterrada fue como un faro para él: se guió por esa voz, llegó a una puerta de Möbius y entró por ella.
Era medianoche en los montes cruciformes y, en más de trescientos kilómetros en todas direcciones, casi toda Rumania dormía. No hacía falta que Harry y su simulacro infantil se materializasen aquí, pues no había nadie para verlos. Pero el hecho de saber que podía ser visto aquí, si hubiera habido ojos para ver, daba a Harry una sensación de corporeidad. Aunque sólo fuese como un fuego fatuo, sentía que era alguien, no una mera voz telepática, un fantasma. Se cirnió sobre el claro del bosque inmóvil, sobre las losas volcadas y cerca de la entrada arruinada de lo que había sido la tumba de Thibor Ferenczy, y formó a su alrededor ínfimos nimbos de luz. Entonces volvió la mente hacia fuera, hacia la noche y la oscuridad.
Si hubiese tenido un cuerpo, quizás habría temblado un poco. Habría sentido un escalofrío, pero un escalofrío puramente físico, no del espíritu. Pues el no-muerto maligno que había sido enterrado allí hacía quinientos años se había ido ahora, ya no era un no-muerto, sino un muerto de verdad. Lo cual suscitaba una pregunta: ¿Había sido quitado todo de aquí? ¿Estaba muerto… enteramente? Pues Harry Keogh había aprendido, y estaba aprendiendo aún, la monstruosa tenacidad del vampiro en aferrarse a la vida.
Thibor, dijo. Estoy aquí. Contra el consejo de todos los muertos, he venido de nuevo a hablar contigo.
¡Aaahhh! Haarrry…, amigo mío, eres un consuelo. En verdad eres mi único consuelo. Los muertos murmuran en sus tumbas, hablan de esto y de aquello, pero a mí me rehuyen. Yo soy el único que está… completamente solo. Sin ti, no hay más que olvido.
¿Completamente solo? Harry lo dudaba. Su sensible PES le advertía que había allí algo más; algo que se escondía, esperando su hora; algo que era todavía peligroso. Pero ocultó sus sospechas a Thibor.
Te hice una promesa, dijo. Dime tú lo que quiero saber, y no te olvidaré. Aunque sólo sea por unos momentos, encontraré tiempo, de vez en cuando, para venir a hablar contigo.
Porque eres bueno, Haarrry, respondió. Porque tú eres amable. Mientras que los de mi clase, los muertos, son muy antipáticos. ¡Siguen recordando sus agravios!
Harry conocía las artimañas de la vieja Cosa enterrada: cómo evitaría a toda costa el problema del momento, el objetivo principal de la venida de Harry. Pues los vampiros son parientes y amigos de Satán; hablan con la lengua de éste, especializada en la mentira y el engaño. Thibor intentaría desviar la conversación hacia el «trato injusto» de que lo hacía víctima la gran mayoría. Pero Harry no estaba para historias.
No tienes por qué quejarte, le dijo. Ellos te conocen, Thibor. ¿Cuántas vidas abreviaste con el fin de prolongar o mantener la tuya? Los muertos no perdonan, pues han perdido lo que era más precioso para ellos. En tu época, fuiste un gran ladrón de vidas; no sólo llevabas contigo la muerte, sino incluso, en ocasiones, la no-muerte. No debe extrañarte que te rehuyan.
El soldado mata, replicó Thibor tras un suspiro. Pero cuando le toca morir, ¿le rehuyen los otros? ¡Claro que no! Es bien recibido en el redil. El verdugo mata; también el loco furioso, y el cornudo cuando encuentra a otro en su cama. ¿Y les rehuyen? Tal vez en vida, a algunos de ellos, pero no cuando ya no viven. Pues entonces pasan a un nuevo estado. En mi vida hice lo que tenía que hacer, y pagué por ello en la muerte. ¿Debo seguir pagando?
¿Quieres que defienda tu causa?, dijo Harry, bromeando.
Pero Thibor era perspicaz:
No había pensado en esto. Pero ahora que lo dices…
¡Ridículo!, exclamó Harry. Juegas con las palabras, juegas conmigo, y no he venido para eso. Hay un millón de otros que desean sinceramente hablar conmigo, y pierdo el tiempo contigo. Está bien, he aprendido la lección. No te molestaré más.
¡Harry, espera! El pánico se traslucía en la voz de Thibor Ferenczy, que, literalmente, hablaba a Harry desde ultratumba. ¡No te vayas, Harry! ¿Quién querrá hablar conmigo… si no hay otro necroscopia?
Ése es un hecho que deberías recordar, sentenció Harry.
Aaahhh, ¡no me amenaces, Harry! ¿Qué soy yo…, qué fui yo… sino una vieja criatura enterrada antes de su hora? Si te he parecido impertinente, perdóname. Vamos, dime qué quieres de mí.
Harry se dejó ablandar.
Está bien. Es esto: tu cuento me pareció muy interesante.
¿Mi cuento?, se sorprendió Thibor.
El cuento de cómo llegaste a ser lo que fuiste. Si no recuerdo mal, habías llegado a cuando Faethor te atrapó en su mazmorra y te transfirió o depositó…
¡Su semilla!, lo interrumpió Thibor. ¡La semilla perlina de los wamphyri! Tienes buena memoria, Harry Keogh. Y yo también la tengo. Demasiado buena…
Su voz se volvió súbitamente agria.
¿No quieres continuar con esa historia?, dijo Harry.
¡Ojalá no la hubiese comenzado! Pero, si es necesario para mantenerte aquí…
Harry no dijo nada; se limitó a esperar, y al cabo de unos momentos:
Ya veo que es necesario, gruñó el ex vampiro. Muy bien.
Y después de otra pausa malhumorada, Thibor continuó el relato de su historia…
Imagínate, pues, aquel extraño y viejo castillo en la montaña: sus murallas envueltas en la niebla; su centro en arco sobre la garganta, sus torres levantadas como colmillos contra la luna ascendente. E imagínate a su dueño: una criatura que antaño fue hombre pero ya no lo es. Una Cosa que se hacía llamar Faethor Ferenczy.
Ya te he explicado… cómo me besó. ¡Ah, pero, ningún hijo había sido besado jamás por su padre de esa manera! Puso su semilla en mí, ¡sí! Y si había pensado que las contusiones y las heridas en combate eran dolorosas…
Recibir la semilla de un vampiro es conocer una agonía casi fatal. Casi fatal, pero no del todo. Pues el vampiro elige al portador de su semilla con gran cuidado y astucia. El pobre infeliz tiene que ser vigoroso, muy ingenioso y, preferiblemente, frío y duro. Y confieso que yo era todas esas cosas. Después de una vida como la mía, ¿cómo podía ser de otra manera?
Y así experimenté el horror de aquella semilla que, por medio de unos diminutos seudópodos y lengüetas… se introdujo por mi garganta en el interior de mi cuerpo. ¿Deprisa? ¡Aquella cosa era como azogue! En realidad, más que azogue. La semilla de un vampiro puede pasar a través de la carne humana como el agua a través de la arena. Faethor no había tenido que espantarme con su beso; simplemente, había deseado espantarme. Y lo había conseguido.
Su semilla pasó a través de mi carne, desde el fondo de mi garganta a la espina dorsal, la cual exploró como explora un ratón curioso una cavidad en la pared, pero con unas patas que quemaban como ácido. Y a cada contacto con las puntas desnudas de mis nervios sentía nuevas punzadas de angustia.
¡Ah, cómo me retorcí y salté y tiré de las cadenas! Pero no por mucho tiempo. Aquella cosa encontró por fin un sitio donde descansar. Recién nacida, se fatigaba fácilmente. Creo que anidó en mis intestinos, que se anudaron al instante; y me produjeron tal dolor que grité pidiendo la clemencia de la muerte. Pero entonces se encogieron las lengüetas; la cosa se había dormido.
La angustia desapareció en un instante, tan rápidamente que la sensación fue una especie de agonía en sí misma. Después, con el alivio de la ausencia de dolor, me dormí también…
Cuando me desperté, me encontré con que estaba libre de esposas y cadenas y yacía encogido en el suelo. Ya no sentía dolor. A pesar de saber que mi celda estaba a oscuras, descubrí que podía ver con tanta claridad como bajo la luz del día. Al principio, no lo comprendí; busqué en vano el agujero por el que entraba la luz, traté de subir por las desiguales paredes en busca de alguna ventana oculta o de otra salida. Todo fue inútil.
Sin embargo, antes de esto, antes de este fútil intento de escapar, me enfrenté a los otros que compartían mi horrible celda. O a aquello en que se habían convertido.
El primero era el viejo Arvos, que estaba tumbado tal como lo había dejado Faethor, o al menos lo creí así. Me acerqué a él, observé su carne gris, su pecho encogido debajo de la rasgada y tosca camisa. Y apoyé la mano allí, tal vez en un intento de detectar un calor de vida o incluso los vacilantes latidos del corazón. Pues me había parecido ver un ligero movimiento en el pecho huesudo.
En cuanto hube apoyado la mano en él, el gitano se descompuso. Todo él se hizo añicos como una cascara, como las hojas secas al ser pisadas. Debajo de la caja torácica, que también se deshizo en polvo, no había nada. La cara se convirtió asimismo en polvo, liberada por la avalancha del cuerpo; aquel semblante viejo, gris y repelente, completamente arruinado. Los miembros fueron los últimos en desaparecer; mientras los observaba, se deshincharon como odres pinchados. En un instante, el hombre se había convertido en un montón de polvo y de pequeños fragmentos de hueso y de vieja piel, y todo envuelto todavía en su tosca ropa indígena.
Fascinado, boquiabierto, seguí contemplando lo que había sido Arvos. Recordé aquel dedo como un gusano, que se había desprendido de la mano de Faethor para penetrar en él. ¿Era aquel gusano el responsable de esto? ¿Lo había devorado entero aquella pequeña parte carnosa de Faethor? Y si era así, ¿qué había sido del propio gusano? ¿Dónde estaba ahora?
Mis preguntas fueron contestadas al instante.
«Consumido, sí, Thibor», dijo una voz opaca tañante. «Ha ido a alimentar a lo que ahora excava la tierra a tus pies.»
De las sombras de la mazmorra salió un viejo valaco camarada mío, un hombre que era todo pecho y brazos, con piernas cortas y regordetas. Se había llamado Ehrig… ¡cuándo era un hombre!
Al mirarlo entonces nada vi en él que me fuese conocido. Era como un extraño, con un aura rara a su alrededor. O tal vez no tan rara, pues pensé que conocía realmente aquella emanación. Era la presencia morbosa del Ferenczy. ¡Ehrig era ahora suyo!
«¡Traidor!», le dije, ceñudo. «El viejo Ferenczy te salvó la vida, y ahora se la has dado en muestra de gratitud. ¿Y cuántas veces, en cuántas batallas, te salvé yo la vida. Ehrig?»
«Hace tiempo que perdí la cuenta, Thibor», respondió roncamente el otro, con unos ojos redondos como platos en una cara demacrada y lúgubre. «Las suficientes para que debas saber que nunca me habría vuelto voluntariamente contra ti.»
«¿Qué? ¿Me estás diciendo que eres todavía uno de mis hombres?» Me eché a reír, sarcásticamente. «¡Pero puedo oler al Ferenczy en ti! O tal vez te has vuelto involuntariamente contra mí, ¿eh?» y todavía más duramente, añadí: «¿Por qué había de salvarte el Ferenczy, si no era para que lo sirvieses?».
«¿Es que no te explicó nada?» Ehrig se acercó más. «No me salvó para él. Tengo que servirte a ti, lo mejor que pueda, cuando él se haya marchado de este lugar.»
«¡El Ferenczy está loco!», sentencié. «Te ha engañado, ¿no lo ves? ¿Has olvidado por qué vinimos aquí? ¡Vinimos para matarlo! Pero mírate ahora: demacrado, aturdido, endeble como un recién nacido. ¿Cómo puede servirme un hombre como tú?»
Ehrig se acercó todavía más. Sus grandes ojos estaban casi vacíos, no pestañeaban. Los tendones de su cuello y de su cara saltaban y se retorcían como si estuviesen montados sobre muelles.
«¿Endeble? Menosprecias las facultades del Ferenczy, Thibor. Lo que puso en mí curó mi carne y mis huesos. Sí, y me hizo vigoroso. Puedo servirte tan bien como siempre, te lo aseguro. Ponme a prueba.»
Entonces fruncí el entrecejo y sacudí la cabeza, súbitamente asombrado. En verdad, sus palabras tenían sentido, contribuían un poco a calmar mis furiosos pensamientos.
«Por lógica, tendrías que estar muerto», convine. «Tenías los huesos rotos, sí, y rasgada la carne. ¿Me estás diciendo que el Ferenczy tiene realmente estas facultades? Recuerdo que dijo que, cuando te recobrases, serías su esclavo. Pero suyo, ¿lo oyes? Entonces, ¿cómo es posible que estés aquí y me digas que sigo siendo tu señor y tu jefe?»
«Él tiene muchas facultades, Thibor», respondió. «Y es cierto que soy su esclavo… hasta cierto punto. El es un vampiro y, ahora, yo soy una especie de vampiro. Y también lo eres tú…»
«¿Yo?» Me sentí ofendido. «¡Yo soy dueño de mí! Me hizo algo, desde luego; puso en mí algo de él mismo, que seguramente era venenoso, pero no he cambiado. Tú, Ehrig, antaño amigo y partidario mío, puedes haber sucumbido, ¡pero yo sigo siendo Thibor de Valaquia!».
Ehrig me tocó un codo y yo me eché atrás.
«En mí, el cambio fue rápido», dijo. «Y lo fue más porque Ferenczy mezcló su carne con la mía, y con esto me curó. Remendó mis partes rotas con su carne, y, al repararme, me ligó a él. Cierto que haré lo que me ordene; pero, por fortuna, sólo me pide que esté aquí contigo.»
Mientras él hablaba, en su lúgubre tono, yo había rondado por toda la mazmorra, buscando una escapada, y había tratado incluso de escalar las paredes.
«La luz», murmuré. «¿De dónde viene? Si la luz puede encontrar su camino para entrar, yo puedo encontrar el mío para salir.»
«No hay luz, Thibor», dijo Ehrig, andando detrás de mí y con su voz tan lastimera como siempre. «Esta es una prueba de la magia del Ferenczy. Como somos suyos, compartimos sus facultades. Aquí, la oscuridad es total. Pero, como el murciélago de tu blasón y como el propio Ferenczy, puedes ver ahora de noche. Más aún, eres algo especial. Llevas su semilla. Llegarás a ser tan grande, o tal vez más, que el propio Ferenczy. ¡Tú eres wamphyri!»
«¡Yo soy yo!», grité furioso, y lo cogí por el cuello.
Entonces al verlo más de cerca, advertí por primera vez el fulgor amarillo de sus ojos. Eran los ojos de una bestia; y también lo eran los míos, si él había dicho la verdad. Ehrig no hizo el menor esfuerzo para resistirme; por el contrario, se arrodilló al ejercer yo más presión.
«Entonces», le grité, «¿por qué no te defiendes? ¡Muéstrame tu maravillosa fuerza! Dijiste que te pusiese a prueba, y ahora te tomo la palabra. Vas a morir, Ehrig. Sí, y después morirá tu nuevo dueño, ¡en el mismo instante en que asome su hocico de perro en este calabozo! Al menos, no he olvidado mi razón de estar aquí».
Agarré la cadena que me había sujetado a la pared e hice un lazo con ella en su cuello. Boqueó, se arqueó, sacó la lengua, pero no trató de resistirse.
«Es inútil, Thibor», jadeó, cuando yo aflojé un poco la presión. «Completamente inútil. Ahógame, estrangúlame, rómpeme la espalda; sanaré de nuevo. No debes matarme. ¡No puedes matarme! Sólo el Ferenczy puede hacerlo. Muy gracioso, ¿eh? ¡Porque vinimos aquí para matarlo!»
Lo empujé a un lado y corrí hacia la gran puerta de roble, y la golpeé con furia. Sólo me respondió el eco de mis golpes. Desesperado, me volví de nuevo a Ehrig.
«Así pues, te das cuenta del cambio que se ha producido en ti. Desde luego; pues, si está claro para mí, debe de estarlo todavía más para ti. Por lo tanto, dime: ¿por qué soy yo igual que antes? No me siento diferente. Seguro que ningún cambio importante se ha producido en mí, ¿verdad?»
Ehrig se frotó la garganta y se puso en pie. Tenía grandes cardenales en el cuello producidos por las cadenas; aparte de esto, parecía no haber sufrido mucho a causa de mi brutalidad; sus ojos ardían como antes y su voz era quejumbrosa como siempre.
«Como dices», respondió, «el cambio fue forjado en mí, como es forjado el hierro en el horno. La carne del Ferenczy se apoderó de la mía y me sometió a su voluntad, como se dobla el hierro al calor del fuego. Pero contigo es diferente, más sutil. La semilla del vampiro crece dentro de ti. Se inserta en tu mente, en tu corazón, en tu misma sangre. Eres como dos criaturas bajo una sola piel, pero poco a poco te fundirás en una».
Era lo que Faethor me había dicho. Me apoyé en la húmeda pared.
«Entonces, mi destino ya no es mío», gemí.
«Sí que lo es, Thibor, ¡sí que lo es!», dijo Ehrig con vehemencia. «Ahora que la muerte no te aterroriza, ¡puedes vivir eternamente! ¡Tienes posibilidad de ser más poderoso de lo que fue ningún hombre antes que tú! ¿Qué te parece como destino?»
Yo sacudí la cabeza.
«¿Poderoso? ¿Siendo esclavo del Ferenczy? ¡Querrás decir impotente! Pues, si tengo que ser de él, ¿cómo puedo ser dueño de mí? No; esto no terminará así. Mientras tenga voluntad, encontraré un camino.» Me golpeé el pecho e hice una mueca. «¿Cuánto tardará en mandar en mí eso que llevo dentro? ¿Cuánto tiempo me queda antes de que el invitado domine al anfitrión?» Sacudió la cabeza despacio, al parecer con tristeza. «Te empeñas en crear dificultades», dijo. «El Ferenczy me dijo que sería así. Porque eres bravo y obstinado, dijo, serás dueño de ti, Thibor. Y así será, pues lo que llevas dentro no puede existir sin ti, ni tú puedes existir sin ella. Pero, si antes eras meramente un hombre, con las flaquezas y las pasiones mezquinas del hombre, ahora serás…»
«¡Alto!», le dije; de pronto mi memoria murmuraba a mi mente cosas monstruosas. «El me dijo… me dijo… ¡qué no tenía sexo! "Los wamphyri no tenemos sexo como tal", dijo, ¿y tú me hablas de "pasiones mezquinas"?»
«Todo wamphyri», insistió Ehrig, como sin duda le había ordenado el Ferenczy que insistiese, «tendrá el sexo del huésped. ¡Y tú eres ese huésped! También tendrás tu lascivia, tu fuerza, tu astucia, todas tus pasiones, ¡pero multiplicadas! Imagínate ejercitando tu ingenio contra tus enemigos, o invencible en el combate, o incansable en la cama…»
Las emociones hervían dentro de mí. ¡Ay! Pero ¿podría estar seguro de que eran mías? ¿Enteramente mías?
«Pero… no… seré… ¡yo!»
Para recalcar cada palabra, golpeó con el puño una y otra vez la pared de piedra, hasta que la sangre manó libremente de los nudillos.
«Serás tú», repitió él mientras se acercaba para mirar mi mano ensangrentada y se lamía los labios. «Sí, con sangre caliente y todo lo demás. El vampiro que llevas dentro te curará en muy poco tiempo. Pero, mientras tanto, deja que yo te cuide.»
Me asió la mano y trató de lamer la sangre salada.
Lo aparté de un empujón.
«¡Guárdate tu lengua de vampiro!», le grité.
Y con un súbito estremecimiento de horror, empecé a comprender realmente, quizá por primera vez, en qué se había convertido. Y en qué me estaba convirtiendo yo. Pues había visto aquella mirada de afán antinatural en su semblante y recordado, de pronto, que hacía poco tiempo éramos tres…
Miré en toda la mazmorra, en todos los rincones llenos de telarañas e incluso las sombras más oscuras, con ojos escrutadores. Miré en todas partes y no encontré lo que buscaba. Entonces volví junto a Ehrig. El vio mi expresión y empezó a retroceder.
«Ehrig», le dije, siguiéndolo, pegándome a él. «Dime, por favor: ¿qué ha sido del pobre cuerpo mutilado de Vasily? Por favor, ¿dónde está el cadáver de nuestro antiguo colega, el flaco y siempre agresivo… Vasily?»
Ehrig tropezó con algo en un rincón. Se tambaleó, cayó… entre un pequeño montón de huesos mondos y casi blancos. Huesos humanos.
«¿Vasily?», logré decir, al cabo de un rato.
Ehrig asintió con la cabeza, se apartó de mí, arrastrándose por el suelo como un cangrejo.
«El Ferenczy… ¡no nos dio nada de comer!», dijo en tono de súplica.
Agaché la cabeza y me volví, asqueado. Ehrig se puso en pie y se me acercó con cautela.
«Mantente lejos de mí», le ordené, en voz baja y llena de desprecio. «¿Por qué no le rompiste los huesos, para comer el tuétano?»
«¡Oh, no!», dijo, como si explicase algo a un chiquillo. «El Ferenczy me dijo que guardásemos los huesos de Vasily para… Para eso que excava la tierra, eso que tomó forma en el viejo Arvos y lo consumió. Vendrá a buscarlos cuando todo esté tranquilo. Cuando nosotros estemos durmiendo.»
«¿Durmiendo?», grité, volviéndome a él. «¿Crees que yo dormiré? ¿Aquí? ¿En la misma celda, contigo?»
Se volvió y se encogió de hombros.
«¡Oh, eres orgulloso, Thibor! Yo también lo era. Dicen que esto precede a la caída. Tu hora no ha llegado aún. En cuanto a mí, no te haré daño. Aunque me atreviese, aunque mi hambre fuese tal que… Pero no me atreveré. El Ferenczy me cortaría en pedazos y los arrojaría al fuego. Me amenazó con esto. De todos modos, te quiero como a un hermano.»
«¿cómo querías a Vasily?», le dije. No me contestó. «Déjame en paz», gruñí. «Tengo mucho en qué pensar.»
Me dirigí a un rincón. Ehrig, a otro. Permanecimos sentados en silencio.
Pasaron horas. Por fin, me quedé dormido. En mis sueños (la mayoría olvidados, tal vez afortunadamente), me pareció oír unos deslizamientos extraños, y ruidos como de chupadas. Y también como si triturasen algo.
Cuando me desperté, los huesos de Vasily habían desaparecido.