Las once de la noche del primer viernes de septiembre de 1977. Alec Kyle y Carl Quint caminaban deprisa por los callejones empedrados de Génova, resbaladizos a causa de la lluvia, en dirección a una tasca llamada Frankie's Franchise.
Pero a más de mil kilómetros de allí, en Devon, Inglaterra, eran las diez de una bochornosa noche de verano. En Harkley House, Yulian Bodescu yacía desnudo, boca arriba, en la cama de su espaciosa habitación del ático, mientras sopesaba los acontecimientos de los últimos días. En muchos aspectos, habían sido muy satisfactorios, pero a la vez muy peligrosos. Antes no había sabido el alcance de su influencia, pues la gente del colegio, y más tarde Georgina, habían sido seres débiles que difícilmente podían servirle de patrón adecuado. Los Lake habían sido la verdadera prueba, y Yulian la había superado con muy pocas dificultades.
George Lake había sido el único verdadero obstáculo, pero su encuentro había sido accidental, cuando Yulian no estaba del todo preparado para él. El joven sonrió y se acarició el hombro. Sentía en él un dolor agudo, pero eso era todo. ¿Y dónde estaba ahora el «tío George»? Estaba en el sótano, con su esposa Anne. Era donde le correspondía estar, con Vlad de guardia en la puerta. Y no era que Yulian lo creyese absolutamente necesario; no era más que una precaución. En cuando al otro, había salido de su cuba y se había escondido en la tierra, donde el sótano estaba más oscuro.
La «madre» de Yulian, Georgina, estaba en su habitación, compadeciéndose, en su estado permanente de terror. Como lo había estado durante el último año, desde la vez en que él le había hecho aquello. Si no se hubiese cortado en la mano, tal vez no habría ocurrido nunca. Pero se había cortado y le había mostrado la sangre. Entonces, algo le había ocurrido a él, lo mismo que le sucedía cada vez que veía sangre, salvo que en esa ocasión había sido diferente, no había podido controlarlo. Cuando le había vendado la mano, había dejado deliberadamente que algo… algo de él mismo se vertiese en la herida. Georgina no lo había visto, pero lo había hecho.
Ella había estado enferma durante largo tiempo, y cuando se había recobrado… Bueno, en realidad no se había recobrado nunca. No del todo. Y Yulian había sabido que aquello había crecido en ella y que, ahora, él era su dueño. Ella lo había sabido también, y esto era lo que la aterrorizaba.
Su «madre», sí. En realidad, Yulian nunca la había considerado como tal. Había salido de ella, lo sabía muy bien, pero siempre había tenido la impresión de que era más hijo de un padre; pero no de un padre en el sentido ordinario de la palabra. Hijo de… de otra cosa. Por eso le había preguntado esa noche (como se lo había preguntado cien veces con anterioridad) por Ilya Bodescu y sobre la manera en que había muerto, y dónde había muerto. Y para asegurarse de saber toda la historia hasta en sus menores detalles, esta vez la había hipnotizado hasta sumirla en el trance más profundo.
Mientras Georgina le contaba cómo había ocurrido, su mente había sido atraída hacia el Este, sobre océanos y montañas y llanuras, sobre campos y ciudades y ríos, hasta un lugar que siempre había existido en lo más recóndito de su mente; un lugar de montes y bosques y… sí, un lugar de montes bajos y boscosos, en forma de cruz. Los montes cruciformes. Un lugar que tendría que visitar muy pronto…
Tendría que hacerlo, pues allí estaba la respuesta. Era un esclavo de aquel lugar, como el resto de los que estaban en la casa lo eran de él; es decir, totalmente. Y la fuerza de su seducción era igualmente grande. Era la fuerza de la que no se había dado cuenta hasta que había vuelto George. Hasta que había vuelto de su tumba en el cementerio de Blagdon, de entre los muertos. Al principio, le había causado una gran impresión; después, había despertado su curiosidad; por último, ¡había sido una revelación! Porque había dicho a Yulian quién era. No quién era, sino qué era. Y, por cierto, era más que un simple hijo de Ilya y Georgina Bodescu.
Yulian sabía que no era enteramente humano, que una gran parte de él era inhumana, y este conocimiento le daba escalofríos. Podía hipnotizar a la gente a voluntad, siempre que lo desease. Podía producir vida nueva, de cierta clase, tomándola de sí mismo. Podía cambiar seres vivos, personas, en criaturas como él. Oh, no tenían su fuerza, ni sus misteriosas facultades, pero esto era para bien. El cambio los convertía en sus esclavos; él era su dueño absoluto.
Más aún, era un nigromante: podía abrir los cuerpos de los muertos y averiguar los secretos de sus vidas. Sabía rondar como un gato, nadar como un pez, atacar como un perro. Incluso se le había ocurrido pensar que, si le diesen unas alas, podría volar… como un murciélago, ¡cómo un vampiro!
Cerca de él, en la mesita de noche, había un libro encuadernado en piel y titulado El Vampiro en la realidad y en la ficción. Ahora alargó una mano delgada para tocar su cubierta y reseguir la imagen de un murciélago, impresa en la negra encuadernación. Intrigante, desde luego; pero el título era falso, como lo era el texto. Mucho de la presunta ficción era realidad (Yulian era buena prueba de ello) y muchos de los presuntos hechos eran ficción.
Por ejemplo, la luz del sol. No mataba. Podía hacerlo, si él era alguna vez lo bastante imbécil para estar tumbado más de un par de minutos en una caleta resguardada en pleno verano. Debía de ser alguna especie de reacción química, pensó. La fotofobia era bastante común, incluso entre los hombres ordinarios. Los hongos crecen mejor bajo una cubierta de paja, en las noches nebulosas de finales de septiembre. Y había leído en alguna parte que, en Chipre, se podían encontrar especies comestibles, aunque nunca asomaban a la superficie. Empujaban la tierra reseca hasta que aparecía una grieta, que decía a los locales dónde habían de buscarlos. A los hongos no les molestaba mucho el sol, pero podía matarlos. No; a Yulian no le gustaba el sol, pero no le daba miedo. Era cuestión de andarse con cuidado, y nada más.
En cuanto a dormir durante todo el día en un ataúd lleno de tierra del país natal, ¡pura falacia! Él dormía en ocasiones durante el día, pero era porque, con frecuencia, pasaba buena parte de la noche sumido en sus reflexiones o rondando por la finca. Prefería la noche, eso sí, porque entonces, en la oscuridad o a la luz de la luna, se sentía más cerca de su origen, más cerca de comprender la verdadera naturaleza de su ser.
Además, estaba la sed de sangre del vampiro: falso, al menos en el caso de Yulian. La vista de la sangre lo excitaba, producía un efecto en su interior, le infundía una pasión; pero beberla de las venas de una víctima no era tan satisfactorio como se decía en las novelas. Sin embargo, le gustaba la carne cruda y en abundancia, y nunca le había gustado mucho la verdura. En cambio, la cosa que Yulian había criado en la cuba del sótano, ¡se había alimentado de sangre! De sangre, de carne, de cualquier cosa animada o que lo hubiese estado. De carne o del jugo rojo de la carne, viva o muerta. Yulian sabía que no necesitaba comer, pero que lo hacía si podía. Se habría tragado también a George, si él no hubiese estado allí para impedirlo.
El Otro…, Yulian se estremeció, encantado. Sabía que él era su dueño, pero ésta era la suma total de sus conocimientos. Lo había criado él mismo y recordaba cada detalle de cómo había sido.
Precisamente después de que lo expulsaran del colegio, se le aflojó el que siempre había presumido que era su primer diente de adulto. Era una muela y le dolía mucho. Pero no quiso ir al dentista. A fuerza de tocarlo, una noche se le cayó, y examinó de cerca la muela, pensando que era curioso que fuera una parte de él que había sido expulsada. Un hueso blanco y un hilo cartilaginoso, de raíz roja. Lo había puesto en un platito, sobre el alféizar de la ventana de su dormitorio. Pero, por la mañana, había oído que caía al suelo: habían brotado de ella unas raíces diminutas y se arrastraban como un cangrejo ermitaño a la luz del día.
Los dientes de Yulian, salvo las muelas, habían sido siempre afilados como cuchillos y terminados en forma de cincel, pero humanos a fin de cuentas. No dientes de animal, por cierto. El que había empujado al que se había caído, no tenía nada de humano. Era un colmillo bestial. A partir de entonces, había cambiado casi todos los dientes, y todos los nuevos eran colmillos. Especialmente los caninos. Sus mandíbulas habían cambiado también, para adaptarse a ellos.
A veces pensaba: «Tal vez soy yo la causa de este cambio. Tal vez estoy yo haciendo que suceda. Por mi fuerza de voluntad. La mente sobre la materia. Porque soy malo».
Georgina le había dicho esto alguna vez; le había dicho que era malo. Esto, cuando era pequeño y ella tenía aún cierto dominio sobre él, y había hecho alguna cosa que no le gustaba. Cuando había empezado sus experimentos de necromancia. Oh, pero después había hecho muchas cosas que no le habían gustado.
Georgina, la «madre», una gallina aterrorizada por tener un cachorro de zorro en el gallinero, viéndolo crecer esbelto y vigoroso. Pues, cuando Yulian se hizo mayor, el elemento de control también había cambiado, había pasado a sus manos; eran sus ojos. Sólo tenía que mirarla y… ella no podía hacer nada. Y tampoco los maestros y los condiscípulos en el colegio. A fuerza de probar, se había convertido en un experto en hipnotismo. La práctica lo es todo. Al menos en esto, el libro tenía razón: el vampiro es muy capaz de hipnotizar a su presa.
Pero ¿qué decir de la mortalidad o de la inmortalidad, de la no-muerte? Esto era todavía un enigma, un misterio; pero pronto lo resolvería. Pues George era todavía, en gran parte, un hombre. Regresado de la tumba, no-muerto, sí, pero todavía con carne de hombre. Y lo que llevaba dentro no había podido crecer mucho en tan poco tiempo. A diferencia del Otro, que había tenido mucho.
Desde luego, Yulian había experimentado con el Otro. Sus experimentos le habían dicho muy poco, pero siempre era mejor que nada. Según las novelas, se presumía que los vampiros sucumbían al serles clavada una estaca afilada. El Otro parecía invulnerable a la estaca. Tratar de clavársela, era como querer marcar una huella en el agua. El Otro podía ser a veces bastante sólido; podía formar dientes, manos rudimentarias, incluso ojos. Pero, en su mayor parte, los tejidos eran protoplasmáticos, gelatinosos, y para clavarle una estaca en el «corazón» o cortarle la «cabeza»…
Y, sin embargo, no era indestructible, no era inmortal. Podía morir. Podía ser muerto. Yulian había quemado una parte de aquello en un incinerador del sótano, y por Dios (si había un Dios, cosa de la que Yulian dudaba) que no le había gustado en absoluto. Yulian estaba seguro de que tampoco le habría gustado a él. Y era ésta una idea que en ocasiones le preocupaba: si un día era descubierto, si los hombres descubrían lo que era, ¿tratarían de quemarlo? Suponía que sí. Pero ¿quién podía descubrirlo? Y si alguien lo hacía, ¿quién le creería? No era muy probable que la policía escuchase un cuento de vampiros, ¿verdad? Por otra parte, ¿quién podía asegurar que no practicaba el «culto satánico» local?
De nuevo esbozó su horrible sonrisa. Ahora resultaba gracioso, pero no lo había sido cuando la policía llamó a su puerta el día después del regreso de George. Casi había cometido un grave error, al ponerse en guardia, a la defensiva, con demasiada rapidez. Pero, desde luego, ellos habían atribuido su nerviosismo a la pérdida reciente de su «tío». ¡Si hubiesen podido saber la verdad! George Lake estaba precisamente debajo de sus pies, gimiendo y temblando en el sótano. Y aun así, ¿qué habrían podido hacer? Difícilmente podrían decir que era culpa de Yulian que George no quisiera estarse quieto, ¿verdad?
Y ésta era otra parte de la leyenda que era real: que cuando un vampiro mataba a una víctima de cierta manera, la víctima podía volver como un no-muerto. George había yacido allí durante tres noches y, la cuarta, había salido a fuerza de garras. Un hombre corriente, enterrado vivo, jamás habría podido hacerlo, pero el vampiro que llevaba dentro había dado a George toda la fuerza que necesitaba y más. El vampiro que había sido parte del Otro, que había metido una de sus seudomanos dentro de él y había parado su corazón. El Otro que había sido parte de Yulian; en realidad, un diente de Yulian.
¡En qué estado tan lamentable se encontraba George cuando Yulian le había abierto la puerta, aquella noche! ¡Y cómo habían resonado en la casa sus sollozos y gemidos de demente, hasta que Yulian se enfadó con él, lo hizo callar y lo encerró en el sótano! Y allí se había quedado.
Yulian observó la luz plateada de la luna filtrándose por una rendija de las cortinas y tomó de nuevo el hilo de sus pensamientos. ¿Qué había estado recordando? ¡Ah, sí, la policía!
Habían venido a informar de un delito espantoso, la profanación de la tumba de George Lake por persona o personas desconocidas, y el robo de su cadáver. ¿Residía todavía la señora Lake en la casa de Harkley?
Pues sí, pero estaba impresionada todavía por la muerte de su marido. Si no era absolutamente necesario que la viesen, Yulian preferiría darle él mismo la noticia. Pero ¿quiénes podían ser los autores de un delito tan horrendo?
Bueno, señor, nosotros creemos que habrá sido uno de esas sectas que actúan por aquí, que saquean los cementerios y celebran… ¿aquelarres? Druidas o algo parecido. Adoradores del demonio, ¿sabe? Pero esta vez han ido demasiado lejos. No tema, señor, los prenderemos. Pero déle la noticia con delicadeza a su viuda, ¿eh?
Desde luego, desde luego. Y muchas gracias por traernos la noticia, por terrible que ésta sea. Por cierto, no les envidio su trabajo.
El de cada día, señor. Lamentamos no haberle traído buenas noticias, eso es todo. Buenas noches…
Y eso fue todo.
Pero de nuevo había perdido el hilo y se veía obligado una vez más a enfocar su pensamiento sobre la «leyenda» del vampiro. Los espejos. Los vampiros odiaban los espejos, porque no reflejaban su imagen. Falso; y sin embargo, había en ello algo de verdad. Reflejaban la imagen de Yulian; pero a veces, al mirarse en un espejo, especialmente de noche, veía mucho más de lo que los otros podían ver. Pues sabía lo que estaba mirando, sabía que era algo ajeno al hombre. Y se había preguntado si los otros, al verlo así, reflejado en un cristal, ¿verían también el ser real, el monstruo que se ocultaba detrás del hombre?
Y por último, estaba la lujuria del vampiro, su manera de saciarse con las mujeres. Yulian había probado la sangre, y más la sangre de mujeres, y la había encontrado sabrosa como un fuerte vino tinto. Lo excitaba, como lo excitaba toda la sangre, pero no tanto como para hartarse de ella. Georgina, Anne, Helen: había saboreado la sangre de las tres. Y sin duda, con el correr del tiempo, probaría la de otras muchas mujeres. Pero su propia actitud con respecto a la sangre lo desconcertaba. Si fuese un verdadero vampiro, seguro que la sangre sería la puerta impulsora de su vida. Y sin embargo, no lo era. Tal vez su metamorfosis no era aún completa. Tal vez al completarse el cambio en él, se desvanecería la parte humana, desaparecería en su totalidad. Y entonces se convertiría en un vampiro de cuerpo entero. ¿O de sangre entera?
Lascivia, sí…, pero era más que una simple sed de sangre. Mucho más. Y no era de extrañar que las mujeres, en las novelas, sucumbiesen con tanta facilidad a los hechizos del vampiro. Sobre todo, después de la primera vez. ¡Ay! ¿Qué mujer se había sentido alguna vez plenamente satisfecha en brazos de un hombre? ¡Ninguna! Sólo pensaban que lo estaban, porque no habían experimentado nada mejor. ¿«Plenamente satisfecha»? ¿Por un simple hombre? ¡Completamente imposible! Pero por un vampiro…
Yulian se volvió un poco de costado y contempló, en la oscuridad de su habitación, mitigada por la luna, a la muchacha que tenía al lado: la prima Helen. Era muy hermosa y había sido muy inocente. No del todo pura, pero casi. ¿Quién la había desflorado…? ¡Pero qué importaba eso! En realidad, él no le había quitado nada y le había dado muy poco. Habían sido torpes amantes durante una hora.
Pero ¿y ahora? Ahora sabía ella lo que era estar «plenamente satisfecha». Sin duda sabía que, si Yulian quería, podía llenarla hasta reventar… literalmente.
Una risa brotó de su garganta y tomó forma en sus labios como una burbuja de bilis. Oh, sí, pues el Otro no era el único que podía proyectar seudópodos. Yulian contuvo la carcajada que sintió formarse en su interior, alargó una mano y, con engañosa suavidad, acarició el fresco y redondeado flanco de Helen.
Incluso profundamente dormida y soñando los sueños de los condenados, se estremeció bajo el contacto de la mano de él. Se le puso la piel de gallina y su respiración se aceleró hasta convertirse en un jadeo. Gimió, en su sueño hipnótico, como el viento a través de la rendija de una tabla. Su sueño hipnótico, sí; el poder del hipnotismo y el de la telepatía, que era su pariente.
En ninguna obra literaria, salvo ocasionales insinuaciones en algunas de las mejores novelas, Yulian había encontrado mención alguna al control ejercido por el vampiro sobre la voluntad de los demás y de la lectura de mentes a distancia; y sin embargo, ésta era también una de sus facultades. Todavía muy incipiente, como todos sus poderes, pero también muy real. Una vez tocada por Yulian, una vez dominada físicamente por él, la víctima era como un libro abierto, aun a distancia. Incluso ahora, si escrutaba con su mente de cierta manera…, veía los turbios y vagos «pensamientos» del Otro. No, ni siquiera esto: había tocado simplemente el sentido instintivo del Otro, una especie de conciencia básica animal. El Otro tenía conciencia de sí mismo (¿de ellos mismos?) a la manera de una ameba, y como había sido parte de él, Yulian podía sentir aquella conciencia.
Ahora que se había apoderado de —o empleado a— Helen, Anne, George y Georgina, ¡podía sentirlos a todos! Dejó que sus pensamientos exteriores dejasen al Otro y vagasen por allí, y… allí estaba Anne, durmiendo en algún frío y húmedo rincón oscuro. Y allí estaba también George. Pero George no dormía.
George. Yulian sabía que pronto tendría que hacer algo con George, pues no se comportaba como debía. Había en él cierta obstinación. Al principio había estado absolutamente bajo el control de Yulian al igual que las mujeres. Pero recientemente…
Yulian enfocó la mente de George, penetró en silencio en sus pensamientos y… ¡un pozo negro de odio estalló en llamas de un rojo puro! Y también de afán, una sed bestial que Yulian apenas podía creer, y no sólo de sangre sino también… ¿de venganza?
Yulian, contrariado, retiró su mente antes de que George pudiese sentirlo. Según parecía, tendría que habérselas con su tío más pronto de lo que había pensado. Había decidido ya utilizarlo; sabía cómo lo utilizaría, pero ahora debía fijar una fecha definitiva. Por ejemplo, mañana. Dejó a la ignorante criatura no-muerta rabiando y rondando por los sótanos, y…
¿Qué había sido eso?
Los cabellos de su nuca se erizaron. Apoyó los pies en el suelo y se levantó. No había sido una de las mujeres, y acababa de dejar a George; entonces, ¿quién había sido? Alguien, cerca de allí, estaba pensando en la casa de Harkley, ¡pensando en él! Se dirigió a las cortinas, las abrió unos quince centímetros, y miró en la noche lleno de ansiedad.
Observó la finca. Los viejos edificios abandonados, el paseo enarenado, los matorrales y el soto; el alto muro de la cerca y la verja; la carretera más allá de la verja, una cinta de luz bajo la luna, y más allá, un alto seto. Yulian frunció la nariz y husmeó con recelo, como un perro ante la presencia de un desconocido. Oh, sí, un desconocido… ¡allí! En el seto, un destello de luz de luna sobre cristal, el rojo y opaco resplandor de la punta de un cigarrillo. Alguien en la sombra del seto observaba Harkley. ¡Alguien vigilaba a Yulian!
Ahora ya sabía dónde tenía que apuntar. Dirigió sus pensamientos y encontró la mente del desconocido. Pero sólo por un momento. Entonces los postigos mentales se cerraron, como una trampa de acero. El brillo de las gafas o de los prismáticos desapareció, el resplandor del cigarrillo se extinguió, y el propio hombre, la vaga sombra, ya no estaba allí.
¡Vlad!, ordenó instintivamente Yulian. Ve a buscarlo. Sea quien fuere ¡tráemelo!
Y abajo, entre las zarzas y los matorrales próximos a la puerta del sótano, donde estaba medio dormido, Vlad se puso de pronto alerta, volvió sus sensibles orejas hacia el paseo y la verja, se puso en pie de un salto y empezó a correr. En lo más hondo de su garganta, un gruñido, que no era simplemente el de un perro, retumbó como un trueno lejano.
Darcy Clarke estaba haciendo el último turno en la finca Harkley; tenía sensibilidad psíquica y un alto grado de poder telepático. También tenía grandes dotes de autoconservación. Un extraño talento automático, sobre el que no tenía control consciente, estaba siempre en guardia para tenerlo «a salvo»; por consiguiente, no era propenso a los accidentes y llevaba una vida muy «afortunada». Lo cual le convenía mucho en esta ocasión.
Clarke era joven, tenía sólo veinticinco años; pero lo que le faltaba en años era sobradamente compensado por su celo. Habría sido un soldado perfecto, pues el deber era lo primero para él. Era ese deber lo que lo había mantenido aquí, en las cercanías de Harkley desde las cinco de la tarde hasta las once de la noche. Y fue precisamente a las once en punto que vio que se ampliaba un poco la rendija entre las cortinas de la ventana de uno de los dormitorios del caserón.
Esto no significaba nada en sí mismo. Había cinco personas y sabía Dios qué más en aquella casa, no había la menor razón para suponer que no tuviesen que dar señales de vida. Clarke hizo una mueca y se corrigió enseguida. ¿Señales de no-muerte? Instruido a fondo, sabía que los moradores de Harkley eran algo más de lo que parecían. Pero, al enfocar la ventana con los prismáticos nocturnos, sintió de pronto que había allí algo más. Algo que le impresionó como el fulgor de un rayo.
Sabía, desde luego, que alguien de allí, probablemente el joven, poseía dotes metapsíquicas. Esto se había evidenciado durante los últimos cuatro días, desde que Clarke y los otros había empezado a observar el lugar. Para cualquier persona algo sensible, el viejo caserón olía a algo extraño, extraño y maligno también. Hoy, al hacerse de noche, Clarke había sentido que se hacían más fuertes las oscuras emanaciones que brotaban de la casa como basura mental. Hasta ahora, habían pasado junto a él sin tocarlo; pero, al colocarse la oscura figura detrás de la rendija de las cortinas y enfocarla él con sus gemelos, algo…
Algo había estado allí, en su cabeza, tocando su mente. Un talento al menos tan fuerte como el suyo, ¡sondeando sus pensamientos! Pero no era el talento lo que le sorprendía (éste era un juego que había practicado antes con sus colegas del PES, donde lo hacían de forma constante para penetrar en los pensamientos del otro), sino la desenfrenada animosidad animal que le hizo ahogar una exclamación, echarse un poco atrás y cerrar de golpe las puertas de su conciencia dotada de PES. El rumoroso y negro torbellino de la mente invasora.
Y como había montado sus defensas, no detectó ninguna amenaza física, la orden que había dado Yulian a su alsaciano negro. Había fallado, pero su talento primordial, el que nadie comprendía aún, no iba a fallarle. Eran las once de la noche y sus instrucciones eran claras: tenía que volver a la sede provisional en un hotel de Paignton, y presentar su informe. La vigilancia de la casa empezaría de nuevo a las seis de la mañana, cuando uno de sus colegas se hiciese cargo de ella. Tiró el cigarrillo, lo aplastó con el pie y se guardó los prismáticos.
El coche de Clarke estaba en un área de aparcamiento a veinticinco metros carretera abajo. Él estaba en la parte interior del seto. Apoyó la mano en el barrote más alto de la cerca, dispuesto a saltar a la carretera. Sin embargo, lo pensó mejor. Aunque no lo sabía, su talento oculto se había puesto en marcha. En vez de saltar la valla, caminó deprisa entre las altas hierbas del borde del campo, en dirección al coche. La hierba que azotaba sus pantalones estaba mojada, pero no le importó. De esta manera ahorraba tiempo, y ahora tenía prisa, estaba ansioso por alejarse del lugar. Pensó que era natural, teniendo en cuenta lo que acababa de aprender. Y casi no se dio cuenta de que, cuando llegó a su coche, estaba casi corriendo.
Fue en ese momento, mientras hacía girar la llave de la cerradura, cuando oyó que algo más corría: el débil ruido de unos pies elásticos sobre la carretera, el chasquido de las uñas de algo pesado al saltar la valla en el lugar donde él había estado. Se metió en el coche y cerró de golpe la portezuela. Cuando se volvió para mirar en la noche, abrió mucho los ojos y le palpitó el corazón.
Dos segundos más tarde, Vlad chocó contra el vehículo.
Golpeó tan fuerte con las patas delanteras, el hombro y la cabeza, que el cristal de la ventanilla de Clarke se astilló en un dibujo como de telaraña. El impacto había sonado como un martillazo, y Clarke comprendió que otra embestida como aquélla rompería en pedazos el cristal y lo privaría de toda protección. Pero había visto lo que era su atacante y no pensaba permanecer inmóvil esperando a que ocurriese.
Hizo girar la llave del encendido y puso la marcha atrás para librar el capó de unas ramas colgantes. El segundo salto de Vlad, dirigido de nuevo contra la ventanilla, hizo que el perro cayese sobre el capó, delante del parabrisas. Y ahora se dio cuenta el joven espía de la suerte que había tenido. Allí, en campo abierto, ¡poco habría podido hacer contra aquello!
La cara de Vlad era como una máscara negra de odio, una cara enloquecida, contraída, gruñidora, salpicada de saliva. Unos ojos amarillos, de pupilas carmesí, miraron a Clarke a través del cristal, con tal intensidad que casi se imaginó que podía sentir su calor. Entonces metió la primera y salió a la carretera. Al arrancar bruscamente el coche, el perro resbaló, cayó de costado sobre el capó y fue despedido hacia la oscuridad del seto, mientras Clarke corregía la dirección y rodaba por la carretera. Por el espejo retrovisor pudo ver que el perro salía del seto y se sacudía, mirando con furia al coche que se alejaba deprisa. Entonces Clarke dobló una curva y Vlad se perdió de vista.
No lo lamentó en absoluto. En realidad, todavía temblaba cuando paró el motor del automóvil en el aparcamiento del hotel de Paignton. Después de lo cual, se retrepó en su asiento y encendió cansadamente un cigarrillo, que apuró hasta el filtro antes de cerrar el coche y dirigirse a presentar su informe…
Frankie's Franchise era un lugar absolutamente sórdido, frecuentado por la canalla del puerto: prostitutas y sus proxenetas, «camellos» y, en general, gente de mal vivir. Era muy ruidoso. Una vieja máquina tocadiscos americana, puesta de nuevo de moda, atronaba el salón principal con un estruendoso «Tutti Frutti» de Little Richard. No había un pequeño rincón en el lugar que se librase del fragor musical. Pero, en cualquiera de la media docena de compartimentos separados, uno podía oír al menos sus propios pensamientos. Por eso Frankie's era un lugar tan ideal: por más que te concentraras lo bastante para oír a los demás, era imposible.
Alec Kyle y Carl Quint, Félix Krakovitch y Sergei Gulhárov, estaban sentados a una mesita cuadrada, de espaldas a las paredes protectoras del compartimento. El Este y el Oeste se enfrentaban mientras bebían. Curiosamente, Kyle y Quint bebían vodka, mientras que Krakovitch y Gulhárov sorbían cerveza americana.
Identificarse los unos a los otros había sido lo más fácil del mundo; en Frankie's Franchise, nadie más tenía el aspecto adecuado. Pero la apariencia personal no era el único patrón; pues, naturalmente, incluso con aquel vocerío, los tres hombres extrasensibles podían detectar sus recíprocas auras psíquicas. Se habían saludado con sendos movimientos de cabeza y encaminado, con sus bebidas, desde el bar hasta un compartimento vacío. Algunos parroquianos del lugar les habían dirigido miradas de curiosidad: los «duros» fruncieron los párpados con cierto recelo; las prostitutas, con miradas especuladoras. Ellos no les habían correspondido.
Después de unos momentos, Krakovitch inició la discusión.
—Supongo que no hablará mi idioma —dijo, con fuerte acento aunque no desagradable—, pero yo hablo el suyo. No muy bien, por cierto. Éste es mi amigo Sergei. —Inclinó un poco la cabeza a un lado, para indicar a su compañero—. El conoce un poco, muy poco, el inglés. No tiene PES.
Kyle y Quint miraron, obedientes, a Gulhárov. Vieron a un joven bastante apuesto, de cabellos rubios cortados a cepillo, ojos grises y vigorosas manos cruzadas flojamente sobre la mesa, alrededor de su vaso. Parecía incómodo en su moderno traje occidental, que no era exactamente de su medida.
—Es verdad. —Quint entrecerró los ojos y se volvió de nuevo a Krakovitch—. Carece de esto, pero estoy seguro de que posee otras facultades envidiables.
Krakovitch esbozó una sonrisa y asintió con la cabeza. Parecía un poco amargado.
Kyle se había entretenido en estudiar a Krakovitch y grabar cada detalle en su memoria. El jefe del espionaje ruso tenía menos de cuarenta años, ralos cabellos negros, ojos verdes penetrantes y una cara torva, casi demacrada. Era de mediana estatura y complexión delgada. «Un conejo despellejado», pensó Kyle. Pero sus finos y pálidos labios eran delicados y la alta cúpula del cráneo revelaba una rara inteligencia.
La impresión producida por Kyle en Krakovitch era bastante parecida: un hombre de pocos años menos que él, inteligente, bien dotado. Sólo el aspecto físico de Kyle era diferente, pero esto no importaba. Los cabellos de Kyle eran ondulados, tupidos y castaños. Estaba algo entrado en carnes, quizás un poco gordo, pero lo disimulaba con su estatura. Los ojos eran castaños como el cabello; los dientes, iguales y blancos, en una boca demasiado grande, un poco inclinada hacia abajo de izquierda a derecha. En otra cara, esta expresión habría podido ser tomada por cinismo, pero no en la de Kyle, pensó Krakovitch.
Por otra parte, Quint era más agresivo, pero tal vez tenía un gran dominio de sí mismo. Sacaba rápidas conclusiones, acertadas o erróneas, y probablemente actuaba de acuerdo con ellas. Pues lo hacía en la convicción de efectuar lo adecuado, aunque si no era sí, no se sentía culpable. Tampoco era muy emocional. Todo esto se revelaba en su semblante, en su figura, según Krakovitch, que se enorgullecía de leer los caracteres. Quint era ágil como un gato. En modo alguno corpulento, parecía llevar un muelle enrollado en su interior. Sin tensiones nerviosas, tenía una habilidad natural para pensar y actuar deprisa. Sus ojos ingenuos y azules lo captaban todo; tenía una nariz fina y regular, y la frente arrugada de tanto fruncirla. De unos treinta y cinco años, cabellos ralos y facciones serias. Tenía talento. Krakovitch estuvo seguro de que tenía un PES extraordinario. Era un buen observador.
—Oh, Sergei Gulhárov ha sido bien adiestrado —respondió al fin Krakovitch—, como mi guardaespaldas. Pero no en el arte de ustedes o mío. No tiene la misma clase de mente. Estoy seguro de que es el único hombre «normal» de nosotros cuatro. Lo cual es una lástima —añadió, mientras dirigía una mirada acusadora a Kyle—, pues se presumía que usted y yo nos encontraríamos en igualdad de condiciones, sin… ¿ayudas?
En aquel momento una balada italiana sustituyó al rock y el ambiente se suavizó.
—Krakovitch —dijo Kyle, con mirada dura y manteniendo baja la voz—, será mejor que pongamos esto en claro. Tiene razón en que la reunión tenía que ser entre los dos. Cada uno podía traer un segundo. Pero no telépatas. Diremos lo que tengamos que decir, sin que nadie espíe nuestros pensamientos. Quint es un buen observador, pero no un telépata. Por lo tanto, no hacemos trampa. En cuanto a su hombre aquí presente… Gulhárov, ¿no…?, Quint dice que está limpio, por lo que tampoco usted hace trampa. O parece no hacerla, pero su tercer hombre es otra cosa…
—¿Mi tercer hombre? —Krakovitch se irguió en su silla y pareció realmente sorprendido—. Yo no…
—¡Oh, sí! —lo interrumpió Quint—. De la KGB. Lo hemos visto. Lo cierto es que ahora mismo está aquí, en Frankie's Franchise.
Esto era nuevo para Kyle. Miró a Quint.
—¿Estás seguro?
Quint asintió con la cabeza.
—No mires, pero está sentado en el rincón con una puta genovesa. Ha cambiado de ropa y parece que acaba de desembarcar. El disfraz no está mal, pero lo he reconocido en el momento en que entramos.
Krakovitch miró por el rabillo del ojo y sacudió despacio la cabeza.
—No lo conozco —dijo—. Pero no es extraño. No conozco a ninguno de ellos. Esto me disgusta… ¡mucho! Pero… ¿está seguro?, ¿cómo puede estarlo?
A Kyle lo habría pillado desprevenido, pero no a Quint.
—Hacemos el mismo trabajo que ustedes, camarada —dijo, lisa y llanamente—. Pero tenemos una ventaja: somos mejores. Es de la KGB, no hay duda.
La indignación de Krakovitch era evidente. No contra Quint, sino por la posición en que se encontraba.
—¡Intolerable! —saltó—. El propio jefe del Partido me dio su…
Medio se levantó y se volvió a medias hacia el hombre indicado, un hombre como un tonel, con traje de confección y camisa desabrochada. Su cuello debía de ser al menos tan grueso como el muslo de Krakovitch. Por fortuna, el hombre miraba hacia otro lado, hablando con la prostituta.
Antes de que Krakovitch siguiese adelante, Kyle le dijo:
—Le creo; creo que usted no lo conoce. Lo han hecho a sus espaldas. Siéntese y actúe con naturalidad. De todas maneras, es evidente que no podemos hablar aquí. Aparte de que nos están observando, es un sitio demasiado ruidoso. Y, ¡Jesús!, por lo que sabemos, incluso podría haber alguien escuchándonos.
Krakovitch se sentó de golpe. Parecía sorprendido; dirigió una mirada nerviosa a su alrededor.
—¿Micrófonos ocultos?
Recordó lo aficionado que era su antiguo jefe, Borowitz, a la vigilancia electrónica.
—Podría ser —dijo Quint, asintiendo vivamente con la cabeza—. O ése lo siguió hasta aquí o sabía de antemano dónde teníamos que encontrarnos.
Krakovitch lanzó un bufido.
—Esto se está poniendo difícil. Yo no soy bueno en estas cosas. ¿Qué hacemos ahora?
Kyle miró a Krakovitch y supo que no fingía. Sonrió.
—Tampoco yo soy bueno en esto. Mire, soy como usted, Félix. Pronostico. No sé cómo lo dicen ustedes. ¿Prever el futuro? En ocasiones, tengo imágenes bastante exactas de lo que va a ocurrir. ¿Me entiende?
—Desde luego —dijo Krakovitch—. A mí me ocurre casi exactamente igual. Salvo que, por lo general, recibo avisos. ¿Y bien?
—Yo preveo que vamos a salir juntos de aquí. ¿Y usted?
Krakovitch lanzó un suspiro de alivio.
—Yo también. —Se encogió de hombros—. Al menos, no he recibido ningún mal aviso. —Al ruso se le agotaba el tiempo, y había cosas que necesitaba desesperadamente saber, preguntas que tenían que ser respondidas. Y ese inglés era tal vez el único que podía contestarlas—. Bien, ¿qué hacemos?
—Espere —dijo Quint. Se levantó, fue hasta la barra y pidió otras consumiciones. También habló con el hombre del bar. Después volvió, con las bebidas en una bandeja—. Cuando el tipo que está detrás del mostrador nos haga una seña con la cabeza, nos iremos pitando de aquí —dijo.
—¿Eh? —dijo Kyle, intrigado.
—Un taxi —dijo, sonriendo, Quint—. He pedido uno. Iremos… al aeropuerto. ¿Por qué no? Podremos hablar por el camino. Y en el aeropuerto encontraremos un sitio caliente y cómodo en el salón de llegadas, y podremos continuar la conversación. Aunque nuestro amigo consiga seguirnos, no podrá acercarse demasiado. Y si lo hace, tomaremos otro taxi para ir a otra parte.
—¡Muy bien! —dijo Krakovitch.
Cinco minutos más tarde, llegó el taxi y salieron los tres a toda prisa. Kyle fue el último en hacerlo. Miró hacia atrás y vio que el hombre de la KGB se ponía trabajosamente en pie y que su cara se contraía de rabia y frustración.
Hablaron en el taxi, y en el aeropuerto. Empezaron unos veinte minutos antes de la medianoche y terminaron a las dos y media de la madrugada. Kyle llevó la voz cantante, ayudado por Quint. Krakovitch escuchaba con atención y sólo lo interrumpía de vez en cuando, para confirmar o pedir una explicación de algo que se había dicho.
Kyle empezó con estas palabras:
—Harry Keogh fue nuestro mejor hombre. Tenía facultades que nadie había tenido jamás. Y muchas. Él me dijo todo lo que voy a contarle. Si cree lo que le diré, podremos ayudarlos a resolver algunos graves problemas que tienen en Rusia y en Rumania. Y al ayudarlos, nos ayudaremos nosotros mismos, pues aprenderemos con la experiencia. Y ahora, ¿quiere que le hable de Borowitz y de cómo murió? ¿Y de Max Batu y cómo murió éste? ¿Y de… los hombres fósiles que destrozaron el château Bronnitsy aquella noche? Puedo decirle todas esas cosas. Más importante aún, puedo hablarle de Dragosani…
Y casi tres horas más tarde, terminó con éstas:
—Sí, Dragosani era un vampiro. Y no era el único. Ustedes los tienen y nosotros los tenemos. Sabemos al menos dónde está uno de los suyos. O si no es un vampiro, algo que un vampiro dejó tras él. Lo cual podría ser igualmente malo. Sea lo que fuera, tiene que ser destruido. Podemos ayudarlos, si ustedes nos dejan. Llámelo como quiera. ¿Tal vez detente, mientras combatimos algo que nos amenaza a todos? Si no quieren nuestra ayuda, tendrán que hacer ustedes solos el trabajo. Pero nos gustaría ayudarlos, porque de esta manera podríamos aprender algo. Compréndalo, Félix, esto es mucho más grave que las peleas políticas entre el Este y el Oeste. Si hubiese una plaga, la combatiríamos juntos, ¿no? O el tráfico de drogas. O ayudaríamos a un buque que estuviese naufragando. Claro que lo haríamos. Y confieso llanamente que nuestro problema, en Inglaterra, puede ser también más grave de lo que nos imaginamos. Cuanto más aprendamos de ustedes, tanto mejor será para nosotros. Tanto mayores serán nuestras probabilidades…
Krakovitch había guardado silencio durante largo rato. Al fin dijo:
—¿Quiere usted ir conmigo a la URSS y… acabar con ello?
—No a la URSS —dijo Quint—. A Rumania. Todavía es territorio de ustedes.
—¿Los dos? ¿El jefe y un miembro de alto rango de su servicio secreto? ¿No es arriesgarse mucho?
Kyle sacudió la cabeza.
—No, tratándose de usted. Al menos, no lo creo. De todos modos, tenemos que empezar a confiar en alguien en alguna parte. Y ya que hemos empezado, ¿por qué no seguir hasta el fin?
Krakovitch asintió con la cabeza.
—Y después, ¿podré ir con ustedes? ¿Para ver de qué clase es su problema?
—Si lo desea…
Krakovitch reflexionó.
—Me ha contado muchas cosas —dijo—. Y tal vez me habrá resuelto algún problema grave. Pero no me ha dicho dónde está exactamente esa cosa en Rumania.
—Si quiere ir usted solo —dijo Kyle—, se lo diré. No exactamente, pues no lo sé, pero sí lo bastante aproximadamente para que pueda encontrarla. Si trabajamos juntos, podríamos ir mucho más deprisa; eso es todo.
—Tampoco me ha dicho cómo se ha enterado de todo esto —dijo Krakovitch— es difícil aceptarlo todo sin saber cómo lo sabe.
—Me lo dijo Harry Keogh —respondió Kyle.
—Keogh murió hace mucho tiempo —dijo Krakovitch.
—Sí —terció Quint—, pero nos lo contó todo, hasta el día en que murió.
—¡Oh! —Krakovitch respiró hondo—. ¿Tan bueno era? Esta facultad en un telépata debe de ser… muy rara.
—¡Única! —dijo Kyle.
—¡Y ustedes lo mataron! —acusó Quint.
Krakovitch se volvió deprisa a él.
—Lo mató Dragosani. Y él… casi mató a Dragosani.
Ahora fue Kyle el sorprendido.
—¿Casi? ¿Está usted diciendo que…?
Krakovitch levantó una mano.
—Yo terminé el trabajo que empezó Keogh —dijo—. Se lo aseguro. Pero primero, ¿dice usted que Keogh estuvo en contacto hasta el final?
Kyle quería decir: ¡Todavía lo está! Pero era mejor guardar este secreto.
—Sí —respondió.
—Entonces, ¿puede describir lo que ocurrió aquella noche?
—Con todo detalle —dijo Kyle—. ¿Le convencería esto de que todo lo que he dicho es verdad?
Krakovitch asintió.
—Salieron de la noche y de la nieve que caía —empezó a decir Kyle—. Eran zombies, hombres muertos desde hacía cuatrocientos años; y Harry era su jefe. Las balas nos los detenían porque ya estaban muertos. Se los podía segar con ráfagas de ametralladora, y los pedazos seguían avanzando. Se metieron en sus posiciones defensivas, en sus fortines. Tiraban de las horquillas de las granadas, luchaban con sus viejas armas herrumbrosas, espadas y hachas. Eran tártaros y no conocían el miedo, ya que no podían morir dos veces. Keogh no era sólo un telépata; entre otras facultades, poseía la de teletransportarse. Así se introdujo en el cuarto de control de Dragosani, llevando consigo a un par de sus tártaros. Allí se enfrentó a él, mientras que el resto del château…
—… en el resto del château —continuó Krakovitch—, aquello era… ¡un infierno!. Yo estaba allí. Lo he vivido todo. En compañía de otros pocos. Los demás murieron… de un modo horrible. Keogh era… una especie de monstruo. ¡Podía convocar a los muertos!
—No tan monstruoso como Dragosani —dijo Kyle—. Pero iba usted a decirme lo que ocurrió después de la muerte de Keogh. Cómo terminó el trabajo que él había empezado. ¿Qué quiso decir con eso?
—Dragosani era un vampiro —dijo Krakovitch, asintiendo con la cabeza como si hablase consigo mismo—. Sí, tenía usted razón. —Procuró recobrar su aplomo—. Mire, Sergei estaba conmigo cuando quitamos de allí lo que quedaba de Dragosani. Permítame que le muestre qué le pasa cuando se lo recuerdo… y cuando le digo que hay más de ellos.
Se volvió a su callado compañero y le habló rápidamente en ruso.
Estaban sentados en el desordenado bar, iluminado por una vacilante lámpara de neón, en el salón casi vacío de llegadas nocturnas. El barman había terminado su servicio hacía dos horas, y sus vasos habían estado vacíos desde entonces. La reacción de Gulhárov a lo que le dijo Krakovitch fue inmediata y vehemente. Palideció y se apartó de su jefe; casi se cayó del taburete. Y cuando Krakovitch acabó de hablar, golpeó el mostrador con el vaso vacío.
—Nyet, nyet! —jadeó, y en su semblante se reflejó una extraña mezcla de rabia y de asco.
Luego levantó poco a poco la voz, cada vez más estridente, e inició una diatriba en ruso que pronto llamaría la atención.
Krakovitch lo cogió de un brazo y lo sacudió. El parloteo de Gulhárov se extinguió.
—Ahora le preguntaré si hemos de aceptar su ayuda —dijo Krakovitch.
Habló de nuevo al joven y, esta vez, Gulhárov asintió dos veces con la cabeza, rápidamente, y empezó a recobrar su color normal.
—¡Da! ¡Da! —dijo enfáticamente.
En un tono gutural, añadió algo más, ininteligible para los dos ingleses.
Krakovitch sonrió, pero sin humor.
—Dice que debemos aceptar toda la ayuda que podamos conseguir —tradujo—. Porque hemos de matar a esas cosas…, ¡Acabar con ellas! Y estoy de acuerdo con él…
Y entonces explicó a sus extrañísimos aliados todo lo que había sucedido en el château Bronnitsy después de la guerra de Harry Keogh.
Cuando hubo terminado, se hizo un largo silencio, roto al fin por Quint:
—Entonces, ¿estamos de acuerdo? ¿Actuaremos juntos en esto?
Krakovitch asintió con la cabeza. Se encogió de hombros y dijo simplemente:
—No hay alternativa. Y no tenemos tiempo que perder.
Quint se volvió a Kyle.
—Pero ¿cómo lo haremos?
—En la medida de lo posible —respondió Kyle—, iremos por el camino más recto. Iremos directo al grano, sin ninguno de los acostumbrados…
Lo interrumpió el altavoz del aeropuerto, que resonó estridentemente cuando un soñoliento e invisible locutor pidió en inglés a Mr.A.Kyle que acudiese al teléfono, en el mostrador de recepción.
Krakovitch puso cara seria. ¿Quién sabía que Kyle estaba allí?
Kyle se levantó y encogió los hombros en ademán de disculpa. Era muy enojoso. Sólo podía ser «Brown», ¿y cómo explicárselo a Krakovitch? Quint, por su parte, estaba como siempre dispuesto para el quite. Dijo tranquilamente a Krakovitch:
—Bueno, ustedes tenían un pequeño sabueso que los seguía. Y ahora parece que nosotros también tenemos uno.
Krakovitch asintió breve y agriamente con la cabeza. Y con un poco de sarcasmo, imitando a Kyle, dijo:
—Sin ninguno de los acostumbrados… ¿eh? ¿Sabía algo de esto?
—No es obra nuestra —respondió con sinceridad Quint—. Estamos en el mismo barco que ustedes.
Por orden de Krakovitch, Gulhárov acompañó a Kyle al mostrador de recepción e información. Quint y Krakovitch se quedaron solos.
—Tal vez esto sea conveniente —dijo Quint.
—¿Eh? —La voz de Krakovitch volvía a ser agria—. Nos siguen, nos espían, nos escuchan, quizá, con micrófonos ocultos, ¿y usted dice que esto es conveniente?
—He querido decir que tanto usted como Kyle están siendo seguidos —le explicó Quint—. Esto iguala las cosas. Tal vez podamos compensarlas.
Krakovitch estaba alarmado.
—¡Yo no soy partidario de la violencia! Si le ocurriese algo a ese sabueso de la KGB, posiblemente me la cargaría.
—Pero ¿y si pudiésemos conseguir que fuese… entretenido durante un día o dos? Quiero decir, sin que le ocurriese nada malo, ya comprende… Completamente ileso…, sólo entretenido.
—No lo sé…
—Sólo para darle a usted tiempo de preparar nuestra entrada en Rumania. Ya sabe, visado y todo lo demás. Con un poco de suerte, terminaríamos allí nuestro trabajo en sólo un par de días.
Krakovitch asintió con la cabeza.
—Tal vez; pero quiero garantías positivas, nada de jugadas sucias. Él es un hombre de la KGB, dicen ustedes; pero, si es verdad, es también ruso. Y yo soy ruso. Si él desaparece…
Quint sacudió la cabeza y agarró el codo delgado del otro.
—¡Ambos desaparecerán! —dijo—. Pero sólo por unos pocos días. Entonces estaremos ya fuera de aquí y realizando nuestro trabajo.
—Tal vez… —admitió Krakovitch—, si puede realizarse sin peligro.
Kyle y Gulhárov volvieron. Kyle se mostró cauto.
—Era alguien llamado Brown —dijo—. Por lo visto, nos ha estado observando. —Miró a Krakovitch—. Dice que su hombre de la KGB nos ha seguido la pista y se encamina hacia aquí. A propósito, ese amigo de la KGB es muy conocido: se llama Theo Dolgikh.
Krakovitch sacudió la cabeza, se encogió de hombros, pareció confuso.
—Nunca había oído hablar de él.
—¿Tienes el número de Brown? —preguntó ansiosamente Quint—. Quiero decir si podemos ponernos de nuevo al habla con él.
Kyle arqueó las cejas.
—Realmente, sí. Dijo que si las cosas se complicaban, podría ayudar. ¿Por qué lo preguntas?
Quint sonrió, apretando los labios.
—Sería buena idea que escuchase con atención, camarada —dijo a Krakovitch—. Ya que está un poco comprometido en esto, puede empezar a prepararse una coartada. De ahora en adelante, va a ir de la mano con el enemigo. Su único consuelo es que trabajará contra un enemigo más grande. —La sonrisa se extinguió en su semblante, y dijo gravemente—: Muy bien, he aquí lo que sugiero…
El sábado a las ocho y media de la mañana Kyle telefoneó a Krakovitch al hotel donde se alojaba con Gulhárov. Éste se puso al aparato, gruñó y fue a buscar a Krakovitch, que acudió de mala gana al teléfono. Acababa de levantarse; ¿podía Kyle llamarlo más tarde? Mientras se representaba esta pequeña comedia, abajo, en el vestíbulo del Genovese, Quint estaba hablando a Brown. A las nueve y cuarto, Kyle telefoneó de nuevo a Krakovitch y convino en una segunda reunión: se encontrarían delante del Frankie's Franchise dentro de una hora, y partirían de allí.
No había nada nuevo en este arreglo; era parte del plan urdido la noche anterior. Kyle sospechaba que el teléfono de su habitación estaba intervenido y, simplemente, quería avisar a Theo Dolgikh con mucha anticipación. Si el teléfono de Kyle no estaba intervenido, lo estaría con toda seguridad el de Krakovitch, lo cual daría el mismo resultado. En todo caso el sexto sentido de Kyle y el de Quint estaban despiertos, lo que los convenció de que algo se estaba cociendo.
Desde luego, cuando salieron del Genovese justo antes de la diez y se dirigieron al muelle, alguien los siguió. Dolgikh se mantenía a gran distancia, pero sólo podía ser él. Kyle y Quint tuvieron que admirar su tenacidad, pues, a pesar de la mala noche que le habían dado, seguía siendo maestro de espías: ahora se había disfrazado de trabajador del astillero: mono azul oscuro y una pesada caja de herramientas, y una barba negra de veinticuatro horas en el redondo y enérgico semblante.
—Debe de tener un guardarropa muy bien provisto, ese tipo —dijo Kyle, al acercarse con Quint a las estrechas y todavía soñolientas calles del barrio portuario de Genova—. ¡Me fastidiaría tener que llevar su equipaje!
Quint sacudió la cabeza.
—No —repuso—, no lo creo. Tal vez tienen un piso franco aquí y hay sin duda alguno de sus barcos en el muelle. Sea lo que sea, puede utilizarlo cuando necesita cambiarse de ropa.
Kyle lo miró de reojo.
—¿Sabes una cosa? —dijo—. Estoy seguro de que habrías estado mejor en MI5. Tienes condiciones para ello.
—Podría ser un pasatiempo interesante —rió Quint—. Espionaje mundano…, pero me encuentro bien donde estoy. Un verdadero talento PES. Ahora bien, si Dolgikh tuviese percepción extrasensorial, podríamos vernos en graves dificultades.
Kyle dirigió una viva mirada a su compañero y después se relajó.
—Pero no lo es, o lo habríamos descubierto sin la ayuda de Brown. No; es simplemente uno de sus hombres de vigilancia, y muy bueno por cierto. Estuve pensando en él como en un pez gordo, pero ésta es probablemente la misión más importante que le fue encargada jamás.
—La cual —añadió gravemente Quint—, con un poco de suerte, terminará muy pronto con poco éxito por su parte. Pero yo no estaría tan seguro de que fuese un pez pequeño. A fin de cuentas, era lo bastante gordo como para aparecer en el ordenador de Brown.
Carl Quint tenía razón: Theo Dolgikh no era morralla en todos los sentidos de la palabra. En verdad, era una muestra del «respeto» de Yuri Andropov por la Organización E soviética, que hubiese encargado la tarea a Dolgikh. Pues Leónidas Brezhnev le haría pasar un mal rato a Andropov si Krakovitch le informaba de que la KGB se estaba entremetiendo de nuevo.
Dolgikh tenía poco más de treinta años y era oriundo de Siberia y antiguo miembro del Konsomol. Era el comunista total, para quien todo se reducía al Partido y al Estado. Había hecho prácticas y más tarde enseñado en Berlín, Bulgaria, Palestina y Libia. Era experto en armas (especialmente en armas del bloque occidental) y también en terrorismo, sabotaje, interrogatorios y vigilancia; además del ruso, hablaba un poco el italiano y bastante bien el alemán y el inglés. Pero su fuerte (ciertamente su penchant) estaba en el campo del asesinato. Pues Theo Dolgikh era un homicida a sangre fría.
Debido a su maciza complexión, podía parecer bajo y rechoncho visto desde lejos. En realidad medía un metro ochenta de estatura y pesaba algo más de cien kilos. De fuerte osamenta y mandíbula cuadrada bajo una cara de luna coronada por una mata de cabellos negros desiguales, Dolgikh era «pesado» en todos los aspectos. Su profesor japonés en la escuela de artes marciales de la KGB, en Moscú, solía decir:
«Camarada, eres demasiado pesado para este juego. Debido a tu corpulencia, careces de velocidad y de agilidad. La lucha Sumo sería más de tu estilo. Por otra parte, tienes muy poca grasa y el músculo es sumamente útil. Como enseñarte las disciplinas de autodefensa sería sin duda una gran pérdida de tiempo, concentraré mi instrucción en las maneras de matar, para lo cual estoy seguro de que tienes las mejores condiciones, no sólo físicas sino también mentales.»
Ahora, acercándose a su presa al entrar ellos en las laberínticas y serpeantes calles y callejas próximas a los muelles, Dolgikh sintió que le ardía la sangre y lamentó que no fuese éste uno de aquellos trabajos. Después de las vueltas que le habían hecho dar la noche pasada, ¡con gusto se habría cargado a la pareja! Y habría sido tan fácil… Parecía completamente obsesionado con el barrio más sórdido de la ciudad.
A treinta metros delante de él, Kyle y Quint se metieron de pronto en un callejón empedrado y de altos edificios que cerraban el paso a la luz. Dolgikh apretó un poco el paso, llegó a la entrada del callejón y pasó de la llovizna gris a una penumbra húmeda, donde aún no había sido recogida la basura de cuatro o cinco días. En muchos lugares, las plantas superiores de los edificios estaban inclinadas. Después de una frenética noche de viernes, el distrito todavía no había despertado. Si Dolgikh hubiese tenido que quitar la vida a esos dos, éste habría sido el lugar adecuado.
Unas pisadas sonaron en su dirección, el agente ruso entrecerró los redondos ojillos para observar, en la penumbra del callejón, un par de vagas figuras que doblaban una esquina. Se detuvo un segundo y, luego, empezó a seguirlas. Pero al sentir cerca de él una presencia silenciosa, se detuvo otra vez.
Desde las sombras de un recóndito portal, una voz ronca dijo:
—Hola, Theo. Tú no me conoces, pero yo sí.
El profesor japonés de Dolgikh había tenido razón. No era lo bastante rápido. En ocasiones como ésta, su corpulencia le estorbaba. Apretó los dientes. Al prever el golpe sordo de una porra y el dolor, o tal vez el resplandor azul de un silenciador en el cañón de una pistola, giró en dirección a aquella voz y arrojó la pesada caja de herramientas. Una figura alta y sombría recibió el golpe en el pecho, gruñó, y la caja repicó sobre las losas. Los ojos de Dolgikh se estaban acostumbrando a la penumbra. Aquello estaba todavía muy oscuro, pero no vio señal alguna de armas. Así era como le gustaba.
Con la cabeza gacha, se lanzó contra las sombras del portal como un torpedo humano.
«Mr. Brown» le golpeó los dientes: dos golpes de experto calculados no para matar, sino simplemente para aturdir. Y para estar más seguro, y antes de que Dolgikh pudiese caer, Brown golpeó la cabeza del ruso contra las gruesas hojas de la puerta, con tal fuerza que astilló una de ellas.
Un momento más tarde salió de la sombra al callejón, miró arriba y abajo y se convenció de que todo estaba bien. Sólo las gotas de lluvia y los vapores apestosos de la basura. Y ahora había otro montón de basura. Brown hizo una mueca y dio una patada al cuerpo derrumbado de Dolgikh.
A esos hombrones siempre les ocurría lo mismo: presumían de ser los más corpulentos, los más fuertes. Pero esto no era siempre así. Brown pesaba casi lo mismo que Dolgikh, pero era casi un palmo más alto y cinco años más joven. Ex SAS, su instrucción no había sido delicada. En realidad, si no hubiese experimentado una especie de torcimiento de su estructura mental, probablemente habría estado todavía en el SAS.
Hizo otra mueca, encogió los hombros y se arrebujó en su impermeable. Con las manos hundidas en los bolsillos, se apresuró a ir en busca de su coche…